San
Bartolomé el Apóstol
Bartolomé, también llamado Nathanael, fue uno
de los Apóstoles de Jesús. Su nombre procede del patronímico arameo bar-Tôlmay,
"hijo de Tôlmay" o "hijo de Ptolomeo". Es mencionado en los
tres evangelios sinópticos, siempre en compañía de Felipe (Mateo 10:3; Marcos
3:18; Lucas 6:14). En el Evangelio de Juan, donde no aparece con el nombre de
Bartolomé, se le ha identificado con Nathanael, que también es relacionado
siempre con Felipe. Louis Réau considera que su nombre procede de la unión de
bar (hijo) y Ptolomeo, siendo por tanto, descendiente de la Dinastía
Ptolemaica, aunque esto no tiene ninguna base en el Nuevo Testamento; en todo
caso, hay que tener en cuenta que no era extraño para los galileos del siglo I
tomar nombres griegos, o bien asimilarlos a ellos. Santiago de la Vorágine
añade acerca de su figura que “se mantuvo ajeno al amor de las cosas en este
mundo, vivió pendiente de los amores celestiales y toda su vida permaneció
apoyado en la gracia y auxilio divino, no sosteniéndose en sus propios méritos
sino sobre la ayuda de Dios”.
Atributos
Piel despellejada, Cuchillo y Diablesa atada a
sus pies.
Según el Evangelio de Juan, Natanael fue uno de
los discípulos a los que Jesús se apareció en el Mar de Tiberiades después de
su resurrección (Juan 21:2). A él lo había llamado Jesús por mediación
de Felipe (Juan 1:45). Juan es el único evangelista que menciona a
Natanael, y como en las listas de los evangelios sinópticos el nombre de Felipe
es seguido por el de Bartolomé, la tradición asimiló a Bartolomé y a Natanael
como uno solo.
Según los Hechos de los Apóstoles, Bartolomé
fue uno de los Doce, según (Mateo 10:3), (Marcos 3:18), (Lucas
6:14). Fue también testigo de la ascensión de Jesús (Hechos 1:13).
Según una tradición recogida por Eusebio de
Cesarea, Bartolomé marchó a predicar el evangelio a la India, donde dejó una
copia del Evangelio de Mateo en arameo. La tradición armenia le atribuye
también la predicación del cristianismo en el país caucásico, junto a San Judas
Tadeo. Ambos son considerados santos patrones de la Iglesia Apostólica Armenia
puesto que fueron los primeros en fundar el cristianismo en Armenia.
Su martirio y muerte se atribuyen a Astiages,
rey de Armenia y hermano del rey Polimio a quien San Bartolomé había convertido
al cristianismo. Como los sacerdotes de los templos paganos, que se estaban
quedando sin seguidores, protestaron ante Astiages de la labor evangelizadora
de Bartolomé, Astiages mandó llamarlo y le ordenó que adorara a sus ídolos, tal
como había hecho con su hermano. Ante la negativa de Bartolomé, el rey ordenó
que fuera desollado vivo en su presencia hasta que renunciase a su Dios o
muriese.
En la Capilla Sixtina, pintada por Miguel
Ángel, la piel que tiene San Bartolomé en sus manos contiene un autorretrato
del mismo autor, detalle que no se descubrió hasta bien entrado el siglo XIX.
En el colgajo de piel se pueden distinguir con total nitidez las facciones del
pintor. Se dice que Miguel Ángel pintó su cara en la piel despellejada del
mártir como signo de que él creía no merecer el Cielo, pues estaba atormentado.
La imagen de San Bartolomé a lo largo de la
Historia del Arte ha sufrido escasas modificaciones siendo común la
representación del santo en el momento del martirio, siendo desollado, bien sobre
un potro o atado a un árbol. También se le ha representado obrando milagros:
resucitando a los hijos del rey Polimio y liberando a la hija de éste poseída
por el demonio; en escasas ocasiones aparece siendo flagelado.
En el arte suele representársele con un gran
cuchillo, aludiendo a su martirio, pues según el martirologio fue desollado
vivo, razón por la que es el patrón de los curtidores. En relación también con
su martirio aparece en ocasiones despellejado, mostrando su piel cogida en el
brazo como si se tratara de una prenda de vestir. En la época Barroca es común
verlo representado como apóstol, con largo manto blanco, haciendo las
escrituras sagradas y mostrando el cuchillo.
También se le representa sujetando con una
cadena a una diablesa. El origen de este símbolo puede ser doble:
1º en los
evangelios apócrifos, San Bartolomé requiere a Cristo resucitado que le muestre
al maligno "Belial" y después de habérselo mostrado, Jesús le indica
"Písale la cerviz y pregúntale";
2º según la tradición, expulsó a un
demonio, denominado "Astaroth", de un templo donde éste vivía dentro
de una estatua; San Bartolomé demostró la ineficacia de la estatua, que decía
curar las enfermedades, expulsó al demonio y consagró el templo a Jesús.
Respecto a su fisonomía, el santo es
representado según la descripción que Berith hace a los enfermos y que así es
narrada en la leyenda dorada de Santiago de la Vorágine: “Es un hombre de
estatura corriente, cabellos ensortijados y negros, tez blanca, ojos grandes,
nariz recta y bien proporcionada, barba espesa y un poquito entrecana. Su
semblante presenta constantemente aspecto alegre y risueño”. Natanael fue uno
de los doce discípulos de Jesús que lo acompañó por mediación de Felipe cuando
fue llamado cerca de Galilea.
Martirio
de san Bartolomé,
José Ribera 1591 Museo de arte de
Cataluña.
La pintura ilustra un argumento de martirio y tormento físico. El apóstol Bartolomé, casi desnudo, mira indefenso hacia nosotros, mientras un verdugo embriagado lo desuella con entusiasmo sádico. Por el suelo, una escultura clásica, que se debe identificar con el dios Baldach, y en el fondo, dos sacerdotes con la cabeza cubierta actúan como testigos del suplicio. La pintura sigue el texto de Jacobo de la Vorágine en la «Leyenda áurea», que es la versión cristiana de la fábula del fauno Marsias, quien padeció el mismo castigo que san Bartolomé. Es una obra extraordinaria, que muestra el excelente arte de «lo Spagnoletto». Antes de ingresar en el MNAC perteneció al ilustrador Alexandre de Riquer.
La pintura ilustra un argumento de martirio y tormento físico. El apóstol Bartolomé, casi desnudo, mira indefenso hacia nosotros, mientras un verdugo embriagado lo desuella con entusiasmo sádico. Por el suelo, una escultura clásica, que se debe identificar con el dios Baldach, y en el fondo, dos sacerdotes con la cabeza cubierta actúan como testigos del suplicio. La pintura sigue el texto de Jacobo de la Vorágine en la «Leyenda áurea», que es la versión cristiana de la fábula del fauno Marsias, quien padeció el mismo castigo que san Bartolomé. Es una obra extraordinaria, que muestra el excelente arte de «lo Spagnoletto». Antes de ingresar en el MNAC perteneció al ilustrador Alexandre de Riquer.
Martirio de San
Bartolomé, Francisco Camilo 1651, Museo del Prado.
Este pintor solía tratar temas religiosos en su
mayoría, casi siempre de matiz dulce y devocional. Sin embargo, en esta ocasión
tenemos un ejemplo de tema dramático resuelto a la manera típicamente barroca.
El tema es el martirio de San Bartolomé, que fue desollado vivo. Lo más
frecuente es representar al santo antes o después de la tortura, no durante la
misma. Sin embargo el pintor ha elegido el momento en el que los verdugos
comienzan a arrancar la piel del santo. Los martirios eran un tema frecuente en
la España de la Reforma, puesto que excitaban la reflexión del fiel y la
penitencia. Camilo muestra una composición muy barroca, en la cual las
actitudes de los personajes se contradicen en movimiento y dirección, sesgados
por la gran diagonal que plantea el cuerpo desmesurado del mártir. Esta
composición sugiere una tensión de fuerzas enfrentadas, ideal para soportar el
efecto dramáticamente violento de la escena.
Martirio de San
Bartolomé, Españoleto (El) 1634. National Gallery
(Washington).
La cada vez más estrecha relación de Ribera con
la pintura veneciana y el estilo de Van Dyck permitirán una sensible evolución
en la forma de trabajar del valenciano, apareciendo soluciones pictoricistas y
luministas que definirán su etapa madura. Esta evolución en el arte de Ribera
se pone claramente de manifiesto en la comparación de este lienzo con alguno de
los anteriores ejemplos del martirio. En esta imagen que contemplamos se
renuncia a la fuerza y la violencia de ejemplos anteriores para recoger cierta
complicidad entre mártir y verdugo, existiendo entre ambos un juego de miradas.
Ribera se aparta de los violentos claroscuros
inspirados en Caravaggio para emplear una iluminación menos impactante, más
natural, que permite contemplar a dos figuras en el fondo y resaltar la belleza
de la anatomía del santo. San Bartolomé continúa en una postura escorzada pero
ahora menos dinámica, abriendo los brazos como aceptando el martirio. No
abandona Ribera el naturalismo con el que capta expresiones y gestos,
detallando las calidades de las cosas con una maestría difícil de superar.
San
Basilio el Grande
San Basilio de
Cesarea
llamado Basilio el Magno, fue
obispo de Cesarea y preeminente clérigo del siglo IV. Es santo de la Iglesia
Ortodoxa y uno de los cuatro Padres de la Iglesia Griega, junto con San
Atanasio, San Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo. Basilio, Gregorio
Nacianceno y Gregorio de Nisa (hermano de Basilio) son denominados Padres
Capadocios. Es también santo y doctor de la Iglesia Católica y figura en el
Calendario de Santos Luterano.
San Basilio es el nombre que en la tradición
griega lleva Papá Noel. Es él quien se cree que visita a los niños el primero
de enero (cuando tiene Basilio su festividad). Se corresponde con San Nicolás
que aparece el día de Navidad, o con los Reyes Magos, que llegan el 6 de enero.
Atributos
Con barba y ropas de obispo, Libro y Paloma.
Basilio nació alrededor del año 330 en Cesarea,
Capadocia. Provenía de una familia acomodada y piadosa en la que hubo varios
santos, entre ellos están su padre, también llamado Basilio, su madre Emelia,
su abuela Macrina la Mayor, hermana Macrina la Joven y hermanos Gregorio de
Nisa y Pedro de Cesarea, que llegó a ser obispo de Sebaste. Algunos
historiadores de la Iglesia han sugerido que Teosebia –que también es santa
para la Iglesia Ortodoxa Oriental– fue su hermana menor.
Cuando aún era un niño su familia se trasladó
al Ponto, pero pronto volvieron a Capadocia, a vivir con familiares de su
madre, y según parece estuvieron al cuidado de su abuela Macrina. Ávido de
saber, se trasladó a Constantinopla. Vivió allí y en Atenas unos cuatro o cinco
años. En este último lugar tuvo como compañero de estudios a Gregorio
Nacianceno, y entabló amistad con el que llegaría a ser emperador Juliano el
Apóstata. Ambos estuvieron profundamente influenciados por Orígenes. Entre
ambos escribieron una Antología llamada Philokalia.
Fue en Atenas donde comenzó a pensar seriamente
en la religión y se decidió a buscar a los más famosos santos eremitas de Siria
y Arabia para aprender de ellos el modo de alcanzar un estado de ferviente
piedad y de mantener su cuerpo sometido mediante el ascetismo, lo que solía
denominar “una vida filosófica”.
Después de esto lo encontramos al frente de un
convento cerca de Arnesi en el Ponto, donde su madre Emelia, ya viuda, su
hermana Macrina y otras mujeres se dedican a una piadosa vida de oración y
obras de caridad. Eustacio de Sebaste ya había trabajado en Ponto a favor de
una vida anacoreta, y Basilio le reverenciaba por ello, a pesar de que diferían
sobre algunos aspectos dogmáticos, lo que poco a poco fue distanciándoles.
Tomando partido desde el principio y en el Concilio de Constantinopla con los
homoousianos, Basilio coincidió especialmente con los que superaron la aversión
al homoousios oponiéndose al arrianismo, y de este modo aproximándose a
Atanasio de Alejandría. Al igual que Atanasio, se opuso también a la herejía
macedoniana.
Asimismo se distanció de su obispo, Dionisio de
Cesarea, que únicamente había suscrito la forma de acuerdo de Nicea, y con el
que se reconcilió sólo cuando éste estaba a punto de morir. Fue ordenado
presbítero de la Iglesia de Cesarea en 365; su ordenación fue probablemente
consecuencia de los ruegos de sus superiores eclesiásticos, que deseaban
utilizar su talento contra los arrianos, ya que, en esa parte del país, eran
numerosos y gozaban del favor del emperador arriano, Valente, que reinaba en
esa época en Constantinopla.
Tuvo una moción interior, que lo dirigió
enteramente a Dios, como él mismo explica: Un día,
como si despertase de un sueño profundo, volví mis ojos a la admirable luz de
la verdad del Evangelio..., y lloré por mi miserable vida.
En 370 muere Eusebio de Cesarea de Capadocia,
obispo de Cesarea de Capadocia, y Basilio fue elegido para sustituirle. Fue
entonces cuando se pudieron apreciar sus grandes dotes. Cesarea de Capadocia
era una importante diócesis, y su obispo era, ex officio, exarca de la gran
diócesis de Ponto. Apasionado y un tanto imperioso, Basilio también era
generoso y accesible. Su celo por la ortodoxia no le impedía advertir las
virtudes de sus adversarios; y por mor de la paz y la caridad renunciaba sin
dificultad a utilizar la terminología ortodoxa cuando ello era posible sin
sacrificar la verdad. Resistió con todo su poder al emperador Valente, que se
esforzó en introducir el arrianismo en su diócesis, e impresionó tanto al
emperador, que aunque estuvo tentado a eliminar al intratable obispo, terminó
por dejarle tranquilo.
Para salvar a la Iglesia del arrianismo,
Basilio inició contactos con Occidente, y mediante la ayuda de Atanasio intentó
superar sus recelos hacia los homoiousianos. Las dificultades habían aumentado
al plantear la cuestión de la esencia del Espíritu Santo. A pesar de que
Basilio había defendido con objetividad la consustancialidad del Espíritu Santo
con el Padre y el Hijo, se sumaba aquellos que, fieles a la tradición oriental,
no admitían el predicado homoousios al tercero; esto se le había reprochado ya
en 371 por los zelotes ortodoxos, que había entre los monjes, y Atanasio lo
defendió. Mantuvo su relación con Eustacio a pesar de las diferencias
dogmáticas, lo que provocó ciertos recelos. Por otra parte, Basilio fue
gravemente ofendido por los defensores del homousianismo, que a él le parecían
estar reviviendo la herejía sabeliana.
No vivió para ver el final de las
desafortunadas controversias entre facciones y el éxito absoluto de sus
esfuerzos para mediar entre Roma y Oriente. Sufrió una enfermedad del hígado
que le produjo una muerte prematura. Un perdurable monumento a su dedicación
episcopal hacia los pobres fue el gran instituto ante las puertas de Cesarea
que fue utilizado como casa para los pobres, hospital y hospicio (lo llamó «Basiliades»
y se podría decir que fue el germen de los modernos hospitales para enfermos).
Escritos
Los principales escritos teológicos de Basilio
son su De Spiritu Sancto, una lúcida y edificante reflexión sobre la
Escritura y la tradición cristiana primitiva (para probar la divinidad del
Espíritu Santo) y su Refutación de la apología del impío Eunomio,
escrito en 363 ó 364, tres libros contra Eunomio de Cícico, el máximo exponente
del arrianismo anomeo. Los tres primeros libros de la Refutación son
obra suya, los libros cuarto y quinto, que suelen también incluirse, no se
deben a Basilio ni a Apolinar de Laodicea, sino quizás a Dídimo de Alejandría.
Fue célebre predicador; se han conservado
muchas de sus homilías, incluida una serie de sermones cuaresmales sobre el
Hexameron (los seis días de la Creación). Algunos, como el dedicado contra la
usura y el referido al hambre, de 368, resultan de valor para la historia de la
moral; otros muestran los honores que hay que rendir a mártires y reliquias.
Sus incitaciones para que los jóvenes estudiaran literatura clásica, muestran
que su propia educación tuvo una perdurable influencia sobre él, y que le
enseñó a apreciar la importancia propedéutica de los clásicos.
Su inclinación hacia el ascetismo puede verse
en las Moralia y Regulae, manuales de ética para utilizar
respectivamente en el mundo y en el claustro. De las reglas monásticas
atribuidas a Basilio, la más breve de todas es la que más probablemente es obra
suya.
Es en los manuales de ética y en los sermones morales
donde se ilustran los aspectos prácticos de su teología teorética. Así, por
ejemplo, es en su Sermón a los lazicanos donde encontramos que es
nuestra naturaleza común la que nos obliga a tratar las necesidades de nuestros
vecinos (v.gr.: hambre, sed) como si fueran nuestras, a pesar de que se trate
de un individuo diferenciado. Posteriormente los teólogos explican
explícitamente que esto es un ejemplo de cómo los santos se convierten en
imagen de la naturaleza común de las personas de la Trinidad.
Icono griego ortodoxo
Sus trescientas cartas muestran un carácter
rico y observador, que a pesar de los problemas derivados de su endeble salud y
de sus vicisitudes eclesiásticas, permaneció optimista, tierno e incluso
juguetón. Sus principales esfuerzos como reformador se dirigieron al
mejoramiento de la liturgia, y a la reforma de las órdenes monásticas
orientales.
Consagración de San Basilio
como Obispo de Cesárea
La mayor parte de las liturgias que llevan el
nombre de Basilio, en la forma presente, no son obra suya; sin embargo,
mantienen reminiscencias de su actividad en este campo, al establecer fórmulas
para las oraciones de la liturgia y al promover el canto en la misa. Hay una
liturgia que puede serle atribuida, se trata de La divina liturgia de
Basilio el Grande, una liturgia que es algo más larga que la más celebrada Divina
liturgia de Juan Crisóstomo; todavía es utilizada en determinadas
festividades en las Iglesias Católicas Bizantinas y en la Iglesia Ortodoxa
Bizantina, tales como los domingos de cuaresma.
Todas sus obras, así como unas pocas falsamente
atribuidas, están disponibles en Patrologia Graeca, que incluye traducciones
latinas de calidad variable. De muy pocas hay una edición crítica.
San
Benito de Nursia
San Benito de Nursia (Nursia,
480-Montecasino, 21 de marzo de 547) fue un presbítero y religioso cristiano,
considerado el iniciador de la vida monástica en Occidente. Fundó la orden de
los benedictinos cuyo fin era establecer monasterios basados en la autarquía,
es decir, autosuficientes; comúnmente estaban organizados en torno a la iglesia
de planta basilical y el claustro. Es considerado patrón de Europa y patriarca
del monacato occidental. Benito escribió una regla para sus monjes, conocida
luego como la «Santa Regla», que fue inspiración para muchas de las otras
comunidades religiosas.
Atributos
Vestido de benedictino, con el libro de la
Regla de San Benito, Báculo pastoral, Cuervo, arbusto, cáliz con una serpiente
alada, Campana.
Algunos creyentes invocan a Benito para
protegerse contra las picaduras de las ortigas, el veneno, la erisipela, la
fiebre y las tentaciones.
Es patrono de los archiveros, agricultores,
ingenieros, curtidores, moribundos, granjeros, de la villa Heerdt cerca de
Düsseldorf en Alemania, de enfermedades inflamatorias, de los arquitectos
italianos, de Monreal del Llano en Cuenca (España), de los que padecen
enfermedades de riñón, de los monjes, de la villa de Nursia (su ciudad natal),
de Italia, de los religiosos (entiéndase pertenecientes a congregaciones
religiosas), de los escolares, de los criados, de los espeleólogos.
Las reliquias de Benito están conservadas en la
cripta de la abadía de Saint-Benoît-sur-Loire (Fleury), cercana a Orleans y de
Germigny-des-Prés, donde se encuentra una iglesia carolingia, en el centro de
Francia. También se encuentra un hueso del cráneo de San Benito en Monreal del
Llano en Cuenca (España).
Se creó un galardón con su nombre, que fue
recibido por el entonces cardenal Joseph Ratzinger (conocido posteriormente
como Benedicto XVI) el 1 de abril de 2005.
Por su parte, su nombre figura en el Calendario
de Santos Luterano.
En las Islas Canarias (España) cada año se
celebra la Romería de Regional San
Benito Abad, el segundo domingo de julio en la ciudad de San Cristóbal
de La Laguna (Tenerife). Declarada de Interés Turístico Nacional, es la
romería más representativa de Canarias, en la que participan grupos venidos
desde todos los rincones del archipiélago. Además, es la única romería de
Canarias en ostentar el título de "Regional" (es decir, de
toda la región canaria). Se la considera también entre las romerías más
importantes de España.
Regla de San Benito
La Regula monasteriorum, que consta de
73 capítulos y un prólogo, fue retomada por Benito de Aniano en el siglo IX,
antes de las invasiones normandas. Él la estudió y codificó, dando origen a su
expansión por toda la Europa carolingia, aunque fue adaptada para restar
importancia a los trabajos manuales frente a la liturgia y a los monjes.
Posteriormente, la Regla de San Benito adquirió gran importancia en la vida
religiosa europea durante la Edad Media, gracias a la Orden de Cluny y a la
centralización de todos los monasterios bajo esta Regla, encabezados por los
cluniacenses. En el siglo XI apareció la reforma del Císter, que buscaba
recuperar un régimen benedictino más ajustado a la Regula. Otras
reformas (como la camaldulense, la olivetana o la silvestrina) han buscado
también revivir diferentes aspectos de la Regla de San Benito.
A pesar de diferentes momentos históricos, en
los cuales la indisciplina, las persecuciones o las agitaciones políticas han
hecho decaer la práctica de la Regla de San Benito o han diezmado la población
monástica, los monasterios benedictinos han mantenido en todos los tiempos un
gran número de religiosos y religiosas. Actualmente siguen la Regla de San
Benito alrededor de 700 monasterios masculinos y unos 900 monasterios y casas
religiosas femeninas, ubicados en los cinco continentes. Se incluyen en esta
cifra monasterios de confesión protestante, tanto anglicanos como luteranos.
Su influencia en el monacato es considerable
tanto en occidente como en el mundo, especialmente en lo que concierne a la
vida intelectual del cristianismo. Esta Regla es un modelo de vida colectiva,
tomada como ejemplo en la organización de algunas empresas.
Sobre las diferentes ediciones de la Regla, el
padre García M. Colombàs, monje de Montserrat (Cataluña, España), registra en
su edición el siguiente dato: "Entre 1930 y 1968-69, según datos
provisionales, vieron la luz 60 ediciones en latín, 32 en alemán, 31 en inglés,
30 en francés, 21 en italiano, 9 en holandés, 4 en español, 2 en checo, croata
húngaro, portugués y japonés, y 1 en catalán, irlandés, árabe y coreano"
(p. 24)
A Benito se le representa habitualmente con el
libro de la Regla, una copa rota, y un cuervo con un trozo de pan en el pico,
en memoria del pan envenenado que recibió Benito de un sacerdote de la región
de Subiaco que le envidiaba. Gregorio Magno cuenta que, por orden de Benito, el
cuervo se llevó el pan adonde no pudiera ser encontrado por nadie.
San
Benito destruyendo los ídolos, Fray Juan Andrés Rizi
El número y los temas de la serie con escenas
de la vida de san Benito que adornaban el claustro del monasterio de San Martín
son desconocidos. Felipe de Castro (ca. 1750/1764) se limitó a señalar que las pinturas del claustro son de mano de
Fray Juan Ricci, y Ponz (V, 1776, 5.a división, párrafo 15) que las [pinturas] de la Vida del mismo
Santo en el claustro son de Fr. Juan Rizi, Religioso de la Orden; y de su misma
mano son también los retratos que hay encima de ellas. También Ceán
(1800, IV, p. 213) se refirió únicamente a los
lienzos del claustro de la vida de S. Benito y los retratos que están encima,
aunque citando al Padre Sarmiento, dio uno de los asuntos al escribir que en
estos lienzos no hay cabeza
alguna que no sea retrato de algún monje, o lego, o criado de la casa, y que el
del P. Rizi era un monje de barba negra que asiste al tránsito de S. Benito (Ibídem,
p. 12).
El inventario general de los cuadros de la
Trinidad existentes en el depósito y escogidos por la Comisión de la Academia
permite confirmar la pertenencia a la serie del claustro de san Martín de San Benito y los ídolos y La cena de San
Benito, y descubre la existencia de otros dos lienzos, hoy
desaparecidos, que, a juzgar por sus medidas y proporciones, debieron formar
parte de ella: un San Benito
Abad de 6 1/2 x 7 3/4 pies (182 x 217 cm aprox.) y un San Benito conjurando los vicios de
7 1/4 x 7 1/4 pies (203 x 203 cm aprox.). A estos hay que añadir, con
seguridad, las dos historias conservadas en la iglesia de San Martín (San Benito y Galla, 191 x
214 cm, y San Benito y el
milagro de la hoz, 190 x 215 cm), de medidas prácticamente
idénticas a las de los otros y que debieron ser devueltas a la iglesia en fecha
desconocida; y el lienzo con San
Benito bendiciendo a san Mauro que ingresó en el Prado en 1965. La
pertenencia a la serie del otro lienzo registrado en el inventario general de
los cuadros de la Trinidad existentes en el depósito y escogidos por la
Comisión de la Academia (San
Benito escribiendo, 7 1/2 x 4 pies) no es ya tan evidente. La
altura está próxima a la de los demás, pero no así la anchura.
Significativamente, el único cuadro de la serie que se colgó en el Museo al ser
éste inaugurado, fue San
Benito y los ídolos, expuesto en el Salón de la Galería Baja. Ello
facilitaría la posterior desaparición de los demás a excepción de La cena de san Benito.
Los cuadros que, con seguridad, se pueden
adscribir a la serie con los datos actuales son, pues, los siguientes: La cena de san Benito, San Benito destruyendo los ídolos,
San Benito bendiciendo a san
Mauro, San Benito
y Galla (Madrid, iglesia de San Martín), San Benito y el milagro de la hoz
(Madrid, iglesia de San Martín), San
Benito Abad (paradero desconocido), San Benito conjurando los vicios (paradero
desconocido) y El tránsito de
san Benito (paradero desconocido). Por sus medidas y proporciones,
debe excluirse de la serie La
última misa de san Benito de la Academia de San Fernando (281 x 212
cm), que, si procede efectivamente de San Martín, debía de ser uno de los otros
cuadros de Rizi que según Ponz estaban en
parajes públicos y particulares de esta Casa.
San
Benito bendiciendo el pan, Fray Juan Rizi 1655. Museo del Prado
Rizi será el encargado de realizar los lienzos
para el altar mayor y los laterales de la iglesia del Monasterio de San Millán
de la Cogolla, conteniendo escenas de la vida de san Benito. En esta ocasión
nos encontramos al santo fundador de la Orden Benedictina sentado, bendiciendo
un pan que le es entregado por un monje arrodillado, escena que es contemplada
por un caballero en la zona derecha de la composición. Rizi presenta una
técnica suelta y vigorosa, interesándose por los efectos violentos de luz.
San Benito
diciendo misa, Fray Juan Rizi 1650. Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando (Madrid)
Al profesar en la Orden de San Benito, Rizi se
dedicará a pintar escenas destinadas a la decoración de los monasterios en los
que habitó, convirtiéndose en un auténtico especialista a la hora de
representar a san Benito. En esta ocasión, encontramos al santo en el centro de
la composición, vestido con una elegante casulla, en el momento de bendecir la
hostia, representado el milagro de la transubstanciación que era negado por los
protestantes. De esta manera, Rizi se vincula al movimiento contrarreformista
cuya iconografía estaba generando importantes novedades. El contraste entre
tonalidades oscuras y blancas es una de las características de la composición
al igual que el naturalismo con el que se tratan los rostros y la minuciosidad
y delicadeza de los detalles, especialmente las indumentarias.
San
Bernabé apóstol
San Bernabé. La Sagrada escritura
lo presenta como un apóstol pero diferente a San Pablo, considerado por la
Iglesia con una distinción especial pero desigual, en cuanto a autoridad, con
el resto de los 12. Originario de Chipre, fue un judío que pertenecía a la
tribu de Leví, vivió durante el siglo I.
Su nombre original era José. Los apóstoles lo
cambiaron por el de Bernabé, que significa Hijo de la Exhortación
también llamado " El Apóstol de la alegría¨ por su ánimo, aunque según San
Lucas significa el esforzado, el que anima y entusiasma.
Los Hechos de los Apóstoles afirman, en el
capítulo 4 versículos 34 a 37, que Bernabé vendió su finca y el producto que de
ella obtuvo lo entregó a los apóstoles para distribuir entre los pobres.
Fue un gran colaborador de San Pablo quien a su
regreso a Jerusalén, tres años después de su conversión, recibió de Bernabé
apoyo ante los demás apóstoles, e intercesión para obtener la aceptación del
resto de los apóstoles de Jerusalén a su ministerio.
No se encuentra entre los doce elegidos por
Jesucristo, pero probablemente fue uno de los setenta discípulos mencionados en
el Evangelio. Bernabé es considerado apóstol por los primeros Padres de la
Iglesia y también por San Lucas por la misión especial que le confió el
Espíritu Santo.
Los Apóstoles lo apreciaban mucho por ser
"un buen hombre, lleno de fe y del Espíritu Santo" (Hechos 11,24),
por eso lo eligieron para la evangelización de Antioquía. Con sus prédicas
aumentaron los conversos.
Se fue a Tarso y se asoció con San Pablo.
Juntos obtuvieron un éxito extraordinario. Regresaron a Antioquía, donde
permanecieron por un año. Antioquía se convirtió en gran centro de
evangelización y donde por primera vez se le llamó cristianos a los seguidores
de la doctrina de Cristo.
Volvieron a Jerusalén enviados por los
cristianos de la floreciente iglesia de Antioquía, con una colecta para los que
estaban pasando hambre en Judea.
El Espíritu Santo habló por medio de los
maestros y profetas que adoraban a Dios: "Separad a Pablo y Bernabé, para
una tarea que les tengo asignada" Hechos 13:1,2.
Después de ayuno y oración, Pablo y Bernabé
recibieron la misión y la imposición de manos (Hechos 13:3). Partieron
acompañados de Juan Marcos, sobrino de Bernabé, futuro evangelista a
predicar a otros lugares, entre estos Chipre, la patria de Bernabé. Allí
convirtieron al procónsul romano Sergio Paulo, de quien Saulo tomó el nombre
para predicar entre los gentiles.
Fueron luego a Perga, en Panfilia, donde se
inició el más peligroso viaje misionero. Juan Marcos no estaba muy decidido y
les abandonó, regresando solo a Jerusalén. Luego prosiguieron su viaje
misionero por las ciudades y naciones del Asia Menor.
En Iconio, capital de Licaonia, estuvieron a
punto de morir apedreados por la multitud. Se refugiaron en Listra, donde el
Señor, por medio de San Pablo, curó milagrosamente a un paralítico y por esa
razón los habitantes paganos dijeron que los dioses los habían visitado,
haciendo lo imposible evitaron que la población ofreciera sacrificios en honor
a ellos y por eso se pasaron al otro extremo y lanzaron piedras contra San Pablo
y lo dejaron maltrecho.
Tras una breve estancia en Derne, donde muchos
se convirtieron los dos Apóstoles volvieron a las ciudades que habían visitado
previamente, para confirmar a los convertidos y para ordenar presbíteros.
Recordaban que "es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en
el Reino de Dios" (Hch 14, 22). Después de completar la primera misión
regresaron a Antioquía de Siria.
Poco después, algunos de los judíos cristianos,
contrarios a las opiniones de Pablo y Bernabé, exigían que los nuevos
cristianos, aparte de ser bautizados fueran circuncidados. A raíz de eso, se
convocó al Concilio de Jerusalén. Se declaró entonces que los gentiles
convertidos estaban exentos del deber de la circuncisión.
Ante el segundo viaje misionero, surgió un
conflicto entre Pablo y Bernabé. Bernabé quería llevar a su sobrino Juan Marcos
y Pablo se oponía por haberles abandonado en la mitad del primer viaje (por miedo
a tantas dificultades). Por ello decidieron separarse. San Pablo se fue a su
proyectado viaje con Silas y Bernabé partió a Chipre con Juan Marcos.
Más tarde se volvieron a encontrar como amigos
misionando en Corinto (1 Co. 9, 5-6), por lo que se deduce que Bernabé aún
vivía y trabajaba en los años 56 o 57 D.C. Posteriormente San Pablo invita a
Juan Marcos a unirse a él, cuando estaba preso en Roma, cosa que nos indica que
Bernabé ya había muerto alrededor del año 60 o 61. Otros dicen que
era predicador en Alejandría y Roma y primer obispo de Milán.
Escritos apócrifos hablan de un viaje a Roma y
de su martirio. , hacia el año 70, en Salamina, por mano de los judíos de la
diáspora, que lo lapidaron. Tertuliano afirma que Bernabé escribió la Epístola
a los Hebreos, otros creen que escribió en Alejandría la Epístola de
Bernabé. En realidad, lo que se sabe de él tiene como fuente principal al Nuevo
Testamento.
Atributos
El libro del Evangelio de Mateo, Báculo
pastoral, rama de olivo.
San Pablo
y San Bernabé en Listra, Sébastien Bourdon,
Siglo XVII Museo del Prado
La escena representa a los Apóstoles rechazando
el sacrificio de los bueyes que los gentiles, guiados por el sacerdote de
Júpiter, quieren dedicarles por haber curado a un cojo (pasaje narrado en los
versículos 8-18, Cap. XIV de los Hechos de los Apóstoles). La obra figuraba, en
1746, ya atribuida a Bourdon, entre las pinturas de Felipe V en los inventarios
del Palacio Real de La Granja de San Ildefonso (Segovia), desde donde ingresó
en el Museo en 1828.
La escena en dos mitades representa el momento
en que el pueblo de Lystra (actualmente Klistra, Turquía), sumamente conmovido
por el hecho milagroso de La ceguera de Elymas (Hechos 13, 6-12), que Pablo acababa de protagonizar
(representado en el paño número siete), quiso ofrendar un sacrificio al apóstol
de los gentiles y a su compañero Bernabé:
“Dioses en forma humana han descendido a nosotros, y llamaban a Bernabé Zeus, y
a Pablo Hermes, porque éste era el que llevaba la palabra” (Hechos 14, 11-18).
El sacerdote
del templo de Zeus, ante la puerta de ciudad, presenta toros enguirnaldados y carneros
como oblación. Un dibujo preparatorio de Rafael para la figura de Pablo, que indignado, rasga sus
vestiduras, se conserva en el J. Paul Getty Museum de Los Ángeles. El apóstol,
protagonista de la escena, ha sido emplazado en un punto elevado, sobre la
terraza del templo, y aislado de las demás figuras. Al fondo sobresale de
manera significativa la escultura en bronce de Hermes o Mercurio, con quien los gentiles identificaban a Pablo.
Un grupo compuesto de paganos y judíos con sus
jefes al frente, se preparó para ultrajar y apedrear a los apóstoles.
Ellos, al enterarse, huyeron a la provincia de
Licaonia, a las ciudades de Listra, Derbe y alrededores, donde se quedaron
evangelizando.
Había en Listra un hombre tullido, que se veía
sentado y con los pies cruzados. Era inválido de nacimiento y nunca había
podido caminar.
Un día, como escuchaba el discurso de Pablo,
éste fijó en él su mirada y vio que aquel hombre tenía fe para ser sanado.
Le dijo entonces en voz alta: “Levántate y
ponte derecho sobre tus pies. El hombre se incorporó y empezó a andar.
Al ver la gente lo que Pablo había hecho,
comenzó a gritar en la lengua de Licaonia: “¡Los dioses han venido a nosotros
en forma de hombres!”
Según ellos, Bernabé era Zeus, y Pablo Hermes, porque era el que hablaba.
Según ellos, Bernabé era Zeus, y Pablo Hermes, porque era el que hablaba.
Incluso el sacerdote del templo de Zeus, que
estaba fuera de la ciudad, trajo hasta las puertas de la misma, toros y
guirnaldas y, de acuerdo con la gente, quiso ofrecerles un sacrificio.
Al escuchar esto, Bernabé y Pablo rasgaron sus
vestidos para manifestar su indignación y se lanzaron en medio de la gente
gritando:
Amigos, ¿qué hacen? Nosotros somos humanos y
mortales como ustedes, y acabamos de decirles que deben abandonar estas cosas
que no sirven y volverse al Dios vivo, que hizo el cielo, la tierra, el mar y
cuanto hay en ellos.
El permitió en las generaciones pasadas que
cada nación siguiera su propio camino, pero no por eso dejó de manifestarse,
pues continuamente derrama sus beneficios. Él es quien desde el cielo les da
las lluvias, y los frutos a su tiempo, dando el alimento y llenando los
corazones de alegría.
Aun con estas palabras, difícilmente
consiguieron que el pueblo no les ofreciera un sacrificio, y que volvieran cada
uno a su casa.
San
Bernardino de Siena
San Bernardino de
Siena,
también llamado Bernardine (8 de
septiembre de 1380 - 20 de mayo de 1444), fue un predicador italiano, un
misionero franciscano y un santo cristiano.
Bernardino Albizzeschi nació en 1380 como hijo
de la familia noble de Albizeschi en Massa
Marittima (Toscana). Su padre fue el bailío o gobernador de esta ciudad
sienesa. Cuando cumplió 3 años de edad, murió su madre y tres años después, su
padre, y creció desde entonces en la casa de una tía. Después de su educación
básica, trabajó unos años cuidando a los enfermos en un hospital. En Siena
estudió después Derecho civil y canónico. Durante este tiempo, con la aparición
de la peste hacía 1400, trabajó en el hospital de Santa María della Scala,
y animó a otros hombres de hacer lo mismo. Según algunas biografías, enfermó de
esta epidemia, pero sobrevivió. Otras fuentes lo que destacan es que no
enfermase pese al tiempo pasado cuidando a los apestados.
En el año 1402 o 1404, entró en la Orden
Franciscana de la observancia. Donó todos sus bienes a los pobres. Al alrededor
de 1406 San Vicente Ferrer durante su sermón en Alessandria en el Piamonte,
eligió a Bernardino para cumplir la Evangelización de Italia. Bernardino tardó
apenas doce años. Durante estos años, Bernardino vivió probablemente retirado
en el convento en la montaña de Capriola, cerca de Siena.
Se dice, que "curó" una prostituta sienesa "expulsando el demonio" de su cuerpo. Predicó en Milán en 1417 o 1418. Después predicó el evangelio en ciudades vecinas durante los próximos cuatro años.
Se dice, que "curó" una prostituta sienesa "expulsando el demonio" de su cuerpo. Predicó en Milán en 1417 o 1418. Después predicó el evangelio en ciudades vecinas durante los próximos cuatro años.
Durante más que 30 años, Bernardino predicó en
Italia. Tenía un papel importante en el renacimiento de la religiosidad al
comienzo del siglo XV. Tenía mucho público durante sus sermones. Reconcilió
querellas, y realizó milagros. En 1425, predicó todos los días durante siete
semanas en Siena.
En el año 1427 fue llevado a juicio en Roma
defendiéndose de la acusación de herejía; atendieron teólogos como por ejemplo
Paulus Venetus. Bernardino fue declarado inocente. El papa Martín V le invitó a
Roma para predicar. En el mismo año, le ofrecieron el puesto de obispo de
Siena, pero lo rechazó para poder seguir con sus actividades monacales y la
evangelización. En 1431, viajó por la Toscana, la Lombardía, Romaña y Ancona.
Volvió a Siena para prevenir una guerra contra Florencia. Rechazó en 1431, el
puesto de obispo en Ferrara, y en 1435 el de Urbino.
Durante estos años, Juan Capistrano fue su
amigo, y Jaime de Las Marcas fue su discípulo. Los papas Martín V y Eugenio IV
le ayudaron. El Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Segismundo buscaba
el consejo de Bernardino, que le acompañó a su coronación a Roma en 1433.
Bernardino volvió a Capriola para elaborar una
serie de sermones. En 1436 empezó de nuevo con su labor misionero, pero ya en
1437 tenía que abandonarlo porque fue elegido vicario general de los
franciscanos observantes de Italia y poco después, en 1438, representó toda la
orden en Italia.
En 1442, Bernardino pidió al papa su dimisión
como vicario general para que se puede dedicar de nuevo a la predicación y
reasumir sus trabajos del misionario. A pesar de la bula publicada por Eugenio
IV en 1443, en lo cual el papa encargó a Bernardino que apoyará la cruzada
contra los turcos, no hay pruebas de su vida predicadora en esta época. En
1444, a pesar de su enfermedad, Bernardino viajó al Reino de Nápoles,
cumpliendo con su deseo de haber predicado en todas partes de Italia antes de
morir.
San Bernardino de Siena (detalle).Siglo
XVIII. Anónimo. Escuela sevillana. Parroquia de san Francisco de Asís y
Santuario Mariano de Nuestra Señora de la Soledad, Las Palmas de Gran Canaria.
Bernardino murió en el año 1444 en Aquila en
Abruzzo. Su sepulcro continuó sangrando hasta que dos facciones de la ciudad
fueron reconciliadas.
Las narraciones de sus milagros se
multiplicaron y así Bernardino fue canonizado ya en 1450 por el papa Nicolás V,
solamente seis años trás su muerte. En la Iglesia católica, se honra a él el
día 20 de mayo, en la fecha de su muerte (Santoral católico).
San Bernardino es el Santo patrón de diferentes
actividades, enfermedades y lugares. Se ocupa de la Publicidad, de la
Comunicación, de la Ludopatía, y de problemas respiratorios.
En España es el patrón de Cuenca de Campos, de
la provincia de Valladolid y de Roturas de Cabañas de la provincia de y
Cáceres; y de Poveda de la Obispalía en la provincia de Cuenca donde cada 20 de
mayo se celebra una misa y procesión en honor a él.
Después de su muerte, los franciscanos
difundieron imágenes de Bernardino. En las pinturas fue representado en general
con tres mitras delante de sus pies, lo que simboliza el rechazo de los tres
puestos de obispo que le ofrecieron. En su mano suele llevar el Crismón IHS,
del cual salen rayos o lo cual está incorporado en un sol; así se muestra su
dedicación al "nombre santo de Jesús").
En Siena, trás la muerte de Bernardino, se
elaboró un retrato a base de su rostro finado en L'Aquila Italia con la cabeza
calva y la cara extenuada, que parece tener una buena semejanza fisionómica.
Este retrato fue probablemente la fuente de muchas pinturas posteriores del
santo.
Las representaciones más famosas y apreciadas
son posiblemente los frescos que describen el ciclo de su vida. Fueron pintados
hacia el final del siglo XV por Pinturicchio en la capilla de Bufalini de Santa
María en Aracoeli, en Roma.
Atributos
Tabla o sol con las letras IHS, Tres mitras al
lado de sus pies.
San
Bernardino,
El Greco 1603. Museo del Prado.
San Bernardino de Siena (1380-1444) creció en
el seno de una familia patricia que le posibilitó una sólida formación
intelectual. En 1400 ingresó en la Orden Franciscana. El santo italiano aparece
cubierto con el hábito franciscano y empuñando en la mano derecha un
bastoncillo coronado con el anagrama del nombre de Jesús. Bajo el brazo
izquierdo sostiene un libro con característica encuadernación plateresca. En la
esquina derecha del suelo, junto a sus pies, se amontonan tres mitras
correspondientes a los tres obispados que rechazó y, en el lado opuesto, más al
fondo, se bosqueja un paisaje y algunos edificios de Toledo. San Bernardino se
recorta sobre un celaje de nubes tormentosas que potencian la monumentalidad de
la figura. Está concebido desde una composición piramidal, marcada por la ancha
base que dibuja el hábito, y culminada en la delicada y pequeña cabeza del
santo, un hombre de unos treinta años, de aguda mirada y fisonomía
contemporánea al pintor: un rostro de finas facciones, perilla apuntada y
bigotes de guías marcadas, ojos grandes y almendrados, de expresión
melancólica, próxima a la de los caballeros retratados por el Greco en el
Toledo de principios de siglo. Con esta visión, el Greco se aleja de la
iconografía que representa al personaje más tradicional, en su vejez, gastado por las mortificaciones, con un
rostro de asceta febril, demacrado y lleno de arrugas que
describiera Louis Réau. Esta pintura fue un encargo de 1603 del colegio
franciscano de San Bernardino.
San Bernardino
de Siena y san Juan Capistrano, Alonso Cano 1653-57
Monasterio de San Antonio y San Diego (Granada).
Considerada una de las obras maestras de Alonso Cano, este lienzo fue pintado para el retablo mayor de la iglesia del Monasterio franciscano de San Antonio y San Diego de Granada. El maestro ha conseguido captar, de manera difícilmente superable, una intensa profundidad emocional. Los dos santos se nos presentan en actitud de caminar, absortos en su mística contemplación, relacionándose a través de gestos y miradas, en un espacio cerrado por la banderola extendida. La pintura ha sido aplicada en capas finas, destacando las tonalidades marrones de los hábitos franciscanos y los escasos cabellos de los santos, contrastando con las rubicundas carnaciones, habituales en los cuadros de madurez del maestro, y el rosáceo estandarte.
Monasterio de San Antonio y San Diego (Granada).
Considerada una de las obras maestras de Alonso Cano, este lienzo fue pintado para el retablo mayor de la iglesia del Monasterio franciscano de San Antonio y San Diego de Granada. El maestro ha conseguido captar, de manera difícilmente superable, una intensa profundidad emocional. Los dos santos se nos presentan en actitud de caminar, absortos en su mística contemplación, relacionándose a través de gestos y miradas, en un espacio cerrado por la banderola extendida. La pintura ha sido aplicada en capas finas, destacando las tonalidades marrones de los hábitos franciscanos y los escasos cabellos de los santos, contrastando con las rubicundas carnaciones, habituales en los cuadros de madurez del maestro, y el rosáceo estandarte.
San Bernardino de Siena
(Duomo
di Siena).
San Bernardino
de Siena predicando
ante Alfonso V de Aragón, Francisco de Goya, 1781-1783. Real Basílica de San Francisco el Grande, Madrid.
Goya era, en esa época, un reputado pintor de
cartones para tapices; pero la crisis de Gibraltar, producida al inicio del
decenio, provoca la escasez de encargos públicos y hace que el interés del
artista se traslade a obras de índole más privada.
No se ha dilucidado si Goya quiso representar
al monarca aragonés Alfonso V el Magnánimo o a Renato I de Nápoles. El artista
emprendió esta obra con el fin de ganarse el favor del rey Carlos III,
amoldando su forma de pintar al gusto neoclásico que tanto agradaba al Rey.
Esto es patente en la ordenación geométrica de la composición, en forma
piramidal. Se considera que es una de las obras religiosas más logradas de
Goya, junto al Cristo en la cruz, efectuada en esa misma época.
El aragonés crea una magnífica visión de sí
mismo en este cuadro, al autorretratarse en el joven del extremo derecho. El
violento escorzo, con una vista de abajo hacia arriba, donde se sitúa el santo,
lo utilizará posteriormente en las pinturas al fresco de la Ermita de San
Antonio de la Florida. El variado y luminoso colorido recuerda las pinturas de
cartones para tapices; sin embargo, la individualización de los rostros y el
verismo del grupo de cortesanos de la parte inferior, aleja esta pintura del
matizado idealismo que había practicado Goya hasta entonces.
Funeral di San Bernardino, Pinturicchio. Santa Maria in
Ara Coeli. Roma. Italia.
San
Bernardo de Claraval
Bernard de Fontaine, conocido como Bernardo de Claraval o en francés, Bernard de Clairvaux, (nació en el castillo de Fontaine-lès-Dijon, (Borgoña),
1090 y murió en la Abadía de Claraval, Ville-sous-la-Ferté, Champaña-Ardenas,
Francia, 20 de agosto de 1153) fue un monje cisterciense francés y abad de la
abadía de Claraval.
Con él, la orden del Císter se expandió por
toda Europa y ocupó el primer plano de la influencia religiosa. Participó en
los principales conflictos doctrinales de su época y se implicó en los asuntos
importantes de la Iglesia. En el cisma de Anacleto II se movilizó para defender
al que fue declarado verdadero papa, se opuso al racionalista Abelardo y fue el
apasionado predicador de la segunda Cruzada.
Es una personalidad esencial en la historia de
la Iglesia católica y la más notable de su siglo. Ejerció una gran influencia
en la vida política y religiosa de Europa.
Sus contribuciones han perfilado la
religiosidad cristiana, el canto gregoriano, la vida monástica y la expansión
de la arquitectura gótica.
La Iglesia católica lo canonizó en 1174 como san Bernardo de Claraval, y lo declaró
Doctor de la Iglesia en 1830.
Nació en el castillo de Fontaine-les-Dijon, en
Borgoña, Francia en el año 1090 con el nombre de pila de Bernard de Fontaine.
Fue el tercero de siete hermanos. Su padre era caballero del duque de Borgoña y
lo educó en la escuela clerical de Châtillon-sur-Seine. Después de la muerte de
su madre, entró en la Orden del Císter.
Esta orden había sido fundada pocos años antes
por Roberto de Molesmes bajo la regla de san Benito. Sólo tenía un monasterio,
y por la dureza de la vida que llevaban, tenía pocos miembros. Tal monasterio
se encontraba cercano a su casa paterna. Odón, duque de Borgoña, su benefactor,
contribuyó con la construcción de este primer monasterio, igualmente, le donó
tierras y ganados.
Cuando a los 23 años, en el año 1113, ingresó
como novicio en la orden del Císter, le acompañaban 4 hermanos, un tío y
algunos amigos (hasta 30 personas según otras fuentes). Previamente los había
probado durante seis meses, asegurándose de su lealtad y formando un grupo muy
unido. El convencer a tantos fue una labor ardua, especialmente a su hermano
Guido, que estaba casado y tenía dos hijas, y que finalmente dejó a su familia
y entró en la orden. Posteriormente entrarían en la orden su padre y su hermano
menor.
El año 1115, Stephen Harding, el abad de
Císter, ante el doble problema de la masiva presencia del clan de los Fontaine
y el repentino hacinamiento que habían provocado en su monasterio, decidió
enviar a Bernardo a fundar el monasterio de Claraval, una de las primeras
fundaciones cistercienses. Fue designado abad del nuevo monasterio, puesto que
desempeñó hasta el final de su vida. Fue el obispo de Chalons-sur-Marne, el
filósofo Guillermo de Champeaux quien le ordenó sacerdote y le bendijo como
abad.
El inicio de Claraval fue muy duro. El régimen
impuesto por Bernardo era muy austero y afectó su salud. Guillermo de Champeaux
debió intervenir, delegado por el capítulo general del Císter, para vigilar la
salud de Bernardo suavizando la falta de alimentación y la mortificación
implacable que se imponía a sí mismo. Este se vio obligado a dejar la comunidad
y trasladarse a una cabaña que le servía de enfermería y donde era atendido por
unos curanderos.
A lo largo de su vida fundó 68 monasterios
distribuidos por toda Europa. Los inicios fueron lentos. En los 10 primeros
años sólo se establecieron tres nuevas fundaciones: Tres Fontanas (1118),
Fontenay (1119) y Foigny (1121). A partir de 1130 se extienden las primeras
abadías por Alemania, Inglaterra y España (Moreruela, 1132).
Espiritualmente fue un místico y se le
considera uno de los fundadores de la mística medieval. Tuvo una gran
influencia en el desarrollo de la devoción a la Virgen María.
Bernardo fue un inspirador y organizador de las
órdenes militares, creadas para acoger y defender a los peregrinos que se
dirigían a Tierra Santa y para combatir el Islam. Así, tuvo gran influencia en
la creación y expansión de la Orden del Temple, redactó sus estatutos e hizo
reconocerla en el Concilio de Troyes, en 1128.
En 1130, el Cisma del antipapa Anacleto lo
apartó de la vida monástica en clausura y comenzó una intensa actividad pública
en defensa de Inocencio II. Estuvo movilizado de 1130 a 1137 e hizo del abad
uno de los políticos más influyentes de su tiempo.
Participó en las principales controversias
religiosas de su época. Sostenía que el conocimiento de las ciencias profanas
es de escaso valor comparado con el de las ciencias sagradas. Sus sentimientos
frente a los dialécticos se revelaron en los enfrentamientos que mantuvo con
Gilberto de la Porré y Pedro Abelardo.
La predicación en la Iglesia medieval era
esencial y Bernardo fue uno de sus grandes predicadores. Reclamado
constantemente por la clerecía local, realizó numerosos viajes por el sur de
Francia, Renania y otras regiones. También predicó las excelencias espirituales
de la vida monástica y convenció a muchos para que ingresasen en la orden
cisterciense. Se le conocía como Doctor melifluo (boca de miel), por su suavidad
y dulzura.
Se desplazaba habitualmente a pie, acompañado
de un monje, que hacía de secretario y escribía a su dictado durante los
desplazamientos.
Bernardo predicó en el Languedoc en 1145 a los
cátaros o albigenses, siendo elogiado, pero en Verfeil, cerca de Toulouse, se
le abucheó. Años después de la muerte de Bernardo, en 1209, los cátaros fueron
declarados herejes, y varios cistercienses se pusieron al frente de la cruzada
que reprimió este movimiento.
En 1145, Eugenio III fue nombrado papa. Es el
primer papa cisterciense y discípulo de Bernardo. Había coincidido con él en
uno de sus viajes y le siguió desde Italia hasta Claraval. Allí pasó 10 años de
vida monástica. En 1140, Bernardo lo había enviado de vuelta a Italia como abad
de Tre Fontane, la 34.ª fundación de Claraval.
Su mayor y más trágica empresa fue la Segunda
Cruzada, cuya predicación fue por completo obra de Bernardo. Allí apareció con
toda su fuerza y con toda su debilidad su ideal religioso. Su fracaso afectó
negativamente a su influencia y a su figura carismática, excepcional hasta
entonces tanto con el poder religioso como político.
En 1153, enfermó del estómago -no retenía la
comida y las piernas se le hinchaban-, quedó muy débil y murió.
Fue canonizado el 18 de junio de 1174 por el
papa Alejandro III, siendo declarado Doctor de la Iglesia por Pío VIII en 1830.
Su fiesta litúrgica se celebra el 20 de agosto en el aniversario de su muerte,
siendo el santo patrón de Gibraltar, de Algeciras, de
los trabajadores agrícolas y del Queen’s College de Cambridge.
En el año 1099, los cruzados recuperaron
Jerusalén y los lugares santos de Palestina. Los peregrinos eran atacados y
robados en los caminos. Algunos caballeros decidieron prolongar su voto y
dedicar su vida a la defensa de los peregrinos. En 1127, Hugo de Payens
solicitó al papa Honorio II el reconocimiento de su organización.
Recibieron el apoyo del abad Bernardo, sobrino
de uno de los nueve Caballeros fundadores y a la postre quinto Gran Maestre de
la Orden, André de Montbard.
Así, se reunió un concilio en Troyes para
regular su organización.
En el concilio, solicitaron a Bernardo que
redactase su regla, que fue sometida a debate y fue aprobada con algunas
modificaciones. La regla del Temple fue pues una regla cisterciense, pues
contiene grandes analogías con la misma. No podía ser de otra forma, ya que el
abad era su inspirador. Era típica de las sociedades medievales, con
estructuras jerarquizadas, poderes totalitarios, regula la elección de los que
mandan y estructura las asambleas para asistirlos y, en su caso, controlarlos.
Después de esta primera redacción, hubo una segunda debida a Esteban de
Chartres, Patriarca de Jerusalén, denominada «regla latina» y cuyo texto se ha
mantenido hasta nuestros días.
Bernardo
escribió en 1130, el Elogio de la nueva milicia templaria, que asoció a
los lugares de la vida de Jesús con infinidad de citas bíblicas. Intentó
equiparar la nueva milicia a una milicia divina:
Fallecido el papa Honorio II, se produjo una
doble elección papal. La mayoría de los cardenales apoyaron al cardenal Pietro
Pierleoni que adoptó el nombre de Anacleto II; mientras que una minoría de
cardenales se decantó por Gregorio Papareschi (Inocencio II).
La aparición de dos papas provocó el cisma y
enfrentó a media cristiandad que apoyaba a Anacleto II con la otra media, que
defendía a Inocencio II. Este último contaba con el apoyo de Bernardo, que se
recorrió Europa desde 1130 a 1137, explicando sus puntos de vista a monarcas,
nobles y prelados.
Su intervención fue decisiva en el concilio de
Estampes, convocado por rey francés Luis VI. Así mismo, la influencia de
Bernardo favoreció la confirmación de Inocencio II, consiguiendo los apoyos de
Enrique I de Inglaterra, el emperador alemán Lotario II, Guillermo X de
Aquitania, los reyes de Aragón, de Castilla, Alfonso VII, y las repúblicas de
Génova y Pisa. Finalmente, Anacleto fue rechazado como papa y fue excomulgado.
En la Segunda Cruzada, asumió el papel político
más importante de su vida, al convertirse en el predicador de la nueva guerra
santa. El fracaso de la misma le supuso el declinar de su influencia política.
Cincuenta años antes, durante la Primera
Cruzada se estableció en Palestina un reino feudal gobernado por nobles
franceses. En 1144, los ejércitos del Islam tomaron la ciudad cristiana de
Edesa. En 1145, Luis VII de Francia propuso la cruzada y pidió a Bernardo que
la predicase. Este respondió que solo el papa le podía encargar esa
predicación. El rey realizó la petición al papa. Fue entonces, cuando el papa
Eugenio III, que había sido monje en Claraval y discípulo de Bernardo, pidió al
Santo que predicase la cruzada y las indulgencias que de ella se derivaban.
El Bernardo que predicó la Cruzada mostró una
personalidad diferente a lo que había sido hasta entonces. Él entendía la vida
interior como unión del alma humana con Dios e identificaba la vida interior
con la vida de toda la iglesia, de todo el «cuerpo místico», siendo su
concepción de la cruzada básicamente mística. Consideraba que la Iglesia
Católica podía llamar a las armas a las naciones cristianas para salvaguardar
el orden establecido por Dios. Parece que no tuvo necesidad de comprender el
Islam. Según él, si Dios juzgaba necesario que los ejércitos defendieran su
reino, si el mismo papa le ordenaba predicar la Cruzada, estaba claro para él
que se trataba de una misión divina. Por tanto transmitió a los cristianos que
se trataba de una guerra santa, pues así la concebía él.
En un escrito posterior al papa, así reflexionó
sobre la cruzada: «Me lo ordenasteis y obedecí. La autoridad del que me mandaba
hizo fecunda mi obediencia. Abrí mis labios, hablé y se multiplicaron los
cruzados, de suerte que quedaron vacías las ciudades y castillos, y
difícilmente se encontraría un hombre por cada siete mujeres».
La predicación realizada en Alemania, lo fue en
contra de la voluntad del papa, y ganó para la causa al emperador Conrado III y
a numerosos príncipes. Según Maschke, «Bernardo es mucho más fogoso como
predicador que como hombre de Estado y como político de la Iglesia, electriza a
los pueblos de Occidente, infundiéndoles la sola voluntad de acudir a la
Cruzada».
Los cruzados fueron derrotados por el Islam, lo
que provocó un gran pesimismo en toda la cristiandad. San Bernardo, que había
sido el principal animador y el que había encendido a los pueblos, fue llamado
embaucador y falso profeta El fracaso de la segunda Cruzada dañó profundamente
la confianza en el pontificado y se habló abiertamente de que la fe cristiana
había sufrido un duro revés.
Bernardo quedó muy afectado, sin embargo pensó
que por lo menos había sido criticado él y no Dios. Así lo escribió en De
Consideratione, dirigido al papa Eugenio III.
A los 23 años, en el año 1113, ingresó en la
orden del Císter. Dos años después, Esteban Harding, el abad de Císter, le
envió a fundar una de las primeras fundaciones cistercienses, el monasterio de
Claraval, del que fue designado abad, puesto que ocupó hasta el final de su
vida.
La orden, entonces, estaba en formación.
Esteban Harding era el tercer abad que tenía la orden, y en 1119 dotó al Císter
de una regla propia, la Carta de caridad, en la que se establecían las
normas comunitarias de total pobreza, de obediencia a los obispos y de
dedicación al culto divino con dejación de las ciencias profanas.
Bernardo participó personalmente en la
formación del espíritu cisterciense y fue el artífice de la gran difusión de la
orden cisterciense, pasando del único monasterio cuando ingresó a 343 cuando
murió, de los que 168 pertenecían a la filiación de Claraval y 68 fueron
fundados por él mismo.
La enorme influencia que alcanzaron los
cistercienses se debió a Bernardo que trascendió ampliamente a la orden. Ha
sido la figura más destacada de la Orden y es venerado como fundador.
Su Apología a Guillermo estableció
también los criterios teóricos que luego se emplearían en la construcción de
todas las abadías cistercienses. En este escrito, Bernardo criticó duramente la
escultura, la pintura, los adornos y las dimensiones excesivas de las Iglesias
de los cluniacenses. Partiendo del espíritu cisterciense de pobreza y ascetismo
riguroso, llegó a la conclusión de que sus monjes, que habían renunciado a las
bondades del mundo, no precisaban de nada de esto para reflexionar en la ley de
Dios. La crítica la desplegó sobre dos ejes. En primer lugar, la pobreza
voluntaria: las esculturas y adornos eran un gasto inútil: despilfarran el pan
de los pobres. En segundo lugar, rechazaba también las imágenes porque
distraían la atención de los monjes, los apartaban de encontrar a Dios a través
de la Escritura.
Cuando, en 1135, tenían unas 90 abadías y
aumentaban a un ritmo de 10 nuevas por año, Bernardo debió pensar que la orden
estaba consolidada y con un crecimiento desmedido siendo urgente un modelo de
abadía que garantizase la uniformidad de la Orden. También debió reflexionar
que la orden no podía seguir con las efímeras construcciones de madera y adobe,
precisando monasterios en piedra que sirviesen a las generaciones futuras de
monjes.
Ello lo concretó en la construcción en piedra
de las dos primeras abadías, Claraval II (a partir de 1135) y Fontenay
(comenzada en 1137), que se construyeron de forma simultánea. En las dos
intervino de forma decisiva, ya que de Claraval era su abad y Fontenay era
filial suya. Él fue el inspirador de ambas construcciones y de sus soluciones
formales. Para él, la arquitectura cisterciense debía reflejar el ascetismo y
la pobreza absoluta llevada hasta un desposeimiento total que practicaban a
diario y que constituía el espíritu del císter. Así terminó definiendo una
estética de simplificación y desnudez que pretendía transmitir los ideales de
la orden: silencio, contemplación, ascetismo y pobreza.
Estas primeras abadías se construyeron en
estilo románico borgoñés, que había alcanzado toda su plenitud: (bóveda de
cañón apuntada y bóveda de arista). Posteriormente, cuando en 1140, surgió el
estilo gótico en la benedictina abadía de san Denis, los cistercienses
aceptaron rápidamente algunos conceptos del nuevo estilo y empezaron a
construir en los dos estilos, siendo frecuentes las abadías donde conviven
dependencias románicas y góticas de la misma época. Con el paso del tiempo, el
románico se abandonó.
Al prescindir de todo lo superfluo, el estilo
cisterciense consiguió unos espacios desnudos, conceptuales y originales que lo
hace plenamente identificable.
Fue el primero que formuló los principios
básicos de la místca, contribuyendo a configurarla como cuerpo espiritual de
la Iglesia católica.
Su devoción a la humanidad del Redentor se
trató de una innovación basada en el Cristo de los Padres y de san Pablo. Su
forma de relacionarse con Cristo, llevó a nuevas formas de espiritualidad
basadas en la imitación de Cristo.
Su teología mística tuvo como fin principal
mostrar el camino de la unión espiritual con Dios. Su doctrina de búsqueda de
unión a Dios se inspiró en el estudio de las escrituras y de los padres de la
Iglesia, así como en su propia experiencia religiosa. El esquema de la mística
bernardiana propone ascender desde lo más profundo del pecado original hasta lo
más elevado del amor, la unión mística con Dios. En este ascenso enumeró 4
grados de amor, descritos en su tratado Del amor de Dios.
Iconografía de san Bernardo
Atributos
Con hábito blanco y tonsura, mitra, báculo y
libro de la Regla. Perro rojo, demonio encadenado. Colmena de abejas,
instrumentos de la pasión, pluma.
No se sabe cómo era san Bernardo, no existen
retratos reales. Sí hay multitud de representaciones figuradas, que
corresponden habitualmente a cuadros de piedad y devoción.
En este artículo se presentan cinco ejemplos.
El cuadro, denominado Premio lácteo a san
Bernardo, fue pintado por Alonso Cano entre 1646 y 1650 para los capuchinos
de Toledo. Existe otro cuadro parecido pintado por Murillo y también en el
Museo del Prado, donde se aparece la Virgen a san Bernardo para ofrecerle leche
de sus pechos como premio por su defensa mariana.
La leyenda de la lactatio debió ser muy
conocida en España, estando incluida en el Cancionero de Úbeda. Un
motivo similar mencionó el rey Alfonso X el Sabio en sus Cantigas de Santa
María (54 y 93), «narrando el prodigio de la resurrección de un monje
cisterciense, que obró la Virgen dándole leche de su seno».
El cuadro de Francisco Ribalta, Cristo
abrazado a san Bernardo, fue pintado entre 1625 y 1627 para la cartuja
italiana de Portocoeli, para la cual trabajó Ribalta en sus últimos años.
La visión
de san Bernardo,
Filippino Lippi, 1480. Badia
Fiorentina, Florencia.
El cuadro fue un encargo para la capilla de
Francesco del Pugliese por su hijo Piero, que está retratado en la esquina
inferior derecha en la tradicional postura de oración del donante.
Es una de las obras más admiradas de Lippi,
debido a su poderoso cromatismo, inspirado en la pintura flamenca; se cree que
utilizó óleo como aglutinante. También sobresale por su atención a los
detalles, que contribuyen a su vez a hacer de una aparición mística de la
Virgen a san Bernardo en una escena de la vida cotidiana. La composición está
ambientada en un paisaje rocoso en el que el santo, mientras está escribiendo,
de repente es visitado por la Virgen. Detrás de los hombros de san Bernardo
está representado un demonio mordiendo sus cadenas: es una referencia un himno
medieval que celebra a la Virgen como la liberadora de la Humanidad de la
cadena de sus pecados. En la parte de la derecha hay imágenes de la vida
franciscana. El hombre que aparece abajo, a la derecha, es el donante, en una
figura cortada, lo que contribuye a crear una ilusión de espontaneidad.
La influencia de Botticelli se evidencia en
características como el dibujo, los gestos de las figuras o la caída y dobleces
de los paños.
Detalle
Cristo
abrazando a san Bernardo, Francisco Ribalta
1624-1627. Museo del Prado
Este cuadro fue pintado para la cartuja de
Portaceli, situada en el término de Bétera, en los alrededores de Valencia, y
probablemente sea la obra más hermosa de cuantas hiciera Francisco Ribalta a lo
largo de su vida. No en balde diría de ella Antonio Ponz, cuando la vio hacia
1774 en la celda prioral de dicha cartuja, que era «lo más bello, bien pintado
y expresivo que pueda darse en Ribalta [...] todo parece nada al lado de esta
pintura». De hecho ilustra como ningún otro cuadro en la plástica española de
su tiempo la entrega mística del alma cristiana a Cristo, servida con una
sobrecogedora placidez y una intensidad sin precedentes, traduciendo ese gozo
espiritual que en lo literario tan bellamente expresara años antes san Juan de
la Cruz en su memorable Cántico espiritual. Representa un episodio de
san Bernardo, recogido en el Flos Sanctorum de Ribadeneyra (1599), según
el cual este santo monje, fundador de la orden del Císter, tuvo una visión
mística en la que Cristo se desclavó de la cruz para abrazarle. Este milagroso
suceso, según Kowal, halla su ascendiente remoto en el Exordium Magnum
de Conrad de Eberbach (1206-1221) y no es pasaje frecuentemente recogido en las
biografías de san Bernardo, pero fue divulgado en grabados alemanes de los
siglos XV y XVI. Ello explicaría que también lo representara hacia 1614 el
escultor Gregorio Fernández en el retablo de las Huelgas, en Valladolid, quien
seguramente utilizó una fuente gráfica común como motivo icónico inspirador.
Con un punto de vista bajo que confiere evidente monumentalidad a la
composición, Francisco Ribalta concentra aquí la atención en las figuras de
Cristo y san Bernardo, haciéndolas resaltar sobre un fondo oscuro en el que
apenas son visibles los rostros de dos ángeles, a la derecha, envueltos en una
espesa penumbra. Cristo desclava sus dos brazos de la cruz y se complace
mirando a san Bernardo que parece flotar ingrávido entre los potentes brazos
del Salvador con una amable expresión de felicidad cargada de vibrante ternura.
Al hacer penetrar la luz desde el lateral izquierdo en forma rasante al modo
tenebrista, solo las figuras de Cristo y el monje quedan iluminadas cobrando un
vigor enorme y asumiendo el protagonismo exclusivo en la escena, que se ofrece
al espectador sin opción de distracción hacia lo accesorio para involucrarle de
forma muy directa en el arrobamiento místico del pasaje. La representación
visionaria y los estados de éxtasis en venerables, beatos y santos, fueron tema
frecuente en la producción de Francisco Ribalta. Bien famosos son en este
sentido sus cuadros de Sor Margarita Agulló (Museo del Patriarca,
Valencia), pintados en 1600 y 1605; o sus dos versiones de Aparición de
Cristo a san Vicente Ferrer (parroquia de Algemesí y capilla del Corpus
Christi, Valencia), hechos hacia 1605, del que existe dibujo preparatorio de
uno de ellos en el Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona; o Visión
del padre Simó (National Gallery, Londres), firmada en 1612; o Aparición
de Cristo a santa Gertrudis (parroquia de San Esteban, Valencia), de hacia
1620, al igual que San Francisco confortado por un ángel músico (Prado)
y Abrazo de san Francisco al Crucificado (Museo de Bellas Artes de
Valencia San Pío V), realizados ambos para los capuchinos de Valencia entre
1620 y 1622. No hay duda de que al cultivo de estas temáticas contribuyó
poderosamente el ambiente devoto y milagrero que vivió la Valencia de las dos
primeras décadas del siglo XVII, resultado de las pautas piadosas alentadas por
el arzobispo san Juan de Ribera, las cuales debieron calar hondo en Francisco
Ribalta, tenido por quienes le conocieron y trataron como hombre muy cristiano
y temeroso de Dios.
No está de más recordar en este sentido que
Ribalta tomó parte en la corriente pietista desatada en Valencia en torno a la
figura del clérigo visionario Jerónimo Simó, célebre personaje cuya supuesta
santidad llegó a producir una verdadera conmoción social hasta extremos de
tenerse que prohibir su culto, surgido tras su muerte, ante el virulento debate
que enfrentó a sus defensores y detractores. De Jerónimo Simó hizo Ribalta
varias imágenes (casi todas destruidas después de la prohibición) y una
estampa propagandística con episodios de su vida, grabada por Michael Lasne
(Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona). De todos los cuadros que
Francisco Ribalta llegó a pintar sobre apariciones, es en este Cristo
abrazando a san Bernardo donde los pinceles del artista cobraron más alto
vuelo. La sobriedad que impera en este trabajo permite apreciar de manera muy
clara la inteligente fórmula que el artista emplea en su madurez, hacia 1625,
servida en sus más brillantes términos de esencialidad. Así se observa que
Cristo responde a un modelo de idealizada belleza, de talante grandioso y naturaleza
hercúlea, extraído de los arquetipos de Sebastiano del Piombo que Ribalta
conoció en Valencia en propiedad de la familia Vich. A su lado, san Bernardo
está representado por un frágil tipo humano, de la más absoluta cotidianidad,
con rostro realista de rasgos individualizados extraídos de un modelo vivo y
cercano. El estudio de telas del marfileño hábito del monje con su magistral
plasmación en texturas y cadencias, vigorizadas por un tratamiento lumínico de
gran efecto, sería otro de los elementos a destacar de este trabajo, fruto de
la observación directa del natural. Sin duda, la calidad de la pieza debió de
motivar su codicia por parte de algunos en el momento de exclaustración, puesto
que el cuadro no se halló en la cartuja de Portaceli en 1839 cuando sus
pinturas fueron recogidas por la comisión de la Academia de San Carlos
designada al efecto. Ello explica que no ingresara en el Museo de Bellas Artes
de Valencia San Pío V en el lote de obras desamortizadas. Tampoco habría que
descartar la posibilidad de que los monjes hubieran vendido el cuadro tiempo
antes, como sucedió en algunos conventos, pues Richard Ford mencionaba en 1831
«un San Bernardo de Ribalta» en la valenciana colección del marqués de Ráfol.
Pero no hay certeza de que fuera el mismo cuadro. Perdido su rastro, reapareció
en 1905, creyéndolo obra italiana siguiendo supuestamente un modelo
zurbaranesco. Después de la Guerra Civil, en 1940 salió a la venta y fue
adquirido por el Museo del Prado donde Sánchez Cantón lo identificó con el famoso
ejemplar de Francisco Ribalta que Ponz, Orellana y Ceán Bermúdez habían
referido con encomio en la celda prioral de la cartuja de Portaceli antes de la
Desamortización.
San
Bernardo y la Virgen,
Alonso Cano 1657. Museo del Prado.
Escena de la vida de San Bernardo (siglo XII)
que relata el momento en que el santo recibe un chorro de leche de una estatua
de la Virgen con el Niño, situada en un altar, mientras un cardenal contempla
el milagro con las manos unidas en oración. En la pintura se conjuga un sentido
monumental de las formas con un tratamiento muy delicado del color,
características que adquiere el arte de Cano tras su conocimiento de las
Colecciones Reales. Probablemente se trata de una obra que se cita en el
retablo de los Capuchinos de Toledo y que, en consecuencia, es realizada por
Alonso Cano en cualquiera de sus dos largas estancias en la corte. Incautado al
infante don Sebastián con el resto de sus bienes, figura en el inventario de la
Trinidad, con el no 104. Devuelto al infante don Sebastián en 1861, fue
adquirido por el Estado en 1968 para el Museo del Prado ejercitando el derecho
de tanteo.
Aparición
de la Virgen a san Bernardo, Murillo 1655.
Museo del Prado.
Murillo alternó a lo largo de su carrera los
lienzos con figuras aisladas, que le hicieron tan popular, con los grandes
cuadros de mayores ambiciones compositivas, como éste que representa el momento
en que la Virgen se apareció milagrosamente a San Bernardo para ofrecerle su
leche como premio a su defensa de María.
El cuadro coincide en tamaño con la Imposición de la casulla de San
Ildefonso, con el que ha
llevado una historia paralela desde al menos el siglo XVIII. Esto hace pensar
que se concibieron como sendas piezas de altar destinadas a una misma
institución, como sugiere también la cercanía estilística entre ambas. En
virtud del tema, se ha pensado en un convento cisterciense, y en concreto en el
de San Clemente de Sevilla. La obra incluye varias de las cosas de Murillo
siempre gustó representar, como la Virgen con el Niño, los angelitos, el
luminoso rompimiento de Gloria, o los magníficos detalles de naturaleza muerta,
representados en este caso por las flores y los libros. La acción se sitúa en
uno de esos espacios tan ambiguos a los que solía recurrir Murillo, en los que
no faltan referencias concretas que permitan identificarlo, pero que carecen de
escalas y proporciones naturales, lo que sirve para subrayar el carácter
sobrenatural de lo que está ocurriendo allí, y para remarcar también la
naturaleza simbólica de los objetos que aparecen.
San Blas
Blas de Sebaste, venerado como san Blas, fue un médico, obispo de
Sebaste (Sebastensis armenorum) en Armenia (actual Sivas, Turquía), y
mártir cristiano. Hizo vida eremítica en una cueva en el bosque del monte
Argeus, que convirtió en su sede episcopal. Fue torturado y ejecutado en la
época del emperador romano Licinio, durante las persecuciones a los cristianos
de principios del siglo IV.
Su culto se extendió por todo Oriente, y más
tarde por Occidente. En la Edad Media, se llegaron a contabilizar solamente en
Roma 35 iglesias bajo su advocación. Su festividad se celebra 3 de febrero en
las Iglesias de Occidente y el 11 de febrero en las de Oriente.
Se le considera patrono de los enfermos de
garganta (faringe) y de los otorrinolaringólogos. También es patrono de la
República del Paraguay, de numerosas localidades españolas y de Dubrovnik
(Croacia). En esta ciudad, su festividad es emblemática y casi milenaria (se
remonta como mínimo al año 1190) y se incorporó en 2009 a la lista del
patrimonio cultural inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.
Según la tradición, Blas de Sebaste era
conocido por su don de curación milagrosa, que aplicaba tanto a personas como a
animales. Salvó la vida de un niño que se ahogaba al clavársele en la garganta
una espina de pescado. Este sería el origen de la costumbre de bendecir las
gargantas el día de su fiesta el 3 de febrero.
Se le acercaban también los animales enfermos
para que los curase, pero en cambio no lo molestaban durante su tiempo de
oración.
Cuando llegó a Sebaste la persecución de
Agrícola (gobernador de Capadocia) contra los cristianos (la última persecución
romana), sus cazadores fueron a buscar animales para los juegos de la arena en
el bosque de Argeus y encontraron muchos de ellos esperando fuera de la cueva
de san Blas. Allí encontraron a Blas en oración y lo detuvieron.
Agrícola trató sin éxito de hacerle renegar de
su fe. En la prisión, Blas sanó a algunos prisioneros. Entonces el gobernador
mandó matarlo y fue arrojado a un lago. Pero Blas, de pie sobre la superficie
(como el milagro atribuido también a Jesucristo), invitó a sus perseguidores a
caminar sobre las aguas y así demostrar el poder de sus dioses. Pero todos se
ahogaron. Cuando volvió a tierra (por orden de un ángel), fue torturado (colgado
de un poste y lacerado con rastrillos de cardar) y finalmente decapitado. Según
el Diccionario de los Santos, las Actas de este mártir carecen de
consistencia histórica, pero fueron muy populares a partir del alto medievo,
tanto en Oriente como en Occidente, donde llegaron a través de diversas
traducciones latinas de un texto griego.
Su culto se extendió pronto por toda la
iglesia. Es costumbre popular invocarle particularmente para remediar
afecciones de la garganta.
Atributos
Se le representa con Un cerdo, Cirios
entrecruzados (su fiesta es justo el día después de la Candelaria), Cuerno, Mitra, Rastrillo de cardar.
El refranero español es pródigo en frases y
sentencias de uso común que hacen referencia a Blas de Sebaste:
·
«Por
san Blas la cigüeña verás, y si no la vieres: año de nieves». Hace referencia a
la llegada de las cigüeñas a España, que se produce a principios de febrero
excepto en años muy fríos.
·
«Por
san Blas, hora y media más». Refiere que en la fecha de la festividad de Blas
de Sebaste, transcurrido casi un mes y medio de invierno, la duración del día
es manifiestamente más prolongada.
·
«San
Blas bendito, cúrame la garganta y el apetito».
·
«San
Blas, tú me llamarás». Refiere que la afección de garganta provocará en el
propio fiel el recordatorio del santo.
·
«San
Blas, San Blas, que se ahoga este animal». Cuando alguien se atraganta mientras
se le da en la espalda para que se le pase. Este refrán es muy típico en Alhama
de Granada.
San Blas – Vicente Carducho
El equilibrio compositivo de las figuras, la
moderada expresión del santo obispo y del niño aquejado de un mal en la
garganta, la suntuosidad cromática de los ornamentos episcopales que contrasta
con la capa carmesí del enfermo angustiado, concentran nuestra atención en la
acción de ambos personajes con actitudes y rasgos propios de sus obras más
representativas. El lienzo de san Blas fue atribuido por el profesor Emilio
Pérez Sánchez (1969) y restaurado en el Taller del Museo del Prado (2008).
San Blas de origen armenio, obispo de Sebaste,
sufrió martirio y es uno de los santos sanadores y taumaturgos capaces de
llevar a cabo hechos o milagros prodigiosos, especialmente los relacionados con
las afecciones y dolencias de la garganta.
San Blas
y San Juan Bautista,
Hans Memling 1491. Museo de St. Annen
en Lübeck, Alemania.
Ahora veremos diversas ampliaciones de este
retablo que representa la vida de san Blas.
En la calle central vemos, como tabla principal
del retablo, una hermosísima representación de San Blas obispo, de pie ,
bendiciendo con su mano derecha en la que lleva cinco anillos dorados y
gofrados. Sostiene con su mano izquierda el báculo y el cardador de lana y está
tocado con mitra lujosa rodeado por un nimbo dorado de círculos concéntricos.
Viste de pontifical cubriéndose con una suntuosa capa pluvial, abrochada en su
parte superior, y en cuyos bordes se representan en bellísima cenefa algunos
apóstoles erguidos bajo doseletes de estuco dorado en relieve. Dichos apóstoles
visten atractivas y polícromas indumentarias, distinguiéndose entre ellos San
Pedro con las llaves, San Pablo con la espada, quizás San Bartolomé con el
alfanje, y probablemente Santiago el mayor de peregrino con bordón y sombrero
de ala vuelta. Un donante dominico, tonsurado, aparece arrodillado a los pies
del santo. La escena se desarrolla en primer plano ante un murete, decorado con
tracerías caladas, sobre el que reposan finas columnitas fasciculadas de color
rosa. Un paño brocado con motivos estilizados en fondo rojo remarca la figura
del santo. San Blas se halla en una estancia pavimentada con azulejería en fuga
decorada con motivos geométricos y rica policromía. El fondo de la estancia es
dorado apreciándose sobre él motivos decorativos de color negro.
Observamos al donante o comitente, tonsurado,
arrodillado en posición orante, en actitud reverencial. Su tamaño es muy
inferior al de San Blas, siguiendo esa práctica artística medieval de
representar a los personajes con un tamaño acorde a su importancia
religioso-espiritual, práctica que irá diluyéndose en el Renacimiento.
En la calle lateral izquierda se representa en
la escena superior la consagración de San Blas como Obispo. Dos obispos le
colocan la mitra y le dan el báculo episcopal. El santo luce nimbo dorado y
viste ropa pontifical. Otros clérigos, unos con bonetes y otros mostrando sus
tonsuras asisten al acontecimiento.
En la escena inferior de la calle lateral
izquierda se representa a San Blas sentado ante numerosas fieras apaciguadas
por su presencia delante de una gruta rocosa en la que hace vida eremítica. Al
fondo observamos la aparición de los soldados del gobernador. El santo viste
rica indumentaria de obispo y bendice a diferentes animales: un león, un
leopardo, un jabalí, un ciervo, un zorro, dos liebres, aves varias y dos
perrillos con collarines rojos que quizás forman parte de la comitiva de
caballeros militares que, vestidos con ricas indumentarias y tocados, y
portando numerosas lanzas y espadas, se aproximan sobre hermosos caballos hasta
la cueva del santo. Al fondo se representa un cielo azul y una ciudad con
murallas y torres coronadas por bellos chapiteles.
En la calle lateral derecha se representa en la
escena superior el milagro de la curación del niño atragantado con una espina
de pez, que el santo sanará por intercesión divina. La madre, acompañada por
dos mujeres, lleva al niño en brazos y sale al encuentro de la comitiva militar
que lleva preso a San Blas. Esta intervención del santo le otorgará fama de
santo curador de los males de garganta y será invocado por los fieles para sanar
ese tipo de enfermedades.
En la parte inferior de la calle lateral
derecha se representa la hermosa escena en que una viuda devota de San Blas
tras haber sido despojada por un lobo del único cerdo que poseía, el santo
intercederá obligando al lobo a devolver a la viuda el cerdito robado. La mujer
agradecida llevará la cabeza y las pezuñas del animal, cocinadas, sobre una
bandeja, al santo benefactor que se halla encarcelado. La Leyenda Dorada añade
que la mujer entregó también a San Blas una candela y un pan, tal como vemos en
esta escena. Además la mujer lleva un jarro con bebida y un paño. Una
inscripción de trazos negros, bajo la ventana enrejada de la celda, dice en
caracteres góticos: “Año 1464” y vemos probablemente la firma del autor bajo
esa inscripción. El artista ha puesto especial empeño, aunque con logros
relativos, en la representación perspectiva de la prisión mediante el suelo de
azulejos , la techumbre acasetonada, las paredes de la celda en diagonal, y las
puertas del fondo. Obsérvese la atractiva indumentaria del carcelero que guarda
la entrada del edificio y porta una gran llave y una bella espada. Adopta una actitud
de vigilancia tranquila, discreta y parece respetar con dignidad la acción de
gratitud que la mujer muestra al santo obispo.
Sobre la tabla central de San Blas se
representa el Calvario de una forma apretada como si el espacio existente en el
lugar originario de ubicación fuera escaso. Hasta dos arbolitos que, al fondo,
flanquean la Crucifixión se han pintado de forma inclinada. En el centro vemos
a Cristo crucificado a cuyos pies se arrodilla María Magdalena. Flanquean a
Jesús su Madre y San Juan evangelista.
Como fondo vemos un bello paisaje y una ciudad
amurallada y torreada. Han sido superados ya los fondos dorados típicos del
gótico internacional y la nueva pintura opta por el naturalismo.
En el banco se representan cuatro escenas relativas
a la leyenda de San Blas. En la primera de ellas vemos el tormento del santo
con el cardador de púas metálicas. La segunda casa de la predela muestra el
martirio de las siete mujeres que habían recogido con paños la sangre derramada
por San Blas. En la tercera escena del banco se representa la Misa de San
Gregorio. La cuarta casa de la predela recoge la escena en la que San Blas
camina sobre las aguas del lago al que ha sido arrojado por los esbirros del
gobernador para que muera ahogado. En la quinta casa se representa la
Decapitación de San Blas.
En esta escena se representa al martirio de San
Blas con rastrillos de púas, atributo que iconográficamente le identifica.
Contrasta la desnudez pálida de San Blas y las vestimentas y tocados polícromos
de los dos verdugos que se afanan desgarrando las carnes del obispo. El santo
está atado a una cruz aspada lígnea que se incrusta en el pavimento y se ajusta
mediante calces de madera. La escena
tiene lugar en una estancia con solera de azulejería en fuga. Al fondo vemos un
muro tras el cual dos curiosos contemplan el tormento. San Blas cubre sus
partes pudendas con un ajustado paño, está tocado con la mitra episcopal y luce
un nimbo dorado.
En esta escena se representa el martirio de
siete mujeres devotas que recogieron la sangre derramada por San Blas en su
tormento. Las siete mujeres, atadas a cruces aspadas de madera, sufren el mismo
tormento que San Blas, desgarramiento de sus carnes con el cardador de púas
aceradas. Todas ellas muestran rostros, expresiones y composición similar y
repetitiva, cubren sus partes genitales con faldas acampanadas blancas,
manteniendo sus pechos desnudos, y lucen largos cabellos rubios. Aunque en la
Leyenda Dorada de Jacobo de la Vorágine se dice que al desgarrar sus carnes
brotó leche en lugar de sangre, el artista no ha seguido esta versión. El
gobernador entronizado contempla impertérrito cómo uno de sus secuaces ejecuta
el tormento. Nuevamente vemos el contraste de las bellas indumentarias de vivos
colores del gobernador y el verdugo y la piel lechosa de las mujeres
semidesnudas.
En esta escena se representa la iconografía
conocida como “Misa de San Gregorio Magno”. Celebra la misma el Papa y Padre de
la Iglesia occidental San Gregorio Magno que está arrodillado ante el altar
vestido con túnica blanca y manto de brocado y mira extasiado a Cristo que
derrama la sangre de su costado en el cáliz. Los instrumentos de la pasión se
representan al fondo, cruz, clavos, lanza, escalera, paño de la santa Faz,
cañas, columna, gallo de la negación. Un ayudante arrodillado, tonsurado y
cubierto con roja indumentaria sostiene en sus manos la suntuosa tiara papal de
triple corona. Un manuscrito abierto reposa sobre el lienzo del altar. La
escena tiene lugar en el interior de una iglesia gótica, cubierta con bóveda de
crucería y pavimentada con azulejería en fuga intuitiva.
En la Misa de San Gregorio, que carece de
fuentes escritas originarias, se representa a este Papa celebrando la
Eucaristía en la basílica romana de la Santa Cruz de Jerusalén. En el momento
de la elevación de la Sagrada Forma, un asistente, quizás el propio Papa, tuvo
dudas sobre la presencia real de Cristo en el acontecimiento. Como respuesta a
esa vacilación en su Fe, el mismo Cristo se apareció, rodeado de los
instrumentos de la Pasión, y llenando el cáliz con la sangre que brotaba de su
costado. El tema fue muy divulgado en los siglos XV y XVI por toda Europa,
debido a las indulgencias concedidas a esta representación, y fue difundido por
los peregrinos que visitaban las siete basílicas romanas.
Se representa en esta escena el episodio en el
que el Gobernador ordena arrojar a San Blas a un lago. Por intercesión divina
el agua se había solidificado impidiendo la muerte del santo al que vemos
caminar sobre la superficie del lago mientras reta a los soldados a que se
atrevan a acercarse a él sí tanto confían en sus ídolos y dioses paganos. Los
soldados del gobernador confiados comienzan a caminar sobre las aguas pero
pronto se hundirán pereciendo ahogados. El santo se representa erguido, vestido
de obispo con capa pluvial, mitra y báculo dorados. Un ángel enviado por la
divinidad, y representado por el artista en atrevido escorzo, protege al santo
desde las alturas. Al fondo vemos una ciudad amurallada y torreada y un cielo
azul.
La escena representa la decapitación del santo
y tiene lugar ante la presencia del gobernador que se halla sedente en su trono
con el cetro en la mano y ante la presencia curiosa de varios personajes de
ricas vestimentas, quizás su propia Corte. El santo, vestido de obispo, está
arrodillado con sus manos cruzadas ante el pecho, resignado ante lo inexorable,
mientras el verdugo secciona su garganta mirando hacia otro lado, quizás
arrepentido de su acción macabra.
San
Bonifacio (mártir)
Bonifacio o Winfrido es justamente designado
como apóstol de Alemania, si bien es verdad que ya antes de él otros misioneros
habían predicado el Evangelio en diversas regiones de este territorio, y a
pesar de que algunas de estas regiones, como Baviera y Turingia, constituían ya
importantes núcleos de cristiandad. A él se debe, en efecto, en primer lugar,
el haber generalizado y sistematizado, mucho más que los anteriores misioneros,
la evangelización de la mayor parte de Alemania, y, por otra parte, el haber
organizado de una manera definitiva la jerarquía de estos vastos territorios,
procediendo en toda esta labor en inteligencia con los Romanos Pontífices. Más
con todo este trabajo de evangelización de Alemania y organización de sus
iglesias no se agotó la actividad de este grande apóstol. Esta comprende una
segunda parte, a la que suelen atender menos los historiadores, pero que tuvo
extraordinaria importancia en la vida de San Bonifacio. Es la regeneración y
reorganización de la Iglesia de los Francos, que se hallaba en gran decadencia.
Así, pues, San Bonifacio es apóstol de Alemania y reorganizador de la Iglesia
franca.
Llamábase Winfrido y nació hacia el año 680,
según todas las probabilidades, en el territorio de Wessex, de una familia
profundamente cristiana. Contando sólo cinco años, atraído por el ejemplo y las
palabras de unos monjes, manifestó a sus padres el deseo de seguirlos, y, después
de vencer su persistente oposición, pudo dirigirse a la escuela del monasterio
de Exeter. Contaba entonces sólo siete años y durante otros siete pudo poner
los más sólidos fundamentos a su formación humanística y sacerdotal. A los
catorce se trasladó al monasterio de Nursling, de la diócesis de Winchester,
donde, ingresado en la Orden, recorrió los estudios superiores del llamado
Trivio y Cuatrivio, en los que salió tan aventajado que bien pronto pudo ser
allí mismo renombrado maestro. De ello nos dejó una excelente prueba en una
gramática latina que compuso en este tiempo.
Pero mucho más que en los estudios
profanos, que constituían la base de la formación humanística y filosófica,
aventajose Winfrido en los eclesiásticos, que más directamente debían servirle
para los ideales apostólicos que ya entonces acariciaba en su interior. Por
esto consta que estudió de un modo especial la Sagrada Escritura y la dogmática
o teología, tal como entonces se proponía, al mismo tiempo que realizaba los
primeros ensayos de predicación entre la gente humilde y sencilla del pueblo.
Todo esto, unido a un espíritu profundamente religioso, a la práctica de todas
las virtudes monásticas y a un abrasado amor de Dios y del prójimo, le
prepararon convenientemente para la grande obra a que Dios lo destinaba.
Precisamente entonces eran frecuentes las
salidas de Inglaterra de monjes misioneros, que partían para el centro y norte
de Europa, donde se entregaban con toda su alma a la evangelización de aquellos
territorios, todavía paganos. Hallábase entonces en la región de Frisia (la
actual Holanda) el gran apóstol San Willibrordo, y continuamente llegaban a los
monasterios de Inglaterra e Irlanda voces en demanda de nuevos misioneros.
Winfrido, pues, que se hallaba a la sazón en la plenitud de su vida, sintióse
llamado por Dios a este inmenso campo de apostolado, y, después de obtener,
tras largas luchas, el permiso de su abad, partió para el Continente, junto con
otros dos compañeros, el año 716.
Más no había llegado todavía la hora de Dios.
La situación del norte de Europa era insegura, por lo cual Winfrido se
convenció de que su labor apostólica sería inútil. Así, pues, volvióse a su
monasterio de Nursling, donde, a la muerte del abad Wimbert, trataron los
monjes de elegirlo a él. No sin mucho esfuerzo consiguió, al fin, verse libre
de esta dignidad, pues su única obsesión era volver al Continente para
entregarse de lleno a su evangelización. Convencido, pues, de que, para dar
verdadera eficacia a su labor, era necesario recibir una comisión directa del
Papa, dirigióse el año 718 a Roma.
Era el primer viaje que hacía a la Ciudad
Eterna. El papa San Gregorio II le recibió con muestras de extraordinaria
satisfacción, cambióle su nombre de Winfrido por el de Bonifacio; instruyóle
ampliamente sobre el modo de introducir en los pueblos germanos la doctrina
cristiana, la liturgia y administración romana, y en la primavera de 719 le dio
una comisión especial para los pueblos del centro de Europa.
Atravesando, pues, Bonifacio la Baviera y
el centro de Alemania dirigióse a Frisia, donde providencialmente había muerto
su rey Radbod, y su sucesor, unido con los francos, se mostraba favorable a la
predicación del Evangelio. Allí, pues, al lado del veterano apóstol San
Willibrordo, pasó el novel misionero Bonifacio tres años. Este aprendizaje fue
de grandísima utilidad para él. Sin embargo, resistiendo a las instancias de
San Willibrordo, quien, ya anciano, deseaba nombrarle sucesor suyo, y siguiendo
las instrucciones del Papa, se dirigió a Hesse, donde inició su primera gran
campaña de predicación. En este tiempo se le juntó uno de sus más fieles
colaboradores, llamado Gregorio. Para dar más firmeza y regularidad al trabajo
misionero estableció pronto su primer monasterio en Amöneburg. El resultado de
sus primeros trabajos fueron millares de conversiones y el establecimiento de
numerosas cristiandades.
Ante las primeras noticias de los éxitos
obtenidos el Papa le llamó a Roma, donde, bien informado de su espíritu y de
sus métodos de predicación, así como también de los nuevos campos que se abrían
al Evangelio, le consagró obispo el 30 de noviembre, fiesta de San Andrés, del
año 722. A esta dignidad, que tanto ascendiente debía dar a Bonifacio, añadió
el Papa una carta especial para Carlos Martel, con el objeto de que obtuviera
de éste su apoyo oficial para tan importante empresa, y asimismo gran cantidad
de reliquias, el Código oficial canónico y otras cosas que contribuían a dar
mayor autoridad al misionero.
Armado, pues, Bonifacio de su nueva
autoridad episcopal y de todas estas nuevas armas, dirigióse a Carlos Martel,
quien, a la vista de la carta pontificia, puso al servicio del misionero todo
el apoyo de su poder. En esta forma entró de nuevo Bonifacio en Alemania y se
dispuso a continuar la obra comenzada en Hesse. Para ello realizó entonces una
de las más sublimes hazañas de su vida misionera, con el objeto de deshacer la
superstición pagana, que constituía el principal obstáculo del Evangelio.
Efectivamente, en un día señalado con anticipación, para hacer presencia de
gran multitud de paganos, dio con sus propias manos algunos golpes de hacha y
luego hizo derribar la encina sagrada de Geismar, a la que los gentiles
profesaban gran veneración. Al ver, pues, los paganos que sus dioses no hacían
nada para vengar aquel ultraje, reconocieron su impotencia, y a partir de este
hecho se mostraron mejor dispuestos para recibir el Evangelio. Con la madera de
aquella encina hizo Bonifacio construir una iglesia dedicada a San Pedro, y a
corta distancia de ella levantó el monasterio de Fritzlar, que fue en adelante
uno de los puntos de apoyo de su obra misionera.
Puesta ya en marcha la misión de Hesse,
el año 725 pasó a Turingia, donde ya anteriormente había sido introducido, pero
no había arraigado el cristianismo, y allí continuó desarrollando su actividad
apostólica. En todas partes encontraba al pueblo dispuesto a escuchar la
palabra de Dios. Lo único que faltaba eran misioneros. Por esto insistió
constantemente a los monasterios ingleses en demanda de nuevas fuerzas, y, en
efecto, fueron llegando muchos monjes misioneros durante los años siguientes.
Bien pronto fundó en Turingia, cerca de Gotha, el monasterio de Ordruf, que fue
su base de operaciones en aquel territorio. Entre los nuevos misioneros son dignos
de mención San Lull, que fue el sucesor de San Bonifacio en la sede de
Maguncia, y San Esteban, su futuro compañero de martirio. Llegaron asimismo
religiosas, que iniciaron la rama femenina del monacato en Turingia y Hesse.
Entre ellas se distinguieron Santa Tecla, Santa Walburga y sobre todo la prima
del mismo San Bonifacio, Santa Lioba.
Cerca de diez años hacía que trabajaba en
estas regiones de Hesse y Turingia, alentado siempre por San Gregorio II,
cuando este gran Papa murió en 731. Su sucesor, San Gregorio III (731-741),
conociendo perfectamente el celo y la santidad de San Bonifacio, le envió en
732 el palio arzobispal, constituyéndole metropolitano de toda la Alemania al
otro lado del Rhin, a lo que añadía una amplia facultad para fundar nuevos obispados
en todos aquellos territorios.
Algunos años más tarde, en 737, hizo su
tercer viaje a Roma, con el objeto de tratar detenidamente con el Romano
Pontífice sobre la organización definitiva de las iglesias germanas. Entonces
recibió de Gregorio III el nombramiento de legado apostólico con poder general
sobre todos aquellos territorios, y en Montecassino obtuvo uno de sus mejores
auxiliares, al monje San Willibald, y otros misioneros. Con estos nuevos
poderes y nuevos auxiliares dirigióse, ante todo, a Baviera, cuyas
cristiandades reorganizó e introdujo una plena jerarquía con los obispados de
Salzburgo, Ratisbona, Freising, Passau y otros.
Una vez organizada la iglesia de Baviera,
volvió a su campo de operaciones de Hesse y Turingia, donde creó los obispados
de Erfurt para Turingia, Buraburg para Hesse y Wurzburgo para Franconia; algo
más tarde organizó el obispado de Eichstätt. El año 741, mientras realizaba
esta obra fundamental de estabilización de aquellas iglesias, fundó la abadía
de Fulda, tan célebre en lo sucesivo, y donde debían luego descansar sus restos
mortales.
Este mismo año 741 entró San Bonifacio en
un nuevo campo de su actividad, al que tal vez han prestado menos atención los
historiadores, y que da una idea completa de la magnitud de la obra apostólica
de San Bonifacio. En efecto, su encendido amor de Dios y su celo por las almas
no se contentó con la evangelización y organización de las iglesias germanas,
sino que realizó también una completa regeneración y reorganización de la Iglesia
en Francia. Esta se encontraba, en efecto, en un estado de general decadencia.
Muerto el año 741 Carlos Martel, su hijo Carlomán heredó los territorios
orientales de Austrasia y Pipino los occidentales de Neustria. Entonces, pues,
el piadoso Carlomán, que conocía perfectamente el celo apostólico de San
Bonifacio, le invitó para que acudiera a sus dominios con el fin de reformar la
disciplina eclesiástica. Aceptó Bonifacio la invitación y comenzó al punto su
tarea. Esta se dirigió principalmente a los elementos eclesiásticos, los
clérigos, obispos y monasterios. Mas, para dar más eficacia a su acción
reformadora, apoyada siempre por Carlomán y más tarde por Pipino, celebró una
serie de concilios, célebres en la historia de la Iglesia de Francia.
El primero tuvo lugar en Austrasia en
742. Es el primer concilio germánico. Del resultado que con él obtuvo San
Bonifacio puede juzgarse por las disposiciones reformadoras que se tomaron. Se
atacó a la raíz del mal, ordenando la devolución de los bienes eclesiásticos.
Se urgió el derecho de los obispos y se dieron severas disposiciones contra los
vicios de simonía e incontinencia del clero. Todas estas disposiciones fueron
luego proclamadas como leyes del Estado. En 743 celebráronse otros dos sínodos
en Austrasia. El año siguiente solicitó también Pipino la intervención de San
Bonifacio en los territorios de Neustria, donde se celebraron dos sínodos y se
introdujeron todas las normas reformadoras de Austrasia. El año 745 se pudo
celebrar ya un concilio general para ambos territorios. El resultado fue a
todas luces visible. A los cinco años de labor de San Bonifacio la Iglesia
franca quedaba completamente regenerada.
El concilio general germano del año 747
fue la mejor confirmación de los resultados obtenidos por la grandiosa obra de
San Bonifacio. En él todo el episcopado franco firmó la llamada Carta de la
verdadera profesión de fe y de la unidad católica y la mandaron a Roma. De este
modo toda la Germania y toda Francia quedaban, por la obra de San Bonifacio,
íntimamente unidas con Roma.
Pero esto mismo señala otro punto
culminante de la vida de San Bonifacio. Hasta este tiempo poseía una comisión
general para todos aquellos territorios. El nuevo papa Zacarías juzgó llegado
el tiempo de nombrar a San Bonifacio arzobispo de Maguncia, constituyendo esta
sede como primada de Alemania y Francia. De este modo se completaba la unidad
de la obra de San Bonifacio. Apenas realizado esto, perdió el mismo año 747 a
su principal apoyo, Carlomán, quien se retiró a un monasterio. Pero su hermano
Pipino el Breve, que unió entonces toda Francia, continuó prestándole el mismo
apoyo. La obra de Bonifacio continuó, pues, produciendo los más sazonados
frutos, no obstante los disturbios promovidos por algunos caracteres
turbulentos.
Pero, entretanto, San Bonifacio, ya de
avanzada edad, obtuvo el nombramiento de su discípulo y colaborador Lull como
sucesor suyo en la sede de Maguncia. Pero su ardiente espíritu misionero no
encontraba mejor descanso que el campo de sus primeros trabajos apostólicos.
Dirigíase, pues, entonces a la región de Frisia, donde con aliento juvenil se
entregó de lleno al trabajo misionero entre los gentiles, todavía numerosos en
aquel territorio. Los primeros éxitos de esta nueva y última campaña del
veterano apóstol le rejuvenecieron extraordinariamente. Sentíase allí como en
su propio elemento. Organizaron las cosas para celebrar una confirmación en el
campo de Dokkum; y el 5 de junio de 754, cuando esperaba a los nuevos
cristianos para administrarles este sacramento, cayeron sobre él unos gentiles
fanáticos y le martirizaron junto con cincuenta y dos compañeros. Enterrado
primero en Utrecht, más tarde fue trasladado a Maguncia y luego a Fulda.
Con justicia se le ha dado el título de
apóstol de Alemania en el más amplio sentido de la palabra. San Bonifacio es
uno de los más excelentes ejemplos de los grandes misioneros de la Iglesia
católica de todos los tiempos. Su encendido amor de Dios y de las almas le
comunicó la fuerza necesaria para vencer las mayores dificultades y trabajar
hasta derramar su sangre por la fe que predicaba. El resultado de su obra
apostólica, verdaderamente admirable, se extendió a toda Alemania y a Francia.
Es conocido como el «apóstol de los germanos».
Su fiesta se celebra el 5 de junio para los católicos, el 19 de diciembre para
los ortodoxos y el 5 de junio para los luteranos.
A Bonifacio se le atribuye la invención del
árbol de Navidad. Según la leyenda, cortó un roble decorado, consagrado a Thor;
y lo cambió por un pino, cambiándole su significado por completo.
Saint Bonifacio, Cornelis
Bloemaert, c. 1630.
San Bonifacio supervisando el talado del Roble de Thor,
en una pintura de 1737 en la iglesia de san Martín de Westenhofen, en Schliersee, Alemania.
San Bonifacio (Roble de Donar), Emil Doepler 1905.
Santa
Brigida
Santa Brigida era hija de Birgerio, gobernador
de Uplandia, la principal provincia de Suecia. La madre de Brígida, Ingerborg;
era hija del gobernador de Gotlandia oriental. Ingerborg murió hacia 1315 y
dejó varios hijos. Brígida, que tenía entonces doce años aproximadamente, fue
educada por una tía suya en Aspenas. A los tres años, hablaba con perfecta
claridad, como si fuese una persona mayor, y su bondad y devoción fueron tan
precoces como su lenguaje. Sin embargo, la santa confesaba que de joven había
sido inclinada al orgullo y la presunción.
A los siete años tuvo una visión de la Reina de
los cielos. A los diez, a raíz de un sermón sobre la Pasión de Cristo que la
impresionó mucho, soñó que veía al Señor clavado en la cruz y oyó estas
palabras: "Mira en qué estado estoy, hija mía." "¿Quién os ha
hecho eso, Señor?", preguntó la niña. Y Cristo respondió: "Los que me
desprecian y se burlan de mi amor." Esa visión dejó una huella imborrable
en Brígida y, desde entonces, la Pasión del Señor se convirtió en el centro de
su vida espiritual.
Antes de cumplir catorce años, la joven
contrajo matrimonio con Ulf Gudmarsson, quien era cuatro años mayor que ella.
Dios les concedió veintiocho años de felicidad matrimonial. Tuvieron cuatro
hijos y cuatro hijas, una de las cuales es venerada con el nombre de Santa
Catalina de Suecia. Durante algunos años, Brígida llevó la vida de la época,
como una señora feudal, en las posesiones de su esposo en Ulfassa, con la
diferencia de que cultivaba la amistad de los hombres sabios y virtuosos.
Hacia el año 1335, la santa fue llamada a la
corte del joven rey Magno II para ser la principal dama de honor de la reina
Blanca de Namur. Pronto comprendió Brígida que sus responsabilidades en la
corte no se limitaban al estricto cumplimiento de su oficio. Magno era un
hombre débil que se dejaba fácilmente arrastrar al vicio; Blanca tenía buena
voluntad, pero era irreflexiva y amante del lujo. La santa hizo cuanto pudo por
cultivar las cualidades de la reina y por rodear a ambos soberanos de buenas
influencias. Pero, aunque Santa Brígida se ganó el cariño de los reyes, no
consiguió mejorar su conducta, pues no la tomaban en serio.
La santa empezó tener por entonces las visiones
que habían de hacerla famosa. Estas versaban sobre las más diversas materias,
desde la necesidad de lavarse, hasta los términos del tratado de paz entre
Francia e Inglaterra. "Si el rey de Inglaterra no firma la paz -decía-- no
tendrá éxito en ninguna de sus empresas y acabará por salir del reino y dejar a
sus hijos en la tribulación y la angustia." Pero tales visiones no
impresionaban a los cortesanos suecos, quienes solían preguntar con ironía:
"¿Qué soñó Doña Brígida anoche?"
Por otra parte, la santa tenía dificultades con
su propia familia. Su hija mayor se había casado con un noble muy revoltoso, a
quien Brígida llamaba "el Bandolero" y, hacia 1340, murió Gudmaro, su
hijo menor. Por esa pérdida la santa hizo una peregrinación al santuario de San
Olaf de Noruega, en Trondhjem. A su regreso, fortalecida por las oraciones,
intentó con más ahinco que nunca volver al buen camino a sus soberanos. Como no
lo lograse, les pidió permiso de ausentarse de la corte e hizo una
peregrinación a Compostela con su esposo. A la vuelta del viaje, Ulf cayó
gravemente enfermo en Arras y recibió los últimos sacramentos ya que la muerte
parecía inminente. Pero Santa Brígida, que oraba fervorosamente por el
restablecimiento de su esposo, tuvo un sueño en el que San Dionisio le reveló
que no moriría. A raíz de la curación de Ulf, ambos esposos prometieron
consagrarse a Dios en la vida religiosa.
Según parece, Ulf murió en 1344 en el
monasterio cisterciense de Alvastra, antes de poner por obra su propósito.
Santa Brígida se quedó en Alvastra cuatro años apartada del mundo y dedicada a
la penitencia. Desde entonces, abandonó los vestidos lujosos, solo usaba lino
para el velo y vestía una burda túnica ceñida con una cuerda anudada. Las
visiones y revelaciones se hicieron tan insistentes, que la santa se alarmó, temiendo
ser víctima de ilusiones del demonio o de su propia imaginación. Pero en una
visión que se repitió tres veces, se le ordenó que se pusiese bajo la dirección
del maestre Matías, un canónigo muy sabio y experimentado de Linkoping, quien
le declaró que sus visiones procedían de Dios. Desde entonces hasta su muerte,
Santa Brígida comunicó todas sus visiones al prior de Alvastra, llamado Pedro,
quien las consignó por escrito en latín. Ese período culminó con una visión en
la que el Señor ordenó a la santa que fuese a la corte para amenazar al rey
Magno con el juicio divino; así lo hizo Brígida, sin excluir de las amenazas a
la reina y a los nobles. Magno se enmendó algún tiempo y dotó liberalmente el
monasterio que la santa había fundado en Vadstena, impulsada por otra visión.
En Vadstena había sesenta religiosas. En un
edificio contiguo habitaban trece sacerdotes (en honor de los doce apóstoles y
de San Pablo), cuatro diáconos (que representaban a los doctores de la Iglesia)
y ocho hermanos legos. En conjunto había ochenta y cinco personas. Santa
Brígida redactó las constituciones; según se dice, se las dictó el Salvador en
una visión. Pero ni Bonifacio IX con la bula de canonización, ni Martín V, que
ratificó los privilegios de la abadía de Sión y confirmó la canonización,
mencionan ese hecho y sólo hablan de la aprobación de la regla por la Santa
Sede, sin hacer referencia a ninguna revelación privada.
En la fundación de Santa Brígida, lo mismo que
en la orden de Fontevrault, los hombres estaban sujetos a la abadesa en lo
temporal, pero en lo espiritual, las mujeres estaban sujetas al superior de los
monjes. La razón de ello es que la orden había sido fundada principalmente para
las mujeres y los hombres sólo eran admitidos en ella para asegurar los ministerios
espirituales. Los conventos de hombres y mujeres estaban separados por una
clausura inviolable; tanto unos como las otras, asistían a los oficios en la
misma iglesia, pero las religiosas se hallaban en una galería superior, de
suerte que ni siquiera podían verse unos a otros.
El monasterio de Vadstena fue el principal
centro literario de Suecia en el siglo XV. A raíz de una visión; Santa Brígida
escribió una carta muy enérgica a Clemente VI, urgiéndole a partir de Aviñón a
Roma y establecer la paz entre Eduardo III de Inglaterra y Felipe IV de
Francia. El Papa se negó a partir de Aviñón pero, en cambio envió a Hemming,
obispo de Abo, a la corte del rey Felipe, aunque la misión no tuvo éxito. Entre
tanto, el rey Magno, que apreciaba más las oraciones que los consejos de Santa
Brígida, trató de hacerla intervenir en una cruzada contra los paganos letones
y estonios. Pero en realidad se trataba de una expedición de pillaje. La santa
no se dejó engañar y trató de disuadir al monarca. Con ello perdió el favor de
la corte, pero no le faltó el amor del pueblo, por cuyo bienestar se preocupaba
sinceramente durante sus múltiples viajes por Suecia.
Había todavía en el país muchos paganos, y
Sarta Brígida ilustraba con milagros la predicación de sus capellanes. En 1349,
a pesar de que la "muerte negra" hacía estragos en toda Europa,
Brígida decidió ir a Roma con motivo del jubileo de 1350. Acompañada de su
confesor, Pedro de Skeninge y otros, se embarcó en Stralsund, en medio de las
lágrimas del pueblo, que no había de volver a verla. En efecto, la santa se
estableció en Roma, donde se ocupó de los pobres de la ciudad, en la espera de
la vuelta del Pontífice a la Ciudad Eterna. Asistía diariamente a misa a las
cinco de la mañana, se confesaba todos los días y comulgaba varias veces por
semana (según era permitido en aquella época). El brillo de su virtud
contrastaba con la corrupción de costumbres que reinaba entonces en Roma: el
robo y la violencia hacían estragos, el vicio era cosa normal, las iglesias
estaban en ruinas y lo único que interesaba al pueblo era escapar de sus
opresores. La austeridad de la santa, su devoción a los santuarios, su
severidad consigo misma, su bondad con el prójimo, su entrega total al cuidado
de los pobres y los enfermos, le ganaron el cariño de muchos. Santa
Brígida atendía con particular esmero a sus compatriotas y cada día daba de
comer a los peregrinos suecos en su casa que estaba situada en las cercanías de
San Lorenzo in Damaso.
Pero su ministerio apostólico no se reducía a
la práctica de las buenas obras ni a exhortar a los pobres y a los humildes. En
cierta ocasión, fue al gran monasterio de Farfa para reprender al abad,
"un hombre mundano que no se preocupaba absolutamente por las almas".
Hay que decir que, probablemente, la reprensión de la santa no produjo efecto.
Más éxito tuvo su celo por la reforma de otro convento de Bolonia. Allí se
hallaba Brígida cuando fue a reunirse con ella su hija, Santa Catalina, quien
se quedó a su lado y, fue su fiel colaboradora hasta el fin de su vida. Dos de
las iglesias romanas más relacionadas con nuestra santa son la de San Pablo
extramuros y la de San Francisco de Ripa. En la primera se conserva todavía el
bellísimo crucifijo, obra de Cavallini, ante el que Brígida acostumbraba orar y
que le respondió más de una vez; en la segunda iglesia se le apareció San
Francisco y le dijo: "Ven a beber conmigo en mi celda". La santa
interpretó aquellas palabras como una invitación para ir a Asís. Visitó la
ciudad y de allí partió en peregrinación por los principales santuarios de
Italia, durante dos años.
Profecías y revelaciones
Las profecías y revelaciones Santa Brígida se
referían a las cuestiones más candentes de su época. Predijo, por ejemplo, que
el Papa y el emperador se reunirían amistosamente en Roma. Al poco tiempo así
lo hicieron (El Papa Beato Urbano V y Carlos IV, en 1368). La profecía de
que los partidos en que estaba dividida la Ciudad Eterna recibirían el castigo
que merecían por sus crímenes, disminuyeron un tanto la popularidad de la santa
y aún le atrajeron persecuciones. Brígida fue arrojada de su casa y tuvo que ir
con su hija a pedir limosna al convento de las Clarisas.Por otra parte, ni
siquiera el Papa escapaba a sus severas admoniciones proféticas.
El gozo que experimentó la santa con la llegada
de Urbano a Roma fue de corta duración, pues el Pontífice se retiró poco
después a Viterbo, luego a Montesfiascone y aún se rumoró que se disponía a
volver a Aviñón.
Al regresar de una peregrinación, a Amalfi,
Brígida tuvo una visión en la que Nuestro Señor la envió a avisar al Papa que
se acercaba la hora de su muerte, a fin de que diese su aprobación a la regla
del convento de Vadstena. Brígida había ya sometido la regla a la aprobación de
Urbano V, en Roma, pero el Pontífice no había dado respuesta alguna. Así pues,
se dirigió a Montefiascone montada en su mula blanca. Urbano aprobó, en
general, la fundación y la regla de Santa Brígida, que completó con la regla de
San Agustín. Cuatro meses más tarde, murió el Pontífice. Santa Brígida escribió
tres veces a su sucesor, Gregorio XI, que estaba en Aviñón, conminándole a
trasladase a Roma. Así lo hizo el Pontífice cuatro años después de la muerte de
la santa.
Santa Brígida en el retablo
de la iglesia de Salem, en Suecia
En 1371, a raíz de otra visión, Santa Brígida
emprendió una peregrinación a los Santos Lugares, acompañada de su hija
Catalina, de sus hijos Carlos y Bingerio, de Alfonso de Vadaterra y otros
personajes. Ese fue el último de sus viajes. La expedición comenzó mal, ya que
en Nápoles, Carlos se enamoró de la reina Juana I, cuya reputación era muy
dudosa. Aunque la esposa de Carlos vivía aún en Suecia y el marido de Juana
estaba en España; ésta quería contraer matrimonio con él y la perspectiva no
desagradaba a Carlos. Su madre, horrorizada ante tal posibilidad, intensificó
sus oraciones. Dios resolvió la dificultad del modo más inesperado y trágico,
pues Carlos enfermó de una fiebre maligna y murió dos semanas después en brazos
de su madre. Santa Brígida prosiguió su viaje a Palestina embargada por la más
profunda pena. En Jaffa estuvo a punto de perecer ahogada durante un naufragio
Sin embargo durante, la accidentada peregrinación la santa disfrutó de grandes
consolaciones espirituales y de visiones sobre la vida del Señor.
A su vuelta de Tierra Santa, en el otoño de
1372, se detuvo en Chipre, donde clamó contra la corrupción de la familia real
y de los habitantes de Famagusta quienes se habían burlado de ella cuando se
dirigía a Palestina. Después pasó a Nápoles, donde el clero de la ciudad leyó
desde el púlpito las profecías de Santa Brígida, aunque no produjeron
mayor efecto entre el pueblo.
La comitiva llegó a Roma en marzo de 1373.
Brígida, que estaba enferma desde hacía algún tiempo, empezó a debilitarse
rápidamente, y falleció el 23 de julio de ese año, después de recibir los
últimos sacramentos de manos de su fiel amigo, el Padre Pedro de Alvastra.
Tenía entonces setenta y un años. Su cuerpo fue sepultado provisionalmente en
la iglesia de San Lorenzo in Panisperna. Cuatro meses después, Santa Catalina y
Pedro de Alvastra condujeron triunfalmente las reliquias a Vadstena, pasando
por Dalmacia, Austria, Polonia y el puerto de Danzig.
Santa Brígida, cuyas reliquias reposan todavía
en la abadía por ella fundada, fue canonizada en 1391 y es la patrona de
Suecia.
Visiones y escritos
Uno de los aspectos más conocidos en la vida de
Santa Brígida, es el de las múltiples visiones con que la favoreció el Señor,
especialmente las que se refieren a los sufrimientos de la Pasión y a ciertos
acontecimientos de su época. Por orden del Concilio de Basilea, el Juan de
Torquemada, quien fue más tarde cardenal, examinó el libro de las revelaciones
de la santa y declaró que podía ser muy útil para la instrucción de los fieles;
pero tal aprobación encontró muchos opositores. Por lo demás; la declaración de
Torquemada significa únicamente que la doctrina del libro es ortodoxa y que las
revelaciones no carecen de probabilidad histórica. El Papa Benedicto XIV, entre
otros, se refirió a las revelaciones de Santa Brígida en los siguientes
términos: "Aunque muchas de esas revelaciones han sido aprobadas, no se
les debe el asentimiento de fe divina; el crédito que merecen es puramente
humano, sujeto al juicio de la prudencia, que es la que debe dictarnos el grado
de probabilidad de que gozan para que crearnos píamente en ellas."
Santa Brígida, con gran sencillez de corazón,
sometió siempre sus revelaciones a las autoridades eclesiásticas y, lejos de
gloriarse por gozar de gracias tan extraordinarias, las aprovechó como una
ocasión para manifestar su obediencia y crecer en amor y humildad. Si sus
revelaciones la han hecho famosa, ello se debe en gran parte a su virtud
heroica, consagrada por el juicio de la Iglesia.
El libro de sus revelaciones fue publicado por
primera vez en 1492.
Las brigidinas tienen unas lecciones de
maitines tomadas de sus revelaciones sobre las glorias de María, conocidas con
el nombre de "Sermo Angelicus", en recuerdo de las palabras del Señor
a la santa: "Mi ángel te comunicará las lecciones que las religiosas de
tus monasterios deben leer en maitines, y tú las escribirás tal como él te las
dicte".
Atributos
Libro, Báculo de peregrino, Cruz de las Hijas
de Brígida, corazón con una cruz, paloma.
Santa Brigida de Suecia.
Santa Brigida (revelaciones
celestiales).
San Bruno
de Colonia
Confesor, autor eclesiástico y fundador de la
Orden de la Cartuja. Nació en Colonia hacia el año 1030; murió el 6 de octubre
de 1101. Se le representa habitualmente con una calavera en las manos, un libro
y una cruz, o coronado con siete estrellas; o con un pergamino que porta la
divisa O Bonitas. Su fiesta se celebra el 6 de Octubre. Según la tradición, San
Bruno pertenecía a la familia de Hartenfaust, o Hardebest, una de las
principales familias de la ciudad, y en recuerdo de este origen diferentes
miembros de la familia de Hartenfaust han recibido de los Cartujos o bien
oraciones especiales por los muertos, como en el caso de Peter Bruno
Hartenfaust en 1714, y Louis Alexander Hartenfaust, barón de Laach, en 1740; o
una relación personal con la orden, como con Louis Bruno de Hardevest, barón de
Laach y burgomaestre de la ciudad de Bergues-S. Winnoc, en la diócesis de
Cambrai, con el que se extinguió la línea masculina de la familia Hardevest el 22
de marzo de 1784.
Tenemos poca información sobre la infancia y
juventud de San Bruno. Nacido en Colonia, habría estudiado en el colegio de la
ciudad, o colegiata de San Cuniberto. Mientras era aún bastante joven (a
pueris) fue a completar su educación a Reims, atraído por la reputación de la
escuela episcopal y de su director, Heriman. Allí acabó sus estudios clásicos y
se perfeccionó en las ciencias sagradas que en esa época consistían
principalmente en el estudio de las Sagradas Escrituras y de los Padres. Allí
se hizo, según el testimonio de sus contemporáneos, instruido tanto en la
ciencia humana como divina. Completada su educación, San Bruno volvió a
Colonia, donde fue provisto de una canonjía en San Cuniberto, y según la
opinión más probable, elevado a la dignidad sacerdotal. Esto fue hacia el año
1055. En 1056, el obispo Gervais le llamó a Reims, para ayudar a su antiguo
maestro Heriman en la dirección de la escuela. Este último estaba ya dirigiendo
su atención hacia una forma de vida más perfecta, y cuando al final dejó el
mundo para ingresar en la vida religiosa, en 1057, San Bruno se encontró como
director de la escuela episcopal, o ecólatra, un puesto tan difícil como
elevado, pues entonces incluía la dirección de las escuelas públicas y la supervisión
de todos los establecimientos educativos de la diócesis. Durante casi veinte
años, de 1057 a 1075, mantuvo el prestigio que la escuela de Reims había
alcanzado bajo sus antiguos directores, Remi de Auxerre, Hucbald de St. Amand,
Gerberto y últimamente Heriman. De la excelencia de su enseñanza tenemos una
prueba en los títulos funerarios compuestos en su honor, que celebran su
elocuencia, sus talentos poético, filosófico y por encima de todos exegético y
teológico; y también en los méritos de sus discípulos, entre los cuales estaban
Eudes de Chatillon, después Urbano II, Rangier, cardenal y obispo de Reggio,
Robert, obispo de Langres y un gran número de prelados y abades.
En 1075 San Bruno fue nombrado canciller de la
iglesia de Reims, y tuvo entonces que dedicarse especialmente a la
administración de la diócesis. Mientras tanto, el piadoso obispo Gervais, amigo
de San Bruno, había sido sucedido por Manasés de Gournai, que rápidamente se
hizo odioso por su impiedad y violencia. El canciller y otros dos canónigos
fueron encargados de llevar al legado papal, Hugo de Die, las quejas del
indignado clero, y en el concilio de Autun, 1077, obtuvieron la suspensión del
indigno prelado. La respuesta de este último fue arrasar las casas de sus
acusadores, confiscar sus bienes, vender sus beneficios y apelar al Papa.
Entonces Bruno se ausentó por un tiempo de Reims, y fue probablemente a Roma a
defender la justicia de su causa. Sólo en 1080 una sentencia clara, confirmada
por un alzamiento del pueblo, obligó a Manasés a retirarse y refugiarse con el
emperador Enrique IV. Libre entonces de elegir otro obispo, el clero estaba a
punto de unir sus votos en el canciller. Él, sin embargo, tenía designios muy
diferentes en perspectiva. Según una tradición conservada en la Orden de la
Cartuja, Bruno se persuadió de abandonar el mundo por la contemplación de un
célebre prodigio, popularizado por el pincel de Lesueur – la triple
resurrección del médico parisino, Raymond Diocres. A esta tradición se opone el
silencio de los contemporáneos y de los primeros biógrafos del santo; el
silencio del propio San Bruno en su carta a Raoul le Vert, preboste de Reims; y
la imposibilidad de probar que estuviera nunca en París. No había necesidad de
argumento tan extraordinario para hacerle dejar el mundo. Algún tiempo antes,
cuando estaba en conversación con dos de sus amigos, Raúl y Fulco, canónigos
como el de Reims, se habían inflamado tanto en el amor de Dios y el deseo de
los bienes eternos que habían hecho voto de abandonar el mundo y abrazar la
vida religiosa. Este voto, pronunciado en 1077, no pudo ponerse en obra hasta
1080, debido a diversas circunstancias.
La primera idea de San Bruno al dejar Reims
parece haber sido ponerse él y sus compañeros bajo la dirección de un eminente
solitario, San Roberto, que recientemente (1075) se había establecido en
Molesme, en la diócesis de Langres, junto con un grupo de otros solitarios que
iban más tarde (1098) a constituir la Orden Cisterciense. Pero pronto vio que
esta no era su vocación, y después de una corta estancia en Seche-Fontaine
cerca de Molesme, dejó a dos de sus compañeros, Pedro y Lamberto, y se dirigió
con otros seis a Hugo de Chateauneuf, obispo de Grenoble, y, según algunos
autores, uno de sus discípulos. El obispo, a quien Dios había mostrado a estos
hombres en un sueño, bajo la imagen de siete estrellas, les condujo e instaló
el mismo (1084) en un lugar agreste de los Alpes del Delfinado llamado
Chartreuse, a unas cuatro leguas de Grenoble, en medio de rocas escarpadas y
montañas casi siempre cubiertas de nieve. Con San Bruno estaban Landuino, los
dos Esteban, de Bourg y de Die, canónigos de San Rufo, y Hugo el Capellán,
“todos ellos los hombres más sabios de su tiempo”, y dos laicos, Andrés y
Guerin, que después se convirtieron en los primeros hermanos legos.
Construyeron un pequeño monasterio donde vivieron en profundo retiro y pobreza,
completamente ocupados en la oración y el estudio, y honrados frecuentemente
con las visitas de San Hugo, que se volvió como uno de ellos. Su modo de vida
ha sido recogido por un contemporáneo, Guibert de Nogent, que les visitó en su
soledad. (De Vita sua, I, ii). Mientras tanto, otro discípulo de San Bruno,
Eudes de Chatillon, se había convertido en Papa con el nombre de Urbano II
(1088). Resuelto a continuar la obra de reforma comenzada por Gregorio VII, y
estando obligado a luchar contra el antipapa, Guiberto de Ravena, y el
emperador Enrique IV, buscó rodearse de aliados devotos y llamó a su antiguo
maestro ad Sedis Apostolicae servitium. Así el solitario se vio obligado a
dejar el lugar donde había pasado más de seis años de retiro, seguido por una
parte de su comunidad que no podía mentalizarse a vivir separada de él (1090).
Es difícil indicar el lugar que ocupó entonces en la corte pontificia, o su
influencia en los acontecimientos contemporáneos, que fue totalmente oculta y
confidencial. Alojado en el palacio del propio Papa y admitido a sus consejos,
y encargado, además, con otros colaboradores, de preparar asuntos para los
numerosos concilios de este periodo, debemos concederle algún crédito por sus
resultados. Pero él tuvo siempre cuidado de mantenerse en segundo plano, y
aunque parece haber asistido al Concilio de Benevento (Marzo de 1091), no
encontramos evidencia de que hubiera estado presente en los concilios de Troja
(Marzo de 1093), de Piacenza (Marzo de 1095) o de Clermont (Noviembre de 1095).
Su papel en la historia está borroso. Todo lo que podemos decir con seguridad
es que apoyó con todas sus fuerzas al Soberano Pontífice en sus esfuerzos para
la reforma del clero, esfuerzos inaugurados en el Concilio de Melfi (1089) y
continuados en el de Benevento.
Poco tiempo después de la llegada de San Bruno,
el Papa se había visto obligado a abandonar Roma ante las fuerzas victoriosas
del emperador y el antipapa. Se retiró con toda su corte al sur de Italia.
Durante el viaje, el antiguo profesor de Reims atrajo la atención del clero de
Reggio en Calabria, que acababa de perder a su arzobispo Arnulfo (1090), y le
dieron sus votos. El Papa y el príncipe normando Roger, Duque de Apulia,
aprobaron firmemente la elección y presionaron a San Bruno a aceptarla. En una
coyuntura similar en Reims había escapado huyendo; esta vez escapó haciendo que
fuera elegido uno de sus antiguos discípulos, Rangier, que afortunadamente
estaba cerca en la abadía benedictina de La Cava, cerca de Salerno. Pero temió
que tales intentos se repitieran; además estaba cansado de la agitada vida que
le había sido impuesta, y la soledad le invitaba siempre. Pidió, por tanto, y después
de mucha dificultad, consiguió el permiso del Papa para volver de nuevo a su
vida solitaria. Su intención era reunirse con sus hermanos en el Delfinado,
como deja claro una carta dirigida a ellos. Pero la voluntad de Urbano II le
mantuvo en Italia, cerca de la corte papal, a la que podía ser llamado en caso
de necesidad. El lugar elegido para su nuevo retiro por San Bruno y algunos
seguidores estaba en la diócesis de Squillace, en la vertiente oriental de la
gran cadena que cruza Calabria de norte a sur, y en un alto valle de tres
millas de largo y dos de ancho, cubierto de vegetación. Los nuevos solitarios
construyeron una pequeña capilla de tablones para sus reuniones piadosas y, en
las profundidades de los bosques, cabañas con techo de barro para sus moradas.
Una leyenda dice que San Bruno mientras estaba en oración fue descubierto por
los sabuesos de Roger, Gran Conde de Sicilia y Calabria y tío del Duque de
Apulia, que estaba cazando entonces en la vecindad, y que así aprendió a
conocerlo y venerarlo; pero el Conde no tenía necesidad de esperar esa ocasión
para conocerle, pues fue probablemente por invitación suya que los nuevos
solitarios se establecieron en sus dominios. Ese mismo año (1091) les visitó,
les hizo cesión de las tierras que ocupaban, y una estrecha amistad se creó
entre ellos. Más de una vez San Bruno fue a Mileto a tomar parte de las
alegrías y las penas de la noble familia, para visitar al Conde cuando enfermó
(1098 y 1101), y para bautizar a su hijo, Roger, el futuro Rey de Sicilia. Pero
más a menudo fue Roger quien fue al desierto a visitar a sus amigos, y cuando,
por su generosidad, se construyó el monasterio de San Esteban, en 1095, cerca
de la ermita de Santa María, se erigió anexa a él una pequeña casa de campo en
la que le gustaba pasar el tiempo que le dejaba libre el gobierno de su Estado.
Mientras tanto los amigos de San Bruno murieron
uno tras otro: Urbano II en 1099; Landuino, el prior de la Gran Cartuja, su
primer compañero, en 1100; el Conde Roger en 1101. Su propio tiempo se
acercaba. Antes de su muerte reunió por última vez a sus hermanos a su
alrededor e hizo en su presencia profesión de la Fe Católica, cuyos términos se
han conservado. Afirma con especial énfasis su fe en el misterio de la
Santísima Trinidad, y en la presencia real de Nuestro Salvador en la Sagrada
Eucaristía – una protesta contra las dos herejías que habían perturbado ese
siglo, el triteísmo de Roscelin, y la empanación de Berengario. Tras su muerte,
los Cartujos de Calabria, siguiendo una costumbre frecuente de la Edad Media
por medio de la cual el mundo cristiano se asociaba a la muerte de sus santos,
despacharon a un “portador de rollo”, un criado del convento cargado con un
largo rollo de pergamino, colgado de su cuello, que viajó por Italia, Francia,
Alemania e Inglaterra. Se detuvo en las principales iglesias y comunidades para
anunciar la muerte, y a cambio, las iglesias, comunidades o capítulos
inscribían en su rollo, en prosa o verso, la expresión de sus sentimientos, con
promesas de oraciones. Muchos de estos rollos se han conservado, pero pocos son
tan extensos o tan llenos de alabanzas como el de San Bruno. Mil setenta y ocho
testigos, de los que la mayoría había conocido al fallecido, celebraban la
extensión de su conocimiento y lo fructífero de su instrucción. Los que le eran
extraños estaban sobre todo impresionados por su conocimiento y talentos. Pero
sus discípulos alababan sus tres principales virtudes – su gran espíritu de
oración, una extrema mortificación y una filial devoción a la Santísima Virgen.
Las dos iglesias construidas por él en el desierto estaban dedicadas a la
Santísima Virgen: Nuestra Señora de Casalibus en el Delfinado, Nuestra señora
della Torre en Calabria, y, fieles a su inspiración, los Estatutos Cartujos
proclaman a la Madre de Dios como la primera y principal patrona de todas las
casas de la orden, cualquiera que sea su patrón particular.
San Bruno fue enterrado en el pequeño
cementerio de la ermita de Santa María, y muchos milagros se obraron en su
tumba. Nunca ha sido canonizado formalmente. Su culto, autorizado para la Orden
Cartuja por León X en 1514, se extendió a toda la Iglesia por Gregorio XV, el
17 de Febrero de 1623, como fiesta semi-doble, y elevada a la clase de doble
por Clemente X el 14 de Marzo de 1674. San Bruno es el santo popular de
Calabria; todos los años una gran multitud acude a la Cartuja de San Esteban,
el lunes y martes de Pentecostés, en que sus reliquias son llevadas en
procesión a la ermita de Santa María, donde vivió, y la gente visita los
lugares santificados por su presencia. Una cantidad inmensa de medallas se
acuña en su honor y se distribuye entre la muchedumbre, y se bendicen los
pequeños hábitos cartujos, que tantos niños de la vecindad llevan. Se le invoca
especialmente, y con éxito, para la liberación de los posesos.
Como escritor y fundador de una orden, San
Bruno ocupa un puesto importante en la historia del Siglo XI. Compuso
comentarios sobre los Salmos y las Epístolas de San Pablo, los primeros
escritos probablemente durante su época de profesor en Reims, los segundos
durante su estancia en la Gran Cartuja si podemos creer a un viejo manuscrito
visto por Mabillon-- "Explicit glosarius Brunonis heremitae super
Epistolas B. Pauli".
Dos cartas suyas aún se conservan, también su profesión
de fe, y una corta elegía de desprecio del mundo que muestra que cultivó la
poesía. Los “Comentarios” nos descubren a un hombre ilustrado; sabe un poco de
hebreo y griego y lo usa para explicar, o si es necesario, para rectificar la
Vulgata; está familiarizado con los Padres, especialmente San Agustín y San
Ambrosio, sus favoritos. “Su estilo”, dice Dom Rivet, “es conciso, claro,
nervioso y simple, y su latín tan bueno como podría esperarse de ese siglo:
sería difícil encontrar una composición de esta clase más sólida y más
luminosa, más concisa y más clara”. Sus escritos se han publicado varias veces:
en París, 1509-24; Colonia, 1611-40; Migne, Patrología Latina, CLII, CLIII,
Montreuil-sur-Mer, 1891. La edición de París de 1524 y las de Colonia incluyen
también algunos sermones y homilías que pueden ser más justamente atribuidos a
San Bruno, obispo de Segni. El Prefacio de la Santísima Virgen le ha sido
también erróneamente atribuido; es muy anterior, aunque puede haber contribuido
a introducirlo en la liturgia. Lo distintivo de San Bruno como fundador de una
orden fue que introdujo en la vida religiosa la forma mixta, o unión de los
modos eremítico y cenobita del monacato, un estado intermedio entre la regla de
la Camáldula y la de San Benito. No escribió regla, pero dejó tras sí dos
instituciones que tenían poca relación una con la otra – la del Delfinado y la
de Calabria. La fundación de Calabria, en cierto modo parecida a la de la
Camáldula, comprendía dos clases de religiosos: ermitaños, que tenían la
dirección de la orden, y cenobitas que no se sentían llamados a la vida
solitaria; solo duró un siglo, no erigió más que cinco casas, y finalmente, en
1191, se unió con la Orden Cisterciense. La fundación de Grenoble, más similar
a la regla de San Benito, comprendía sólo una clase de religiosos, sujetos a
una disciplina uniforme, y la mayor parte de cuya vida se pasaba en soledad,
sin la completa exclusión, sin embargo, de la vida conventual. Esta vida se
extendió por toda Europa, contó con 250 monasterios, y pese a muchas pruebas
continua hasta ahora.
La gran figura de San Bruno ha sido
representada a menudo por los artistas y ha inspirado más de una obra maestra:
en escultura, por ejemplo, la gran estatua de Houdon, en Santa María de los
Ángeles en Roma, “que hablaría si su regla no le obligara al silencio”; en
pintura, el bello retrato de Zurbarán, en el Museo de Sevilla, que representa a
Urbano II y San Bruno en conversación; la Aparición de la Santísima Virgen a
San Bruno, de Guercino, en Bolonia; y por encima de todas las veintidós
pinturas que forman la galería de San Bruno en el Museo del Louvre, “una obra
maestra de Le Sueur y de la escuela francesa”.
Atributos
Hábito blanco de cartujo y tonsura, con un
crucifijo y la inscripción O Bonitas en un rollo que sale de su boca.
Seis estrellas alrededor de la cabeza. Calavera, globo terráqueo, rama de
olivo.
Una de las muestras más antiguas de la
iconografía de San Bruno,
fundador de la Orden de la
Cartuja, es la que muestra al santo con una la rama de
olivo. Otros de los símbolos que porta en mucha de su iconografía es una cruz
arborescente, símbolo de fe y de penitencia, ante ella la contempla
extasiado; algunos autores la asocian a ramas de olivo también.
Apoteosis
de San Bruno,
Francisco de Zurbarán.1637-1639.:
Cartuja de Jerez.
Éste es el único de los grandes óleos del
retablo de la Cartuja de Jerez que conservamos en España, pues el conjunto fue
desmembrado en el siglo XIX. En un principio se pensó, a la vista de un
comentario de Ponz, que este San Bruno se localizaba en la sacristía de la
Cartuja. Sin embargo, las dimensiones, su forma de medio punto y alguna
descripción del retablo mayor hacen más probable la hipótesis de que este
lienzo ocupara el centro del segundo cuerpo del altar mayor. El gesto que
expresa San Bruno es corriente en los santos en éxtasis de Zurbarán. Aparece el
santo de pie, sorprendido por una luz sobrenatural. Lleva el crucifijo en la
mano derecha y alza los ojos hacia la visión celestial. La mitra y el báculo en
el suelo indican su rechazo a la dignidad episcopal. El fondo es de
arquitectura y paisaje.
San Bruno, Francisco Ribalta 1625-27. Museo de BB.AA. de Valencia.
Francisco Ribalta fue el pintor más importante
de la escuela valenciana del siglo XVII. Formado en El Escorial en los años
ochenta, allí aprendió el lenguaje del manierismo reformado, para después
evolucionar hacia el naturalismo tenebrista del Barroco, que él define con
total plenitud aproximadamente desde 1620, impregnándole de la honda
espiritualidad que caracteriza a la escuela española. Modelos concretos,
iluminación tenebrista e interés por la realidad inmediata, por lo tangible y
lo emocional, caracterizan sus trabajos de los últimos años, entre los que
destaca su famoso San Bruno, cuya imagen monumental y austera anuncia el arte
de Zurbarán.
San Bruno y
Urbano II, Francisco de Zurbarán 1630. Museo BB.AA.
Sevilla.
Zurbarán realizó este enorme lienzo en fecha
desconocida para la comunidad de la Cartuja de las Cuevas. Representa la visita
que uno de los fundadores de la Orden, San Bruno, efectuó al papa Urbano II. La
escena resulta muy fría e inexpresiva, sentimiento que se ve reforzado por la
torpeza de la composición: nuevamente Zurbarán se muestra incapaz de diseñar
correctamente un interior arquitectónico y de proyectar la perspectiva hacia el
fondo. El artista, sin embargo, compensa sus carencias con una poderosa
narración psicológica del episodio. Conocida es la severidad de la Orden
cartuja, que no come carne y tiene voto de silencio. Esta rigidez se transmite
en la figura del santo, abrigado por un cortinaje rojo y cerrado completamente
sobre sí mismo. Sus líneas son geométricas y muy puras, lo que convierte su
imagen casi en una abstracción del recogimiento ideal que debe mostrar un monje
cartujo. Al otro lado de la mesa, el poderoso pontífice mira desafiante al
espectador. Viste riquísimas sedas y encajes y está bajo un dosel recto y
oscuro, firmemente asentado y protector, como ha de ser el propio poder del
papa. El único motivo lujoso y colorista de la escena es la estupenda alfombra
turca que abriga el suelo de la fría estancia. Tal vez el colorido y la
sensualidad que transmite, de origen netamente oriental, presta el contrapunto
a una escena llena de formalismo y contención.
San Bruno, Escuela española de
la primera mitad del siglo XVII. Seguidor de Zurbarán, siglo XVII.
En esta obra se representa a san Bruno de
Colonia en actitud orante, arrodillado ante las Escrituras abiertas, en un
entorno agreste cerrado en el lado izquierdo y abierto en el derecho, siguiendo
una composición de influencia clasicista muy propia del barroco español. Ante
el santo aparece un ángel niño, surgiendo de medio cuerpo de un rompimiento de
Gloria, rodeado de nubes y trabajado con una elocuencia de gestos típicamente
barroca. Por sus características formales, especialmente por la forma de
trabajar el rostro del santo, la composición general y las ropas, podemos
relacionar esta obra con la escuela de Zurbarán.
San
Buenaventura de Fidanza
Su verdadero nombre es Juan de Fidanza, que era
el de su padre. Nació en Bagnorea, cerca de Vierbo, en Toscana. Se dice que el
sobrenombre de Buenaventura, con el cual es universalmente conocido, se le dio
a consecuencia de una curación milagrosa lograda, durante su infancia, o por el
taumaturgo San Francisco de Asís en persona, o por su propia madre Ritella, que
quiso expresar así su gratitud por el “feliz acontecimiento” (buona ventura).
La Orden de San Francisco estaba entonces en
plena florescencia. En el Convento de los Frailes Menores de su pueblo natal
fue donde el niño hizo sus primeros estudios. Pero a la edad de l7 años, en
l236, ya estaba él en París y rápidamente conquistaba el título de “maestro en
artes”.
Primeramente estudiaba del ideal franciscano,
en el que veía una reviviscencia del Cristianismo más auténtico, también sintió
por un momento la tentación muy normal de abrazar una carrera menos austera.
Pero -primera característica del sentimiento que había de dominar toda su vida-,
el solo recuerdo de la Pasión de Cristo bastó para disipar sus vacilaciones.
Novicio y estudiante, fue el discípulo de los
más reputados maestros: Juan de la Rochela, Guillermo de Auvernia, y sobre todo
el célebre franciscano Alejandro de Hales, a quien llamaba “maestro y padre” y
de quien fue también el preferido por razón de sus dotes intelectuales
extraordinarias y aún más por el transparente candor de su alma: “¡No parece
sino que el pecado de Adán no lo hubiera alcanzado a él!”, decía de él su
maestro.
Obtuvo el grado de Bachiller bíblico en l248.
Comienza a “leer la Sagrada Escritura”, luego a comentar las Sentencias de
Pedro Lombardo. Viene a ser entonces colega de Santo Tomás y contrae con él una
conmovedora amistad que a despecho de ciertas divergencias de método no se
debilitan jamás.
Maestro de la Universidad de París en l253,
inaugura sus cursos de teología con brillantes exposiciones sobre los misterios
de la Trinidad y de Cristo. Interviene luego vigorosamente en la querella
suscitada pos Guillermo de Saint-Amour entre seculares y religiosos, en la que
se objetaba de manera particular la presencia de las Ordenes Mendicantes en las
cátedras de la Universidad.
Parecía definitivamente rota la carrera del
joven profesor cuando en l257, a sus treina y seis años, fue electo Ministro General
de su Orden, en substitución de Juan de Parma, que había renunciado. Otra
carrera se habría ante él, en la cual no causaría menor admiración, pues la
sabiduría de su administración y el prestigio de su talento y de su virtud le
valieron que sus contemporáneos le otorgaran el título de “segundo fundador” de
la Orden franciscana. En efecto, el relajamiento y la división comenzaban a
introducirse en la milicia del Poverello de Asís. Las visitas personales del
nuevo Ministro en todas las provincias y en todos los conventos reanimaron la
primitiva flama. Seis capítulos generales corrigieron los abusos, sobre todo
los relativos al espíritu de pobreza, y revisaron las constituciones. Se dio un
nuevo impulso a la doble orientación de la Orden: la vida mística y la vida
misionera, particularmente en los países del Islam. A petición de los
capitulares, se decidió él a escribir la vida de San Francisco: el poner bajo
los ojos de los religiosos los ejemplos concretos de su fundador y modelo ¿no
era el medio eficaz de recordarles su vocación y de estimular su generosidad?
Con esta finalidad, Buenaventura siguió literalmente los pasos del
estigmatizado de Alvernia: quiso visitar los lugares que guardaban el recuerdo
de su presencia, interrogar a los testigos que le habían sobrevivido,
penetrarse él mismo de la mentalidad cuyas huellas encontraba. Por este motivo
Tomás de Aquino canonizó muy gentilmente a su amigo: “Dejemos -dijo- que un
santo escriba la vida de otro santo”.
Bien conocido en la Corte de Francia, en la que
a la sazón reinaba San Luis, luego en las capitales y las grandes ciudades de
Europa, San Buenaventura era tenido en alta estima, sobre todo en Roma, por los
Papas sucesivos. Uno de ellos, Clemente lV, le dio de ello una prueba insigne
proponiéndole la sede episcopal de York. Pero la humildad del Hermano menor
declinó tal honor (l265). Pero su humildad no le permitió sin embargo resistir
a la obediencia cuando, algunos años más tarde, el Papa Gregorio X le ordenó
formalmente aceptar la doble dignidad de Cardenal y de obispo de Albano (l273).
Sin embargo, este nuevo cargo era incompatible
con el de Ministro general de una Orden tan importante como la de los
Franciscanos, y tanto más cuanto que el Soberano Pontífice quería confiar al
nuevo príncipe de la Iglesia el estudio y la presentación en el futuro Concilio
de la grave cuestión del retorno de las iglesias griegas a la unidad romana.
Fue en Lyon donde se celebraron, uno tras otro, el capítulo general de la
Orden, en el que San Buenaventura presentó su dimisión, y el Concilio
ecuménico, en el que su habilidad, su ciencia, y su prestigio se coordinaron
para obtener la abjuración de los cismáticos y su reconocimiento del Primado de
la Sede de San Pedro.
Fue también en Lyon donde al día siguiente de
este feliz éxito caía mortalmente enfermo el Santo Doctor y expiraba unos días
más tarde a la edad de cincuenta y tres años (l4 de julio de l274).
Su elogio fúnebre fue pronunciado por el
Dominico Pedro de Tarentaise, el futuro Papa Inocencio V. Y -hecho sin precedente
en los anales eclesiásticos- el Papa ordenó a todos los obispos y sacerdotes de
la cristiandad el celebrar una misa por el descanso de su alma.
Canonizado en l482 por el Papa Sixto lV, San
Buenaventura fue proclamado Doctor de la Iglesia un siglo más tarde por Sixto V
(l587).
OBRAS
Una primera edición de los escritos de San
Buenaventura hecha en el Vaticano a fines del siglo XVl, por órdenes de Sixto
V, constaba de 94 obras de importancia desigual.
El “lector de la Sagrada Escritura” comentó el
libro del Eclesiastés, el libro de la Sabiduría, luego los evangelios de San
Lucas y San Juan. Varía en todo esto el modo según que el autor ora anote sus
meditaciones personales, ora haga la exégesis de los textos ante sus alumnos,
ora, en fin, se proponga proporcionar temas escriturarios a los predicadores.
Sin buscar precisamente la originalidad, se abreva abundantemente en los
Padres: en San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, San Gregorio, San Juan
Crisóstomo, San Beda el Venerable, San Bernardo y aun en Hugo de Saint Víctor.
Y por regla general prefiere sobre todo la exposición del sentido literal, al
grado de manifestar una reserva vecina de la desconfianza respecto del sentido
alegórico o místico: “Quien desdeñe la letra de la Sagrada Escritura no llegará
jamás a comprender su significación espiritual.
Que tenga cuidado el comentarista: no se debe
buscar a todo trance la alegoría, ni explicarlo todo de manera mística” (Breviloquio,
prólogo, 9).
¿Es también una obra exegética el conjunto de
las veintitrés conferencias sobre el examerón? Más que una explicación del
texto del Génesis, San Buenaventura quiere, a propósito de la obra de los seis
días descrita por la Biblia, poner en guardia a sus alumnos contra ciertas
tesis seudocientíficas sobre el origen del mundo y de la humanidad, sostenidas
por algunos maestros de Artes en la Universidad.
En aquella época todo profesor de teología
comenzaba por explicar las “Sentencias de Pedro Lombardo”, y solía contentarse
con ello.
San Buenaventura siguió la división del
Maestro. Cuatro libros:
l) el
conocimiento de Dios;
2) la creación, la caída del ángel y del
hombre;
3) la Encarnación de la Redención;
4) los Sacramentos y las postrimerías. Pero
aquí no había sino un marco. Verdadero comentarista y no simple repetidor, el
profesor sabe agrupar alrededor de estas cuestiones anejas que trata a su
manera y marca con su sello. Cada cuestión es seguida de una o de varias
“dudas”, que dan lugar a nuevas pruebas y a la solución de las objeciones.
Luego, sus otras obras, en particular el “Breviloquio” y las “Cuestiones
Disputadas” proporcionan precisiones y nuevos desenvolvimientos a la enseñanza
esbozada en el Comentario inicial.
“Mi intención, decía él, no es contradecir las
opiniones nuevas, sino reproducir las más comunes y las más autorizadas” (lV,
Sent. l l). Las opiniones nuevas provenían a la razón de la introducción de la
filosofía aristotélica en el estudio de la teología por San Alberto Magno y
Santo Tomás de Aquino, mientras que las opiniones comunes eran las de San
Agustín, apoyadas por la filosofía platónica. Sin excluir totalmente a
Aristóteles, en el cual reconocía “a uno de los más eminentes entre los
filósofos”, prefiere, tanto por afinidad de espíritu como por convicción, las
ideas y el método del obispo de Hipona: “Entre los filósofos, Platón recibió el
lenguaje de la sabiduría, Aristóteles el de la ciencia. El primero consideraba
principalmente las razones superiores, el segundo las razones inferiores. Pero
lo mismo el lenguaje de la razón que el de la ciencia se le dieron por el
Espíritu Santo a San Agustín como a principal comentarista de toda la
Escritura” (Sermón sobre Cristo maestro de todo). Y así, en el problema de la creación,
por ejemplo, sostiene las tesis agustinianas de las “razones seminales”, de la
pluralidad de las formas substanciales, etc.
Para él, Cristo es la fuente de todo saber, y
su Iglesia es a la vez guardiana y dispensadora de ese tesoro. Así es que el pensamiento
cristiano no tiene que pedirle prestado nada ni a los árabes, ni a los griegos,
ni a ninguna escuela pagana.
¿No es Cristo mediador universal en el orden de
la ciencia tanto como en el del ser, el de la gracia y el de la gloria? El
Verbo de Dios es el supremo ejemplar: de El deriva toda existencia, toda
actividad, toda luz.
El tono perentorio de tales declaraciones,
junto al de sus conferencias sobre las “Iluminaciones de la Iglesia”, en las
que, dócil a las directivas de la Santa Sede, repudia el aristotelismo,
doctrina y método, dejaría ver en San Buenaventura un enemigo irreductible de
toda filosofía profana. El conjunto de sus obras revela que él no temía y
proscribía sino sus peligros, sus injerencias abusivas y que para poner en
guardia a sus discípulos cuidaba de señalar sus lenguas. A la “ceguera” del
Filósofo oponía la ciencia universal del Verbo Divino. Por ejemplo, ¿los
jóvenes estudiantes se desconcertaban al oír que Aristóteles enseñaba la
eternidad del mundo? Pero ¿qué podía valer esta teoría y cómo podía conciliarse
con el relato tan claro de la creación en la Biblia? (Hexamerón, XVll).
Aunque la ciencia y la filosofía no son
despreciables, como tampoco ningún elemento de la naturaleza humana, son sin
embargo gravemente indigentes, como esta naturaleza misma en su conjunto;
tienen una urgente necesidad de que las complete la Revelación. “Aislada e
independiente, la filosofía lleva fatalmente al error; así es que no se concibe
sino subordinada a la teología” (Breviloquio, prol.). “La ciencia precede de la
Fe y la prepara dándole a la inteligencia natural nociones tales como la
existencia de Dios; . . . pero de discernir a la Divinidad misma, de saber cómo
se armonizan en Dios la unidad de naturaleza y la pluralidad de las personas, la
ciencia es incapaz, a menos de ser esclarecida por la FE” (lV Sent., l l l,
25-26).
Por lo cual, aunque estudia en los filósofos
algunas ideas o modos dialécticos, no cera de dominarlos, de juzgarlos. Admira
los sublimes vuelos de Platón, pero le reprocha el hacer retomar todo
conocimiento y toda rectitud a un mundo puramente inteligible o ideal; critica
a Aristóteles por su realismo demasiado vulgar, pero le aprueba el hacer partir
el conocimiento humano de la experiencia sensible (lV Sent., ll, 39).
Por lo demás, aunque su humildad le arranque la
confesión de que no es él sino un “simple compilador” (lV Sent., ll, prol.),
protesta también que “la fidelidad a un maestro, cualquiera que sea, jamás debe
ser con perjuicio de la verdad. . . y por venerable que sea una tradición no se
tiene el derecho de presentarla como cierta si aparece dudosa” (ll Sent., ll,
30). Para él opinión más común era sinónimo de opinión más segura: por lo cual
se aliaba con ella ordinariamente, a condición sin embargo de que estuviese
sólidamente establecida. La mejor prueba de su independencia de espíritu es que
en las Sentencias de Pedro Lombardo que tenía que explicar, no temía reprobar
hasta quince.
En cuanto a las cuestiones que seguían siendo
dudosas, se contentaba con exponer los pareceres de los principales maestros,
con señalar su desacuerdo, pero sin tomar partido y sin tratar de ponerle punto
final al debate. De aquí la impresión de vaguedad que dejan algunas de sus
exposiciones; pero en cambio da la impresión de prudencia y moderación, además
de la serenidad del tono.
Ávido únicamente de la verdad, pero sin
pretensión de pertenecerle en propiedad, se mostraba respetuoso de las ideas
ajenas: en las dudas, libertad; y ante todo caridad.
En cuanto a él mismo, entre las opiniones
libres, da la preferencia a las que le parecen más propias para fomentar la
piedad, o sea, las que obran más eficazmente en el corazón y en la voluntad;
porque uno de los rasgos distintivos del pensamiento de San Buenaventura es que
la “voluntad es la facultad más noble del ser racional” (lV Sent. Lll, l7). Y
esto es lo que da a su teología un carácter más afectivo que intelectual, hasta
llevarlo a veces a ciertas exageraciones que se rozan con la inexactitud.
Por ejemplo, cuando expone los motivos de la
Encarnación y de la Redención, concede la prioridad a un motivo real pero
solamente secundario: a saber, el perfeccionamiento de la creatura humana y el
ejemplo que la perfección del Verbo Encarnado da al resto de los hombres (lV
Sent. Lll, 3). Por temor a conocer a creaturas una prerrogativa que Lll, 3).
Por temor a conocer a creaturas una prerrogativa que él cree se le debe
reservar a Dios, se niega a reconocer en los ángeles espíritus completamente
inmateriales. (lV Sent. Ll, 3). Y, hablando de la eterna bienaventuranza, la
hace consistir, lógicamente con su sistema, en la voluntad que se adhiere a
Dios más que en la inteligencia que goza de su contemplación (lV Sent., lll,
l7).
San Buenaventura parece temer que el
conocimiento de Dios, aun al cabo de una teología muy profundizada, se quede en
una pura especulación. Y en esto no se equivoca: “¡Mal haya la ciencia que no
sea para amar!” (Reducción de las artes a la teología, 26). Así es que pone
énfasis en los aspectos del conocimiento más aptos para suscitar el amor, para
hacer que “la Fe viva por la Caridad”. “Se esfuerza por hacer que la
iluminación de la inteligencia sirva para la piedad y la devoción del corazón”
(Juan Gersón, Examen de doctrinas, l).
El Breviloquio es, como su nombre lo indica, un
resumen. Lo que el “Comentario sobre las Sentencias” expone en cuatro mil
páginas, el Breviloquio lo condensa en un centenar, en un orden casi idéntico.
Conforme a su mérito, heredado de San Agustín y con la impronta de
neo-platonismo, el autor nos da de cierta manera un manual completo, aunque
abreviado, de teología, dividido en siete partes:
l) Dios, su naturaleza, sus atributos, la
Trinidad;
2) la creación, los espíritus, la materia, el
hombre;
3) el pecado, el original y el actual;
4) la Encarnación y la Redención, motivos y
circunstancias;
5) la Gracia, su origen, su naturaleza, sus
efectos;
6) los Sacramentos, su institución, su
administración, su eficacia;
7) las postrimerías, estado de las almas
separadas, resurrección, juicio.
Las “Cuestiones disputadas” son tratados
particulares, dogmáticos o morales, indudablemente curso de teología dados por
el Doctor Seráfico. Siete de ellas conciernen a la ciencia de Cristo, ocho, al misterio de la Trinidad, notables por
un carácter más original. Planteada la existencia de Dios como una verdad
primera, evidente, que no acepta ninguna duda, el misterio de la Trinidad,
verdad de Fe, proporciona un conocimiento real de ese Dios; porque, lejos de
negar en algo sus perfecciones tales como la unidad, la infinitud, la Trinidad
de las personas, se presenta, por los atributos divinos, como la verdadera
florescencia de la vida divina. Las otras cuatro cuestiones tratan de la
“perfección evangélica y especialmente de la virtudes de humildad, de pobreza,
de castidad y de obediencia: cuestiones que se discutían de hecho en el libelo
de Guillermo de Saint-Amour”, Los peligros de los últimos tiempos, virulento
ataque contra las Ordenes en sus cursos, San Buenaventura fija por escrito su
argumentación, la cual, llevada a Roma, contribuyó eficazmente a la defensa de
las religiones incriminadas.
“El Itinerario del alma de Dios” es una obra a
la vez filosófica, teológica y mística. Adoptando el método inverso al que
había seguido en el Breviloquio, el autor traza esta vez el camino por el cual
el alma se eleva gradualmente, a partir de las creaturas, hasta el conocimiento
del Creador y llega finalmente a la unión íntima con Dios.
El libro comprende siete capítulos:
l) el conocimiento de Dios por medio de sus
vestigios en el universo;
2) el conocimiento de Dios en esos mismos
vestigios;
3) el conocimiento de Dios por su impronta en
las potencias de la naturaleza;
4) el conocimiento de Dios en su imagen
restaurada por los dones gratuitos (el alma humana);
5) el conocimiento de la unidad de Dios por su
aspecto primordial, el Ser;
6) el conocimiento de la Santísima Trinidad en
Dios por el aspecto del Bien;
7) del transporte mental y místico en el que,
quedando la inteligencia en reposo, el amor se ejercita totalmente en Dios.
Salta a la vista que “esta es una de las más bellas consagraciones de las
facultades humanas que haya podido hacerle a Dios la filosofía” (A. de
Margerie, Essai sur la philosophie de S. Bonaventure).
Esas sucesivas fases en la ascensión a Dios
pueden reducirse en suma a tres grandes etapas: a) adivinar al Creador gracias
a las huellas que Él ha dejado en el universo; b) reconocer a Dios en su imagen
más perfecta, el alma humana; c) entregarse a Dios con miras a una pertenencia
y a una semejanza perfectas. Los medios que recorre este itinerario están
tomados de dos filosofías, la aristotélica y la platónica: por una parte, el
esfuerzo de abstracción, que del conocimiento sensible desprende la idea, y del
efecto la causa; por otra parte, la iluminación gracias a la cual los rayos del
pensamiento divino iluminan la inteligencia humana. “Por lo tanto, abre los
ojos, apresta el oído, desliga tus labios y aplica tu corazón, a fin de ver a
tu Dios en todas las creaturas, de oírlo, alabarlo, amarlo, rendirle homenaje,
proclamar su grandeza, si no quieres que el universo se levante contra ti”.
Pero la condición sine qua non del arranque es la humildad. En lugar de
enorgullecerse del poder de la razón, que el espíritu humano se incline ante el
poder del Creador si quiere comprender algo en su obra, y sobre todo
descubrirlo a El mismo a través de los misterios de su Providencia. He aquí la
base de la verdadera sabiduría. Por lo cual “la viejecilla que barre el atrio
de la Iglesia es quizá más sabia que el sabio que se agota sobre sus libros,
porque siendo ella más humilde, es más accesible a las luces de la Fe”. Y a
todo lo largo de este itinerario, los sostenes indispensables son el recuerdo
amoroso de los grandes misterios de la Encarnación y de la Redención, la devoción
a la Sagrada Eucaristía, al Sagrado Corazón de Jesús y a la Santísima virgen
María, con la sumisión a la autoridad de la Iglesia y la caridad para con el
prójimo.
“La reducción de las artes a la teología”
expresa una idea dominante de San Buenaventura: toda luz del espíritu humano y
todo estudio, cualquiera que sea su objeto inmediato, debe converger en el
conocimiento de Dios. Las seis grandes luces de la presente vida -----la de la
Revelación y la del conocimiento sensible, la de la mecánica tanto como la de
la razón, la de la filosofía junto con la de moral----- deben desembocar en la
luz de la gloria.
Nueve Conferencias sobre los “Dones del
Espíritu Santo”, siete sobre los “Mandamientos”, etc. En total, un centenar de
conferencias, cerca de quinientos sermones, en que la flama oratoria no es
inferior a la densidad de la doctrina ni al poder de la argumentación,
completan la obra teológica de San Buenaventura.
El Doctor Seráfico se halla más a sus anchas
todavía, si es posible, en la teología mística. “Después de haber alcanzado la
cumbre de la especulación, escribe sobre teología mística con tal perfección
que los más competentes lo tienen por príncipe de los místicos” (León Xlll).
El “Tratado de la Triple Vía” justifica su
título porque aquí propone el autor tres medios progresivos para conducir al
alma a la conquista de la verdadera Sabiduría y a la unión íntima con Dios: la
meditación, la oración y la contemplación.
El Soliloquio es una serie de meditaciones en
las que el alma habla consigo misma. En diversas materias, tales como los
efectos del pecado, la vanidad de los bienes terrenos, la muerte, el juicio, el
infierno, el cielo el alma se plantea cuestiones y halla las respuestas
apropiadas en la Sagrada Escritura o en los textos de los Padres.
El Árbol de la Vida o Árbol de la Cruz es un
conjunto de cuarenta y ocho meditaciones sobre la vida y la muerte del divino
Salvador. Viene luego el Oficio de la Pasión del Señor, en el que se dice que
la vida contemplativa se realiza por el ardiente amor del Divino Crucificado.
Cinco Fiestas del Niño Jesús son meditaciones
sobre los episodios evangélicos de la infancia de Cristo, con una
interpretación alegórica o mística de los hechos para enseñar cómo el alma
cristiana puede, a su manera, concebir, dar a luz, nombrar, adorar, busca, y
ofrecer espiritualmente al Hijo de Dios.
En La Viña Mística se desenvuelve la
comparación empleada por Jesús mismo. San Buenaventura le aplica al sentido
espiritual las propiedades, las exigencias y los frutos de la viña material.
Especialmente a religiosos y religiosas destinó
La Preparación para la Misa, La Perfección de la Vida, El Régimen del alma. Y
para uso de Superiores Las Seis del Serafín: seis alas que nos son sino las
virtudes indispensables en el ejercicio de la autoridad: el celo de la
Justicia, la piedad, la paciencia, una vida ejemplar, una discreción
inteligente y el sacrificio por la causa de Dios.
La campaña llevada por Guillermo de Saint-Amour
y Gerardo de Abbeville contra las Ordenes Mendicantes obligó a San Buenaventura
a presentarse, contra el gusto personal en la arena de la polémica. Para
defender a los religiosos atacados, y especialmente a los Franciscanos, cuyo
Ministro General era él, escribió varios opúsculos: Apología de los Pobres,
Precisiones sobre la Regla de los Hermanos Menores, Apología contra los
adversarios de los Hermanos menores.
Pero su cargo hacía de él un legislador. Aparte
de sus exhortaciones al cumplimiento de la regla, en varias ocasiones tuvo que
explicar puntos de ella, y hacer aquí y allá modificaciones de detalle. Así
redactó las Constituciones generales del Capítulo de Narbona, luego un
Reglamento particular para los Novicios, varias Cartas circulares, de las
cuales una contiene “Veinticinco puntos que se deben observar” y otra tanta de
“la Imitación de Cristo”. En fin, las mismas circunstancias hicieron de él un
historiador, puesto que lo llevaron a escribir la Leyenda de San Francisco.
Leyenda en el sentido medieval: no es relato fabuloso, sino “algo que se debe
leer”. Tal es, ciertamente, en efecto, la intención del autor: quiere que los
cristianos y sobre todo sus religiosos se vean obligados a leer una vida
edificante. Así es que escribió una Hagiografía, una vida de santo, y no una
biografía, relato histórico de la vida: el santo es lo que él quiere poner de
relieve, aun dejando en la sombra muchos rasgos que no conciernen sino al
hombre. Así presentado, el Poverello de Asís viene a ser un ideal viviente de
perfección cristiana, el ejemplo concreto de la búsqueda de Dios en sus
creaturas y del alma íntegramente entregada al amor.
“San Buenaventura ha dejado a la posteridad
monumentos de su espíritu verdaderamente divino, en los que con una gran
abundancia de excelentes argumentos, con orden y método, con claridad y lucidez
se exponen cuestiones dificilísimas y envueltas en gran oscuridad; monumentos
en que brilla con esplendor la verdad de la Fe católica, en que se destruyen
los perniciosos errores y las herejías; los espíritus de los fieles se inflaman
maravillosamente del amor de Dios y del deseo de la patria celestial. En
efecto, lo que hay de notable y de particular en Buenaventura es que no
contento con distinguirse por la sutileza de la discusión, la facilidad en la
enseñanza, la sagacidad en las definiciones, sobresale en tocar las almas por
una virtud completamente divina, porque en sus escritos junta a un saber
inmenso el ardor de una piedad fervorosa que mueve al lector al mismo tiempo
que lo instruye, penetra en los más profundos repliegues del alma, hiere el
corazón con dardos seráficos y los llena con una maravillosa dulzura de
devoción” (Sixto V, Bula Triumphantis Jerusalem).
Todavía mejor que este elogio de estilo
redundante, la actitud de los Soberanos Pontífices en el curso de los siglos
muestra la autoridad de que goza el Doctor Seráfico en la Iglesia. Su
influencia directa fue considerable en el Concilio de Lyon, en l274; su
doctrina fue invocada en el Concilio de Viena de l3ll, en los de Constanza
(l4l4-l4l7), de Basilea (l43l). de Florencia (;438), de Letrán (l5l2), y luego
en muchas sesiones del Concilio de Trento y también en el último Concilio del
Vaticano.
El mismo Papa Sixto V, en aquel mismo
documento, en términos exquisitos tomados de la liturgia de la fiesta de San
Pedro y San Pablo, asociaban a San Buenaventura con Santo Tomás de Aquino, “los
dos Olivos y los dos brillantes Candelabros de la Casa del Señor. . . Porque,
agregaba él, entre ellos hay una unión perfecta, una maravillosa semejanza de
virtud, de santidad y de méritos.
La teología escolástica ha sido ilustrada por
el prodigioso genio, la aplicación constante y los inmensos trabajos de estos
dos doctores, el angélico Santo Tomás y el seráfico San Buenaventura”.
Tales palabras deberían bastar para hacer a un
lado las alusiones que tienen a hacer de los dos colaboradores y amigos,
rivales. Aunque fueron diferentes por el giro mental y por los méritos, así
como por la vocación y el género de vida, eso no fue para oponerse sino para
completarse. . . : “Toda la obra de San Buenaventura está dominada por la misma
voluntad, única, de tender hacia Dios, de conducir hacia El a las almas; el
esfuerzo intelectual no tiene en él sentido sino ordenado a la Fe y al amor.
Por lo cual, ante Santo Tomás, convencido de que la demostración de las
verdades de la Fe bastaba, San Buenaventura se diferencia. El, por su parte,
recurre más a los caminos del Espíritu Santo y de la Gracia. El no admite que
la sola razón pueda llevar a Dios: toda filosofía debe estar subordinada a las
nociones sobrenaturales que iluminan la esperanza humana y que no son sino la
Fe y la Sabiduría de Dios. En todas las cosas se debe reconocer la esencia de
la Divinidad, su signo, su unidad. Así su teología y su filosofía,
extremadamente ligadas, son místicas, inspiradas por la pasión sobrenatural de
Dios. Por eso él es claramente heredero de San Agustín, su maestro preferido,
de San Anselmo y de San Bernardo. Pero de ninguna manera se prohíbe a sí mismo
el hacer que sirva para sus demostraciones cuando pueda serles útil: toma
argumentos de Aristóteles; y aunque no pone la razón en el primer plano,
entiende perfectamente que iluminada por la Gracia la razón trabaja por llevar
al hombre hacia su objetivo supremo. Precisamente porque las cosas son signos
de Dios, se debe conocerlas bien. Así, de este conjunto coherente y sutil surge
una teoría del conocimiento, una doctrina metafísica, una regla de vida, todo
unido en un solo ímpetu que tomando al hombre al yaz de la tierra lo eleva
hasta los empíreos de la Gracia. La mística especulativa halló en San
Buenaventura su punto de cumplimiento: después de él nadie lo ha excedido”
(Daniel Rops, L’Eglise de la Cathédrale et de la Croisade, p. 4l2).
Y si se necesita de una autoridad suprema para
subrayar el acuerdo de los dos santos Doctores y el carácter complementario de
sus doctrinas y de sus métodos, he aquí la del Papa León Xlll: “No hay la menor
duda de que los católicos y en particular los jóvenes, esperanza de la Iglesia,
que se consagran al estudio de la filosofía y de la teología según la doctrina
de Santo Tomás de Aquino, encontrarán un gran provecho en estudias igualmente
las obras de San Buenaventura, arsenal en que tomarán armas invencibles para
hacer frente a los salvajes asaltados de los enemigos de la Iglesia y de la
sociedad humana" (”carta al Ministro General de los Hermanos Menores, l3
de dic. De l885).
Atributos
Eucarística, Sombrero de cardenal, Ciborio.
San Buenaventura, Zurbarán 1659. Museo del Prado.
San
Buenaventura recibe el hábito de San Francisco, Francisco Herrera el Viejo
1828.Museo del Prado.
El colegio de San Buenaventura de Sevilla se
fundó a comienzos del siglo XVII.
En 1626 una donación de don Tomás de Mañara de
Leca y Colonna propició un encargo al pintor Francisco de Herrera para que
realizara un ciclo de pinturas destinadas a la iglesia del colegio. Se debían
ilustrar los capítulos fundamentales de la vida de San Buenaventura, santo
nacido en el siglo XIII, y a cuya figura se dedicaba este centro franciscano de
Teología y Sagradas Escrituras. Herrera compartió el encargo con Francisco de
Zurbarán, aunque este segundo pintor se incorporó más tarde al proyecto.
Herrera se ocupó de pintar las telas que reflejaban la niñez y juventud de San
Buenaventura, antes de su ingreso en la Orden; la madurez y muerte del santo
quedaron plasmados en los cuatro lienzos del extremeño.
San Buenaventura recibe el hábito de San
Francisco es
el tercer lienzo del ciclo inicial, y en él se representa el momento en que el
santo ingresa como novicio en la Orden Franciscana en 1243, una vez que el capítulo
de frailes accedió a su admisión. La pintura muestra la forma áspera de pintar
del que fuera maestro de Velázquez y uno de los introductores del naturalismo
en Sevilla. Herrera, tras el empleo en la década anterior de un colorido
cercano a la pintura veneciana, conocida a través de la paleta de Roelas,
mantiene ahora unas gamas vibrantes, pero sabiamente reducidas hacia una
monocromía de castaños, ocres y grises aplicados por medio de una pincelada
suelta y amplia que el pintor mantendrá a lo largo de su carrera, y que resulta
de una indudable proximidad al joven Velázquez.
La composición se concibe en el interior de una
iglesia poblada por una hilera de interminables e imponentes cabezas; una forma
de conformar el espacio en una línea de marcada horizontalidad que Herrera
también ha incluido en otras obras de la serie. En el lienzo del Prado, el
despliegue se convierte en un verdadero alarde de vivacidad y realismo.
Destaca, además del severo y árido rostro de San Francisco o la expresividad
del fraile situado a la derecha, la magnífica concesión a la anécdota del
anciano con anteojos que se inclina, concentrado en un gesto que denuncia su
sordera. Bajo esa espléndida sucesión de franciscanos, continuada en un nutrido
grupo de curiosos y músicos -éstos últimos en el coro del templo- se postra
humilde San Buenaventura, a la espera de la inminente toma de los hábitos que
aparecen representados en primer término.
San Buenaventura
en el concilio de Lyon, Francisco de Zurbarán. Museo Nacional del Louvre.
Este lienzo es de una iconografía concreta,
pensada para ser "leído" en un contexto concreto. Forma parte de una
serie que Zurbarán dedicó a la vida de San Buenaventura. Este santo fue un
cardenal franciscano, rasgo que Zurbarán muestra con habilidad: encima de las
vestiduras, San Buenaventura lleva un birrete rojo y un manto rojo, dignidades
ambas de cardenal. Pero debajo de la túnica blanca asoman los pliegues marrones
de pobre tela que caracterizan a los frailes franciscanos.
El tema es la convocatoria de un importante
concilio en Lyon, celebrado en el año 1274. En él se pretendía reunir de nuevo
bajo las riendas del papa romano a los griegos, que se habían escindido en un
cisma. El papel de San Buenaventura como intermediario con los teólogos griegos
para llegar al posterior acuerdo fue fundamental, como brillantemente nos
indica Zurbarán.
El protagonista aparece en un lugar
privilegiado, en elevación y bajo un baldaquino. Sus vestiduras son de
llamativo colorido y se asienta sobre una hermosa alfombra árabe. El teólogo
que discute con él lo hace acaloradamente, en la sombra. Sin embargo el santo
sólo transmite serenidad en sus planteamientos, en sus gestos y en su
expresión, y se encuentra en plena luz.
Otro detalle curioso es la idealización de la figura
principal: San Buenaventura asistió al concilio a la respetable edad de 53
años, lo que para su época le convertía en un venerable anciano. Sin embargo
aparece bajo la efigie de un joven, lo cual alude a sus virtudes y pureza
inquebrantables
Los
santos Buenaventura y Antonio, Museo del Louvre.
Esta obra formó parte en su origen del
Políptico de la Asunción (Polittico dell'Assunta), hoy desmembrado, y
representa a san Buenaventura y san Antonio de Padua como dos figuras señeras
de la espiritualidad franciscana.
Exposición
del cuerpo de San Buenaventura, Francisco de Zurbarán, 1629. Museo del
Louvre, París.
La obra representa el ritual del velatorio o
exposición del cadáver del santo franciscano Buenaventura de Fidanza y se
enmarca en una serie sobre él, de la que se conservan algunas pinturas en el
Museo del Louvre, por ejemplo San Buenaventura en el concilio de Lyon,
que precede en la secuencia cronológica a la Exposición del cuerpo.
Tras enfermar Buenaventura, al monje toscano le
aquejaron tan fuertes convulsiones que no pudo recibir la extremaunción, pero
entonces la Hostia atravesó su cuerpo, recibiéndola así por milagro.
San Buenaventura tiene el rostro lívido, está
vestido con los hábitos litúrgicos y se destaca en sus piernas un capelo cardenalicio
de vivo color encarnado sobre sus blancas ropas.
La composición es una de las más arriesgadas y
mejor resueltas de Francisco de Zurbarán, que se caracterizaba usualmente por
la sencillez de la disposición de los elementos figurados en el cuadro. Yace en
un escorzo en diagonal, rodeado de personajes dispuestos en semicírculo a su
alrededor, entre los que se encuentran el papa Gregorio X y el rey Jaime I de
Aragón. Los rostros parecen ser estudios del natural, por su fuerte
individualización y personalidad.
San
Canuto
Canuto de Dinamarca era hijo natural de Svend
II Estrithson, cuyo tío, llamado también Canuto, había sido rey de Inglaterra
(Canuto el Grande, de Inglaterra, Noruega y Dinamarca). San Canuto trató de
hacer valer sus títulos a la corona inglesa, pero fracasó totalmente en
Northumbría, en 1075. Seis años después, sucedió a su hermano Harold III Han en
el trono de Dinamarca. Los daneses se habían convertido al cristianismo poco
tiempo antes, pero, como se ha dicho de Canuto de Inglaterra, «su entusiasmo
religioso tenía algo de la ingenuidad de un bárbaro». Esto es lo menos que se
puede decir. Canuto se casó con Adela, hermana de Roberto, conde de Flandes, y
de este matrimonio nació el beato Carlos el Bueno.
Canuto favoreció con sus leyes la
administración de la justicia y la paz del reino, otorgó privilegios e
inmunidades al clero, e impuso tributos para el sostenimiento de éste.
Desgraciadamente, esto hizo que algunos clérigos se convirtiesen en señores
feudales que se ocupaban más de sus bienes temporales que de sus deberes
espirituales. Canuto mostró una munificencia regia en la construcción y
dotación de iglesias, y regaló su propia corona a la iglesia de Roskilde, que
se convirtió en cementerio de los reyes daneses. En 1085 reclamó nuevamente el
trono de Inglaterra, e hizo extensos preparativos para la invasión, de acuerdo
con Roberto de Flandes y Olaf de Noruega; pero la oposición que encontró entre
los nobles y el pueblo le obligó a desistir de la empresa.
Sus súbditos se sentían cada vez más
descontentos, a causa de los impuestos y tributos, del nuevo orden social,
hasta que la rebelión estalló entre los subordinados de Olaf, el hermano de
Canuto. Este huyó a la isla de Fünen y se refugió en la iglesia de San Albán,
en Odense, la cual debía su nombre a una reliquia que Canuto había traído de
Inglaterra. Pero los rebeldes le persiguieron y cercaron el templo. Creyéndose
perdido, Canuto se confesó y recibió la comunión, mientras los rebeldes
atacaban, destrozando a pedradas los emplomados. Al penetrar en el edificio,
asesinaron al rey que se hallaba arrodillado junto al altar. Murió con su
hermano Benito y otros diecisiete compañeros, el 10 de julio de 1086.
Aelnoth, el biógrafo de Canuto, un monje de
Canterbury que había vivido veinticuatro años en Dinamarca, afirma que Dios dio
testimonio de la santidad del monarca, obrando numerosas curaciones milagrosas
junto a su tumba. Esto movió al pueblo a venerar sus reliquias. Uno de los
sucesores de Canuto, Erico III, envió a Roma las pruebas de los milagros
obrados por el santo monarca, y el Papa Pascual II autorizó el culto al santo,
aunque es difícil comprender por qué se le venera como mártir. Aelnoth añade
que los primeros evangelizadores de Dinamarca y el resto de Escandinavia eran
ingleses, y que los suecos fueron los que opusieron mayor resistencia al
cristianismo.
Atributos
Insignias de un rey nórdico, Daga, Lanza o
flecha.
Martirio de San Canuto
IV de Dinamarca en la iglesia de San Albanus (1086)
San
Carlos Borromeo
Entre los grandes hombres de la Iglesia que, en
los días turbulentos del siglo
XVI, lucharon por llevar a cabo la verdadera reforma que tanto
necesitaba la Iglesia y trataron de suprimir, mediante la corrección de los
abusos y malas costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa los
promotores de la falsa reforma, ninguno fue, ciertamente, más grande ni más
santo que el cardenal Carlos Borromeo. Junto con San Pío V, San Felipe Neri y
San Ignacio de Loyola, es una de las cuatro figuras más grandes de la contrarreforma.
Era un noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, se
distinguió por su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita, pertenecía a la
noble rama milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su madre llegó a ceñir
la tiara pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el segundo de los
varones entre los seis hijos de una familia. Nació en el castillo de Arona,
junto al lago Maggiore, el 2 de octubre de 1538. Desde los primeros años, dió
muestras de gran seriedad y devoción. A los doce años, recibió la tonsura, y su
tío, Julio Cesar Borromeo, le cedió la rica abadía benedictina de San Gracián y
San Felino, en Arona, que desde tiempo atrás estaba en manos de la familia. Se
dice que Carlos, aunque era tan joven, recordó a su padre que las rentas de ese
beneficio pertenecían a los pobres y no podían ser aplicadas a gastos
seculares, excepto lo que se emplease en educarle para llegar a ser, un día,
digno ministro de la Iglesia. Después de estudiar el latín en Milán, el joven
se trasladó a la Universidad de Pavía, donde estudió bajo la dirección de
Francisco Alciati, quien más tarde sería promovido al cardenalato a petición
del santo. Carlos tenía cierta dificultad de palabra y su inteligencia no era
deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban como un poco lento;
sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus estudios. La dignidad y
seriedad de su conducta hicieron de él un modelo de los jóvenes universitarios,
que tenían la reputación de ser muy dados a los vicios. El conde Gilberto sólo
daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su abadía y, por las cartas de
Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por periodos de verdadera penuria,
pues su posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A los veintidós
años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo el grado de doctor. En seguida
retornó a Milán, donde recibió la noticia de que su tío el cardenal de Médicism
había sido elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de Pablo
IV.
A principio de 1560, el nuevo Papa hizo a
su sobrino cardenal diácono y, el 8 de febrero, le nombró administrador de la
sede vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le
confió numerosos cargos. En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión,
legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de
Portugal, de los países bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de
las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras
más. Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían
sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés años y era simplemente
clérigo de órdenes menores. Es increíble la cantidad de trabajo que san Carlos
podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y
metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su
familia, para oír música y para hacer ejercicio. Era muy amante del saber y lo
promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto
de instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia literaria compuesta
de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron
publicados entre las obras de San Carlos con el título de Noctes Vaticanae.
Por entonces, juzgó necesario atenerse a la costumbre renacentista que obligaba
a los cardenales a tener un palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a
recibir constantemente a los personajes de importancia y a tener una mesa a la
altura de las circunstancias. Pero en su corazón, estaba profundamente
desprendido de todas esas cosas. Había logrado mortificar perfectamente sus
sentidos y su actitud era humilde y paciente. Muchas almas se convierten a Dios
en la adversidad; San Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad de la
abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se despegó cada vez
más de las cosas terrenas. Había hecho todo lo posible por proveer al gobierno
de la diócesis de Milán y remediar los desórdenes que había en ella; en este
sentido, el mandato del Papa de que se quedase en Roma le dificultó la tarea.
El Venerable Bartolomé de Martyribus, arzobispo de Braga, fue por entonces a la
ciudad Eterna y San Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese
fiel siervo de Dios, a quien indicó: "Ya veis la posición que ocupo. Ya
sabéis lo que significa ser sobrino y sobrino predilecto de un Papa y no
ignoráis lo que es vivir en la corte romana. Los peligros son inmenso. ¿Qué
puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me
ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si
sólo Dios y yo existiésemos". El arzobispo disipó las dudas del cardenal,
asegurándole que no debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos
para el servicio de la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar
personalmente su diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando San
Carlos se enteró de que Bartolomé de Martyribus había ido a Roma precisamente
con el objeto de renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el
consejo que le había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal
circunstancia.
Pío IV había anunciado poco después de su
elección que tenía la intención de volver a reunir el Concilio de Trento,
suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su influencia y su energía para que
el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a pesar de que las circunstancias
políticas y eclesiásticas eran muy adversas. Los esfuerzos del cardenal
tuvieron éxito, y el Concilio volvió a reunirse en enero de 1562. Durante los
dos años que duró la sesión, el santo tuvo que trabajar con la misma diplomacia
y vigilancia que había empleado para conseguir que se reuniese. Varias veces
estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la obra incompleta, pero, con
su gran habilidad y con el constante apoyo que prestó a los legados del Papa,
logró que la empresa siguiese adelante. Así pues, en las nueve reuniones
generales y en las numerosísimas reuniones particulares se aprobaron muchísimo
de los decretos dogmáticos y disciplinarios de mayor importancia. El éxito se
debió a San Carlos más que a cualquier otro de los personajes que participaron
en la asamblea, de suerte que puede decirse que él fue director intelectual y
el espíritu rector de la tercera y última sesión del Concilio de Trento.
En el curso de las reuniones murió el conde
Federico Borromeo, con lo cual, San Carlos quedó como jefe de su noble familia
y su posición se hizo más difícil que nunca. Muchos supusieron que iba a
abandonar el estado clerical para casarse, pero el santo ni siquiera pensó en
ello. Renunció a sus derechos en favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en
1563. Dos meses más tarde, recibió la consagración episcopal, aunque no se le
permitió trasladarse a su diócesis. Además de todos sus cargos, se le confió la
supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma
de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a
Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli. Milán que había
estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un estado
deplorable. El vicario de San Carlos había hecho todo lo posible por reformar
la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente,
San Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provisional y visitar su
diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para
toda Italia. El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó
en la catedral sobre el texto "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua
con vosotros". Diez Obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas
decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre
la disciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los divinos
oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza
dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados que el
Papa escribió a San Carlos para felicitarle. Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento
del oficio como legado de Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV
en su lecho de muerte, donde también le asistió San Felipe Neri. El nuevo Papa
Pío V, pidió a San Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar
los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la
primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con
tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.
San Carlos llegó a Milán en abril de 1556 y, en
seguida empezó a trabajar enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer
paso fue la organización de su propia casa. Puesto que consideraba el
episcopado como un estado de perfección, se mostró sumamente severo consigo
mismo. Sin embargo, supo siempre aplicar la discreción a la penitencia para no
desperdiciar las fuerzas que necesitaba en el cumplimiento de su deber, de
suerte que aun en las mayores fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de
que disfrutaba eran pingües, pero dedicaba la mayor parte de las obras de
caridad y se oponía decididamente a la ostentación y al lujo. En cierta ocasión
en que alguien ordenó que le calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo:
"La mejor manera de no encontrar el lecho demasiado frío es ir a él más
frío de lo que pueda estar". Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo
en la oración fúnebre por San Carlos: "De sus rentas no empleaba para su
propio uso más que lo absolutamente indispensable. En cierta ocasión en que le
acompañé a una visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le
encontré por la noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja.
Naturalmente le dije que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor
y él sonrió al responderme: 'No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado
a vestir la púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y
me sirve lo mismo en el verano que en el invierno' ". Cuando San Carlos se
estableció en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en
30,000 coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias
necesitadas. Su limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas
mensuales, sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La
generosidad de San Carlos dejó un recuerdo imperecedero. Por ejemplo, supo
ayudar tan liberalmente al Colegio Inglés de Douai, que el cardenal Allen solía
llamar a San Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo
organizó retiros para su clero. El mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos
veces al año y tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la
misa. Su confesor ordinario era el Dr. Griffith Roberts, de la diócesis de
Bangor, autor de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el
Dr. Qwen, quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su
diócesis, y llevaba siempre consigo una imagen de San Juan Fisher. Tenía el
mayor respeto por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni
administraba ningún sacramento apresuradamente, por grande que fuese su prisa o
por larga que resultase la función.
Su espíritu de oración y su amor de Dios
dejaban en los otros un gran gozo espiritual, le ganaban los corazones, e
infundían en todos el deseo de perseverar en la virtud y de sufrir por ella.
Tal fue el espíritu que San Carlos aplicó a la reforma de su diócesis,
empezando por la organización de su propia casa. Su casa estaba compuesta de
cien personas; la mayor parte eran clérigos, a lo que el santo pagaba
generosamente para evitar que recibiesen regalos de otros. En la diócesis se
conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las prácticas religiosas
estaban desfiguradas por la superstición y profanadas por los abusos. Los
sacramentos habían caído en el abandono, porque muchos sacerdotes apenas sabían
cómo administrarlos y eran indolentes, ignorantes y de mala vida. Los
monasterios se hallaban en el mayor desorden. Por medio de concilios
provinciales, sínodos diocesanos y múltiples instrucciones pastorales, San
Carlos aplicó progresivamente las medidas necesarias para la reforma del clero
y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan sabias, que una gran cantidad de
prelados las consideran todavía como un modelo y las estudian para aplicarlas.
San Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que Dios
enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la decadencia
espiritual de la Edad Media y por los excesos de los reformadores protestantes.
Empleando por una parte la ternura paternal y
las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra,
los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni
privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades
que habrían desalentado aun a los más valientes. San Carlos tuvo que superar su
propia dificultad de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un
defecto en la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi:
"Muchas veces me he maravillado de que, aun sin poseer elocuencia natural
alguna, sin tener ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido
obrar tales cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma
seriedad y apenas se poda oir su voz; sin embargo, sus palabras producían
siempre efecto". San Carlos ordenó que se atendiese especialmente a la
instrucción cristiana de los niños. No contento con imponer a los sacerdotes la
obligación de enseñar públicamente el catecismo todos los domingos y días de
fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar,
según se dice, con 740 escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. Así pues,
San Carlos fundó las "escuelas dominicales" dos siglos antes de que
Roberto Raikes las introdujese en Inglaterra para los niños protestantes. San
Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo
("barnabitas"), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar
y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de
San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se ponían a
disposición de éste para que los emplease a su gusto en la obra de la salvación
de las almas. Pío XI formó parte más tarde de esa congregación, cuyos miembros
se llaman actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.
Pero en todas partes se acogió bien la obra
reformadora del santo, quien en ciertos casos tuvo que hacer frente a una
oposición violenta y sin escrúpulos. En 1567, tuvo una dificultad con el
senado. Ciertos laicos que llevaban abiertamente una vida poco edificante y se
negaban a prestar oídos a las exortaciones del santo, fueron aprisionados por
orden suya. El senado amenazó, con ese motivo, a los funcionarios de la curia
del arzobispo, y el asunto llegó hasta el Papa y Felipe II de España. Entre tanto,
el alguacil episcopal fue golpeado y expulsado de la ciudad. San Carlos,
después de considerar la cosa maduramente, excomulgó a los que habían
participado en el ataque. Finalmente, el fallo sobre este conflicto de
jurisdicción favoreció a San Carlos, ya que en la antigua ley un arzobispo
gozaba de cierto poder ejecutivo; pero el gobernador de Milán se negó a aceptar
esa decisión. San Carlos partió por entonces a visitar tres valles alpinos: el
de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores arzobispos habían
dejado completamente abandonados y donde la corrupción del clero era todavía
mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden imaginarse.
San Carlo Borromeo, Oracio BORGIANNI, 1574. Iglesia de San Carlos
El santo predicó y catequizó por todas partes,
destituyó a los clérigos indignos y los reemplazó por hombres capaces de
restaurar la fe y las costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los
protestantes zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le dejaron mucho tiempo
en paz. Como la conducta de algunos de los canónigos de la colegiata de Santa
María della Scala (que pretendían estar exentos de la jurisdicción del
ordinario) no correspondiese a su dignidad, San Carlos consultó a San Pío V,
quien le contestó que tenía derecho a visitar dicha iglesia y a tomar contra
los canónigos las medidas que juzgase necesarias. San Carlos se presentó
entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los canónigos le dieron
con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo contra la cruz que el
santo había alzado con la mano durante el tumulto. El senado se puso en favor
de los canónigos y presentó a Felipe II de España las más virulentas
acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado los derechos
del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por otra parte, el
gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal
Borromeo por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que
apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo, pero
acabaron por doblegarse.
Antes de que ese asunto se solucionase, la vida
de San Carlos corrió un peligro todavía mayor. La orden religiosa de los
humiliati, que contaba ya con muy pocos miembros pero poseía aún muchos
monasterios y tierras, se había sometido a las medidas reformadoras del
arzobispo, pero los humiliati estaban totalmente corrompidos y su sumisión
había sido aparente. En efecto, intentaron por todos los medios conseguir que
el Papa anulase las disposiciones de San Carlos y, al fracasar sus intentos,
tres priores de la orden tramaron un complot para asesinar a San Carlos. Un
sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati Farina, aceptó hacer el intento
de matar al santo por veinte monedas de oro. Se obtuvo esa suma con la venta de
los ornamentos de una iglesia. El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la
puerta de la capilla de la casa de San Carlos, en tanto que éste rezaba las
oraciones de la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando
di Lasso y, precisamente en el momento en que entonaban las palabras, "Ya
es tiempo de que vuelva a Aquél que me envió", el asesino descargó su
pistola contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo,
en tanto que San Carlos, pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su
vida a Dios. En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto
cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso. Después de una
solemne procesión de acción de gracias, San Carlos se retiró unos días a un
monasterio de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a Dios.
Al salir de su retiro, visitó otra vez los tres
valles de los Alpes y aprovechó la oportunidad para recorrer también los
cantones suizos católicos, donde convirtió a cierto número de zwinglianos y
restauró la disciplina en los monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y,
al siguiente, Milán atravesó por un periodo de carestía. San Carlos pidió ayuda
para procurar alimentos a los necesitados y, durante tres meses, dio de comer
diariamente a tres mil pobres con sus propias rentas. Como había estado
bastante mal de salud, los médicos le ordenaron que modificase su régimen de
vida, pero el cambio no produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al
cónclave que eligió a Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y
así, pronto se recuperó. Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder
civil de Milán, pues el nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de
reducir la jurisdicción local de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con
el rey. San Carlos no vaciló en excomulgar a Requesens quien, para vengarse,
envió un pelotón de soldados a patrullar las cercanías del palacio episcopal y
prohibió que las cofradías se reuniesen cuando no estuviera presente un
magistrado. Felipe II acabó por destituir al gobernador. Pero esos triunfos
públicos no fueron, por cierto, la parte más importante del "cuidado
pastoral" que ensalza el oficio de la fiesta de San Carlos. Su tarea
principal consistió en formar un clero virtuoso y bien preparado. En cierta
ocasión en que un sacerdote ejemplar se hallaba gravemente enfermo, las gentes
comentaron que el arzobispo se preocupaba demasiado por él. El santo respondió:
"¡Bien se ve que no sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!"
Ya mencionamos arriba la fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto
éxito tuvieron. Por otra parte, San Carlos reunió cinco sínodos provinciales y
once diocesanos. Era infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de
sus sufragáneos le dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una
larga lista de las obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto:
"¿Cómo puede decir un obispo que no tiene nada que hacer?" El santo
fundó tres seminarios en la arquidiócesis de Milán, para otros tantos tipos de
jóvenes que se preparaban al sacerdocio y exigió en todas partes que se
aplicasen las disposiciones del Concilio Tridentino acerca de la formación
sacerdotal. En 1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año
siguiente, la instituyó en Milán.
Acudieron entonces a la ciudad grandes
multitudes de peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la
peste, de suerte que la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.
El gobernador y muchos de los nobles
abandonaron la ciudad. San Carlos se consagró enteramente al cuidado de los
enfermos. Como su clero no fuese suficientemente numeroso para asistir a las
víctimas, reunió a los superiores de las comunidades religiosas y les pidió
ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como voluntarios muchos religiosos, a quien
San Carlos hospedó en su propia casa. Después escribió al gobernador, Don
Antonio de Guzmán, echándole en cara su cobardía, y consiguió que volviese a su
puesto, con otros magistrados, para esforzarse en poner coto al desastre. El
hospital de San Gregorio resultaba demasiado pequeño y siempre estaba repleto
de muertos, moribundos y enfermos a quienes nadie se encargaba de asistir. El
espectáculo arrancó lágrimas a San Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los
sacerdotes de los valles alpinos, pues los de Milán se negaron, al principio, a
ir al hospital. La epidemia acabó con el comercio, lo cual produjo la carestía.
San Carlos agotó literalmente sus recursos para ayudar a los necesitados y contrajo
grandes deudas. Llegó al extremo de transformar en vestidos para los pobres,
los toldos y doseles de colores que solían colgarse desde el palacio episcopal
hasta la catedral, durante las precesiones. Se colocó a los enfermos en las
casas vacías de las afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los
sacerdotes organizaron cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en
las en las calles para que los enfermos pudiesen asistir a misa desde las
ventanas. Pero el arzobispo no se contentó con orar, hacer penitencia,
organizar y distribuir, sino que asistió personalmente a los enfermos, a los
moribundos y acudió en socorro de los necesitados. Los altibajos de la peste
duraron desde el verano de 1576 hasta principios de 1578. Ni siquiera en ese período
dejaron los magistrados de Milán de hacer intentos para poner en mal a San
Carlos con el Papa. Tal vez algunas de sus quejas no eran del todo infundadas,
pero todas ellas revelaban, en el fondo, la ineficacia y estupidez de quienes
las presentaban. Cuando terminó la epidemia, San Carlos decidió reorganizar el
capítulo de la catedral sobre la base de la vida común. Los canónigos se
opusieron y el santo determinó entonces fundar sus oblatos.
En la primavera de 1580, hospedó durante una
semana a una docena de jóvenes ingleses que iban de paso hacia la misión de
Inglaterra y uno de ellos predicó ante él: era el Beato Rodolfo Sherwin, quien
un año y medio más tarde había de morir por la fe en Londres. Poco después, San
Carlos le dio la primera comunión a Luis Gonzaga, que tenía entonces doce años.
Por esa época viajó mucho y las penurias y fatigas empezaron a afectar su
salud. Además, había reducido las horas de sueño y el Papa hubo de recomendarle
que no llevase demasiado lejos el ayuno cuaresmal. A fines de 1583, San Carlos
fue enviado a Suiza como visitador apostólico y en Grisons tuvo que enfrentarse
no sólo contra los protestantes, sino también contra un movimiento de brujas y
hechiceros. En Roveredo, el pueblo acusó al párroco de practicar la magia y el
santo se vio obligado a degradarle y entregarle al brazo secular. No se
avergonzaba de discutir pacientemente sobre puntos teológicos con las
campesinas protestantes de la región y, en cierta ocasión, hizo esperar a su
comitiva hasta que consiguió hacer aprender el Padrenuestro y el Avemaría a un
ignorante pastorcito. Habiéndose enterado de que el duque Carlos de Saboya
había caído enfermo en Vercelli, fue a verle inmediatamente y le encontró
agonizante. Pero, en cuanto entró en la habitación del duque, éste exclamó:
"¡Estoy curado!" El santo le dio la comunión al día siguiente. Carlos
de Saboya pensó siempre que había recobrado la salud gracias a las oraciones de
San Carlos y, después de la muerte de éste, mandó colgar en su sepulcro una
lámpara de plata.
En el año de 1584, decayó más la salud del
santo. Después de fundar en Milán una casa de convalecencia, San Carlos partió
en octubre, a Monte Varallo para hacer su retiro anual, acompañado por el P.
Adorno, S. J. Antes de partir, había predicho a varias personas que le quedaba
ya poco tiempo de vida. En efecto, el 24 de octubre se sintió enfermo y, el 29
del mismo mes, partió de regreso a Milán, a donde llegó el día de los fieles
difuntos. La víspera había celebrado su última misa en Arona, su ciudad natal.
Una vez en el lecho, pidió los últimos sacramentos "inmediatamente" y
los recibió de manos del arcipreste de su catedral.
Al principio de la noche del 3 al 4 de
noviembre, murió apaciblemente, mientras pronunciaba las palabras "Ecce
venio". No tenía más que cuarenta y seis años de edad. La devoción al
santo cardenal se propagó rápidamente. En 1601, el cardenal Baronio, quien le
llamó "un segundo Ambrosio", mandó al clero de Milán una orden de
Clemente VIII para que, en el aniversario de la muerte del arzobispo, no
celebrasen misa de réquiem, sino una misa solemne.
San
Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V el 1ro de noviembre de 1610.
San Carlo Borromeo,
Oracio BORGIANNI, 1574. Iglesia de San Carlos
El retablo de Borgianni para San Carlo alle Quattro
Fontane, la iglesia de los trinitarios descalzos, probablemente ya estaba
instalado cuando el edificio fue consagrado el 2 de junio de 1612. En ese
momento, los dos fundadores de la orden, Felix de Valois y Jean de Matha, Sido
canonizado.
Sólo podían ser adorados en público después de 1666, una vez que el proceso se
había completado. Esto no
significaba, sin embargo, que un culto no pudiera desarrollarse alrededor de
ellos antes. La orden, establecida con el propósito expreso de
comprar la libertad de los esclavos cristianos, fue consagrada a la Santísima
Trinidad. Uno de los
"nuevos" santos más importantes de la época fue Carlo Borromeo, que
había sido canonizado en 1610. Borromeo vino de Milán, que entonces estaba bajo
dominio español. Los trinitarios
también tenían estrechos vínculos con España, y entre 1598 y 1606 el mismo
Borgianni había pasado tiempo en Pamplona, Madrid, Valladolid y Toledo. Por lo tanto, no es de extrañar que la comisión de la iglesia
recién terminada fuera a él, y que la iglesia misma no sólo estaba dedicada a
la Santísima Trinidad, sino también a este nuevo santo.
En el retablo aparece Carlo Borromeo en toda su longitud,
con la mano izquierda sobre el pecho y la otra abierta, apuntando hacia abajo. La Santísima Trinidad se representa en la parte superior
izquierda. Esta combinación puede parecer sorprendente. Aunque
Carlo Borromeo se dedicó particularmente a la Pasión, en la pintura de
Borgianni se presenta como un verdadero devoto de la Trinidad, que en este
contexto es comprensible. El santo demuestra claramente que su devoción es
afectiva y que proviene directamente de un corazón piadoso. Es un ejemplo para imitar a
todos los hermanos trinitarios que viven en el monasterio. Por
otra parte, el retablo señala las inclinaciones políticas de la orden hacia la
facción hispano-lombarda. Los trinitarios hicieron exactamente lo mismo que los
Barnabitas que en su San Carlo ai Catinari utilizaron la imagen de Carlo
Borromeo para mostrar sus afiliaciones espirituales.
En
1614 el corazón del santo fue traído triunfalmente a la iglesia de Santi Carlo
y Ambrogio al Corso. Esto intensificó el culto
alrededor del gran cardenal milanés, que ahora se centró en su caridad
misericordiosa y secular. El gesto del santo en el retablo de Borgianni es una
referencia consciente a este nuevo culto modernizado. Los objetivos propagandísticos de la orden y el
deseo de un reconocimiento público de su particular forma de espiritualidad
determinan así la apariencia de la pintura de Borgianni.
San Carlos
Borromeo, Mariano Salvador Maella 1786. Museo: Banco de España.
El Banco de San Carlos -actual Banco de España-
había sido fundado recientemente por Francisco Cabarrús con el apoyo de Carlos
III. Además de ser una institución financiera, deseaba contar con una
importante colección artística de los pintores más destacables de su tiempo.
Maella será el encargado de ejecutar el lienzo dedicado al santo patrón,
escogiendo uno de los episodios más importantes de la vida de San Carlos
Borromeo, una de las figuras más trascendentales de la Contrarreforma. Durante
la epidemia de peste que asoló Milán en 1576 San Carlos prestó consuelo y
suministró alimentos a enfermos y desvalidos. Maella presenta al santo en el
centro de la composición, rodeada su cabeza de la aureola celestial, acompañado
de sacerdotes y sacristanes que portan el palio. Los pobres se arrodillan a su
paso para recibir la Sagrada Forma, destacando el magnífico grupo de la madre
amamantando a su hijo mientras una dama le suministra una escudilla de caldo.
Las figuras son monumentales, de evidente influencia escultórica, recordando la
impronta neoclásica de Mengs, de la misma manera que los paños y las
arquitecturas. Sin embargo, las iluminaciones y la composición recuerdan al
Barroco Italiano, poniéndose de manifiesto el crisol que forma la pintura de
Maella, no exenta de gran belleza y sentimiento. Por esta obra cobró 7.140
reales, buen sueldo para uno de los mejores pintores de su momento en Madrid.
San
Carlos Borromeo dando la comunión a las víctimas de la peste, Tanzio da Varallo 1616 (Domodossola, Italia).
San
Carlos Borromeo adorando a Cristo muerto, Giovanni
Battista Crespi il Cerano 1600.
Museo del Prado.
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