Espacio, Iglesia y Sociedad en las
Tierras de Segovia durante los siglos XI y XII
El contexto histórico
La alta edad media (711-1076)
La llegada de los musulmanes a la península el
año 711 supuso para el territorio Segovia no el inicio de una nueva etapa que
rompió definitivamente con las tradiciones sociales y eco nómicas heredadas de y romanos. Tras la desintegración del estado visigodo, Segovia quedó
incluida en una extensa tierra de nadie situada al margen de la autoridad de
los nuevos poderes que se disputaban el control de la península. Ya en la
centuria siguiente es posible sin embargo que el norte de la provincia quedase
sometido a un cierto control militar por parte del califato de Córdoba. Esta
era la situación cuando en torno al año 900 la monarquía leonesa, firmemente
asentada al norte del Duero, comenzó a rebasar la frontera natural situada
sobre el citado curso fluvial. En el territorio correspondiente a Segovia estos
avances fueron llevados a cabo por el conde de Castilla, Fernán González, y por
el de Monzón, Asur Fernán dez. Las noticias más tempranas de la intervención
del conde castellano en el ámbito Segovia no han de ser consideradas con cierta
precaución pues están incluidas en un documento falso de 912 y en dos dudosos
de 931 y 937 que recogen dos supuestas donaciones realizadas por Fernán
González al monasterio burgalés de San Pedro de Arlanza, las de los prioratos
de Santa María de Cárdaba, junto a Sacramenia, y de Casuar, en Montejo de la
Vega de la Serrezuela.
Los avances cristianos al sur del Duero
provocaron una lógica inquietud en el califa de Córdoba, que organizó una serie
de campañas militares encaminadas a lograr el desalojo de los cristianos de sus
posiciones avanzadas. En la crónica de la campaña de Abd al-Rahman III
correspondiente al año 939, cuyo objetivo principal era Simancas, se incluyen
diversas noticias referentes a fortalezas segovianas. La primera de ellas sería
Mdmh, localidad que Ruiz Asencio ha identificado no sin reparos con
Coca, y que fue atacada de camino a Simancas.
Cuando el califa retornaba hacia territorio
cordobés remontando el curso del río Duero recibió una solicitud de las gentes
de Guadalajara que le acompañaban para que ordenara una acción de castigo
contra las fortalezas que jalonaban el río Riaza, desde las que recibían
continuos ataques. De este modo, según recoge una crónica musulmana, Ayllón,
Maderuelo y Montejo fueron atacadas por el ejército califal que no dejó allí “castillo
que no destruyese, aldea que no arrasase, ni medio de vida que no acabase”.
Tras la batalla de Simancas se produjo un sensible descenso de la actividad
militar califal en la zona, que se prolongó durante cuatro décadas y permitió a
los cristianos consolidar los asentamientos allí establecidos. El territorio
segoviano se articuló entonces en dos zonas integradas respectivamente en los
distritos condales de Castilla y de Monzón. La zona castellana quedó organizada
en torno a Sepúlveda, localidad poblada por el conde Fernán González el año 940
y que se convirtió en la posición más avanzada frente a los musulmanes. La
demarcación dependiente de Asur Fernández se extendía por su parte a lo largo
del curso bajo del Duratón, entre la localidad vallisoletana de Peñafiel y la
segoviana de Sacramenia, pues su progresión hacia la sierra por el mencionado
río se encontraba cortada por el enclave sepulvedano. Un documento del año 943
nos informa de que el conde de Monzón donó al monasterio burgalés de San Pedro
de Cardeña una fuente situada entre los ríos Riaza y Duratón conocida como Aderata
y que se corresponde con la actual localidad de Torreadrada.
Las campañas militares llevadas a cabo por
Almanzor en el último cuarto del siglo X supusieron un brusco y definitivo
final para los asentamientos que se habían establecido en Segovia por
iniciativa condal. Las tropas califales atacaron Cuéllar en 977, Sepúlveda en
979, Sacra menia en 983, y de nuevo Sepúlveda en 984, provocando el abandono de
todos los enclaves que organizaban política y administrativamente el territorio
segoviano. La población cristiana de esta zona fronteriza fue sustituida por
guarniciones musulmanas situadas por Almanzor en las fortalezas ocupadas.
Zamora Canellada ha relacionado precisamente cierto tipo de mampostería
encintada existente en Ayllón, Fuentidueña y Sepúlveda con el sistema defensivo
creado por el caudillo amirí para controlar los accesos orientales a la sierra
de Guadarrama. El fallecimiento de Almanzor en 1002 y la prematura muerte de su
hijo y sucesor abrieron una crisis en Córdoba que fue aprovechada por el conde
castellano Sancho García para obtener el año 1011 la devolución de toda una
serie de fortalezas situadas sobre el Duero. Una crónica tardía, la del
arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, incluye entre las plazas recuperadas por don
San cho las de Sepúlveda, Montejo y Maderuelo.
El dominio cristiano de la cuenca del Duero,
consolidado tras la desmembración del califato de Córdoba en 1031 y la unión,
la primera de ellas, de Castilla y de León en una sola corona en 1037, no se
tradujo sin embargo en una inmediata repoblación de la zona. Por lo que
respecta al territorio segoviano habrá que esperar hasta la segunda mitad de la
centuria para encontrar alguna noticia positiva al respecto. Esta consiste en
una inscripción que informa de ciertas obras efectuadas el año 1063 en la muralla
de Sepúlveda y que ofrece, indirectamente, la prueba de la existencia en esa
fecha de una población estable y organizada en la villa.
La época del románico (1076-1252)
La figura de Alfonso VI tiene una significación
muy especial para Segovia pues fue este monarca quien integró, plena y
definitivamente, este territorio en el espacio político castellano. Este hecho
puso fin a más de tres siglos de indefinición y desorganización administrativa.
Las formas institucionales implantadas en este momento mantuvieron una
constante evolución durante toda la edad media pero ya no sufrieron quiebra ni
interrupción alguna. Resulta indudable que una de las actuaciones más
destacadas de Alfonso VI en estas tierras fue la confirmación a Sepúlveda de su
fuero en 1076. Esta normativa foral tuvo una enorme repercusión en el ámbito de
la Extremadura castellana y supuso el primer paso en la constitución de un
nuevo modelo de organización política y administrativa, el concejil. Por lo que
se refiere al ámbito estrictamente local, el monarca convirtió a Sepúlveda en
la cabeza política, militar y eclesiástica del territorio, adjudicándola el
dominio sobre un espacio, el segoviano, que dista ba todavía de encontrarse
bajo el control de la monarquía castellana. El desplazamiento de la frontera
con los musulmanes hasta el río Tajo tras la conquista de Toledo en 1085 motivó
que en Segovia no se viviera ningún episodio bélico de importancia en estos agitados
años. A pesar de los serios reveses que supusieron para don Alfonso las
derrotas de Sagrajas en 1086 y de Uclés en 1108, el monarca logró mantener la
posesión de Toledo y de la mayor parte de sus adquisiciones territoriales. De
hecho, y a pesar de que la presencia musulmana supuso durante mucho tiempo una
grave y constante amenaza, desde este reinado ningún ejército musulmán volvió a
transitar por territorio segoviano.
Tras el fallecimiento de Alfonso VI en 1109 se
inició una etapa de inestabilidad en el reino que no finalizó hasta el acceso
al trono de su nieto Alfonso VII. Por lo que respecta a Segovia, en estos años
la posesión del territorio fue objeto de violentas disputas entre castellanos y
aragoneses. En octubre de 1111 Alfonso I de Aragón, en coalición con Enrique de
Portugal, derrotó a la reina Urraca en Candespina, en territorio sepulvedano.
Poco tiempo después, en abril de 1114, los segovianos mataron a Alvar Háñez, un
estrecho colaborador de la reina Urraca, y entregaron la posesión de la ciudad
a Alfonso I. En el verano de 1118 Segovia se levantó de nuevo contra la reina
Urraca cuando ésta se encontraba en la propia ciudad. Todo indica que la
influencia del monarca aragonés sobre la estratégica ciudad de Segovia se
mantuvo al menos hasta finales de 1122. El pacto firmado en Támara en 1127 por
Alfonso VII de Castilla y Alfonso I de Aragón estableció las áreas de
influencia de ambos reinos y supuso para los territorios segovianos el fin de
la intervención aragonesa.
La superación de esta conflictiva etapa
desplazó definitivamente a Segovia de la posición de vanguardia que había
ocupado en el reino desde las repoblaciones condales del siglo X. La frontera
con los reinos musulmanes se situaba ahora mucho más al sur y la
responsabilidad de liderar el esfuerzo militar había pasado a otras manos.
Quedaban por tanto atrás los tiempos de la lucha por la mera supervivencia y se
iniciaba ahora un período en el que se imponía la construcción de una nueva
realidad desde la estabilidad, siempre relativa, de la que se gozaba. En todo
caso, los segovianos siguieron interviniendo activamente en los asuntos del
reino. En el ámbito político cabe mencionar, por ejemplo, su presencia en 1187
en la curia celebrada por Alfonso VIII en San Esteban de Gormaz donde se
ratificó el tratado matrimonial establecido entre la infanta Berenguela y
Conrado, hijo del emperador Federico I. Más relevante todavía fue la constante
participación segoviana en los contingentes militares convocados para luchar contra
los musulmanes. Entre otras muchas campañas, las milicias concejiles segovianas
participaron en 1143 en la organizada por el alcaide toledano Munio Alfonso
contra el valle del Guadalquivir, mientras que en 1225 segovianos, sepulvedanos
y cuellaranos tomaron parte en la ofensiva lanzada por el rey Fernando contra
Jaén y Granada. Las actuaciones de los distintos monarcas son también numerosas
en Segovia en esta época, pero están realizadas desde la serenidad, sin las
urgencias marcadas por las necesidades de los tiempos pasados. De este modo,
las intervenciones regias se produjeron en ámbitos cada vez más concretos, lo
que mues tra con claridad la existencia de una sociedad bien articulada que
sólo demandaba soluciones específicas a las dificultades puntuales a las que se
enfrentaba.
El reinado de Fernando III (1217-1252), que
cierra el período aquí analizado, aportó novedades de importancia. Una de ellas
fue la definitiva unión de Castilla y de León en la persona del propio Fernando
tras el fallecimiento de su padre Alfonso IX de León en 1230, lo que puso fin a
varios siglos de tensiones internas y convirtió al reino en el más influyente
de la península. Otra circunstancia destacable es la notable ampliación de los
límites del reino tras las con quistas sucesivas de Córdoba en 1236, Jaén en
1246 y Sevilla en 1248. La intervención de los concejos segovianos en estas
campañas y su posterior participación en la ocupación de la campiña andaluza
tiene una intensa significación, pues se trata de la primera ocasión en la que
un porcentaje significativo de la población segoviana partió hacia otras
tierras en busca de nuevas oportunidades. En poco más de dos siglos Segovia
había pasado de necesitar constantes apoyos humanos para consolidar su
situación a encontrarse en disposición de aportar pobladores a la colonización
de otros espacios. La finalización de las grandes campañas contra los
musulmanes también tuvo importantes consecuencias para los que permanecieron en
tierras segovianas. Desde este momento se dejaron de emplear buena parte de los
esfuerzos colectivos en la mencionada empresa bélica y la sociedad en su
conjunto pudo dirigir sus intereses y su actividad hacia el entorno más
inmediato.
La articulación del territorio
La evolución del poblamiento
La evolución del poblamiento en el espacio
segoviano durante la época medieval ha de ser abordada conjuntamente desde la
historia, la arqueología y la lingüística. La lectura de los testimonios
documentales, la interpretación de los restos arqueológicos y el análisis de
topónimos y antropónimos resultan esenciales a la hora de intentar establecer
la secuencia de ocupación del territorio. En Segovia esta evolución fue
sistematizada por Barrios García en cuatro fases: “una fuerte inflexión
demográfica durante el período considerado convencionalmente como altomedieval,
una intensa colonización agraria, junto con la rápida repoblación del
territorio, inmediatamente después de su definitiva conquista cristiana,
seguidas de un plurisecular pro ceso de aumento del número de núcleos habitados
y de crecimiento de la población, para ter minar en los últimos siglos
medievales con importantes cambios demográficos, la aparición de despoblados y
la creación de nuevas aldeas”.
Las prospecciones arqueológicas llevadas a cabo
por Zamora Canellada han puesto de manifiesto que en la provincia de Segovia
puede apreciarse una despoblación que “comienza ya con las fases finales del
celtiberismo, es decir, mucho antes del Islam”. De este modo, la presión
ejercida desde el año 711 sobre este territorio por los musulmanes vino a
ahondar una crisis demográfica que se arrastraba desde época romana. Para
Villar García la ruptura en el poblamiento se produjo a mediados del siglo VIII
por la confluencia de tres factores: las expediciones de Alfonso I (739-757),
que según la crónica de Alfonso III alcanzó Sepúlveda y Segovia el año 746, y
que tendrían como consecuencia el desplazamiento de buena parte de la población
local hacia la cornisa cantábrica; las revueltas beréberes, que a la postre
supusieron el fin de los asentamientos establecidos por los miembros de esta
etnia norteafricana; y la hambruna producida en estos años por una sucesión de
malas cosechas. A partir de estos momentos se inició una larga etapa, de más de
tres siglos, caracterizada por la discontinuidad en el poblamiento a causa de
los enfrentamientos bélicos entre cristianos y musulmanes. De cual quier modo
es necesario señalar que la nueva situación no se tradujo en ningún caso en un
vaciamiento poblacional. La muralla de Sepúlveda, por ejemplo, presenta algunas
zonas zarpa das que fueron realizadas por iniciativa califal a fines del siglo
IX o comienzos del X, siendo “lo más antiguo, entre lo fechado con cierta
seguridad, de lo construido en la Edad Media en la provincia de Segovia”;
del mismo modo, la arqueología ha demostrado la existencia de numerosos
asentamientos datados entre fines del siglo X e inicios del XI en la vera de la
sierra y a lo largo de los cursos fluviales que nacen de la misma.
El rey Alfonso VI inició una política de
poblamiento organizado del espacio segoviano que culminó posteriormente con la
articulación administrativa de todo el territorio. La fase inicial de esta
política, iniciada en Sepúlveda en 1076, puede darse por finalizada una década
después, con la repoblación de la ciudad de Segovia en 1088. La documentación,
en una secuencia necesariamente incompleta, muestra durante estos años el
surgimiento progresivo de una serie de enclaves repartidos por todo el
territorio. Resulta interesante comprobar además que buena parte de estas
poblaciones ocuparon localizaciones bien conocidas desde el neolítico que
facilitaban la adecuada defensa del asentamiento, contaban en su entorno con
recursos suficientes para garantizar el mantenimiento de sus pobladores y se
situaban cerca de las vías naturales de comunicación. Todos estos asentamientos
se articularon en torno a tres centros de influencia, Sepúlveda, el más
importante, situado en el noreste de la provincia, Cuéllar en el noroeste y
Segovia en el sur. Esta repoblación de fines del siglo XI fue dirigida por el
monarca y ejecuta da por diferentes delegados regios, entre los que se pueden
citar a su yerno Raimundo de Borgoña en Segovia, a los condes Pedro Ansúrez en
Cuéllar y Martín Alfonso en Íscar, o al merino Petro Iohanne en Sepúlveda. En
Segovia el predominio del realengo fue una circunstancia que no se vio
modificada hasta la ofensiva señorial de fines de la edad media, por lo que en
este territorio resulta destacable la ausencia de señoríos laicos o
eclesiásticos de entidad, de gran des dominios monásticos o de jurisdicciones
dependientes de órdenes militares.
Desde el año 1120, tras la restauración de la
diócesis, la ciudad de Segovia fue sustituyendo progresivamente a Sepúlveda
como centro político del territorio.
Esta circunstancia relegó a una posición
secundaria a las poblaciones situadas en el norte de la provincia, que habían
gozado de una indiscutible hegemonía durante los siglos X y XI. A lo largo del
siglo XII los concejos relevaron a la monarquía en la tarea de poblar los
alfoces que habían recibido. Otras jurisdicciones participaron también, aunque
de un modo más modesto, en las tareas de conformación del espacio, destacando a
este respecto la labor realizada por los obispos de Segovia. Algunos señores
laicos promovieron también la creación de aldeas, pero a lo largo de la
centuria estos pequeños enclaves señoriales terminaron integrados en los
diferentes alfoces concejiles.
A mediados del siglo XIII el poblamiento del
territorio segoviano se había completado y presentaba una estructura que no
sufrió modificaciones de importancia hasta las crisis demo gráficas del siglo
XIV. En 1247 la diócesis contaba con quinientas veinticuatro parroquias
diseminadas por todo su territorio. Un somero vistazo al elenco de poblaciones
existentes en este momento muestra el gran dinamismo que había tenido la
actividad pobladora. Algunos topónimos citados en la centuria anterior
desaparecen sin dejar rastro, mientras que otros muchos aparecen mencionados
ahora por primera vez.
El realengo: las comunidades de villa y
tierra
Sepúlveda, cuyo fuero como se ha visto fue
confirmado por Alfonso VI en 1076, supuso un primer ensayo en el modelo
político y administrativo de organización territorial que con el tiempo se
impuso en la Extremadura castellana. Este modelo, que rompía con la tradición
existente en los territorios situados al norte del Duero, es el de la comunidad
de villa y tierra, denominación acuñada en el siglo XIX y que en la época se
conocía como conceio de villa e aldeas o conceio de villa e tierra. Las
comunidades de villa y tierra estaban integradas por dos elementos. El primero
de ellos era la villa, o la ciudad en su caso, que ejercía la titularidad sobre
el territorio que había recibido. Desde la villa se dirigía el poblamiento y la
defensa de la demarcación y se supervisaba la explotación de los recursos
naturales. El segundo elemento constituyente de la comunidad eran las aldeas.
Estas se establecían en el alfoz perteneciente a la villa y estaban
subordinadas jurídicamente a ésta. Por “tierra” se entendía a las aldeas
en su conjunto.
En Segovia el proceso de conformación de las
distintas comunidades de villa y tierra se prolongó más de un siglo. Su etapa
inicial se vivió con Alfonso VI, quien, como se ha visto, convirtió a Sepúlveda
en el centro político del espacio segoviano, dotándole de un extenso territorio
que ocupaba el tercio oriental de la provincia. Tanto es así que este primitivo
alfoz incluía, además de la futura comunidad de Sepúlveda, las de Pedraza,
Maderuelo, Fresno de Cantespino y parte de la de Ayllón. Un documento del año
1123 que recoge los límites de la diócesis de Segovia y cita quince poblaciones
pertenecientes a ésta nos muestra que aunque en ese momento el territorio
segoviano contaba con una articulación razonablemente consolida da, carecía
todavía de una estructura completamente definida. Siete de los lugares citados
(Coca, Cuéllar, Fresno de Cantespino, Íscar, Maderuelo, Pedraza y Sepúlveda)
terminaron siendo villas cabeceras de sus respectivas comunidades. También se
mencionan Peñafiel y Portillo, villas cuyos territorios se adscribirían
finalmente a la diócesis de Palencia. Las seis localidades restantes quedarían
como simples aldeas: Alquité, de la comunidad de Ayllón; Castrillo de Duero, de
la ya mencionada de Peñafiel; y Cuevas de Provanco, Membibre de la Hoz, Sacra
menia y San Miguel de Bernuy, de la de Fuentidueña. Estas últimas constituyen
el caso más llamativo, pues el documento citado no recoge junto a ellas a
Fuentidueña, localidad que terminaría dando nombre a la comunidad en la que se
integraron.
Durante el reinado de Alfonso VII se
transformó, en palabras de Martínez Llorente, “la inicial y muy peculiar
estructura territorial y administrativa en alfoces, dentro de la Extremadura,
por la más operativa y beneficiosa organización en Comunidades de Villa y
Tierra en las que el Concilium, antaño cabecera de un distrito, pasará a ser
dueño, administrador y representante último del monarca en la antigua
demarcación militar”. De este modo, en Segovia se consolidaron diez
comunidades, que eran las que integraban la diócesis segoviana: Coca, Cuéllar,
Fresno de Cantespino, Fuentidueña, Íscar, Maderuelo, Montejo, Pedraza, Segovia
y Sepúlveda. La definitiva organización del territorio no obedeció en realidad
a ningún proyecto establecido previamente, sino que fue el resultado final de
un proceso que contó con importantes dosis de azar y de espontaneidad. Tampoco
fue ésta una evolución en la que la violencia jugara un papel destacado pues no
existen indicios de que los lógicos roces producidos entre los concejos limítrofes
a lo largo de su proceso de conformación derivasen en enfrentamientos de
importancia entre ellos.
Dado que la evolución de las comunidades de
villa y tierra no fue uniforme, se hace necesario señalar dos circunstancias
particulares. La primera es que los concejos de Segovia y Sepúlveda superaron
la barrera natural que suponía la sierra de Guadarrama y extendieron su
jurisdicción al sur de la misma. Sepúlveda obtuvo una modesta porción
territorial repartida actualmente entre las provincias de Guadalajara y Madrid,
mientras que Segovia multiplicó por tres su territorio, extendiendo su
jurisdicción a poblaciones situadas en las actuales provincias de Madrid y
Toledo. Con este avance hacia el sur la comunidad segoviana se convirtió, en su
momento de máxima expansión, en la segunda más extensa de toda la Extremadura
castellana, tan solo por detrás de la de Ávila. La segunda circunstancia
destacable es que en realidad Fuentidueña no logró su definitiva consolidación
institucional hasta finales del siglo XII. Aunque, como se ha visto, en su
territorio se asentaban una serie de poblaciones conocidas desde comienzos de
la centuria, la comunidad no aparece definida como tal y con Fuentidueña a su
cabeza hasta mucho más tarde. Su ubicación entre Sepúlveda y Cuéllar, las dos
grandes comunidades del norte segoviano, y la posible presión ejercida por
ambos concejos sobre ese territorio, aparecen como algunas de las causas que
pudieron motivar la tardía configuración de Fuentidueña.
El proceso de conformación de las comunidades
de villa y tierra finalizó durante el reinado de Alfonso VIII cuando, una vez
establecidas las bases jurídicas y administrativas, se procedió a la
delimitación de los diferentes territorios y a la fijación de las condiciones
de uso de aquellos recursos naturales de aprovechamiento común como ríos,
bosques o pastos. Así, Segovia vio confirmados por Alfonso VIII sus límites con
Ávila en 1184 y deslindó los mismos con Coca en 1258. Sepúlveda, por su parte,
firmó con Fresno de Cantespino un acuerdo para el uso común de pastos y
bosques, ratificado por Alfonso VIII en 1207, y realizó otro compromiso similar
con Riaza en 1258. Por lo que respecta a Cuéllar, estableció sus límites con
Murviedro, granja del monasterio vallisoletano de Santa María de Valbuena, en
1193; con la comunidad de Peñafiel en 1207; con Aguilafuente, lugar
perteneciente entonces a los obispos segovianos, en 1210; y con la comunidad de
Portillo en 1258. Las delimitaciones territoriales efectuadas en esta época ter
minaron de conformar definitivamente el espacio segoviano, consolidando una
estructura que no sufrió modificaciones de importancia durante el resto de la
edad media.
La jerarquización que se estableció entre las
diferentes comunidades segovianas de villa y tierra puede apreciarse con sólo
observar la extensión territorial alcanzada por cada una de ellas. La más
amplia era la de Segovia (6.607,04 km2, de los cuales 2.661,53 km2 estaban al
norte de la sierra). Tras ella se encontraban las comunidades de Sepúlveda
(1.334,10 km2, de los que 1.068,37 km2 se encontraban al norte de la sierra) y
de Cuéllar (1.203,81 km2). En últi mo lugar se situaban otras siete comunidades
cuya extensión no superaba en ningún caso los quinientos kilómetros cuadrados:
Fuentidueña (458,46 km2), Pedraza (399,74 km2), Coca (291,21 km2), Maderuelo
(248,51 km2), Montejo (198,18 km2), Íscar (167,01 km2) y Fresno de Cantespino
(114,34 km2).
Para completar la evolución administrativa y
territorial de todas estas comunidades creo de interés recoger brevemente los
efectos que tuvo en Segovia la reforma promovida en 1833 por el ministro de
fomento Javier de Burgos por la cual se creó la actual provincia de Segovia.
Aunque ésta es una cuestión que supera el límite cronológico establecido en el
presente estudio, permite interpretar mejor la relación existente entre las
antiguas comunidades de villa y tierra y la actual provincia.
En el caso de Segovia, la nueva demarcación
provincial recibió un territorio que coincidía en gran medida con el que tenía
la propia diócesis segoviana desde el siglo XII. La reforma res petó, por
tanto, la personalidad de un territorio cuyos habitantes compartían una
tradición histórica y cultural común de siete siglos. De este modo, la
provincia de Segovia fue conformada en primer lugar con los territorios
completos de las comunidades de Coca, Fresno de Cantespino, Fuentidueña,
Maderuelo, Pedraza y Sepúlveda. En segundo lugar recibió la mayor parte de las
comunidades de Cuéllar, Íscar, Montejo y Segovia. Por último se le adjudicaron
veinte pueblos pertenecientes a la comunidad de Ayllón, incluyendo la villa,
nueve aldeas de la de Arévalo y dos más de la de Aza. Estos cambios
administrativos provocaron en las localidades afectadas un desajuste entre
jurisdicciones, pues sus habitantes pasaron a depender en lo civil del gobierno
de la provincia correspondiente mientras en lo eclesiástico seguían liga dos al
obispado de procedencia. Esta doble adscripción quedó resuelta un siglo después
cuan do, a raíz del concordato firmado entre España y la Santa Sede en 1953, se
adecuó el límite de las diócesis al de las provincias para que coincidieran
ambas jurisdicciones.
El ejercicio del poder en el seno de las
comunidades segovianas de villa y tierra tuvo una evolución muy dinámica entre
fines del siglo XI y mediados del XIII. Durante las primeras décadas de
existencia de los concejos, la máxima autoridad en los mismos fue ejercida por
un dele gado regio con amplias capacidades políticas y militares que, entre
otras titulaciones, tomaba la de “señor”. Aunque por lo general estos
delegados se encargaban de una sola jurisdicción, en ocasiones los ámbitos de
actuación se acumulaban, como por ejemplo en 1122 cuando encontramos al senior
Enneco Simeonis, dominas Secobie et Septempublice et toti Stremature. La
autoridad ejercida sobre las tierras segovianas tanto por los tenentes
extremaduranos como por los señores de las villas no fue un obstáculo para que
desde fechas muy tempranas los pobladores de las mismas asumieran determinadas
competencias con la aprobación expresa de la monarquía. A este respecto, el
fuero de Sepúlveda de 1076 es el primero que facultó a una población situada al
sur del Duero para elegir algunos de los cargos concejiles. La consolidación de
la nueva frontera con los musulmanes, que desplazó al sur la zona de fricción,
y la finalización de la lucha con Aragón fueron restando influencia a estos
delegados regios, que vieron también mermadas sus capacidades administrativas a
causa del fortalecimiento institucional de los concejos. De este modo, los
señores fueron desapareciendo de las villas segovianas desde mediados del siglo
XII, aunque en Fresno de Cantespino, por ejemplo, resulta posible encontrar
todavía en 1177 a Minaya el Boardo ejerciendo esta función en nombre de Alfonso
VIII.
Un caso bien conocido en lo que a su evolución
política se refiere es el del concejo de Segovia. En esta ciudad el primer
delegado regio del que se tiene noticia es el ya citado Iñigo Jiménez en 1122 y
el último que aparece mencionado en la documentación es el conde Almanrico en
1148. Los segovianos, por su parte, contaron desde muy pronto con una
importante capacidad de autogobierno. Un documento sin fechar, posterior en
cualquier caso a 1120, recoge una donación realizada al obispo segoviano Pedro
de Agen por el universum, tam maiorum quam minorum, totius Segovie conçilium.
Resulta interesante comprobar la temprana existencia de un grupo dirigente, los
mayores, situado a la cabeza del resto de la población, los menores, que a
pesar de su posición subordinada participaban activamente en la vida pública.
La progresiva consolidación institucional del concejo se puede observar con la
aparición por primera vez en 1139 de dos oficiales del mismo, un juez y dos
sayones. A fines del siglo XII comenzaron a distinguirse de entre el grupo de
los caballeros algunos personajes que gracias sobre todo a su actividad militar
en favor de la monarquía comenzaron a acumular honores y privilegios. El caso
mejor conocido es el de Gutierre Miguel. Este caballero, fallecido hacia 1195,
basaba su for tuna personal en la posesión de ganado y de tierras, algunas de
las cuales le habían sido entregadas por el rey Alfonso VIII en agradecimiento
por sus servicios. Su influencia personal, y la del grupo familiar que
encabezaba, se extendía también al ámbito eclesiástico como lo demuestra el
hecho de que la sede episcopal segoviana fuera ocupada casi sucesivamente por
su hermano Gonzalo (1173-1192) y por su hijo, llamado igualmente Gonzalo
(1195-1211).
A mediados del siglo XIII las diferencias
existentes en el seno de la sociedad segoviana se habían acentuado
notablemente. Durante el reinado de Fernando III los caballeros vieron con
firmados buena parte de sus privilegios y se convirtieron en los principales
interlocutores entre el concejo y el monarca. Paralelamente, el resto de la
población vio como se limitaba su participación en la vida pública. En efecto,
en 1250 el rey Fernando prohibió a los menestrales reunirse en confradías que
no tuvieran otras motivaciones que las piadosas. La naturaleza última de estas
asociaciones, que unían en todo caso lo religioso con lo social y lo
profesional, no resulta bien conocida aunque parece claro que eran utilizadas
por los pecheros para hacer sentir su presencia, contrarrestando así en cierta
medida su progresiva exclusión del gobierno y de la actividad política del
concejo. Por último, también cabe indicar que en estos momentos la ciudad de
Segovia constituía ya un ámbito muy diferenciado del de las aldeas de su tierra.
Los pueblos, además, se habían agrupado en sexmos, una institución
esencialmente administrativa a través de la cual los aldeanos comenzaron a
encauzar sus reivindicaciones políticas y económicas.
Las presencias señoriales
Entre los siglos XI y XIII los señoríos
tuvieron una implantación muy discreta en el conjunto del territorio segoviano.
La única jurisdicción señorial de cierta importancia fue la de los obispos de
la diócesis, junto a la que se situaban las pertenecientes a la catedral, a
algunos monasterios y a diversos señores laicos.
Por lo que se refiere a la presencia de órdenes
milita res, se puede recoger aquí el asentamiento en la ciudad de Segovia de
tres de ellas, la del Santo Sepulcro, establecida probablemente por iniciativa
de Alfonso I de Aragón, la de Calatrava, asentada en época de Alfonso VIII, y
la de Santiago, pero no existe constancia de que ejercieran dominio señorial
alguno. En 1128 la orden del Santo Sepulcro recibió de Honorio III la
confirmación de todas sus posesiones, entre las que se encontraba in
episcopatu Secoviano, ecclesiam Sancti Sepulcri. La iglesia a la que se
refiere el documento pontificio no es otra que la conocida desde el siglo XIV
como la Vera Cruz, en Segovia. Otro documento de 1199 de similar naturaleza al
ya citado, pero dirigido esta vez por Inocencio III a la orden de Calatrava,
confirmaba a ésta la posesión de domos de Segobia cum tendis, vineis et
aliis pertinentibus suis. Por último, se sabe que hacia 1287 la orden de
Santiago poseía también una casa en la parroquia de San Sebastián de Segovia.
Los señoríos laicos existentes en esta época
tuvieron su origen en la repoblación iniciada a fines del siglo XI. A lo largo
de la centuria siguiente estos enclaves señoriales fueron despoblándose y
desapareciendo a consecuencia de la pérdida de influencia política y social de
sus poseedores y debido a la presión ejercida por los pujantes concejos que los
circundaban. Dos ejemplos son suficientes para ilustrar este proceso. El año
1183 Gutierre Pérez de Reinoso entregó a Alfonso VIII las aldeas de Adrados, Hontalbilla,
Olombrada y Perosillo a cambio del lugar de Soto. Al año siguiente el monarca
vendió las cuatro aldeas mencionadas al concejo de Cuéllar por dos mil áureos.
Como se puede apreciar, en este momento la monarquía no tenía ningún interés en
apoyar la presencia señorial en Segovia y sí en cambio en fortalecer a los con
cejos asentados en la zona, de los que obtenía importantes recursos fiscales y
militares. El otro caso al que se ha aludido es el de Collado Hermoso, que fue
entregado en 1139 por el obispo Pedro de Agen a Munio Vela para que la
pobles a for de pobledor de Secovea. Esta puebla señorial no consiguió
consolidarse, pues con el tiempo Collado Hermoso terminó integrándose en la
comunidad de Pedraza como una aldea más.
Como ya se ha indicado, el señorío más
importante de los asentados en Segovia era el perteneciente a los obispos de la
diócesis. Este disperso señorío episcopal tenía una extensión al norte de la
sierra de Guadarrama de 225,64 km2, mayor que la que correspondía respectiva
mente a las comunidades de Fresno de Cantespino, Íscar o Montejo. El origen de
esta jurisdicción se remonta a la misma restauración del obispado, cuando el
concejo segoviano donó al obispo Pedro de Agen una extensa heredad situada en el
límite de su territorio con los de Cuéllar, Sepúlveda y Pedraza, en torno al
curso medio y alto del río Pirón. La consolidación de esta entidad señorial se
produjo durante el reinado de Alfonso VII (1126-1157) gracias a las numerosas
donaciones realizadas a los prelados segovianos por este monarca. Hasta bien
entrado el siglo XIII este disperso señorío no logró una conformación
definitiva, tras haber tenido una evolución muy dinámica en su primer siglo de
existencia. De este modo, en 1247 se puede constatar que los prelados habían
perdido la jurisdicción sobre numerosas poblaciones que en un momento u otro
habían estado integradas en su señorío. Algunos lugares como Alcazarén,
Calatalifa, el castillo de Cerveira, Fresno de Cantespino e Illescas habían
vuelto al realengo; otras poblaciones como Aguilafuente, Collado Hermoso o
Sotosalbos fueron cedidas a otras jurisdicciones señoriales; y por último,
asentamientos como Fregacedos, Morcheles, Receixada o San Pedro de Revenga,
fueron abandonados por causas desconocidas.
El citado año de 1247 el señorío de los obispos
tenía ya la estructura que mantendría durante el resto del medievo. En la
actual provincia de Segovia se situaban sus posesiones de Caballar,
Fuentepelayo, Laguna de Contreras, Navares de las Cuevas, Riaza y Turégano. A
estas localidades se uniría más tarde la de Veganzones, surgida probablemente a
partir del territorio de Turégano y cuya primera noticia se encuentra en 1353.
En Valladolid se encontraban Luguillas y Mojados, y ya al sur de la sierra, en
Madrid, Belmonte de Tajo y Mejorada del Campo, y en Toledo los lugares de
Bohadilla y Gerindote. Como se puede apreciar, la dispersión de este señorío
era muy grande pues se extendía por las actuales provincias de Valladolid,
Segovia, Madrid y Toledo. Esta circunstancia quedaba compensada en cierto modo
por el hecho de que su núcleo territorial se encontraba agrupado cerca de la
sede episcopal en torno a Turégano, el centro político y administrativo de todo
el señorío, donde los prelados contaban con un castillo desde el siglo XII.
El segundo señorío eclesiástico en importancia
era el perteneciente a la catedral de Segovia. Esta entidad señorial se creó a
partir de la de los prelados segovianos, cuando en 1215 el obispo Giraldo
entregó al cabildo catedralicio el lugar de Aguilafuente para dotar la
celebración de varias misas y otros oficios por las almas del rey Alfonso VIII
y de su esposa la reina Leonor. Dos años más tarde, en 1217, la catedral
solicitaba a Honorio III la confirmación de la mencionada donación. Poco
después, el año 1220, el cabildo aparece ejerciendo también el señorío sobre
Sotosalbos y Pelayos del Arroyo, sin que se conozca el modo en el que accedió
al dominio jurisdiccional de ambos lugares, uno de los cuales, Sotosalbos,
había pertenecido anteriormente al señorío episcopal. De este modo, a comienzos
del siglo XIII el cabildo catedralicio segoviano conformó un señorío integrado
por tres lugares, Aguilafuente, Pelayos del Arroyo y Sotosalbos, cuya extensión
total era de 95,88 km2. Esta demarcación señorial se mantuvo bajo jurisdicción
eclesiástica hasta el año 1536 en que fue vendida por la catedral al duque de
Béjar, Pedro de Zúñiga.
El señorío eclesiástico se completaba en
Segovia con las jurisdicciones pertenecientes a diversos monasterios. El año
1076, poco antes de confirmar su fuero a Sepúlveda, Alfonso VI donó al
monasterio burgalés de Santo Domingo de Silos el lugar conocido como San
Frutos. Medio siglo después, en 1126, su nieto Alfonso VII daba facultad al
abad de Silos y al prior de San Frutos para establecer colonos en el entorno
del priorato y poblar la aldea de Ceca conforme a los fueros de Silos y
Sahagún. El año 1133 el obispo segoviano Pedro de Agen entregó al recién creado
monasterio de Santa María de la Sierra la tercera parte del extenso territorio
que había recibido del concejo de Segovia. Se trataba en este caso de un
señorío territorial pues no consta que los monjes recibieran posteriormente
facultades jurisdiccionales sobre los pobladores de ese territorio.
Por citar un último caso, la mitad de la aldea
burgalesa de Fuentelcésped, perteneciente en la época a la comunidad de Montejo
y a la diócesis de Segovia, era propiedad de un señor laico que en 1239
traspasó su titularidad al monasterio burgalés de Santa María de la Vid.
El ámbito eclesiástico
La diócesis de Segovia
La primera referencia a la diócesis de Segovia
se encuentra el año 527 en una carta del arzobispo toledano Montano que
anunciaba la entrega de Segovia, Buitrago y Coca al depuesto obispo de Palencia
para que ejerciese allí el ministerio episcopal el resto de su vida68. Esta
concesión, en principio provisional, sería por tanto el origen del obispado
segoviano, cuya primera noticia documental aparece el año 589 con la
suscripción del obispo Pedro en el III con cilio de Toledo. Tras la
desarticulación del obispado por los musulmanes a comienzos del siglo VIII,
éste dejo de existir como tal durante cuatro siglos. Algunos documentos
altomedievales mencionan a distintos obispos de Segovia, pero las dudas sobre
la autenticidad de los textos obligan a considerar estas referencias con la
mayor precaución. El caso más llamativo a este respecto es el de la supuesta
diócesis de Simancas, a la que en ocasiones se titula también de Segovia, que
se supone creada por Ordoño III hacia el año 953 y cuya existencia real plantea
actual mente muy serias dudas. Habrá que esperar por tanto hasta fines del
siglo XI para encontrar de nuevo a un eclesiástico, el arzobispo toledano
Bernardo, ejerciendo su autoridad efectiva sobre el territorio segoviano. Don
Bernardo era un estrecho colaborador del rey Alfonso VI que se ocupó de la
administración eclesiástica de Segovia en dos etapas bien diferenciadas. La
primera abarcó desde su consagración arzobispal en 1086 hasta el año 1107, y en
ella el prelado se ocupó de atender de facto los asuntos eclesiásticos
segovianos, pudiendo citarse por ejemplo su presencia el año 1100 en la
consagración de la iglesia del priorato de San Frutos. La segunda etapa de
gobierno del arzobispo se inició en 1107 cuando Alfonso VI le entregó for
malmente la jurisdicción eclesiástica de omni diocesi de Sepulvega cum toto
campo de Spina et de Segobia. Esta intervención directa del prelado
toledano en los asuntos de la iglesia segoviana finalizó en 1120 tras la
consagración del primer obispo de la diócesis restaurada, el francés Pedro de Agen.
Las circunstancias en las que se produjo la
restauración medieval del obispado de Segovia permanecen desgraciadamente en la
penumbra. La actitud del arzobispo Bernardo, por ejemplo, resulta tan ambigua
que ha dividido a los investigadores entre aquellos que consideran que retrasó
la creación cuanto pudo y los que piensan que fue el gran promotor de la misma.
Sea como fuere, la consagración de Pedro de Agen sólo pudo llevarse a cabo
gracias a la confluencia de varias voluntades. En el ámbito eclesiástico hay
que mencionar la posición finalmente favorable del arzobispo de Toledo,
presionado entre otras razones por la inminente concesión del carácter
metropolitano a la sede compostelana. En el terreno político resulta evidente
la aceptación de la restauración episcopal por los monarcas de los dos reinos
que se disputaban el dominio del territorio segoviano, Castilla y León, con la
reina Urraca y su hijo Alfonso Raimúndez, y Aragón, a través de Alfonso I. En
efecto, las implicaciones políticas de la existencia de un obispo en Segovia
hacen impensable que don Bernardo hubiera podido establecer la nueva diócesis
sin el consentimiento, cuando menos tácito, de los mencionados poderes regios.
En cualquier caso, la realidad es que tanto
Urraca como Alfonso Raimúndez y Alfonso I de Aragón no tardaron en realizar
importantes donaciones al nuevo prelado. El último de los factores que sin duda
contribuyó a la restauración de la sede fue la presión ejercida por los
segovianos para tener un obispo propio. De hecho, la oposición a la dependencia
directa de Toledo había obligado al arzobispo Bernardo a recurrir al papa
Pascual II para mantener su autoridad personal sobre la demarcación
eclesiástica que le había sido entregada en 1107.
La creación de la diócesis tuvo unas
consecuencias para el territorio segoviano que sobre pasaron con mucho el
estricto ámbito eclesiástico. De hecho, los habitantes de las distintas
comunidades de villa y tierra que se integraron en la nueva entidad diocesana
comenzaron a forjar una identidad común precisamente tras su compartida
pertenencia a la misma. La dependencia en todo caso era mutua, pues tampoco
podría entenderse al nuevo obispado sin los con cejos que la integraban. En
definitiva, tan solo a partir de 1120, año de la restauración de la diócesis,
puede decirse que Segovia, entendida ésta en su acepción más amplia, cobró
carta de naturaleza.
El nuevo obispado quedó situado entre los de
Palencia, Osma, Sigüenza, Toledo y Ávila. De estas diócesis limítrofes tres
existían previamente a la segoviana, las de Palencia, Toledo y Osma,
restauradas respectivamente en 1035, 1086 y 1088, mientras que las dos
restantes, las de Ávila y Sigüenza, fueron creadas en 1121, un año después de
la de Segovia. Los límites diocesanos con las sedes oxomense y seguntina no
plantearon conflicto alguno. En el caso de Toledo el problema surgió por la
negativa de los prelados toledanos a reconocer los límites adjudicados a la
sede segoviana. Esta situación se resolvió en 1130 cuando el arzobispo Rai
mundo confirmó definitivamente el territorio que su predecesor Bernardo había
entregado al obispo Pedro de Agen. Por lo que respecta a Ávila, tan solo hay
constancia de que hacia 1182 su prelado litigaba con el de Segovia por la
posesión de Santelo y otros lugares. Sin duda el conflicto más grave al que
hizo frente la diócesis de Segovia, por la extensión del territorio en disputa
y la duración del pleito, fue el que mantuvo con los obispos de Palencia por la
posesión de los arciprestazgos de Peñafiel y Portillo. El litigio se inició
hacia 1123 y no finalizó hasta 1190 con la definitiva integración en el
obispado palentino de las dos demarcaciones en disputa. Desde ese momento la
diócesis de Segovia quedó plenamente definida en lo que a su configuración
territorial se refiere.
El obispado segoviano incluyó dentro de sus
límites a la práctica totalidad de los pueblos pertenecientes a las comunidades
de villa y tierra de Coca, Cuéllar, Fresno de Cantespino, Fuentidueña, Íscar,
Maderuelo, Montejo, Pedraza, Segovia y Sepúlveda. Por lo que respecta a las
comunidades segoviana y sepulvedana, hay que indicar que sólo pertenecían a la
diócesis las parroquias situadas al norte de la sierra de Guadarrama, pues las establecidas
al sur de la misma dependían eclesiásticamente del arzobispado de Toledo. La
demarcación diocesana abarcaba también nueve lugares de señorío episcopal:
Caballar, Fuentepelayo, Laguna de Contreras, Navares de las Cuevas, Riaza,
Turégano y Veganzones en Segovia, y Luguillas y Mojados en Valladolid; además
de las tres poblaciones integrantes del señorío de la catedral de Segovia,
Aguilafuente, Pelayos del Arroyo y Sotosalbos. Por último, el obispado de
Segovia incluía algunas parroquias pertenecientes a pueblos dependientes de
otras demarcaciones civiles, como Traspinedo, de la merindad del infantado de
Valladolid, Alcazarén, de la comuni dad de Olmedo, y Castrillo de Duero, de la
de Peñafiel.
Por lo que se refiere a su organización
interna, la diócesis quedó dividida desde muy temprano en tres arcedianatos,
cuya titularidad correspondió a las poblaciones más importantes, del obispado:
Segovia, Sepúlveda y Cuéllar. Estos arcedianatos se encontraban divididos a su
vez en diez arciprestazgos y seis vicarías que, en 1247, agrupaban a un total
de quinientas veinticuatro parroquias.
De este modo, la diócesis de Segovia presentaba
la siguiente estructura: el arcedianato de Segovia estaba formado por el
arciprestazgo de Segovia y las vicarías de Aba des, Fuentepelayo, Nieva, San
Medel, Santovenia y Turégano; el arcedianato de Sepúlveda incluía los
arciprestazgos de Fresno de Cantespino, Maderuelo, Montejo, Pedraza y
Sepúlveda; y por último el arcedianato de Cuéllar lo integraban los
arciprestazgos de Coca, Cuéllar, Fuentidueña e Íscar.
Resulta necesario indicar que no existía
ninguna diferencia administrativa entre arciprestazgos y vicarías. La primera
denominación se usó para las demarcaciones que coincidían en su extensión con
las distintas comunidades de villa y tierra y también para aquella
correspondiente a la ciudad de Segovia y su entorno más inmediato. Por su
parte, el término vicaría se usó para designar a los distritos eclesiásticos en
los que se agrupó a las parroquias situadas en la tierra de la comunidad de
Segovia. Esta terminología diferenciaba de hecho a los distritos cuya sede era
una villa, o la propia ciudad de Segovia, de aquellos otros cuyo centro era una
población de menor entidad. Es posible que los arciprestazgos fueran
establecidos cronológicamente antes que las vicarías, que surgirían sólo cuando
el poblamiento de la comunidad de Segovia creció lo suficiente como para hacer
necesario el agrupamiento de sus parroquias en circunscripciones menores que
garantizaran su correcta administración en lo espiritual y en lo temporal.
Las fundaciones monásticas
Entre los siglos XI y XIII se pueden distinguir
en Segovia tres grandes etapas en lo que al asentamiento del clero regular se
refiere. La primera se sitúa en torno al año 1076 y está definida por la
recuperación en el norte de la provincia de la tradición eremítica y monástica
alto medieval bajo la tutela de dos grandes monasterios burgaleses, Santo
Domingo de Silos y San Pedro de Arlanza. La segunda etapa se inició con la
restauración de la diócesis y abarcó fundamentalmente las décadas centrales del
siglo XII, cuando se produjeron diversas fundaciones monásticas gracias a la
iniciativa de los prelados segovianos y de la monarquía, instituciones ambas
que se distinguieron en su protección de la vida monacal. La última de las
etapas mencionadas abarca todo el siglo XIII y se caracteriza por la llegada a
la diócesis de una serie de órdenes religiosas, la trinitaria, la franciscana y
la dominica, portadoras de una nueva espiritualidad y caracterizadas por su
clara vocación urbana.
Al producirse en Segovia el movimiento
repoblador de fines del siglo XI la vida monástica contaba ya en el norte de la
provincia con una tradición que se remontaba cuando menos a la centuria
anterior. Aunque discutible, como ya se ha visto, en su acreditación
documental, no resulta del todo descartable la fundación en el siglo X de los
monasterios de Santa María de Cárdaba y de Casuar, que pasarían posteriormente
a depender como prioratos del cenobio benedictino de San Pedro de Arlanza.
Otras dos comunidades más completan el panorama monástico segoviano de los
primeros tiempos de la repoblación, los prioratos benedictinos de San Frutos y
de San Boal. El priorato de San Frutos se ubicó cerca de la villa de Sepúlveda,
en uno de los cañones tallados por el río Duratón, en el lugar donado en 1076
por el rey Alfonso VI al monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos. Su
santo titular era un legendario eremita de la época de la invasión musulmana
que fue adoptado más tarde como patrón de la diócesis y de la ciudad de
Segovia. El monasterio de San Boal, por su parte, fue donado en 1112 por el
conde de Monzón, Pedro Ansúrez, al monasterio benedictino palentino de San
Isidro de Dueñas.
Una vez restaurada la diócesis de Segovia se
inició, como ya se ha indicado, una nueva etapa de asentamientos monásticos. El
año 1133 se fundó en las cercanías de Collado Hermoso el monasterio,
inicialmente de benedictinos negros y posteriormente cisterciense, de Santa
María de la Sierra89. Hacia 1141 se creaba a iniciativa de Alfonso VII el
monasterio, también cistercien se, de Santa María de Sacramenia, situado cerca
del pueblo del mismo nombre. En 1147 el con cejo de Cuéllar donó a la
mencionada comunidad de Sacramenia el monasterio de Santa María de la
Armedilla, situado cerca de Cogeces del Monte, localidad vallisoletana que en
la época pertenecía a la diócesis de Segovia. La comunidad cisterciense allí
asentada no logró consolidarse, pues en 1402 el templo y sus dependencias, que
se encontraban abandonados desde hacía tiempo, fueron entregados a la orden
jerónima. La abadía de Santa María de Párraces, de canónigos regulares de San
Agustín, ya existía antes de 1148, año en el que alcanzó un acuerdo con el
obispo segoviano Pedro de Agen sobre el pago de ciertos derechos. El monasterio
de Santa María de los Huertos fue fundado en Segovia con anterioridad al año
1186 y en torno a 1208 se integró en la orden premonstratense. El año 1192 el
rey Alfonso VIII confirmó la posesión de diversas propiedades al monasterio de
canónigos regulares de Santo Tomé del Puerto, del que se des conoce el momento
exacto de su fundación. Por último, la primera noticia documentada del
monasterio cisterciense segoviano de Santa María y San Vicente no se encuentra
hasta el año 1211, aunque su afiliación al Císter se ha situado en 1156. En
todo caso, ésta es la primera comunidad monástica femenina de la que hay
noticia en la diócesis de Segovia.
Los siete monasterios mencionados se
distribuyeron por todo el espacio diocesano. Cinco de ellos, los benedictinos
de Santa María de la Sierra, Santa María de Sacramenia y Santa María de la
Armedilla, y los de canónigos regulares de Santa María de Párraces y Santo Tomé
del Puerto, se ubicaron en emplazamientos aislados, mientras que los dos
restantes, Santa María de los Huertos y Santa María y San Vicente, se
establecieron al amparo de la ciudad de Segovia, el núcleo urbano más
importante de toda la diócesis. El gran promotor de esta presencia monástica
fue sin duda el obispo Pedro de Agen (1120-c.1148) bajo cuyo episcopado se
realizaron al menos cuatro de las fundaciones. En el caso de Santa María de la
Sierra el propio pre lado fue el fundador del monasterio, mientras que en el de
Santa María de Párraces su intervención resultó esencial para la consolidación
institucional de la comunidad formada por antiguos canónigos de la catedral de
Segovia.
En el siglo XIII se produjo la llegada a la
diócesis de nuevas órdenes cuyo ámbito de actuación era el urbano y que
vinieron a completar el panorama monástico y conventual. La orden trinitaria
fue la más temprana en establecerse en el obispado, pues hacia 1208 contaba en
Segovia con el monasterio de Santa María de Rocamador y en 1219 tenía en
Cuéllar el de Santa María de la Trinidad.
La orden dominica llegó a la diócesis por estas
mismas fechas, pues hacia 1220 estableció en Segovia el monasterio de Santa
Cruz, el primero fundado por la orden en España tras la aprobación cuatro años
antes de sus estatutos por Inocencio III. Algún tiempo después, antes en todo
caso de 1284, la misma ciudad de Segovia contó con una comunidad dominica
femenina asentada extramuros en el monasterio de Santo Domingo. La orden
franciscana, última cronológica mente en llegar a la diócesis, fue sin embargo
la que contó con un mayor número de comunidades. Los franciscanos fundaron en
1231 el monasterio de Santa María de la Hoz en Sepúlveda, hacia 1247 el de San
Francisco en Cuéllar y antes de 1261 el dedicado también a San Francisco en
Segovia. Hubo además dos comunidades franciscanas femeninas, ambas bajo la
advocación de Santa Clara. La primera se estableció en Cuéllar antes de 1244 y
la segunda de ellas se asentó en Segovia, donde se encuentra su primera noticia
en 1261. El monasterio cisterciense femenino de Santa María de Contodo se
estableció hacia media dos de la centuria en las cercanías de Cuéllar,
existiendo noticias del mismo ya en época de Alfonso X. Posible fundación del
siglo XIII, como lo acreditan sus res tos románicos, sería también el
monasterio de benedictinas de San Pedro de las Dueñas, situado en Lastras del
Pozo. En 1442 la comunidad femenina establecida allí fue desalojada, siendo el
cenobio entregado a los dominicos.
Además de las fundaciones ya mencionadas hay
que citar dos más asentadas en la actual diócesis de Segovia pero
pertenecientes en la edad media a otros obispados. Se trata del monasterio
franciscano de San Francisco, en Ayllón, localidad dependiente en aquella época
de la diócesis de Sigüenza, y del monasterio de franciscanas de Santa Clara,
situado en la aldea arevalense de Rapariegos perteneciente en el siglo XIII al
obispado de Ávila.
Como se puede apreciar, las diez fundaciones
monásticas correspondientes al siglo XIII, una más si incluimos la de San Pedro
de las Dueñas, se realizaron casi en su totalidad en el ámbito urbano,
contrariamente a lo que había ocurrido en la centuria anterior. Resulta
destacable además el hecho de que las nuevas comunidades se establecieron en
torno a tres poblaciones, Segovia, Cuéllar y Sepúlveda. En la sede episcopal se
asentaron cinco monasterios y conventos, la villa cuellarana acogió cuatro más,
y en las cercanías de Sepúlveda se produjo una única fundación, la de Santa
María de la Hoz.
El románico en Segovia
La idea que de Castilla se tiene es la del
páramo infinito, salpicado de aislados cerros coronados por castillos en
ruinas, al que cortan hoces de las que afloran los verdes chopos lombardos. Es
una imagen estética elaborada en lo esencial por la generación del 98 y de un
fuerte contenido plástico, muy acorde con ciertas posturas del arte
contemporáneo. Esta es la imagen, pero la realidad es más compleja. Algo que
también ocurre con aquello que denominamos “románico” y que encontró en
estas tierras un campo propicio para su desarrollo.
Hay una Castilla del páramo, cierto es, pero
también otra de la montaña, de los valles abiertos, de los extensos pinares;
una Castilla pues diversa, pero con algo que la unifica hasta dotarla de
entidad propia. Así mismo hay muchas formas de expresión del románico, pero
todas participan de algo en común que las identifica y diferencia de otros
estilos. Segovia está en Castilla, en ella coexisten la llanura y la montaña,
y, a la par, cientos de edificios “románicos”, diferentes entre sí, pero
nacidos de una misma sangre.
Segovia, lo que entendemos por una provincia
que forma parte de una entidad más amplia denominada Castilla, es la creación
artificial de Javier de Burgos, un político del siglo XIX, que así lo decidió
en 1833, ya que en lo geográfico y en lo histórico sus límites son imprecisos.
Es la continuidad natural de las provincias de Soria, al este; de Burgos y
Valladolid, al norte; de Ávila, al oeste. Más precisos son los límites con
Madrid y Guadalajara, al sur, porque el Sistema Central es una frontera natural.
Antes fue la tierra que el hombre. El hombre la
fue colonizando con esfuerzo y lentamente hasta alterar el paisaje e incluso
llegar a generar uno nuevo, pero no pocas veces la naturaleza se ha resistido,
ha rechazado la presencia humana. Se hace necesario pues para la mejor
comprensión del románico en estas tierras decir unas palabras sobre la geología
y paisaje segovianos, entendiendo que si bien no determinan sí condicionan,
sobre todo cuando los recursos humanos y económicos son escasos. Haré pues una
breve síntesis de la geología y vegetación supeditada al tema que me propongo.
La provincia de Segovia es la más pequeña de
Castilla, con una superficie de 6.949 km cuadrados. Su forma tiende a un
rectángulo que bascula en dirección NE-SO, eje constituido por la cumbre del
Sistema Central, más conocido como La Sierra. Ocupa pues la vertiente norte de
la misma, desde la Sierra de Ayllón, en los confines con las provincias de Guadalajara
y Soria, hasta la Sierra de Malagón, en los de Ávila. Las comunicaciones
naturales de Segovia lo son con la Meseta Norte, no obstante, y pese a la dificultad
de atravesar la Sierra, siempre mantuvo relación con el sur a través de los
puertos de Somosierra, Malagosto, Reventón y La Fuenfría. En la Sierra nacen
los cuatro importantes ríos que riegan la provincia y la atraviesan de este a
oeste; Riaza, Duratón, Cega y Eresma, en cuyas márgenes se fundaron las
poblaciones de mayor relevancia histórica: Riaza, Ayllón, Maderuelo, Duratón,
Sepúlveda, Fuentidueña, Coca, Cuéllar y Segovia, algunas de ellas importantes
centros de románico.
La Sierra y la llanura, éstas son las dos
grandes zonas geológicas y paisajísticas de Segovia, si bien con ciertos
matices muy importantes para el geólogo porque, evidentemente, los límites no
son precisos ni cortantes.
La Sierra azul, con las manchas blancas de
nieve en invierno, es la línea que cierra el horizonte de las dilatadas
perspectivas de las tierras de Segovia. El granito, el gneis, las cuarcitas y
las pizarras son los materiales que forman su suelo, poblado de robles, hayas y
sobre todo pinos, de extraordinaria calidad en Valsaín, antaño propiedad de la
Ciudad y Tierra de Segovia desde los días de la repoblación, fines del siglo
XII. Pasó después el pinar a manos de la Corona (Real Orden de 13 de junio de 1761)
y, a partir del 18 de abril de 1820, al Estado. También de excelente calidad
son los pinares de Navafría y de El Espinar. Todos ellos han suministrado a
Segovia y a muchos municipios, desde hace siglos, excelente madera para la
construcción. Lo abrupto del terreno, la escasa calidad del suelo para el
cultivo y las extremadas condiciones climáticas no han favorecido la presencia
del hombre. Por ende son contados los testimonios románicos en pie.
Forman la rampa originada por la erosión y que
enlaza la Sierra con la Meseta el piedemonte y las lastras, constituidos por
granitos y gneis en la zona de contacto con la Sierra y por calizas y arenas en
el resto, lo que es bien visible en la propia ciudad de Segovia, que se asienta
entre dichas formaciones rocosas, lo que da lugar a una arquitectura de
variadas fábricas. La vegetación es de sabinas, robles, encinas, y árboles de
ribera: fresnos, chopos, sauces, es decir, una madera no muy válida para construcciones
de alguna envergadura, reservándose para ciertas partes sin mayores problemas
estructurales. Es una zona más poblada, que cuenta con un numeroso plantel de
iglesias románicas, y en la que descuellan Segovia y Villacastín como entidades
de peso.
Rebasada esta línea y en dirección noroeste, se
extienden las dilatadas superficies de las campiñas y los llanos, tierras
onduladas y sembradas de cereal; tierras donde encontró asiento y floreció el
románico, digamos, canónico, desde los excelentes ejemplares de Sepúlveda a la
más humilde iglesia de aldea.
Por último, los arenales y los páramos. Los
primeros, entre Coca y Cuéllar, cuyo sustrato arcilloso se cubre de pinos
piñoneros y resineros, como si de un mar se tratara. El suelo ha suministrado
el material cerámico para la construcción, de tal suerte que es la comarca
donde ha fructificado esta peculiar forma denominada comúnmente mudéjar, o
románico en ladrillo, definición ésta que, en mi opinión, es más certera. Las
iglesias, con su coloración rojiza, destacan en el tenso horizonte verdiazul.
Cuéllar, en la intersección de los arenales y de los páramos, es la localidad
más representativa.
Ahora bien, dentro de esta escueta descripción
es necesario aludir al menos a dos macizos dependientes del Sistema Central, de
una específica morfología; el de Sepúlveda al este y el de Santa María de Nieva
al oeste. El primero constituido por areniscas y calizas, en las que ha
excavado un profundo tajo el río Duratón, hermoso cañón en cuyos abrigos se
conservan testimonios prehistóricos y en la ribera asentamientos romanos,
huellas que evidencian cuán adecuado hábitat humano fue aquella garganta. Su vegetación
es de sabinas y árboles de ribera, pero su arenisca, de gran calidad y labrada
por expertas manos, hizo posible la acogida y propagación de una sugestiva
forma de entender un estilo: el románico, que hará de Sepúlveda, de tan
singular historia, un foco del mismo.
El segundo macizo lo conforman granitos y
pizarras, muy abundantes entre Bernardos y Carbonero, que sirvieron de soporte
a grabados de la Edad del Hierro y han suministrado pizarra para cubiertas de
edificios tan importantes como San Lorenzo de El Escorial. El centro de esta
entidad geológica es Santa María la Real de Nieva.
Límites espaciotemporales
La primera cuestión que hemos de plantearnos en
el estudio del románico en Segovia es la del espacio, la segunda la del tiempo.
El espacio ha sido configurado por la geología
y por la Historia. Es el resultado de la interacción de ambos factores, que
hacen de Segovia una prolongación de las tierras del norte, cuyo límite es la
Sierra, montaña que ha supuesto hasta tiempos muy recientes una barrera. Bien
es cierto que los segovianos la rebasaron y llegaron al Tajo, pero sus elevadas
cumbres –Peñalara alcanza los 2.430 m– actuaron como el dique que detiene y
remansa la corriente de agua, que gira sobre sí misma y termina por depositar
en el fondo todo aquello que fue atrapando a lo largo de su curso.
A la indefinición histórica, es decir, a la
inexistencia durante siglos del concepto “segoviano”, aplicado tanto al
hombre como a los productos de una determinada región, pondrá fin la creación
artificial de la provincia de Segovia que es, como ya hemos visto, una
invención del siglo XIX. Por consiguiente el estudio del románico, que es el
tema que me ocupa, parte de un supuesto erróneo, cual es el de la reducción del
objeto a unos límites físicos impuestos por razones de índole administrativa y
práctica, que no históricas, porque en el siglo XVIII la realidad era muy otra.
Por aquel entonces la configuración de la provincia respondía a criterios
meramente históricos, de los que derivaba un perfil muy irregular, con enclaves
en las provincias limítrofes.
Esta delimitación trazada por Tomás López en su
plano (1773) se basaba en razones de índole histórica, que partían del siglo
XIII, si no antes, años en los que, a su vez, Coca, Cuéllar, Turégano, Pedraza,
Sepúlveda, etc., pleiteaban entre sí por los propios límites, disputas que
duraban décadas, como las habidas entre las ciudades de Ávila y Segovia por el
famoso Campo Azálvaro. Segovia se extendía desde el Duero al Tajo, y la
superficie total era de 8.949 kilómetros cuadrados.
Lo anteriormente reseñado quedaría en una mera
exposición de la situación administrativa de Segovia, antes de la reforma
efectuada por Javier de Burgos en el siglo XIX y de la eclesiástica de mediados
del XX, si no fuera porque de todo ello se pueden deducir ciertas premisas que
afectan a cuestiones más o menos relevantes, como son la filiación, los
talleres, los patronos etc., pero sobre todo a una, en verdad, curiosa, cual es
la escasez de románico allende la Sierra, habida cuenta de que fueron segovianos
quienes lo repoblaron. Consciente como soy de que el presente estudio ha de
circunscribirse a la provincia de Segovia, no puedo, sin embargo, eludir el
problema, porque en él está implícito el de los límites espaciales de un
movimiento cultural que vino del norte. No hay, en principio, explicación
alguna a porqué los segovianos no colmataran el sur de la Sierra con un sistema
de construcción, con el que tan familiarizados estaban, cuando, en pos de la
fama y de la riqueza, colonizaron las tierras que hoy configuran la provincia
de Madrid hasta casi las riberas del Tajo.
El románico, y toda la cultura a él aneja, va
muy unido al proceso repoblador que se efectuó de norte a sur. Los repobladores
iban adentrándose en tierras cada vez más meridionales, al margen de que
hubiera o no una población ya asentada, pues es lógico pensar, y es la tesis
actual, que no hubo un vacío absoluto en la cuenca del Duero. Ahora bien, lo
que resulta un tanto extraño es el papel de dique contenedor de aquella cultura
que parece jugar la Sierra. Cierto es que esta escarpada cresta, que divide y separa
las dos Castillas, no era lugar adecuado para el hábitat humano y que
atravesarla tampoco era cómodo y suponía riesgos; sin embargo, ya los romanos
habían trazado una calzada por el puerto de La Fuenfría y durante la Edad Media
eran transitados los de Somosierra, Malagosto y El Reventón. En todo caso la
Sierra, tan unida a la imagen de Segovia, no era un imposible y así lo
demostraron los segovianos que se establecieron en la actual provincia de
Madrid.
La expansión segoviana hacia el sur encontraba
el impedimento no en la montaña sino en las instituciones: concejo de Madrid,
señoríos de la mitra toledana o de las órdenes militares, etc., sin embargo,
durante la segunda mitad del XII los intereses ganaderos, favorecidos por los
reyes, abrirán una brecha hasta alcanzar un espacio que quedó aislado del resto
de la Tierra de Segovia, cual era el sexmo de Valdemoro. En 1190, el rey donaba
a Segovia diecinueve poblaciones, entre ellas Arganda, Loeches, Orusco, Tielmes,
etc., esto sin olvidar que los territorios situados entre el valle de
Manzanares y el de Lozoya también eran posesión de Segovia. A principios del
XIII la presencia de Segovia en parte de la provincia de Madrid es
incuestionable. ¿Cómo explicar pues el casi vacío de románico en esta zona,
cuando en el más pequeño de los municipios segovianos siempre queda algún
vestigio? O lo que es igual, ¿cómo justificar esta ausencia sólo en una parte
de la provincia histórica segoviana? En una palabra, ¿de qué depende el que
haya o no haya una iglesia románica?.
Admitida la existencia de una realidad
administrativa, más allá de la histórica, y delimitado el espacio físico, se
hace necesario igualmente, y por diversas razones, acotar el tiempo. Toda
construcción es fiel reflejo de su momento, pero raramente queda conclusa y
encerrada en él, porque se concibe para superar los días. El castillo, la
iglesia o la casa responden a unas necesidades que son esencialmente, sobre
todo en el caso de las dos últimas, las mismas en el transcurso de los siglos,
esencialmente, porque éstas se verán condicionadas por el proceso evolutivo,
que no se resume en el mero bienestar sino también en factores ideológicos y
estéticos. En este sentido, no hay estructura arquitectónica en que haya
variado tanto la concepción espacial como la doméstica, proceso así mismo
presente en la que desde su edificación hasta nuestros días ha seguido en uso
sin solución de continuidad. Por eso nos formamos una idea de cómo fue la casa
en la Edad Media sólo al reunir fragmentos espaciales, funcionales o decorativos
y reordenarlos en nuestra mente hasta configurar un arquetipo absolutamente
aséptico, y tal vez imposible, al que denominamos vivienda medieval. De hecho,
algún historiador ha afirmado que nos es mejor conocida la casa romana que la
medieval, porque aquella, sepultada por las arenas o las cenizas, y que ha
llegado a nosotros, digamos, congelada en el tiempo, responde a un momento
determinado, que quedó fijado y cerrado en una fecha exacta.
El mismo problema de transformación y
adecuación a los tiempos se plantea con las iglesias de uso ininterrumpido,
salvo raras excepciones. Lo normal es que desde el día en que se abrieron al
culto hasta el presente se hayan ido añadiendo, eliminando o sustituyendo
partes, hasta configurar una realidad muy otra de aquella en que se proyectaron
y construyeron. Incluso, en nuestra corta vida, la propia del individuo, hemos
podido comprobar cambios impuestos bien por la liturgia bien por la moda, o
simplemente por el capricho de párrocos o feligreses. La puesta al día de la
liturgia ha acarreado la alteración en la disposición del mobiliario, y una
mala comprensión de las normas emanadas de los concilios ha llegado a suprimir
elementos inherentes al propio edificio; el caso de las rejas y de los coros es
muy elocuente. Sólo pues el conocimiento profundo de la liturgia a través del
tiempo y de las costumbres de los lugares puede suministrar respuesta al por
qué de determinadas peculiaridades en la arquitectura. Singularidades que se
nos escapan, porque a su vez estamos condicionados por estereotipos, de tal
suerte que tendemos a regularizar y a encajar –a veces de una forma violenta–
dentro de un canon, o código común a los historiadores, aquello que no es sino
respuesta a una necesidad de cualquier tipo o simplemente, y por qué no, al
gusto y voluntad del artífice.
La predisposición a encuadrar y definir, a
buscar el artista y la obra excelsa, madre prolífica de hijos e hijastros, a
considerar y a establecer el aserto de que la antigüedad es un grado en la
calidad o en la primacía, nos ha llevado siempre a concentrar la atención en
las obras primeras y a menospreciar las del final de un proceso, en las que,
por lógica, fructifica y llega a madurez lo que estuvo en ciernes. Es verdad
que las creaciones de juventud están llenas de vigor, de vida y que tienen el
encanto que brota de la búsqueda, del tanteo, de los aciertos y de los errores,
pero no lo es menos que las de madurez, que son el resultado de la experiencia
y del reposo, encierran una belleza y un atractivo muy altos, que son los que
dimanan de la sabiduría y del sosiego. Sin duda al maestro de la catedral de
Sens, tan primeriza, le hubiera fascinado construir la de León, o la de
Segovia, tan maduras y por eso tan distintas y alejadas de aquella.
Este es el problema con respecto al románico en
Segovia –y evidentemente para otros muchos–, dónde empezar y dónde concluir,
pues la acotación supone registrar un segmento en el curso del devenir
cultural, con el riesgo que ello conlleva. En una palabra, qué edificio se
incluye y cuál se excluye, y en razón de qué.
El cristianismo encuentra su lugar de culto en
el edificio llamado iglesia, y si la población cristiana no desapareció en la
provincia con la oleada del islam, lógico es suponer que tampoco desaparecieron
sus centros de culto. Y no importa su calidad, que a todas luces y por lo que
sabemos, debió de ser nula por estas tierras, sino el posible aprovechamiento
de ciertas partes de la fábrica en obras posteriores; la continuidad del
aparejo, o incluso la advocación, porque todo ello ayuda a conocer la realidad
de edificios más modernos y cercanos. De la misma suerte, partes de los
edificios románicos quedaron integrados en estructuras barrocas. Y tanto en un
caso como en otro no existe solución de continuidad, pues salvo en ejemplos muy
contados, por lo general las humildes ermitas y aquellas obras de restauración
arqueológica, no hay edificio prístino. Esto deriva en un asunto de cierto
interés cual es la persistencia de elementos formales de forma consciente, y su
consiguiente inadecuación al tiempo histórico y al estilo al que son referidos.
Dos cenobios en Segovia, el convento dominico de Santa Cruz y el monasterio de
Santa María del Parral, son bien elocuentes a este respecto. En aquel, y si nos
atenemos a la documentación, el claustro románico se estaría levantando hacia
la mitad del XIII, es decir a la par que la catedral de León. En Santa María
del Parral, de la segunda mitad del XV, el problema es más peliagudo; la
portada inferior del corredor de las procesiones, aquel que une la iglesia con
el claustro, es de una rudeza, sobriedad y solidez tan alejada del refinamiento
de la iglesia gótica, que me lleva a preguntar, si no será obra aprovechada de
un edificio anterior, algo que escapa a toda lógica por el sitio en que se
halla. Si la portada es de fines del XII ha de ser incluida en este estudio,
ahora bien, si obedece a un gusto arcaizante, movido por razones que se me
escapan, ¿he de considerarla románica? Es decir, ¿deben adecuarse tiempo y
forma?
El terreno en que nos movemos es por
consiguiente un tanto resbaladizo, sobre todo porque estamos en los confines de
Castilla, donde se asentaron tantas y variadas gentes, donde se fundieron como
en un crisol las formas antiguas o simplemente retardatarias con otras a la
moda o inventadas. Por eso no puedo partir de la premisa de que haya de
buscarse el románico más antiguo en estructuras preexistentes, ni intentar
retrotraer cualquier fábrica, a toda costa, por su aspecto torpe, o, por el
contrario, adelantarla. El afán de buscar tres pies al gato es muy humano, pero
poco recomendable, y no lo más antiguo es lo mejor y más importante, ni lo rudo
lo primero, ni el final supone la decadencia, sobre todo si tenemos en cuenta
que nos han de faltar, por fuerza, muchos eslabones en esta cadena del románico
en Segovia.
No es menor el problema de la ausencia de
documentación que permita establecer unos puntos de referencia. Contamos, sí,
con algunas fechas para momentos históricos de relevancia, tales como puedan
ser las de la repoblación de entidades importantes, pero aun así hemos de
tomarlas con precaución, por la sencilla razón de que a veces la “repoblación”
se ha magnificado en aras de engrandecer el prestigio del rey, pues es difícil
admitir el vacío total, y más para aquellas plazas de renombre desde Roma, tal
es el caso de Sepúlveda, Cuéllar, Coca y Segovia. Con todo, el documento nos
presta un gran servicio.
Bartolomé Herrero, en el capítulo de
introducción histórica ha hecho un excelente resumen del estado de la cuestión.
He de recordar tan sólo, por el especial significado que han de adquirir como
centros difusores del románico, la repoblación de Sepúlveda (1076), la de
Segovia (1088) y la de Cuéllar (1093), las tres efectuadas en tiempo de Alfonso
VI, justo por aquellos años en que florecía el románico pleno. Más escasas y
escuetas se nos ofrecen las noticias referidas a un edificio en concreto. Para
el caso de Segovia, la donación hecha, en 1103, por Dolquite y Umadona a San
Millán de la Cogolla de unas casas en el barrio de San Martín7 o la manda de
una biblioteca a San Miguel por Domingo Petit, en noviembre de 1117. Por lo que
respecta al singular edificio de la Vera Cruz, es de sobra conocida la lápida
en el edículo central con la siguiente inscripción “Hec: sacra: fundantes: /
celeste: sed(e) locentvr / atque: gobernantes: in: eadem / consocientur:
dedicatio: / ecclesiae: beati: sepulcri: idus: / aprilis: era: m: cc :xl: vi”
(año 1208). En cuanto a la provincia, en la iglesia de El Salvador de
Sepúlveda hay grabadas tres fechas: era M C XXXI, (1093), en él ábside, y eras
MCLXXXXI (1153) y MCCXVII (1179) en el atrio. Más explícita es la existente en
el campanario de la Virgen de la Peña: “Hec turris coepit edificari sub era
MCLXXXII. Magister hujus turris fuit Dominicus Julianus qui fuit de Sanct
Stefano”. Lozoya lee: “…Dominicus Juliani qui fuit hic sepultus” .
Linaje transcribe: “HEC TURRIS / CEPIT EDIFI / CARI SUB ERA M.C. / LXXXII /
MAGISTER HUIS TUR / RIS FUIT DOMINICUS / IULIANI QUI FUIT HIC / SEPs / ANO /
DES CO”.
Aguas abajo del río Duratón está la ermita de
San Frutos, otro edificio clave en la historia del románico en Segovia, lugar
que fue donado el 17 de agosto de 1076 por Alfonso VI al monasterio de Silos.
La fecha de consagración de la ermita, 1100, consta en una inscripción:
HEC EST: DOMVS DomiNI: IN HONOREM:
SanCtI: FRVCTI: Confessoris EDIFICATA : AB ABATE FORTVUNIO: / EX SanCtI:
SEBASTIANI: EXSILIENSI: REGENTE ET HOC CENOBIO DOMINANTE ET AB ARCHIEPISCOPO:
VER / NANDVS SEDIS TOLETANE DEDICATA: SVB ERA: Tª Cª XXXVIII : ET A DomiNO DOM
: MICHAEL EST: FABRICATA.
Finalmente, en 1247, justo a mediados del XIII
fecha tope en que damos por límite cronológico al románico en Segovia, en el
registro de posesiones de la mesa episcopal, se reseñan casi todos los
edificios todavía en pie.
En cuanto a la permanencia, integración o
disolución de estructuras antiguas en las nuevas, contamos con varios ejemplos.
Nuestra Señora de las Vegas, en Requijada, cerca de Pedraza, es un edificio
románico, bien conocido, que se levanta en un valle al borde del camino. Con
ocasión de las obras de restauración efectuadas en 1971, se llevaron a cabo los
pertinentes trabajos de exploración arqueológica que depararon el hallazgo del
ámbito oriental y cabecera de una basílica paleocristiana. En realidad, un complejo
eclesial con su recinto bautismal y un mausoleo, éste en el subsuelo del atrio,
que es en palabras de Izquierdo “la primera capilla funeraria de época
tardorromana y planta conocida localizada en la Meseta Superior”. Aparte de
su valor intrínseco Las Vegas viene a demostrar la continuidad de un lugar de
culto ininterrumpido hasta nuestros días, como lo corroboran dos necrópolis,
una de los siglos IX-XI y otra de los siglos XII al XIV.
Las Vegas plantea la espinosa cuestión del
posible reaprovechamiento de la fábrica antigua, como sucede igualmente en la
ermita de Santa María de Cárdaba, cerca de Sacramenia, bien estudiada por
Soterraña Martín. Este pequeño edificio, hoy en propiedad privada, se localiza
en un paraje asiento, en opinión de la autora, de pequeños centros religiosos
visigodos, sometidos a los vaivenes de la política repobladora del siglo X y a
la incursión de Almanzor de fines de la centuria: “La donación del
monasterio de Santa María de Cárdaba –se entiende los restos que quedaran de
iglesia o posible cenobio existente desde la época de los visigodos, con su
término–, fue hecha en el año 937 por el conde Fernán González y su mujer doña
Sancha al monasterio de San Pedro de Arlanza”.
Si las Vegas es un ejemplo de perdurabilidad de
culto en un lugar, Cárdaba lo es del propio edificio, de una parte al menos del
edificio, que vio sustituida su cabecera por el ábside románico en el siglo
XII. Esta es la opinión de algunos historiadores, para quienes el aparejo de
sillares a hueso de los muros de la nave y el arco de herradura de la fachada
de poniente son visigodos. En Cárdaba es perceptible, casi a simple vista, la
discontinuidad entre la fábrica de la nave y el ábside, tanto por el aparejo y
la labra como por la simple textura de la piedra.
Muy otro es el caso que se nos plantea con
ciertos edificios de Sepúlveda y alrededores. Sepúlveda es localidad esencial
en la formación del románico y centro así mismo clave en la historia medieval
segoviana. Pasó de manos musulmanas a cristianas y viceversa durante el azaroso
siglo X, hasta que fue repoblada definitivamente por Alfonso VI en 1076,
confirmando el 17 de noviembre de dicho año el famoso fuero. No pretendo opinar
aquí sobre la cronología, autoría y relaciones del románico en Sepúlveda –problemas
que dejo en manos de mi compañero Rodríguez Montañés–, aunque sí recoger
brevemente las dudas que se suscitan con respecto a ciertos elementos que
aparecen en iglesias como San Millán, o la muy “pura” y modélica de El
Salvador, cuyo arco de herradura a los pies no pasa desapercibido. Donde este
problema se agudiza es aguas abajo del río Duratón, en que la fuerza de la
corriente fue horadando una profunda hoz bien fértil en la arqueología
segoviana. Allí, en lo alto de un recodo del río, sobre la masa caliza, en
paraje desértico y azotado por todos los vientos y lluvias, aún resisten en pie
los muros de la ermita de San Julián; pero no la cabecera. Frente a las
iglesias sepulvedanas, en que son fragmentos lo aprovechado, aquí se trata de
toda la fachada occidental, en que se muestran aparejos en spicatum, embebidos
en el muro románico, que Conte y Fernández consideran del siglo X. Lo que
plantea San Julián es el problema de datación de tantos muros de mampostería
que permanecen aislados y anónimos, ya que esta fábrica será la más utilizada
en la arquitectura románica, y de no existir alguna moldura es imposible
asignar fechas. Tan sólo el análisis de los morteros llegaría a resolverlo.
También en la ciudad de Segovia, repoblada diez
años después que Sepúlveda, se abren interrogantes. La fecha oficial de la
repoblación es la de 1088, después de la conquista de Toledo, y lo fue, bajo el
reinado de Alfonso VI, por su yerno Raimundo de Borgoña. La opinión más
extendida es que había gentes con anterioridad y prueba de ello es la singular
advocación de, al menos, tres iglesias en el recinto amurallado: San Cebrián,
San Gudumian y San Briz –ésta sobre un área con vestigios romanos en el subsuelo–,
y una en el arrabal de San Justo: San Antolín. Todas han desaparecido, algunas
ya en el XVI, otras a principios del pasado siglo XX, sin embargo, los
recientes trabajos de investigación en edificios tan conocidos como San Millán
y San Juan de los Caballeros abogan por la existencia de estructuras anteriores
a las románicas.
San Millán es el templo más hermoso de la
ciudad y el de mayores dimensiones.
Se alza en el arrabal de su nombre y en él
destaca un singular campanario, de unos 25 m de altura. Es de planta cuadrada,
y en su fábrica de tapias de calicastro encofrado, que se van solapando, se
abren las ventanas de arco de ligera herradura sobre imposta quebrada. Se
cierra con bóveda semiesquifada, apeada en nervios sin clave común que arrancan
de ménsulas en los ángulos. El campanario fue respetado e integrado en la
estructura románica de sillería, pese a la distorsión e irregularidad que
produce en la planta. Cuál fuera la razón se nos escapa, también su data, pero
de lo que no hay duda es de que se trata de un cuerpo anterior al de la
iglesia, que se fecha en el primer tercio del siglo XII.
En San Juan de los Caballeros, Zamora Canellada
llevó a cabo una campaña arqueológica en 1996-98, en la que se hizo patente una
planta de tres naves, de distribución similar a la actual, con el ábside recto
y las consabidas capillas laterales. La fábrica es de mampuesto de gran tamaño.
El Sr. Zamora lo atribuye a un edificio del siglo VI, con obras de reforma en
el siglo X, como deja entrever un paramento de sillería de la pared meridional.
Es precisamente en este lienzo donde podemos observar cómo ambas etapas fueron
incorporadas en la actual estructura románica. El muro preexistente fue
recrecido y coronado por una cornisa constituida por canes y metopas –éstas
sensiblemente rectangulares, en proporción de tres a uno– característica del
primer románico.
Es obvio que el proceso repoblador ha de ir
unido al constructivo, en especial al de las defensas de las plazas fuertes –en
muchos casos reaprovechadas– y al de las iglesias, pues ambas protegen el
cuerpo y el alma. En este sentido es lógico pensar que en los tres grandes
focos de la provincia, Sepúlveda, Cuéllar y Segovia, se diera principio, en
torno a 1100, a la actividad constructiva, lo que parece corroborar la escasa
documentación conservada. Muy otro, por el contrario, es el problema de en qué
punto se detiene aquella secuencia edilicia, es decir, cuándo podemos darla por
concluida. En verdad aducir un planteamiento temporal es, hasta cierto punto,
gratuito, ya que los sistemas constructivos y el repertorio de formas pueden
prolongarse en el tiempo hasta disolverse en el nuevo modelo gótico. Es cierto,
también, que la técnica, por ejemplo de la talla, varía, pero el espíritu
permanece. Por desgracia no queda en pie una obra primeriza, seguidora de aquel
novedoso estilo formulado en la Isla de Francia, que venga en nuestra ayuda;
tal es el caso de la catedral de Santa María, la primera que hubo en Segovia,
demolida en el siglo XVI, e iglesia de cierta envergadura, a juzgar por los
patronos –reyes y prelados–, de la que se conservan referencias, pero ningún
vestigio de interés.
No puedo imaginar que no se construyera nada en
Segovia durante casi dos centurias, hasta que a mediados del siglo XV el gótico
eclosione en edificios de empaque, en suntuosas estructuras conventuales, sin
embargo no queda, o no conozco, una obra en que se delate el vigor del estilo
que empieza, como es el caso de la vecina catedral de Ávila. Hay sí testimonios
documentales de fundaciones religiosas en aquellas décadas, fundaciones de las
que, salvo el caso de Santa María la Real de Nieva, nada resta, o las ruinas
son tan exiguas que no permiten aventurar una hipótesis, pero todo apunta hacia
la inexistencia del gótico, porque una bóveda de crucería fuera del contexto, o
incluso por sí misma, poco dice. En principio, pues, he de admitir un vacío, no
físico sino de estilo, lo que conlleva la permanencia del románico a lo largo
de décadas y décadas hasta su disolución, hasta ser suplantado por otra forma
de construir que los maestros ya conocen a la perfección.
La pervivencia del románico es el resultado, a
mi entender, de la suma de diversos factores, desde la falta de estímulo
intelectual a la de una cierta indolencia. Salvo aquellas gentes aventureras a
quienes la Sierra no detiene, los vecinos de pequeñas comunidades se sienten
satisfechos y sus necesidades se colman con un mínimo. Los hijos heredan de los
padres el oficio, son artesanos, no artistas. Su campo de acción queda muy
restringido en el espacio y en el intelecto. Si una nave con su ábside cumple
con su cometido, ¿por qué plantear nuevas soluciones para una función que
permanece inalterable? ¿Por qué preferir el riesgo a la seguridad? Otra cosa
muy distinta es la que se deriva de la fortificación y el monasterio, que
requieren, por su peculiar ordenación, la puesta al día. Sobre todo en el
primer caso, donde el arte de la guerra más que aconsejar, exige. Veamos, por
cuanto concierne a la arquitectura conventual, el ejemplo de los dominicos en
Segovia, muy ilustrativo al respecto.
El siglo XIII es el del auge de las órdenes de
predicadores. En 1215, Santo Domingo había fundado el primer convento de la
orden dominica masculina en Toulouse, tres años después arriba a Segovia, donde
fundará el primero español. Santa Cruz, tal es su nombre, plantea una serie de
problemas de adecuación a nuevas funciones, justo por su condición de decano en
España, que no es ahora momento de analizar, pero sí su estilo. Las obras de
adaptación a centro universitario han ido descubriendo la estructura del siglo
XIII que responde al modo románico, desde los arcos a las molduras18. Ahora
bien, lo que extraña es que este edificio, que debe de corresponder, en
principio, a las grandes obras llevadas a cabo en 1257, permanezca fiel a unos
postulados ya de sobra superados, sobre todo en Francia, donde precisamente
había iniciado la Orden su andadura. Y no era el desconocimiento técnico lo que
arredraba a los constructores, porque las obras de infraestructura demuestran
lo contrario, ni el de los nuevos sistemas estructurales, como pone de
manifiesto la bóveda de ojivas de una estancia. La pervivencia del románico en
Santa Cruz sólo se explica desde el rechazo del grueso de los artífices y
operarios por modelos con los que no comulgan.
La insistencia en un modo de construir parece
ir aparejada, en principio, con la del posible desconocimiento de otras
maneras, pero entiendo que no es así al menos en el asunto que nos ocupa. Me
refiero ahora, en concreto, al tema de los nervios, solución mecánica ligada a
la arquitectura gótica. Hay nervios de progenie hispanomusulmana –San Millán y
la Veracruz de Segovia son de sobra conocidos– pero hay otros de sección
circular más afines a lo occidental. Sin duda muchos maestros sabían de ellos y
los emplearon, con mejor o peor fortuna, en los ábsides (Duratón) o en los
cuerpos bajos de los campanarios (San Esteban de Segovia), pero de lo que no
cabe la menor duda es de que no les interesó sobremanera la aplicación
sistemática de los mismos a toda una estructura. Cómo si no explicar el
curioso, pero elocuente ejemplo de la cripta de San Justo en Sepúlveda, en que
su anónimo autor dispuso, por debajo de un medio cañón, unas ojivas que nada
sostienen. Entre los nervios y la bóveda queda un hueco. Parece como si el
artífice hubiera dicho: ¡Aquí veis que conozco la nueva arquitectura, pero no
me seduce!
Materiales
He de aceptar, por consiguiente, unos límites
imprecisos donde moverme y dentro de ellos intentar indagar sobre lo que es
común y lo que pueda haber de singular en el románico en Segovia. Empezaré pues
por las fábricas, porque si bien el material no determina sí que condiciona.
Casi la totalidad de la arquitectura en la capital y provincia está levantada
con mampostería de caliza, en menor porcentaje de pizarra y, excepcionalmente,
de granito y gneis, cuyo resultado óptico dispar, y me refiero al color, ha de
tenerse en cuenta cuando, excepcionalmente, la pared quede sin enfoscar. Por lo
que atañe a la caliza el aspecto es cálido, pero la pizarra produce un fuerte
impacto visual, ajeno a la idea del románico en Segovia. Tal es el caso de
Becerril, en la Sierra de Ayllón, cuya parroquial de Nuestra Señora de la
Asunción está construida con pizarra grafitosa de denso color oscuro que otorga
una gran rudeza al muro, rudeza mayor si cabe por el contraste que se establece
con la cornisa en caliza blanca. La alternancia entre estos dos tipos de piedra
ha sido sabiamente dispuesta en hiladas en la espadaña de San Martín (Martín
Muñoz de Ayllón).
Los constructores de aquella zona de la sierra,
de economía precaria y escasamente poblada, aprovecharon el efecto del color.
También lo hicieron quienes trabajaron en los llanos, en la zona que se
extiende sin solución de continuidad por las provincias de Valladolid y Ávila,
tierras más fértiles y pobladas, donde el uso del ladrillo ha originado una
modalidad sobre la que volveré. Aquí, en las tierras de Santa María la Real de
Nieva, otro tipo de pizarra se dispone en lajas entreveradas con ladrillo y rollo
(ermita de San Isidro, Domingo García), con un resultado de singular bicromía.
Ni las pizarras de la Sierra de Ayllón ni las de los llanos son aptas para la
talla, tampoco el ladrillo, por lo tanto el acabado, bien austero, queda muy
lejos de las galanuras del románico; de lo que se entiende por románico.
Más extraño es el empleo del granito, reducido
a los zócalos de algunas iglesias, San Lorenzo o San Nicolás (Segovia) y
plintos de atrio, San Esteban (Segovia), y del gneis, campanario de San
Andrés (Segovia). Una auténtica rareza es Nuestra Señora de La Losa (El
Espinar), en alusión a la granítica roca en que se asienta, toda ella en
granito. Sospechosos son los fustes graníticos que vemos en algunos atrios y
jambas en la arquitectura civil, pues, de hecho, se puede afirmar que el empleo
de este material queda circunscrito al Renacimiento.
La piedra caliza, la más usada en la provincia,
puede utilizarse como mero mampuesto o en forma de sillar. Al primer caso
responde el tradicional muro de mampostería, de imposible datación a no ser que
una moldura u otra circunstancia permitan asignarle a una u otra época. En este
tipo de fábrica se usa desde el mampuesto de gran tamaño (iglesia del
despoblado de Valdeperal) a aquel más manejable, pero siempre aparejado como es
tradicional y, otras veces, en hiladas regulares. Una solución bastante extendida
es la de encofrar la mampostería. Las cajas del encofrado se disponen según
variantes del mayor interés; unas sobre otras a mata junta, o con las juntas
verticales inclinadas, alternándose éstas en las hiladas, etc. En ocasiones
parece que se dejó la textura del muro una vez retirada la cimbra, lo que hace
visible las tres o cuatro tablas del encofrado, pero el aspecto no muy grato,
sobre todo en el interior, unido a factores de perdurabilidad, aconsejaron
enfoscar la pared, tanto al interior como al exterior. El paso del tiempo ha
ido tiñendo el enfoscado de un tinte cálido, pero, tal vez, en origen sería más
blanco, como lo manifiestan las dos iglesias del subsuelo del convento de Santa
Cruz, soterradas durante cientos de años. Aquí se denota la calidad del
enfoscado, de textura prieta y pulida, como si de un enlucido interno se
tratara. De haberse conservado en tal pureza al exterior de las demás iglesias,
el aspecto final de las mismas hubiera diferido un tanto.
En el mampuesto aparejado en hiladas regulares,
con efecto parecido al sillarejo, la superficie queda a la vista, tal es el
caso del lienzo meridional de la muralla del convento de Santo Domingo, en
Segovia, antigua fortaleza denominada Torre de Hércules.
Otra forma más singular de trabajar es aparejar
a espejo, procedimiento unido por lo general a fábricas mixtas, en que la
piedra alterna con el ladrillo, que se emplea en las esquinas y para enrasar
las hiladas de piedra. Son contados los edificios en que se ha empleado: en los
cuerpos bajos de las torres de El Salvador y de San Andrés, así como el ábside
de San Justo, todos en Segovia.
Me he referido líneas arriba al enfoscado, por
desgracia tan menospreciado y casi siempre eliminado en las obras de
restauración, que remite a una modalidad decorativa muy peculiar de Segovia: el
esgrafiado, de tan larga trayectoria y todavía vigente. El esgrafiado es un
tipo de revoco, denominado en Segovia “aplantillado”, que ornamenta el
muro con diseños variados. No es momento de debatir su origen, sí de dejar
constancia de su aparición en la parte antigua de la Torre de Juan II, en el
Alcázar, y en la de Hércules, las dos en Segovia y fechadas hacia los siglos
XII y XIII. En el caso de la Torre de Hércules el rejuntado sigue el contorno
de la mampostería, por el contrario en el Alcázar se regulariza en forma de
circunferencias tangentes, en cuyo punto de contacto se colocan escorias de
hierro. Ambas torres son destacados ejemplos de arquitectura militar, sin
embargo también se esgrafiaron los exteriores de la iglesia antigua de la
Santísima Trinidad y el ábside lateral de la de San Andrés de Segovia y, lo que
es más singular, los paramentos internos de San Justo también en la capital, lo
que producía en verdad un efecto chocante, como de inversión de ordenación
mural, al tratar el interior como si fuera un exterior.
Por último cabe mencionar algo tan especial
como es el calicanto, reservado para la cimentación y el alma de las paredes,
pero que en determinados casos quedó al desnudo produciendo una curiosa y
extraña sensación. El ejemplo más relevante es el campanario de San Nicolás de
Coca, bloque aislado, sin restos del edificio al que pertenecía, lo que llena
de suspense. Adornan sus frentes arquerías ciegas, moldeadas en las cimbras,
que imitan las de ladrillo.
En este campanario, como en tantas otras
paredes, es visible el proceso de su construcción. El muro se levanta en
sucesivas tongadas, que abarcan el largo del mismo o se subdividen en cajas,
para las que se emplea el andamio empotrado. En ocasiones se deja libre el
hueco en que ha de ir la portada, que se moldea con cimbras independientes. La
pericia de los constructores se muestra en los variados enjarjes de las
paredes: unas veces se hicieron primero los muros de la nave y después el
ábside (San Miguel de Carbonero); otras siguiendo la tradición, ábside primero
y después la nave, pero siempre solapando y entestando a la vez ambos. Pero
donde alcanzan mayor refinamiento es en la fachada occidental, en la que se
disponen tongadas independientes de los muros de la nave alternando con otras
encofradas al unísono con éstos, es decir, la esquina es común. En la ermita de
Pinillos (Armuña) se optó por encofrar a la vez el tercio inferior de la
fachada occidental y muro norte, y el resto superior de aquella con el muro
meridional. Por otra parte, en este ejemplo, podemos observan cómo la pared sur
no es un todo continuo, sino que en el centro se interrumpió para dejar un
amplio hueco en el que después se cimbró la puerta con sus arquivoltas, como si
de un elemento autónomo se tratara. En todo caso con ladrillo se hacen los
huecos, las líneas de imposta, las cornisas y se adornan las esquinas. Aún son
visibles los mechinales en que se empotraban las vigas que sostenían el tablado
y permiten seguir la secuencia de la construcción.
La sillería ha sido menos empleada. Su uso
supone la asunción de una empresa de gran envergadura. La sillería magnifica la
iglesia y ennoblece a los comitentes, a la par que pone a prueba la pericia de
los maestros canteros. La piedra caliza se talla en bloques regulares y el
aparejo es pseudoisódomo, aunque no falten ejemplos de sillería no enjarjada e
incluso sillares engatillados. En el muro de sillería ordenada en hiladas
regulares se sigue el siguiente proceso de construcción. Sobre la cimentación se
disponen dos hileras paralelas de sillares, cuyo hueco intermedio se rellena
con mampostería o calicanto. Los muros se van levantando al unísono, en hiladas
sucesivas hasta llegar a la coronación. En el caso de la estructura abovedada,
o en los ábsides, se colocan las hiladas regulares sobre la cimbra y una vez
cerrado el espacio se vierte el calicanto encima. Unos buenos ejemplos en que
se percibe con toda claridad este proceso son los ábsides de los “ermitones”
de San Miguel de Bernuy. También se utilizan sillares para reforzar las
esquinas, los huecos y las cornisas, y esto tanto por razones estructurales
como decorativas.
He dejado para el final el ladrillo, porque soy
consciente de los problemas que el uso de este material conlleva. El ladrillo,
empleado en los llanos –aunque no exclusivamente–, es el material que ha dado
pie a la consideración de un estilo denominado mudéjar, estilo, o metaestilo
según Chueca Goitia, que es genuinamente español y punto de controversia entre
los historiadores. No es momento ni lugar para debatir tan espinoso problema
que, en mi opinión, arranca en parte de un momento crítico en la consideración
del arte español, al que había que buscar necesariamente una seña de identidad.
Desde luego establecer la ecuación población mudéjar igual a iglesia de
ladrillo es en el caso segoviano un tanto sorprendente, porque se pueden contar
con los dedos de la mano las referencias documentales a gentes del islam. Es
más, cuando las hay no son sino alarifes del siglo XV, los que obraban en el
Alcázar o en obras de patrocinio regio, pero esta es harina de otro costal. Así
pues, entiendo que un edificio de los siglos XII y XIII hecho con ladrillo
parte de los mismos supuestos y plantea los mismos problemas que uno en piedra.
Las iglesias que se esparcen por estas tierras de cereales y pinares nacieron a
la par que sus hermanas de piedra, respondieron a las mismas necesidades y
concluyeron al tiempo.
Nos olvidamos con frecuencia que el muro de
ladrillo se trabaja igual que el de la estructura pétrea. Hay un alma de
calicanto o de mampuesto forrada en ciertas partes, sólo en ciertas partes, con
ladrillo, pero no muros enteros; tan excepcional es el caso de la pared norte
de San Andrés de Cuéllar –donde por cierto el zócalo es de sillería– como lo
son las paredes de granito de Nuestra Señora de la Losa. El ladrillo no viaja
solo, sino acompañado de la piedra –el tradicional opus mixtum romano–, y puede
aparejarse de muy distintas maneras: como nivelador de la cimentación (ermita
de Pinillos, en Armuña); en rafas a lo largo de un muro de mampostería, desde
la muy sencilla disposición en la ermita del Cerro del Águila (Balisa) a la más
compleja y cargada de voluntad estética de la iglesia Vieja de Melque; en los
esquinales (ermita de San Miguel de Carbonero); alternando con sillares (San
Martín de Segovia), o regularizando hiladas en el aparejo a espejo de San Justo
(Segovia); es decir, toda una serie de posibilidades, porque el tamaño del
ladrillo y su forma regular son muy aptas para enrasar fábricas y resolver
ángulos rectos. Es justamente la alternancia, en que el color rojo se impone,
lo que llama la atención y lleva a considerar a estos edificios como algo
diferente. Qué duda cabe que el ladrillo puede ejercer una función mecánica, en
los arcos de una nave, por ejemplo, pero de la misma suerte que lo hace el
sillar. De hecho, podemos encontrar fajones en el presbiterio, tanto de
sillares como de ladrillo que se han caído y la bóveda sigue en pie. Pero donde
se percibe con toda nitidez que el ladrillo suple al sillar es en las esquinas,
en que la falta de ambos, bien por desprendido o por arrancado, incide del
mismo modo sobre la estabilidad del paramento.
Plantas y alzados
Hemos hecho acopio del material y procedemos a
levantar el edificio. Bien es sabida la diversidad de plantas con que se opera
en el románico, pero la más común es el rectángulo, con eje direccional
este-oeste, clara herencia de la basílica paleocristiana, y ábside curvo en la
cabecera. Tan simple esquema se adecua perfectamente a la función del edificio,
en que ha de desarrollarse una ceremonia litúrgica con un oficiante al este, en
un espacio dignificado, y una asamblea en el resto. La sencillez de la planta
se acusa en el alzado y la cubrición, exentos de todo problema estructural. Tal
es el modelo más común en el románico segoviano, desde las humildes ermitas o
iglesias parroquiales de pequeños núcleos a las sofisticadas fábricas del
románico sepulvedano.
Con los materiales arriba reseñados se hacen
tanto la cabecera como la nave. En el caso de la piedra toda la iglesia puede
ser de mampostería, o, más raramente, de sillería, pero es muy frecuente que
coexistan ambas, reservando el sillar para la cabecera y el mampuesto para la
nave, bien entendido que puertas y ventanas siempre se recercan con sillería o
con ladrillo, empleados así mismo en las esquinas y cornisas. En cuanto a las
iglesias de ladrillo, las cornisas son bien de piedra o formadas por el vuelo
de dos o tres hileras de ladrillo, colocados a sardinel o en esquinillas.
La iglesia consta de dos partes bien definidas:
la cabecera y la nave. Ésta no ofrece nada de particular, es una mera caja en
la que entesta la cabecera. El paralelepípedo de la nave queda definido por la
sobreelevación del muro en que se abre el ábside, rematado en triángulo, o
piñón, en cuyo vértice puede colocarse una pequeña espadaña de un solo hueco, y
entre ésta y el tejado del ábside una ventana. La forma triangular de dicho
muro es coherente con la inclinación de los faldones tanto del ábside como de
la nave, pues de no ser así el efecto sería disonante.
Es en la cabecera donde el artífice despliega
su sabiduría, al jugar en planta con la proporción entre el tramo recto y el
medio cilindro del ábside, y en alzado con la ordenación externa e interna de
los paramentos. El ábside curvo es tan consustancial al románico que casi
define el estilo, lo que no es óbice para que los haya planos (Santa Cruz, en
Maderuelo) o poligonales, modelo éste común a las iglesias en que se emplea el
ladrillo, pero insólito en los de piedra, como el lateral de San Andrés, en Segovia.
Es el ábside de sillería –de sillería bien
escuadrada– el que permite mostrar toda la pericia y capacidad estética del
maestro, más allá de la mera actividad escultórica. El tratamiento de una
superficie curva entraña ciertos problemas a los que no son ajenos la luz y la
centralidad de la ventana que, por fuerza, ha de existir. El cilindro, de por
sí, es una figura muy estática y un tanto dura, dulcificada por la luz que
resbala, interrumpida en el centro por un vacío; la ventana, cargada de un
valor simbólico, pero que es a la par el eje de las coordenadas que ordenan el
medio cilindro, bien sean ideales (proporción y situación), o físicas
(impostas).
La belleza dimana de la proporción. El cilindro
puede ser esbelto o chaparro, pero estas cualidades o defectos se atenúan o
engrandecen conforme sea la solución dada a la ventana, donde es
imprescindible, o casi, la presencia de la imposta, que puede reducirse al
ancho de la rosca, rebasarla un tanto o abrazar por entero el medio cilindro.
Un paralelo así trazado –permítaseme el símil geográfico– exige
correspondencia, que ha de estar a los pies, justo en el alféizar, pues de no
ser así la ventana parecería colgar. Tenemos de esta suerte una primera banda
que segmenta el cilindro en tres franjas horizontales, cuyas impostas mueren en
el codillo, es decir, el punto de encuentro entre el medio cilindro y el tramo
recto. El hallazgo de la semicolumna fue esencial para subrayar la esbeltez del
cilindro a la vez que para subdividirle ahora en tres segmentos verticales,
donde pueden hallar acomodo las otras dos ventanas de las tres con que suele
contar el ábside central, el modelo digamos arquetípico. El resultado es un
semicilindro en que las verticales y horizontales configuran una retícula de
nueve tramos. El equilibrio así conseguido se refuerza por la posición de las
ventanas en la banda central.
Este es el tipo perfecto, y “a priori”
el más moderno, pues es el resultado de un proceso de madurez y reflexión, lo
que no supone que muchos maestros de obras se atuvieran a él. De hecho hay
múltiples variantes, e incluso la vuelta en ábsides recientes a soluciones
periclitadas. O por el contrario, han multiplicado las columnas o impostas,
movidos por un deseo de riqueza, de engalanar tan atractiva superficie con una
solución no siempre feliz.
Este ábside, digamos, canónico, es aquel que se
repite en tantas y tantas iglesias y cuyo resultado estético depende, una vez
conocida la norma, de la proporción y equilibrio entre los huecos y entrepaños.
De hecho, no resulta muy grato, como he dicho, el intento de añadir cañas; por
ejemplo, en Cobos de Fuentidueña en que la introducción de otras dos origina
cinco entrepaños y no tres, rompiendo un tanto el equilibrio, ya que el primero
y quinto son una zona en silencio anteriores al codillo. Más afortunada resulta
la solución de desplazarlas hasta el codillo (San Lorenzo, en Segovia).
La estética del románico busca suavizar el
ángulo recto, de ahí la presencia de boceles en las aristas y de las columnas
en las ventanas. Por consiguiente, la elección de la semicolumna en la
ordenación del ábside responde no sólo a este gusto por la curva, sino a la
pura coherencia de respetar ese mundo de superficies curvas que es el ábside,
desde las basas de las cañas hasta el esquema geométrico de los canecillos. En
este sentido no es muy afortunada, a mi parecer, la elección de pilastras
rectangulares en vez de semicolumnas en la parroquial de Duratón.
Ábsides y paredes de la nave se rematan en los
consabidos aleros, que en Segovia pueden alcanzar cierta exhuberancia,
decorándose incluso las metopas y cobijas. Los canes y las metopas se disponen
regularmente, regularidad que exige la elección del cuadrado para la metopa. De
lo contrario, el edificio peca de una cierta tosquedad o, tal vez, de
antigüedad (muro norte de San Esteban, en Segovia), pues queda al descubierto
la impericia. La cornisa suele adoptar la nacela, moldura empleada igualmente
como remate de la fachada.
Centrado el esfuerzo decorativo en la
ordenación de los ábsides, la parte más noble y relevante, el resto de los
paramentos apenas requiere la atención del maestro constructor que se centra en
las ventanas y puertas, con numerosas variantes, desde el simple arco apoyado
en las jambas hasta el de múltiples arquivoltas, con boceles o sin ellos. Un
buen ejemplo de portada de este tipo enriquecido es la de San Martín de
Segovia, que además cuenta con otra, en el atrio, con estatuas-columna, caso
insólito en el románico segoviano. Singulares son también los tímpanos,
reducidos a dos o tres ejemplos, entre los que destacan el de La Virgen de la
Peña (Sepúlveda) y el delicioso, con restos de color, del ingreso al campanario
de San Justo (Segovia).
Las portadas y las ventanas se cerraban con
puertas y rejas. No se ha conservado en el románico en Segovia el menor
vestigio de vidriera o de tracería en una ventana, sí alguna reja, como la que
procedente de San Nicolás se guarda en el Museo de Segovia. Sigue la forma
consabida de unir a los barrotes, mediante abrazaderas, una pretina enrollada
en los extremos. Por lo que respecta a las hojas de las puertas, decoradas con
chapas y cintas terminadas en volutas, son magnífico ejemplo las de San Millán
de Segovia.
El volumen externo de estas iglesias, su rápida
captación por el observador, nos dicen de una arquitectura parlante muy en la
línea de la tradición basilical paleocristiana. También lo son los interiores,
si bien carentes de la ligereza y luminosidad que caracteriza aquélla. Y por
supuesto, de su brillante decoración. Son interiores mucho más austeros y en
penumbra, porque las paredes enlucidas a duras penas pueden añadir luminosidad
a la escasa que penetra por el ábside o por alguna ventana a los pies. La nave,
pavimentada con material cerámico, supongo, y cubierta con una armadura de par
y nudillo, labrada en los casos más humildes con rollizos o vigas a medio
escuadrar, entesta contra el arco triunfal, que se abre al espacio rectangular
del presbiterio y semicircular del ábside.
La cabecera es el punto más sagrado, el lugar
en que se celebra la liturgia, el centro al que se dirige la atención del fiel
y, en consecuencia, donde se vuelca la decoración. El interior del ábside es un
cilindro, igual que el exterior, pero cóncavo. Así, a la curvatura externa,
limpia y con las ventanas sin moldurar, corresponde una concavidad continua al
interior (San Frutos del Duratón), pero siempre con la imposta en el arranque
de la bóveda, que no es sino la materialización del diámetro del cuarto de
esfera. Ahora bien, si el tratamiento externo es el de la retícula producida
por las semicolumnas e impostas –el ábside canónico– en el interior se suprimen
las primeras (San Miguel, en Fuentidueña). La razón no es otra sino la que se
deriva de la dificultad de cómo concluir este elemento, puesto que por fuera el
capitel –consustancial a toda columna– es el apeo de la cornisa, límite
espacial a su vez del cilindro del ábside, pero dentro éste no tiene fin; se
prolonga en la curvatura del cuarto de esfera. Es cierto que la imposta, en el
encuentro entre el cilindro y el cuarto de esfera, significa límite, sin
embargo carece de la suficiente potencia, del volumen o vuelo que demandaría el
apoyo en un capitel, como lo exige la cornisa externa. De este modo, si al
interior se repitiera la ordenación externa los capiteles quedarían
inarticulados, al no ser apoyo de nada, pues apenas tiene cuerpo la imposta, y
si se eliminaran y los fustes la rebasaran, al momento se transformarían en
nervios con una clave común en el arranque de la bóveda. Sin embargo, hay casos
excepcionales que nos hablan de una capacidad de composición francamente
notable y refinada. En San Vicente (Fuentesoto) o en San Miguel (Sancramenia)
las semicolumnas del exterior se repiten al interior, pero enlazándose mediante
arquerías ciegas. Es obvio que, por coherencia, los cimacios de los capiteles
asuman la función de la imposta, de tal suerte que las antedichas arquerías,
que apoyan sobre éstos, la rebasan y se integran en el arranque de la bóveda de
horno. Se configura así una a modo de bóveda baída, ya que la hasta entonces
imposta continua, que señalaba el punto de unión entre el cilindro y cuarto de
esfera, es ahora una línea discontinua formada por cimacios.
Los ábsides también son campo donde pueden
explayarse las arquerías ciegas como elemento ordenador. Son contados los
ejemplos en el exterior del tramo recto (San Miguel, en Fuentidueña) o en la
curvatura del ábside (San Martín, en Segovia), y más numerosos al interior (La
Santísima Trinidad, en Segovia). El paramento del ábside al interior no contaba
con ningún elemento plástico, salvo los que demanda la propia arquitectura
-capiteles de ventana e imposta– por lo que resulta insólito, incluso en el
románico castellano, el ábside de la parroquia de Santiago (Turégano), con
grandes figuras y escenas en altorrelieve, como si de un retablo se tratara,
hoy encubiertas por uno barroco que las ha protegido durante décadas.
Evidentemente van coloreadas y el impacto visual debía de ser sorprendente.
Todo lo anterior por lo que se refiere al
edificio de nave única, al que considero el tipo, y por ende el generalizado.
No faltan los de tres, aunque son minoría y responden a empresas de envergadura
o a iglesias monásticas. Un buen ejemplo es la iglesia de San Millán, en
Segovia, con crucero en alzado y cabecera canónica, a la que se añadió un
cuarto ábside, proyectado para ser remate de un atrio, pero que nunca llegó a
colmo por interponerse el campanario. San Millán es la parroquia de un gran
barrio a extramuros, como lo es Santa Eulalia, lo que me hace sospechar si no
sería la necesidad de acoger a tantos fieles, más que el patrocinio regio de
Alfonso I el Batallador, rey aragonés con el que se vincula el edificio, la
causa de su tamaño, pues no deja de ser chocante que Santa Eulalia –aunque
derribada en el XVII conserva partes de la antigua estructura– fuera también de
gran amplitud y esté en el otro arrabal densamente poblado. También existen
ejemplos en el románico de ladrillo como San Andrés de Cuéllar, y en algunas
ermitas, en cuyo caso me inclino a pensar en la permanencia de un lugar de
culto de gran predicamento, caso de Nuestra Señora de las Vegas, en Requijada.
El tipo de tres naves es el que se sigue en las
iglesias monásticas, muy contadas en la provincia de Segovia, ya que los monjes
de San Benito y de San Bernardo apenas tuvieron asiento por estas tierras
(Santa María, en Sacramenia). No fue así con respecto a las órdenes de
predicadores, de hecho en la capital se fundaba en 1218 el primer convento
dominico en España, el de Santa Cruz, que lo fue por manos del propio Santo
Domingo de Guzmán o por uno de sus más tempranos discípulos. Todo el conjunto
conventual se levantó conforme a los postulados del románico, si bien, y por el
momento, no sabemos cómo era la iglesia, aunque todo hace suponer que de nave
única y cubierta con madera.
Junto con los monasterios, las catedrales
también fueron focos de cultura y de investigación de soluciones constructivas
y formales. Por lo que atañe al conjunto catedralicio de Santa María, la
antigua sede segoviana, asentada frente al Alcázar y destruida en el siglo XVI
de resultas de la guerra de las Comunidades, es muy poco lo conocido. Conforme
a la documentación y a la relación de Pantigoso, se trataba de un edificio de
piedra y ladrillo, de tres naves, crucero y cabecera de tres ábsides. Tenía su
claustro que, al estar ya en mal estado, fue desbaratado y reconstruido por
Juan Guas en 1471. Sin embargo, se conserva la Claustra, o barrio de los
canónigos, de la que hablaré más por extenso.
Además del empleo de las plantas de una y tres
naves, he de considerar las iglesias de dos y las de planta centrada. En
solitario, y al borde del camino que de Segovia lleva al vecino municipio de
Zamarramala, la popular iglesia de la Vera Cruz, o del Santo Sepulcro –tal es
su nombre en la escasa documentación–, es edificio sometido a todo tipo de
especulación, donde tienen cabida las cábalas esotéricas y otras peregrinas
interpretaciones. Todo ello deriva de su curiosa planta: un dodecágono al
exterior y una circunferencia al interior, con un edículo central. La iglesia
fue consagrada en 1208, lo que dio pie a Lampérez para formular su teoría de la
modernidad del románico en Segovia.
En cuanto al templo de dos naves, no se trata
en realidad de un espacio unitario concebido como tal, es decir, con una hilera
central de soportes, sino, más bien, de una nave a la que se le ha añadido, con
posterioridad, otra adosada a un costado y con su correspondiente ábside. En
ocasiones el campanario se yergue justo delante del ábside, con la consiguiente
bipolaridad ya que el eje este-oeste es contrarrestado por la verticalidad del
vacío de la torre (San Quirce, en Segovia). Aún no esta clara la función
primera de esta segunda nave, que puede suplantar al atrio o formar parte de
él, alguna de las cuales fue utilizada posteriormente como capilla funeraria.
Sea como fuere, en su mayor parte quedaron integradas en el cuerpo de la
iglesia mediante la simple apertura de arquerías en el muro de la nave
principal (San Andrés, en Segovia).
Atrios y campanarios
Un tema muy sugestivo y que incide de forma
directa en la percepción visual de las iglesias son los atrios y campanarios.
El atrio, nombre popular con que son conocidas en Segovia las galerías
porticadas, es un elemento común a varias provincias castellanas, que encuentra
en la nuestra gran aceptación, donde pudo iniciarse con el de El Salvador
(Sepúlveda). Se trata de un espacio que cumple diversas funciones, desde la de
cementerio a la de “concejo”: El concejo e el cabildo de los clérigos
de la villa de Maderuelo otorgamos que seyendo ayuntados ante la iglesia de
Santa Maria en concejo ansi como es costumbre. El pórtico esta adosado a la
nave, por norma al lado sur, sin que falten ejemplos en que haya otro al lado
norte (San Millán, en Segovia) e incluso dé la vuelta por la fachada
occidental, quedando entonces el edificio rodeado de arquerías, salvo la cabecera
(San Martín, en Segovia). El número de arcos es variable –mucho se ha discutido
sobre el posible valor simbólico del siete– y el ingreso se hace por uno de los
extremos y por el centro de la galería, resaltándose el mismo por la presencia
de estribos a los lados. Se cubren con colgadizo y, excepcionalmente con
bóveda, tal es el caso de San Esteban (Nieva), que lo hace con cañón apuntado
de ladrillo.
El campanario o la espadaña son estructuras
necesarias para convocar a las gentes e incluso regir el curso del día. Algunos
sirvieron de torres de vigía, especialmente en la zona de los llanos (San
Pedro, en Rapariegos). Unos y otras responden a las necesidades de la
comunidad, por consiguiente las espadañas están en las ermitas o iglesias
rurales escasamente pobladas, y suelen ser muy sencillas, con uno o dos huecos
para las campanas (Linares del Arroyo). Los campanarios son muy numerosos y
alcanzan mayor o menor grado de calidad y altura. La planta es sensiblemente
cuadrada y su posición, por lo general, en el lado norte y junto al tramo recto
de la cabecera. Su fábrica abarca desde la mampostería a la sillería pasando
por el encofrado y el ladrillo. El tipo más simple es aquel en que sólo hay un
cuerpo de campanas y el más complicado, en el que se superponen varios; San
Cristóbal (La Cuesta), y San Lorenzo (Segovia), son ejemplos de ambos modelos.
Menos comunes son aquellos que se yerguen sobre el crucero, La Santísima
Trinidad (Segovia) o están aislados, El Salvador (Sepúlveda) y algunos
realmente sobresalientes por su altura y ornamentación. La parroquia de La
Asunción de Nuestra Señora (Cedillo de la Torre) asombra porque en un pueblo
tan pequeño se haya levantado semejante estructura; el sobrenombre de la Torre
es de por sí bastante elocuente. En Segovia, el bellísimo y conocido campanario
de San Esteban nos dice cómo, en ocasiones, la arquitectura responde a una
voluntad estética y de prestigio más que funcional. Nada sabemos ni de la
fecha, ni del experto maestro, ni de quién lo sufragó, pero lo que es evidente
es que en él se aunaron el poder y el orgullo de clase con la fe y la pericia
del artífice. El resultado fue sorprendente.
Ahora bien, los campanarios plantean un curioso
problema, cual es el de la subida al cuerpo de campanas. Por lo general todo el
hueco es un vacío subdividido en pisos mediante tablados, a los que se accede
por escaleras de madera adosadas a los muros perimetrales. Sin embargo, en
muchas torres el cuerpo bajo está abovedado, en cuyo caso se llega al trasdós
de la bóveda mediante un husillo, interno (San Esteban, en Segovia), externo
(Santísima Trinidad, en Segovia) o escalera embebida en el muro (Nuestra Señora
de la Asunción, en Migueláñez). Pero a veces la bóveda ha sido horadada con
posterioridad para introducir el tiro de escalera de madera, lo que me lleva a
pensar por dónde se subía en origen (San Andrés, en Segovia).
Sistemas de cubrición
Vistas las plantas y alzados me queda por decir
algunas palabras sobre los sistemas de cubrición. Ya me he referido a la
estructura más común y sencilla, aquella en que la nave está cerrada con madera
y el tramo rectangular y el ábside lo hacen con medio cañón y bóveda de horno
respectivamente. Éstas bóvedas, igual que las paredes, se resuelven con todo
tipo de fábricas: de sillería (San Martín del Casuar), de mampostería en lajas
de caliza (Linares del Arroyo) o de pizarra (San Miguel de Carbonero), de mampostería
encofrada (ermita de San Pedro, en La Losa), de calicanto (iglesia Vieja de
Melque) y de ladrillos (ermita de Santa Irene, en Bernardos). En las iglesias
de sillería de una nave puede emplearse el medio cañón –no se rebasa la media
docena de ejemplos (La Virgen de la Peña, en Sepúlveda)–, y por lo que respecta
a las de tres, salvo en las de Cister (Santa María de Sacramenia) o en las que
siguen esta escuela (San Miguel, castillo de Turégano), todas por lógica
apuntadas. El medio cañón puede reservarse para el brazo del crucero (San
Millán, en Segovia) y las naves laterales (San Andrés, en Cuéllar). En los dos
últimos casos la nave central se cierra con madera.
El uso de la arista no es tan común como a
simple vista pudiéramos pensar (capillas laterales de San Benito, en Samboal).
Más peregrino incluso es el cuarto de cañón, que pudo ser empleado en las naves
laterales de la abadía de Párraces.
Resta por referirme a otro tipo de cubrición
cual es el de la bóveda de nervios y el de cúpulas. Las bóvedas de tradición
hispanomusulmana, es decir aquellas en que los dobles pares de nervios dejan un
espacio en el centro, más o menos cuadrado, fueron utilizadas en Segovia (La
Vera Cruz). Otras de la misma progenie, pero reducidas a un solo par que
arrancan de las esquinas o del centro de los muros, pero sin clave común, en el
campanario de San Millán, en la capital, y en el de Nuestra Señora del Barrio,
en Navares de las Cuevas. Ya a los comienzos de la formulación gótica
corresponden aquellas de ojivas, por ejemplo, en el campanario de San Quirce
(Segovia).
Las variantes de las bóvedas no se resumen a lo
anteriormente dicho, hay al menos otras dos, un tanto singulares, que nos dicen
del interés de los maestros por soluciones novedosas que demuestren su pericia.
La primera, que sorprende por su tamaño y altura, cierra el cuerpo bajo del
campanario de San Esteban. Se trata de una bóveda esquifada de ocho paños que
apea en trompas. La segunda en la ermita de Mata de Quintanar, en una finca de
propiedad particular, admira por la perfección con que está tratada la cúpula
sobre delicadas pechinas y por su estereotomía. Es algo ajeno al mundo en que
nos movemos y más acorde con la arquitectura de tradición clásica, sea el
Oriente antiguo o el renacimiento.
El color
Se nos olvida con frecuencia la aplicación del
color en la arquitectura, y no me refiero a la pintura mural, que encubre
pobres fábricas, que tuvo tanta proyección y de la que se han conservado
ejemplos relevantes en los ábsides de la ermita de Santa Cruz de Maderuelo y de
San Justo de Segovia, o en los zócalos de las residencias segovianas. La
pintura es el acabado lógico de la escultura, pero no sólo de aquella de
estricto carácter devocional, desde las imágenes sedentes de María hasta los
relieves del ábside de Santiago de Turégano sino también de los capiteles, de
cuya existencia sabemos por el testimonio de los que vieron los del atrio norte
de San Martín de Segovia, cuyo color desapareció poco después de que se
liberaran del muro que los había preservado durante años, como va
desapareciendo lentamente del tímpano de San Justo, así mismo en la capital. Si
en estos casos el color refuerza la imagen y hace más legible el mensaje a
trasmitir, en el caso de las impostas, sobre todo en la arquitectura civil, el
color rojo, el único empleado, las subraya y delimita.
Los comitentes
Las iglesias fueron levantadas para cumplir,
esencialmente, una función religiosa y no quedan apenas referencias
participación del rey, del concejo y del obispo en las obras de la catedral de
Santa María, y Lozoya opina que los Falconi quizás intervinieron en el
campanario de San Esteban, pero es una mera hipótesis. Se ha dicho que las
grandes catedrales góticas solo pudieron edificarse en un momento de profunda
fe, lo que es bien cierto con respecto a la de Segovia –a la catedral gótica–
pues, frente a lo que podría pensarse, no fueron ni el rey ni el obispo, sino
el pueblo llano quien consiguió llevar a colmo tal empresa. Es posible que otro
tanto acaeciera con las parroquias y templos de la Segovia de los siglos XII y
XIII.
La parroquia estaba presente en el nacimiento,
la vida y la muerte del feligrés. Allí se bautizaba, se casaba y era enterrado.
Las campanas regían el quehacer cotidiano y en el atrio, o en la propia nave,
podían resolverse asuntos de la comunidad. Hasta tal punto estaban imbricado lo
sagrado y lo profano, que las advocaciones son en su mayor parte de santos de
carne y hueso, santos tangibles, de quienes se recaba y espera ayuda y, cómo
no, de la Virgen, en su calidad de madre protectora. Así, de más de trescientas
cincuenta iglesias, un centenar y medio están dedicadas a santos, cerca del
centenar a la Virgen, más de medio centenar a los apóstoles, a las santas 28
(en su mayor parte ermitas), a Cristo 10, a la Cruz 8, a la Santísima Trinidad
4 y al Espíritu Santo 1. Está bien claro que la mente del hombre de estas
tierras era más práctica que especulativa.
Las grandes líneas del románico en
Segovia
Intentar encuadrar el complejo románico en
Segovia, crear escuelas, definir unidades es un tanto arriesgado, de ahí que
prefiera hablar de románico en Segovia que no de románico segoviano, aunque soy
consciente que la arquitectura de esta provincia tiene un “aire” peculiar; el
mismo, podríamos decir, que diferencia un hermano de otro. Es obvio que un
maestro originaría un taller y que las cuadrillas en él formadas esparcirían
sus conocimientos y formas, que se mezclarían, a su vez, con las de otros talleres
y otros lares. Habría flujos y reflujos, piezas de calidad salidas de hábiles
manos junto con otras de manos más torpes, y atrevidas soluciones técnicas
frente a las estereotipadas. Toda una amalgama, en fin, que forma un sustrato,
un tejido difícil de deshilachar, porque además el tiempo, hacedor y
destructor, nos ha privado de puntos, ha roto la continuidad de la urdimbre, y
por ende alterado nuestra lógica. Por esto he preferido sintetizar este
fenómeno cultural en tres localidades de relevancia histórica, que están, a la
par, casi equidistantes y se asientan en tres paisajes –la faz de la geología–
muy distintos. Me refiero a Sepúlveda, Cuéllar y Segovia.
Por lo que atañe a Sepúlveda, hermosa población
encaramada en lo alto de las hoces del Duratón, su historia es bien conocida,
al igual que la trascendencia de su famoso Fuero, que tan gran predicamento
tuvo allende de estas tierras. Repoblada definitivamente en 1076, Sepúlveda
llegó a contar con varias iglesias, entre las que descuellan El Salvador, la
Virgen de la Peña y San Justo. La primera es iglesia que se ha puesto en
relación con San Miguel, en San Esteban de Gormaz, porque ambas participan de
soluciones idénticas, pero sobre todo porque para los eruditos es necesario
establecer la prioridad entre ambas. En realidad el tema se debate a partir de
la lectura de una fecha en un canecillo del atrio de San Miguel (1081 ó 1111) y
la de 1093 para el ábside de El Salvador. La opinión más generalizada es que el
Salvador, como estructura –el atrio es otra cuestión–, es anterior, pero que de
ambas arranca la serie de edificios románicos al sur del Duero. La planta es
idéntica: cabecera curva, presbiterio corto y nave. Semejanzas existen también
en lo escultórico. Las diferencias radican en la regularidad de la nave,
fábrica de sillería, cubrición con bóveda y ordenación del ábside en el caso de
El Salvador, frente a la irregularidad de la nave, fábrica de mampostería,
cubrición con madera y ábside sin ordenar en San Miguel. Hay, en resumen, dos
iglesias construidas muy cercanas en el tiempo y en el espacio, de las que
deriva, a grandes rasgos, todo el románico en Segovia, con múltiples variantes.
El Salvador es una obra edificada por un
experto artífice que conoce el románico en Burgos. Es de nave única, ábside
curvo y corto tramo recto. Se aboveda con medio cañón que apoya sobre dos
fajones. Entre los responsiones de los muros se tienden arcos ciegos. Iluminan
la nave una ventana a poniente y otras dos, al sur, en los tramos primero y
tercero. Al lado norte, al final de la nave, hay un robusto y aislado
campanario y a lo largo del frente sur uno de los más antiguos atrios, o
galerías porticadas, de Castilla. Frente a la perfección de la fábrica
sorprende una escultura de talla muy tosca que, marginada de la dinámica
escultórica del siglo XI, se enraíza en modelos y técnica de origen
prerrománico.
Aguas abajo del Duratón, al borde del
acantilado y en un meandro del río, la ermita de San Frutos es otro ejemplo de
iglesia de una nave cerrada con medio cañón. Está fechada en 1100 como consta
en el ábside. Frente a la galana proporción de la nave de El Salvador,
sorprende en este priorato benedictino lo achaparrado de la suya, así como la
nula ordenación del ábside, mucho más torpe. Es evidente que no responden al
mismo maestro.
Siguiendo el curso del río, en la margen
izquierda la villa de Fuentidueña se desliza por la empinada pendiente,
coronada por las ruinas del campanario de San Martín, cuyo ábside adorna hoy la
ribera del río Hudson, en Nueva York. A media ladera, sola, entre el castillo y
el pueblo, la iglesia de San Miguel. Es también de una nave, con cinco tramos,
y responde al tipo marcado por El Salvador. No falta el atrio, ahora al lado
norte, pero la singularidad radica en el ábside, donde culmina la evolución iniciada
en San Frutos. Aquí es un cilindro puro, con unas saeteras a modo de ventana.
En El Salvador, el maestro adosó cuatro semicolumnas, o cañas, que le dividen
en cinco paños –las columnas una y cuatro en el codillo del tramo recto– y
prolongó el cimacio de los capiteles de las ventanas a modo de imposta que
divide horizontalmente el ábside. En San Miguel se agrega otra imposta,
paralela a la anterior y a ras del alféizar, lo que origina una banda
horizontal. El resultado es un ábside reticulado, muy cerca del modelo
canónico, de nueve rectángulos, si no fuera porque la presencia de cuatro
columnas en lugar de dos lo impide. El aumento de semicolumnas viene
condicionado por la prolongación de la curvatura del ábside y consiguiente
cortedad del tramo recto del presbiterio, y es sistema muy seguido en las
iglesias de la zona.
Si la escultura de Fuentidueña procede de
Silos, de lo que no cabe duda es que la ordenación del ábside, aun habiendo
otros por Soria y Burgos, guarda grandes semejanzas con San Isidoro de León. No
sólo por el ritmo, proporción y correspondencia entre paños y huecos, sino por
la moldura de las impostas, de ajedrezado la inferior y con flores inscritas en
círculos la superior. En El Salvador se palpan el vigor y el esfuerzo a que se
enfrenta el creador; en San Miguel se ve el refinamiento a que conduce el conocimiento
de unas reglas que se dominan.
El románico de la cuenca del río Duratón se
ofrece, valga la expresión, en estado puro. Es un románico de manual, que puede
suscitar controversia sobre la cronología, la procedencia, los talleres, etc.,
pero no opiniones encontradas como las del románico de la llanura, edificado
con ladrillo y con su centro en Cuéllar, villa situada en el límite entre los
llanos, a poniente, y los páramos, a saliente. Y aquí el sustrato geológico,
como en el caso anterior, pesa. Las iglesias de esta zona, que se prolonga por
las vecinas provincias de Ávila y Valladolid, y toda la construcción en
general, son de mampostería encofrada revestida de ladrillo. Ya he tenido
ocasión de exponer mi particular opinión sobre la arquitectura denominada
mudéjar, que no considero sino románica. La técnica constructiva, el alma del
muro y la ordenación de éste son las mismas en un edificio en sillería que en
ladrillo, salvo la decoración que, por cierto, también se constriñe en las de
mampostería.
En lo que estoy de acuerdo es en el efecto
visual, muy diferente en unas y otras. El sillar y el muro enfoscado tienen un
tono uniforme, algo que no ocurre con las iglesias en que se emplea el
ladrillo, que, por fuerza, lleva aparejado la bicromía. Ésta es una de las
claves de su identidad, la otra la decoración. En la sillería el hombre experto
puede volcar su sentido de la forma. Hacer brotar la hiedra, la bestia, el
hombre, el santo y la Divinidad, hacernos en suma partícipes de su visión del
mundo y de lo sobrenatural. En el ladrillo no es posible. La arcilla se puede
moldear, pero es insensato hacer un prisma y luego tallarlo. Así pues el módulo
del ladrillo impone sus normas, sus leyes. Se pueden levantar muros, voltear
arcos y cerrar bóvedas, pero no labrar; a lo sumo una nacela. Por el contrario
es susceptible de combinaciones geométricas, de organizar paramentos mediante
arquerías, recuadros y bandas. En esto radica su peculiaridad.
Frente a la nave única, de claro predominio en
las estructuras anteriormente vistas, en la arquitectura del llano no escasean
los ejemplos de tres. Desde luego la cabecera siempre está abovedada, pero las
naves pueden llevar techumbre, abovedarse o coexistir ambos sistemas. San
Martín (Cuéllar), frente al castillo, cubre las naves con armaduras; San Andrés
(Cuéllar) cierra la central con madera y las laterales con medios cañones, y
San Benito (Samboal) su nave única con medio cañón.
Así como en la cubrición pueden emplearse
distintas opciones, pocas puede haber en la ordenación de los ábsides.
Aparentemente sí, pero una mirada atenta descubre que aquellos son superficies
continuas, aunque resueltas en planos, sin elementos plásticos que les doten de
profundidad, donde toda decoración queda limitada a la combinación de arcos o
recuadros. Mayor atractivo se logra al interior, en que la cabecera atrae
poderosamente la atención por la alternancia del blanco del muro y rojo de las
arquerías, a lo que hay que añadir el refuerzo del color y el tratamiento de la
llaga.
La arquitectura de los llanos puede formar una
escuela, no un estilo. ¿Cómo explicar de lo contrario la iglesia de San Martín
(Segovia), la ermita del Cristo de la Moralejilla (Rapariegos) o la propia de
San Andrés (Cuéllar), en que sillares y ladrillo caminan al unísono? ¿Dónde
hemos de poner la cesura entre una y otra fábrica? ¿Dónde el estilo? ¿Cómo
explicar el fajón en el tramo del presbiterio en Samboal, elemento
característico en el románico pétreo en Segovia? Voy a concluir con este
ejemplo: el atrio. El atrio, o la galería porticada, aunque tenga un origen
remoto, se identifica con el románico de Burgos, Soria y Segovia, por eso a
quien levantó Nuestra Señora de la Asunción de Pinarejos y quiso dotarla de
atrio no le quedó otra solución que labrar fustes y capiteles de piedra que
sostienen arcos de ladrillo.
Queda por último decir unas palabras sobre el
románico en Segovia capital. Segovia, antigua ciudad romana, se asienta sobre
una roca a cuyos pies discurren los ríos Eresma y Clamores. Desde los días de
Roma hasta finales del siglo XI hay un silencio documental, lo que no significa
ausencia de vida. Alfonso VI la repuebla en 1088, año que es el de su partida
de nacimiento y consideración como entidad jurídica. La ciudad, el recinto
amurallado, ocupa la roca. En ella residen el rey (Alcázar), el obispo y el concejo,
amén de los nobles y otras clases sociales. Fuera de la muralla, en los valles
de los ríos, los menestrales. Y uniendo ambos asentamientos el Acueducto,
tercer río de Segovia. Por supuesto que la realidad es un tanto más compleja,
pero el esquema es válido para entender su urbanismo.
De los abundantes testimonios que subsisten de
románico en Segovia, tanto en la arquitectura religiosa como en la civil y
militar, parece deducirse que a raíz de la repoblación oficial la ciudad y los
arrabales se convirtieron en un enorme taller. Durante años no cesó de oírse el
repiqueteo de los instrumentos de talla, las voces de los capataces, el sordo
arrastre de las piedras. Los materiales de construcción, desde la piedra a la
madera estaban al alcance de la mano y la demanda de maestros de obras, canteros,
carpinteros, herreros, etc. debió de ser extraordinaria, lo que supone la
llegada de cuadrillas desde sitios dispares atraídos por la oferta de trabajo.
Foráneos y locales se mezclaron, intercambiaron conocimientos y fusionaron su
experiencia en un todo en el que, sin embargo, pueden detectarse rasgos
familiares.
En Segovia se aglutina el románico de la cuenca
del Duratón con el de los llanos, es como un gran receptor de formas y de
soluciones. No quiero decir con esto que sea en exclusiva deudora de lo que en
el Duratón o en el Cega se obraba –no hablo de prioridades temporales– sino que
su importancia estratégica y religiosa –el obispado fue reconstituido en 1120–
hizo de ella un polo de atracción y un crisol en que se fundió lo local y lo
foráneo, y a la vez un centro difusor del que partirían, sin duda, hacia otros
puntos operarios mejor o peor cualificados. Pues no de otra manera puede
explicarse la variedad de fábricas, soluciones constructivas y elementos
formales.
En el foco sepulvedano la planta tipo es la de
una sola nave, también en Segovia, pero no es excluyente. San Esteban y San
Juan en el recinto amurallado y San Millán y Santa Eulalia, a extramuros, son
de tres, como en las tierras de la llanura, pero además los dos últimos
edificios de tan gran envergadura que nos dicen de una pujante y numerosa grey
parroquial. Hay plantas centradas e iglesias en que la adición de una segunda
nave genera el aspecto de iglesia de dos. Y hubo monasterios, de los que aún subsisten
restos in situ, por supuesto extramuros.
Veamos algunos ejemplos. Mientras que en San
Juan, y tal vez en San Esteban, persisten vestigios de antiguas estructuras
integradas en el edificio románico, San Millán, en el arrabal de su nombre, es
iglesia trazada ex novo, sobre un cementerio mozárabe sí y con un campanario
anterior que fue respetado, pero el edificio que nos es dado ver es el
resultado de un proyecto llevado a buen puerto, aunque con los cambios de rumbo
que en toda travesía se imponen. San Millán, con sus tres naves y
correspondientes ábsides y crucero no resaltado en planta se ha puesto en
relación, y todos los investigadores vienen aceptándolo, con la catedral de
Jaca. Incluso se llega a pensar que su comitente pudo haber sido el rey
aragonés Alfonso I el Batallador, que también reinó en Castilla entre 1109-1126
y estuvo muy vinculado a Segovia. Sin embargo, no queda constancia documental
que corrobore tal aserto. Al exterior se muestra magnífica, con los ábsides
laterales limpios, sin decoración, ni tan siquiera columnillas en las ventanas,
mientras que en el central se sigue la clásica ordenación mediante ejes
verticales y horizontales. Ahora bien, la ausencia de la imposta del alféizar
le asimila al modelo de El Salvador de Sepúlveda, no al de San Miguel de
Fuentidueña, en el que la retícula del ábside llega a colmo, y que ha de ser la
preferida en la ciudad. El interior es un eco del exterior, de tal suerte que
los ábsides laterales están desnudos, mientras que en el central se despliega
toda una teoría de arquerías ciegas que imponen un ritmo vital a la cabecera.
San Millán plantea algunos problemas, por ejemplo el de su cubrición. Desde
luego la cabecera y el brazo del crucero llevan bóveda, pero el ritmo pilar
fuerte pilar débil parece exigir armadura –de hecho hace años aparecieron
restos de una, excelente muestra de carpintería hispanomusulmana–, lo que entra
en contradicción con los responsiones en las paredes y con el muro compuesto
del lado norte, tratamiento que sugiere más bien bóveda. La solución más
interesante, pero no única en la ciudad, es la del crucero, que lo hace con
bóveda esquifada, sobre trompas, y con dobles pares de nervios de raíz
hispanomusulmana. No podía faltar el atrio, que se extiende no sólo a lo largo
del costado meridional, sino también del septentrional.
En San Millán, edificio construido con buena
sillería y con uno de los contados tímpanos con relieves, no deja de sorprender
el fuerte influjo hispanomusulmán; desde la bien singular armadura, hasta la
bóveda del crucero, pasando por los numerosos canes de rollos, influjo
perceptible en otros puntos de la ciudad, bien sea en la arquitectura religiosa
o en la civil, y no tanto, paradójicamente, en la “mudéjar”. Queda una
pregunta que formular con respecto a este ambicioso edificio, cual es el de su
tamaño, que sólo tuvo su parangón en Santa Eulalia. Entiendo que, al margen de
los comitentes, la amplitud viene condicionada por lo populoso del arrabal en
que se enclava, no en vano en San Lorenzo, en el arrabal de las huertas y
molinos, se pretendió ampliar la parroquia con la reconstrucción de una
cabecera con tres ábsides. Ciertamente quedó en ciernes, pero el intento nos
dice de la pujanza de los barrios extramuros frente a los de intramuros, donde
a excepción de San Esteban y de San Juan de los Caballeros –y ya me he referido
al porqué– las iglesias son de nave única, con cubierta de madera y ábside
abovedado.
No fue la iglesia de tres naves la
popularizada, sino la de nave única, como lo fue en toda la provincia. Sería
absurdo, pues, repetir lo ya dicho, ahora bien creo de interés referirme a
ciertas peculiaridades que se detectan en algunos templos segovianos como
puedan ser las cornisas extraordinariamente decoradas (San Juan de los
Caballeros), los campanarios sobre el crucero (San Clemente) o el tema de la
bóveda. Todas las iglesias en la ciudad se cubren con madera, salvo San Martín,
donde a la singularidad de su planta se une la de su cubrición. Se trata de un
edificio de tres naves, más un crucero no señalado en planta, y
correspondientes ábsides. Aunque se enfatiza la nave central, lo cierto es que
la disposición de las bóvedas y la situación del campanario configuran un
edificio de planta centrada de nueve tramos. Los cuatro de los ángulos se
cierran con aristas, los otros cuatro intermedios con cañones, cuya directriz
se dirige al centro, espacio en el que se asienta el campanario. El juego de
volúmenes es perfecto y tan sabia disposición llamó en su día la atención de
Lampérez.
El caso de la Santísima Trinidad es muy
instructivo. La iglesia era una de las parroquias de la nobleza segoviana,
edificada toda con sillería. Se edificó en el lado septentrional de la ciudad,
en aquel punto donde se inicia la abrupta pendiente que desciende hacia el
valle del Eresma, zona toda ella sometida a movimientos del suelo. El maestro
de la Santísima Trinidad quiso levantar el campanario sobre el tramo inmediato
a la cabecera, con los consiguientes problemas de estabilidad que hubo de
resolver introduciendo fajones supletorios y reforzando arcos. También intentó
abovedar con medio cañón la nave, sin embargo no pudo llevarlo a término porque
la estructura se resintió. Hoy permanecen los riñones de la bóveda –sobre la
contemporánea– y los arcos fajones, como mudos testigos de la tentativa. Los
muros del campanario, los refuerzos de la cabecera y los arbotantes del lado
norte nos hablan muy a las claras de una estructura en precario, resultado de
la no adecuación entre lo proyectado por el maestro y el suelo en que
cimentaba.
Queda por último un ejemplo asaz peregrino para
completar los tipos de iglesias existentes en Segovia; me refiero a la muy
popular de la Vera Cruz, situada extramuros, al borde del camino que lleva a
Zamarramala y completamente aislada. La iglesia siempre ha llamado la atención,
tanto por la singularidad de su planta como por los significados esotéricos que
para algunos conlleva. Durante mucho tiempo, y justo por lo peculiar, se la
puso en relación con la orden del Temple. Hoy sabemos que fue de la del Santo
Sepulcro, éste es en realidad su nombre, y fue consagrada en 1208.
Características del Románico de Segovia
El románico español se suele clasificar el
"primer románico", "segundo románico", "tardorrománico"
y la variedad exclusivamente española de "románico-mudéjar".
Puesto que la provincia de Segovia es
inicialmente repoblada a partir de finales del siglo XI, en un contexto
plenamente castellano, el llamado "primer románico" o "románico
lombardo" es completamente inexistente en estas tierras, ya que éste
se da casi exclusivamente en las comarcas pirenaicas del norte de Cataluña y
Aragón.
Del "segundo románico" o
"románico pleno" sin embargo sí existen algunas
construcciones. Podemos citar entre ellas la iglesia de El Salvador de
Sepúlveda. Esta construcción presenta una arquitectura románica muy depurada
como correspondería a cualquier otro templo del Camino de Santiago construido
entre el final del siglo XI y las primeras décadas del XII. Otra cosa es que su
escultura sea muy ruda y popular como consecuencia del trabajo en ella de
artesanos poco ilustrados o enraizados todavía en la tradición prerrománica.
También se considera perteneciente a esta fase
del estilo la iglesia de San Millán de Segovia, cuya arquitectura está heredada
de la catedral aragonesa de Jaca y edificada en las primeras décadas del XII.
En la provincia de Segovia, como en todo el sur
de Castilla, lo que verdaderamente es abundante son templos pertenecientes al
"tardorrománico" tanto en su variedad barroquizante como de
influencia cisterciense. De las primeras lo más destacable es la presencia de
galerías porticadas y rica decoración orientalizante. En cuanto a la influencia
cisterciense hay que destacar la presencia de importantes restos de dos
monasterios en Sacramenia y Collado Hermoso.
Por último es destacable la extensión por todo
el occidente provincial de iglesias pertenecientes al llamado "románico-mudéjar"
en la llamada "Tierra de Pinares" y que son homólogas con otras
vecinas de Ávila, Salamanca y Valladolid.
En el románico segoviano se funden diferentes
influencias: leonesas, burgalesas, sorianas y aragonesas, creando un estilo
bastante homogéneo.
Por tanto, la división más importante es:
Románico de piedra
Nos hemos referido a él en todo momento y su
área de influencia es el de las dos terceras partes del este de la provincia.
Se trata en general de templos tardorrománicos
con abundante decoración floral y vegetal resabios mudéjares- en sus portadas.
Es muy destacable el elevado número de torres
con bellas ventanas y sobre todo la concentración más numerosa de galerías
porticadas de toda España, superando en número a otras provincias donde también
abundan, como Soria, Burgos y Guadalajara.
Para muchos autores la galería porticada es la
aportación más sabia del románico español a este estilo europeo.
Románico mudéjar
El Mudéjar, procedente de León y emparentado
con el que se desarrolla en otras provincias limítrofes como Ávila, Salamanca y
Valladolid, es el fruto de la aplicación de técnicas y materiales musulmanes a
las formas románicas.
En la parte occidental de la provincia de
Segovia abundan iglesias mudéjares con cabeceras de ladrillo con arquerías
ciegas decorativas, así como torres y portadas de este subestilo.
Segovia
"La gibdad de Segovia fue muchos
tiempos hierma, e despues pobláronla, Era MCXXVI". Con el laconismo
que caracteriza a las fuentes cristianas de esta época, así refieren los Anales
Toledanos primeros la repoblación de Segovia tras el avance cristiano hasta el
Tajo. Tres años después de la toma de Toledo por Alfonso VI y sólo dos de que,
al que tras este golpe de efecto territorial y simbólico se intitulaba ya Imperator
Toletanus -que era lo mismo que decir Imperator totius Hispanía, aunque ese
fuese título más usado por su nieto-, le devolviesen a la realidad los
almorávides del emir Yusuf ibn Tasfin en el campo de Zalaca (Sagrajas), cerca
de Badajoz. Revés comparable al que años después, en 1134, infringieron los
almorávides en Fraga a otro Alfonso, éste aragonés, primero de su nombre y
apellidado el Batallador, quien como el anterior tuvo entre sus dominios a
nuestra ciudad. Entre Sagrajas y 1144, durante el dominio almorávide de la
España del sur y pese a mantener Toledo, los estados cristianos vivirán
preparados para una guerra con el musulmán más probable que posible, y así se
mantuvieron hasta el declive del poder militar de los africanos, quien aún en
1195, tras su victoria en Alarcos (Ciudad Real), volvían a aproximarse a una
Toledo que, pese a todo, se mantuvo bajo control cristiano.
Valga este brevísimo repaso a algunos de los
reveses del aún así ya no detenido avance cristiano para situar en el contexto
de una sociedad militarizada el reingreso de Segovia en el engranaje
administrativo de las recién consolidadas extremaduras. Y decimos reingreso
porque varios indicios nos empujan a pensar que la despoblación total no fue un
hecho, y que una bolsa de población se mantuvo en el entorno de la ciudad
durante los siglos altomedievales. Desgraciadamente, aún son tan escasos los
datos objetivos que no podemos asegurar el carácter de estas gentes ni su
capacidad de producción de arquitectura monumental, que dicho sea de paso se
nos antoja escasa, ya fuesen beréberes cristianizados o no, mozárabes
islamizados o no, o simplemente los herederos de aquellos segovianos de raíz
hispanorromana o goda que a mediados del siglo VIII decidieron no seguir al
monarca asturiano cuando, de creer lo enunciado en la Crónica de Alfonso III,
junto a su hermano y sucesor Fruela, tomó numerosas ciudades, entre ellas
Simancas, Saldaña, Amaya, Segovia, Osma, Sepúlveda, Arganza, Clunia, Mave,
etc., llevándose a los cristianos hacia el norte (Xpianos autem secum ad
patriam ducens). Después, el silencio. Los avances desde el condado de
Monzón por la zona de Sacramenia y del de Castilla por el área del Riaza y
Sepúlveda no parecen acercarse a la capital, y la noticia de 960 de un Ilderedo,
Deigratia xpiscopus, Segouiense sedis xpiscopus, quien junto a sus
familiares donan a la sede legionense la villa de San Claudio sobre el río
Valderaduey, permanece como un islote de difícil interpretación. Otra noticia
nos dice que en 1071 Almamum, rey taifa de Toledo, destruyó algunos arcos del
acueducto de Segovia, lo que, de ser cierto, nos estaría certificando no sólo
la presencia de población, sino que ésta habitaba también la zona alta. Poco
después, en 1086, Alfonso VI se encontraba en una de las aldeas cercanas, en
Espirdo.
Poco sabemos de la ciudad entre esa repoblación
oficial de 1088 y el dominio aragonés desde 1109, que fue sellado tras la
batalla de Candespina de 1111, en la que con la muerte del conde Gómez González
y la huida de Pedro González de Lara se esfumaba el prestigio de la leonesa
Urraca en estos extremos castellanos, no recuperados por su hijo Alfonso
Raimúndez sino tiempo después de su solemne coronación. La primera mención a
una parroquia data de 1103, en referencia a San Martín. Cinco años más tarde se
materializa la donación por Alfonso VI de Segovia a la archidiócesis de Toledo,
aprobada por el Papa Pascual II en 1112, aunque la tutela toledana debía ser
anterior tal como parece sugerir la inscripción de San Frutos del Duratón.
Hacia ese año de 1112 se fundaba el convento de San Vicente el Real, en las
inmediaciones de una ciudad decantada por el bando aragonés como demostró en
las dos ocasiones que se alzó contra la reina leonesa, la primera en 1114 en la
que encontró la muerte Alvar Fáñez, y la segunda en 1118. Un año antes de esta
última fecha, un clérigo de origen franco, Domingo Petit, dejaba en su
testamento unas mandas para realizar una Biblioteca (faciat bibliothecam
bonam) en la parroquia de San Miguel.
Pronto se produjo la restauración de la
diócesis de Segovia, de la que fue primer prelado otro franco, Pedro de Agen,
consagrado el 25 de enero de 1120 y del que era mentor el arzobispo de Toledo,
Bernardo. Parece que la presencia de clero de origen ultrapirenaico fue
decisiva en el renacer cultural y religioso de la ciudad. De dotar a la sede
episcopal de los medios materiales precisos se encargó el concejo, que acotó
una amplia zona intramuros para la claustra y proporcionó heredades para la
construcción de la catedral y el mantenimiento del clero. Ello permitió que el
poder político y la preeminencia social y religiosa se polarizase en la ciudad
del Eresma, a cuya catedral -aún en obras hasta 1144 y quizás finalizada en
1228- fueron trasladadas en 1125 las reliquias más sagradas y prestigiosas, las
de los mártires San Frutos y Santa Engracia y del confesor San Valentín.
Entre tanto iba naciendo la ciudad medieval,
con el esquema típico de las villas de frontera aquí sometido a la peculiar
orografía y al condicionante del abastecimiento de agua y víveres para una
población encaramada a una roca desde tiempos prehistóricos. Roma la dotó de
agua corriente y en ella se instalaron caballeros pardos, cuyo campo de trabajo
era el de batalla y que con el fruto de la unión de sudor y hierro, no de azada
sino de espada, sublimaron un origen cualquiera y transformaron apellidos en linajes,
como nobles hechos en el campo de batalla, enriquecidos por el pago a la
lealtad y el botín capturado al musulmán. En 1143 consta la participación de
las milicias concejiles segovianas en la campaña del valle del Guadalquivir
organizada por el alcaide toledano Munio Alfonso. Y si los bellatores habitaban
la roca elevada, en los arrabales de su entorno se instalaron los laboratores,
mediando entre unos y otros los comerciantes, que abastecían a ambos y que
transitaban por las puertas de una muralla que sirvió más como barrera social
que como defensa, al menos contra la media luna, porque las banderías y
refriegas intestinas fueron numerosas desde la Edad Media a las guerras
carlistas. Se configuraba así una ciudad con dos polos, uno edilicio y otro productivo,
los mismos que ya en el siglo XXI siguen en cierto modo condicionando la vida
urbana, aunque las carretas de los mercaderes y los cascos de los caballos de
nobles caballeros hayan sido sustituidos por oleadas de turistas ávidos de
patrimonio monumental y gastronómico, consumido en este orden cronológico.
Y a ese núcleo murado rodeado de arrabales
debemos ceñir la alusión del geógrafo árabe Idrisi, quien quizá nunca pisase la
ciudad, aunque en su tantas veces citada Geografía de España afirma: "cincuenta
millas al Oriente [de Ávila] está Segovia, que tampoco es una ciudad, sino
muchas aldeas próximas unas a otras hasta tocarse sus edificios, y sus vecinos,
numerosos y bien organizados, sirven todos en la caballería del Señor de
Toledo, poseen grandes pastos y yeguadas y se distinguen en la guerra como
valientes, emprendedores y sufridos".
No osaré ni esbozar una historia urbana de la
ciudad de Segovia, pues se impone brevedad y el diseño ya ha sido hecho en los
artículos introductorios que inician la obra, amén de en los trabajos de
Antonio Ruiz Hernando para el periodo que nos ocupa, que elevaron al urbanismo
segoviano al rango del mejor documentado de Castilla y León, paliando así la
falta de un estudio de conjunto de sus monumentos religiosos románicos. Digamos
sólo que la parquedad documental nos deja a muchos de sus edificios como primeros
testimonios de su existencia, y que la ruina de su primera catedral, enfrentada
al Alcázar y víctima de tal vecindad, hace de las parroquias adalides de un
arte que marcó carácter nucleando el entramado de sus calles. Se organizó la
ciudad en torno a sus numerosas iglesias, la mayoría parroquias a mediados del
siglo XIII, incluso algunas con tal proximidad entre sí que comprometía su
futuro. Las situadas intramuros eran las siguientes: San Andrés, San Cebrián,
San Gudumián, San Briz, San Esteban, San Facundo, San Juan, San Martín, San
Miguel, San Nicolás, San Pablo, San Pedro ad Vincula (o de los Picos), San
Quirce, San Román, San Sebastián y La Santísima Trinidad. En los arrabales se
emplazaban las de Santa Columba, San Clemente, San Millán, San Justo, El
Salvador, San Lorenzo, Santa Eulalia, San Gil, San Blas, Santiago, San Marcos y
el Santo Sepulcro. Hay además noticias de iglesias dedicadas a San Polo, San
Antolín, San Bartolomé, San Mamés y San Segundo. Las de ubicación conocida las
situamos sobre el plano urbano que ilustra estas páginas.
Tal eclosión de iglesias sólo se explica en
situaciones de bonanza, y la ampliación que muchas de ellas recibieron a fines
del siglo XII da fe de un aumento de la población y, proporcionalmente, de los
recursos excedentes que podían destinarse a empresas onerosas como la
construcción. Podemos imaginarnos la Segovia de fines de la duodécima centuria
como un gran taller, donde los constructores se debían repartir entre las
iglesias y las casas de los canónigos e incipientes familias linajudas.
Diversos avatares dieron al traste con algunas de estas iglesias, que sufrieron
además -hasta épocas cercanas- varias reordenaciones parroquiales.
El siglo XIX fue especialmente nefasto para la
conservación del patrimonio románico de Segovia, tanto por la situación
económica del país como por los planes de alineación y ordenación urbana. San
Gil fue parcialmente demolida en 1803; la iglesia de San Pablo fue propuesta
para su derribo en 1859, junto con las de San Quirce, San Román y San Facundo,
según proyecto de Francisco Verea, y finalmente derribada en 1881. Antes
desaparecieron las de Santiago (1836), San Román, situada en la plaza del conde
de Cheste (1866) y San Facundo (1884). La de Santa Columba, que presidía un
lateral de la plaza del Azoguejo y estaba condenada desde su ruina en 1818, fue
finalmente demolida en 1930. Había acechado la piqueta a las de San Quirce y
San Nicolás, que finalmente mantuvieron sus fábricas destinadas a otros usos.
Pese a todo, la ciudad de Segovia, que es la
del Acueducto y la del Alcázar, es también la más románica de las de Castilla y
León. Por encima de otras como Zamora, Soria o Salamanca, donde las
transformaciones urbanas han dejado, cierto es, un más que notable conjunto de
monumentos, aunque estos permanecen en su mayoría como islotes dentro de marcos
urbanos alterados, como en el caso salmantino, donde la ciudad renacentista y
barroca se impone a la medieval. Segovia, en cambio, mantiene más que ninguna su
carácter de ciudad medieval, siendo a revisar como inmediatamente comprobaremos
el carácter tardío y secundario de sus edificios románicos.
Iglesia de San Andrés
La iglesia parroquial de San Andrés se levanta
en un punto del mayor interés urbanístico de la Segovia intramuros. Está
situada en aquel enclave de la antigua Almuzara en que la colina inicia su
descenso hacia el Alcázar, y equidistante entre éste y la actual catedral de
Santa María.
La primera mención documental es indirecta, y
se encuentra en el acta por la que el Concejo hacía entrega a la antigua
catedral y al obispo don Pedro de Agen de un terreno para edificar las
residencias de los canónigos. Efectivamente, al delimitar la superficie se
señala como término el postigo de San Andrés, por lo que deduzco que hacia 1120
ya estaba construida la iglesia que dio nombre a la puerta que aún permanece. A
partir de esta fecha se cita con frecuencia en la documentación segoviana.
Decía que está enclavada en un lugar del mayor
interés urbanístico cual es el punto de encuentro entre la Claustra, o barrio
de los canónigos, y la Almuzara, término árabe que alude a la explanada en que
se hacían ejercicios ecuestres, según afirmaron Torres Balbás y Julio González.
Es esta la zona que, a los pocos años, estará habitada por judíos, de tal
suerte que la más antigua sinagoga, denominada Vieja, vino a edificarse a
escasos metros de la cabecera de San Andrés. La iglesia fijaba pues los límites
entre los canónigos y los hebreos. Esta especial situación junto a las
Canonjías hizo que en ocasiones, por mal estado u otras razones, fuera
utilizada por el cabildo catedral para celebrar los oficios. Cerca de la
iglesia se cita el caño de San Andrés, en 1278, como consta en la documentación
conservada en el archivo catedralicio.
Su feligresía no debió de ser numerosa, si
tenemos en cuenta que gran parte de su territorio estaba ocupado por los
canónigos, por los judíos y musulmanes y, desde el siglo XIV, por el convento
de mercedarios (actual plazuela de la Merced).
San Andrés es iglesia de tres naves, resultado
de incluir en el buque los atrios septentrional y meridional, algo bastante
frecuente en la arquitectura medieval en Segovia. Cuenta al lado este con un
segundo ábside poligonal al que antecede el campanario. Tal es el esquema
volumétrico de este templo cuyo campanario, de ladrillo, corta la perspectiva
de la antigua Almuzara (calle de Daoiz).
Aunque oculta por reformas barrocas, no es
difícil trazar un esquema del edificio primigenio. En planta la nave está
ligeramente desviada de la cabecera y se acerca a la proporción de un doble
cuadrado. Su fábrica es de mampostería, con los ángulos de sillería y cornisa
de canecillos. Como tantas otras iglesias segovianas llevó armadura, sustituida
en el siglo XVI por otra que, posiblemente, repita la original. Se conserva en
muy buen estado por encima de las bóvedas barrocas y es de par y nudillo con dobles
tirantes sobre canes. Un arco triunfal, que se trasdosa sobre los tejados en
forma de piñón rematado por cornisa de medio caveto, da paso a la cabecera, con
el consabido tramo recto y ábside curvo. Nada de la estructura románica se
detecta a simple vista pues, como tantas otras iglesias de Segovia, fue
revestida en el barroco de yesos y pinturas, transformando por completo el
aspecto interno, de gran luminosidad al abrirse en la fachada occidental una
amplia ventana. Las obras de remodelación se iniciaron por la cabecera en 1604,
bajo la dirección de Rodrigo del Solar, uno de los maestros de la girola de la
catedral de Segovia.
Fue por entonces, en las décadas del barroco,
cuando debieron integrarse en el cuerpo de la iglesia los atrios norte y sur,
tanto uno como otro enmascarado en dicho periodo. La integración se hizo
abriendo dos grandes arcos de medio punto en los muros de la nave. El atrio del
lado norte se extiende a lo largo del frente que recae a la calle de Daoiz,
antigua Canonjía Nueva y fue redescubierto durante las obras llevadas a cabo en
la década de los años setenta del pasado siglo, proyecto realizado por el Sr. Merino
de Cáceres. Tan sólo pudo liberarse el lado izquierdo -e l que entesta con el
ábside- del que apareció el machón de ángulo, con el consabido bocel, y la
doble columna adosada, con hojas lisas y cimacio de doble nacela. El atrio se
interrumpe en el centro con una portada que siempre permaneció a la vista.
Consta de un arco de medio punto, de ondulado perfil, sobre impostas con
boceles en los ángulos, obra del siglo XIII. La imposta del arco atraviesa el
alfiz que le encuadra, así mismo con boceles en las esquinas y rematado por una
cornisa, ya barroca, que se curva en el centro para albergar una escultura de
San Andrés realizada en el siglo XVII.
Dada la peculiar relación del atrio con el
entorno urbano -Canonjía - se nos plantea la duda de su hipotética función
religiosa o civil, toda vez que el barrio quedaba para uso exclusivo de los
canónigos de Santa María, cuyas actividades se celebraban en la catedral. Más
involucrado en la vida de la feligresía debió de estar el atrio meridional del
que nada queda, salvo la cornisa, restaurada en su mayor parte durante la
antedicha campaña, en que se tomó como modelo algún canecillo original a bisel.
Ambos atrios, como delatan los yesos planos barrocos, llevaron armadura. Al
atrio se le antepuso otro cuerpo, con portada barroca que es el actual ingreso
principal.
De la nave sólo es visible al exterior la
cornisa del lado meridional, con canes de caliza, con perfil de nacela y
metopas decoradas con grandes florones de cuatro pétalos. La del lado norte, de
ladrillos volados, debe de ser obra del XVII.
Donde la estructura primigenia se muestra
visible es en la cabecera y campanario, que enfilan hacia la antigua Almuzara.
El ábside central, de esbelta proporción, se alza sobre un zócalo de tres
hiladas de granito, material empleado igualmente en los ábsides de San Nicolás
y de San Lorenzo. Sobre éste apoya un plinto, ya de sillería caliza, que remata
en una sutil y plana moldura de toro y escocia. En esta moldura, y en el centro
del ábside, se abre un pequeño desagüe. A partir de aquí sigue el tambor de sillería
hasta la primera imposta, coincidente con el alféizar de las ventanas, que
divide el medio cilindro a modo de un paralelo.
La imposta se decora con roleos de hiedra.
Entre ésta y la segunda imposta, decorada con círculos tangentes en que se
inscriben flores de cuatro pétalos, se extiende una franja en que se abren las
ventanas, cuyos arcos la rebasan para integrarse en la tercera, comprendida
entre la anterior imposta, coincidente con el cimacio de los capiteles y la
cornisa.
Está labrada ésta en una caliza más blanquecina
y blanda, lo que ha propiciado su desgaste. Son veintitrés en total los
canecillos que sostienen la cornisa, a los que hay que añadir los dos capiteles
de las semicolumnas, casi todos ellos de rollos, salvo uno vegetal y seis de
nacela al lado sur, canes que debido a la calidad de la piedra ofrecen un grave
deterioro.
Dos cañas o semicolumnas subdividen
verticalmente al ábside. Apean en voladas ménsulas de granito y constan de basa
clásica y capitel muy erosionado. En los tres entrepaños se abren sendas
ventanas, con estrecha luz y columnas en los codillos, consabido baquetón y
arquivolta de ajedrezado.
Los capiteles son, de izquierda a derecha, de
aves en la primera ventana; de cuatro parejas muy esbeltas, tal vez femeninas,
que se acogen con los brazos, y el segundo de intrincados roleos en la central,
similares a otros del atrio norte de San Martín; por último en la tercera
ventana el primero es de hojas y el segundo vegetal con cabecitas entrelazadas.
Al lado sur de la cabecera fue añadido, ya
entrado el siglo XIII, un segundo ábside heptagonal con el correspondiente
tramo recto. Se asienta sobre una oquedad, en parte tallada, a la que se
desciende por una escalera labrada en la roca y con acceso desde el exterior,
cuya boca está sellada con una losa de granito. Su fábrica es de mampostería,
con pequeños sillares en los ángulos y zócalo igualmente granítico. La
mampostería se decora con el tradicional esgrafiado de encintado con escoria de
hierro en las intersecciones. En los paños segundo, cuarto y sexto se abren
sencillas ventanas. La cornisa, de nacela, apoya en canecillos de doble caveto.
Al interior el ábside es curvo, con un corto
tramo recto, al que se le antepuso el campanario, abierto a su vez al atrio
meridional. El cuerpo bajo de éste, cerrado por una bóveda gótica -del siglo
XVI-, comunica con la que hoy es nave, antaño atrio, a través de un robusto
arco del siglo XVII. Por encima de la bóveda gótica está la románica de medio
cañón, de lajas, con directriz este-oeste. La gran altura a la que se volteó
debió de producir una extraña sensación de eje vertical frente al inmediato ábside
lateral.
El campanario de San Andrés es de fábrica
mixta. La parte baja, hasta unos tres metros de altura, de mampostería menuda y
encintada y a partir de aquí, hasta el cuerpo de campanas, de sillarejo de
granito aparejado a espejo y con ladrillos para enrasar las hiladas. Los
ángulos se refuerzan con sillería. El frente de saliente, el que enfrenta con
la calle, se adorna con cuatro arquillos de ladrillo y ciegos, superpuestos dos
a dos. Por encima hay una banda de ladrillos esquinados. Y otra más arriba con
dos arquillos ciegos en el centro. A partir de este piso, cerrado al interior
por la bóveda arriba mencionada, se levantan tres cuerpos de campanas, todos en
ladrillo. Los cuatro frentes del campanario presentan en apariencia el mismo
alzado, sin embargo hay ligeras variantes; por ejemplo, en el lado sur el
primer y segundo cuerpo de campanas están separados mediante una imposta con
ladrillos esquinados, banda que en los lados este y norte también se interpone
entre el segundo y tercero, mientras que en el occidental no existe. Por otra
parte, también se detectan variantes por cuanto se refiere a las ventanas.
Efectivamente, el segundo cuerpo lleva dos en cada lado, de arcos doblados y
con una columna caliza, común, con capitel
floral. Tres son las ventanas en el alto, de mayor luz la central, de arco
doblado y sin columna. Sin embargo, en la primera planta nos encontramos un
auténtico muestrario de formas. Las dos de saliente son de medio punto doblado
y sin impostas. A septentrión, la primera es similar pero la segunda es de arco
rebajado y de cinco lóbulos, con el ladrillo de intersección muy proyectado
hacia el centro, a modo de radios tangibles. En el lado de poniente encontramos
una primera de herradura peraltada y la segunda de herradura apuntada, ambas con
los ladrillos enjarjados hasta los hombros y después radiales. Por último, en
el frente sur la primera es de herradura y la segunda de herradura peraltada,
con idéntico despiece que las anteriores. Todos estos arcos están trazados de
una manera bastante burda.
Iglesia de San Clemente
El templo se encuentra en el corazón de la
capital, a escasos 300 metros de la plaza del Azoguejo y a la vera de la
avenida Fernández Ladreda, entre las calles del Marqués de Mondéjar y la del
Gobernador Fernández Jiménez, en época medieval extramuros del recinto
amurallado, junto al puente del Verdugo y a la ahora soterrada ribera del
arroyo Clamores, antaño salpicada de huertas y constante amenaza de impetuosas
avenidas. En 1920 fue ocupado por religiosas salesas procedentes de Portugal,
aunque en 1935 pasara a manos de la comunidad de María Reparadora que aún sigue
regentándolo.
Se trata de un edificio de nave única y ábside
semicircular, capilla con idéntica planta y atrio adosados al lado meridional.
El ábside se alza sobre un podium baquetonado muy restaurado -e s bien conocido
el dibujo de Avrial documentando su estado hacia 1843- y cuenta con tres paños
separados por dos pilares de sección cuadrangular coronados piramidalmente
mediante escamados pétreos. Cada paño presenta doble arquería de medio punto
acogiendo vanos doblados perforados mediante saeteras rasgadas ornadas con capiteles
vegetales de sencillos acantos ramificados con piñas y de tesitura tardía.
Sobre la sillería dolomítica de los vanos se llegan a apreciar numerosas marcas
de cantero.
La cornisa conserva escasos restos del alero
románico, algunas piezas decoradas con flores cuadripétalas inscritas en el
interior de círculos y algunos canecillos originales muy deteriorados entre los
que se aprecia una pieza nacelada y otras de rollos y de acantos, pues la mayor
parte fueron tallados durante la intensa restauración emprendida en la década
de 1960. Por encima del tambor absidal románico monta un recrecido poligonal
moderno de cuatro paños separados mediante cinco contrafuertes de sección cuadrangular.
La restauración -acometida por el arquitecto Julián López Parras, feligrés de
la parroquia- resultó muy intensa, afectando a las cubiertas, demolición de las
edificaciones adosadas al costado meridional, limpieza de aparejos de
mampostería en los muros septentrional y meridional, reintegración de piezas de
sillería, aleros, cornisas y canecillos, apeo y reparación del atrio, con
adición de nueva techumbre y adecentamiento del pavimento de canto rodado.
Sobre el lado septentrional del presbiterio se
alza la torre de planta rectangular reforzada por un gran contrafuerte de
sección cuadrangular construido en sillería -donde se inserta un husillo
perforado por saeteras- y esquinas achaflanadas que remata escalonadamente. Su
cuerpo bajo se cubre con bóveda cuatripartita pespuntada por nervaduras. En el
exterior del lado septentrional del presbiterio surge una arquería apuntada
doblemente baquetonada que apoya sobre una cesta vegetal -de idéntica tesitura
que las del ábside- y una ménsula nacelada. El cuerpo superior de la torre
acoge las campanas que datan de los siglos XVII-XVIII, cuenta con tres vanos de
medio punto abiertos a cada uno de sus laterales. Al mismo sector norte del
templo se adhirió una sacristía moderna en mampostería coronada por alero de
ladrillo.
El cuerpo superior de la torre padeció
importantes deterioros durante la francesada pues sirvió como refugio de las
tropas españolas. Restaurada en 1812, volvería a sufrir quebrantos en la guerra
carlista de 1837 cuando, el cuatro de agosto, utilizada como fortín por los
absolutistas enfrentados a los defensores de la ciudad atrincherados en la
puerta de San Martín, asistió a la desaparición de sus arquerías góticas -y a
tocadas durante la guerra de la Independencia- y sufrió los impactos de
fusilería y fuego artillero que salieron a la luz al retirar los enlucidos
durante la restauración de la década del 1960 (se aprecian bien las heridas en
el muro norte). Fue suprimida en 1843, aunque gracias a los buenos oficios de
la cofradía del Rosario, en 1850 consiguió restablecer su título parroquial
unida a San Millán.
El hastial occidental, elevado con buen aparejo
de sillería, remata a piñón y conserva en sus extremos septentrional (muy
deteriorados e irreconocibles) y meridional (uno ornado con una hoja de acanto)
pares de huérfanos canecillos románicos que pudieron haber estado colocados en
la retocada cumbrera. En el mismo muro occidental se abre una interesante
portada de medio punto, actualmente cegada y muy erosionada. Según indicaba
Quadrado, la escalinata que unía la portada con el nivel de la calle ya había
sido retirada en 1884.
Avanzada sobre el muro, presenta afeitada
chambrana lisa y dos dovelas ornadas con primoroso entrelazo que se extiende
por los cimacios, las arquivoltas muestran entrelazos y hojas cuadripétalas
inscritas en el interior de círculos (como apreciábamos en los restos de la
cornisa absidal). La ornamentación de sus arquivoltas e impostas recuerda las
de la portada segoviana custodiada en el Museu Mares de Barcelona (vid. Fons
del Museu Frederic Mares. Cataleg d'escultura i pintura medievals, Barcelona,
1991, n° 40-43, procedente quizás del desmantelado templo de San Román).
Está flanqueada por columnillas acodilladas, si bien ha desaparecido la del
lado izquierdo. Queda protegida por un tejaroz cuya cornisa resultó muy
restaurada aunque apreciemos bien su decoración de flores cuadripétalas
inscritas en el interior de círculos, canecillos lisos -fruto de la
restauración-, vegetales y zoomórficos y metopas incisas con motivos vegetales
y geométricos. Sobre el tejaroz de la portada se abre un ventanal de medio
punto baquetonado cuya imposta del lateral izquierdo fue reconstruida con
ladrillo.
Hasta el atrio meridional accedemos desde una
portada de medio punto -ligeramente avanzada y flanqueada por boceles que se
reproducen hacia el interior- con doble arquivolta baquetonada y mínima
chambrana lisa -muy deteriorada- que apoya sobre una imposta nacelada
prolongada hacia el interior del atrio y el sector occidental.
El atrio consta de cuatro arquerías de medio
punto alzadas sobre un zócalo y remarcadas mediante chambrana lisa que parte de
imposta doblemente nacelada. Los arcos apoyan sobre dobles columnas -talladas
en un mismo bloque- que parten de basas áticas sobre alto podium y coronan en
someras cestas vegetales de acantos ramificados. El muro occidental del atrio
cuenta con una única arcada de medio punto de mayor luz que las anteriores,
presenta chambrana nacelada y una jamba derecha baquetonada. La esquina sudoccidental
del atrio es achaflanada como en los templos de la Trinidad y Santa Eulalia,
adosándose una semicolumna que arranca de basa ática dotada de toro y escocia y
remata en un mellado capitel de acantos que alcanza el nivel de cornisa. El
alero meridional del atrio porta cornisa nacelada con simples canes lisos, si
bien mantiene una sola pieza antropomórfica muy magullada que podría
identificarse con un espinario, sobre la que aseguraba San Cristóbal que se
trata de una pieza embutida en el muro meridional aunque localizada durante la
restauración de la década de 1960.
La totalidad del atrio está rehecho -cubierto
con una sencilla techumbre de madera- y resultó abujardado en exceso,
adecentándose el pavimento de guijarro hormigonado con dudoso tino. El sector
occidental conserva una doble roza de cierta profundidad y trayectoria
diagonal, otra menos destacada hiere la esquina sudoccidental de la capilla
meridional, suponiéndose claras evidencias de construcciones adosadas (se
aprecian perfectamente en un cliché de Alois Beer publicado por Mayer, en el
que vemos además la portada occidental completamente encalada y un piso
superior incorporado al atrio meridional). En el muro oriental -e l de la
capilla meridional- se conservan restos de una cegada portada de medio punto,
quizás utilizada con anterioridad a la apertura del arco plateresco que
comunica templo y capilla. Aledaños se vislumbran humildes restos de esgrafiado
con sus tradicionales escorias.
Al templo, una vez traspasado el atrio,
accedemos desde una portada de medio punto abierta y avanzada sobre el muro de
mampuesto. Cuenta con chambrana baquetonada y triple arquivolta constituida por
grueso baquetón, flores hexapétalas en el interior de círculos perlados y
vástagos vegetales delineando círculos que apoyan sobre una imposta decorada
con flores de aro (lado izquierdo) y vástagos vegetales similares a los de la
arquivolta (lado derecho). A cada lado se conserva una semicolumna acodillada y
un capitel originalmente figurado que ha sido completamente rasurado haciendo
imposible su identificación. Resulta curioso constatar que en el intradós de la
jamba izquierda de la portada se ha conservado un esquemático grafito
representando un obispo caracterizado con mitra y báculo.
Interior
El interior del templo, aún manteniendo su caja
muraria románica, fue totalmente rehecho en el siglo XVIII, trazándose una
bóveda de cañón con yeserías en la nave y una enmascarada bóveda cuatripartita
en el tramo presbiterial, enluciéndose completamente los muros. La capilla
mayor fue fundada por Alonso de Arreo el Mayor y su mujer Francisca de Bonifaz
en el último tercio del siglo XVI, siendo allí sepultados. En el muro del
evangelio aparece un escudo de armas que parece corresponder al mismo linaje (cf.
VERA, J. de, 1950, pp. 267-269).
Al lado meridional se adosó una capilla de
cabecera semicircular y aparejo de mampostería, conocida como capilla de la Paz
o de San Blas, que presenta una cornisa en el remate del hemiciclo y del muro
meridional con destrozados canecillos donde es posible advertir piezas de
rollos, de cuadrángulos en progresión, de acantos, un ave, basiliscos, arpías,
diversas máscaras y lo que parece un exhibicionista. La capilla meridional
parece inmediatamente posterior al núcleo románico del templo, tal vez de muy avanzado
el siglo XIII, y tiene acceso mediante un arco ligeramente escarzano de
cronología plateresca abierto desde la nave principal. En el interior de la
misma se conserva una placa datada en noviembre de 1967 recordándonos que el
edificio fue restaurado gracias a la munificencia de una entidad local de
ahorro. Una galería en madera y cristal alzada por la comunidad de Madres
Reparadoras que acodaba contra la capilla meridional fue retirada durante los
mismos trabajos de restauración.
El sector oriental de la capilla se cubre con
cascarón absidal perforado por una saetera de medio punto doblada y abocinada,
amenizándose el hemiciclo mediante dos impostas horizontales naceladas, la
superior prolongada hacia el tramo presbiterial, cubierto con cañón apuntado.
El único tramo occidental de la capilla se cubre con crucería cuatripartita
cuyas nervaduras -enjarjadas en las esquinas del tramo- tienen sección
cuadrangular y se decoran con un par de filetes de ovas, quedando reforzada
mediante sendos formeros hacia los lados occidental y meridional.
Un arcosolio funerario tardorrománico de medio
punto y baquetonado (2,10 cm de longitud x 53 cm de profundidad) se abre en el
muro septentrional del mismo tramo. Sobre el arcosolio -coincidiendo con el
codillo emergente entre la nave y el presbiterio, también apreciable en la base
de la torre- se aprecia un excelente aparejo románico con improntas de hacha
sobre el que abundan las marcas de cantero. Carecemos de dato alguno sobre los
ocupantes del lucilo.
La cuenca absidal y presbiterio de la capilla
meridional se encuentran decorados con pinturas murales de fines del siglo XIII
o inicios del XIV para las que Manzarbeitia, siguiendo el juicio del marqués de
Lozoya, consideraba una datación en la segunda mitad del siglo XIII mientras
Sureda sugería 1300 como fecha de referencia.
Ejecutadas al fresco aunque rematadas mediante
una técnica mixta -con retoques en seco al temple-, fueron descubiertas bajo el
retablo barroco y el enlucido durante los trabajos de restauración de 1967 y
publicadas al año siguiente por el marqués de Lozoya. Su restauración, dirigida
por el entonces director del Museo de Segovia Luis de Peñalosa, fue acometida
por Ramón Gudiol en 1971. Su estilo, inconfundiblemente tardío, deriva hacia el
denominado gótico lineal, nada tiene que ver con el resto de vestigios
pictóricos románicos que se conservan en el entorno segoviano (San Justo, San
Millán o la ermita de la Santa Cruz de Maderuelo).
El cuarto de esfera está ocupado por la
característica visión apocalíptica: una mandorla con la Maiestas bendicente
sentada en un excelso trono mullido con almohadón, el tetramorfos y dos
serafines en los laterales. Bajo estos aparece un registro, a ambos lados de la
ventana rasgada y abocinada que perfora la cabecera, con seis figuras
masculinas sedentes -s e han conservado sólo las tres del lado de la epístola-
que portan maquetas de edificios,- se trataría de la representación de los
doctores de la iglesia -hipótesis de Sureda y Azcárate- entre los que podría
encuadrarse, además de San Gregorio, San Jerónimo, San Ambrosio, San Agustín,
Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, San Clemente, a quien justamente está
advocado este templo segoviano, Manzarbeitia hablaba de santos o padres de la
iglesia. En el derrame de la ventana aparecen ángeles turiferarios y motivos
florales.
En la bóveda del presbiterio se representa un
árbol de Jessé en alusión a la tradicional genealogía de Cristo. Jessé
-sujetando su cabeza con la mano diestra- está tumbado en el muro
septentrional, desde cuyo vientre brota un tronco abierto desparramado por la
bóveda, reservando ramas simulando dos docenas de roleos floreados para figurar
los personajes antecedentes del Mesías: David y figuras de jóvenes imberbes
vestidos con túnicas y sujetando ilegibles filacterias. A la diestra de Jessé,
un personaje masculino sale de una puerta entreabierta -Manzar- beitia habla de
un testigo e incluso de un donante-, alza su brazo derecho señalando hacia el
árbol de Jessé mientras con el izquierdo sujeta una filacteria apenas
reconocible. Como ya avanzó el marqués de Lozoya, y a juzgar por la estructura
de arracimados roleos arborescentes, es muy posible que el taller responsable
de la decoración pictórica se hubiera inspirado en modelos derivados de la
ilustración de manuscritos.
Sobre el muro meridional de la bóveda
presbiterial y remachando el sentido redencional del conjunto, se pintó una
Maiestas Mariae. Portando un lirio y al Niño bendicente que sostiene un rollo
con el anagrama XPS, la Virgen está rodeada por los siete dones del Espíritu
Santo (sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de
Dios, algunos remarcados mediante deterioradas cartelas), éste en forma de
paloma, la central, instalada sobre la cimera del árbol de Jessé.
En la cabecera de la capilla meridional, como
base del sagrario, se conserva un capitel doble (37 x 56 cm) con rudas aves
afrontadas muy retocado en yeso. A los pies del coro alto se conserva la pila
bautismal tardorrománica (128 cm de diámetro y 69 cm de altura, más 19 cm de
altura de la base), tallada en piedra caliza, presenta copa hemisférica ornada
con gallones de escaso resalte.
Nieto Alcaide hacía derivar la estructura de
San Clemente de la cercana parroquia de La Trinidad. Al carecer de
contrafuertes podríamos suponer que originalmente estuvo cubierta con techumbre
de madera. Su ábside, uno de los más singulares del románico de la capital,
está engalanado por capiteles vegetales que Tormo había puesto en conexión con
las Claustrillas de Las Huelgas, similar filiación aducía Nieto para las cestas
del atrio, por lo demás relacionadas estilísticamente con La Trinidad. Las
similitudes con los capiteles vegetales de las Claustrillas resultan más
ambientales que directas. San Cristóbal prefería emparentar los capitales
vegetales con los de la Torre del Gallo de la seo salmantina, sugiriendo que la
cubrición del ábside segoviano pudo haberse ejecutado con escamados pétreos en
lugar de tejas, lo que justifica con la exigua presencia de tales piezas en los
antes señalados remates piramidales de los contrafuertes. Para el primitivo
templo de San Clemente San Cristóbal proponía una inasible temprana cronología
del siglo XI, si bien fijaba una datación hacia la segunda mitad del XII para
la actual cabecera, emparentada con la soriana de San Juan de Rabanera, pues el
eje del ábside no coincide con su ventanal.
Nieto, en relación a La Trinidad y San
Clemente, que data más prudentemente hacia el primer tercio del siglo XIII,
manifestaba sus débitos -que parecen factibles, aunque en todo caso lejanos-
respecto a un grupo de edificios burgaleses con presencia de torre sobre el
crucero encabezados por la colegiata de San Quirce y que dejaría huella en
templos como San Pedro de Tejada, El Almiñé, Valdenoceda, Tabliega, Monasterio
de Rodilla, Moradillo de Sedano, Bahabón de Esgueva, Arlanzón, Escaño, Siones y
Vallejo de Mena, afectando el mismo modelo -aunque popularizado- a la iglesia
segoviana de Prádena.
Iglesia de San Esteban
Preside y cierra San Esteban uno de los
laterales de la plaza de su nombre, sita en el sector septentrional de
intramuros, tras la Plaza Mayor y enfrentada al Palacio Episcopal.
Icono de la ciudad que rivaliza con el
acueducto romano y el Alcázar, la iglesia de San Esteban se inserta como "mera"
torre en el subconsciente de los visitantes de la capital del Eresma, y vaya el
entrecomillado en descarga de tal apreciación, pues sin duda estamos ante el
más notable campanario de toda Castilla, por encima de sus rivales cercanos,
sobre todo el reconstruido de Nuestra Señora de la Antigua de Valladolid. Y
aunque ya Amador de los Ríos en 1847 llamó la atención sobre su galanura, fue
don José María Quadrado quien en 1884 la calificó afortunadamente como
"reina de las torres bizantinas que en España conocemos", frase de
éxito que no impidió que su supervivencia corriese un peligro más que cierto,
máxime tras resentirse la ya deteriorada estructura de los pisos altos al ser
alcanzada por un rayo el 6 de julio de 1894. Un chapitel barroco había
sobrecargado antes unos muros debilitados por el tiempo y la osadía de su
tracista, viniendo el meteoro a poner en la disyuntiva de su pérdida a una ciudad
empobrecida, dentro de una región ya marginal de un país paupérrimo, pues no
otra era la situación española en estos años centrales del siglo XIX. La recién
estrenada conciencia administrativa del valor del patrimonio monumental estaba
entonces afilando los espolones de su eficacia en la catedral de León, también
en ruinas, y con el empeño de la Sociedad Económica Segoviana de Amigos del
País, de don Carlos de Lecea y la Comisión Provincial de Monumentos,
documentada con los informes de Odriozola, se inició un peregrinar por Reales
Academias y Ministerios hasta conseguir la declaración de la torre como
Monumento Histórico-Artístico en 1896. Conseguido el reconocimiento se
iniciaron los trabajos bajo la dirección del arquitecto Antonio Bermejo y
Arteaga -encargado de la restauración del Alcázar tras el incendio de 1892-,
aunque estos se detuvieron dadas las penurias financieras. El alarmismo cundió
y en 1903 llegó a pedirse en la prensa local y hasta en el Ayuntamiento el
derribo de la "reina de las torres". En ese mismo año visitó
el templo el arquitecto sobre el que desde 1901, tras la muerte de Bermejo,
recaía la responsabilidad de su restauración, Enrique María Repullés y Vargas,
a quien podrán achacársele sus maneras historicistas en la basílica de San
Vicente de Ávila, pero que aquí aportó soluciones que, a la postre, salvaron el
monumento, construyendo el espectacular andamiaje diseñado por su predecesor.
Eso sí, como en Ávila renovando capiteles con el criterio entonces en boga. El
proceso de desmontaje y remonte de una estructura de más de cincuenta metros
fue complejo y lento, no correspondiendo a este lugar su desarrollo, pero
digamos que, finalmente, la torre quedó restaurada en 1922 bajo la dirección
final de Felipe de Sala, la iglesia de San Esteban volvió a abrirse al culto durante
la Catorcena de 1929 y, tras la retirada del andamiaje, recuperó su categoría
parroquial en 1942. Antonio Ruiz ha dibujado un magnífico retrato de las
circunstancias artísticas, sociales y culturales que envolvieron esta
restauración en el tránsito del siglo XIX al XX, por lo que a sus páginas
remitimos a quien desee ahondar en tales aspectos (vid. RUIZ HERNANDO, J. A.,
1999).
De su historia poco conocemos.
Desgraciadamente, la ignorancia y el atrevimiento terminaron por destruir hacia
1860 una campana conservada en la iglesia que debía datar del siglo XI -tómese
con reservas esta cronología-, y ello pese a los intentos de conservación de la
Comisión Provincial de Monumentos, proceso que encontramos resumido en LECEA Y
GARCÍA, C. de, 1912, pp. 51-52. En el inventario del Museo Provincial de
Segovia publicado en el Almanaque de Segovia de 1867 y reproducido por
Hernández Useros se recogen ya unos "fragmentos de una campana del
siglo XI". La noticia aportada por Ildefonso Rodríguez de que "en
esta torre se destrozó una campana en la que se leía estar fundida el
1473" nos deja, en cualquier caso, con la duda de su auténtica datación.
Aunque Madoz la consideraba "fundada
hacia el siglo IX", el primer documento que hace alusión a la misma
data ya de mediados del siglo XIII, cuando en el reparto de rentas entre el
cabildo y el obispo de Segovia se refleja a Sant Estevan aportando XVIII
moravedis a los préstamos del Refitor.
Colmenares, siguiendo a Garci Ruiz de Castro,
refería que en el barrio tenía sede una de las cuadrillas de los Quiñones,
especie de milicia urbana dedicada a defender la ciudad de supuestas algaradas
musulmanas y que el cronista supone fundada por los legendarios Fernán García y
Díaz Sanz, capitanes segovianos que participarían en la toma de Madrid. A
cierta altura del muro meridional, al oeste de la anodina portada que da acceso
a la nave, se colocó un epitafio que reza: NOMINE: FERNAND(US) / IACET: HIC:
SACRIFER / VENERAND(US): XPS: PARCAT: EI: DONET/Q(UE): LOCUM: REQ(U)IEI / ISTE
FERNA(N)D(US) MAR/TINI,- Q(U)I: FUIT: SAC/ERDOS: ET: PORCIO/NARI(US). ISTI(US). ECC(LESI)E: ET / SOCI(US). SEXMI. S(AN)C(T)I: / STEPH(AN)I:
OBIIT: VI : K(A)L(ENDA)S: OCTOB(R)IS: AN(N)O / D(OMI)N ,- M : CC: LIII: ET /
HIC: IACET: MARTIN(US) / CORDERO: ET UXOR / EI(US). MENGA: MARTI NI / ET: SUNT:
SOCII IS/TI(US). SEXMI:. El
epitafio de Sancho, también "compañero del sexmo de San Martín",
fallecido en 1272, se encuentra en otra lápida del mismo muro, habiendo
reconocido otras dos inscripciones, de más difícil lectura, en sillares
interiores del atrio.
Ruiz de Castro señala también cómo en la
capilla mayor de San Esteban tuvieron enterramiento los Falconis, familia
emparentada con la casa real francesa, patronato al que hubieron de renunciar
sus empobrecidos herederos a fines del siglo XVI. Con las concentraciones
parroquiales del XIX, en 1822 se le agregaron las iglesias de San Quirce y la
de Santiago que a ésta iba unida, y en 1843 hicieron lo propio las de San
Andrés y San Marcos. De esta manera, procedente de Santiago, terminó en la
iglesia una de las más excepcionales tallas románicas de la provincia, en la
que más abajo nos detendremos.
Numerosas familias de la nobleza segoviana
buscaron en sus muros el reposo final y el prestigio de poseer una capilla, lo
que explica que el templo fuese transformando su aspecto. En 1431 se data la
construcción de la capilla de Santa Catalina, al norte del presunto transepto
románico, costeada por doña Beatriz de Zuazo, esposa de Gómez Fernández de Lama
y que alberga bajo arcosolio de crestería la lauda de Juan Sánchez de Zuazo
(f1435); fue dotada en 1559, reformada en 1761 y cedida a la Cofradía de Ánimas
de la parroquia en 1828. En 1577 fue renovada la capilla de los Condes de
Barros, construida al oeste de la anterior y junto a cuyo acceso desde la nave
del evangelio quedan restos de un arco románico de medio punto en sillería,
doblado luego con ladrillo. De fines del mismo siglo XVI data la fundación de
la capilla de Hernando Díaz, que transformó el espacio del primitivo ábside
norte. La dedicada al Cristo de la Luz, fundada en 1624, tenía su sede en el
cuerpo bajo de la torre al que luego aludiremos, aunque una de las últimas en
el tiempo fue la que de un modo más radical alteró el espacio exterior de la
iglesia.
Nos referimos a la mole de la capilla de la
Paz, fundación del canónigo Gabriel Muñoz de Esquivel en 1728 y dispuesta
transversalmente ante la cabecera del templo.
Así pues, aún más que en el caso de San Martín,
la iglesia de San Esteban es el resultado de tan complejo proceso constructivo,
en el que los añadidos y reformas han modificado la estructura románica
original, que apenas ésta es visible en lo que su perfil excede del resto. Un
análisis detenido de su planimetría y un recorrido por las bajocubiertas -único
lugar donde los yesos barrocos parecen carecer de jurisdicción- permiten
constatar que subsiste parte del cuerpo del templo primitivo, luego recrecido,
de distribución tripartita y probablemente dotado de un curioso transepto. Y no
es que tengamos certezas absolutas, pero todo apunta a que la mole construida
en el siglo XII era lo suficientemente sólida como para que los siglos
posteriores no se planteasen su derribo y reconstrucción, sino que adaptasen a
lo existente sus actuaciones, extremo ya enunciado por Lecea en 1912 cuando
afirmaba que "tanto la torre como el atrio, se hallan encajados ó
adheridos, como obra adicional, á la fábrica primitiva". Por ello, no
esperemos encontrar tras la puerta una iglesia que ya no es, y conformémonos
con una hipótesis de lo que pudo haber sido, objetivo de estas líneas. Incluso
en el ángulo sudoccidental de la nave nos queda una mínima huella en forma de
roza de la línea del primitivo hastial occidental, a lo que podemos añadir los
vestigios de la renovada portada occidental, de arco de medio punto liso y tres
arquivoltas, la interior y la extrema de grueso baquetón y la media lisa,
acceso que en el siglo XVI fue dotado de nuevas columnas, con capiteles
dóricos.
Observando su planta y haciendo abstracción de
la multitud de añadidos, llama la atención la cierta similitud con las de Santa
Eulalia y San Martín por su disposición de tres naves divididas en tres tramos,
muy estrechas las colaterales. A simple vista se observa en el caso que nos
ocupa la irregularidad de estos tramos, acentuada por tener que adaptarse a
pilares preexistentes el abovedamiento posterior. Como en los dos casos antes
citados, desconocemos cómo eran las cabeceras del proyecto original.
La capilla mayor de San Esteban, que desde
fines del siglo XV era de patronato particular -en 1584 renuncia al mismo su
poseedor Fernán Falconi Ladrón de Guevara fue derribada en 1624 para su
ampliación. De la norte nos quedan escasos vestigios, reducidos al arco
triunfal que la daba acceso, apuntado y doblado, reposando en una pareja de
columnas entregas coronadas por capiteles cuyo relieve está oculto por una
gruesa capa de enlucido, bajo cimacios de nacela y bocel. Aún así, en el del
lado del evangelio reconocemos a un dragoncillo bajo tallos y brotes de cierto
volumen y un fondo de caulículos. El capitel frontero, también bajo carnosos
tallos rematados en caulículos y mejor conservado, nos muestra una pareja de
fieros leones afrontados de cuerpos arqueados y cabezas gachas, separándose de
la tan repetida composición -San Juan de los Caballeros, La Trinidad, Orejana,
San Justo de Sepúlveda, etc.- en que aquí las testas son divergentes, mirando
cada una a un lado con las rugientes fauces abiertas. El modelo, con escasas
variantes, lo vemos en las iglesias de Caballar, Tenzuela y Revenga, en el
último caso citado interponiéndose entre las fieras la figura de un obispo.
Quizás la actual capilla conserve parte del presbiterio de la románica, aunque
el resto fue muy modificado en época gótica, mostrando arcos apuntados ciegos
animando los paramentos laterales.
De las naves, de división tripartita, nos
consta mantienen el perímetro de la caja de muros, ceñido por la galería
porticada a mediodía y poniente, y manteniendo vestigios en el lado
septentrional. Incluso el muro norte conserva en parte su recrecido alzado, a
tenor de los lastimados canes recientemente descubiertos en su coronación.
En la capilla de los condes de Barros, abierta
en el segundo tramo de la nave del evangelio, el muro de cierre de ésta muestra
un arco de medio punto románico con marcas de labra a hacha, quizás de una
puerta secundaria de la primitiva iglesia. Parte del muro oriental de la misma
capilla muestra su aparejo románico, que pensamos corresponde al esquinal del
pseudotransepto, reducido a su brazo norte ante el ábside del evangelio y hoy
cerrado con una bóveda de crucería gótica, que en el ángulo que forma con la
capilla de Santa Catalina muestra igualmente su muro de sillería románica. Aún
en la capilla de los condes de Barros, y en la estancia inmediata por el sur
-que alberga la escalera que da acceso al coro y las bajocubiertas se observa
retazos de pilares o machones de sillería, que con reservas interpretamos como
vestigios del pórtico que cubría también este costado norte de la nave, al
estilo de lo visto en San Martín.
Pienso que los pilares de la nave se
corresponden en parte con los originales, habiendo sido adaptados para sus
nuevas funciones tectónicas y mostrando un aspecto irregular. Llamaba la
atención a Antonio Ruiz Hernando la notable diferencia de anchura entre la nave
y las colaterales, que relacionaba con la de San Juan de los Caballeros. La
planta original era, en cualquier caso, ciertamente irregular. Al sur de la
desaparecida cabecera se alzó el soberbio campanario, hoy con acceso desde la
sacristía, aunque en origen una puerta le daba servicio desde el presbiterio
románico.
Si al exterior resulta imponente la silueta de
la torre de San Esteban, no menos curiosa es la solución adoptada para permitir
el acceso a los pisos superiores. Cubrióse la planta baja, casi cuadrada, con
una cúpula de ocho paños sobre grandes trompas, en las que se dispusieron los
animales simbólicos del Tetramorfos sosteniendo los libros de su Evangelio,
adivinándose en ellos una notable factura bajo el encalado. Una imposta corre
bajo cúpula, decorada con tetrapétalas en clípeos del tipo frecuente en la ciudad
y sus alrededores. En uno de los laterales se alza un cuerpo prismático que
alberga la escalera de caracol, cuerpo que penetra en la cúpula ascendiendo
hasta el piso superior, aún ciego y ornado al exterior con dos niveles de
arcos. Esta solución es posible gracias al excepcional trabajo de cantería de
los artífices, que consiguen un encaje perfecto en los conflictivos encuentros.
Parte la escalera de caracol de un pasaje abierto en el muro oeste del prisma,
iluminada gracias a saeteras abocinadas hacia el este, hoy condenadas por la
sacristía. En el segundo piso este prisma se transforma en un husillo, que
asciende hasta el primero de vanos atravesando la bóveda de crucería, rehecha
en la restauración, que cubre el tramo. La estructura hasta aquí descrita se
corresponde con el alto basamento ciego de la torre -alcanzando el piso bajo la
altura de la nave central- y los dos niveles de arcos ciegos. A partir de aquí
se sucederían los forjados de madera -sustituidos hoy por otros de hormigón- a
los que darían acceso escaleras de madera, correspondiéndose ya las arquerías
exteriores con los pisos.
Al exterior, a partir del nivel cupulado la
torre asciende sin retranqueos, achaflanando sus aristas y disponiendo en los
ángulos altas columnas hasta la cubierta, cuyos fustes no son invadidos por las
impostas, que corren separando pisos y prolongando los cimacios de los
capiteles. El ritmo de los arcos -dos por muro salvo en el piso alto, que son
tres, todos con prominentes chambranas que refuerzan sus siluetas- nos deja
ante unos apuntados sobre columnas acodilladas en el piso inferior y sobre éste
otros de medio punto; siguen dos pisos de vanos rodeados por arcos apuntados de
triple rosca alternando boceles y nacelas, arcos que apean en haces de
columnas, mientras que en el remate se abren tres estrechos vanos apuntados
rodeados por arcos abocelados que apean en dos columnas pareadas y otras
simples acodilladas en los extremos. Existe también un ritmo de alturas de cada
uno de los pisos; los dos de arcos ciegos tienen la misma, algo menor es la de
los dos siguientes y aún menor en el de remate. Además de favorecer la
estabilidad, esta gradación contribuye a aumentar la sensación de altura de la
torre, desde cuyo piso más elevado se contempla una magnífica panorámica de la
ciudad.
Aunque la abundancia de soportes permitió una
extraordinaria profusión de capiteles, la severa restauración de muchos de
ellos y la sustitución de la mayoría durante la restauración de principios del
pasado siglo nos deja ante una escasa nómina de elementos primitivos. Entre
ellos vemos algunos capiteles de finos acantos de fuertes escotaduras y sabor
abulense, otros de helechos de nervio central hendido, parejas de animales
afrontados, bien sean grifos, leones arqueados, aves o dragoncillos, junto a alguno
figurado con personajes con filacterias y otros temas irreconocibles. En las
impostas y cimacios vemos rosetas en clípeos, mientras que las chambranas
muestran abilletado.
Tras la traumática restauración de la iglesia
se disgregaron numerosas piezas escultóricas originales procedentes de la
torre. Resultan muy significativas las viejas fotografías contemporáneas de la
restauración, sobre todo las del fondo Unturbe hoy custodiado en la Filmoteca
de Castilla y León de Salamanca, donde pueden verse almacenados en la sacristía
tanto los nuevos capiteles labrados como otros completados, y aun fragmentos
que fueron a la postre desechados. Algunos pasaron a manos particulares, formando
parte de portadas, caso de las dos parejas de capiteles vegetales de acantos
que vemos en una casa de la Capilla de Hernando Díaz, antiguo ábside norte
calle de Daoiz n° 18; unas basas y columnas fueron entregadas por el párroco
para recomponer la ventana exterior del ábside de San Quirce, mientras que
otros restos pasaron al Museo Provincial, encontrándose algunos en el actual
Museo de Segovia. En la Granja de Quitapesares, propiedad de la Diputación de
Segovia en la carretera a La Granja, se conserva un capitel sin duda procedente
del campanario de San Esteban, originario del antiguo depósito de la Capilla de
Viejos. La pieza, de 30 cm de alto y ancho por 56 cm de profundidad,
corresponde a una de las cestas de ángulo de los ventanales de la torre, decorándose
con uno de los motivos recurrentes en el tardorrománico segoviano -y a visto en
la propia iglesia- como es la pareja de leones afrontados de cuerpo arqueado y
cabezas gachas, sobre fondo de caulículos.
Atrio
Y si breve es por fuerza el apartado
escultórico de la torre, no mucho más podremos decir al referirnos a la galería
porticada. Escribía Cabello Dodero en 1928 que por aquel entonces "se
está montando el atrio, hace años destruído, y en estos días han sido
descubiertas las armaduras, de madera de par y nudillo, de sus naves laterales,
ocultas hasta ahora por las bóvedas barrocas que cubren dichas naves".
Sobre esta destrucción nos da más datos Lecea en 1912 -"la galería ó
atrio vino al suelo, aplastada por el ciclón que derribó sobre ella el enorme
andamiaje de la torre"-, e incluso existe una fotografía de don Benito
de Frutos en el archivo del Santuario del Henar, cerca de Cuéllar, donde se
observa toda la crujía meridional del pórtico con sus piezas desmontadas y
alineadas sobre el pretil y dentro de la valla de madera que cercó la iglesia
desde los primeros años del siglo XX. Por ello realza su valor documental la
espléndida imagen tomada por Laurent hacia 1870, que reproducimos junto a estas
líneas, en la que se observa el pórtico justo antes de los avatares que
terminarían por desfigurarlo. Nótese y a en esta imagen cómo la erosión había
deteriorado los relieves, habiendo sido y a de antiguo sustituidos parte de los
fustes por otros graníticos, quizás en época renacentista, en la que se abrió
la portada occidental de la galería, de arco casetonado sobre columnas
acanaladas y se rehizo la cornisa sobre ella.
La distribución del atrio, aproximadamente a
haces del muro sur de la torre, nos deja ante una serie de diez arcos en el
frente meridional, el quinto desde la torre habilitado como acceso eliminando
el pretil y enmarcado por dos pilares. Tras el machón del ángulo continuaba la
serie con otros tres arcos, aunque más arriba apuntábamos la posibilidad de que
la galería rodease completamente la nave recubriendo también la fachada norte.
Todos los arcos son de medio punto, con la rosca decorada con chevrons que enmarcan
el bocel del ángulo y chambranas de taqueado, y apean en dobles columnas, de
basas áticas las pocas que mantienen las originales.
Los capiteles que las coronan manifiestan su
carácter tardorrománico, aún más abarrocado que el visto en el atrio norte de
San Martín, dejando traslucir el trabajo de talleres quizás formados en la
cuenca del Duratón pero que en la capital han entrado en contacto con
soluciones de progenie abulense. Todo ello, plasmado con un estilo seco, lo
volveremos a encontrar en los atrios de San Lorenzo y San Juan de los
Caballeros. Como en estos, la cornisa recibe una profusa decoración, ornándose
con florones las cobijas y metopas entre los canes, salvo algunas con
personajes bajo arquillos, en un caso acompañado de un animal y aves o híbridos
entre tallos.
En cuanto a los temas representados, con todas
las reservas que impone su deplorable estado, creemos reconocer varios de tema
sacro, como un Pantocrátor inscrito en la mandorla y rodeado por un desgastado
Tetramorfos y un fragmentario apostolado, con las figuras bajo arquillos
trilobulados, que se completaría con el resto de los apóstoles en la cesta
vecina; el viaje y Adoración de los Magos, según el tratamiento que vimos en el
pórtico de Duratón; una representación eucarística bajo arquerías, con un prelado
celebrando ante una mesa de altar cubierta por un paño y acompañado por varios
acólitos; un personaje sedente ante otros tres; lo que bien pudiera ser el tema
del pobre Lázaro y el rico epulón; y otra escena de duelo o sepelio, con el
yacente tendido en un lecho, acompañado por tres figuras.
Entre los asuntos profanos, vemos en dos
cestas, una maraña de tallos en la que se enredan cabritillos rampantes que los
ramonean, en un caso acompañados por una figura humana, según el modelo visto
en el pórtico de Duratón que se traducirá secamente también en el atrio de San
Lorenzo; grifos rampantes afrontados, casi irreconocibles, arpías afrontadas
cuyas colas rematan en tallos que se entrecruzan y dan lugar a brotes. Los
cimacios son de tallos ondulados con brotes, acantos en molinillo, palmetas y hojitas.
En el interior de la capilla de los conde de Barros se conserva otra cesta
doble, sin duda del atrio, igualmente destrozada, en la que advertimos una
figura demoníaca, bajo arquillos trilobulados con representaciones
arquitectónicas en las enjutas.
El interior de la capilla de Hernando Díaz
-antiguo ábside del evangelio románico- está presidido por la imponente talla
de un Cristo crucificado de cuatro clavos con un brazo liberado de la cruz,
procedente de la desaparecida iglesia de Santiago.
Debe datar de finales del siglo XII o
principios del siguiente, aunque mantiene los rasgos de geometría,
esquematización y rigidez propios de la imaginería románica. No queda claro si
presidía un perdido Descendimiento o bien responde a una tipología relativamente
infrecuente, de la que Julia Ara cita otros dos ejemplos, en el Museo Mares de
Barcelona y en Isabella Steward Gardner de Boston. Es un Cristo muerto y, sin
embargo, el movimiento que produce su brazo bajado se contrarresta por la
ligera flexión de su pierna derecha, especie de contraposto que arrastra al
perizonium a seguirla, creando pliegues en abanico en el lateral del paño. Se
trata, en cualquier caso, de una de las piezas más notables de la imaginería
románica en la provincia. Mide 237 cm de alto, unos dos metros de ancho y entre
19 y 22 cm de grosor.
Iglesia de San Juan de los Caballeros
Instalada junto al lado noroeste de la muralla,
a la vera del portillo homónimo, en tiempos "tendida en desierta plaza"
según Quadrado -quien cursó visita al edificio hacia 1865- asoma al mirador del
río, ahora Plaza de Colmenares. San Juan perdió las campanas en 1830, fue
desafectada al culto tras la desamortización de 1835, cerrada en 1843 y
agregada a la Trinidad, siendo sucesivamente ocupada por un almacén del Museo
Provincial (antes de su traslado a San Facundo), algunas cuadras, un almacén de
madera y hasta un inquietante garaje de coches fúnebres. De los Caballeros,
porque fue centro de reunión de la Noble Junta de Linajes, hasta que igualmente
trasladara su sede a la parroquia de la Trinidad.
El 10 de octubre de 1904 Andrés Pérez de
Arrilucea y Velasco y el pintor Ignacio Zuloaga -en realidad representando a su
tío Daniel- debieron comprar el templo con confesados fines especulativos,
aunque a juzgar por la correspondencia mantenida entre Daniel y su sobrino,
tras la instalación de sus hornos y taller en las naves, el ceramista desestimó
cualquier enajenación y hasta mostraba orgulloso el templo a numerosos
periodistas nacionales y extranjeros que visitaron su lugar de trabajo. En el
atrio dispuso una oficina destinada a expositor y venta de cerámicas y
antigüedades.
El 22 de febrero de 1906, Pérez de Arrilucea,
deseando obtener algún beneficio por la operación, solicitaba a Daniel Zuloaga
Boneta 2.000 pesetas, pero éste carecía de liquidez al haber contraído
importantes deudas a cuenta de sus atribulados negocios en Pasajes. En marzo de
1906 Ignacio prometía recurrir a algún comprador norteamericano con posibles
para llegar a expatriarla en una incómoda operación elguinista que nos recuerda
los oscuros tejemanejes de Arthur Byne en los cenobios de Sacramenia y Óvila (Guadalajara).
Pero felizmente, Daniel optaría por hipotecar
el inmueble: el 30 de marzo de 1906 el herrero Ezequiel Torres Arranz entregaba
al ceramista 2.500 pesetas en préstamo al 8 % de interés a devolver antes del
30 de marzo de 1911.
Las primeras reformas del templo resultaron tan
gravosas para la modesta economía de Daniel que le forzaron a implicarse de
lleno en la venta de todo tipo de antigüedades. Las obras se iniciaron sobre la
primavera de 1908, abriendo tres ventanas en el segundo cuerpo de la torre,
lugar óptimo para la instalación de un estudio de pintura, mientras seguía
teniendo una casa alquilada en la calle de San Agustín.
Fue Ignacio el responsable de satisfacer
íntegramente la deuda hipotecaria el 22 de junio de 1910, poniendo la finca a
su nombre aunque cediéndola a su tío Daniel sin exigir alquiler alguno a cambio
de permitir un espacio para poder pintar (arregló un salón del piso superior y
retiró el tejado de la torre para su propio estudio). El espinoso asunto
terminó por encizañar a toda la familia, provocando una áspera ruptura de
relaciones. Terminaría siendo propiedad de Daniel en 1919.
Hasta el atrio de la iglesia, cegado hacia el
siglo XVII para habilitar capillas, y donde tuvo el ceramista un salón de
invierno, se trasladó la tertulia del Casino de la Unión, concurrida por los
amigos madrileños de Daniel y toda suerte de artistas bohemios y entusiastas
viajeros que asistían pasmados a los contoneos de la hermosa actriz Tórtola
Valencia, que acicalada al modo oriental, bailaba al dictado de la sensual
danza libre puesta de moda por Isadora Duncan. Es de suponer que las turbadoras
sesiones fueron tan ansiadas como tumultuosas y vitriólicas.
En 1913 Daniel montaría una gran mufla en la
nave de la epístola, aunque velando siempre por mantener la dignidad estética
del edificio. A su añorado taller segoviano regresaba en cuanto disponía de
tiempo libre mientras desarrollaba en Madrid una febril actividad profesional y
docente. Ya entonces empezó a barruntar la idea de transformar el templo en un
verdadero hogar aprovechando para ello la zona superior de las naves.
Por encima de las tres naves de San Juan de los
Caballeros, Eladio Laredo, arquitecto y amigo de Daniel, proyectaría en 1919
una amplia vivienda apoyada sobre vigas de hierro y bovedillas de ladrillo
donde residirían Daniel y sus cuatro hijos (Teodora, Cándida, Esperanza y Juan
Ramón), acondicionando la torre como estudio. Consta que las obras fueron
visitadas por Ignacio el 20 de abril de 1921, cuando estaban a punto de
rematarse. Una escalera en la nave de la epístola -tal y como sugiere el actual
montaje museístico- permitía el acceso hasta la vivienda que ocupaba la nave
central, por donde circulaba un largo pasillo que se iba abriendo a las
diferentes habitaciones instaladas hacia mediodía y un comedor hacia el costado
occidental. El hogar estuvo decorado con mimadas labores cerámicas, lozas de
reflejo metálico, pinturas de paisajes segovianos en blanco y azul en el cuarto
de baño y una buena colección de mueble antiguo español, al gusto de la castiza
moda consagrada por el marqués de Vega Inclán en las décadas de 1910-20.
Pero las reformas de la singular vivienda
debieron comerse casi todos los ingresos obtenidos por el ceramista sin que
llegara a disfrutarla pues falleció de septicemia -no está claro si a
consecuencia de haber contraído una venérea o por el cotidiano contacto con los
venenosos óxidos de plomo- el 26 de diciembre de 1921. El consistorio
encargaría al escultor sepulvedano Emiliano Barral un monumento honrando la
memoria de Daniel Zuloaga que fue inicialmente instalado en el ángulo suroeste
de los jardines de la plazuela de la Merced. El templo de San Juan sería
declarado Monumento Histórico-Artístico el 3 de junio de 1931.
El Estado -por ofrecimiento de los herederos de
Daniel Zuloaga y a instancias del Marqués de Lozoya y el apoyo de su sobrino
Luis Felipe de Peñalosa- adquirió finalmente el templo -se prolongaron los
trámites de 1944 a 1953- instalando allí el museo dedicado al artista y su
entorno (en 1947 se aprobó el expediente de adquisición de mobiliario y fondos
artísticos) y hasta un taller destinado a la enseñanza de las artes cerámicas
(1949). El cacareado museo fue inaugurado el 3 de julio de 1949, aunque por desgracia,
administradores y público fueron perdiendo interés por sus instalaciones hasta
llegar a ser un perfecto desconocido muy custodiado. Finalmente, en 1955, el
Ministerio de Educación Nacional abonaría a los herederos un monto total de
935.712,90 pesetas por el templo, a partir de ahí se iniciarían con pasmosa
lentitud los trabajos de restauración.
El Museo Zuloaga fue declarado Monumento
Histórico-Artístico el 1 de marzo de 1962, experimentando sucesivas reformas de
acondicionamiento museístico en 1975, 1979 -sufrió el robo de una tabla con una
piedad del siglo XVI, varias acuarelas de Daniel Zuloaga, un par de pistolas
damasquinadas del taller de Éibar, una veintena de lienzos y un lote de
cerámicas- y la década de 1990 (Merino de Cáceres empleó en la restauración de
las cubiertas vigas de pino de Valsaín procedentes del Alcázar), siendo reabierto
por la administración autonómica en 1998.
Es un templo de planta basilical con tres naves
y crucero, más estrechas las naves laterales, separadas de la mayor mediante
tres grandes arcadas que apoyan sobre pilares cilíndricos y rematan en
sencillos ábacos. La torre se alza sobre la capilla de la epístola, posee un
potente basamento reforzado mediante contrafuertes escalonados en sus esquinas
y dos cuerpos perforados con ventanales de medio punto que en el superior
fueron transformados en conopiales cobijando otros adobados en ladrillo. Contó
con dobles arquerías de medio punto muy transformadas y cegadas en el segundo
nivel, aunque conserva íntegro su lado occidental y parte del oriental, con
pares de fustes apoyando sobre basas áticas coronadas por capiteles
zoomórficos, impostas de rosetas y chambranas ajedrezadas.
La crítica ha determinado que la fase más
arcaica del templo data de época visigoda, reaprovechando sus muros y
paramentos absidales en la obra del siglo X. Hacia el siglo XI, se realzan los
muros laterales, derribándose los viejos ábsides y elevando el mayor. Entre
fines del siglo XII e inicios del XIII se alzarían los absidiolos laterales, la
torre y el atrio meridional (en uno de cuyos fustes debió epigrafiarse la
fórmula: Era MCCXXX y ecclesie). En la nave meridional presenta arcos
peraltados que apoyan sobre gruesas columnas decoradas con someros capiteles de
rosetas entre entrelazos, los mismos arcos se repiten en la nave septentrional,
si bien resultan fruto de una campaña constructiva de criterio mimético que
empleó sillería granítica y tuvo lugar en el siglo XVI, cuando el templo
experimentó un hundimiento provocado por la falla que desde ese sector de la
ciudad encinta el valle del Eresma. Sobre el muro septentrional de la nave
central destacan tres ventanales abocinados de medio punto.
En el aparejo de sillería correspondiente al
hemiciclo absidal de la epístola se advierten señas del derrumbe, presentando
una profunda roza horizontal, prolongada hacia el cuerpo de la torre y el
ábside mayor. Se advierte con claridad que importantes zonas de la sillería
empleada en el templo -especialmente en el podium del atrio meridional, ábsides
y paramentos del interior- son fruto de modernas reintegraciones.
El exterior del ábside mayor, que apoya sobre
un basamento de sillería granítica, posee tres paños separados por semicolumnas
adosadas que parten de un zócalo en la base y podium prismáticos, quedan
perforados por tres vanos rasgados ornados con deterioradas semicolumnas
helicoidales similares a las del interior, por encima corre una imposta
ajedrezada que rodea igualmente las semicolumnas que pautan los paños. Los
ábsides laterales parecen de factura más tardía, disponiendo la misma
distribución de tres paños entre semicolumnas que apoyan sobre un podium
escalonado a tres niveles y vanos -abocelado y apuntado en el del evangelio con
imposta de hojas entrelazadas, con presencia de cestas de grifos y arpías. En
el absidiolo de la epístola advertimos la presencia de toscos capiteles de
acantos con canaladuras, imposta con flores tetrapétalas y palmetas y chambrana
ajedrezada (hacia el interior se aprecian cestas corintias en conexión con el
pórtico de San Vicente de Ávila), si bien el del evangelio cuenta con capiteles
de grifos y arpías afrontadas de resonancias silenses. El alero de la cornisa
apoya sobre una serie de canecillos -vegetales, con máscaras y alguno
zoomórfico- muy erosionados.
Atrio
Hacia mediodía acoda un atrio con nueve arcadas
de medio punto aboceladas y sus correspondientes chambranas ajedrezadas que
apoyan sobre cestas dobles y dobles columnas. Sería cegado durante el siglo
XVII.
Las cestas dobles y sus impostas han sufrido
muy directamente las consecuencias de la erosión, aunque aún podamos reconocer
diferentes asuntos de factura gotizante y cronología bastante tardía: arpías y
otros pequeños personajes antropomórficos entre fronda de roleos y cogollos,
una posible representación de Moisés, dos escenas con la Anunciación, Dios
Padre en el interior de una mandorla, diminutas aves entre labor de cestería,
un caballero y otras dos piezas lisas que parecen datar del siglo XVI apoyando sobre
un doble fuste de granito tallado en una misma pieza; para los cimacios se
eligieron motivos de entrelazos, flores de aro y tetrapétalas entre roleos.
El alero, profusamente esculpido en sus
arquillos trilobulados, canes y metopas, presenta una sorprendente serie de
motivos gravemente alterados por efecto de la erosión: aves, arpías, grifos,
dragones, puercos, peces entrelazados, máscaras zoomórficas y antropomórficas,
un caballo comiendo en el pesebre, figurillas sedentes, caballeros, un arpista,
felinos de orejas puntiagudas, danzantes, una pare ja en pose amatoria y dos
escenas aisladas de siega y arada que recordarían las clásicas imágenes de los
menologios, encontrando correspondientes estilísticos en San Millán y
Sotosalbos. Con una semicolumna rematando la esquina suroeste, el atrio se
prolonga hacia occidente con otras tres arcadas de medio punto, maltrecha
cornisa de palmetas, florones y arpías en las metopas y motivos zoomórficos,
geométricos y máscaras que cuajan canes y arquillos trilobulados. En las
machacadas cestas dobles aún podemos reconocer una Anunciación, un combate
entre caballeros y una serie de bichas monstruosas entre frondas y roleos con
imposta superior de hojas de aro. No queda más remedo que recurrir al trabajo
de Peñalosa (1950) para intentar discernir el tema de algunas de las piezas
escultóricas del atrio de San Juan de los Caballeros que en la actualidad
presenta un intenso grado de deterioro.
Portada
La portada principal, dispuesta hacia
occidente, es de medio punto y presenta chambrana ajedrezada con rosetas
pentapétalas y cuatro arquivoltas, dos baquetonadas y otras dos con rosetas
inscritas en el interior de círculos perlados que apoyan sobre impostas de
similar tipología ornamental y cestas de acantos ramificados y arpías de alas
explayadas que recuerdan prototipos abulenses. La cornisa insiste en el tema de
las metopas -aquí con cobijas- ornadas mediante delicadas rosetas, canes de
nervudos acantos y alero con rosetas dispuestas entre tallos perlados. Hacia el
interior del templo, y hacia la clave del vano, fue reutilizada una placa
decorada con una rosácea que recuerda algunos de los modelos de metopas
utilizado en las cornisas del atrio.
Junto al acceso occidental se dispone una
suerte de nártex precedido por otra portada de cronología más tardía labrada en
pleno siglo XIII. Dispone cuatro arquivoltas aboceladas y tres más ornadas con
puntas de clavo y hojas de roble que apoyan sobre una imposta lisa que presenta
palmetas en el lateral izquierdo, aunque sus correspondientes capiteles no
llegaron a tallarse; hacia el intradós se aprecia una cesta no identificable
muy erosionada que apoya sobre una doble columna. Los capiteles del lado derecho
también se conservan en muy mal estado, son piezas vegetales, reservando para
el del intradós dos figuras antropomorfas instaladas bajo una doble arquería.
Su cornisa está ricamente decorada siguiendo el modelo del atrio meridional,
recurriendo a las metopas con rosáceas y a los roleos y entrelazos en el alero,
donde aparecen variadas máscaras, aves, la imagen de Daniel en el foso y lo que
parece ser un sepulcro santo provisto de orificios. A los lados de la portada
se disponen dos pequeños aleros que repiten la estructura ornamental de la
cornisa, reservando para el derecho -inmediato al sector occidental del atrio-
la maltrecha figura de un ángel coronando la semicolumnilla que remata la
esquina.
La capilla mayor, que fue patronato de los
Contreras, presenta presbiterio recto reforzado por una doble columna que apoya
sobre un podium y soporta un fajón de medio punto. El triunfal, también de
medio punto, se asoma baquetonado hacia la nave y porta capiteles de acantos
muy destrozados y reintegrados con yeso, cubriéndose el ábside con bóveda de
cuarto de esfera. Tres vanos perforan el hemiciclo, contando con capiteles
vegetales muy deteriorados que apoyan sobre columnillas de fustes helicoidales,
presentando además dos impostas que lo recorren horizontalmente, la superior
ajedrezada en el hemiciclo y de tacos verticales en el presbiterio y la
inferior con restos de palmetas entre entrelazos.
En el acceso al ábside del evangelio aparecen
capiteles con felinos y aves entre fronda que recuerda modelos ensayados en el
segundo taller del claustro silense, para las cestas de las ventanas de medio
punto baquetonadas reserva otras representaciones zoomórficas de mejor factura:
arpías, centauros, rapaces y dragones de cuellos agachados a la usanza
burebana.
El arco triunfal del ábside de la epístola, de
medio punto, cuenta con capiteles decorados con grifos de sabor abulense y
jinetes afrontados entre acantos ramificados. En el ventanal -de imposta y
chambrana ajedrezadas- se disponen nuevas rapaces y una máscara gastrocefálica
flanqueada por dos personajes sedentes masculinos bajo una imposta con hojas
cuatripétalas inscritas en el interior de círculos.
Las impostas de los capiteles continúan hacia
el hemiciclo manteniendo decoración ajedrezada, otra imposta parte del arranque
del ventanal central y presenta flores de aro, siguiendo hacia el muro
meridional de la nave de la epístola.
Sobre el podium baquetonado del pilar dispuesto
entre la capilla mayor y la de la epístola -donde se despliega un frontal con
un Pantocrátor y un Apostolado en azulejo esmaltado del taller de Zuloaga- se
halla un descontextualizado capitel de acantos relacionado con los de San
Vicente de Ávila. Aledañamente se custodia una basa de grueso toro y plinto
tallado con motivos en esquinilla.
En el lateral septentrional del presbiterio
embocado al ábside mayor se recoge una ilegible lauda funeraria de pizarra
correspondiente a Angelina de Grecia, nieta del rey de Hungría, prisionera de
Bayaceto y Tamerlán, enviada con una embajada de Payo Gómez de Sotomayor y
Hernán Sánchez de Palazuelos hacia 1403 hasta Segovia como regalo al rey
castellano Enrique III (cf. MARQUÉ S DE LOZOYA , "Doña Angelina de
Grecia (Segunda versión)", BRAH, CXXVI (1950), pp. 35-78): "Aquí
yace la muy honrada Doña Angelina de Grecia, hija del Conde Jvan y nieta del
rey de Vngría, muger de Diego González de Contreras"). A su vera está
la de su marido Diego González de Contreras y otras dos laudas de caliza en el
lateral meridional. Colmenares llegó a recoger los epitafios del regidor
Rodrigo de Contreras (^ 1508), Luis de Contreras (f1582), marido de Ana de
Cuevas, padres ambos de los marqueses de Lozoya, Manuel de Contreras (f1575) y
el canónigo de Segovia Juan de Contreras (1580). A ambos lados del acceso a la
capilla mayor surge un cancel de granito con las armas de los Contreras:
blasones cuartelados conteniendo barras, leones y castillos.
Una lauda granítica en el pavimento de la
capilla del evangelio -de los Nobles Linajes o de Fernán García- acoge el
enterramiento del ilustre historiador segoviano Diego de Colmenares que fue
también párroco del templo -"Aquí yace el licenciado Diego de Colmenares
cura de esta iglesia, cronista de Castilla y de esta ciudad y sus esclarecidos
varones y nobles linajes,- diéronle entierro en su capilla, donde dotó una
capellanía de toda su hacienda. Falleció á 29 de enero de 1651 años"- e
inmediatos -en el tramo cubierto con bóveda de crucería y nervaduras doblemente
baquetonadas- otros tres sepulcros de hacia 1300. El frente de uno de ellos
-bajo arcosolio apuntado- ostenta arquillos góticos y torrecillas en sus
enjutas, que ya describía Quadrado con señas heráldicas cruzadas diagonalmente
"por una banda sostenida por leones y sirviendo de lecho á una ruda
estatua vestida al uso del siglo XIII [apoya sobre tres leones muy magullados];
la otra sin figura con cubierta de ataúd", que una tradición asegura
pertenecer a los reconquistadores de Madrid Fernán García y Día Sanz, aunque el
mismo autor duda de semejante atribución, considerándolos típicos
representantes de la nobleza local (el patriciado local o tradicional
caballería villana), presentan señas heráldicas bajo arquillos trilobulados en
sus laterales largos y la cubierta a doble vertiente.
Colmenares transcribía un rótulo antaño
desplegado en la cornisa de la capilla: "Esta Capilla es del honrado
Cauallero Don Fernan Garcia de la Torre: el qual junto con Don Dia Sanz ganaron
de los moros a Madrid: y establecieron los nobles linajes de Segovia: e dejaron
los Quiñones [se trataba del sostenimiento de una guarnición de cien lanceros
integrada por cuatro escuadras de 25 jinetes que durante la celebración de los
oficios sacros de los días festivos vigilaban los accesos a la ciudad para
evitar las razzias musulmanas, asistiendo después a escuchar misa en las
parroquias de San Esteban, San Martín, San Juan y la Trinidad] e otras muchas
cosas en esta Ciudad por memoria".
En el manuscrito original de Colmenares aparece
una descripción de los sepulcros: "Las armas que se ven en los tres
sepulcros son en los dos más bajos, que sin duda son mas antiguos, y de los dos
capitanes; estan los escudos sin armas. El sepulcro mas alto en que ai un vulto
de hombre armado y todo el se muestra mas moderno ai escudos con una vanda y en
la orla muchas aspas, sin conformar en el numero, porque vnos tienen 17, otros
18, otros 20, sin que conforme vno con otro. Debajo del arca del archiuo que esta
en la misma capilla, esta pintado un escudo con una vandaçaur en campo blanco y
en la orla diez y seis aspas de oro en campo roxo. Argote de Molina quiere que
todas las aspas de escudos de armas sean despues de las Nauas de Tolosa y se
engaña".
Los despojos mortales de Fernán García, Día
Sanz y Diego de Colmenares fueron trasladados el 30 de noviembre de 1873 al
proyectado panteón de segovianos ilustres del monasterio del Parral, monumento
que nunca llegó a alzarse, aunque tales restos permanecieron en el claustro del
monasterio jerónimo y allí descansaron hasta el 18 de enero de 1951. El 29 de
enero del mismo año, conmemoración del tercer centenario del fallecimiento de
Colmenares, sus restos mortales regresaron a su antiguo enterramiento en la iglesia
de San Juan, instalándose en la capilla de Nobles Linajes (cf. el acta del
traslado redactada por Luis Felipe de Peñalosa y Contreras, secretario de la
Comisión provincial de Monumentos Históricos y Artísticos de Segovia y
correspondiente de la Real Academia de la Historia en ES, III, 1951, pp.
146-149).
Mayer describía hacia la década de 1910 que en
el ábside de la nave del evangelio era visible una pintura mural románica: "...por
arriba un Cristo entronizado en una mandorla, rodeado de ángeles en las cuatro
esquinas, por debajo una imagen que no se comprende por completo (se reconoce
la Virgen con seis apóstoles y el Bautista además de una escena milagrosa poco
clara), en cuyo caso la representación de un elefante es lo que causa el mayor
interés. Se puede seguramente admitir la hipótesis, que la iglesia en su mayor
parte estaba decorada con similares pinturas murales y se tiene que lamentar
que no se ha conservado más". La representación del elefante
recordaría los famosos frescos expatriados de San Baudel de Berlanga o los
capiteles de la cabecera de San Vicente de Ávila. En la actualidad sólo
llegamos a apreciar algunos fragmentos pictóricos en el acceso al presbiterio
de lo que parece una visión apocalíptica, con un Cristo majestático bajo el que
surge una pareja de ángeles trompeteros, varios personajes orantes en un
registro inferior y bajo éste, una escena con el martirio de San Juan
Evangelista ante portam latinam que parecen datar de mediados del siglo XIII.
La portada románica de acceso al interior del
templo procede del templo de San Nicolás y fue instalada en San Juan en 1950;
es de medio punto, con arquivolta abocelada y chambrana pautada mediante
pequeños canes de rosetas tetrapétalas. Se conserva otra portada de medio punto
hacia el lado oriental del interior del atrio, que tal vez dispuso de tímpano,
aunque lo que llama poderosamente la atención es su decoración incisa de sabor
moruno, recordándonos los trabajos de ataurique.
Con motivo de las obras de acondicionamiento en
el entorno del templo de San Juan se plantearon diversos trabajos arqueológicos
dirigidos por Alonso Zamora en el Interior de la capilla del evangelio jardín
adyacente que siglos atrás se utilizó como camposanto parroquial. Fueron
excavados un sector dispuesto frente a las arcadas occidentales del atrio y el
espacio exterior existente entre el ábside mayor y el de la epístola. Con
anterioridad a la excavación había sido detectada una lápida romana. Depositada
en el Museo de Segovia (n° inv. A-12181), resulta una pieza tosca, propia del
arte provincial de entre fines del siglo II e inicios del III d. de C. Es
epigráfica (aunque sólo puede leerse: VEL...IES CENI [.]), posee forma
avenerada, rodeada por una láurea con tres rosetas hexapétalas, en cuyo
interior aparece la imagen del difunto tumbado, cubierto con paño plegado junto
a otras tres pequeñas figuras antropomórficas rasuradas e indefinidas. En el
mismo Museo de Segovia fue depositada en 2001 (n° inv. A-08344) una estela de
fines del siglo I d. de C. localizada en las cercanías de la iglesia en 1976,
presenta tabula ansata con el epígrafe D.../ PRO.../ G F.../ S-T...(D(ii)s [M(anibus) s(acrum)/ PRO [...]/ G(ai) filio/-a)
(?) [...]./ S(it) t(ibi) [t(erra) l(evis)]).
Otra
estela romana anepígrafa y con restos de tetrapétalas se encuentra empotrada en
el lienzo interior del muro meridional del templo, reaprovechada entre el
aparejo a unos tres metros del nivel del pavimento.
La tipología de las tumbas de la necrópolis de
San Juan es variada: simples osarios, fosas cubiertas con placas de pizarras,
tumbas de lajas construidas con sillares de caliza, sillarejo o con paredes de
ladrillo y tumbas excavadas en la roca.
Éstas últimas parecen ser las de mayor
antigüedad, quizás correspondientes al viejo edificio visigodo o a la primera
edificación románica del siglo XI. Para los enterramientos de lajas -en uno de
ellos se reutilizó un capitel de fines del siglo XII- se barajó una datación
plenamente románica, pudiendo emplearse hasta bien entrado el siglo XIII. Las
tumbas construidas con ladrillo comenzarían a realizarse en el siglo XIII,
aunque siguieron usándose hasta los siglos XVI o XVII. El enterramiento más
interesante apareció junto al atrio meridional y contenía una estela discoidal
ornada con una cruz patada en el anverso y estrellas biseladas y orla de
triángulos curvilíneos en el reverso (había sido removida antes de proceder a
su excavación), otra más simplemente patada y un fragmento de lauda con la
cabecera ligeramente más ancha que los pies y decorada con una cruz patada cuyo
travesaño vertical -más alargado que el horizontal- remataba en una suerte de
vástago.
La ausencia de piezas metálicas o manchas
oscuras permite afirmar que los finados eran enterrados en un tosco sudario.
Tampoco se detectaron ajuares, ni botones, anillos u otros objetos, aunque
entre el relleno de las sepulturas se localizaron fragmentos muy rodados de
terra sigillata y cerámica celtibérica -procedentes de alguna cercana remoción
de niveles- mezcladas con otras vidriadas de cronología más moderna e incluso
restos de los productos obrados en el taller de los Zuloaga.
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