La Cantabria románica: La construcción
del territorio (años 1000-1200)
Tiempos de transición
Entre
el año 1000 y el año 1200 el milenario espacio de Cantabria experimenta una
profunda transformación. Son tiempos de cambio. Cambios políticos y cambios
sociales. Pero también cambios económicos y cambios territoriales. No es este
el lugar de establecer cuáles fueron esos cambios en el terreno de lo político
y lo social. Tampoco es este el lugar de fijar los cambios económicos.
Todos
ellos, no obstante, aparecen o se vislumbran, porque se transparentan al
considerar los cambios en la organización territorial de la vieja Cantabria, la
que aflora en las fuentes clásicas, la de las guerras con los romanos, la de
Estrabón.
Sobre
todo esta última porque es la que nos transmite una visión más amplia, más
social, más completa, sobre el territorio de los montañeses en tiempos de la
expansión romana.
Los
cambios producidos en estos siglos, desde la conquista e incorporación al
dominio romano, no fueron baladíes. Más de 1000 años significa posibilidad de
transformaciones pro fundas. Y sin duda se dieron, lo suficiente para que el
territorio que antaño se identificaba como Cantabria fuera absorbido, en parte,
por Asturias, lo que desdibuja y oscurece la pertenencia cántabra de los
territorios más orientales de Asturias, de tal forma que este topónimo, que en
origen identifica el espacio original de los astures, en el curso alto del
Esla, se apodera y asimila el que pertenece a los cántabros occidentales. La
Historia muestra que este tipo de procesos es habitual. No nos podemos
extrañar. Los pueblos montañeses, es decir, los pueblos cántabros, quedaron asimilados
por la realidad política astur, en el alto medievo. Otra realidad, la de la
lengua, iba a facilitar que la percepción territorial cántabra se asimilara a
la castellana.
Aunque
serían necesarios estudios de carácter lingüístico rigurosos, para determinar
el significado de términos como la propia voz Cantabria, parece comprobado,
hasta ahora, que ese topónimo y el correspondiente gentilicio cántabros,
identifican la condición física, geográfica, de esos pueblos y de su entorno.
La Montaña traduce Cantabria, y montañeses traduce cántabros. No es casual ni
circunstancial que a partir del siglo XII se conozca a los habitantes de este
territorio del Norte de la península ibérica como montañeses y que el
territorio correspondiente se identifique como La Montaña.
Por
ello podemos considerar estos dos siglos como tiempo de cambio de identidad
territorial, del que es indicador el cambio en la lengua. Cambio de las lenguas
prerromanas y del latín al romance castellano. El Poema de Fernán González ya
habla de La Montaña y elogia sus cualidades, asociadas a la ganadería.
Entre
los siglos X y XII las permanencias cántabras se resuelven en realidades
castellanas, por la doble vía del poder y de la lengua. Se puede apreciar cómo
las clases dominantes cántabras se reconocen en el mundo castellano en el que
se integran. Y se puede percibir cómo el territorio cántabro y los cántabros se
incorporan al mundo castellano, al castellanizarse o latinizarse. Cantabria
pasa a ser La Montaña; los cántabros, montañeses. El tránsito se produce de
modo imperceptible. Cantabria se sumerge en la sombra de la Historia y La
Montaña aflora como un término geográfico que no identifica un territorio con
límites reconocidos pero que responde a una percepción geográfica, a una
condición geográfica de quienes habitan las mon tañas. Pero sabemos que en el
siglo XII hay minorías sociales relevantes que, en Castilla, se identificaban
como cántabras y con Cantabria; y que la Montaña surge en ese momento como un
espacio que se identifica con, y traspone, el de Cantabria. De Cantabria a la
Montaña: a La Montaña por antonomasia. Otras “montañas”, la de Palencia,
la de León, carecen de la identidad que se atribuye y reconoce a La Montaña por
excelencia. Aunque la de Palencia corresponde sin duda al espacio “montañés”,
es decir, cántabro.
La
continuidad, la notable persistencia de caracteres montañeses, de constantes
históricas que parecen traspasar el tiempo, de permanencias o rasgos que
transitan sobre el tiempo, no nos puede ocultar el cambio. Cantabria no sólo
cambia de nombre. Cambia también de naturaleza. El tránsito, visible en dos
siglos, tiene raíces profundas.
Una
manifestación de esos cambios es física: nuevos edificios, nuevas formas de
construir, nuevas técnicas emergen en Cantabria, en La Montaña, en ese período
clave. El románico eclosiona por tierras cántabras con inusitada fuerza, con
espléndida perfección. Al tiempo que se construyen edificios nuevos, en que se
manifiesta la expansión y dominio de lo eclesiástico, se construye también un
nuevo territorio: se construyen terrazgos y se ordena un espacio bajo nuevos
presupuestos, desde un nuevo elemento, las villas y su impulso urbano.
El
románico se manifiesta como una revolución silenciosa que altera en profundidad
la naturaleza de Cantabria. Le cambia el nombre por impulso del nuevo idioma o
lengua que se gene ra en estas tierras, le cambia las formas de explotar sus
recursos, le cambia el horizonte espacial en que se desenvuelve. La Montaña se
abre en todos los puntos cardinales. Se inserta en un nuevo orden mundial: el
de Castilla y la Europa atlántica. Entre el año 1000 y el 1200 la faz cántabra
adquiere, en esos dos siglos, rasgos que definirán su desarrollo durante más de
700 años.
1. La
construcción del territorio. Montes y lugares
1.1.
Lugares
y barrios: Ocupación y asentamiento
Los
historiadores medievalistas han puesto de relieve el desbordante caudal de
creación de nuevos asentamientos en el territorio de Cantabria que surgen de
mano del testimonio documental contemporáneo, asociado a un proceso que tiene
una doble componente: la ideológica, que acompaña a la cristianización de estas
tierras, y la social, que deriva de la feudalización. El vínculo con los
poderes socio-políticos que se imponen más al Sur, camino del Duero, es
patente. El trasfondo visible en esos procesos son centros de poder ubicados en
tierras del Ebro, como los monasterios de San Millán de la Cogolla, de Oña o de
Nájera; o en tierras del Duero, como el obispado de Burgos, el obispado de
Palencia y el de León. O del poder político, caso de los condes de Castilla y,
en general, de la nobleza castellana. De ellos procede la mayor parte de
nuestra información en este período.
Es
patente la persistencia de grupos sociales y poblaciones asentados desde
antiguo: los topónimos lo delatan al mismo tiempo que descubren la distinta
intensidad de esa ocupación arraigada, como se observa en Liébana, con una
notable riqueza de lugares identificados con topónimos de honda raíz
prerromana, y la densidad baja de la misma, en términos generales. Los
testimonios de esos dos siglos y de los inmediatos anteriores no nos ofrecen
vínculos de continuidad con los pueblos y sociedades de diez siglos antes, que
conocemos por las fuentes grecolatinas, aunque a veces afloran como ráfagas que
nos descubren su arraigo: Sámano es un excelente ejemplo de persistencia.
Cabuérniga también. Pero resulta una parva cosecha. La sociedad del siglo I
antes de la Era cristiana se ha desvanecido. En el siglo XI lo que resuena no
se identifica con los términos del mundo cántabro aunque nos lo recuerde. No
hay pueblos, hay lugares y territorios. El pueblo como comunidad se convierte
en lugar. Tudanca es un ejemplo.
Los
lugares son la principal referencia. Identifican el preciso asentamiento
de cada comuni dad como conjunto de unidades domésticas y, al mismo tiempo, dan
entidad al poder social: tienen realidad física. Agrupan casas y solares; en su
doble acepción, social y física. Social como unidades o grupos s humanos,
físicas como suelo, como territorio. La posesión de esos lugares o de parte de
ellos o el poder de usufructo o disposición de los mismos o de una parte de
ellos, identifica el poder social. La mayor parte de los testimonios que nos
han llegado de esos tiempos y lugares son precisamente manifestaciones directas
de ese dominio. Dejan constancia de ese poder de uso, de esa capacidad de
disposición.
En
muchos casos respecto de lugares que manifiestan, por su toponimia, que
arraigan pro fundamente en la tierra de Cantabria. En muchos otros, en lugares
nuevos, que por una u otra vía se insertan como parte de Cantabria, al poner en
explotación un nuevo segmento de ese territorio, transformado de monte a lugar
con su específico término, en un proceso de roturación y ocupación. Las
iglesias avanzan y se incluyen en el territorio, respetando las tramas
sociales, como parece indicarlo el que se levanten aisladas entre los lugares
de asentamiento, asociadas a ellas. Pero con ellas aparecen nuevos lugares que
enriquecen la malla territorial.
Nombres
de santos (San Martín, San Vicente, Santa Juliana, Santa María, entre otros),
términos latinos o castellanos que identifican los lugares por sus rasgos
físicos (Somo, Arenas, Agüera, Llano, Campo, Cabezón, Vega), o sociales
(Población, Abadía, Estrada, Puerto), topónimos que descubren generaciones
nuevas en el proceso de ocupación del territorio, dan fe de esa expansión y de
ese cambio que, en apenas dos siglos, cambia la naturaleza territorial de
Cantabria. Se añaden a los que recuerdan la profundidad de las raíces cántabras
y la persistencia de significados heredados: Liébana, Cos, Miengo, Turieno,
Suances, Igollo, Bárcena, Brez, Cóbreces, Luena, Toranzo, Soba…, entre otros
muchos que atestiguan la continuidad de ocupación a lo largo de más de mil
años.
Lo
que comparten todos estos lugares, aunque la identificación varíe entre locum
y villa en los documentos, es un perfil homogéneo. Todos ellos aparecen
como una agrupación de “casas”, en el sentido de hogares o unidades
domésticas, de orden social, físicamente diferenciadas. Cada una de ellas se
muestra configurada como un recinto, marcado por una cerca de piedra, vegetal o
valladar, que podemos intuir de una superficie de varios cientos de metros
cuadrados. Es el solar o quintana. Se ordena como un espacio múltiple, que
combina elementos de un terrazgo interno, intensivo, de huertos, herrenes y
cortinas, con espacios edificados de residencia, de trabajo y auxiliares.
Recinto
ocupado por varios edificios de distinto uso, casas de habitación; hórreos para
pre servar los frutos; lagares, áreas para elaborar vino o sidra; corrales,
cortinas, áreas cercadas dedica das a cultivos de hortaliza; huertos, pumares,
reunidos bajo un común borde o límite físico, un muro o seto. Un espacio
construido asociado a cada grupo familiar, propio de éste. Algún documento de
esta época nos permite aventurar la naturaleza de estas construcciones. Son de
madera, con techos o cubiertas de paja, que se sujeta con largos maderos, o
çangatos, que disponen de grandes portales o covas bajo el hastial, en un
edificio a dos aguas, de una o dos plantas, éstas excepcionales, en que debemos
suponer se albergaban tanto personas como anima les. Técnicas constructivas que
permanecerán durante siglos, antes de que se extienda el uso de la piedra y la
cantería, asociado, sin duda, al propio mundo románico y a su saber hacer.
Este
recinto, como tal solar o quintana, es decir, como unidad social reconocida, es
un sujeto de derechos en la colectividad: derecho de acceso al espacio común,
es decir, derecho de salida (exitus), a través del antuzano o espacio inmediato
a la entrada o puerta que delimita lo privado y le une con lo público (caminos
y terrenos). La agrupación de varias de estas “casas” o solares, es
decir, de estos recintos que también aparecen identificados como quintana,
forma el lugar o villa. La villa rural, agraria, a la que se refieren los
documentos de forma habitual. Este espacio de lo privado o doméstico se
identifica con el intus, como dicen los documentos para referirse a él, en
contraste con el espacio exterior, el resto del término común, lo exterior o
foras, vinculado a la colectividad. Durante los siglos XI y XII podemos intuir
que tales villae o lugares no cuentan más allá de media docena de tales
solares.
Estos
lugares gobiernan o explotan un territorio que en su mayor extensión es
compartido por esas casas o solares como un espacio común, de uso colectivo,
que los documentos nos recuerdan con la expresión de los derechos a aguas,
montes, entradas y salidas. La inmensa, abrumadora mayoría, del espacio
cántabro, en la época del románico, es un espacio de bosques y pastos en el que
los barrios campesinos resultan ser apenas lunares en la predominante masa de
uso pastoril. Verdaderas selvas sobre las vertientes y laderas de los valles
debían de ocupar los dos tercios de la superficie de estos lugares y de
Cantabria; dilatados pastizales en las brañas o puertos sobre los lomos
cacuminales, sobre las cumbres y collados. Se corresponde con una sociedad que
sigue siendo de pastores, configurada por comunidades que tienen en la
explotación del monte su principal recurso. Por ello los montes siguen siendo
el principal patrimonio de los lugares de Cantabria.
1.2.
Silvas
y montes. Un territorio pastoril
La
mayor parte del término ocupado por cada comunidad, perteneciente a cada lugar,
fue, en los siglos XI y XII, monte, tanto arbolado como bajo y matorral, así
como de pasto o herbazal de distintas condiciones. Montes arbolados de roble,
en sus distintas variedades, y haya, las dos frondosas dominantes con presencia
secundaria de otras especies vegetales, como el pino, en algunos sectores muy
localizados; la encina en grandes extensiones sobre las calizas, tanto de las
áreas bajas como las altas; el alcornoque en algunos ámbitos favorables, caso
de Liébana, en los valles más abrigados, además de aquellos estimulados o
extendidos por el hombre, como el castaño.
Cantabria,
como bien indica su nombre, forma parte de la montaña cantábrica y pertenece al
dominio atlántico. Es decir, es un territorio agreste y húmedo, cuenta con una
vegetación abundante, que en los períodos posglaciares llegó a colonizar la
totalidad del espacio, en el que se han impuesto las especies caducifolias del
bosque atlántico, robles y hayas, un bosque mixto en el que se desarrolla bien
el bosque galería fluvial, y al que se adapta, en suelos específicos,
calcáreos, el encinar con sus cortejos habituales. Y en el que no falta, y
sobrevive, en estos siglos medievales, en algunas áreas, el pinar de pino
silvestre. Las vertientes de este territorio montañoso, las laderas de los
valles, los bordes fluviales, son el dominio del bosque. Una selva densa,
continuada, que podemos imaginar como un clímax vegetal, desde las vertientes
lebaniegas, en particular las orientadas al Norte, hasta las de Pas y Soba.
Cantabria en los siglos XI y XII es un gran bosque o silva, como dirá, ya en el
siglo XV, el Apeo de 1404, y como evidencia, cincuenta años antes, el
excepcional testimonio del Libro de la Montería, de Alfonso XI. Lo que
nos afirma en el dominio del bosque y la vegetación en estos siglos anteriores.
La
abundancia de precipitaciones a lo largo del año es un atributo destacado del
clima atlántico. Un carácter que tiene una doble consecuencia de indudable
importancia en la explotación económica pastoril: la abundancia de humedales y
la potencia vegetal del territorio. La Cantabria de los siglos XI y XII, la
nueva Montaña, es un espacio agreste dominado por el bosque y los pastizales en
las laderas y tierras altas. Es un territorio de humedales, de extensos y
diversos humedales. Las desembocaduras de los ríos principales y secundarios en
el mar se con figuran como dilatadas y preservadas superficies de marisma con
amplios pastizales salobres, a los que con toda probabilidad se refiere el
término Bóo, extendido en el litoral cántabro y sin duda fundamento del término
Camargo, que identifica un sector de ese humedal marismeño en la bahía de
Santander. Los que aparecen señalados como riberas del mar frecuentadas por los
rebaños señoriales.
Los
anchos lechos fluviales, propios de ríos casi torrenciales, ofrecían también
superficies extensas inundables, humedales explotados por las comunidades
pastoriles para sus rebaños, que son distinguidos como mestas. Y un numeroso,
por lo abundante, conjunto de humedales locales, que la toponimia de los
documentos recoge como nava, navazo, navajeda, entre otras variaciones de este
notable topónimo presente por toda Cantabria. Todos ellos descubren una
Cantabria o Montaña rica en áreas endorreicas y de notables vegas o bárcenas en
sus ríos. La Naturaleza de La Montaña está marcada por la abundancia del agua,
y la presencia de este elemento, directa e indirecta, tiene una implicación
esencial en el desarrollo de la vegetación y en la disponibilidad de espacios
de pasto.
Un
carácter que potencia el desarrollo de una vegetación arbórea densa de especies
caducifolias, como el roble y el haya, además de otras complementarias, como el
abedul, en ecotopos específicos, y del acebo, de hoja perenne, en los bordes de
la masa forestal. Tanto los valles como las vertientes de los mismos fueron
colonizados por estas especies, que se distribuyen el territorio de acuerdo con
una secuencia determinada por la altitud, en relación con las cualidades de
cada una de ellas. Los robles en el fondo de los valles y las partes bajas de
las ver tientes, y las hayas ocupando los sectores más elevados, hasta los
1500-1700 metros aproximadamente. El bosque cubrió de forma continuada y
compacta estas laderas hasta esa altitud, sólo limitado por la incidencia de
otros factores, como el viento, que puede incidir en la desaparición del bosque
en las culminaciones, incluso a altitudes inferiores.
La
práctica totalidad de las vertientes de los valles cántabros, así como el fondo
de los mis mos, estuvo ocupada por el bosque. Una franja extensa y tupida de
robledales hasta los 700-800 metros y una continuada banda de hayedos a mayor
altitud, con la presencia circunstancial del abedul en nichos específicos, o de
especies como el alerce y el aliso en las riberas flu viales. Y extensos
encinares espesos asociados a laurel y madroño, sobre los abundantes macizos
calcáreos tanto costeros como interiores.
Por
encima de esas altitudes y en la proximidad de las cumbres, en lo que denominan
los técnicos áreas cacuminales, la vegetación que se desarrolla carece de porte
arbóreo, tiene carácter de matorral, es arbustiva, y a mayor altitud, sólo
plantas anuales, herbáceas, pueden desarrollarse en un marco de nieves que
permanecen durante varios meses y de temperaturas invernales severas también
durante mucho tiempo. Son los alpes, el área de la hierba, de la que en
Cantabria denominan brena. Las comunidades pastoriles han explotado
estos alpes para organizar un ciclo de producción herbácea, anual, importante,
complementario de los recursos utilizados en áreas más bajas. La presencia de
relieves elevados asegura la producción herbácea de calidad incluso en los meses
estivales, sobre estas áreas más elevadas, supraforestales. Es el espacio de
los pasqua, de los pastizales, que identifican los documentos de ese período.
En los siglos XI y XII, esos espacios, esos pasqua son los que, como
atestiguaba el notario cántabro, el vulgo llama branea, es decir, las brañas.
1.3.
Brañas,
puertos, seles: el espacio de los pastores
El
fundamento climático de estos espacios de herbazal no nos debe confundir: las
brañas responden a una acción e intervención humana, la de las comunidades
pastoriles, que modifican, alteran, perfeccionan, modelan el espacio del
herbazal, para una más eficiente actividad pastoril, aprovechando y explotando
esa circunstancia física de la montaña. El carácter modificado y generado
parece patente en el otro término como se les conoce en Cantabria y en el
ámbito cantábrico en general: bustos.
Las
brañas altas al igual que las bajas son el producto de estas comunidades de
pastores, que abren, en el monte arbolado, calveros de hierba más o menos
amplios, para el uso por el ganado, sobre los lomos o superficies cacuminales
de las sierras y divisorias. La estricta descripción de Pereda, referida al
área de Cabuérniga, como áreas de “apretada y fina hierba, calvas en medio
de grandes y tupidos bosques”, es precisa y aplicable de forma general.
Viejas o nuevas, las brañas son el fundamento de la explotación pastoril y sin
duda el componente más destacado del aprovechamiento, que realizan rebaños de
ganado bovino. No es un bosque indemne. La explotación pastoril milenaria ha
modelado el espacio de bosque en las alturas, lo ha hecho retroceder y lo ha modificado.
Los lomos o cordales han crecido como espacios de herbazal, y los pastores
utilizaron estos cordales como caminos o áreas de desplazamiento. Los bordes
del bosque caducifolio, en el contacto con las brañas o pastos, utilizados por
el rebaño, han sido tratados mediante el fuego y el hacha, aclarando el perfil
y favoreciendo el crecimiento de especies perennifolias, como el acebo, que
proporcionan cobijo y alimento.
La
braña no se reduce al pastizal. Es un producto pastoril complejo, elaborado. Es
un espacio acondicionado por los pastores al servicio del cuidado del ganado,
de su protección y seguridad. El pastor crea y extiende el herbazal natural en
los lugares que considera más apropia dos. Incrementa la superficie útil
productiva. Al servicio del ganado, de su manejo y cuidado, de su protección y
seguridad, acondiciona, como parte de la braña, en el borde con el bosque, un
espacio de recogida para el ganado, que le proporcione abrigo, frente a
temporales, protección respecto de los calores más intensos del mediodía, que
permita sestear al ganado, vigilancia más cómoda, en el que el ganado encuentre
sustento complementario si lo necesita. La braña es inseparable del sel.
El
documento medieval que identifica la braña con el pastizal o pasqua
latino lo hace también con los seles, aunque no perciba con claridad su
función y naturaleza, salvo que es término de uso popular. La Cantabria de los
siglos XI y XII los tiene en abundancia aunque la documentación contemporánea
apenas hace mención a ellos y serán documentos y testimonios posteriores los
que nos los descubran. De un extremo al otro La Montaña dispone de esos ase
laderos o majadas, en los que descansa el ganado. No son exclusivos de las
partes altas. Por su función tienen validez y eficacia también en las partes
bajas.
Los
seles, cuya etimología ha sido puesta definitivamente en claro,
identifican un área cercada que podemos traducir como redil. Es decir, un área
protegida para el recogimiento del ganado. La evolución temporal durante miles
de años convirtió el sel en un espacio acondicionado, cercado, acotado, al que
se le establecerán, incluso, medidas, al que se accede por portilla, como nos
atestiguan documentos posteriores. Seles de invierno en las partes bajas, y de
verano en las altas o intermedias.
Como
un lógico complemento de esa construcción pastoril que es la braña está
el invernal o cabaña. Los documentos del siglo XI y XII afloran su
existencia y con ello su integración en ese complejo de explotación del
espacio. Brañas, seles y cabañas o invernales, conforman el espacio pastoril
cantábrico y cántabro.
Desde
los bordes orientales de los montes de Ordunte, por Salduero, y de las marismas
de Sámano, hasta las cumbres y depresiones altas de los Urriellos, en los
modernos Picos o Peñas de Europa, y las marismas del Deva y del Nansa, en las
partes altas o puertos altos y en las partes bajas o jerras litorales,
así como en las sierras intermedias, un sistema de pastizales de diente,
mantenidos por las prácticas pastoriles de las comunidades cántabras, ordena el
aprovechamiento de este recurso básico para los rebaños. Las prácticas
pastoriles aseguraron también, durante milenios, incluso con anterioridad a la
presencia cántabra, la progresión de esos espacios útiles mediante el fuego y
el hacha.
En
las culminaciones de los relieves, en las amplias depresiones extendidas entre
las torres o peñas que sobresalen por encima de los 2.000 metros de altitud,
como en Pineda y Riofrío, en la divisoria con el Pisuerga y el Carrión, o en
Áliva, en Pico Frío, en Campo de Huera, en Sejos, Peña Labra, sobre la
divisoria con el Ebro y en las laderas septentrionales de las cabeceras
cantábricas, afluentes del Saja y del Nansa, en las cumbres de Híjar y en los
lomos que cul minan la divisoria con el Ebro en el sector oriental, por
Matanela y Trueba, las brañas o puertos constituyen el fundamento del sistema
pastoril de La Montaña. Los siglos románicos nos muestran la penetración en él
de los grandes poderes castellanos, lo que, por otra parte, nos permite
identificarlos.
Fue
el espacio de privilegio sobre el que se proyectan los grandes señores y
dominios de Castilla, como el obispado de Burgos y los monasterios de Oña y San
Millán; y los señores y dominios cántabros, en particular los monasterios
locales: desde Liébana, con San Martín de Turieno, hasta Santa María del
Puerto, en Santoña, y Santa Juliana en el sector central. Todos ellos buscan,
precisamente en esos dos siglos románicos, asentarse sobre ellos y
controlarlos, como piezas clave de la explotación ganadera y soporte de una
riqueza fundamental en la Cas tilla contemporánea. En Cantabria, en La Montaña,
como comienza a decirse en ese tiempo, el pastoreo constituye el cimiento de su
economía.
Todas
las comunidades cántabras del siglo XI practicaban el pastoreo. Todas proceden
y tienen un antecedente histórico, secular, de cuidado del ganado, que arraiga
en milenios. Los propios cántabros históricos como sus inmediatos antecesores
se distinguen, en esto en comunidad con el resto de colectividades montañesas,
y no sólo las montañesas o serranas, por tener en el cuidado de ganados su base
económica. Habían sido y eran pastores.
Aprovechaban
desde siglos los recursos físicos y los recursos de fauna del territorio,
abundantes y complementarios. La Montaña ofrece una doble ventaja: pertenece a
una región húmeda y atlántica en la que el crecimiento de la vegetación y en
particular de la herbácea, anual, es generosa; y, por su relieve, dispone de
una doble estación para su explotación, puesto que cuenta con el período
estival –en otras áreas de pastizales agostados–, con abundantes y fecundos
pastizales localizados en las alturas.
1.4.
Pastores
y prácticas pastoriles
En
esos siglos románicos, como en los anteriores y en los posteriores durante
bastante tiempo, el rebaño que explota el monte, sobre el que se sustenta una
parte de la economía de estas comunidades campesinas, fue un rebaño mixto. La
primacía del bovino, indudable, no puede ocultar la importancia económica y
social de otras especies, en particular la porcina. Pero también de las
especies ovina y caprina y, de igual modo, de la equina. Rebaños mixtos con los
que las comunidades pastoriles de las montañas explotaron, de modo sistemático,
los recursos disponibles en el territorio.
Cada
uno de ellos utilizaba y aprovechaba un nicho ecológico propio. El bovino, la
hierba; el caprino, el matorral y monte bajo; el porcino, el monte arbolado,
que en Cantabria corresponde con el monte de glandíferos, tanto en la bellota
de los robledales como en el ove de los hayedos. Grandes piaras de ganado
porcino utilizaron esos montes los años fértiles, puesto que este tipo de
arbolado es vecero. Piaras señoriales o campesinas, de las que el señor dispone
o bien directamente o bien el tributo establecido. Siglos más tarde, los
documentos son expresivos de esta vinculación señorial del rebaño porcino.
Podemos suponer que ese tipo de explotación se encuentra plenamente arraigado
en estos siglos del románico, si bien los documentos de este período son más
parcos en relación con estas especies menores.
Un
escrupuloso y decantado sistema de aprovechamiento permitía mantener el ciclo
de producción pastoril, entre el verano abundante en pastos, en que el ganado
engorda y se multiplica sobre los herbazales altos, y el invierno que obligaba
a utilizar las bajuras y acondicionarlas para sostener una parte de ese rebaño,
para poder continuar el ciclo de explotación en la estación veraniega
siguiente. En su organización básica es muy anterior al período que
consideramos. En los inicios mismos del siglo XI, un conocido documento de
donación de bienes a la abadesa de Oña, por parte de los condes de Castilla,
nos descubre el carácter de este aprovechamiento en tierras de Cantabria. El
desplazamiento de los ganados por las culminaciones de Somo y Salduero, el
descenso a los pastizales costeros, desde Sámano al abra del Pas, y sin duda la
vuelta a los pastizales altos de Mata de Nela.
En
los inicios del siglo XI el monasterio de Oña recibe una cuantiosa donación de
los con des de Castilla, que abarca numerosos lugares de Cantabria, de la
Montaña, en su acepción más amplia y primigenia. Nos permite conocer también
las técnicas de pastoreo y los espacios en los que se practicaba, con las
grandes rutas del mismo en Cantabria, en concreto en la parte oriental de la
misma, entre Sámano y el río Pas. Sobre esa extensa área, que comprende casi la
mitad del territorio cántabro, el monasterio recibe, como privilegio, el
derecho a pastar con sus ganados por todo él y en particular por los grandes
pastizales del mismo, tanto en las alturas como en la bajura, tanto en las
cumbres y montes de la divisoria cantábrica como en los valles y marismas litorales.
Es
el espacio del pastoreo. El espacio en que los pastores tienen derecho a
conducir los ganados para utilizar los pastos, a generar estos pastos, a
aprovechar la madera y árboles de los montes para edificar cabañas, a transitar
por los caminos que ascienden y descienden entre unos y otros, a sestear con
esos ganados en ellos. Por las cumbres hasta Salduero, en los mon tes de Ordunte,
ya en términos de Carranza, hacia el Este. Al Oeste hasta los pastizales del
Somo de Pas. Hacia el litoral por las marismas de Sámano, es decir, de Castro
Urdiales, y, siguiendo la costa, aprovechando los pastizales marismeños de
Santoña, la Bahía y el Pas.
Fue
el espacio de privilegio sobre el que se proyectaron los grandes señores y
dominios de Castilla, como el obispado de Burgos y los monasterios de Oña y San
Millán; y los señores y dominios cántabros, en particular los monasterios
locales: desde Liébana, con San Martín de Turieno, hasta Santa María del
Puerto, en Santoña, y Santa Juliana en el sector central.
Testimonios
documentales posteriores nos darán precisiones que no nos proporciona la
donación del principio del siglo XI, en cuanto a esos lugares de pasto
señalados, tanto los cos teros como los intermedios y los de las cumbres.
La
donación, a finales de ese mismo siglo, a la iglesia de Burgos, es decir, al
obispado, de derechos de pastos sobre el territorio cántabro viene a confirmar
esa consistente base económica y también esa integración regional de la
economía ganadera de Cantabria por vía de los grandes poderes económicos de la
época. La donación al obispado burgalés nos permite conocer algunos de esos
espacios pastoriles de Cantabria en el siglo XI: monte Hijedo, la Virga,
Espinosa, Campóo, Trasmiera, Villacarriedo, Toranzo, Luena, Asturias de
Santillana y Cabezón. Es decir, los aprovechamientos del bosque de Hijedo, que
tenemos que asociar al ganado porcino, del gran humedal de la Virga, en esa
época con toda probabilidad el mayor tremedal de la península ibérica, los
herbazales y bosques de Pas, y los de los valles del Besaya y del Saja. Es en
estos dos siglos en los que se perfila esa integración pastoril hacia el Sur.
Testimonios
más tardíos, en documentos falseados, nos confirmarán la existencia de esos
espacios pastoriles, entre la costa y las cumbres, y su prolongación en el
sector occidental de Cantabria, en que afloran ámbitos excepcionales que nos
permiten completar ese mapa de la actividad pastoril y de las brañas altas, por
Peña Labra, Pamporquero, collado de Dobro, y hasta las márgenes del Deva y el
mar. Siempre con esa permanente vinculación de las cumbres con la costa, de las
alturas, de las brañas veranizas, y de las bajuras, las brañas
invernizas, como elementos indispensables del sistema pastoril que, en esos
siglos, se completa y perfecciona con una profunda transformación del
territorio cántabro, por la vía de la innovación agrícola y por la aparición de
nuevos espacios, como las villas urbanas.
Entre
los años 1000 y 1200 de la era actual las comunidades cántabras, comunidades
rurales, experimentan un cambio profundo, de raíces seculares, sin duda, pero
que cristaliza en este tiempo, en el que se genera un tránsito sensible desde
estas comunidades pastoriles a comuni dades labriegas. Desde comunidades que se
sustentan en el cuidado de ganados en sistemas extensivos, en las que el
cultivo de la tierra tiene un carácter complementario y subordinado al del
pastoreo, y se realiza mediante técnicas de cultivo itinerante por medio de la
sustitución de campos, como evidencia la serna, con una limitada fijación
espacial, a comunidades de labriegos adscritos a su terrazgo, espacio de
cultivo permanente6. Los siglos románicos son tiempo de construcción de terrazgos
y con ello de consolidación de un nuevo espacio en el territorio de la
comunidad.
El
espacio de la mies y del viñedo. En realidad el espacio de la mier, del
pago de vides y del huerto de frutales.
2. La construcción de los terrazgos
2.1. El cambio productivo: la construcción de los
terrazgos, la construcción de la mier
Al
unísono con la aparición de los lugares y la proliferación de las noticias
sobre nuevos asentamientos vinculados o no a la actividad de los monasterios e
iglesias surgen también las evidencias de la conformación de un espacio agrario
que, en la variada y dispersa relación de elementos, objeto de donación, compra
o venta, descubren la existencia de una ordenación regular de esos elementos y
la multiplicación de las referencias a los mismos. Un espacio agrario que se
configura precisamente sobre ese sector externo y colectivo, al que los
documentos de esos siglos se refieren como un espacio de derechos compartidos,
“exidas, montes, aguas, pasquas”.
Un
espacio exterior utilizado, sin duda, para el cultivo, como se puede inducir de
la generalizada presencia del término serna –en sus diversas formas– que
identifica, con toda seguridad, esos terrenos o campos labrados fuera del
ámbito doméstico, por la colectividad, es decir, en forma colectiva. Podemos
presumir que mediante técnicas de cultivo extensivo y para el cultivo cereal.
Durante el siglo XI debió de mantenerse como la forma preponderante de uso del
suelo con fines agrarios, para la producción de cereales: en Cantabria, escanda
y borona en los valles húmedos septentrionales; trigo, cebada y centeno en los
valles con aridez estival de Liébana; de centeno en las tierras meridionales,
frías y de transición mediterránea.
El
esfuerzo roturador que supone la creación de los terrazgos en Cantabria, no
ocupa sino una pequeña isla de espacio privado en un amplio término de espacio
común, que los documentos reconocen como un espacio de derechos al pasto, al
monte, al acceso a las aguas, un espacio colectivo, en el que participan las
distintas casas o solares de la comunidad.
Lo
que los documentos nos descubren en esos dos siglos románicos es la
generalización de otras formas de ocupación y aprovechamiento de ese espacio
exterior, con la consolidación de un área de cultivo permanente, inmediata a
los lugares, formada por terras, hazas o fazas, agros,
entre otras denominaciones, ordenada y mantenida por la colectividad. Los
siglos románicos apuntan a la consolidación de un proceso de construcción de
los modernos terrazgos en Cantabria. La comunidad social de cada lugar levanta,
en su entorno, un espacio de cultivo consolidado, en muchos casos por
transformación de las propias sernas, como descubren las propias fuentes
documentales. Una reducida aureola o corona de tierras labradas, compartidas
por las distintas casas o solares del lugar. Un espacio básico para la
reproducción social, que los documentos denominan de distinta forma, según el
área, pero que aparece, siempre, diferenciada: es la mier. Sin duda es el rasgo
más sobresaliente del período románico. Los documentos contemporáneos son ricos
en referencias a estas mieres. Cada lugar tiene varias y en ellas
disponen las casas o solares de fincas objeto de donación, venta, trueque.
Aparecen
como amplios recintos cercados, por lo general de valladar, es decir, una
pequeña hondonada o zanja, orlada por la tierra extraída, a modo de pared,
reforzada o no por medio de elementos vegetales, que delimitan el área de
cultivo y le protegen al impedir el acceso del ganado al interior. Ese recinto
es una mier. Dentro de los recintos, cada unidad doméstica, cada familia
perteneciente a la comunidad, dispone de fincas o parcelas (terras, agros,
hazas) que aprovecha de modo particular y que es o son objeto principal de
las transacciones que certifican los documentos.
Éstos
ponen de manifiesto la generalización de estos espacios de cultivo en la corona
inmediata a cada lugar, como parte intrínseca de él. Mieres, erías,
cuéranos, llosas, páramos, solares.
Las
denominaciones, más o menos arcaicas, de raíz latina o prerromana, tienen en
común que aluden o bien al carácter despejado, como en páramo, y por ello claro
de los campos, brillante, como ocurre en mier y en ería, o bien a la
protección que les defiende de los ganados, es decir la cerca o valladar
que les circunda, como sucede en cuérano y llosa, por ejemplo.
Cuérano tiene parentesco no muy lejano con cuerre, y llosa deriva
de modo directo de clausa, es decir, cerrado.
En
uno y otro caso, el cerramiento es el elemento identificador del espacio
cultivado, que constituye una mínima parte del territorio de cada comunidad
campesina. El terrazgo no ocupó más allá del 2 ó 3 por ciento del término de la
comunidad campesina. Sobre este espacio que se consolida en estos siglos, la
comunidad aldeana practicaba el cultivo labrado, dedicado a los cereales
propios de la montaña y de áreas húmedas y poco soleadas, por lo general. El
terrazgo es el dominio de cereales pobres, que aparecen denominados, de modo
genérico, como ciba ria, aunque podemos identificarlos, de acuerdo con
documentos posteriores, con la escanda y la borona en las tierras bajas, con el
centeno en las tierras altas y frías. El terrazgo de los lugares mon tañeses en
los siglos XI y XII estuvo dedicado a estas plantas, sin duda asociadas al
cultivo arbóreo, frutal, en el que cabe pensar que fue el manzano el más
extendido. Los pumares aparecen como un elemento presente de ese terrazgo.
La
excepción la ofrece Liébana, porque la hoya o hendidura física ubicada en el
borde de los Urriellos o Picos, disfruta de unas condiciones bioclimáticas
peculiares, intramontanas, que le asemejan al mundo mediterráneo, con veranos
más secos y más cálidos. Una circunstancia aprovechada para el cultivo de otras
plantas, de abolengo mediterráneo, herbáceas como el trigo y las leguminosas, y
arbustivas como la vid. Desde siglos antes los documentos descubren esta
presencia del viñedo y su expansión en los valles lebaniegos.
Carecemos,
para esos siglos, de una referencia documental adecuada para establecer cuál
era la técnica de cultivo empleada. La existencia de varias mieres o mieses, o
de varias erías o cuéranos, en cada lugar, permite pensar en la práctica de la
rotación de campos, con probables descansos largos pero que no exigían el
traslado itinerante. No disponemos de la documentación que nos permita afirmar
si en Cantabria, en los terrazgos de Cantabria se introduce la rotación bienal
en el mismo período en que se extiende por la Castilla medieval interior, es
decir, en el siglo XII. El carácter de cultivo de verano que tienen algunas de
las plantas utilizadas, como la borona, pudo influir en una rotación de campos
con descansos cortos. Tampoco en Liébana podemos establecer el ciclo de cultivo
en esos siglos. Las plantas empleadas hacen pensar más bien en una evolución
equivalente a la de la Castilla más meridional, aunque más tardía. La
fertilización artificial de los campos, parece más bien producirse con la
aparición de las villas urbanas, como veremos.
Lo
que diferencia a Liébana en estos siglos románicos es el terrazgo vitícola. Las
vides for man parte del terrazgo lebaniego desde siglos antes, como un elemento
destacado del mismo. Se extienden sobre las laderas soleadas de los valles,
aprovechando la mayor insolación. Introducen un terrazgo con cultivos
permanentes y que asociaba la vid al árbol frutal. Un terrazgo mixto sostenido
sobre el policultivo arbóreo y arbustivo y sobre una evidente necesidad de
acondicionamiento, exigido por la utilización de laderas con pendiente. En
estos dos siglos la vid es todavía un producto propio de las tierras más
cálidas, más soleadas, mejor orientadas, de Liébana. Su presencia en el
terrazgo del resto de Cantabria era excepcional.
el
siglo XII avanza en las tierras bajas, costeras, en las laderas suaves de la
Marina y sobre las cuestas calcáreas, de suelos más secos, orientadas al
mediodía y protegidas de los vien tos septentrionales, de acuerdo con técnicas
de cultivo que permiten contrarrestar los efectos de la humedad, técnicas que
introducen las fundaciones urbanas, o mejor dicho las poblaciones de las
mismas, de acuerdo con las previsiones de los propios fueros fundacionales.
impulso a este cultivo, más técnico, más exigente, como al de los frutales
cítricos, procede de las villas costeras, de esos establecimientos litorales
que los reyes castellanos estimulan y promueven. Las cuatro villas de la costa
de Castilla. Componen la otra dimensión que aportan esos dos siglos románicos:
la moderna configuración de un espacio montañés ordenado y jerarquizado sobre
cuatro centros urbanos y mercantiles, creados en ese período. Una aportación
concentrada, sobre todo, en la segunda mitad del siglo XII.
3.
La
organización y jerarquización del territorio: villas y tierras
En
la segunda mitad del siglo XII Castilla desarrolla una activa política de
ordenación en la franja septentrional del reino. Una serie de fundaciones
impulsan núcleos urbanos en la costa y en los caminos del interior. Los fueros
concedidos a esos núcleos avalan este proceso que, sin duda, se había iniciado
con anterioridad. Castro Urdiales, Laredo, Santander y San Vicente de la
Barquera reciben fueros de ese carácter. Núcleos interiores, como Villasana de
Mena, Medina de Pomar, Frías, Aguilar de Campóo, asentadas sobre los caminos de
la costa, los reciben también por la misma época. Esos núcleos “urbanos”
reciben el nombre genérico de villas. De modo sorprendente el término que venía
identificando desde siglos atrás a los lugares rurales se aplica a las
fundaciones urbanas.
El
polo que reúne todos estos puntos es Burgos. Son el obispado burgalés o
monasterios ubicados en la ciudad burgalesa los que aparecen vinculados al
desarrollo de estas villas marineras en sus inicios. En algunos casos los
vínculos entre estas villas del interior y del litoral son explícitos.
El
dinamismo generado en la actividad mercantil y pesquera y, sin duda, en la
bélica, en ese medio siglo largo, estimuló el crecimiento de estas villas, que
se produce de acuerdo con patrones comunes, en lo territorial y en lo urbano.
La
villa recibía o se ve atribuido un territorio o área de influencia directa que,
en el caso de las villas litorales, conlleva también un sec tor de costa, en el
que las villas disponen de monopolio sobre los recursos pesqueros y mari nos en
general. Sin duda, suscitando conflictos de intereses con los poderes locales
que se beneficiaban de esos territorios sometidos ahora a las villas.
La
villa opera, para ese territorio, como una cabecera mercantil, como un centro
de servicios. El territorio como un suministrador de los recursos básicos para
el sustento de las poblaciones, desde cereales, frutas, vino, legumbres,
animales, carnes, pieles, paja, hasta maderas, piedra, cal, carbón vegetal,
entre otros productos. Además de las rentas que satisfacen a los terratenientes
que se asientan en las villas como lugar de residencia y poder. La simbiosis
entre campo y ciudad se manifiesta siempre como dominio de la villa sobre el
campo y como subordinación de éste. Aunque, de hecho, la villa se encuentre,
paradójicamente, en situación de dependencia respecto del entorno rural
agrario. El modelo territorial evoca la comunidad de villa y tierra impulsado
desde el siglo XI en los territorios al sur del Duero.
En
la Cantabria de la segunda mitad del siglo XII esta nueva realidad se asienta,
de hecho o de derecho. Castro Urdiales desde 1168, Laredo en 1200 y San Vicente
de la Barquera en 1209, reciben sendos fueros que consolidan ese estatuto y esa
relación con el entorno rural y con los recursos marinos. Santander cuyo fuero
de 1886 consolida un dominio eclesiástico, el de la abadía existente en el
lugar, se impone, de hecho, como el centro de un área rural circundante.
Caminos tradicionales, que proceden de tiempos romanos, como la vía que enlaza
Castro Urdiales con los territorios del interior por Otañes y Valle de Mena,
son mantenidos y mejorados, y otros, incluso, creados en esos siglos. Nuevos
puentes, cuya factura es sin duda deudora de los maestros canteros románicos,
facilitaron su uso. Son caminos que conducían hacia el interior castellano
desde los puertos marítimos, por los que discurría el tráfico que generaban o
que vehiculaban estos puertos cantábricos, en esa primera época de esplendor.
Los
historiadores han puesto de manifiesto la componente mercantil de ese tráfico
que enlaza Castilla con los territorios del Mar del Norte y con los puertos
mediterráneos. Los puertos cántabros aparecen ya en los portulanos del siglo
XIII. Los aranceles mercantiles aplicados en los puertos atestiguan la variedad
del tráfico y el carácter inductor que posee, respecto de las actividades u
orientaciones que surgen en el territorio de estas villas. Además de la
construcción naval, bien comprobada, impulsan nuevos cultivos y producciones,
que inciden directamente sobre el entorno rural agrario.
Carecemos
de las investigaciones apropiadas para conocer la actividad constructora de los
propios maestros canteros y constructores románicos en la renovación y creación
de infraestructuras en Cantabria en esos dos siglos.
Puentes,
pesqueras y parayas, molinos hidráulicos fluviales y de marea, regueras,
muelles, caminos o estradas. Actividad que conocemos en otras áreas de
Castilla. Pero las investigaciones realizadas sí nos permiten conocer la
existencia de algunas de esas infraestructuras, como los molinos de marea, que
aparece en el siglo XI en Santoña. La existencia de expertos en esas materias
constructivas es evidente. La presencia de técnicos o maestros es menos visible
en estos siglos en este espacio septentrional.
La
aparición de las villas de la Costa de la Mar de Castilla, las cuatro villas
que jalonan el litoral cántabro, entre Castro Urdiales y San Vicente de la
Barquera, muestra la aparición de un urbanismo emparentado con las prácticas y
principios que se aplican en las villas fundadas en el interior, sobre el
camino de Santiago y en los caminos hacia esos puertos desde Burgos. Sobre un
reducido espacio inicial, la forma geométrica regular que aparece a mediados
del siglo XII en Medina de Pomar, un núcleo con estrechas relaciones con los
puertos de Castro Urdiales y Laredo, como ya he señalado, es reconocible en la
fundación de Laredo, en la villa vieja. Los testimonios medievales, algo más
tardíos respecto de la fundación o concesión del fuero, permiten atisbar ese
mismo principio urbanístico en la villa de Santander, tanto en la puebla vieja
como en la nueva, a ambos márgenes de la ría de Becedo, asiento del espacio
portuario y de las atarazanas.
El
desarrollo urbano posterior y los avatares históricos han borrado esa huella
inicial en Castro Urdiales, cuya puebla inicial debe de corresponderse con el
que ocupa la iglesia gótica y su entorno hasta el castillo. Y carece de
virtualidad en la villa occidental, o puebla nueva, tal y como en la actualidad
la conocemos. El perfil de San Vicente descubre más bien una instalación en
acrópolis, defensiva, militar, que controla el paso de la ría, de uno y otro
brazo de la misma, en esa época todavía por medio de barca, reducida en lo
urbano a una prolongada vía entre la fortificación y la iglesia, sobre el lomo
rocoso en que se asienta la fundación. Sin embargo, podría identificarse en el
desarrollo situado en la parte baja de la villa afectada por los incendios.
Las
villas surgidas en el siglo XII tienen una orientación marinera: comercial y
pesquera. Los primeros testimonios documentales así lo permiten inducir. Los
posteriores, más abundan tes, lo confirman. Sin embargo, operaron también como
centros dinámicos para su entorno rural, tanto el adscrito a la fundación o
puebla, como el exterior. Operan como impulsores de nuevas actividades y como
puntos de entrada de nuevas técnicas y productos. Asociados unos a la demanda
comercial, otros a la demanda interna.
Las
villas generaron, en la Marina, la aparición de los cítricos y la expansión del
viñedo. Motivaron un terrazgo urbano, intensivo en trabajo, de huertos y de
viñedos. Sabemos que el espacio de huertos va unido a la propia fundación en
otras villas castellanas. No parece improbable que en las villas cántabras
ocurra también, como evidencia el ejemplo de Laredo, del que subsisten los
restos de ese espacio hortelano suburbano, adosado a la puebla vieja.
Las
vides se incorporaron a los terrazgos urbanos y se extendieron por los
terrazgos aldea nos. Las referencias aparecen repetidas. Los vinos elaborados
con estos viñedos tienen una clientela local y con preferencia trabajadora.
Podemos pensar que no difiere de lo que comprobamos en siglos posteriores, como
cultivo propio de los pescadores, practicado en los tiempos muertos de las
pesquerías, frecuentes y dilatados. Las clases pudientes importaban vinos del
exterior: de la Castilla del Duero y Ebro, de Navarra y de regiones costeras,
como Galicia, que pueden hacerlo llegar por vía marítima.
Son
terrazgos construidos en el doble sentido que podemos aplicar al término. Son
obra de la acción humana, pero responden a un objetivo y modelo que conlleva el
acondicionamiento del terreno, abancalando las laderas, en unos casos,
protegiendo con muros, elevando postes y disponiendo latas para sujetar los
sarmientos, entre otras actuaciones, además de los muros de piedra que separan
y protegen las fincas. Además de las propias técnicas de cultivo de la planta,
para elevar la eficiencia o rendimiento, utilizando el rodrigón y, más tarde,
probablemente ya en el siglo XIII, el emparrado. Una técnica que asegura una
mayor insolación de la planta, una menor incidencia de la humedad del suelo,
una mejor defensa frente a las plagas.
Los
huertos, en muchos casos asociados al viñedo, fueron el espacio del frutal y,
en estas villas marineras, de los cítricos. Limoneros, limas y naranjos llegan
a Cantabria con las villas, en relación con esas actividades pescadoras y con
el comercio marítimo. Limas, limoneros y naranjos, entran en Cantabria por los
huertos, como un elemento destacado del terrazgo urba no que se trasladará a
los huertos y terrazgos cerrados de los lugares, de los barrios.
El
ejemplo urbano de las villas costeras, marineras y pescadoras, se extiende, por
distintas vías, al terrazgo campesino, rural, en el que se explotará la
capacidad productiva de estas plantas, arbustiva y arbóreas, en las tierras
bajas de La Marina, que, con toda probabilidad, se vie ron favorecidas, en
estos dos siglos, por una bonanza climática, reconocida en múltiples
testimonios y evidencias. La aparición de las villas marineras suscitó, sin
duda, cambios profundos en las formas de organización territorial, en las
prácticas productivas, al tiempo que introducía un nuevo marco de relaciones
sociales y económicas en el que los vínculos villa-lugar serán determinantes.
Cantabria entra en los siglos románicos en el orden de relaciones campo-ciu
dad. Un aspecto más de la revolución románica; un componente más de la herencia
románica.
4.
La
herencia románica
Hacia
el año 1200 el territorio de Cantabria se configura como un espacio rural de
labriegos-pastores que practican una labranza sumaria, en un terrazgo mínimo,
en el entorno de los barrios, cuyo fin es asegurar el autoconsumo del campesino
una vez satisfechas las obligaciones de renta. Y cuidan de un ganado de monte,
variado y promiscuo, soporte del trabajo de la tierra, pero sobre todo
suministrador de animales de trabajo, de carnes y cueros, a los mercados
castellanos. Viejos y nuevos caminos articulan estos espacios.
Y
se configura como un territorio de villas marineras que operan como centros
ordenado res del entorno rural al mismo tiempo que como puntos de atracción
para las poblaciones de ese entorno. Los lazos mercantiles que tienen con el
interior, con Burgos, con Palencia, se superponen a los de carácter político y
religioso que existen con esas mismas poblaciones del interior, que rigen las
provincias eclesiásticas de los obispados castellanos.
Las
fundaciones urbanas en la costa introducen nuevos modelos y nuevas técnicas y
nuevos oficios. Calles rectas, caseríos adosados, sobre parcelarios uniformes,
dentro del recinto murado. Canteros y carpinteros, albañiles, oficios que
enriquecen y desarrollan las técnicas constructivas de la ciudad y del campo.
Generaron también nuevos caminos, nuevos puentes, nuevas relaciones sociales y
territoriales. Incorporan nuevos cultivos, nuevas plantas, nuevas técnicas que
enriquecen el campo de La Montaña.
En
el tránsito temporal de dos siglos el territorio de Cantabria se consolida con
los rasgos que hoy conocemos como históricos. En esos dos siglos se perfilan,
sobre todo en el XII, elementos clave de la ordenación espacial que ha marcado
los siglos modernos. Los terrazgos y las villas han sido los componentes
novedosos. La fijación de los primeros y la aparición de las segundas. En
profundidad, se mantiene un espacio pastoril asimilado y absorbido por las
comunidades sociales de los barrios de campesinos labriegos. Más del 95% del
territorio sigue organizado para el uso ganadero pastoril. Es decir, para una
explotación del ganado con técnicas extensivas, que aprovechan los bosques,
matorrales y pastizales, que los acomodan para un mejor rendimiento. Las comunidades
campesinas mantienen así formas de aprovechamiento y técnicas que arraigan en
siglos anteriores.
La
configuración del territorio cántabro resulta una combinación compleja pero
exitosa de constantes que parecen sobrepasar el tiempo, asociadas a las
permanencias pastoriles, y de novedades, que se integrarán en esa trama
profunda, a partir de los núcleos o barrios, de las parroquias que les ordenan.
Los ganados siguen siendo rebaños que se desplazan estacional mente, que se
introducen en los montes arbolados, para aprovechar sus frutos, en el otoño e
invierno, que ramonean montes bajos y altos, o que ascienden y descienden de
las cumbres a la costa o al fondo de los valles, a las mestas fluviales y a los
herbazales marismeños. Ese ascenso y descenso sabemos, por testimonios
posteriores, que se incorpora a los terrazgos, convertidos en parte del
recorrido pastoril y beneficiados de él. Y se integra en el término concejil o
parroquial de la comunidad campesina, en cuyo ámbito se produce ese
intercambio. La sutil morfología rural que vemos surgir en esos dos siglos,
atestiguada en los documentos, tiene su contrapunto en la innovadora y
diferenciada de las villas. Dos formas de espacio que pertenecen a esa época
románica.
Territorios
pastoriles ancestrales, nuevos lugares, terrazgos y villas marineras se
desarrollan insertas en una malla de caminos e infraestructuras que inician una
forma innovadora de explotación de los recursos naturales, que perdurará, con
innegables modificaciones e incorporaciones, durante casi un milenio. Una
circunstancia que nos permite reconocer en esos dos siglos el embrión de los
paisajes de Cantabria, el punto de partida del espacio de La Montaña que hemos
heredado. Es decir, el patrimonio territorial de la Cantabria actual. Los
siglos románicos representan un período crucial en la historia del territorio
de lo que en ese período comienza a conocerse como La Montaña, del territorio
de Cantabria.
La
época del románico en Cantabria. Siglos XI-XIII
Cuando
cualquiera de nosotros observa quizá sorprendido unos capiteles con la figura
de dos obreros portando un recipiente o de una mujer en actitud procaz o se
sobrecoge al sentir la armonía de un ábside o la espiritualidad y el
recogimiento de un claustro románico, tal vez se pregunte cuándo, quiénes y por
qué se construyeron estas admirables manifestaciones artísticas. A contestar
algunas de estas cuestiones se dedican las siguientes páginas, porque
entendemos que para comprender en todas sus dimensiones los monumentos
románicos que se erigieron en Cantabria en estos siglos es preciso analizar las
características de la sociedad que los generó, sus modos de vida, sus técnicas,
recursos, relaciones políticas o económicas…
¿Por
qué en el siglo XII tuvieron tal difusión unas formas arquitectónicas,
escultóricas, pictóricas… más o menos homogéneas en todo el occidente europeo?
Es evidente que existen múltiples respuestas a esta cuestión. Sin duda porque
fueron expresiones de un modo de entender el mundo desde una teocracia
dominante y de una sociedad feudal hegemónica, en un contexto de renovación
religiosa de la teoría litúrgica y de los usos eclesiásticos que conllevó un
radical cambio en las mentalidades. Pero también es evidente que esa evolución
ideológica tuvo su soporte en unas circunstancias socio-económicas similares
que permitieron no sólo el trasvase de ideas, conocimientos, técnicas,
artesanos…, sino, sobre todo, la propia subvención de las costosas
construcciones. La participación de Castilla en la renovación cultural europea
se hizo manifiesta desde el siglo XI. El rey Alfonso VI (1072-1109) favoreció
la implantación del románico. Se constituyó en mecenas del monasterio borgoñón
de Cluny para cuya ampliación entregó enormes sumas recaudadas entre sus
vasallos, los reinos de taifas. Y a través del camino de Santiago penetraron en
la Península Ibérica hombres, cosas e ideas. Fue un proceso que no sólo se
circunscribió al ámbito urbano o aristocrático sino que se puede afirmar que
fue un fenómeno generalizado.
Las
condiciones estructurales comunes del Occidente europeo en la plenitud de la
Edad Media han sido admirablemente puestas de relieve en diferentes ocasiones.
Las
innovaciones y progresos de la ciencia y de la técnica también; no en vano se
ha denominado al siglo XII la época del primer renacimiento europeo, a pesar
del espléndido momento carolingio anterior, época también especialmente
brillante. Y, sobre todo, lo que no se pone en duda es que en la duodécima
centuria se recogieron los frutos del primer crecimiento económico medieval,
que favorecieron y permitieron destinar presupuestos económicos muy
significativos al lujo, a la exhibición e incluso a la ostentación. Es decir,
una expansión económica generalizada desde el siglo XI fue la que propició la
financiación de proyectos arquitectónicos de gran envergadura.
Cantabria
no fue ajena a estos procesos y en mayor o menor medida participó en todos
ellos. Se configuró una mentalidad y una sociedad feudal, con unas
características comunes a otros espacios peninsulares, aunque evidentemente con
unas formas propias derivadas de sus estructuras socio-económicas. Recibió,
probablemente por tierra y por su litoral marítimo, las ideas, tendencias e
influencias culturales imperantes en el Occidente europeo, desarrolló una
economía diversificada que le permitió obtener las bases materiales para
abordar tamaña empresa, manifestó la necesidad y capacidad de incorporarse al
movimiento románico y consecuentemente procedió a levantar sus correspondientes
edificaciones, también, como es obvio, con sus peculiaridades.
Para
entender por qué la sociedad de Cantabria se integró en el mundo del románico
es preciso recordar primero las circunstancias históricas que esta región vivió
en época altomedieval. El territorio de la Cantabria medieval, constituido
entonces por distintas comarcas con identidad propia, vivió inmerso y conectado
con el devenir histórico castellano. Después de la batalla de Atapuerca, en el
año 1054, toda la actual región de Cantabria, incluidas Valderredible y
Liébana, quedó bajo el gobierno del rey Fernando I de Castilla. A partir de
entonces su destino estuvo permanentemente ligado a la historia castellana. La
definitiva incorporación de Cantabria al ámbito del reino castellano contribuyó
a la organización administrativa de esta región con la constitución de
circunscripciones que, en general, coincidían con las tradicionales comarcas
históricas.
Estas
mandaciones o tenencias fluctuaron frecuentemente por las coyunturas políticas
tan variadas que se dieron durante los agitados reinados de la reina doña
Urraca y durante las minorías de Alfonso VII y Alfonso VIII. Cantabria en esta
historia era un territorio alejado respecto a los intereses dominantes –la
reconquista musulmana–, un apéndice costero y apartado que cumplía no obstante
un papel significativo de aprovechamiento y reserva ganadero-forestal.
La sociedad en Cantabria: los titulares del poder feudal
En
su espacio se configuró en la Plena Edad Media una sociedad feudal en la que la
mayoría de la población se vinculó, por muy distintas razones, y de ello
existen inestimables testimonios, mediante diversos sistemas a quienes estaban
capacitados para ejercer unas determinadas funciones, esencialmente, de ayuda,
de protección y de defensa. Los grupos sociales que estaban en condiciones de
proporcionar y garantizar esos servicios fueron las comunidades monásticas, los
señores, es decir la aristocracia local o foránea y, por supuesto, el rey de
Castilla.
Desde
el siglo IX, se puede observar esta tendencia por motivos muy diferentes; el
más inmediato y coyuntural, sin duda, la fragilidad de la subsistencia de los
campesinos, tan amenazados por los riesgos e incertidumbres de la meteorología.
Y
ésta fue una de las razones por las que, en principio, y así lo expresan con
cierta ingenuidad los documentos, se vinculaban a una familia, a una
institución o al rey, porque “tenían hambre” y buscaban que cualquiera
de ellos les proporcionase el pan del que carecían.
Evidentemente,
en el contexto de la época esta petición de ayuda implicaba y sellaba una
relación social mucho más compleja entre el que la solicitaba y el que la
satisfacía, mediante un conjunto de compromisos mutuos que daban lugar a la
formación de redes de vasallos o de campesinos dependientes. La concesión real
de privilegios de inmunidad, de jurisdicción civil y criminal, o las exenciones
de derechos fiscales y cargas públicas, etc. consolidaban las bases de la
transformación de los antiguos dominios en señoríos feudales, donde los
titulares en quienes los reyes declinaban el gobierno tenían reconocidas todas
las atribuciones delegadas.
Los
señoríos que se constituyeron en la Cantabria altomedieval no tuvieron una
morfología compacta sino que se desplegaron individualmente sobre aquellos
hombres o mujeres que de manera más o menos voluntaria habían elegido
vincularse, es decir, ser dependientes o vasallos de uno u otro titular. Las
variantes que adquiría esta encomendación se expresan la mayoría de las veces
mediante cartas de donaciones, permutas, profiliaciones, adquisiciones…, pero
en cualquiera de los casos estos actos encubrían compromisos de dependencia
feudal.
Durante
la más temprana Edad Media, la opción preferida fue la de vincularse a algún
monasterio que por su poder, apoyos o influencia destacaba en la zona. Aquellos
centros estaban capacitados para proveer de consuelo espiritual y ayuda
material y constituían focos de atracción de nobles y campesinos de su entorno
que indistintamente se ponían bajo su protección y tutela. De esa manera se
fueron configurando las áreas de influencia de algunos monasterios que
adquirieron en su conjunto un gran protagonismo regional en época altomedieval.
En unos casos fueron monasterios castellanos los que extendieron su área de
influencia por tierras de Cantabria. Los recursos que en aquella etapa podía
ofrecer la región eran codiciados desde distintas instancias.
La
posibilidad de acceder en el verano a los puertos de montaña constituyó siempre
un aliciente muy notable para movilizar a grandes abadías, como Covarrubias,
Cardeña o San Salvador de Oña, a poseer bienes y vasallos en Cantabria que les
facilitasen, individual y como miembros de comunidades aldeanas, el
aprovechamiento forestal y sobre todo ganadero de este territorio. En otros
casos, fueron otros recursos los que estimularon la penetración en Cantabria de
centros monásticos como San Millán de la Cogolla o Nájera, que aspiraban a
proveerse de pescado y sus derivados de las distintas especies del Cantábrico.
Las
formas mediante las cuales los centros castellanos consiguieron estos objetivos
fueron diversas. San Salvador de Oña, desde el siglo XI y por donación del
conde Sancho, dispuso de privilegios de pasto y de diversos lugares, iglesias y
monasterios. En el caso de la abadía de Covarrubias, desde su fundación contó
con un conjunto de posesiones en Cantabria que le pusieron en condiciones
inmejorables para controlar el valle de Buelna. Otras formas fueron la
fundación o adquisición de una pequeña iglesia, monasterio o decanía propia en
los enclaves que les parecían más indicados de acuerdo a sus objetivos, o
mediante la atracción individual de vasallos de estas zonas, potenciales
proveedores de los bienes, exigidos en forma de rentas por los monasterios.
Con
ser importante el control ejercido por estos monasterios de fuera del
territorio de la Cantabria actual, el protagonismo más significativo, como es
lógico, fue el desempeñado por los monasterios locales que desarrollaron
dominios feudales. Existieron muchos y de muy variada condición. Los mejor
conocidos son los que conservaron sus colecciones documentales o cartularios
pero hubo otros muchos de los que bien por haberse perdido la documentación o
simplemente porque no la generaron, resulta imposible reconstruir su formación
y desarrollo.
Entre
los primeros fueron de especial relevancia regional en la Alta Edad Media,
Santo Toribio, Santa María de Piasca –y probablemente Santa María de Lebeña– en
Liébana; Santa Juliana en las Asturias de Santa Juliana; la abadía de
Castañeda, la de los Cuerpos Santos en Santander; Santa María del Puerto en
Trasmiera; San Pedro de Cervatos en Campoo y San Martín de Elines en
Valderredible. Todos ellos, en mayor o menor medida, según la documentación
disponible, han sido ya estudiados y se conoce su época de formación, las vías
de creación de sus patrimonios, sus características, las formas de explotación
de sus dominios, los tipos de rentas así como la expansión que consiguieron
alcanzar.
Además
de estos monasterios, existieron otros en territorio de Cantabria probablemente
menos significativos aparentemente, pero, sobre todo, menos conocidos, que
también desarrollaron este esquema básico de relación socio-económica feudal.
Extendieron su influencia en ámbitos más reducidos, al constituir pequeños
dominios con sus iglesias y vasallos dependientes, pero con un potencial
económico muy notable, como se deduce de la fábrica de sus respectivas
iglesias.
Aparecen
con una relevancia artística que no se corresponde con la información
documental e incluso con su posible trascendencia histórica. Entre ellos cabe
destacar Santa María de Miera, Santa María de Yermo, San Román de Moroso, San
Facundo y Primitivo de Silió, San Cosme y Damián de Cillaperriel en Bárcena de
Pie de Concha. Los últimos han conservado excelentes ejemplares de iglesias
románicas.
El
poder y control ejercido sobre el territorio entre los siglos XI a XIII por
unos y otros se observa al cartografiar los lugares en los que tuvieron
vasallos dependientes y comprobar que las áreas de influencia de cada uno de
ellos capitalizaron y cubrieron prácticamente el territorio de la Cantabria
altomedieval. Debe tenerse en cuenta que las áreas de influencia de los
dominios monásticos, aunque no formaban circunscripciones territoriales
definidas o al menos compactas, eran ámbitos de especiales relaciones
económicas, sociales y, por supuesto, artísticas. Desde esos centros monásticos
mencionados se ejercía un dominio espiritual, el que emanaba de la Iglesia en
ese período, y un poder temporal derivado de las relaciones feudales que
mantenían con cada uno de sus dependientes o vasallos. A cambio, éstos debían
corresponder y satisfacer un conjunto de servicios –las prestaciones en
trabajo– y, sobre todo, abonar distintas cantidades en especie o en metálico
por muy diversos conceptos. Esta vinculación socio-económica tenía mucha más
trascendencia de la que en principio cabe suponer.
En
realidad, desde estos centros monásticos se llevaba a cabo una auténtica
organización social del espacio, con la posibilidad de incidir en
modificaciones en el hábitat, en las vías de comunicación, en la composición y
disposición del paisaje agrario, en la producción y en su comercialización…,
además de convertirse en los reservorios de la riqueza regional mediante la
acumulación de excedentes y rentas.
Este
poder casi hegemónico durante el siglo XII facilitó una expresión religiosa,
pública y notable, los monumentos románicos, que a la vez que servían de
lugares de culto, instruían y traducían en imágenes textos bíblicos
incomprensibles para la mayoría de la población, impresionaban y recordaban
diariamente dónde radicaba el dominio feudal. Su más esplendorosa demostración
es el legado que hoy, aún asombrados, podemos admirar en las construcciones
románicas que han logrado sobrevivir. Una licencia a nuestra imaginación nos
permitiría captar el impacto que en un mundo de bosque, de bosque casi
impenetrable y húmedo, con pequeños claros constituidos por poblados frágiles y
vulnerables, levantados casi en su totalidad en madera, barro, paja, ramajes,
estiércol… con necesidad de reparación constante, tuvo que ejercer la
construcción en piedra de los imponentes y majestuosos edificios románicos.
¿Este
cuadro tan sólo esbozado puede inducir a pensar que el poder real o señorial no
existía? Evidentemente no; no debemos olvidar que, a la sombra de estos
monasterios, en muchas ocasiones se encontraba la familia real o una parentela
laica que era la que en definitiva utilizaba este sistema como medio de gestión
de sus propios recursos e intereses. Sobre el poder real es preciso diferenciar
el ejercido como institución monárquica, es decir el gobierno y la
administración del territorio, y el practicado como titular de unos señoríos
propios, los señoríos de realengo. Sobre el primero, el poder del rey se
transmitía y gestionaba a través de grandes circunscripciones territoriales,
Asturias, Liébana, Trasmiera…, en las que se nombraba a individuos nobles vinculados
a la propia corte para que gobernaran en calidad de condes, potestates,
mandantes… En Cantabria en el siglo XII estas figuras estuvieron capitalizadas
por dos poderosas familias castellanas en pugna constante, los Lara y los Haro,
es decir familias foráneas próximas a los monarcas castellanos. Por debajo de
esta estructura administrativa de nivel comarcal se encontraban otros señores,
nobles con arraigo más local, los infanzones, que ejercían el poder en
tenencias más pequeñas ayudados por sus correspondientes merinos, sayones y
iudices. Este poder real tenía también otras manifestaciones simbólicas en el
espacio; probablemente los castillos o palatia en esa época se refieran a los
lugares desde donde aquél ejercía las funciones propias de monarca de un reino.
La
segunda forma de expresión del poder real tuvo su manifestación a través de sus
decisiones como titular de otras formas de señorío, los señoríos de realengo,
como señor feudal que tenía sus propios bienes, con sus vasallos dispersos en
el marco de la aldea. Reconstruir las competencias y funciones concretas que la
monarquía castellana desarrolló a través de sus delegados en tierras de
Cantabria es una empresa casi imposible, aunque no lo es detectar que hubo
múltiples cambios derivados de las afiliaciones o deserciones que se
desencadenaron con motivo de las crisis dinásticas. Pueden verse al respecto
las páginas que García Guinea dedicó en su espléndida ambientación histórica de
El románico en Santander. En ellas puede verse el papel determinante que desempeñaron
los monarcas del siglo XII en Cantabria en su condición de propietarios de
bienes, que ordenaron disponer de acuerdo al nuevo interés que suscitaba la
región con las expectativas de desarrollo del litoral y la posibilidad de
abordar empresas pesqueras, comerciales y navales.
En
el reparto del poder feudal en la Cantabria del siglo XII hay que hablar, por
último, de los señores laicos, de la aristocracia, de las personas o familias
destacadas, los infanzones o los optimos viros de los que hablan los
documentos, muchas veces vinculados a su vez a la corte, a los reyes
castellanos, desempeñando funciones públicas y desarrollando sus propias redes
de vasallos o de hombres dependientes. En la Alta Edad Media, aunque es difícil
reconstruir los perfiles de los señoríos que se constituyeron en torno a las
familias aristocráticas, se constata desde muy temprano su presencia y dominio.
En la Liébana del siglo IX se conocen varios matrimonios que habían
desarrollado relaciones feudales y estaban en posesión de sus propios homines o
collazos. En las Asturias de la décima centuria se ponen de manifiesto también
controlando los concejos rurales. En Trasmiera en el siglo XI, ejerciendo
competencias políticas como seniores, tenentes, delegados del rey en la
comarca. Como se ve, los señores laicos estaban en las aldeas, eran los
protagonistas o testigos de muchos actos jurídicos documentados, intervenían en
la vida local, mantenían a su vez relaciones feudales con condes o con los
reyes, desempeñaban funciones militares o en la administración real como
comites, imperantes, mandantes…, controlaban iglesias parroquiales y
monasterios y fueron también promotores de los nuevos edificios románicos. Doña
Godo García poseía una participación en el monasterio de Santa María de Tezanos
que, según García Guinea, mantiene aún puertas de organización románica; o doña
Sancha, que a comienzos del siglo XII había edificado la iglesia en honor de
Santa María en Ruerreros, de la que se conserva una pila bautismal románica, o
el monasterio de San Felices de Cóbreces, que pertenecía también a un conjunto
de eredes. Como se ve, se conocen aspectos parciales del comportamiento
aristocrático ante la imposibilidad de reconstruir en su totalidad las
características de la formación y desarrollo de sus respectivos señoríos en
esta época.
Evidentemente,
aunque el símbolo específico del poder señorial en el ámbito aldeano fue la
torre, no aun la de piedra o sólo en algún caso, pero siempre una edificación
de dimensiones y calidad superior a las de los campesinos, la aristocracia
tenía mucho interés en participar y contribuir en la dotación y construcción de
iglesias o monasterios, primero como vía de aproximación a Dios, para alcanzar
la salvación. Pero también para ser enterrado en el interior del templo o en su
proximidad. De ahí el doble objetivo de los sepulcros monumentales, de reposar
en la casa del señor y de legar a la posteridad testimonio material de su paso
por la tierra. En Cantabria se conservan sarcófagos de abades, como el gótico
de Munio González en Castañeda o el de Santillana erróneamente atribuido a doña
Fronilde, posiblemente del siglo XII.
Este
mundo feudal no estuvo ensimismado en el territorio. Fue un mundo abierto por
tierra y mar. Ya la sociedad que poblaba estas tierras en época prerromana y
romana había mantenido unas relaciones constantes y fluidas con la Meseta. En
la Edad Media esta comunicación continuó a través de diferentes itinerarios,
documentados alguno de ellos. Sin duda, los más antiguos están relacionados con
las rutas establecidas a través de los desplazamientos ganaderos estacionales,
que atravesaban en dirección Norte-Sur el territorio de la Cantabria medieval.
Desde el Oeste, por donde salían los asturianos y caornecanos, hasta el Este
por donde, seguramente aprovechando una vieja cañada ganadera, se había
construido la calzada que comunicaba Castro Urdiales (Flaviobriga) con Herrera
de Pisuerga (Pisoraca). Pero, sobre todo, fue el tránsito por Cantabria desde
época romana de tropas y mercancías procedentes de otros lugares por vía
marítima lo que sin duda vertebró desde siempre a la región con la Meseta,
primero, y después, en la Edad Media, con el reino castellano. Este tráfico,
probablemente no interrumpido nunca, como se puede deducir de las escasas pero
constantes referencias conservadas, debió de adquirir cierto empuje desde
finales del siglo XI. Todos estos desplazamientos más o menos periódicos fueron
vehículos de intercambios, como puede deducirse de la existencia en Cantabria
de piezas como el broche de Santa María de Hito, y de constantes transferencias
culturales, como las decoraciones y técnicas musulmanas detectadas en los
edificios conservados del siglo décimo.
Los nuevos aires del románico
Fue
en este contexto histórico en el que de una forma relativamente rápida –se
desarrolló básicamente en el siglo XII– hizo su irrupción en Cantabria el arte
románico. ¿Cuáles fueron las causas de esta súbita profusión de edificaciones
en las diferentes comarcas de Cantabria? Debe recordarse que se han detectado
más de doscientos vestigios de manifestaciones románicas. En principio, se
puede afirmar que ellas demuestran que la región había captado y asumido la
mentalidad, las ideas y los conocimientos necesarios para el desarrollo del
proyecto románico. Las obras artísticas sintetizan muchos aspectos del
pensamiento, de la vida social, cultural, económica, tecnológica… de la época,
y el arte románico en especial fue la expresión material de una mentalidad, de
una sociedad; fue la manifestación de la autoridad de la Iglesia. Con sus
sólidas construcciones, aquélla albergaba la intención no sólo de glorificar a
Dios, sino de perdurar y de perpetuar la jerarquía, el orden social vigente; en
definitiva, la cosmovisión de las instituciones que las promovían.
Las
distintas manifestaciones románicas, iglesias, claustros, sepulcros, pilas
bautismales… constituyen en sí mismas y en lo que trasmiten a través de la
iconografía una forma de entender el destino del individuo y del mundo desde la
óptica cristiana. Todo ello desde un presente reflejo de una sociedad que
pretende que se respete la jerarquía social, se reconozca y legitime el papel
de los caballeros y sus damas y se acepte la función de la población campesina
absolutamente mayoritaria. Es decir, que se reconozca la existencia de los tres
órdenes: oratores, bellatores y laboratores, así como de la actividad asociada
a cada uno de ellos. De ahí el interés de la escultura románica en que
aparezcan bien representados los objetos litúrgicos propios de los que tienen
el cometido de orar; libros, báculos, cruces, cálices… y las espadas, cascos,
escudos, cotas de mallas, monturas etc., de los guerreros. Es, por otro lado,
una nueva sociedad que ya manifiesta la evolución operada en el concepto del
trabajo. El trabajo, es un honor, “el hombre se aproximará a Dios por el
trabajo” dice ya en 1103 Ivo de Chartes. El trabajo lejos de ser un castigo,
abyección o esterilidad impotente, es honrado, indispensable y productivo.
Los
orfebres y herreros están a la cabeza de los grupos urbanos porque su oficio es
admirado cuando no temido; otros oficios comienzan a ascender en la jerarquía
social porque los ingresos que les proporciona su trabajo se lo permite. El
románico se hace eco de este cambio y tiene a gala representar las labores de
los campesinos, canteros, albañiles, herreros, sastres, con sus
correspondientes utensilios en los pórticos de las iglesias, en los calendarios
agrícolas, en los capiteles, o en los libros piadosos. De la misma forma que
reconoce la autoría y registra el nombre de los maestros responsables de las
obras, como en el caso de Covaterio de Piasca o de Pedro Quintana de Yermo. Una
nueva sociedad que también está superando la tradicional ambigüedad de la
Iglesia sobre el concepto del juego, del divertimento en época medieval –en
permanente contradicción entre la necesidad y la perdición– y se atreve a
expresar el regocijo de los juglares, danzarines o acróbatas, el goce del toque
del pandero, del rabel o del arpa como trasmiten las escenas de músicos de los
relieves románicos.
Los
testimonios románicos revelan la voluntad de sus promotores, básicamente la
Iglesia, de expresar simbólicamente su poder y riqueza y la de cumplir las
funciones propias de la institución eclesiástica. El papel dominante de la
Iglesia manifiesta la necesidad de disponer de una imagen del poder, como
signos de identidad, símbolos con los que los poderosos tratan de poner de
manifiesto su autoridad y capacidad para proyectarlos en forma material con la
intención deliberada de crear un escenario imponente. Ello no quiere decir que
no existieran otras muchas motivaciones trascendentes, desde la de alcanzar y
ganar la gracia de Dios mediante la erección de una construcción meritoria como
obra destinada a ensalzar su gloria, a la de convocar a la feligresía y, sobre
todo, la de atender y consumar unas determinadas funciones. Ha sido destacada
la finalidad docente, de transmisión de ideas, de la iconografía románica, la
posibilidad de incidir en el ánimo y en las actitudes morales de los
espectadores: “las imágenes fueron elaboradas para ser vistas, pero sobre
todo para ser vividas por sus espectadores”.
La
imagen es más directa que la palabra, y el texto “atrae la mirada y
concentra la atención, convirtiéndose así en un sólido soporte del pensamiento
y del entendimiento”, aunque, como sugiere Boto, “ninguna imagen es
capaz de instruir por sí sola a un espectador desprovisto de un utillaje
cultural básico”. Está fuera de duda su función doctrinal y de
evangelización, su vocación de predicar al siglo su mensaje con objeto de
revelar al alma humana lo trascendental mediante el símbolo que sugieren e
inducen. Debe tenerse en cuenta que ninguna manifestación artística es casual;
siempre existe intención trascendentalizadora.
Estos
intereses y corrientes culturales llegaron a Cantabria básicamente de Castilla
por el notable incremento de relaciones entre ambas en función de las nuevas
necesidades que surgían en el reino castellano. La toma de Toledo en 1085 marcó
un hito en su trayectoria y a partir de entonces comenzó a dibujarse un nuevo
papel del territorio cántabro en el conjunto del reino; de la asignación de una
función tradicional como provisión y reserva ganadera pasó a constituir un
espacio que podía facilitar el aprovechamiento de los ahora interesantes
recursos marítimos y un litoral donde existían enclaves que permitían el
acceso, la salida castellana al Atlántico. En definitiva, el desarrollo de un
comercio marítimo que Castilla requería y estaba en condiciones de promover y
desplegar resultó de sumo interés para Cantabria, que se podía convertir de
esta manera en centro receptor o expedidor de mercaderías y en lugar de
tránsito de viajeros, peregrinos, comerciantes, entre los puertos del
Cantábrico y los centros castellanos. Por esta vía de Castilla al mar se
introdujeron en Cantabria los nuevos aires románicos y todo lo que
representaban. Evidentemente para desarrollar esta nueva función era necesaria
la articulación del territorio. Ese fue el empeño de los monarcas del siglo
XII: la organización socio-eclesiástica y sobre todo económica. Ahí se
concentraron los esfuerzos y la toma de decisiones de los monarcas de este
siglo.
Las bases materiales de financiación del románico
El
hecho de que Cantabria recibiese las influencias culturales y los conocimientos
técnico-artísticos del mundo del románico no proporcionaba la base suficiente
para abordar tales construcciones; para ello se requería una acumulación de
capital verdaderamente excepcional. ¿Qué nuevas condiciones económicas
permitieron el desarrollo en esa época, tardía en relación al románico
peninsular catalán y castellano y sobre todo al europeo, del románico en
Cantabria y por qué se produjo esa profusión de iglesias en un período tan
relativamente corto? La respuesta coherente a estas cuestiones nos lleva a
considerar en primera instancia las posibles transformaciones que se dieron en
las bases económicas tradicionales de la Cantabria altomedieval.
Un
repaso a los distintos capítulos de la economía regional en el siglo XII nos
proporciona una imagen algo distinta sobre las actividades desempeñadas con
anterioridad. En ese siglo continúa siendo la explotación del bosque y la
ganadería en todas sus versiones una de las actividades más extendidas en el
ámbito regional. Cantabria en esta época parece un espacio dominado por el
bosque, un bosque atlántico frondoso constituido por una rica variedad de
especies: robles, hayas, castaños, nogales, encinas, fresnos y densos
helechales. En principio, de aprovechamiento colectivo, aunque después fuese
progresivamente acotado por los dominios monásticos o por los señores, como
ocurrió, entre otros, con el monte de la Viorna en Potes desde el siglo XI. Un
bosque fundamental para la alimentación con la recolección de sus frutos, para
la construcción de las viviendas, aperos, molinos, para las ferrerías, para la
caza furtiva del campesino, y de ocio y deporte de la aristocracia. Un bosque
acogedor asimismo de especies salvajes y sustento de una cabaña ganadera
mantenida en régimen extensivo mediante desplazamientos estacionales a los
pastos de montaña, ricos en verano, y el pastoreo de baldíos en las zonas
llanas del litoral durante el invierno. Por esta época comienza también la
estabulación adicional con heno, como demuestra la lenta extensión del
praderío.
Es
importante recordar que la responsabilidad de la explotación ganadera recayó
siempre en los miembros de las comunidades campesinas, con independencia de que
fueran propietarios o aparceros, y que es acertado presuponer que existiese una
organización colectiva para proceder a la creación y mantenimiento de las
infraestructuras que requería la explotación ganadera en régimen extensivo,
como el acondicionamiento de los montes y pastos, la preparación de las
dehesas, los ejidos, los prados, las cañadas, los abrevaderos, los invernales,
los seles, etc. Esta potencialidad de la región para sostener y acrecentar una
abundante cabaña requirió la progresiva organización de la actividad ganadera,
bien desde la esfera condal o real, mediante la concesión de cotos o de
privilegios de pasto, o bien desde la propia gestión de las comunidades
campesinas a través de las decisiones de sus respectivos concejos, tenían entre
otras la competencia para regular y suscribir mancomunidades de pasto.
Los
privilegios que desde el siglo XI disfrutaban los vasallos de San Salvador de
Oña para utilizar los pastos desde el río Pas hasta Sámano, pero, sobre todo,
la ordenación deducible del propio fuero de Laredo –Alfonso VIII concedió al
concejo que sus rebaños como los del rey pudieran pastar libremente por todos
los lugares del reino–, los privilegios de San Emeterio, los de Santa María de
Miera38 o los de la abadía de Aguilar de Campoo constituyen testimonios de la
distribución y regulación de derechos de pasto en tierras de Cantabria.
La
importancia que llegó a alcanzar la actividad ganadera no explica por sí misma
la capacidad de la sociedad regional para abordar el proyecto románico. Para
entender el proceso, hay que recordar que Cantabria participó del desarrollo
demográfico, técnico y económico del occidente europeo desde el siglo XI, fruto
del desarrollo de las novedades generalizadas desde el año mil. Uno de los
campos más significativos fue el de las técnicas y el utillaje agrario, en
donde, a pesar del conservadurismo del mundo rural, se apreciaron notables
cambios y avances relacionados con el incremento de la producción de hierro,
material escaso y caro, pero básico en la elaboración de utillaje. La mayoría
de los aperos agrícolas, como las tenazas y el hacha de corte curvo representadas
en unos capiteles del claustro de Santillana, la azada y el picachón en un
canecillo de la iglesia de Santa María de Hoyos, o la anilla para bóvidos de un
capitel de Santa María de Bareyo, así como muchos objetos de la vida cotidiana,
como la llave o el herraje de un libro esculpidos en Piasca, se elaboraban con
madera obtenida en los bosques y el hierro de las ferrerías.
Modificaciones
importantes se dieron en los sistemas de cultivo, basados tradicionalmente en
la alternancia anual entre cultivo y barbecho, el cultivo de año y vez. La
difusión del sistema en tercios, la rotación trienal, la más importante novedad
agrícola de toda la Edad Media permitía el cultivo de una parcela de cereales
de otoño, trigo o centeno, otra de primavera, cebada y avena y legumbres, y la
tercera que permanecía sin cultivar, en barbecho, donde pastaban los animales y
se aprovechaba su fertilizante. La aplicación del sistema de rotación trienal
incrementó sensiblemente la productividad, facilitó la distribución más
racional del trabajo campesino, mejoró el régimen alimenticio y redujo la
mortalidad catastrófica. Otra innovación significativa fue la difusión del
arado pesado o la carruca para la Europa atlántica y central desarrollada desde
el siglo XI. Más eficaz porque profundizaba en la tierra, aumentaba los
rendimientos y los campesinos ahorraban tiempo y trabajo, favorecía la
formación de parcelas más rectangulares y alargadas y facilitaba las labores de
los terrazgos. Los sistemas de atalaje, el desarrollo de la herradura metálica
que posibilitó la utilización del caballo en las tareas agrícolas y de
transporte, que con el arnés de collera almohadillada permitía arrastrar un
peso cuatro o cinco veces superior, facilitaron los intercambios terrestres. El
caballo, una de las manifestaciones del poder económico, aparece, como afirma
García Guinea, muy frecuentemente representado en el románico montañés.
Innovaciones todas ellas que al permitir un mejor aprovechamiento de la tierra,
favorecieron y estimularon el crecimiento económico, el comercio y la
acumulación de riqueza.
Como
el programa escultórico del románico recuerda, el mundo campesino del siglo XII
aparece presidido por los ciclos agropecuarios. El tiempo lo impone la
naturaleza. En el otoño comienza un proceso cíclico y ritual en espera de que
un año más tarde la tierra dé los frutos necesarios para subsistir. A finales
de septiembre, el campesino simultánea en algunos lugares como la Liébana la
arada y la siembra con los trabajos propios de la vendimia, la recolección de
la uva, la fermentación, la preparación de toneles y barricas y el
almacenamiento del vino.
La
sementera del cereal de invierno, la cebada y el centeno, es importante porque
es el ingrediente básico en la dieta alimenticia para el mantenimiento de la
familia. Es posible que, en algunas zonas, se asociara a las gramíneas de
primavera o a las legumbres proporcionando grandes ventajas al campesino. La
posesión de un arado presuponía un elemento básico en la estratificación social
de la comunidad. Frecuentemente, se recurría al tiro del señor o del
monasterio, pues muy pocos campesinos disponían de animales de labranza para
trabajar los campos del cultivo, las mieses. En el mes de noviembre, la matanza
del cerdo, parecido al jabalí, con el fin de proveer sus despensas con carne
cuando el frío y la lluvia eran intensos y resultaba más fácil su conservación.
En todos los hogares debía existir algún ejemplar, junto con la cabra y la
oveja, muy apreciada por su lana, como fuente de alimento y de abono.
Después,
el reposo invernal. La inactividad en los campos se representa en los
calendarios pintados o esculpidos con el fuego del hogar. Es la época de
practicar la caza para la adquisición de pieles y carne, la de elaborar los
quesos, fabricar o reparar los aperos, arreglar la vivienda, hilar, tejer,
confeccionar los cuévanos, cestas… A partir de marzo hasta junio se inauguraba
otra etapa de actividad, la de atender los huertos, limpiar los sembrados,
preparar las viñas, llevar el ganado a pacer en las dehesas; era también el
tiempo de recoger las frutas, hierbas y flores con propiedades terapéuticas y
medicinales, unas para potenciar las relaciones amorosas, otras con poder
profiláctico para evitar maleficios o para impedir la entrada de los malos
espíritus. En junio, la época de segar el heno con la hoz, la época de subir
los ganados a los puertos, de las fiestas del solsticio de verano. Y así se
cerraba el ciclo.
Se
sabe que pequeños indicios coincidentes indican una tendencia, y la
documentación de esta época recoge síntomas de una significativa expansión
demográfica con manifestaciones en el poblamiento, redistribución del hábitat,
edificación de viviendas en antiguos lugares de cultivo, aparición de villas
nuevas o de pequeños barrios, de transformación de usos de espacios, de
ampliación de los espacios cultivados, de nuevas roturaciones, desmontes,
colonizaciones de espacios incultos para convertirlos en productivos… y, sobre
todo, de desarrollo de otras actividades. Todo ello apunta en una misma
dirección: el nivel económico de concentración y acumulación de riqueza
necesario para afrontar las grandes y costosas edificaciones románicas lo
alcanzó el sistema de explotación dominical eclesiástico o laico en Cantabria
en la duodécima centuria. Fue entonces cuando los dominios señoriales, sobre
todo los monásticos, se beneficiaron del volumen de personas que dependía de
ellos; cuando casi todos los monasterios regionales alcanzaron su máximo
esplendor e influencia, cuando procedieron a transformar sus sistemas de
explotación, al sustituir las corveas o sernas por impuestos o rentas, al
reducir las reservas señoriales y, sobre todo, al arrendar sus tierras.
A
la vez, el siglo XII se muestra como la época de consolidación de la aldea, de
las aldeas, de conformación de la comunidad aldeana y de definición de la
parroquia. Con unos orígenes muy diversos, en la mayor parte de las veces
desconocidos, a no ser por las sugerencias deducibles del análisis toponímico,
en el siglo XII la aldea es la forma de poblamiento absolutamente hegemónica en
el territorio de Cantabria. En esta época se alcanza la mayor densidad de
ocupación; prácticamente la mayoría de los pueblos de Cantabria ya están
documentados con diferentes denominaciones: locum, ecclesia, villa, lo que
puede ser indicativo de sus posibles diferencias y sobre todo de grados de
evolución diferentes. Las aldeas, con independencia de su origen –conversión de
establecimientos temporales en hábitats estables, creaciones ex novo, ocupación
por el sistema de presura o mediante la yuxtaposición de casas conforme se
desarrolla el grupo familiar originario–, parecen tener unas características
comunes como asiento de una comunidad que respeta unas reglas en relación a las
actividades económicas y a las sociales que se suscriben o deniegan
mancomunadamente en el concejo.
Los
emplazamientos de las aldeas parecen muy variados. En unos casos, en la cima de
una montaña para asegurarse los pastos de altura. En otros, los más frecuentes,
en las medias laderas, con objeto de disponer de espacios llanos para el
desarrollo de la agricultura y evitar el fondo del valle, siempre amenazado por
las inundaciones incontroladas de los numerosos ríos regionales. Los modelos de
aldea de esta época se pueden sintetizar en dos. Uno lo constituye un núcleo
con casas relativamente agrupadas sin ordenación perceptible de las viviendas
en torno a la iglesia, que siempre ocupa un lugar preeminente, ya sea central o
excéntrico, pero siempre dominante. Otro es más disociado, con conjuntos más
pequeños de casas adyacentes, barrios familiares diseminados en un espacio más
extenso, en donde la iglesia o las iglesias no se integran en el conjunto. En
cualquiera de los casos, con unos espacios de producción, los huertos, frutales
y viñedo, desperdigados por el caserío, dado que estos espacios requerían una mayor
atención y sobre todo protección.
En
la edificación de las viviendas se usaban aquellos materiales constructivos que
se localizaban de forma abundante en las proximidades del poblado, aunque a
veces se acarreasen materiales de lugares más alejados. El elemento básico en
la construcción fue la madera, los palos, tablas apenas desbastadas, elementos
vegetales sin manipulación especial, troncos y ramajes de brezo, escoba,
cañizo… y el adobe, el barro convertido en ladrillo o tapial. Parece que las
viviendas fueron muy elementales. Eran construcciones muy sencillas –de una
sola pieza, la denominada casa integral, casa vivienda, establo granero– y
extremadamente endebles. Era necesario reconstruir la casa cada veinte años
aproximadamente porque la humedad del suelo pudría los pilares y se producían
constantes inundaciones e incendios. Hasta el siglo XI eran los campesinos los
que levantaban las casas ayudados por sus vecinos. Es muy posible que para el
siglo XII se recurriera ya a la colaboración de maestros carpinteros,
cuadrillas itinerantes poseedoras de unos conocimientos más desarrollados.
Un
elemento muy importante en el ámbito aldeano del siglo XII, indicador del
crecimiento económico, fue el molino. Los molinos, ubicados en pequeños cauces
fuera del caserío, eran generalmente de un gran propietario o de un dominio
monástico por su elevado coste, con lo que los campesinos tenían que pagar por
su uso. Levantados en materiales más consistentes, piedra y madera, con el fin
de que su duración fuese rentable. Se requerían troncos de roble y de olmo para
el eje y las aspas, plomo para los engranajes, bloques de piedra para las
muelas y hierro para las llantas. Su instalación requería montadores
especializados.
En
este contexto predominantemente rural, las nuevas condiciones económicas del
siglo XI castellano y europeo se dejarán sentir y constituirán un acicate para
el desarrollo o la promoción de otras actividades en la región. Los últimos
trabajos sobre el desarrollo de la economía europea adelantan la fecha de
comienzo del crecimiento altomedieval y, sobre todo, consideran que el flujo
comercial marítimo fue mucho más fluido e importante de lo que se había
interpretado tradicionalmente. Esta nueva hipótesis, verificada admirablemente
para los siglos IX-X en el ámbito europeo, puede sugerirse para entender las
repercusiones que pudo tener en Cantabria y fundamentar otras motivaciones que
pudieron propiciar la floración del románico en la región en el siglo XII.
La eclosión del románico
El
desarrollo del románico no sólo requería una captación cultural de los nuevos
aires que circulaban por el occidente europeo, sino también, y eso era lo más
necesario, las bases materiales que permitieran su financiación y construcción.
No cabe duda de que la construcción de iglesias en un período tan corto –la
mayoría se levantaron en el siglo XII–, testimonia un aumento significativo de
la riqueza disponible. Si los fundamentos económicos tradicionales de esta
región habían sido las actividades agropecuarias, ¿qué cauces o elementos
nuevos permitieron a las distintas instancias o promotores abordar el proyecto
románico? Uno pudo provenir evidentemente del apogeo del modo de producción
feudal en un contexto de crecimiento agrario generalizado en Europa en ese
período. Se ha producido un excedente en algunos monasterios o en el patrimonio
de algunas familias que permite y a la vez demanda la exhibición de su poder
mediante la expresión románica. Pero también, sin duda, debieron de concurrir
otros factores económicos importantes, como el desarrollo pesquero estimulado
por la demanda exterior de los centros de la meseta –la abadía de Santa María
de Nájera participaba habitualmente de las primicias del pescado que le
proporcionaba Santa María del Puerto–, y la especialización de los puertos de
Cantabria en los intercambios comerciales castellanos.
Ahora
ya es posible afirmar que las relaciones comerciales entre Castilla y la
fachada atlántica comenzaron con anterioridad a la concesión de los fueros a
las villas con puerto de Cantabria. Los fueros, cuando fueron otorgados por el
rey Alfonso VIII, tuvieron como objetivo regular unas actividades comerciales y
pesqueras que, de hecho, ya se realizaban en nuestros puertos con anterioridad
como respuesta a una cada vez más exigente demanda castellana. La justificación
de las razones de la elección del modelo de Logroño, con un acusado carácter
comercial, para dotar a la villa de Castro Urdiales y sobre todo la concesión
de la exención de portazgo en Medina de Pomar a los habitantes de dicha villa,
no hacen sino reconocer y promocionar unas actividades ya existentes. El puerto
de Castro Urdiales, como el de Santander o el de San Martín de la Arena,
desarrollaban actividades relacionadas con la mar, desde la pesca al comercio
marítimo, con anterioridad a la recepción de sus correspondientes fueros. En la
villa de Santander arribaban naves con mercancías… se recibían paños traídos
por mar46. A la de San Vicente, según describe el fuero, llegaban barcas, sal y
troseles. De manera que los privilegios que recogen los fueros a los puertos de
Cantabria revelan unas costumbres anteriores: la existencia de relaciones
comerciales entre Castilla y la fachada atlántica a través de los puertos de la
región.
De
hecho la cuenca del Besaya, espina dorsal de las comunicaciones de Cantabria,
adquirió desde finales del siglo XI una revitalización derivada del auge de los
desplazamientos. Las iglesias prerrománicas de Moroso, La Helguera e incluso la
de San Martín de Quevedo anuncian ya este dinamismo. La iglesia de La Serna de
Iguña se construía en el año 1067, la de Pesquera se consagraba en 1085, y en
1093 era el obispo burgalés Don Gomez el que procedía a realizar la
consagración en San Mateo de Buelna. Desde comienzos del siglo XII se sabe de
la existencia de una barquería para acceder al río, y una iglesia, Santo
Domingo de la Barquera, en Suances, para peregrinos, pobres, viudas, huérfanos…
ricos y nobles. En 1110 se exime de portazgo al monasterio de Cillaperriel de
Iguña, es decir, se facilita el tráfico libre de mercancías de productos así
como también fue muy probable camino de viandantes, forasteros o peregrinos,
que, procedentes de lugares de la fachada atlántica, llegaran por mar en rutas
de cabotaje a los puertos del Cantábrico con el objetivo de incorporarse al
camino de Santiago. La barca de Barreda, la alberguería de San Florencio en
Bárcena de Pie de Concha para descanso y acogida de los viajeros, y las
alusiones a Santiago –en Cartes, la ermita de Santiago, románica tardía, y en
Silió una iglesia bajo la misma denominación– pueden ser registros fósiles de
este tráfico de personas que de la misma manera que cubrían un objetivo
comercial intentaban cumplir con sus compromisos religiosos.
La
Castilla del siglo XII estaba en condiciones de desarrollar actividades
comerciales marítimas; el camino de Santiago resultaba ya a todas luces
insuficiente, y el litoral de Cantabria ofrecía unas interesantes
posibilidades. Ello requería necesariamente una reorganización de la región: la
articulación de los puertos, la dotación de sus correspondientes fueros y la
recuperación de las tradicionales vías de comunicación entre los portus y los
centros de Castilla.
La
reina Urraca de Castilla, mujer que “ejerció por sí y en su nombre la
soberanía y la acción de gobierno plenamente y sin restricciones por primera
vez en un reino peninsular”, casada en primeras nupcias con Raimundo de
Borgoña, inauguró una época de intensa reorganización del territorio montañés.
Entregó el señorío del valle de Oreña a Santa Juliana, traspasó el dominio de
San Román de Moroso a Silos y dispuso que San Facundo y Primitivo de Silió
pasara a la Catedral de Burgos. Es decir, como veremos más adelante, favoreció
que el control de una de las vías de comunicación más importantes del siglo XII
tuviera las garantías de protección y mantenimiento que le podían proporcionar
instituciones más sólidas. San Pedro de Cardeña también consiguió desde sus
posesiones en Cabuérniga ejercer un significativo papel en otra de las rutas
tradicionales de Cantabria, con la incorporación de la villa de Bárcena Mayor y
el hospital de Hozcava en el puerto de Palombera. El interés en que fuera la
catedral de Burgos la que siguiera controlando la vía también fue objetivo de
Alfonso VII quien, en 1128, entregó al obispo varias iglesias, entre ellas la
de Santa Leocadia en Iguña y la de San Cristóbal de Bárcena de Ebro. No
obstante, fue el monarca Alfonso VIII el que promovió una nueva ordenación del
espacio septentrional de su reino y sentó los cimientos de la transformación de
la organización del territorio de Cantabria. Primero, procedió a una
articulación socio-eclesiástica del territorio. La toma de decisiones de este monarca
afectó especialmente a Liébana, con el traspaso a San Salvador de Oña del
monasterio de Santo Toribio y de la iglesia de Santa María de Lebeña. Después,
procedió a ordenar racionalmente las rutas de comunicación entre Cantabria y
Castilla, en concreto la cuenca del Besaya, donde se habían constituido varios
dominios monásticos significativos, distribuyendo el control y participación de
rentas entre el obispo de Oviedo a través de Santa María de Yermo, la abadía de
Santo Domingo de Silos con el control de San Román de Moroso, el obispado de
Burgos, ahora ya arraigado en el valle de Iguña y en Cervatos, el dominio de la
alberguería de San Florencio, dotada de privilegios jurisdiccionales y
fiscales, Santa María de Aguilar de Campoo con el monasterio de Santa María de
Valdeiguña (en la Serna), y la orden de San Juan de Jerusalén a través de los
prioratos de San Juan de Raicedo y de Camesa. Y finalmente, esta labor
emprendida por Alfonso VIII culminó al reconocer y legitimar un nuevo status a
cinco lugares con puerto de la costa de Cantabria convirtiéndolas en villas.
Todo ello explicaría el que una de las áreas de mayor densidad y calidad del
románico fuera precisamente el entorno de la principal vía de comunicación de
este tráfico, la cuenca del Besaya, con ejemplares como los de Santa María de
Yermo, San Facundo de Silió o San Pedro de Cervatos, ya en Campoo.
Evidentemente,
otras zonas del territorio de la Cantabria medieval se vieron del mismo modo
estimuladas. García Guinea atribuye el desarrollo del románico del valle de
Cayón a su papel en la vía que accedía por detrás del Dobra al puerto de
Santander. La abadía de Santa Cruz de Castañeda debió de desarrollar un dominio
monástico significativo, y no cabe duda de que en general el auge de
actividades marítimas y comerciales y la existencia de rutas marítimas
conectadas con las terrestres ampliaba las opciones que se les presentaban a
los viajeros. El intercambio comercial mostró más dinamismo comparado con las
graduales transformaciones que surgían del campo. El comercio no sólo podía
aumentar la riqueza de forma más rápida sino que podía estimular una mayor
especialización económica.
En
definitiva, tuvieron que concurrir todas estas circunstancias estructurales y
coyunturales para que se diera en esta época la irrupción del arte románico,
especialmente en las fábricas de las iglesias. Distintos grupos sociales por
intereses similares pudieron abordar las construcciones románicas. “Personas
o instituciones que tuvieron voluntad de permanencia y capacidad económica para
construir edificios que además de desafiar al tiempo fueran escenarios que
sirvieran para materializar o desplegar los símbolos de su dominio,” de la
misma forma que ocurría con el desarrollo de la escritura o la genealogía. Los
más poderosos pudieron abordar los proyectos más prestigiosos, con los
ejemplares más sólidos, más imponentes, más refinados. De ahí que los mejores
testimonios de Cantabria nacieran bajo el estímulo y la responsabilidad de los
abadengos más significativos de la región.
Éste
fue el caso de la abadía de Santa Juliana en las Asturias de Santillana al que
su extensa red de influencia, su número de vasallos, en definitiva, su
capacidad económica –las rentas propias de sus relaciones de encomendación– y
la gestión de sus recursos, le permitieron en el siglo XII emprender la
espléndida construcción que hoy admiramos. Otros ejemplos similares fueron los
de San Martín de Elines o Santa María de Bareyo, centro del que se conoce la
existencia de una comunidad bajo el mando del abad Pedro en el siglo XII y que
en el siglo XIV continuaba como núcleo de abadengo (Becerro de las Behetrías) o
Santa María del Puerto, cuya estructura primitiva se corresponde con este
período y en la que se conserva su hermosa pila bautismal en la que se
representa la esperanza de la salvación, la liberación del pecado.
Se
atribuye la construcción del edificio de la abadía de Castañeda a una de las
familias condales que ejercieron su poder en esas tierras a finales del siglo
XI. La fundación de San Pedro de Cervatos, probablemente bajo la tutela de
Sancho García, conde de Castilla, debió de dar paso en la construcción de su
fábrica al obispado de Burgos, ya que desde los obispados también se podía
promover la erección de iglesias románicas. Es muy posible que la iglesia de
Santa María de Yermo se erigiese bajo el apoyo del obispado de Oviedo, y la de
San Facundo y Primitivo de Silió por la diócesis burgalesa. En otras ocasiones,
fue desde el propio realengo desde donde se tomó la iniciativa, como pudo
ocurrir con el monasterio de Cillaperriel de la infanta doña Sancha, hermana de
Alfonso VIII o incluso desde otras instancias como la Orden de San Juan de
Malta o de Jerusalén con objeto de enaltecer sus iglesias o decanías
dependientes.
La
relación entre la aristocracia y la Iglesia, de hondas y antiguas raíces –no
debe olvidarse que las iglesias propias se constituyen como una unidad
patrimonial indisoluble, su patrimonio formaba una unidad dentro del patrimonio
del propietario o patrono sin que fuera posible disgregarlo–, también va a
tener su manifestación en Cantabria, y así alguno de los ejemplares del
románico más valioso, como pudo ser el caso de la iglesia de Santa María de
Piasca, es un testimonio de la asociación de intereses entre una comunidad
religiosa y una familia aristocrática de origen lebaniego que posteriormente
desarrolló su área de influencia en tierras palentinas, la familia de los
Alfonso. Como también es muy posible que el primitivo monasterio de Santo
Toribio, esto es, el de San Martín de Turieno, con una fuerte participación
aristocrática, contara permanentemente con el apoyo y promoción de familias
condales en la edificación de sus dependencias, como se muestra al conocer que,
con anterioridad al año 1183, eran el conde Gomicio y su mujer Emilia quienes
disponían del monasterio.
Cualquiera
de los distintos promotores estaba capacitado para abordar empresas de esta
envergadura por sus convicciones religiosas y porque contaba con unas bases
materiales capaces de subvenir o sufragar los gastos, porque eran los que más
interesados estaban en la obra románica por su significado y por su papel en la
sociedad regional. Ellos, por el interés en incorporarse a las corrientes
artísticas dominantes, por las relaciones y vínculos con otros centros, y por
los motivos ya aducidos podían contratar a los profesionales disponibles que ya
hubieran asumido las fórmulas y recursos acuñados en distintos focos
artísticos: a los maestros de obras, a las cuadrillas responsables de la
construcción, ambulantes o asentadas, a los diversos talleres de cantería, cada
uno con sus propias pautas, estilos, programas iconográficos etc. Desde la
historia del arte se sabe que Cantabria fue foco receptor de modelos de
talleres burgaleses y palentinos y también creador de estilos propios en
Castañeda, Cervatos o Santillana. Canteros de formación cántabra que trabajaron
en Santa María de Bareyo y en San Román de Escalante actuaron a su vez en las
iglesias de los valles de Mena y Losa, lo que también puede indicar el ámbito
de relaciones. Juan de Piasca, por iniciativa del abad Domingo, intervino en
Rebolledo de la Torre –donde existía un taller autóctono que asimiló las
realizaciones más brillantes de la época–, después de trabajar en Piasca. En la
iglesia se conserva un capitel idéntico, el sacrificio de Isaac, a uno que se
encuentra en el ábside de Piasca. Como también se han encontrado filiaciones
entre los talleres que trabajaban en Piasca, en Aguilar y en San Andrés de
Arroyo.
La
formación del maestro Covaterio, que trabaja en la iglesia de Santa María de
Piasca, no se puede explicar sin considerar el magisterio ejercido sobre él por
la lonja de Santiago de Carrión de los Condes, del mismo modo que el
responsable del pórtico de la parroquial burgalesa de Rebolledo de la Torre,
Juan de Piasca, a todas luces se había instruido en el lugar que explicita su
antropónimo, lo que pone de manifiesto de nuevo las idas y venidas por las
montañas cantábricas.
No
todas las iglesias y monasterios románicos de Cantabria nacieron bajo la
iniciativa de abades, obispos o señores. La multitud de pequeñas
construcciones, algunas hoy en estado lamentable y otras muchas desaparecidas
en diferentes pueblos de Cantabria, pone en evidencia que existieron otras
construcciones que fueron fruto de la colaboración y apoyo de los vecinos y
feligreses de pequeñas comunidades aldeanas y parroquiales. García Guinea las
ha denominado iglesias de concejo, y aparecieron tanto en ámbitos preurbanos,
como la iglesia vieja de San Pedro en Castro Urdiales, Santa María de Castro
Urdiales o en entornos más rurales, como Santa María de Villacantid. Iglesias
parroquiales rurales, unidades de organización de hombres y tierras que con sus
rentas señoriales, territoriales y eclesiásticas pudieron construir sus más
modestas fábricas. En este momento ya con la anuencia y bajo el control de la
correspondiente autoridad episcopal que para casi todo el territorio de
Cantabria, excepto la Liébana, correspondía al obispo de Burgos. De ahí que
muchas veces se haga constar, en las inscripciones que se han conservado, la
fecha y el nombre del obispo que procedió a su consagración, como ocurre con
San Lorenzo de Pujayo, en 1132, la iglesia de Somballe, en 1167, Santa María de
Yermo, en 1203, o la dedicación de la iglesia de Cervatos, en 1199, por el
obispo de Burgos, Marino. No obstante, el orgullo de su categoría parroquial es
el que de alguna manera quiere expresar otra de las manifestaciones románicas
conservadas: las pilas bautismales que han logrado sobrevivir a lo largo del
tiempo. En concreto, la de Santillana, con Daniel en el foso de los leones, la
de Lomeña, la de Castillo Pedroso del siglo XIII, San Martín de Quevedo o la ya
mencionada de Santa María de Puerto.
Es
de esperar que estas páginas introductorias, en las que se han recogido apenas
unos retazos de la sociedad que vivió la aparición del románico, puedan
contribuir a entender hoy un poco mejor su grandeza y que, al penetrar en
algunos de sus hermosos templos y observar pausadamente el lenguaje casi
milenario de sus piedras, tengamos alguna clave más para que ese mundo no nos
resulte tan lejano y enigmático.
Perspectivas generales y obligadas del
románico montañés
La historiografía sobre el románico montañés
El
comienzo en Europa y en España –y en Cantabria por ello– de dar al arte
románico este nombre, y sentir por él un atractivo especial e incluso estimarlo
como paradigma significativo del mundo medieval, se produjo en los inicios del
siglo XIX en Francia, como consecuencia de la nueva visión sentimental que
aporta el romanticismo. La presión que hasta entonces había ejercido en Europa
la estética greco-romana, resucitada y mantenida como primordial y exclusiva
por el Renacimiento, había postergado y desatendido el arte medieval, que
siempre se creyó el resultado de una decadente y bárbara consecuencia del
esplendor artístico al que se había llegado durante los siglos en los que
Grecia y Roma impusieron en el Mediterráneo la dictadura de sus gustos.
Este
sentir de que sólo merecía la categoría de obra artística aquello que seguía
las directrices que aplicaron estos dos pueblos, estas dos culturas que,
sucesivamente, habían conseguido crear un modelo de expresión que logró
exportarse a todo el Mediterráneo, hizo que no fuese estimado lo realizado
después del desplome del Imperio. Durante los siglos VI al XIX, y sobre todo
con la irrupción que en el siglo XV produjo el Renacimiento del clasicismo, las
obras medievales, aunque fuesen admiradas y valoradas, nunca consiguieron hacer
olvidar la maestría de griegos y romanos.
Joseph
Gantner recoge estos juicios peyorativos al arte medieval, para subrayar ese
abandono que lo medieval tuvo –incluido el gótico– con “una clara nota de
repudio y desprecio”. Señala Gantner que hasta en el mismo siglo XII,
cuando se construía en románico, un reformista como Bernardo de Claraval no
llegaba a entender la “ridícula monstruositas” de las decoraciones románicas, y
apunta que estas consideraciones, en más o en menos, perduran hasta 1818 en
Francia, pues un arqueólogo normando, Charles de Gerville, se hizo famoso al
escribir una carta en donde juzgaba el arte románico como una “arquitectura
pesada y grosera, de un opus romanum desnaturalizado y sucesivamente
degradado por nuestros rudos antepasados”. Esta implacable opinión duró hasta
que el romanticismo cambió las vías de la estética y supo ampliar los márgenes
del arte, incluyendo en este otras maneras de expresión distantes de lo
académico, no sin marcadas resistencias, pues el mismo “gran maestro” Emile
Mâle –como recuerda Gantner– “no podía desprenderse de las sombras de la
estética clásica”. En Francia, la fecha de 1834 fue muy significativa,
porque se crea la Societé Française d’Archéologie y la labor de Inspección de
Monumentos, dirigida por el escritor romántico Próspero Merimée, que irían
valorando la importancia y la distinta belleza de unos estilos despreciados que
comenzaron en toda Europa a ser aceptados con admiración casi apasionada, entre
ellos el románico que, desde entonces, ha ido acaparando aprobaciones hasta el
punto de llegar a ser considera do como uno de los inspiradores de parte del
arte moderno, que ha tomado otra vez la vía del simbolismo, y algunos, como
Henri Focillón, lo han llegado a considerar “la primera definición de
Occidente”.
Dado
que el arte clásico de la Antigüedad se prolonga en el imperio bizantino de
Oriente, con un orden y una unidad que no fue posible en Occidente, no parece
extraño que siendo preponderante desde los comienzos del siglo V, fuese un
sumando primordial e importantísimo en la creación de las artes occidentales
que se fueron produciendo en la Europa occidental, ocupada por numerosos
pueblos germánicos. Pero en el arte románico, que en los comienzos del segundo
milenio consigue una segunda unidad arquitectónica para toda Europa –después de
la lograda por Roma–, acabando así con el caos y la disgregación que en este
sentido afectaba al Occidente, intervinieron en su formación, a más de lo
bizantino, otras corrientes diversas aportadas tanto por las culturas de las
grandes invasiones, como por otras derivadas del Oriente sasánida, del califato
hispano, del pre-románico asturiano y mozárabe, así como de las creaciones
carolingias y otónicas, etc., que explican la enormidad de fuentes en las que
pudo beber el nuevo arte que, apareciendo alrededor del año 1000, fue bautizado
con el nombre de “románico”, después de muchas vacilaciones, para llegar
a diferenciarle con este título y concederle el calificativo de un estilo.
Desde
que el monje cluniaciense Raúl Glaber nos indicaba que “en el tercer año del
inicio del segundo milenio se vio en casi todo el universo y en particular en
Italia y en las Galias, reconstruir las iglesias, y como la mayor parte de
ellas resultasen insuficientes, una especie de emulación impulsó a cada
comunidad a poseer su edificio más bello que el vecino. Fue –dice como si el
mundo, sacudiéndose el polvo para rechazar su vejez, quisiese revestirse por
todas partes de un blanco manto de iglesias. Y esto no fue sólo en casi todas
las iglesias de las sedes episcopales y las de los monasterios dedicados a los
diversos santos, sino también en los pequeños oratorios de los pueblos, cuyos
fieles han reconstruido”. Con estas frases un testigo, pues, reconoce que
fue en los comienzos del siglo XI, cuando el arte románico empieza su carrera
en Europa, que no terminará hasta que otro estilo, el gótico, vaya imponiéndose
con intensidad variable, sobre todo durante el siglo XIII, pero con menos
universalidad, en las grandes urbes, pues los poblados rurales siguieron
construyendo en un románico de carácter transitivo, el llamado “románico de
inercia” hasta casi finales de este citado siglo.
Pero
la consideración de un nuevo estilo, en el panorama general del arte europeo,
tardó mucho en ser aceptada, pues el mismo Charles de Gerville, que había dado
este nombre de “románica” a la arquitectura cristiana de la Alta Edad
Media, por deducirla de la clásica roma na, no llegó a suponer lo que el monje
Glaber, en los comienzos del siglo XI, ya intuía, que era, en esos momentos, el
intenso renacer de una arquitectura que, olvidando microcosmos, se estaba
levantando, y con características similares, en toda Europa. Hasta los casi
mediados años del XIX no se aceptó como singular estilo –y ello por la difusión
del nuevo nombre que hizo Arcisse de Caumont en 1830– aquel que, evidentemente,
ocupó, de una manera realmente victoriosa, los siglos XI y XII en todos los
ámbitos: arquitectura, escultura, pintura, orfebrería, etc.
Se
tendió a mantener, al principio, los nombres de las artes de los distintos
grupos huma nos que ocupaban el panorama territorial de la Europa germánica,
evidentemente romanizada, pero influenciada por las estéticas de los pueblos
que estaban ocupando el viejo escenario del Imperio: modos y maneras visigodas,
merovingias, ostrogodas, carolingias, etc., y, al menos en España, se aceptó
sobre todo el asimilar al gusto bizantino todo lo que en la Europa cristiana
tuviese finalidad religiosa en el ámbito de la creación, en esos años de la
primera mitad del siglo XIX, cuando todavía no se había impuesto el término
románico. Constituidos ya, con tradición, los estilos artísticos: griego,
romano, bizantino, renacimiento, barroco, etc., no había nombre que pudiera
caracterizar ese impulso de unidad religiosa que Cluny había iniciado y que el
papa Hildebrando (Gregorio VII) quiso consolidar bajo el liderazgo del obispo
de Roma, y que fue como un respiro de ilusión después de los desequilibrios que
hasta el siglo X se provocaron como consecuencia de los siglos de inquietud que
el asentamiento y fijación de los pueblos “bárbaros” y la
cristianización de todos ellos lograba, al parecer, una paz, que la
organización monástica aprovechó para afianzar su dominio espiritual en
tierras, no sólo asiento del des compuesto
imperio romano, sino en otras que hasta entonces habían vivido en el paganismo.
La obra ingente del románico fue concebida, y llevada a cabo, por hombres de la
Iglesia, que no sólo llenaron abadías y catedrales, sino las cancillerías de
muchos soberanos que reinaron en Europa, y supieron mantener, propagar y
defender, una fe única y una visión supraterrenal que fue, sin duda, la que
consiguió unir a Occidente.
Y
así Cantabria, como toda la España cristiana, se contagió con estos ideales
mantenidos, aún antes de la aventura románica, por los benedictinos de Cluny y
por los deseos de los monarcas castellanos, leoneses y aragoneses, sobre todo,
que ansiaban apoyarse tanto en los monarcas centroeuropeos como en la potente
fuerza espiritual del Papado.
Y
cuando, después de este necesario proemio, pretendemos conocer lo que realmente
sucede en nuestra actual comunidad, en
aquello que conviene y corresponde a esta Enciclopedia, es decir, cuándo, cómo y quién comienza el
estudio y conocimiento del románico regional, el que nos llega en edificios religiosos
construidos en los siglos XI y XII, sobre todo, con su prolongación evidente en
la primera mitad del XIII, nos encontramos con una escasísima documentación
inicial, que proviene de ese mismo despertar romántico que acabamos de
mencionar en líneas precedentes y que lleva a una inicial inquietud, más quizás
de poner en aventura la curiosidad
innata del hombre culto, que de un deseo científico de investigación.
Lo
mismo, pues, que en Francia, el interés por todo lo medieval se inicia no por
desarrollo científico, sino por cambio de la sociedad que añade, en estos
primeros años del siglo XIX, impulsada sobre todo por una minoría culta, una
nueva vía de estética y de gusto. Hacia la naturaleza, por un lado, y de
acercamiento, por otro, a la larga época –el medievo– que había sido, hasta
esos momentos, contemplada tan sólo como una prolongación degenerada de la
cultura greco romana. El deseo de salirse de esta especie de “dictadura”
mental favorece el surgimiento en España de las Sociedades de Excursionismo
que, indudablemente, van valorando emociones paisajísticas e históricas
colectivas que hasta entonces habían sido “rarezas” individuales.
Sin
que podamos señalar cuándo en Cantabria empieza este interés por los vestigios
y las ruinas de los siglos oscuros, tan atractivos y sugestivos para los
espíritus románticos, y más concretamente, hacia todo lo que pudiera rememorar
huellas que encerrasen misterios, leyendas o abandonos seculares, sí que
podemos afirmar que fueron aquí los mediados años del siglo XIX, los que ven
iniciarse preocupaciones de este tipo y con cierto deseo erudito, por parte de
dos personajes de alta intelectualidad: Manuel de Assas, nacido en 1813,
oriundo de Trasmiera, y Ángel de los Ríos y Ríos, el famoso “Sordo de Proaño”,
nacido diez años después, en 1823, ambos amigos, universitarios y abogados de
título, aunque Assas añadiese después el de catedrático de la Universidad
Central, con especialización en la arqueología, y a quien el segundo siempre le
consideró gran autoridad. En los años mediados del XIX, los dos estaban en su
plenitud de interés y trabajo y vivieron justo en un momento en el que el arte
románico iniciaba en Europa no sólo el reconocimiento de un estilo sino incluso
su propio nombre.
Así
vemos que en esos años se le titulaba “bizantino” y, en general, existía
una patente incertidumbre que obligaba a no saber muy bien dónde situar el arte
y la arquitectura surgida con fuerza a partir del año mil y, sobre todo, en el
XII y XIII. Ángel de los Ríos llama en general “bizantino” a lo que más
tarde ya se titularía románico, y suele acertar en la cronología, señalando
frecuentemente el “tránsito de lo bizantino al gótico”, pero sin
denominarlo aún románico. Así lo vemos en muy diversos documentos inéditos que
guarda el archivo familiar de Proaño, cuando al describir –el primero,
posiblemente–, muchos testimonios románicos: Santa María de Puerto, Santillana,
Yermo, Villacantid, etc., nunca se apea de considerarlos, en con junto o en
parte, de estilo bizantino. Así, a la colegiata de Santillana la considera
“bizantina viejísima aunque desfigurada con añadiduras”; a la Cripta del
Cristo, en la ciudad de Santander, la juzga “bizantina degenerada, o sea de
la época anterior a la gótica, que Jovellanos quería llamar con respecto a
España, arquitectura asturiana”. Por su parte Assas, cuando publica en
1857, en el Semanario Pintoresco Español, las colegiatas de Castañeda y
Cervatos, para nada utiliza el término “románico”, aunque las fecha bien
en el siglo XII. En la de Cervatos, hace interesantes juicios para oponerse a
una creencia popular que consideraba a Cervatos como un templo pagano dedicado
a Príapo o a Sicilia Venerea (¡!) dadas las actitudes provocativas de los
canecillos de su cornisa y de algunos capiteles; calla el “bizantino”, pero
sale del paso diciendo que “no hay necesidad para ello de conocer los
caracteres del estilo arquitectónico a que pertenece” para considerarla
iglesia cristiana. De hecho, al menos por lo que deducimos de algunas noticias
aparecidas en publicaciones o periódicos de Madrid, el término “románico”
ya es usado en los mediados del siglo XIX en instituciones intelectuales. Así
lo vemos en un artículo anónimo que se publica en el Semanario Pintoresco
Español (año XXII, 8 de marzo de 1857) sobre “Monasterio de Santo Toribio de
Liébana”, que dedicado sobre todo a enumerar las reliquias que este cenobio
guardaba, se despide con este párrafo que llama verdaderamente la atención: “Las
características arquitectónicas de la iglesia de Santo Toribio de Liébana
manifiestan que fue reedificada en la época de la arquitectura románica que en
España comprende los siglos XI y XII”.
Pero
en estos años del cuarenta al setenta del siglo XIX, se mantuvo en Cantabria el
apellido “bizantino” para lo que después tomó el de “románico”. Creo que
fue Amós de Escalante, en su libro Costas y Montañas, publicado en 18715, el
que refleja un poco esta situación de inseguridad nominal cuando dice que la
colegial de Castañeda pertenecía al estilo “al que doctos clasificadores
apellidaron mucho más tarde: románico”, y ya atestigua que para los
estudiosos montañeses esta palabra va sustituyendo a la que se apoyaba en las
características bizantinas.
Se
ha venido diciendo que fue Gómez Moreno quien, en 1906, y por primera vez,
utilizó en España y por escrito, el término “románico”, pero aquí en
Cantabria ya en el citado libro de viaje, y en 1871, lo usa Amós de Escalante
muy repetidamente. Y en 1890 –como veremos en líneas subsiguientes– su hermano
Agabio lo emplea con toda seguridad. Y cuando Amós llega a Yermo, Santillana,
Pujayo… no deja de considerarlos como ejemplares “románicos”.
Pero
estas vacilaciones de nomenclatura, en estas tierras provincianas, (aún cuando
Assas ya tenía prestigio en las nacionales), no son de extrañar, ya que todavía
en 1829, Cean Bermudez, destacado historiador del arte del momento, había
dividido la historia de la Arquitectura española en diez épocas, y de la
asturiana se pasaba a la gótica, tudesca o ultramarina, sin tener en cuenta el
románico.
La
verdad es que hasta finales del siglo XIX, no llegó en España a afianzarse el
término “románico”, pero en Cantabria sabemos que en 1890 ya se escribía
un libro: De Cantabria: Letras, Artes, Historia. Su vida actual, en donde un
tal Arremiendos (Agabio Escalante, hermano de Amós de Escalante), en sus
páginas 97-105, publicaba un recorrido a través de los monumentos religiosos de
la provincia, otorgando ya el calificativo de “románicas” a todas las
iglesias de este estilo, lo cual asegura que el término románico ya se había
popularizado entre los montañeses cultos. En 1894 ya José R. Mélida hablaba de
las “iglesias románicas de Ávila”. Después, ya no deja de utilizarse el
título, en todos los estudios, descripciones y trabajos relativos al estilo ya
considerado, ni pare ce que vuelva a tener uso el vocablo de Bizantino, aunque
el hecho de que estas influencias eran notables en el románico español lo
prueba el que, en 1900, Lamperez todavía publicó un artículo con el título de
“El Bizantinismo en la Arquitectura Cristiana Española (siglos VI al XIII)”, en
tanto que J. R. Mélida ya hablaba y publicaba trabajos en 1897, como Ávila,
iglesias románicas. España Moderna, y en Cataluña Miguel y Badía, titulaba en
el Diario de Barcelona del 5-4-1887 un artículo sobre “La arquitectura
románica en Cataluña. Santa María de Ripoll”, y en 1899, Serrano Fatigati
hablaba de los claustros románicos españoles… y Puig i Cadafalch titulase en
1909-1918, el primer estudio serio sobre L’arquitectura románica a Catalunya, y
en Cantabria, el conde de Cedillo, en 1925, no duda incluir a San Martín de
Elines entre las iglesias románicas de Cantabria.
Pero
prescindiendo del problema del nombre, que realmente no afecta a los monumentos
que ahora estudiamos bajo este calificativo, sí que podemos decir que no estuvo
nuestra provincia, en el siglo XIX, abandonada en cuanto al valor nacional de
alguna de sus iglesias románicas, y, tal vez por desconocimiento y falta de
valoración de un estilo que acababa de nacer, o quizás por influjos políticos y
religiosos en la administración del Estado, que de todo habría, no tardamos
mucho los montañeses en ver considerado Monumento Nacional por R.O. a uno de
los monumentos más notables y populares: la Colegiata de Santa Juliana, en la
villa de Santillana del Mar. Las declaraciones de Monumentos
Histórico-Artísticos nacionales comenzaron en 1844 con la catedral de León.
Desde
este año, hasta que el 12 de marzo de 1889 se dicta la citada declaración para
la iglesia y claustro de la conocida villa montañesa, tan sólo se habían
anticipado, en cuanto a edificios románicos, seis o siete de toda España;
recordemos por ejemplo el monasterio de San Salvador de Leyre (1867); las
puertas de doña Urraca y de San Torcuato en las murallas de Zamora (1874); la
iglesia de San Vicente de Ávila (1882); San Juan de Duero y monasterio de Santa
María de Huerta, en Soria (1882); las murallas de Ávila (1884) y, quizás alguna
otra iglesia más. Santillana se anticipó a San Juan de la Peña (15 de julio de
1889), a la catedral de Zamora (5 de septiembre del mismo año), a San Martín de
Frómista (1894) e igualmente a iglesias como la Catedral de Santiago de
Compostela (1896), la de Tarragona (1905), el castillo de Loarre (1906)… y
tantos otros monumentos románicos de excepcional importancia8. Pero esta
anticipación de Santillana pudo tener una explicación no sólo política, sino
también cultural, pues la villa montañesa gozaba por esas fechas de un ambiente
de alta intelectualidad, mantenido desde 1872 por la marquesa María de Barreda,
al encerrarse en Santillana, congregando en su casa destacados escritores y
artistas que van popularizando las excelencias de la villa.
Menos
explicable nos parece la declaración de Monumento Nacional a la Iglesia de San
Pedro de Cervatos, en Campoo de Enmedio, seis años solamente después que
Santillana, ya que su situación mucho más rural, y sus proporciones más
reducidas, no parecían imaginar una anticipación a otros monumentos románicos.
Sin embargo, por la R.O. de 2 de agosto de 1895, quedó Cervatos destacado en
esta especie de selección un tanto arbitraria. Las razones de esta preferencia
pueden buscarse en que, ya desde 1857, gozó la iglesia campurriana de ese
extraño criterio de adjudicarla un origen pagano y una fama de templo “sexualizado”,
que provocó, sin duda, una propaganda de boca en boca que la hizo muy popular,
más por sus excesos gráficos que por sus cualidades artísticas e históricas.
Quizá el artículo de Assas en el Semanario Pintoresco Español, al que en líneas
anteriores hemos hecho referencia, tuviese, también, algo de culpa.
Pero
a pesar de estos iniciales intereses sobre la Colegiata de Santillana y San
Pedro de Cervatos, no parece que con ello se abriese un periodo de verdadero
estudio del románico montañés. El trabajo de los investigadores se dirigió
mucho más a sacar a la luz la historia de sus monasterios y abadías, que al
análisis minucioso y comparativo de los monumentos, y esto, naturalmente,
porque el ambiente investigador seguía todavía mucho más apegado a lo histórico
que a lo arqueológico, dada sobre todo la inercia sostenida a minusvalorar el
arte medie val. Prescindiendo de las descripciones, más románticas que
científicas, pero muy interesantes, de Amós de Escalante, o las “telegráficas”
y turísticas de Arremiendos, los investigadores que trabajaron en la primera
mitad del XX se interesaron casi exclusivamente por ordenar y comentar las
fuentes documentales escritas. Jusué, Martín Minguez, Escagedo Salmón,
prácticamente trabajaron sobre el Cartulario de Santillana, siguiendo labores
anteriores de Palomares, Berganza y Arce, Martínez Mazas, T. Antonio Sánchez,
etc. La monografía que sobre el monasterio de Yermo escribió Lasaga Larreta, y
la de Ortiz de la Azuela sobre la Colegiata de Santillana, a pesar de sus
títulos, apenas tocan el estudio de los edificios. Algo más trabajados fueron
los artículos de Fernández Casanova, en 1905, sobre Cervatos, y en 1914 sobre
la Colegiata de Castañeda, pero, de todas formas, en esas fechas no parece que
hubiese alguien que se lanzase a un estudio general del románico montañés. Algunos
estudios particulares, pro movidos por la Sociedad Española de Excursiones,
dieron lugar a alguna publicación en su Boletín, destacando, en lo que
concierne a nuestro románico, el viaje que el conde de Cedillo y el político
Antonio Maura hicieron a San Martín de Elines, en el mes de agosto de 1924, con
objeto de estudiar esta casi desconocida iglesia, de la que el conde publicó un
artículo en el citado Boletín (marzo, 1925, año XXXIII, 1er trimestre), con
fotografías de Carlos Navarro, su sobrino, y dibujos a lápiz del reinosano
Casto de la Mora. Un año después, en 1926, el arquitecto E. Ortiz de la Torre
edita un librito titulado Arquitectura Religiosa, que, a pesar de su pequeño
tamaño, y con una ilustración bastante mala, pone en evidencia lo más interesante
y llamativo, en un conjunto seleccionado con mucho acierto y que sirvió durante
muchos años como el único manual para poder conocer lo más destacado,
arquitectónicamente, del románico montañés.
Se
escriben y publican cosas sobre algunos monumentos o comentarios acerca de las
belle zas de la región, realizadas por varios autores y con buenas fotografías,
como Lo admirable de Santander en 1935, con visiones particulares de las
figuras más destacadas: Carballo, González Camino, Ortiz de la Torre, Concha
Espina, etc., ilustrado por una selección de clichés de Samot que recogen
detalles o conjuntos de las iglesias románicas más señaladas, como Piasca
(portada y ventana absidal); Castañeda (conjunto exterior); Colegiata de
Santillana (general del claustro-dos, Pantocrator y los cuatro apóstoles, a más
de una general de la abadía y aspecto del ábside izquierdo, exterior de la
iglesia); Villasevil (ábside); San Vicente de la Barquera (puerta meridional);
Santa María de Cayón (exterior); Argomilla (pórtico y sarcófagos); Yermo
(exterior y puerta); Polanco (puerta, el único testimonio que ha quedado de su
fábrica románica –con la pila– cuando años después fue la iglesia derribada);
Cervatos (con cuatro fotos: exterior, dos del ábside interior, y puerta, como
corresponde a la iglesia más popular de Cantabria); Santo Toribio de Liébana
(puerta del Perdón); San Martín de Elines (exterior del ábside e interior del
presbiterio del evangelio); Bareyo (exterior, interior del ábside y presbiterio
epístola, a más del capitel de los toros y la famosa pila bautismal); Lafuente
(ábside exterior) y Santoña (también su bella pila). Con ello, si este libro de
Lo admirable de Santander tuvo sobre todo un fin gráfico, la presentación de
estas fotografías sirvió para indicar, de una sola vez, el interés de nuestro
románico “de mayor categoría”, como así lo calificaba Ortiz de la Torre
en la presentación que tituló “Perfiles arquitectónicos” y que de hecho
venía a presentar una más destaca da ilustración de aquello que en 1926 había
pergeñado el citado arquitecto.
Después
de Fernández Casanova, publicando en el Boletín de la Sociedad Española de
Excursiones, en 1914, las iglesias de Campoo; y de Ortiz de la Torre, en 1926,
intentando recoger la importancia de nuestro románico, la verdad es que pocos
se preocupan, de manera científica, aunque sea inicial, de nuestros monumentos
románicos. Como acabamos de ver, casi solo se trata de ellos para promocionar
el turismo o valorar, en conjunto, la riqueza artística de la región.
Sin
embargo, en el resto de España, las décadas del veinte y del treinta son muy
positivas en este aspecto. La iniciativa de realizar el Catálogo Monumental de
España, en 1900, por el Ministerio de Fomento, dio pie para que el gran
historiador del arte y arqueólogo, Manuel Gómez Moreno, comenzase por el de
Ávila y continuase, después, con los de León y Zamora. Los de Salamanca y Ávila
no llegaron a publicarse hasta 1967, el primero y hasta 1983 el segundo (¡!).
Su
lectura actual, nos da idea de los conocimientos que sobre el arte románico
tenía el hombre que años después, en 1934, iba a establecer la primera
sistematización en su libro, ya clásico, de El arte románico español: esquema
de un libro y demostró, en esta fecha de 1900, que Gómez Moreno manejaba ya
toda la sistemática y terminología del nuevo estilo incorporado. Vicente
Lamperez, en 1908 primero, y en 1930, después, en las ediciones de su
importante tra bajo sobre La arquitectura cristiana española en la Edad Media,
lo había tratado de una manera diversa en sus tres gruesos volúmenes. En ellos
estudió con cierto detalle, para entonces, lo más destacado de la arquitectura
eclesiástica española, pero naturalmente, dejó bastante sin llegar casi a
conocer.
Como
ejemplo diremos que, en lo referente a Cantabria (entonces provincia de
Santander), tan sólo toca con cierto interés, incluyendo planos por él
realizados, a las colegia tas de Santillana (con cinco páginas y dos fotos) y
de Castañeda (con cuatro páginas y dos fotos). A Cervatos también la dedica
cuatro páginas, aunque recoge el plano que Casanova publicó en 1914, y una
foto. A Santa María la Real de Piasca, la comenta dentro del grupo de
monasterios benedictinos más notables (t. III). La dedica tres páginas, un
plano del autor y dos fotografías. Su comentario estilístico y cronológico es
bastante notable. De Santo Toribio de Liébana sólo considera románica la puerta
“más alta”. Prácticamente, a esto quedaba reducido el románico de la
Montaña para Lampérez, pues San Martín de Elines, tan sólo es citada en cinco
líneas, y a Bareyo lo despacha con tres líneas y dos fotos. Y a otros
monumentos, que sin duda estaban en pie en 1930 (Silió, Bárcena de Pie de
Concha, San Juan de Raicedo, Yermo, etc.) los olvida, aunque en algún caso, y
dentro de sus capítulos generales (cronología, elementos constructivos,
soportes, bóvedas, puertas, etc.), puede Lampérez volver a citar alguna
disposición digna de mención, o colocar un dibujo concreto de estas iglesias
que nomina. Pero a pesar de lo que, a estas alturas, pudiéramos echar en falta,
la magna obra de Lampérez representó en 1930 un conocimiento y un avance muy
destacado para el desenvolvimiento científico que entonces se iniciaba.
En
estas décadas del veinte al cuarenta, el estudio del románico español progresó
con fuer za dirigiéndose hacia una especialización en algunos casos. Hay
eruditos en las regiones, como Ricardo del Arco trabajando sobre el románico
aragonés; Serrano Fatigati que ya publicaba a finales del XIX en el Boletín de
la Sociedad Española de Excursiones; Taracena Aguirre, Torres Balbás, etc.
Desde 1930 al 1940, Navarro García por encargo de la Diputación Palentina, rea
liza el Catálogo Monumental de la provincia, que fue la base para orientarnos
en lo que de románico podía existir en la provincia vecina, que tanta relación
va a tener con la nuestra en lo románico.
Y
es el momento de la entrada de los extranjeros hispanistas en el mundo de la
investigación del románico español, contribuyendo a internacionalizarle y a
valorarle dentro de todo el europeo, con figuras como Gaillard, Brutails,
Deschamps, Focillon, Mâle, Whitehill, Goldschmidt, etc. Este ambiente influyó
para que podamos decir que es la década del cuarenta la que inicia varias
publicaciones de tipo monográfico y provincial. Una personalidad en este
sentido fue J. A. Gaya Nuño, que presenta, ante y para los estudiosos e
interesados, los románicos de Logroño (1942), Vizcaya (1944), y Soria (1946)
que tanto contribuyeron a despertar vocaciones hacia el arte románico en las
nuevas generaciones de estudiantes universitarios. Ya había tenido Gaya Nuño
anticipos en Layna Serrano, que, en 1935, publicó la arquitectura románica de
Guadalajara. Cada día iba en aumento el interés no sólo de los especialistas,
sino el de una clase media, que desde el romanticismo había conseguido
apreciar, de “distinta manera”, muchas cosas que antes le habían resultado
indiferentes. Las grandes editoriales sacaban al público buenas colecciones
artísticas e históricas que contribuían a unir testimonios, antes separados,
que daban a la enseñanza una visión más amplia y más real de la pasada vida de
la humanidad. Summa Artis, de José Pijoan, publicaba en su volumen IX, la
primera edición, en 1944, del arte románico de los siglos XI y XII, de toda
Europa, lo que permitía un conocimiento de bases comparativas que iba siendo
muy necesario para los estudiosos; y Gudiol y Gaya Nuño, en 1948, el volumen V
de la Ars Hispaniae, relativo a la arquitectura y escultura románicas. Si bien
el Summa Artis no podía recoger, por su carácter de universalidad, y a pesar de
sus seiscientas páginas, algo del románico montañés casi desconocido en
aquellas fechas, el Ars Hispaniae, sólo dedicado al español, trató con cierto
respeto, aunque no con extensión, y dentro del subtítulo “Románico montañés”,
de las cuatro iglesias más “sonadas” de la provincia: Santi llana,
Cervatos, Castañeda y Piasca, y hace sólo una minúscula ficha de San Martín de
Elines y una mención a las publicadas por Fernández Casanova, en 1914, de
Bolmir y Retortillo, en Campoo de Enmedio. Estas eran, en realidad las únicas
muestras del románico de Cantabria capaces de competir con las grandes obras
internacionales españolas. Me pregunto ahora ¿por qué Cantabria no pudo
acometer la empresa de los Catálogos Monumentales o de las cartas
arqueológicas? Quizás, en líneas subsiguientes, pueda contestar a esta
pregunta, pero el hecho es que mientras otras provincias tenían sus “propagandistas”,
Cantabria quedó anclada durante años en el desinterés por su románico. Mientras
Burgos, por ejemplo, y por ser una provincia que podríamos considerar hermana
en muchos aspectos, produjo investigadores, alguno de mucha categoría, que en
las décadas del 20 al 50 dieron a conocer, con sus viajes y estudios, la mayor
parte de sus monumentos románicos, como fueron Huidobro Serna, López de
Vallado, Orueta, Pérez de Urbel, Santa-Olalla, etc., que ofrecieron a otros
estudiosos, incluidos los extranjeros Verhaegen, Whitehill, Kingsley Porter,
etc., material de análisis y críticas, desta cando, sobre todo, el
internacionalmente famoso claustro de Silos, Cantabria no tuvo, desgraciadamente,
iniciativas valiosas como estas de Burgos. Hubo sí, admiración por lo que otros
valoraban o simplemente daban a conocer, de manera que ya, entrada la década
del cincuenta, vemos cuales eran las iglesias que en Cantabria venían siendo
públicamente consideradas por haberse hecho de ellas un estudio con su plano,
descripción, ambiente de época, etc., de acuerdo con lo que ya esos años
exigían. Sencillamente, habían sido atendidas, con más o menos precisión: la
Colegiata de Santillana, sobre todo en su contenido histórico, y gracias a
trabajos más antiguos; Castañeda era también muy estimada, pero tampoco nadie
–salvo alguna cuestión puntual, generalmente referida también a su enigmática
historia– la había analizado monumentalmente. Cervatos tenía –y tiene, como
sabemos– un atractivo especial, y consiguió desde antiguo un interés que otras
iglesias no tuvieron. San Martín de Elines, ni siquiera el Ars Hispaniae en
1948 la llega a dedicar los renglones que pudiera darla hoy una reducida guía
turística. Lo más que consiguieron otras iglesias románicas de Cantabria:
Silió, Pujayo, Bárcena de Pie de Concha, San Juan de Raicedo, San Román de
Escalante, fueron siempre innumerables elogios verbales, pero muy poca atención
a sus componentes arqueológicos.
La
década del cincuenta, pues, se alimentaba en Cantabria, en cuanto al románico,
de los papeles inéditos de Ángel de los Ríos, de los conocimientos de Assas,
del recorrido de Amós de Escalante en sus Costas y Montañas–los tres pioneros
del siglo XIX– y de Fernández Casano va en los comienzos del XX. Hubo algunos
francotiradores que descubrieron para nuestro románico alguna iglesita
escondida, como Fernando Barreda, que en 1939 dio a conocer, en Las Ciencias,
la de San Miguel de Monte Carceña, en la Penilla de Cayón. Pero, la verdad, es
que el románico de nuestra tierra casi permanecía en prolegómenos, mientras en
provincias, vecinas o alejadas, se estudiaba con mucho más ahínco e interés.
Parecía que Cantabria mantenía una preferente investigación en esos años sobre
su importante época prehistórica.
Preámbulos culturales de Cantabria en los siglos VIII al XI
No
se por qué se ha venido suponiendo que la Cantabria de estos siglos
pre-románicos, desde la “pérdida de España” en el 711, era un lugar
montañoso y apartado que vivía sumido en un ruralismo imposible de aportar
aires significativos de cultura. Sin embargo, no se ha valora do
suficientemente que todo nuestro territorio, incluidas naturalmente las
Asturias de Oviedo, más que un lugar apartado de decadencia, es, al contrario,
un verdadero rincón de acogimiento de las esencias civilizadoras de un mundo
visigodo que había llegado en el siglo VII (no hay más que recordar la figura
de San Isidoro de Sevilla) a un nivel de conocimiento equiparable o superior al
mayor que pudieran tener otros pueblos de la Europa de entonces. Las
Etimologías del santo visigodo señalaron la más grande sabiduría –divina y
humana– de su época, aunque el santo haya sido muchas veces injustamente
considerado. Gran parte del saber clásico greco romano fue por él conservado. Y
este saber –conocido naturalmente por minorías religiosas, sobre todo, en el
momento del desastre de Guadalete– hubo de acogerse, lo mismo que los
hombres, al amparo de los montes cantábricos.
A
partir del año 711, la Cantabria, apenas visigotizada, se ve sorprendida ante
la llegada a nuestras escondidas montañas de gentes (monjes, clérigos, obispos,
guerreros, altos cargos, y humildes gentes temerosas) que amparadas en estos
difícilmente asequibles parajes, se constituyen –por su fuerza, poder y
formación– en figuras directivas de una sociedad fundamental mente ruralizada.
Es
en estos núcleos, obligadamente repoblados, y al asubio de algún inicial
monasterio que pudo ya levantarse por los primeros inmigrantes, y asegurado ya
su establecimiento con Alfon so I, con motivo de las campañas de repoblación
efectuadas aprovechando las insurrecciones bereberes y las luchas internas
árabes, a partir del 741, cuando parece que, sobre todo en Liébana, se va
configurando un foco organizado de gentes emigradas de la meseta o de las
tierras que quedaron expuestas a los ataques o influencias árabes, aquellas que
el rey Alfonso I –según la Crónica de Alfonso III– condujo a su patria: christianos
secum ad patriam duxit.
Se
había, pues, en estos años mediados del siglo VIII, creado una “nueva patria”,
la de los montes cantábricos, una nueva sociedad de visigodos unidos a los
indígenas, y ya con una organización militar, civil y religiosa que pudo ser
considerada prolongación de aquella que los visigodos derrotados habían
perdido. Esta llegada de cristianos a nuestra región, desde Liébana a
Trasmiera, significaría el mayor y primer impulso de repoblación intramontes y,
por tanto, marcaría un hito en la organización del territorio y en la formación
de núcleos monasteriales con gentes procedentes de ciudades en tierras árabes
que Alfonso I había conquista do o devastado (multas civitates bellendo
cepit). Estos ciudadanos que la crónica de Alfonso III menciona procedentes
de Lugo, Braga metropolitana, Viseo, Salamanca, León, Astorga, Sal daña, Amaya,
Segovia, etc., aportarían una muy variada cultura ciudadana de gran calidad,
pues entre ellos vendrían personas de categoría civil y religiosa, muy capaces
de servir de ver dadera levadura de ciencia y pensamiento en unas comarcas
montañosas que hasta ese momento habían permanecido casi aisladas. Comenzaría
de verdad la creación de monasterios en Asturias, Primoria, Liébana, Trasmiera,
etc., y pronto se manifestaría la vitalidad de los mismos como directores de
una nueva organización auspiciada por la monarquía asturiana.
Así
surgirían cenobios muy primerizos, en Liébana, sobre todo, o se fortalecerían
los acaso existentes. Argaiz consideraba, por ejemplo, que el de los santos
Facundo y Primitivo de Tanarrio se fundó en el 725, es decir, antes de la
traída de gentes de la meseta realizada por Alfonso I. Y aunque ello no parece
pueda ser comprobado científicamente, no puede ser sin embargo razonablemente
rechazado, pues hay otros monasterios como el de Aquas Cálidas o el de Santa
María de Cosgaya que ya, documentalmente, se les ve vividos, el primero desde
790, y el segundo desde el 796, en régimen de duplicidad de varones y hembras.
Estos
primeros monasterios de finales del siglo VIII tienen ya una organización
bastante desarrollada: límites de terreno, precios en dinero y especies, libros
litúrgicos, ejecución de contratos, ventas, etc., lo que prueba que existían, y
eran posibles, leyes o normas imprescindibles para una convivencia entre gentes
educadas.
Una
prueba de que en nuestros montes, sobre todo los lebaniegos, la cultura se
había implantado ya, en equilibrada comparación con la que pudo tener el mismo
obispo de Toledo–Elipando–, es la controversia teológica que el monje Beato,
desde Liébana, tuvo con el citado prelado. “La vida monástica lebaniega
–dice Van den Eynde–, en el siglo VIII, estaba en plena pujanza, de lo
contrario no se podría entender una figura de la magnitud de Beato,
personalidad que, por otra parte, desarrolló una actividad que no hace sino
reforzar la creencia en el trasvase de población desde la Meseta hacia
Cantabria, pues es impensable una formación teológica y humanística de tal
altura en aquel rincón de Cantabria, ajeno a los centros cultura les de la
Hispania visigoda”.
Beato,
pudo ser uno de esos emigrantes godos que trajeron a Cantabria instituciones de
derecho civil, penal y procesal de origen germánico, que años más tarde
llegarían a Castilla en el proceso recurrente de la repoblación.
Anticipamos
todo esto, para hacer consistente, más de lo que está, la idea de que en toda
Cantabria ya desde el siglo VIII se implanta un mundo cultural que, aún
iniciando una nueva vida, viene a ser un reflejo de lo visigodo que, por
injerto obligado, sigue, sin embargo, adquiriendo nueva fuerza para poder
cumplir ese deseo, que nunca murió, de recuperar tierras, campos y recuerdos de
la Hispania que un día se perdió en Guadalete.
Con
seguridad ese procedimiento de utilizar los monasterios como focos de
colonización y de organización del espacio, no sólo fue positivo para la
población de unos terrenos de cos toso y difícil laboreo, sino que se aplicó
también a la repoblación foramontana, cuando en el siguiente siglo –el IX– se
impuso la recuperación, lenta y trabajosa, de lo que perteneció al reino
visigodo.
Los cuatro jinetes.
Beato de Fernando I y Doña Sancha, fol. 135
Partamos,
pues, de la base de que la Cantabria del siglo VIII, no era, de ninguna manera,
un territorio atrasado e inculto, sino que mantenía una sociedad civilizada, de
energía renovada, joven y esperanzada, y predispuesta –incluso por añoranza– a
recuperar lo que considera ba, para muchos, un patrimonio del que por la fuerza
se les había privado.
En
estos momentos iniciales de la monarquía asturiana, se ve a ésta intentar
establecer una organización interna que asegurase su unión y fortaleza para
poder resistir los empujes árabes. Con Alfonso II, la disposición del rey le
lleva a ponerse en relación con el mundo centroeuropeo, estrechando lazos tanto
con Ludovico Pío, como con Carlomagno –indicio seguro de que Asturias y
Cantabria eran consideradas ya algo formado y consistente dentro de los ideales
de un imperio cristiano–; Sánchez Albornoz nos dice que desde el saqueo de
Lisboa por parte de Alfonso II en 798 se “acortó la distancia entre
Aquisgrán y Oviedo. Con frecuencia marcharon legados y misivas desde Asturias a
Francia y también con frecuencia llegaron viajeros y enviados desde Francia
hasta Asturias. Jonás, después obispo de Orleáns viajó a tierras astures como
missus de Carlomagno (…) un monje enviado por Beato de Liébana se entrevistó en
San Martín de Tours con Alcuino, la primera figura cultural de la corte
carolingia”.
¿No
son suficientes estas relaciones de amistad entre el rey asturiano y Carlomagno
y cortesanos cultos, para asegurar que Asturias –y por consiguiente toda
nuestra Cantabria–, era considerada prácticamente de igual a igual? Sánchez
Albornoz remata, aparte otros ejemplos, su discurso, con este párrafo que
subraya el nivel de civilización al que había llegado el reducido, todavía,
reino de Oviedo: “La resistencia del rey Casto no sólo había salvado el
embrión de España, sino que le había permitido empezar a vincularse al embrión
de Europa”.
Y
así parece, que fue en este reino de Alfonso II cuando se inicia y se afirma la
europeización de la cristiandad asturiana, al tiempo que su organización, civil
y religiosa, intenta copiar, en lo que pudo, la tradición visigoda, e
intensifica su afianzamiento en la iglesia, fuerza espiritual paralela y
opuesta a las creencias islamitas, apoyándose en una tradición ya mantenida en
los finales del siglo VII (Aldhelmo, 690) y recogida y propagada por el Beato
de Liébana: el relato según el cual el apóstol Santiago había predicado en
España. El hallazgo, durante el reinado de Alfonso II, de una tumba, en Iria,
que fue creída del discípulo de Cristo, fue aprovecha do para fortalecer su
culto y, sin duda, utilizado para propagarle a la Europa cristiana. Alfonso II
construyó una iglesia sobre el sepulcro, para honrar a quien, desde entonces,
se convirtió en el amparador divino de los cristianos en sus luchas contra los
árabes.
Fue
este acontecimiento, un nuevo impulso hacia el europeísmo, en unos tiempos en
que las reliquias de los santos y mártires, provocaban –con los Santos Lugares–
verdaderos movimientos de veneración. Con ello se produce una comunicación de
devotos hacia Compostela, tanto por mar como por tierra, que arrastra también a
comerciantes y peregrinos que, con sus viajes, crearán esa primera vía de
intercomunicación entre el reino de Asturias y la cristiandad europea, que se
viene llamando el Camino Costero.
¿Cómo,
pues, se puede hablar de unas Asturias y una Cantabria arrinconadas y aisladas
de las vías de la cultura? Únase a todo esto, no sólo el contacto con Europa,
sino el arribo a nuestros campos y montes de gentes cristianas –los mozárabes–
que nos harán llegar modas, influjos, vestimentas, decoraciones, literatura,
música y arte, en general, de ese otro mundo cultural árabe, tan distinto al
cristiano, pero que no podía estar cerrado a los intercambios, y que explica,
por ejemplo, la existencia en medio de nuestros arriscados montes de Liébana,
de la iglesia –en el siglo X de Santa María de Lebeña. Si hubo alguna vez
particularismo cántabro no le vemos manifiesto en la unidad de la monarquía
asturiana-cántabra, al menos hasta que murió Alfonso II.
Y
si seguimos la historia del reino de Oviedo, continuaremos viendo que en su
dominio no desaparecen las relaciones exteriores y, por lo tanto, no será
posible admitir el aislamiento de la costa cantábrica, que sigue conectada
–como podemos comprobar en la arquitectura de Ramiro I– con corrientes
carolingias, romanas y orientales, que, llenas de originalidad, consiguen en
Asturias, monumentos incomprensibles en una sociedad apartada en el siglo IX.
En este mismo siglo, y formando parte del séquito de Alfonso III, viven y
trabajan cronistas importan tes, seguramente mozárabes –el Pseudo Albendense,
Dulcidio, etc.– protegidos por el rey e iniciadores con éste, de la
historiografía asturiana, aprovechando el interés manifiesto del monarca y su
amor por los libros, nota ésta que nuevamente prueba la alta disposición
cultural que la realeza, la nobleza y la clerecía asturiana habían alcanzado.
Hablar de los años del rey Alfon so III, es hablar de una época de fortaleza
cultural que presagia y explica la aceptación de un románico tan antiguo en
tierras cántabras como el que pudiera darse en las postrimerías del siglo XI en
Castilla.
Estas
tierras asturianas y cántabras llevaban ya desde el siglo VIII una preparación,
–en las clases privilegiadas, se entiende– que nada tenía que envidiar a otros
centros vitales de las tierras europeas. Sánchez Albornoz nos dice que “en
el reino de Alfonso III habían arribado tam bién artistas italianos y
carolingios y a él regresaron los naturales de la monarquía alfonsí que habían
viajado a uno y otro de estos dos centros de creación artística”.
Acabado
el reino de Asturias, sus sucesores, los de León, reinaron sobre todo el
territorio, que había sido ya repoblado prácticamente hasta el Duero, y en el
que los condes de Castilla estaban llevando en su zona oriental una política
que iba tendiendo a segregarse del poder leonés. Toda nuestra Cantabria actual
dependería de estos condes, excepto Liébana que siempre se inclinó hacia León.
En cambio Asturias de Santillana, Campoo, Cabuérniga y Trasmiera, fueron un
simple apéndice, el más septentrional, del condado castellano, con cuyos
nombres, y solo con el de ellos, se calenda desde el Deva a Castro Urdiales, y
desde el mar hasta el límite meridional de nuestra actual provincia.
Si
vemos que nuestros principales monasterios románicos (Santillana, Cervatos,
Silió, Castañeda, Argomilla de Cayón, Santo Toribio, Piasca, etc.), todos
tuvieron una vida desarrollada en los siglos X y XI, no es de extrañar que a la
llegada de la corriente románica, a finales de este último siglo, se
encontrasen en condiciones de acomodarse –cultural, política y económica mente–
a las novedades que el siglo XI traía no sólo a los cristianos
castellano-leoneses, sino a la propia Europa.
Quiero
decir, en una palabra, que el progreso de la cultura en la Alta Edad Media, en
los iniciales grupos cristianos de la costa cantábrica, comienza en estas
sociedades astur-cántabras, en donde, basadas en un deseo de continuidad del
orden visigodo, se va recuperando, a golpe de grandes esfuerzos militares y de
deseos reivindicativos, el nivel organizativo que se quebró, en un fatídico
episodio, en el año 711.
En
los montes de Asturias y en los de Cantabria están los focos iniciales del
renacer de una cultura en trance de morir. Ellos fueron –y sus gentes– los
llamados a conservar “el fuego sagrado”, y acrecentarlo hasta igualarle
otra vez al de Europa. Nunca perdieron, ni la honra ni el conocimiento de
haberlo hecho y, sobre todo, de haberlo transmitido en el largo proceso de la
repoblación. Cantabria y Asturias terminaron ciertamente su protagonismo a
favor de León y de Castilla, que eran sus hijos. Fernán González, muerto en
970, se honraba del parentesco con el conde Nuño Nuñez que un día del 824,
salió de las montañas campurrianas para poblar mirando ya a la Meseta. Pero
esos cien años, más o menos, de permanencia en nuestros mon tes (711-824)
recuperando cultura, no fueron baldíos.
Cuando
en la primera mitad del siglo XI hay un hálito nuevo y un respiro en toda
Europa, y llega con él una manera distinta de expresión en todas las
manifestaciones artísticas (arquitectura, escultura, pintura, etc.), Cantabria
lo recibe no con un talante o disposición de inculto o montaraz rechazo –como
algunos pudieron creer llevando hasta los finales del siglo XII todos nuestros
edificios románicos, considerando, consciente o inconscientemente, que a estas
montañas apartadas hubieron de tardar en llegar las novedades– sino con la
rapidez con la que lo pudo recibir el primer románico de la Meseta. Ciertamente
que aquí no parece se dio el rey, obispo o mecenas que pudo costear talleres de
primerísima categoría de canteros, porque la riqueza manifiesta estaba ahora en
León y Castilla, al retortero de sus reyes, como ocurría con Fernando I o
antes, con Sancho III de Navarra, su padre, que fue, sin duda, quien en ese
siglo tuvo una destacada aproximación hacia Europa. Si con el lejano Alfonso II
el Casto el primer acercamiento se hizo con el poder de Carlomagno, ahora se
hace con el poder de la orden cluniaciense, que era, en realidad, la que movía
los hilos de lo religioso y lo civil, que práctica mente en ella convergían.
Es
difícil, desde luego –y digo más, imposible–, precisar cuáles fueron las
proporciones con las que las artes y culturas pre-románicas contribuyeron a la
formación del románico. Más que un arte nuevo, el románico surge de un espíritu
nuevo, de un aliento nuevo, de una nueva concepción de la vida, que se produce
en un momento de optimismo, no sólo en Europa central, cuando ven concluidas
guerras e invasiones, sino también en el espacio cristiano español cuando
después de Almanzor los árabes frenan, con su desunión (reinos de Taifas), los
impulsos agresivos del califato. La unidad cristiana de Europa es un estímulo a
finales del X y principios del XI, tanto en el imperio como en el papado.
Lo
mismo que a otros puntos de la España cristiana, a Cantabria llegan las
repercusiones de corrientes artísticas pre-románicas que, en muchos casos,
pueden ser inspiradoras de los primeros síntomas románicos. En Cantabria hay
algunos restos que podríamos considerar como pervivencias de la arquitectura
asturiana del siglo XI (Cueva Santa, capitel de Las Presillas, ermita de
Enterría…), y edificios de clara asignación al llamado arte mozárabe que, a la
postre, no es más que un reflejo del arte árabe califal. Las iglesias de Santa
María de Lebeña, San Román de Moroso, Helguera (Iguña), e incluso las iglesias
rupestres de Valderredible, pueden tener tradiciones visigodas. Todo ello es
suficientemente demostrativo de que Cantabria había recibido, antes de la concreción
del estilo románico, las mismas influencias que pudieron tener los distintos
pueblos de Europa. No estaba pues, nuestra tierra aislada de las corrientes en
uso de la época. Gozábamos, además de una comunicación marítima que, aunque en
esos tiempos fuese más decisiva la terrestre, siempre aportaba un añadido más
de relaciones.
No
se ha valorado suficientemente la idea de que el románico tiene su base
principal en las inercias de los distintos pre-románicos europeos. El románico
centroeuropeo resulta fundamentalmente de los estertores de lo carolingio y
otónico. El italiano y franco-meridional, mira directamente hacia lo romano
imperial. Lo español, en lo decorativo, y en un principio, asume modelos de lo
califal. Los canecillos de la mezquita árabe de Tudela, por ejemplo, tienen
motivos vegetales que pudieran haber sido realizados por un cantero románico
inicial. Cluny, después, amalgama todas las corrientes y ello hace,
precisamente, que nazca la libertad de fuentes en el románico ya formado, la
creación de un estilo arquitectónico para una Europa monasterial.
Pero
yo sigo pensando que, para nuestro románico de Cantabria, lo mismo que para el
inicial de León, Castilla y Navarra, la figura del rey Sancho III de Navarra es
fundamental. Su apertura a Europa a través de Cluny, su política de cohesión de
los reinos cristianos merced a personajes y abades de su confianza y amistad,
su interés en fortalecer el Camino a Santiago, poniendo en comunicación, casi
programada, las muchas regiones por donde los cristianos de los reinos de
España y Europa pudieran cumplir sus devociones, abriendo al tiempo una vía
fundamental de comercio y cultura, todo ello hace que estimemos a este rey, y
luego a sus sucesores, Fernando I y Alfonso VI, como los verdaderos “responsables”
de la introducción del arte románico en Navarra, León y Castilla, y por lo
tanto, en Cantabria.
Para
entender mejor la construcción a fines del XI y principios del XII de nuestros
ejempla res románicos primerizos, recogemos las frases de Peña Pérez, Javier,
quien en “El territorio burgalés en la época del románico (siglos XI-XII)”
–publicado en El arte románico en el territorio burgalés, editor E. J.
Rodríguez Pajares, Burgos, 2004, pp. 29-40–, nos dice lo siguiente: “Mientras
la frontera de Castilla se aleja por el sur, el territorio burgalés corre
peligro de diluirse en el conjunto del reino. El peligro es conjurado, sin
embargo, desde el momento en que la capital del Arlanzón se convierte, en 1075,
en la sede episcopal de la diócesis burgalesa en proceso de formación. De esta
manera, el espacio diocesano servirá de referente renovado para la conformación
de un espacio burgalés de nuevo cuño, en gran manera coincidente con el ‘Gran
Condado’ de Castilla, gobernado por la familia de Fernán González, cuyo centro
político fue la ciudad de Burgos y cuyo núcleo territorial se identificaba con
los valles, llanuras y montañas burgalesas” (pp. 37-38).
Y
más abajo, subraya: “En torno a la ciudad del Arlanzón, en efecto, se crea
un flujo de acciones y reacciones que convierten a esta urbe en centro vital de
un amplio territorio que limita al norte con el Cantábrico, al sur con el río
Esgueva y al Oeste y Este con las verticales imaginarias que arrancarían de las
villas de San Vicente de la Barquera y Portugalete respectivamente” (…) ”El
obispado burgalés y su cede central constituyen, por tanto, un ámbito de
comunicación interactiva dotada de vida propia”. Estamos, en definitiva,
ante una auténtica región burgalesa –como ha afirmado José Ortega Valcárcel–
cuyo embrión se reconoce en el obispado y cuya manifestación plena se realizará
a partir de la configuración de Burgos como una auténtica ciudad, con capacidad
económica suficiente para convertirse en punto de referencia de todo el espacio
regional aludido.
Se
estaba iniciando el despegue del obispado burgalés –digo yo– de la prepotencia
que hasta este momento de finales del XI había tenido el monacato.
Y
Burgos, como centro de un obispado que se está haciendo potente, y que recoge
la fuerza del condado castellano, parece iniciar en estos finales del XI una
posible reorganización eclesiástica que afianza su territorio, impulsada por
sus obispos, que, como vemos en nuestra tierra montañesa, les lleva a la
dedicación y consagración de muchas iglesias y monasterios, en ese periodo de
tránsito entre los dos siglos XI-XII. Sin duda, las intenciones organizadoras
de la recién nacida diócesis burgalesa, debieron ser secundadas por la nobleza
castellana, que parece siempre está presta a favorecer nuevas construcciones
religiosas, tanto por parte de sus reyes o de personajes más o menos conectados
con la familia real.
Parece
evidente, que es en los mediados del siglo XI, en el reinado de Fernando I,
cuando se produce ese cambio de “modernización” de los reinos de
Castilla y León que ya se había iniciado con su padre Sancho III el Mayor de
Navarra. Una serie de novedades, y hechos históricos de influencias van
cambiando el panorama del ya acabado Condado de Castilla. Declina la influencia
cultural mozárabe y se sustituye por otras más europeas, sobre todo francesas
cluniacienses. El Concilio de Coyanza (1050) trae como consecuencia la
supremacía de la monarquía y la reforma de la disciplina eclesiástica. Con el
rey Alfonso VI, y antes con Sancho II el Fuerte (1065-1072), el reino de
Castilla destacaba su preminencia. En Cantabria, iglesias y monasterios del
rey, eran ofrecidos a los obispos, primero de Oca y luego de Burgos, para
reforzar la diócesis castellana. Esta intervención en nuestras tierras
montañesas, se hace muy patente en los valles de Iguña y Buelna, sobre todo, en
donde documentalmente sabemos que tanto Sancho II en los años finales del XI,
como la reina Urraca, en los primeros del XII, entre gan al obispo castellano,
el monasterio de los Santos Facundo y Primitivo de Silió, entre otros. Existe,
pues, en estos años transitivos, una demostrada intención de construir, renovar
o reconocer viejos cenobios de la comarca del Besaya, consignando
documentalmente (escrituras o epigrafía) determinadas actuaciones en este
sentido. El hecho de que la mayor parte de estas intervenciones hayan aparecido
en la cuenca del Besaya, se explicaría porque esta vía siempre–desde lo romano–
debió de ser la más transitada y vivida para la necesaria conexión Costa
Meseta, y desde el año de 978 fue uno de los centros más vitales del Infantado
de Covarrubias creado por el conde García para su hija Urraca.
Ya
Gómez Moreno en las páginas iniciales de su famoso libro El arte románico
español (1934), hacía hincapié en la revolución cultural de España en el
siglo XI y su acercamiento a las tendencias europeas del papa Silvestre II y de
los Otones, importando corrientes orienta les. También la muerte de Almanzor
que provocó el respiro de los reinos cristianos, y el cita do influjo
cluniaciense, así como la presencia cultural y científica de abades como Oliva
(1018) o el Paterno de Santa María de Puerto; la personalidad y deseo de Sancho
III el Mayor al intentar unir a los grupos cristianos por su título de rex
hispaniorum (1045), el Camino de Santiago, y un largo etcétera, que
anteriormente citamos, y que Gómez Moreno (pág. 9) resume así: “Nuestro
impulso artístico desde principios del siglo XI, parece estar ligado con la
actuación de dicho gran rey y de su descendencia. Especialmente recibieron
inspiraciones todos ellos de sus respectivas mujeres y hermanos…” Y añade
que todo ello vino unido al sanea miento de los bienes eclesiásticos y del
patrimonio real, detentado por los señores en el período anterior de mal
gobierno, que hizo posible su dispendio en grandes obras arquitectónicas y
mobiliares…
Con
más o menos exactitud, nosotros hemos intentado recoger las fechas que vienen
sien do mantenidas en edificios conocidos del resto de España: Pórtico de San
Isidoro de León (1054-1066); La Seo de Jaca (1054-1068); San Pedro de Arlanza
(1080); Frómista (1066); Santiago de Compostela, crucero (comienzos 1075, obras
1090; Platerías (hacia 1100); San Fructuoso de Segovia (consagrada 1100); San
Salvador de Sepúlveda (cabecera y torre), 1093; Catedral Vieja de Pamplona
(1100-1127), etc. Realmente hay muchas iglesias románicas que parecen estar
iniciándose en la segunda mitad del siglo XI, y que pueden proseguir su
construcción en los primeros años del XII, cuando se puede producir su
consagración. Y creemos que algunos de nuestros más destacados monasterios de
Cantabria: Santillana, Castañeda, San Martín de Elines, Silió, Pujayo,
Cervatos, San Juan de Raicedo, etc., tanto por su proximidad estilística a
algunas de las citadas, como por sus constancias epigráficas, debemos de
considerarlos posiblemente edificados hacia los finales del XI y primeras
décadas del XII. Hay otros, clara mente incluidos en los finales de este siglo
último, como Piasca, Bareyo, Escalante, Santa María de Puerto, etc., que tienen
un lugar, no parece que discutible, en esta despedida del románico en nuestra
provincia.
Cantabria en el siglo XII (según García Guinea)
2.
Repartición
territorial del románico montañés
Siempre
que uno inicia el estudio del románico en una zona geográfica o política
determinada, su principal deseo es buscar la mayor relación posible entre los
monumentos a estudiar, y escudriñar con apasionado interés sus vicisitudes
históricas, así como averiguar el nombre de quien les mandó hacer y de quienes
les hicieron. Desgraciadamente muchos de estos anhelos casi nunca se cumplen,
porque la documentación que sobre ellos existe es escasísima, y pocas veces se
refiere al propio monumento. Los reducidos testimonios que aparecen en los
cartularios, recogen preocupaciones materiales, sobre todo, de la vida diaria:
contratos, ventas, testamentos, arriendos, etc., referentes a bienes o derechos
de quienes les ejercían: monjes, abades, obispos, y muy pocas sobre el mismo
monumento, que se vive, pero que muy pocas veces se historia. El patrimonio
artístico, por otra parte, de no ser edificios que se han seguido viviendo y
permanecen en utilidad, ha sido siempre tratado muy despectivamente, por lo que
su protección oficializada es relativamente reciente.
En
Cantabria, la desaparición de iglesias románicas ha debido de ser bastante
reiterada, sobre todo en los siglos XVII y XVIII, cuando las parroquias de
muchos pueblos fueron construidas demoliendo las viejas. La buena intención de
muchos indianos de agrandar, embellecer y renovar la fábrica de la suya, hizo
que muchas iglesias románicas fueran derruidas o, con más suerte, modificadas.
Por ello, a veces, trabajamos con tan solo indicios y nos faltan muchos
eslabones para conocer la longitud de la cadena. Seguramente que si hubiésemos
conocido todo lo que en los siglos XI-XIII se construyó, el hilván de las
relaciones pudiera haber sido más hacedero, y los ejecutores mejor conocidos.
En
bloque, y con lo que se nos ha conservado, podemos anticipar que Cantabria, sin
poseer edificios tan señeros en su románico, o tan afamados, como Santiago de
Compostela, San Isidoro de León, Silos, los apostolados de Carrión de los
Condes o Moarbes, Jaca, etc., tiene iglesias sumamente interesantes que en nada
desmerecen a otras señaladas del románico español y, además, cuenta en sus
comarcas meridionales con un nutrido grupo de pequeños templos de carácter
rural –las llamadas iglesias de concejo– que, con humilde fábrica, por lo
general, marcan y dibujan el románico de aldeas correspondientes a campesinos
libres o a vasallos de señoríos civiles o religiosos. Rodeadas por un paisaje
natural, poco habitado, suplen su modestia con una perfecta adaptación al
ambiente que las circunda, lleno por lo general de silenciosa belleza y
verdadero descanso.
Decía
yo, en otro tiempo y lugar, que “ardua tarea sería el intentar poner orden
en el conglomerado de los diversos monumentos románicos montañeses, y querer
establecer un esque ma que pueda ofrecernos, en visión panorámica, las líneas
directrices en las que nos sea factible encajar con sentido los distintos
edificios conservados. La misma situación histórica de nuestra actual
provincia, durante los siglos en que el románico nace y evoluciona; los
distintos poderes políticos que se entremezclan y conviven –rey, nobleza,
monasterios, iglesias, concejos–; la diversa organización social y económica de
sus vasallos, de sus hombres; la variabilidad notable de la población,
prácticamente acogida a las zonas ribereñas del mar o de los ríos y ausente en
otras más dificultosas por sus bosques o alta montaña; la importancia que
hubieron de adquirir las vías de penetración en esta región siempre de difícil
acceso, etc., hacen muy variables y hasta independientes a los distintos
monumentos románicos de nuestra provincia”; aunque podamos percibir, aún
difícilmente, algunas indudables conexiones que algunos de ellos puedan tener
entre sí o con otros foráneos.
En
principio, y por la colocación de nuestros restos románicos sobre un mapa
provincial, podemos perfectamente distinguir cuáles fueron los caminos
principales de tránsito y cuáles los lugares de asentamiento fijo en esos
siglos.
Nuestras
muchas aldeas actuales, han conservado su nombre viejo, o levemente
evolucionado, desde el siglo X, al menos, y algunas incluso desde antes, lo que
prueba una continuidad de población sobre un concreto lugar. En el siglo XIV,
sobre todo, parece que, según vemos en el Becerro de las Behetrías de 135241,
existe una marcada despoblación.
La zona costera
fue siempre un lugar muy importante de asentamiento desde la prehistoria y así
nos lo asegura la ocupación de casi todas las cuevas naturales existentes. Dado
el suelo kárstico de la provincia, fueron ellas los lugares de habitabilidad de
gentes del Paleolítico Inferior, Medio y Superior, que en ellas desenvolvieron
la más antigua cultura de una humanidad ya muy evolucionada. El atractivo del
mar, como gran productor de alimentos, sirvió para asentar en la costa pueblos
indoeuropeos que de él vivirían primordialmente, y de la caza.
Detalle de la arquería
de la puerta meridional de Santa María de Puerto, en Santoña
Cuando
la Edad Media llega a tierras cántabras, la costa sigue siendo habitada muy
preferentemente. Muchos monasterios fueron instalados próximos al mar, según
sabemos, ya desde el siglo IX, por documentos fehacientes. Recordemos, por
ejemplo, las repoblaciones que el conde Gundesindo controla en la desembocadura
del Pas y en las zonas costeras entre este río y el Miera, actuales municipios
de Piélagos, Penagos, Cayón o Liérganes, en el 816, o los monasterios o
iglesias que ya se ven fundados en la zona de Laredo y Santoña, y que caerán, ya
en el siglo IX, en la pertenencia de Santa María de Puerto. Esta repoblación
costera debió de proceder fundamentalmente de aquellas campañas de Alfonso I
que recogieron las crónicas de Alfonso III, y que repercutirían razonablemente
también en la costa occidental de nuestra provincia. Desde tiempo, pues,
repobladas las riberas de nuestro mar, estos bordes bajos en altura y ricos en
posibilidades de vida, ésta daría lugar a un sin fin de relaciones internas
entre villas y monasterios y una comunicación con el exterior, por tierra y
mar, tal como ya apunta mos con Francia en tiempos de Alfonso II. Tal conexión
con Europa se ve constatada por la segura existencia del primer camino de
peregrinación a Santiago de Compostela a lo largo de la costa, tanto terrestre,
después de pasar los Pirineos, como marítimo con desembarco en algunos puertos
destacados.
Que,
incluso en el siglo X, existían caminos o vías abundantes en la costa
cantábrica, seguramente creados en época sobre todo romana, lo asegura la
información que de ellos aparece en los documentos. En el Cartulario de
Santillana es muy frecuente la cita de itinera antiqua, o caminos
viejos, en los dominios del citado monasterio. En 967 se le cita en Toporias, y
en 987 se habla de una vía antigua en Ongayo. Es muy presumible que el camino
principal, paralelo al mar, debió de ir a pocos kilómetros de la costa, tocando
como es natural los principales puertos y monasterios. A la pervivencia de
estos viejos caminos contribuiría, sin duda, la situación devocional de la
Europa cristiana, cuyo fervor por las reliquias ponía a mucha gente en
movimiento. En este sentido, ya ha sido citado el documento del Cartulario
de Santillana referente, en los primeros años del siglo XII, a la Barquería
de Santo Domingo, cerca de Cortiguera, para servicio de “peregrinos, pobres,
viudas, huérfanos, oprimidos, débiles, ricos y nobles”. Peregrinos pasando
por la ría del Saja-Besaya nos obliga a suponer que irían a, o volverían de,
venerar las reliquias de la santa de Bitinia, y, desde luego, afirman el camino
peregrino de la costa cantábrica que es indudable hubo de tener su influencia
en el desarrollo de este románico costero. Y esta via antiqua, que citan los
documentos, tuvo que ser la tan discutida Vía romana de Agrippa. Si seguimos lo
que nos dicen Américo Picaud y el geógrafo árabe Idrisi, “en el siglo X los
peregrinos iban a Santiago no sólo por Álava, sino también por Asturias”.
La existencia de este camino costero de peregrinación –continuidad o no de la
calzada de Agrippa– parece pues indudable y, desde luego, debería unir los
principales monasterios de la franja marítima de nuestra región, en donde el
peregrino cumpliría también con la adoración a las reliquias e imágenes en
ellos conservadas.
Si
realmente las iglesias románicas se colocaban en puntos señalados de población
o de tránsito (salvo algunos monasterios excepcionales), la posible vía o
camino de peregrinos que atravesaba de Este a Oeste nuestra Cantabria, pudo
tener como estaciones de paso los siguientes pueblos o villas: Castro Urdiales
(la iglesia de San Pedro, junto a la gótica de Santa María), Cerdigo, Laredo
(iglesias de San Martín o Santa Catalina y Espíritu Santo), San Bartolomé de
los Montes, Santoña (Santa María de Puerto), San Román de Escalante, Güemes
(Iglesia de San Julián), Bareyo (iglesia de Santa María), Castanedo (iglesia de
El Salvador), Maliaño (restos de la iglesia de San Juan), Santander, Barcenilla
(iglesia de Santa Eulalia), Polanco (iglesia de San Pedro), Viveda (iglesia de
El Salvador), Santillana del Mar (Colegiata de Santa Juliana), Puente San
Miguel (iglesia románica y hospital) Oreña (iglesia de San Bartolomé), El Tejo
(iglesia de Santa María), San Vicente de la Barquera (puertas románicas),
Estrada (castillo e iglesia), Abaño (hospital) y La Acebosa (iglesia). Es
decir, en más o en menos, son diecinueve los pun tos en el mapa costero que han
conservado testimonios románicos en una cronología que ocupa los siglos XI a
XIII, ambos incluidos.
Naturalmente
que pensamos que el número de testimonios románicos que pudieron existir en
esos siglos tuvo que ser infinitamente mayor, aunque no podemos hacer ni
siquiera una suposición de los que existieron. Si tomásemos como ejemplo de
otras comarcas de la región, por ejemplo Valderredible, cuyas aldeas casi todas
tie nen alguna constancia material de que fueron románicas en su día, habría
que suponer que en los núcleos poblados de toda Cantabria, en donde la vecindad
fuese apta a crear un concejo, casi todos ellos en esa época citada, hubieron
de tener una iglesia o ermita de construcción románica. Así que, en los juicios
que hagamos sobre el románico debemos de tener muy en cuenta la enorme cantidad
de edificios que hubiesen podido hacernos cambiar nuestras opiniones.
Otra
zona importante para el conocimiento del románico en Cantabria es la Cuenca
del Besaya que, desde luego, tiene connotaciones suficientes para creerla
la vía principal de tránsito hacia la Meseta. Si las tierras costeras no
podemos asegurar que tuviesen una asentada calzada romana, sí que lo podemos
hacer en esta cuenca del Besaya, donde existen tramos bien conservados de una
que, saliendo de Pisoraca (Herrera de Pisuerga) atravesaba nuestras altas
montañas, pasando por la ciudad romana de Julióbriga (Retortillo, Reinosa),
para, dejando en bajo las hoces del Besaya, cruzar después, de Sur a Norte, los
valles de Iguña y Buelna y salir a la costa por Portus Blendium (Suances). Otra
rama, posiblemente, partiendo de las Caldas, bordearía toda la sierra del Dobra
para caer en el valle del Pas, a la altura de Puente Viesgo y de aquí, por el
valle de Cayón, concluiría en Santander (Portus Victoriae Iuliobrigensium).
Esta desviación debió de tener en los siglos medievales un auge indudable y
podría explicar, en parte, el núcleo románico de Castañeda y Cayón.
Esta
cuenca del Besaya es de particular interés para el conocimiento del románico
montañés, pues ella nos ofrece, casi en exclusiva, la mayor parte de las
inscripciones epigráficas que señalan la época en que sus iglesias fueron
hechas, consagradas o dedicadas, y por ello, la que asegura que el románico de
Cantabria no es todo de finales del XII, sino que proliferan parroquias o
ermitas que pudieran muy bien ser fechadas en los finales del XI o en los
iniciales del XII; incluso alguna, La Serna de Iguña, pudiera haber sido
construida en los años mediados del XI, cuando en Frómista se alzaba, y por
maestros de categoría, la iglesia de San Martín, que marcaba ya el comienzo del
románico pleno, de influjos cluniacienses. Al menos, así nos lo asegura una
lápida que, repartida en tres trozos en los muros exteriores, nos fija la fecha
de 1067 1069, aunque siempre con dudas en la composición de la lectura completa
de los fragmentos.
Pero,
para afianzar más que hubo en esta zona iglesias consagradas en las últimas
décadas del XI, otras dos epigrafías nos salen al paso. Una es la escrita sobre
dos sillares de la iglesia de Pesquera, localidad que está muy cerca de la
calzada romana de Somaconcha; y otra, desaparecida, pero que pudo leer el P.
Fita en 1892, que existió en la iglesia del pueblo de San Mateo, en Buelna, que
daba el año 1093 para su consagración. Ambas iglesias fueron oficializadas
sacramentalmente por el obispo de Burgos, Gómez o Gomicone, que, al parecer,
tuvo especial deseo de dejar su nombre y así facilitarnos las fechas (1085 para
Pesquera y 1093 para San Mateo), por coincidir ambos con los años de su
obispado.
Otra
lápida se conserva aún en un contrafuerte de la iglesia de Santa Eulalia de
Somballe, no lejos de Pesquera, en la que consta fue consagrada por el obispo
Pedro III, esta vez a media dos del siglo XII que, según Florez, rigió la misma
diócesis de Burgos desde 1157 a 1181.
En
esta cuenca del Besaya, han permanecido, hasta hoy, un número casi igual de
iglesias y restos románicos que los que hemos enumerado en la costa, pero, en
general, quitando de ésa a Santillana del Mar, que supera a todas las de su
zona, el Besaya nos va a proporcionar un número de importantes fábricas
bastante completas, y de mucho interés artístico, como San Andrés de Ríoseco,
San Lorenzo de Pujayo, Santos Cosme y Damián de Bárcena de Pie de Concha, San
Martín de Quevedo, Santos Facundo y Primitivo de Silió, la citada Asunción de
la Serna, San Juan de Raicedo, San Andrés de Cotillo y Santa María de Yermo,
casi todas ellas con una cronología que oscila entre los últimos años del siglo
XI y primeras tres décadas del XII. Sólo Ríoseco y Yermo pudieran ser asignables
a los años finales del XII y principios del XIII.
El
tercer foco del románico montañés, sin duda porque la densidad de su población
estaría muy al par del de la costa, es el que hoy llamamos Campoo-los Valles,
es decir los valles de Campoo, Valdeolea, Valdeprado, Las Rozas (Valdearroyo) y
Valderredible, de naturaleza muy semejante a los territorios limítrofes de
tierras nórdicas de Palencia y de Burgos, es decir, muy en consonancia con el
modo de vida y riquezas de la zona transitiva de la Meseta. Des tacan aquí
monasterios importantes como Cervatos y San Martín de Elines, que debieron con
figurar señoríos monásticos de trascendencia cultural, económica y social y,
posiblemente, muy en relación con la vía del Ebro que cruzando toda esta
comarca enlazaría, en Reinosa, con la del Besaya. Esta zona de Campoo-Los
Valles debió de ser entonces muy apta para la vida, por ser tierras de cultivo
del trigo. De hecho, prosigue en la Edad Media de Cantabria el status demográfico
que hallábamos en la época romana, en donde los focos más permeables a la
romanización fueron: el foramontano en contacto con la Meseta, la vía del
Besaya y la costa. Y a pesar de la importancia de esta última, creemos que no
superaría en vitalidad a la foramontana (Campoo, Valderredible, Valdeolea) que
en cuanto a edificios románicos se nos muestra como la más densa. De estos tres
valles, Valderredible nos ha dejado los testimonios más claros de una ocupación
prerrománica en los siglos VIII-X tanto en restos de edificación, como en
iglesias excavadas en la roca, rupestres. Del primer grupo, son las ruinas de
la vieja fábrica mozárabe o de repoblación de San Martín de Elines, que
conserva aún tres arcos de herradura, separación de una nave lateral con la central,
que hoy están tapiados por el muro que, al norte, cierra el claustro de la
iglesia. Del segundo grupo, en cronología muy semejan te o aún anterior (siglos
VIII-IX), y en donde no están ausentes las influencias asturianas, pode mos
presentar las iglesias rupestres de Cadalso, Arroyuelos, San Miguel de Bricia,
Campo de Ebro, etc., que se prolongan a la cuenca del Pisuerga, al sur de
Aguilar de Campoo (Villarén, San Pelayo de Mave, etc.).
A
esta corriente prerrománica, mozárabe o de repoblación, como ahora parece que,
con acierto, debe denominarse, se superpone, inmediatamente, otra de un
románico incipiente, el que también puede darse en Liébana y en la cuenca del
Besaya, y que en Valderredible podría estar representado por el pequeño
bajorrelieve de la iglesia de Villaescusa de Ebro, cerca de San Martín de
Elines (hoy conservado en la colegiata de este último pueblo), con dos
figurillas de pie, muy toscas, que podrían emparentarse, por su rusticidad y
desproporciones, con la iconografía anterior al perfeccionamiento casi clásico
del románico dinástico, y que en Castilla tiene ejemplos en las figuras de
Villatuerta o en los capiteles de las iglesias de Gormaz o de Quintanaluengos
(Palencia), en los relieves de San Pedro de Tejada, Quintana del Pino (Burgos),
y también cabrían las placas que existen incrustadas en el muro sur de la nave
exterior, con tres figuras de pie, y en el sur del presbiterio, con un dragón,
ambas de San Martín de Elines, que apuntan a un mozárabe o románico primitivo.
Iglesia de San Pedro de
Cervatos, la románica más destacada de los valles de Campoo
Lo
más característico de este foco de Campoo-Los Valles, es que sus iglesias, que
son muchas, como ya apuntamos, han conservado casi siempre, algunos elementos
románicos, ya sea puerta, ventana, capitel, etc., pero sobre todo algún
canecillo. La mayor parte de ellas son iglesias pequeñas, de un solo ábside,
semicircular, o cuadrado sobre todo, que las asimila a las reducidas fábricas
de concejos rurales. La mayoría carecen de torre, siendo la espadaña, un
elemento más añadido al paisaje. Excepcionalmente alguna, como la de
Henestrosas de las Quintanillas, en Valdeolea, transforma su espadaña en torre
prismática.
Aprovechando
las buenas canteras de arenisca de estos valles, las fábricas de sus iglesias
suelen llevar, a pesar de su humildad, excelentes muros de sillería
perfectamente trabajada. La reducida iglesia, por ejemplo, de Fombellida, no se
excluye de esta norma de riqueza mural. Pero, naturalmente, casi todas ellas se
levantan bajo las influencias de los maestros que en los años finales del XII
trabajaban en los monasterios de Aguilar de Campoo, y son obras de canteros
rurales que poca maestría muestran, en general.
Otro
foco que debió ser importante para el románico montañés, es el de Liébana,
comarca que de alguna manera muestra su originalidad, porque gira
principalmente alrededor de las influencias leonesas. Centro monasterial,
dependió del obispado de León, y fue tierra de monasterios muy antiguos, pues
constan cenobios existentes ya en los finales del siglo VIII. Sin embargo, tan
sólo nos han dejado huellas visibles, materiales e históricas, dos de ellos que
tuvieron vida y organización sobre todo en los siglos XII y XIII: Santo Toribio
de Liébana, que hasta hoy día mantiene fama y sigue operando para el fin que se
fundó, y el de Santa María de Piasca, que ahora ha quedado como simple
parroquia. Otros, como los de Aquas Cálidas, Santa María de Cosgaya, San Pedro
y San Pablo de Naroba, San Salvador de Villeña o Bellenna, etc., no nos han
dejado más que el nombre del pueblo o lugar donde se asentaban. Sin duda, la
pequeñez de los poblados o aldeas situadas en los reducidos valles de los Picos
de Europa, y, por lo tanto el poco número de habitantes que hubo de tener cada
concejo, no dio fuerza más que para el desarrollo de aquellos que fueron
protegidos por la nobleza lebaniega: los condes Alfonso y Justa para Santo
Toribio, y de Munio Alfonso para Piasca. Es extraño, sin embargo, que, dada la
proximidad de Liébana con Asturias, no se haya encontrado en nuestros Picos
ningún testimonio de arte claramente calificado de “asturiano”, lo que
nos puede hacer estimar que los reyes de la monarquía pelagiana no tuvieron
mucho interés por nuestra comarca del Deva, o bien que, aún levantando alguna
iglesia, su fábrica no ha llegado a nosotros. De todas formas, existen algunas
reducidas ermitas que han conservado su estructura, que pudieran presumirse
prerrománicas, o cronológicamente románicas, pero que, por su extremada
sencillez arquitectónica y su falta de manifestaciones escultóricas, podrían
situarse en ese margen intermedio entre el final de un estilo y el comienzo de
otro. Que, antes de la aparición del románico, tuvieron los monasterios cita
dos algún tipo de iglesias para su culto, parece algo innegable, aunque es
presumible que sus alzados hubieron de ser extremadamente humildes, de acuerdo
con la dotación humana de monjes y sorores que en sus principios fue muy
reducida. Tan sólo la Cueva Santa, del monasterio de Santo Toribio, es muy
posiblemente de influencia asturiana. Iglesias muy populares, simples capillas
de una sola nave con cabecera rectangular, como la de Enterría, cerca de
Pembes, o la de San Pelayo, en Baró, pueden dar idea de estos pequeños
oratorios que los incluimos como románicos iniciales, pero que bien pudieran
ser anteriores o posteriores.
La
existencia de otros de mejor construcción y mayor tamaño, con fábricas de
repoblación o mozárabe, como el de Santa María de Lebeña, también es posible,
como lo prueba la excavación de Santo Toribio, que, en sus niveles más
profundos, ofreció un muro grueso de cimiento, como muestra e indicio de una
antigua fábrica prerrománica. Las también excavaciones en varias ermitas que
formaban el complejo monástico de Santo Toribio, sólo pudieron ofrecer datos
sobre el plano de sus cimientos y no aclararon su cronología, pero todas
formaban un conjunto de capillas de una sola nave, sin ábside, o a lo sumo con
ábside rectangular o cuadrado.
Realmente,
entre las iglesias que en Liébana nos han conservado algún elemento románico,
muy pocas tenían ábside semicircular, lo que puede probar la persistencia en
Liébana de tradiciones anteriores al románico pleno, siguiendo pervivencias
visigodas o asturianas. Pero siempre a niveles de extremada pobreza.
Otras
zonas de nuestra región, aparecen muy vacías de restos románicos. las
cuencas altas del Pas y del Miera, prácticamente carecen de testimonios, y
lo mismo podemos decir del valle de Soba. No sabemos explicar bien esta falta,
pero nos parece que siempre debieron de ser poco habitadas, cerradas y más
alejadas de las corrientes más activas de culturización. Muy pocos son los
monasterios que debieron tener fuerza en estas montañas, al parecer poco
transitadas y habitadas. Alguna noticia nos dan los documentos; por ejemplo, en
Soba, en el 836, se fundaba el monasterio de San Andrés de Asia, por el
presbítero Kardellus y su padre Valerio, y que en 1011 el conde Sancho y su
mujer Urraca lo incorporan a Oña.
Muy
posiblemente, también, los habitantes de estas montañas, que pueden asimilarse
a los pasiegos, tenían un tipo de vida que les hacía distintos y que puede
explicar su aislamiento y sus especiales características, que parece no eran
muy proclives a la formación de concejos. Esta falta de núcleos de habitación
se repite en las altas cuencas del Nansa y del Saja, es decir, las viejas
comarcas de Polaciones, Tudanca y Cabuérniga, que tampoco han proporcionado
noticia de monasterios importantes.
Iglesia de Santa María
de Piasca
Por
otra parte, los monasterios directivos de la vida medieval en Cantabria:
Santillana, Santa María de Puerto, Cervatos, Castañeda, Piasca, etc., no parecen
extender sus dominios por estas alturas y bosques. El de Santa María de Puerto
no tiene bienes ni heredades más que hasta el valle de Aras y hasta Ramales,
dejando en blanco las cuencas altas del Asón y del Gándara; el de Santillana,
que baja su señorío hasta Campoo y Castrogeriz, no le vemos dominar en las
cuencas altas de los ríos Pas y Miera. Hay evidentemente una dejación por parte
de monasterios y nobleza, es decir, de aquellos que tienen bienes y heredades
propias, de adquirirlas en estas tierras más inhóspitas y apartadas de los
centros más poblados de la costa o de los valles bajos de los ríos.
Algún
otro monasterio consta existía en la comarca sobana, además del de San Andrés
de Asia (Aja), en dependencia también del mayor de Oña, como el de Santa Cruz
de Soba, que Rodrigo Rodríguez concede al abad Juan I de Oña en 1108, pero son
casos documentales muy escasos que no hacen más que corroborar la poca
población y el aislamiento humano de estas cabeceras altas de nuestros ríos, en
comparación con las bajas y medianas, en donde la población fue mucho más
densa, como prueban las numerosas sepulturas y necrópolis de lajas repartidas
por nuestros valles. De hecho, esta situación demográfica no ha cambiado mucho
en la actualidad, pues siguen siendo la costa y los valles abiertos los que
acumulan habitantes, a pesar de que los cambios de nuestro tiempo, a
consecuencia de la industria y el atractivo engañoso de las ciudades, ha
obligado a desalojar muchas comarcas que antaño tenían una mayor densidad de
población, como Valderredible, al cambiar totalmente los modos de vida que han
hecho abandonar el trabajo familiar del campo.
Además,
los grandes monasterios de fuera de Montes, en la Castilla meseteña,
buscan sobre todo poseer y añadir a su dominio, monasterios, iglesias y
heredades sitas en la Cantabria poblada. Cardeña, por ejemplo, en los siglos
románicos (XI y XII), adquiere estos bienes en las zonas medias de las cuencas
del Nansa y del Saja, y ello, seguramente, por indudables intenciones
devocionales de los propios indígenas hacia el monasterio en auge de las
tierras burgalesas. También Oña, en los mismos siglos, tuvo su foco de
heredades y bienes en Cantabria, como apuntamos, en los valles del Gándara y
del Asón.
Ya
antes, a finales del siglo X, en 987, los condes castellanos García Fernández y
su esposa Ava habían adscrito al Infantado de Covarrubias –que fundaron para su
hija primogénita Urraca– iglesias y monasterios sitos en los ricos valles de
Iguña, Cieza y Buelna, sobre todo; adscripción que pudo tener, quizá, mucho que
ver con la posterior construcción de iglesias románicas en estos valles muy
poblados y transitados por estas fechas. Tal vez la dependencia de estos
monasterios del poder condal y más tarde del real, y el vasallaje directo de
sus habi tantes a doña Urraca, pudo crear aquí una cierta unidad, debido a los
beneficios que la carta fundacional del Infantado les concedía.
3.
La
cronología del románico montañés
Ya
hemos anticipado alguna referencia a la cronología de algunos monumentos, que
pare ce asegurada por constancia epigráfica, pero son muchos más los que
permanecen –y posible mente permanecerán– sin que podamos llegar, más que con
posibles y dudosas comparaciones, a saber cuando fueron levantados. Si seguimos
la evolución que sobre la cronología general del románico europeo suele
considerarse, vemos que, de una manera un tanto grosera, se trabaja sobre tres
bloques que parecen bastante diferenciados:
o Románico inicial: primera mitad del
siglo XI.
o Románico pleno: segunda mitad del siglo
XI y primera del XII.
o Románico evolucionado o apoteosis del
románico: segunda mitad del XII y años iniciales del XIII. Algunos suelen
llamarle “protogótico”.
Naturalmente
que estos bloques no pueden considerarse sincrónicos en todos los sitios, pues
hay variaciones territoriales, de anticipos o de retrasos, que pueden afectar a
la clasificación.
La
cuestión de la cronología románica ha sido siempre, desde que su estudio se
inició en Europa, el caballo de batalla de los especialistas, de tal manera que
se llegó, en sus principios, a controversias nacionales sobre qué país podía
tener el honor de haber sido el padre del monumento más antiguo del estilo. Hoy
en día, creo que nadie puede pretender ser el originario de una forma de hacer,
sentir y pensar –que es lo que da origen a un estilo– que se va estableciendo
en Occidente por el cambio mental que en esos momentos se está produciendo y
que, merced a un cúmulo de relaciones y de intercambios rápidos, es aceptado y
transmitido casi al unísono por toda Europa, que se siente poseedora de un
pensamiento común: la unidad en el cristianismo, representado por el Papa de
Roma.
El
estilo románico se va creando poco a poco, influido en un principio por los
distintos estilos constructivos de los variados territorios en donde se
asienta, hasta que el predominio de la fuerza unificadora de la internacional
cluniaciense le va fijando, a partir de la segunda mitad del siglo XI. Por eso
podemos hablar en España de románicos con influencias árabes, mozárabes,
lombardas, visigodas, etc., en la primera mitad del siglo XI, es decir un
románico “raro”, como San Pedro de Roda (1022), epílogo califal; primera
fábrica de Ripoll (1032), corriente lombarda; cripta de San Antolín, en la
catedral palentina (1030), ascendencia asturiana…
Y
un románico ya “fijado” en tipos arquitectónicos derivados de Cluny y de
su forma de concebir el templo cristiano, que comienza a aparecer en los años
mediados del XI, con algunas variaciones explicables, pero de raíces
desconocidas, que viene llamándose “pleno”, “cluniaciense”, “de
peregrinación” o “dinástico”, según las notas diferenciativas que se
utilicen para caracterizarlo. Catedral de Jaca (mediados del XI), Frómista
(1060-1080).
Al
final, a partir de la segunda mitad del XII, sobre todo, el románico se
barroquiza, se hace fuertemente decorativo y escultórico y en cierta manera
estira, si puede, su reducido canon y parece volver al afán monumental de lo
clásico. Estos años finales del XII y principios de XIII son los del verdadero
triunfo de la escultura románica.
Esta
ordenación cronológica en bloques, que hacemos plenamente conscientes de su
reducida entidad (porque si existe algo inseguro y variable en el románico es,
precisamente, conocer la fecha de construcción de sus iglesias) nos va a
servir, sin embargo, para, con un fin casi exclusivamente didáctico, señalar
una diferenciación, aunque sea conjetural, de los “tiempos” de nuestro
románico en Cantabria, y aproximarnos así a las distintas fases que parece tuvo
en su desarrollo; sin que, desde luego, pensemos que nuestro discurso debe ser
aceptado como norma de fe, sino tan sólo como un proyecto inicial de
orientación, o como un razonable sis tema de ordenar lo confuso.
Mucho
se ha mirado y remirado capiteles, cimacios, formas de esculpir, situaciones
arquitectónicas, decoraciones y temas tratados por los maestros y canteros
medievales que, en esta provincia, trabajaron en los siglos románicos; muchos
años se ha pasado intentando poner armonía en esta complicada partitura de
nuestro románico, y son incontables las horas gastadas en mirar sus iglesias y
compararlas con otras españolas y extranjeras; unas veces encontrando
relaciones y otras señalando diferencias. Pero siempre se ha llegado a la
conclusión, no sólo para el románico montañés, sino para el de toda España, y
para el de fuera de nuestras fronteras, que trabajamos con un estilo siempre
reconocible como tal, pero expresado en múltiples facetas muy difíciles de
conexionar, de descubrir y de individualizar.
En
otro aspecto, el románico que podemos juzgar en Cantabria, nos llega muy
repetidamente contaminado con añadidos y modificaciones de épocas posteriores,
o con demoliciones o destrozos provocados por actuaciones o incendios, de
manera que, desgraciadamente, como en la iglesia de Silió, sus capiteles
interiores, terriblemente maltratados, han perdido muchas posibilidades de
darnos conocimientos interesantes.
Pero
en una visión amplia de análisis de todo lo que nos ha quedado, y resumiendo
las impresiones de acuerdo con esos bloques que acabamos de señalar, creemos
que podríamos establecer la estratigrafía de nuestro románico de Cantabria en
la siguiente manera:
3.1.
Románico
inicial: primera mitad del siglo XI
Partiríamos
de testimonios que, por la indicación de una cronología contrastada
epigráficamente, nos hacen pensar que pudieran referirse a una edificación en
parte existente o desaparecida, pero que pudo ser románica por la fecha, que se
señala muy claramente. Admitiendo esto como elemento de juicio, podemos
constatar que estas notificaciones empiezan a aparecer en la cuenca del Besaya
y a mediados del siglo XI, concretamente en 1067-69 en la iglesia del pueblo de
la Serna –como ya apuntamos– con advocación de Santa María, San Pedro y San
Juan. Ya hemos hecho mención, también, en apartado anterior, a estas iglesias
viejas del Besa ya y, aunque de ellas volveremos a hablar en las páginas
monográficas de esta misma Enciclopedia, anticipamos (porque hay capiteles y
epigrafía) que lo que de la Serna queda, podría ser, con bastante seguridad,
los restos de una iglesia, aunque de pequeño tamaño, que sigue corrientes
decorativas geométricas muy a lo Leyre. Pocos años después, en 1085, se
consagró la iglesia de Pesquera. De esta sólo conocemos la inscripción en el
muro meridional exterior, pero es suficiente para considerarla que fue
románica, aunque no sepamos como era el alzado. Y otro caso parecido, y también
en el Besaya, es la iglesia de San Mateo, en Buelna, que se consagró por el
mismo obispo de Burgos en 1093. Hubo pues, demasiadas constancias en el Besaya
de la existencia de un primer románico a partir de la segunda mitad del siglo
XI, pero nada se conserva que pudiera adscribirse a ese tránsito entre lo prerrománico,
que sí existía (San Román de Moroso, Helguera), pero que se vio superado por
corrientes iniciales de cambio procedentes seguramente de tierras
catalano-aragonesas, antes de que la novedad organizada de lo cluniaciense se
impusiese en los reinos de León y Castilla, y por lo tanto, en Cantabria. Sin
constancia documental escrita, pudo darse en Liébana –quizá unos años antes que
en la cuenca del Besaya– un tipo de iglesias muy rurales y de pobre armamento
de muros, (mampostería, y esquinales y vanos de sillería), de arcos triunfales
doblados de medio punto, una sola nave y ábside cuadrado (ermitas de Enterría y
San Pelayo de Baró) que son difíciles de colocar crono lógicamente, pero que
nos inclinamos a creer que su lugar más idóneo pudo ser en esos años de la
primera mitad del XI, entre lo asturiano y la llegada del románico pleno, y
donde podría mos colocar, igualmente, la Cueva Santa de Santo Toribio, de la
que ya hemos hecho mención.
También
nos inclinamos a pensar que un capitel de las Fraguas de Iguña (desaparecido),
pudo ser de esta época inicial del románico castellano anterior al representado
por las corrientes aúlicas de lo dinástico. Puede emparentarse, por su
tosquedad, con los relieves de Villatuerta, San Pedro de Tejada, o el de
Villaescusa, en Valderredible.
3.2.
Románico
pleno: segunda mitad del siglo XI y primera del XII
Una
fase posterior, que se correspondería con el bloque II, antes establecido, es
decir, la que cronológicamente se desenvolvería entre la segunda mitad del XI, últimos
años, y la primera mitad del XII, sobre todo en los tres primeros decenios, que
viene bastante asegurada por las fechas de la inscripción de Cervatos, para su
iglesia, grabada en uno de los intercolumnios de su puerta, a la derecha, que,
aunque discutida, todas las interpretaciones salvan la claridad de la Era, que
señala el año 1129. Muy importante, para afirmar la antigüedad –corroborada por
suscripción– de nuestro románico es la fecha señalada en un fuste de la iglesia
de Bustasur, en el municipio de las Rozas de Valdearroyo. Con una claridad, que
no permite discusión, se fija, en aquel, la datación en la era de MCL, es
decir, el año 1112. Por su estilo en los capiteles –y por su aproximada fecha–
con la iglesia de Cervatos, es una muestra más de lo que en románico se está
haciendo, en estos años iniciales del XII, en un lugar bastante recóndito de
nuestros montes.
Otra
iglesia reducida, también en la cuenca del Besaya, que confirma con su lápida
de consagración, de epigrafía bastante clara, la existencia en Cantabria de un
románico de las décadas iniciales del XII, es la de San Lorenzo de Pujayo,
trasladada al pueblo de Molledo-Portolín, a principios del siglo XX,
numerándose las piedras; puede ahora verse en este último pueblo en la finca
particular del Portalón. Su inscripción de consagración, que ocupa dos sillares
a la derecha de su puerta, marca la fecha de consagración –habrá que pensar que
la iglesia se iniciaría al menos unos años antes– en la era correspondiente al
año 1132.
Estas
tres fechas, de Bustasur, Cervatos y de Pujayo, y teniendo en cuenta las
relaciones estilísticas que hallamos con otras iglesias, San Juan de Raicedo y
Silió, nos obligan a creerlas a todas ellas prácticamente contemporáneas.
A
la primera, San Juan de Raicedo, porque sus canteros parecen los mismos que
construyeron Cervatos o, al menos, seguidores de su taller. A la segunda, la de
Silió, porque los escultores de Pujayo son continuadores, probablemente
canteros populares, que, muy toscamente, siguen la estética y el reducido canon
de la de Silió, e incluso puede tratarse de uno de los escultores que en esta
iglesia trabajan. Aceptando, desde luego, que tuvo que ser Silió, por su
importancia y por la mayor maestría de sus ejecutores, la que realmente tuvo
que ser anterior a la de Pujayo. Las indudables relaciones del ábside de Silió
con los de otros del románico dinástico, Frómista, San Isidoro de León, Puebla
de San Vicente (Palencia), Santillana, etc., nos inclinarían a fijarla en los
años finales del XI, pues la iconografía de todas parece próxima, como la
existencia de los capiteles de monos u homínidos acurrucados.
San Lorenzo de Pujayo,
inscripción fundacional (fragmento con la fecha)
La
colegiata de Santillana, en su iglesia –que no en el claustro– y aunque no
tiene inscripción con fecha creíble, pudiera, con casi seguridad de acierto,
colocarse en esta fase de finales del XI y principios del XII, por varias
razones que queremos ahora resumir:
a) Sólo en un momento de fuerte vitalidad
del monasterio es posible conseguir el ímpetu y la necesidad de levantar un
edificio de tal tamaño. Por lo que hemos visto a lo largo de su historia,
parece que el monasterio inicia el curso de su dominio a principios del XI,
después de las primeras donaciones que a finales del siglo X le hacen el conde
de Castilla García Fernández y su esposa Aba, así como doña Fronilde, a la que
parecen suponer familiar de los condes, y que la tradición consideró ilustre
benefactora. Por estas mismas fechas, aparece el abad Indulfo y se realiza el
pacto con cuarenta y ocho monjes. El progreso de la abadía tiene, en monjes y
bienes, un comienzo con gran impulso que llevaría, con su protección condal, a
una doble aspiración: lugar extenso para los componentes del cenobio y política
de acercamiento al poder, para ampliar el patrimonio. Naturalmente, para ello
se necesitaba tiempo para alcanzar la situación precisa para levantar un nuevo
edificio que viniese a sustituir al más humilde que hubo de tener en su
principio; y aumento de bienes y propiedades, para poder llevar a cabo la
edificación de una gran basílica.
b) En toda la primera mitad del siglo XI
son abundantísimos los documentos (donaciones de heredades e iglesias, entregas
de casas, ventas, viñas, mandas de cuerpo y alma al monasterio, etc.). Se nota,
en todo, la protección de la nobleza castellana y de los magnates cántabros. El
ámbito de su dominio se ensancha a la costa, y al Este y al Oeste de la abadía.
Se llega hasta Penagos, hasta Pámanes, por el oriente; hasta Iguña por el Sur
en Cantabria, y hasta Castrojeriz en Castilla. Y alcanza a la lejana zona de
Liébana, donde Santillana llega a tener alguna propiedad.
c) Esta extraordinaria ampliación de
posibilidades económicas es bien patente, y en el reinado del rey Fernando I y
de su mujer Sancha, parece que se llega a un punto crítico. Los reyes, que
siguen así la tradicional devoción de los condes y nobles montañeses, conceden
al monasterio de Santillana, aparte de las iglesias de Castrojeriz, un fuero
que exime a la abadía de Santa Juliana de los más importantes derechos
fiscales. El documento es de 1045 y de carácter muy solemne, pues es confirmado
nada menos que por seis condes, veinte nobles y los obispos de Palencia, León y
Burgos, y la exención de tanta fiscalidad, parece que puede responder a un
deseo general de Castilla para enriquecer deprisa al monasterio. ¿No se estaría
preparando ya la idea de construir una nueva fábrica para la iglesia? En este
documento se adjudican al monasterio, a más de a Santa Juliana, las
advocaciones de San Vicente, San Pedro y San Pablo, San Juan apóstol, San
Miguel Arcángel y San Pelayo. Desde el documento de 987, han aumentado las
advocaciones, lo que puede probar que, al paso de los años, se iban acumulando
reliquias que contribuían así a la importancia religiosa de este viejo cenobio.
Desde
el fuero de 1045, sólo encontramos en el Cartulario tres o cuatro documentos
más (1046, 1049, 1054 y 1057), y de 1062 a 1084, es decir, veintidós años, hay
una falta total de escrituras. Quizás hubiese sido, en alguno de los documentos
que faltan, dónde se pudo hacer constancia de la nueva iglesia, que nosotros
creemos que pudo estar terminada en los finales años de XI o en los primeros
del XII. Una iglesia monasterial, como la de Santillana, protegida desde el
siglo X por los condes de Castilla, muy directamente, y luego aforada por el
propio rey Fernando I, en documento solemne, no puede ser considerada una
iglesia marginada, sino, al contrario, una abadía de importancia primordial en
las atenciones de la realeza, y por lo tanto bajo la protección personal y
económica de los reyes, que después de Fernando I “siempre, a petición de
los abades, se apresuraron a hacer confirmar la concesión que el hijo de San
cho III el Mayor les hizo en 1045”.
El
tipo de capiteles que se conservan en el interior de la iglesia de Santillana,
sus decoraciones, sus temas; el plano de tres naves, crucero y cúpula,
pilastras, estética de las formas, temas muy repetidos (Adán y Eva, portadores
de un caldero, cruce de volutas, monos u homínidos, pelícanos, temas obscenos,
cimacios con animales, hojas de palma lanceoladas y verticales, tales como se
ven en el pórtico de San Isidoro de León, canecillos de viejo tipo, etc.), todo
nos lleva a creer, no sé si equivocadamente –hay quien tiene otras opiniones,
que, desde luego respeto, porque quizás sea el románico el estilo más cargado
de hipótesis y conjeturas muy difícilmente demostrables– que Santillana no
tiene por qué ser sacada de la corriente “dinástica”, de obras
realizadas por los hijos y nietos de Sancho III de Navarra, entre otras cosas,
porque la abadía de Santillana consta bien documentalmente que está protegida
por el rey. Yo no puedo asegurar, como verdad de fe, lo que sólo presento como
hipótesis, pero sí que afirmo que la abadía montañesa fue mimada por los condes
y reyes de Castilla, desde que en 980 el abad Indulfo instituyó el pacto
reorganizador del monasterio. Y sí pienso, que el momento más indicado que pudo
dar lugar a la idea de iniciar su construcción sería el que seguiría a la gran
concesión del fuero.
El
tiempo que se tardó en empezar y en el que se concluyó quedan, y quedarán, sin
conocerse, pero yo creo que toda la operación pudo ocupar las décadas de 1070 o
1080 hasta el año aproximado de 1130, teniendo en cuenta –además de la
intuición– las afinidades, que en muchos casos se dan de Santillana con los
edificios citados con cronología segura, como Cervatos, Pujayo, La Serna y
Bustasur, que se consagran o dedi can en las tres primeras décadas del XII,
pero cuyo principio tuvo que ser anterior a la consagración.
En
este mismo margen de años –como hemos dicho en renglones atrás– pero quizás
tendiendo más a toda la primera mitad del siglo XII, incluiríamos a muchas de
las iglesias importantes de nuestro románico, tales como las de los Santos
Cosme y Damián, de Bárcena de Pie de Concha; Bolmir y Villanueva de la Nía,
situadas en Iguña, Campoo de Enmedio y Valderredible, respectivamente, y
también San Martín de Quevedo (Iguña), todas por su aproximación a Cervatos.
Sobre
todo las tres primeras, que pudieran incluso estar realizadas por el mismo
taller que trabaja en la colegiata campurriana. A todas ellas, la talla de
relieves, canecillos y capiteles, nos inclina más a colocarlas en estas fechas,
y desde luego no existen razones suficientes para darlas una cronología
avanzada de la segunda mitad. Estando bastante claro el estilo escultórico del
último tercio del siglo XII, tal como vemos en el claustro de Santillana o en
la iglesia de Piasca, en Liébana, y alejándose tanto de él estas iglesias
primeramente citadas, es más segura su cronología en la primera mitad del siglo
XII. También dentro de esta segunda fase cronológica (primeros años del XII,
sobre todo) debemos de colocar dos colegiatas: la de San Martín de Elines, en
Valderredible, y la de Castañeda en el curso del Pisueña. Ambas pue den
incluirse, si bien con indudable personalidad, en el grupo del románico
“pleno”, aunque, por la falta de documentación, no podamos emparejarlas con las
anteriores, pues carecemos de datos de referencia.
Iglesia de los Santos
Cosme y Damián, de Bárcena de Pie de Concha
San
Martín de Elines es una iglesia de extraña armadura: una sola nave muy alta y
un solo ábside, pero sobre el crucero, sin laterales de transepto, se alza una
cúpula de hiladas circula res sobre pechinas. Lo más destacado de Elines son
los cuatro enormes pilares cilíndricos que la sostienen, construidos con
sillares que se hacen entregos al muro, y que culminan con gigantescos
capiteles, casi cilíndricos, iconográficos. Su cronología no consta ni
documental ni epigráficamente, y sólo es posible suponerla sabiendo que por
escritura de 1102, publicada por Berganza, se arruinó la iglesia mozárabe,
cuyas ruinas aún persisten (ERA CXL, ruit ecclesia Santi Martini de Helines).
Lo normal es suponer que, arruinada en 1102 la vieja iglesia, y puesto que se
trataba de un monasterio con vida, que la nueva edificación –la románica–
comenzase poco después. Huidobro también hace mención de una escritura de
Alfonso VII (1105-1157) dada en Logroño y vista por él, al parecer en la ex
colegiata de Aguilar de Campoo, en la que se con signan donaciones de este rey
al monasterio de Elines que bien pudieron ser destinadas a la edificación de la
iglesia románica.
Iglesia de San Martín de Elines
En
la Colegiata de Castañeda, como en Santillana, tenemos un añadido de finales de
XII, que nos orienta perfectamente y que nada tiene que ver con el resto de la
iglesia; lo que nos obliga a asegurar que lo viejo restante ha de ser de la
primera mitad del XII, y con más seguridad de sus primeras décadas, al
comprobar que sus formas y maneras coinciden mucho más con el estilo de
Santillana, Cervatos, Elines, etc. Hay pues que desechar, por imposible, la
sola suposición de creer contemporáneos a los escultores y arquitectos de la
fábrica románica principal (ábside, crucero, capiteles, etc.) y a los que
trabajan en el añadido norte que están muy en relación directa con los que
laboran en Santa María de Aguilar de Campoo o San Andrés de Arroyo que, con
seguridad, operan en los años finales del XII.
3.3.
Románico
evolucionado o apoteosis del románico: segunda mitad del XII y años iniciales
del XIII. Algunos suelen llamarle “protogótico”
Abordamos
ahora el último bloque al que nos referimos al comienzo de este apartado sobre
la cronología. Es el que llamamos “románico evolucionado”, “románico
final” o “románico barroco”, aplicado a nuestro románico cántabro de
la segunda mitad del XII. Es el más desarrollado escultóricamente y el que más
derivado nos parece de corrientes francesas, en un Camino de Santiago ya muy
recorrido, en uno y otro sentido, favorecido por las actuaciones profrancesas
que el rey de sangre borgoñona, Alfonso VII, trajo a Castilla, y de su nieto y
sucesor, Alfonso VIII en su matrimonio con Leonor de Plantagenet. Creemos que
estos dos monarcas, y la situación de sus reinos, favorecieron en gran manera
las relaciones de Castilla y Francia, y ello, posiblemente, ocasiona la llegada
de un trasiego de escultores de ambos reinos con maestría ya reconocida y
portadores de un sentir románico nuevo, más humanista, de canon más clásico,
aunque bizantinizante, que ya preludiaba el intimismo del despertar gótico.
En
Cantabria, este nuevo rumbo, de un arte románico más perfeccionista y natural,
más aristocrático, se extiende por todas las comarcas. Naturalmente que, salvo
excepciones, sus ejecutores, aunque influidos por los maestros, no suelen
alcanzar la altura de ellos, y su obra se queda apegada, en muchas cosas, al
ruralismo monasterial anterior. Sin embargo, tenemos dos abadías, la de Piasca,
en Liébana, y la de Santillana del Mar, que reciben en los años finales del
XII, una inyección de buena cantería. En Santa María de Piasca, el maestro
Covaterio, que tra baja en la década del setenta –1172, por inscripción– marca
quizás la mayor excelencia escultórica de la región. No sabemos, realmente, si
Covaterio es a la vez, el magister operis y el escultor. La inscripción se
limita a concretar tan sólo eso: magister operis. No me atrevo a asegurar que
el taller o talleres que esculpen Piasca sean los mismos que trabajan en el
pórtico de Rebolledo de la Torre (Burgos), aunque, desde luego la mano de
alguno de ellos esculpe en ambos. El portal, según la larga inscripción que
existe en la ventana de este pórtico de Rebolledo, lo hizo el maestro Juan de
Piasca, en 1186 (Fecit istum portalem IOANES magíster Piasca). La
declaración es categórica, y la comparación de estilos no resulta menos. ¿Es
Juan de Piasca –o su taller– quien realiza, en 1172, toda la escultura de Santa
María de Piasca? ¿Trabajaba entonces bajo las órdenes de Covaterio, y catorce
años después labra en Rebolledo? Esta dualidad Covaterio-Juan de Piasca, es
difícil resolverla. Pérez Carmona lo cree –para Rebolledo– de un discípulo del
primer maestro de Silos. Esto de Silos, no ha salido todavía del atasco
cronológico, sobre todo lo del primer maestro, y las opiniones sobre el
problema, aunque muchos han pretendido resol verlas, no nos sacan de dudas. Yo,
en este caso de Rebolledo-Piasca, me limito a asegurar que son catorce años los
que les separan, y que son años que nos permiten creer que ambos talleres son
casi contemporáneos y que pueden ser escultores que han podido trabajar primero
en Piasca y más tarde en Rebolledo; naturalmente, en este caso, con más años. Y
desde luego, tam bién podemos afirmar que este taller de Rebolledo-Piasca,
procede de los que en estos finales del XII operan en los monasterios de Santa
María de Aguilar, Carrión de los Condes (friso de Santiago) y San Andrés de
Arroyo.
En
cuanto a la escultura de la iglesia de Santillana, no es difícil señalar la
diferencia que existe entre la del templo, que suponemos de finales del XI y
principios del XII, y la que existe en el claustro, que no dudamos incluirla en
los años finales del XII y comienzos del XIII. A más de percibir las
diferencias de técnica y estilo entre los capiteles del claustro y de la
iglesia, interior y exteriormente, nos lo asegura su distinta cronología al
comprobar que el maestro que tra baja en los capiteles iconográficos del ala
sur del claustro, Pedro Quintana, es el mismo que labra el tímpano de la
iglesia de Yermo, que lleva la fecha de 1203.
Cornisa, con canecillos
y metopas, de la iglesia de Santa María de Piasca
Igualmente
creemos que las grandes placas relivarias del Pantocrator de Santillana, la
Virgen y el Niño, y Santa Juliana domeñando al demonio, son obra del escultor o
taller de Yermo, que hace también en esta misma iglesia, además del tímpano,
los relieves de Santa Marina y de la Virgen con el Niño, que se incrustan en el
muro meridional de Yermo. Este maestro fue tam bién el que trabajó en la
iglesia de San Martín de Cartes, hoy desaparecida.
Los
relieves planos de los cuatro apóstoles, que hoy están colocados como frontal
del altar mayor de Santa Juliana, y que como el resto de los doce que a ambos
lados del Pantocrator adornarían la supuesta puerta occidental, son también de
finales del XII, aunque pudieran ser de otro tallista, y se emparentan con los
apóstoles que hoy dan acceso a la cripta de Santo Domingo de la Calzada; y casi
me decidiría a creer que fue el mismo cincel el que talla estos relieves
riojanos y los citados de la iglesia de Santillana.
Resumiendo,
pues, toda la cronología que creemos podría tener la colegiata de Santa Julia
na, diremos que, salvo casos puntuales que detallaremos en la monografía de la
iglesia, la abreviaríamos así:
El monumento iglesia, exterior e interior: finales del XI y principios del XII.
Exceptuamos
la torre occidental, cuadrada, que la llevaríamos al XIII muy avanzado, y las
bóvedas de la iglesia que las creemos de esta fecha, según constancia
documental, y que obligan a la colocación de una serie de capiteles en el
interior de la iglesia, con marcadas notas protogóticas, que los apartan del
estilo y época del resto de los más viejos. Esta cronología que damos a la “iglesia”
de Santillana –no al claustro de la misma– rompe con aquella idea que se tenía
no hace muchos años de que su construcción debió de tener lugar en los años
finales del siglo XII; quizás fuese el francés Bertaux, E., en su tratado sobre
“La sculpture chretienne en Espagne”, en Histoire de l’Art de André
Michel (t. II, 1906) quien tuvo la culpa, en estos primeros años del siglo XX,
al considerar a Santillana de finales del XII y ello pudo dar origen a que esta
opinión predomina se. Antes, nuestro escritor montañés Agabio Escalante la
llevó al siglo XI, y Ambrosio de Mora les la dio por “comenzada por Alfonso
el Emperador y concluida por el de Las Navas al finalizar el siglo XII”.
El
monumento claustro, es otra cosa: el ala meridional, el de capiteles casi todos
iconográficos, de finales del XII y primeros años del XIII. El ala occidental y
el ala norte, con capite les fundamentalmente vegetales, cada vez más
esquemáticos, de mediados del XIII.
Las
placas relivarias, hoy se han colocado en el interior de la iglesia:
Pantocrátor en baptisterio; La Virgen y el Niño y Santa Juliana domeñando al
demonio, cada una en el fondo de los ábsides laterales, todas con la gran pila
bautismal, se pueden datar en fines del XII y principios de XIII.
Dentro
de este grupo de finales del XII, comienzos del XIII, tendremos también que
incluir a un grupo de iglesias construidas por un taller muy bien definido de
maestros escultores, posiblemente de Trasmiera (por ser en esta comarca donde
ejercen sus trabajos). Aunque conoce dores, seguramente, del foco que, con
buenos maestros, iba alcanzando incluso a nuestra provincia, el que actuaba en
los monasterios de Aguilar de Campoo y de San Andrés de Arroyo, al norte de
Palencia –es decir este que llega, con mucha calidad hasta Piasca– no parecen
ser influidos por estos. Los de Trasmiera, aunque tocados ya de algún
goticismo, se mantienen seguidores de la tradición del románico dinástico o
pleno de la primera mitad del siglo XII. Su actuación se extiende sobre la
costa trasmerana y sobre el norte de Burgos en sus límites con Vizcaya, es
decir, en el valle de Mena.
Se
trata, en Cantabria, de las iglesias de Santa María de Puerto, San Román de
Escalante y Santa María de Bareyo, las tres con unas características tan
similares que no dudamos en considerarlas obra de los mismos talleres, que son
los que decoran también Siones, Vallejo de Mena, San Pantelón de Losa, y
algunas más. Su modo de hacer, parece bastante repetitivo, pero muy peculiar.
Dado
que San Pantaleón de Losa se consagra por el obispo García en 1207, hay que
suponer que por estas fechas estarían trabajando estos talleres. En Santoña
(Santa María de Puerto) nos han dejado sobre todo la pila bautismal y dos
capiteles de la vieja iglesia en la arcadura primera, antes de entrar en el
crucero. En Santa María de Bareyo, toda la iglesia, así como la pila bautismal,
tan solemne como la de Santoña; y en la de San Román de Escalante, bellos
ejemplares de estatuas-columna y de capiteles.
Si
este grupo costero y trasmerano se despega del estilo de los maestros
aquilarenses, estos están influyendo en casi todo lo que se levanta por estas
fechas en el sur de la provincia. En Valderredible y Valdeolea hay aldeas en
donde es segura su influencia, como puede comprobarse en las iglesias de Santa
María de Las Henestrosas de las Quintanillas o Santa María de Hoyos. En Campoo,
están claras las relaciones en iglesias como Santa María la Mayor de
Villacantid, y en la de Retortillo, donde sus capiteles de la nave son, sin
duda alguna, transmisiones directas, no sólo del buen arte de los canteros
aquilarenses, sino del mismo material pétreo donde se tallan, procedente de las
areniscas de los contornos de Aguilar de Campoo. La penetración de estas influencias
–que desde luego se aperciben, con menor intensidad pero con insistencia
manifiesta, en estos valles del sur de Cantabria– la encontramos en casi todas
sus pequeñas iglesias, en donde siempre existe algún elemento: puerta, capitel,
canecillo, etc., que aseguran su ascendiente palentino. Citemos, por ejemplo,
las iglesias de San Cristóbal del Monte (Valdelomar), Santa María la Mayor de
Navamuel, Santa Lucía y San Andrés de Valdelomar, San Martín de Sobrepenilla,
etc. Esta radiación de los maestros de Aguilar y San Andrés de Arroyo, llega
hasta la costa. Ejemplos ya lejanos espacialmente al foco palentino, son la
ampliación que sufre hacia el norte la colegiata de Castañeda, que ya
comentamos, y más cerca, la torre de Cervatos, que ya diferenciamos cronológicamente
de su iglesia, que se anticipó en más de cincuenta años a la edificación de la
torre que hoy contemplamos. Pero tam bién penetró esta influencia, con menos
fuerza, por la cuenca del Pas, pues la iglesia de Santa Cecilia de Villasevil
ofrece, en sus capiteles exteriores, la firma indudable de canteros o maestros
palentinos del ámbito de Aguilar que trabajan en la segunda mitad del siglo
XII.
Otras
muchas iglesias rurales existen en Cantabria que no es posible señalar en ellas
pro cedencias ni formas estilísticas, porque su humildad, pobreza y rusticidad,
las hacen de muy difícil asignación, pues además son escasos los elementos
conservados que puedan ofrecer una segura cronología. Esto sucede, por ejemplo,
en las iglesias de San Pantaleón de Cañeda, próxima a Reinosa; Santa Juliana de
Aldueso (posiblemente del siglo XII, pero sin poder señalar si a principios o
al final); San Millán de Villapaderne (sólo lápida con indicación de su
consagración en 1222 por el obispo Mauricio, que consagraba en el mismo año la
iglesia de Cabria, cerca de Aguilar de Campoo); San Andrés de Ríoseco, muy
cerca de Pesquera, que, tan sólo por intuición consideramos del XII pero sin
posible indicación de año; Caloca, Ojedo, Linares, y otras en Liébana; Lafuente
y Sobrelapeña, en Lamasón; Lombraña (en Polaciones), etc.
La
verdad es que si dijésemos que en Cantabria tenemos románico, más o menos
claro, desde mediados del XI a mediados del XIII, estaríamos señalando el único
margen asegurable. Es, por tanto, el siglo XII, el que marca el apogeo de un
siglo que construye tan sólo en románico.
4. La decoración escultórica en el románico montañés: sus
temas. La pintura
El
estilo románico, en general, abrió una época nueva en Europa, con referencia a
la arquitectura. Ésta, en clara ruptura con la anterior prerrománica, hizo de
la decoración un elemento protagonista en la construcción, y utilizó la
escultura como aportación fundamental cate quista. Los reducidos relatos
bíblicos y evangélicos que constituían el soporte de la fe en anteriores generaciones,
fueron ampliados. La figura humana, aplicada a la propaganda de la historia
sagrada, se hizo repetida en el interior y en el exterior de las iglesias. Una
corriente antiiconoclasta se fue rápidamente extendiendo, de manera que, en
pocos años, se pasó de la casi exclusiva decoración vegetal a la colocación, en
muros y soportes, tanto de simbología animal como de iconografía humana. Una
simple comparación entre la iglesia de San Pedro de Rodas, en Gerona, de hacia
1020, con la de Frómista (iniciada en1066), nos puede dar idea del cambio. Y en
nuestro territorio, el exclusivo componente vegetal de los capiteles de Santa
María de Lebeña (mozárabe de mediados del siglo X), con la abundante y resuelta
iconografía de los de Silió.
El
escultor pasa, a partir del siglo XI, en relación con la figura humana, a ser
un personaje indispensable en la construcción de los templos. Monasterios y
catedrales acuden a estos maestros del relieve para hacer visibles ante los
fieles los misterios de la fe, con la ejecución de escenas, historias o
leyendas, que, casi siempre, se apoyan en lo sagrado. Aunque también pueden
esculpirse motivos más humanos y temas de muy difícil o imposible
interpretación.
Siguiendo
la clasificación que se hizo en El Románico en Santander, en 1979, que
aún está plenamente vigente, pero intensificando los análisis en esta nueva
revisión para esta Enciclopedia, cuando nos toca realizar el estudio de la
decoración románica en Cantabria, hemos de señalar que, en este sentido, estos
monumentos no se despegan de esta profusión de motivos, formas y temas, en
general, que pueden caracterizar a todo el estilo románico; de manera que es
difícil hallar una peculiaridad propia en lo cántabro. Ya hemos insistido que
este estilo medieval tiene una fácil diferenciación, pero también un gran
empeño en crear modelos pro pios, y que es, por esto, por lo que es difícil
señalar influjos y vínculos entre unos y otros. Algunos pueden hallarse, si se
consigue descubrir las líneas personales de un autor o taller, pero la mayoría
de las veces nos es arduo señalar la posible y casi segura participación, en un
solo monumento, de varios canteros o escultores. En las decoraciones, por
ejemplo, de impostas y cimacios, con motivos vegetales o geométricos, que deben
repetir un motivo, es el primero de estos el que puede inventarse el maestro,
dejando la labor de copia a sus ayudantes.
La
variación de modelos decorativos es consustancial al románico, y en su
perfección, el tallista pone en juego su maestría y su imaginación. Si a esto
añadimos la obligatoriedad de labrar con figuraciones diversas, capiteles,
frisos, cornisas, pilas, puertas, metopas, etc., resulta que el trabajo en una
iglesia románica queda encomendado en su mayor parte a los talleres
cinceladores.
Para
lo que podemos llamar, en general, temas decorativos en el románico, existen
muchos estudios sobre estas materias de J. Baltusaitris, F. y E. Pernoud y M.
Davy, Jalabert, Z. Swiechowksy, K. Kunstle, E. B. Smith, E. Male, L. Breher, G.
Millet; y para los simbolistas: Ch. Auber, E. Cassirer, M. M. Davy, Haig, A. H,
Collins, Pinedo, Dom. Ramiro, L. Reau, etc. (todos citados en la bibliografía
general del tomo III de esta enciclopedia, dedicado a Cantabria).
4.1. Decoración y temas decorativos
En
nuestra ordenación para la decoración románica en Cantabria, podemos hacer las
siguientes diversificaciones:
4.1.1.
Decoraciones de tipo vegetal.
4.1.2.
Decoraciones con motivos geométricos
4.1.3.
Decoraciones de animales.
4.1.4.
Figuras animales, primordialmente, combinadas con otras humanas.
4.1.5.
Temas iconográficos (Antiguo y Nuevo Testamento, Iconografía de Santos,
Diversas escenas de tipo religioso y Escenas profanas)
4.1.1 Decoración de tipo vegetal
Esta
decoración, de tipo vegetal sólo, suele darse en Cantabria para el relleno de
ábacos, cimacios e impostas, sobre todo; y en algún caso puede acompañar a toda
la cesta del capitel (caso de alguno de los de la puerta occidental de Piasca,
o de una de las arquivoltas de esta misma puerta, tan sólo con acantos de punta
vuelta). En general, los motivos vegetales pueden diferenciarse en “hojas” y
“frutos”, derivando las primeras, sobre todo, del viejo motivo del acanto,
de forma natural o esquematizada, y de la palma. Los frutos más utilizados son
la man zana o bola que uniéndose al acanto estilizado acaba en un tipo que
conocemos de “bola con caperuza”, muy insistentemente utilizado en los
monumentos todos del arte románico. Menos frecuente es la piña, pero ambas,
bolas y piñas, suelen darse en nuestro románico; sobre todo en capiteles viejos
de las iglesias que suponemos de finales del XI y principios del XII. Así, en
su doble característica de bolas y piñas, las vemos en Bárcena de Pie de Concha
(capitel del arco triunfal; Castañeda (en varios sitios); Cervatos (capitel de
ventana), Santa María y Argomilla de Cayón, Silió, Santillana del Mar, etc.
Como este tipo decorativo predomina también en Jaca, Frómista, San Isidoro de
León, a nuestras iglesias las vemos muy incluidas en las de peregrinación. Lo
mismo podemos decir en lo que se refiere a los “pitones”, también
característicos de esta corriente arquitectónica. Si bien, no con la fuerza
pronunciada de ellos, aparecen quizá en fase evolutiva, sobre todo en Castañeda
(ventanas exteriores, capitel arquería y ventana interior) y en Maliaño.
Dintel, con motivos
vegetales, de San Pedro de Cervatos
A
veces es difícil señalar el tipo de hoja que los canteros románicos quieren
representar, pues las de palma, más o menos claras, las encontramos en
Argomilla de Cayón, San Martín de Elines (con diversas palmas circulares),
Silió, etc. En las iglesias de finales del XII, existen unas hojas alargadas,
con bordes dentados, que tienden a enrollarse, formando el repetido “molinillo”,
característico de los talleres de Aguilar de Campoo y en correspondencia
cronológica con los de San Vicente de Ávila, en cuya puerta occidental llenan
una de las arquivoltas. Estos molinillos suelen tener una aplicación manifiesta
del trépano.
El
zarcillo de la vid, o el ramojo que serpentea encerrando arriba y abajo una
flor, son muy utilizados sobre todo en los cimacios e impostas, a veces
vomitados por bocas de animal, como vemos en Argomilla de Cayón, capiteles del
claustro de Santillana, y en otras iglesias: Villa nueva de la Nía, Bolmir,
Silió, Santillana, Piasca, etc. En general, estas decoraciones son trata das de
forma plana, poco destacada, en las iglesias más antiguas, y en alto volumen,
incluso con profundos calados, en aquellas de avanzada cronología. Algo parece
notarse en cimacios e impostas en este sentido, ya que se ve más utilizada la
escultura a bisel por los canteros del XI y principios del XII, y la de bulto
en aquellos más evolucionados.
4.1.2. Decoraciones con motivos geométricos
Aunque
los motivos puramente geométricos son repeticiones de las formas clásicas de la
geometría: triángulo, cuadrado, rombo, etc., formando hileras (de rombos, en
Santa María de Cayón, Santillana del Mar, Santa María de Hoyos, Acereda, Yermo,
Polanco, Aldea de Ebro, Barruelo de los Carabeos, etc., sobre todo para decorar
cornisas) o triángulos (Barruelo de los Carabeos, San Martín de Hoyos,
Castañeda, etc., en capiteles, basas y arquivoltas); círculos o semicírculos
(Santa María de Hoyos, San Andrés de Ríoseco, Escalante, etc.).
Un
motivo geométrico muy repetido en nuestro románico viejo es la colocación, en
las cestas de muchos capiteles, de espirales planas que se entrecruzan unas a
otras, formando hasta cinco pisos. Van surcadas de líneas paralelas del tipo “achurrado”.
Destacan en esto, las iglesias de Santillana del Mar y Cervatos; Bolmir,
Aldueso, Sobrelapeña, Villacantid (muy transformadas), Retortillo (esque
matizadas), San Román de Escalante (también muy diferenciadas). De las iglesias
que creemos antiguas no las tienen ni Castañeda, ni San Martín de Elines, ni
las dos próximas a Castañeda, Santa María y Argomilla de Cayón. Si creemos que
estas espirales, entrecruzadas en las cestas, son propias de un cantero o un
taller, podemos suponer ciertas relaciones fuertes y una cronología similar
entre Cervatos y Santillana, en su interior, pues el claustro de esta última,
por tener una cronología mucho más avanzada, como Yermo y Bareyo, es natural
que no proporcione capiteles de este tipo. Esta corriente artística, de
espirales entrecruzadas en las cestas de sus capiteles, la creo bastante
peculiar en el románico cántabro, aunque maestros que trabajaron en Cer vatos,
al menos, lo hacen también en la cabecera de Santa Eufemia de Cozuelos
(Palencia) donde dejan en sus capiteles las huellas indudables de sus mismas
manos; así de estos maestros–o taller– parece San Vicente de Becerril, también
en Palencia. En Burgos, las consabidas espirales planas, surcadas de líneas y
entrecruzadas unas con otras, en varias alturas, las hallamos también en la
alta cuenca del Ebro: en Ayoluengo, Bercedo, Crespos, etc. José Manuel
Rodríguez Montañés las denomina “hojas nervadas entrecruzadas de puntas
avolutadas”.
Motivos
decorativos solo geométricos son también los “billetes, tacos, ajedrezado o
escaqueado”, tan propios de todo el estilo románico, que casi siempre, sin
pocas excepciones, suele acompañarle. En Cantabria lo hallamos utilizado en
impostas o cimacios estrechos, colocando dos o tres filas de billetes
(chambrana de ventanas en Silió, cornisa de San Juan de Raicedo, por ejemplo) o
con diez hiladas que pueden llegar a llenar todo un bocelón, en San Andrés de
Río seco. Las iglesias que parecen más antiguas (finales del XI, principios del
XII) usan el ajedrezado con mayor profusión (las más directamente influidas por
el románico dinástico, como Jaca, Frómista, San Isidoro, etc.) Y parece
disminuir su uso, aunque no desaparece, naturalmente, cuando el XII va ya
declinando. Esto es lo que, al menos, sucede en Cantabria, pues en el claustro
de Santillana no existe ni un cimacio, en sus capiteles, que lleve escaqueado.
La carrera decorativa de cimacios e impostas va de unos temas bastante simples
y nada confusos, de poco resalte, como suelen ser los de las viejas iglesias
(Santillana), a una exaltación barroca (Piasca) de grueso relieve en bulto y
contraste, con un fondo muchas veces calado, para acabar tan sólo en cimacios
moldurados (claustro de Santillana) lisos y sin decoración alguna.
Decoraciones
geométricas (dientes de sierra y ajedrezado) en el interior del ábside de Santa
María de Piasca
Otro
motivo sólo geométrico, bastante repetido, pero no tanto como el anterior es el
llamado panel de abeja, o dibujo de cuadrillado con rombos o cuadrados vaciados
que producen un continuo contraste de luz y sombra. Lo vemos en cornisas de
Piasca, en la tapadera del sepulcro número ocho de San Martín de Elines,
iglesia de Mata de Hoz, etc.
4.1.3. Decoraciones de animales.
Los animales, tanto los reales como los
fantásticos, forman parte del potencial decorativo del arte románico y esto de
acuerdo con una sociedad, sobre todo en lo popular, admisora de la existencia
de seres irreales e inclinada a simbolismos a veces contradictorios, según la
sabiduría tradicional.
En Cantabria son bastante reproducidas
las aves, sobre todo las “águilas” cuya simbología es enormemente
diversa, pues pueden encerrar en sí tanto el espíritu del bien –incluso
encarnado en el hálito divino–, como las potencias infernales.
Suelen colocarse, generalmente en número
de dos, en las esquinas de la cesta del capitel, en muchas iglesias de la
región: en una ventana de Bolmir, un capitel exterior del ábside de Castañeda y
en otro del crucero; en Cervatos, en San Juan de Raicedo y otros monumentos de
la región, sobre todo en los de crono logía vieja. La simbología del águila es,
al parecer, de renovación, recogiendo el salmo de David que dice “se
renovará tu juventud como la del águila”, y que los Bestiarios de la época
explican como la regeneración por el bautismo; otras veces puede interpretarse
como símbolo de Cristo, en la Ascensión, por tener el águila un vuelo dirigido
al sol… Otras veces son frases recogidas de Ezequiel o Job sobre las cualidades
del águila… Sin embargo, en esa dualidad de los animales, el águila para San
Gregorio designa “tanto los malos espíritus como a la sutil inteligencia de
los santos”.
Otros tipos de aves son, en Cantabria,
difícilmente reconocibles. Suelen representarse en parejas, simétricamente
enfrentadas, de cara o de espaldas, picándose a sí mismos, o picando fruta,
bebiendo o comiendo de una vasija que les separa, o simplemente en disposición
geminada como simple adorno.
Pueden ser perdices, tórtolas, palomas,
gaviotas, gallináceas que, en ocasiones, pueden ir en series sobre otros
motivos de los capiteles o en los ábacos de estos; pue den figurar solas en el
capitel o bordeadas de decoraciones vegetales.
De estas distintas maneras las vemos en
Santa María de Cayón (columna y ventana exterior del ábside, algún canecillo);
Castañeda (en un capitel del ábside, águilas esquinadas); San Martín de Quevedo
(¿gaviotas que comen peces?); Ríoseco (capitel izquierdo de ventana interior
del ábside, enfrentadas); Santillana (capiteles 39, 42, 49, 46, 52, 62…). En
Santillana casi todas son parejas enfrentadas que se pican a sí mismas, por lo
que creemos se trate de pelícanos. Todos aparecen en los capiteles interiores
de la iglesia y nunca en los del claustro. Un águila o cigüeña aparece varias
veces representada en canecillo, de frente, con la cabeza y el cuello bajos, en
actitud de comerse a una culebra que se le enrosca en el pico: así la vemos en
un modillón de Santa María de Las Henestrosas de las Quintanillas (Valdeolea),
y en Piasca, en el canecillo siete del ábside central, en semejante postura.
Creemos que estos animales zancudos son cigüeñas, y no grullas porque los
bestiarios dan a las cigüeñas como enemigas de las culebras.
Entre los animales imaginarios que, con
el mismo interés que los reales, recoge la escultura y la pintura románicas, en
Cantabria aparecen muchas veces repetidos casi todos los que suele utilizar el
estilo. Así vemos a la “arpía” y a la “sirena”, con cabezas de
mujer –raras de hombre– que con cuerpo de ave o cola de pez, son símbolos de la
tentación y de la lujuria. Sirena aparece en un canecillo de Piasca alzándose
su cola bífida con las manos, en el ábside central. Y en el mismo Piasca, en el
crucero (tramo norte), en otro canecillo, hay una arpía cubierta de gorro
frigio y otra muy parecida en el modillón del ábside central. En Castañeda, en
la nave añadida a finales del XII, hay un capitel de arpías del tipo de los
maestros del norte palentino. Apoyadas con sus patas delanteras, cruzan sus
colas, abren sus alas y enfrentan sus rostros; la de la izquierda lleva
cabellera larga que cubre su cuello, y la de la derecha oculta su cabello bajo
una corta toca. Las sirenas son muy repetidas en canecillos de las iglesias
viejas. Las ar pías suelen darse mucho más en las fábricas románicas de los
años finales del XII o comienzos del XIII. Muy de rústicas formas, aparece la
sirena en un capitel de Sobrepenilla (Valderredible), abriendo sus piernas en
alto.
La figura del glouton, cabeza de animal
carnicero que engulle o vomita un fuste de columna, tema muy repetido en el
románico avanzado, se da muy escasamente en nuestro románico. Muy claro, y muy
típico, lo vemos en el añadido norte de Castañeda, es decir, de época muy de
finales del XII, encajado perfectamente en el hacer de los maestros que
trabajaron en Aguilar de Campoo o San Andrés de Arroyo, y sobre todo en aquel
Juan de Piasca que realiza el pórtico de Rebolledo de la Torre (Burgos). Tanto
el de Castañeda como el de Rebolledo son cabezas brutales un tanto humanizadas.
En Piasca, con un aire idéntico, se repite en los fustes centrales de la
hornacina o friso escultórico que está sobre la puerta occidental de la
iglesia, separando el nicho central de los laterales, ocupados estos por las
esculturas de los apóstoles San Pedro y San Pablo. Y creo que no hay más
gloutons en nuestro románico.
Algunos capiteles de nuestras iglesias
utilizan la decoración de sus cestas, con una “super posición de animales”,
generalmente leones, que parecen seguir a los que se dan en Frómista.
Santa María de Cayón.
Capitel de las aves que pican una poma, y cimacio de rombos tangentes
Para Cantabria la iglesia más
representativa de ello es la de Cervatos, que, en su gran capitel de la ménsula
derecha que sostiene el arco fajón del ábside, labra un juego de leones afronta
dos y unos sobre otros, que, seguramente del mismo taller, se ven en el ábside
de Santa Eufemia de Cozuelos (Palencia) y que nos aseguran una parecida
cronología de principios del XII. La superposición de animales diversos la
hallamos en Argomilla de Cayón (aves sobre leones) y en Castañeda.
Más frecuentes son los animales situados
en posición simétrica, entre los que podemos encontrar las siguientes
variaciones:
Animales que se vuelven hacia dentro o
hacia fuera. Los vemos en la puerta de Aldueso, puerta oeste de Castañeda,
puerta de Cervatos, arquería de Silió y un largo etcétera.
·
Animales
afrontados con dos cuerpos y una sola cabeza. Existen en Argomilla de Cayón,
Bareyo, Bolmir, Castañeda, Santillana, etc.
·
Animales
con cabeza independiente pero que las juntan. También muy repetidos.
·
Animales
que cruzan sus cuellos y cabezas mordiéndose o picándose. Es el tipo de combate
de fieras (monstruos, leones) o aves. También muy reproducidos en Santillana,
Castañeda, Argomilla… En San Miguel de Olea (ocas o perdices, y asnos), etc.
·
Animales
simétricos con las cabezas bajas y separadas, paciendo o bebiendo. Íñiguez
Almech supone que representan, según el hacide de Taborí, “almas
transformadas en animales obligados a pacer”. Los vemos en Argomilla,
Castañeda, etc., con paralelos en el románico de Alsacia, en Sélestat.
·
Animales
afrontados del tipo guardianes: los vemos en el tímpano de Retortillo, puerta
del muro sur. Son aquí león y grifo, pero sin duda equivalen a los leones
apareados que guardan las puertas de la entrada al templo en varias iglesias
aragonesas (Jaca, Santa Cruz de la Serós) o en las pilas bautismales… En
algunos casos son ángeles portadores de la cruz (San Pedro el Viejo de Huesca)
y en otros, leones también vigilantes del emblema sagrado. Aquí, en Retortillo,
combinan ángeles con cruz y animales con cruz entre las patas.
Son bastante característicos de las
iglesias de mediados del XI y principios del XII, los llamados monos
acurrucados y las representaciones simiescas o humanoides. En el primer caso, y
posiblemente siguiendo a Frómista (1066), y en su ventana del ábside del
evangelio, que le coloca en postura de cuclillas, vemos que Silió, en Iguña,
también el cuarto capitel exterior del ábside, hace lo mismo con otros tres
simios de boca abierta. También, con un aspecto de homínido y gesto menos
suave, lo vemos en el capitel número dieciséis de la nave de Santillana, esta
vez sujeto por la cabeza con una cuerda por personaje que le sigue andando.
Fuera, pero cerca de los límites de Cantabria actual, existen monos acurrucados
en Becerril del Carpio, cerca de Mave (Aguilar de Campoo).
En Santillana, pues, parece que se trata
del mono encadenado o prisionero que, como el que lleva consigo Santa Juliana,
es la figura del diablo.
Según Swiechowksy, la figura del mono
tiene siempre un sentido peyorativo, “corresponde perfectamente –dice– a las
concepciones de la Edad Media. Hugo de San Víctor (m. 1141), que sigue una
tradición más antigua iniciada por los Padres de la Iglesia, en su tratado De
Bestiis, después de haber descrito las costumbres de los monos, dice que el
diablo tiene la figura del mono”, y Champeaux y Sterckx, por su parte,
creen que “el hombre degradado rea parece bajo el aspecto de un mono; una
primera caída le figura a cuatro patas, pero ello no es suficiente, se le añade
a menudo un rostro, a todo el cuerpo simiesco; lo trágico alcanza su mayor
grado cuando el escultor lo representa encadenado”.
4.1.4. Figuras animales,
primordialmente, combinadas con otras humanas
Si bien estamos haciendo una
clasificación de temas en vegetales, animales y humanos, multitud de veces se
da la combinación de dos de ellos, e incluso de los tres. En este apartado incluimos
aquellos capiteles que reúnen figuras animales como motivo principal y
protagonista de la historia narrada o simbolizada, y otras humanas que parecen
más secundarias en importancia. No deja de ser frecuente la representación de
animales enfrentados tête a tête, de tamaño relativamente grande, detrás de los
cuales, o sobre cuyos lomos, aparecen personajes humanos más pequeños. Con una
interpretación difícil, lo vemos en un capitel de la puerta de Argomilla de
Cayón, en otro capitel de la arquería del ábside de Cervatos, en Maliaño, etc.
Pudieran, como en San Benoit sur Loire, representar fieles que triunfan del
demonio por las plegarias (¿?). En Cervatos, también, estas imágenes humanas
aparecen tan sólo representadas por cabezas que se colocan por encima de los
lomos de los animales. Las imaginaciones actuales pueden volar libremente
buscando simbolismos.
Otra variación interesante, muy repetida
en el románico, y que en algún caso encontramos en el montañés, son los
animales devoradores de hombres, el llamado monstruo andrófago, que en diversas
actitudes se hace tema casi normal en la decoración de las iglesias. “El
león es concebido a la vez como símbolo del animal que devora, que hace
desaparecer, y como un símbolo que confiere a su víctima devorada algo de su
propia potencia vital, realizando en ella una verdadera metamorfosis al pasar a
través de la muerte”.
Leones andrófagos de la
pila bautismal de Bareyo
En
la pila de Bareyo, en el soporte de la cuba, se idean dos leones o monstruos
que están en trance de devorar a un cuerpo humano. Los leones andrófagos de
Bareyo representan, pues, bajo la pila bautismal, un principio de “regeneración”
(¿?). El bautismo como triunfador de la muerte espiritual del hombre, que
todavía no ha entrado en la iglesia de Cristo. El bautismo que es resurrección,
se alza sobre la muerte, que para el alma significa la separación de la
iglesia. En un capitel del arco triunfal de Silió otra cabeza monstruosa
engulle a un cuerpo desnudo. Es posible que también en ciertos casos el
monstruo andrófago tenga un simbolismo infernal. Los paralelos que podríamos
presentar son abundantes.
Citemos
sólo como ejemplos las representaciones de Sauvingny, Grandson, etc. Y en San
Martín de Elines, dos leones de uno de los capiteles de los grandes pilares,
engullen a dos infantes desnudos, presentándonos un buen ejemplo para dar pie a
muchas imaginaciones simbólicas que pueden resultar contradictorias, y que,
según nosotros creemos, dificultan muy sensiblemente el valor científico de
tales interpretaciones.
4.1.5. Temas iconográficos
El
artista románico, escultor o pintor, no solamente pretende decorar o animar la
vista, sino que esta decoración puede ser aplicada a verificar un relato, una
presentación de un suceso; la mayor parte de las veces de carácter religioso,
episodios narrados en los libros sagrados, muy fundamentalmente, pero también
sacados de historias o leyendas de santos, cuyas reliquias habían llevado a la
edificación de iglesias u oratorios. Si la decoración, como complemento del
edificio, pudo ser una característica distintiva del románico, ello es posible,
tal vez, porque el monacato cluniaciense siempre debió de ser partidario del
culto al icono, y esta con formidad debió de acentuarse por la influencia del
monje Hildebrando, en esos mediados años del siglo XII y que, seguramente, se
acentuó cuando fue elegido Papa en 1073. Hubo pues un verdadero despertar en
estos momentos en Europa, del uso de la iconografía en los templos, una marcada
insistencia en que a la arquitectura, y formando parte sustancial de ella, acompañase
la escultura y la pintura. En Cantabria lo prerrománico conservado: Santa María
de Lebeña o San Román de Moroso, no había utilizado más que lo decorativo
geométrico y vegetal. Ni una sola figura humana o animal se esculpió en estos
templos. Sin embargo, ahora, con pocos años de diferencia, en estos años
mediados del XI, con una prolongación indecisa (La Serna, Pesquera, que hay
cronología románica pero no se conserva iconografía humana), llegamos a la
segunda mitad del citado siglo y los primeros años del XII, en donde lo que se
construye se llena prácticamente de temática en donde el hombre y el animal van
a ser protagonistas; claro que, siempre en relación con los misterios y las
manifestaciones de la religiosidad, y con expresiones simbólicas que recogían
proposiciones comparativas sugeridas por los Padres de la Iglesia, y que,
luego, muy posiblemente, copiaban, sin acaso entenderlas, los artistas con
tratados.
4.1.5.1. Temas recogidos del Antiguo Testamento
En
Cantabria, podemos decir, que los temas preferidos son cuatro: Adán y Eva,
Daniel entre los leones, Sansón o David desquijarando al león y el sacrificio
de Isaac. Posiblemente, alguna representación de algún tema bíblico pueda estar
contenida en algunos capiteles de Silió, que han sufrido irreparables
destrozos, y permanecen inasequibles a nuestra interpretación. Los temas
descifrados son escenas que el románico viejo, pero ya pleno, no dejaba, por lo
general, de recoger, pues tanto en Francia como en España (tomemos como ejemplo
Moissac y Frómista, en el tema del Paraíso) son utilizados con preferencia a
otros. El “tema de Adán y Eva” es viejísimo y repetidísimo en el
románico77, y viene de antiguo, pues se ve ya en un sarcófago del siglo VI en
Puillé (Vienne) (SALIN, E., La civilissation mérovingienne, Quatrime Partie,
París, 1959, p. 414).
Las
iglesias románicas de Cantabria en donde se ha esculpido este tema son Bareyo,
Cervatos, Ríoseco y Santillana. En Bareyo aparece en un capitel de la arquería
superior del interior del ábside. Adán y Eva, como es normal, figuran desnudos,
uno a cada lado del árbol donde se enrosca la serpiente. Da la sensación de
estar sentados. Se cubren púdicamente con sus manos y Eva tiene junto a su oído
la cabeza del ofidio que le susurra la tentación. No parece verse la manzana,
aunque su postura puede indicar que ya han pecado.
En
Cervatos aparecen de pie, también a ambos lados del árbol. En una placa situada
en lo bajo de la enjuta izquierda de la puerta. El árbol, y la serpiente a él
enroscada, centran la escena que está realizada muy rústicamente y en una
piedra muy erosionada. Eva está recogiendo con la mano derecha el fruto que le
ofrece la serpiente. Tanto ella como Adán, cubren vergonzosamente los sexos.
En
Ríoseco, iglesia que se encuentra en la cuenca del Besaya, en el capitel
derecho de la ventana interior del ábside, de nuevo encontramos a nuestros
primeros padres. Esta vez, no se si porque alguno segó la figura de Adán, tan
sólo se ve a Eva. Está la mujer sentada a la izquierda del árbol (según el
espectador) y ocupa el lateral izquierdo del capitel. El manzano marca el
esquinal e inclina tronco y ramaje hacia Eva, que con la mano derecha aprieta
la manzana que la serpiente le ofrece. Otra manzana, en lo alto y otra parte
del ramaje ocupan el lateral derecho, donde la figura de Adán ya no está. Eva
aparece, como siempre, desnuda, con la cabeza de frente y el cuerpo de perfil.
Capitel 26 de la
Colegiata de Santillana: Adán y Eva, la tentación de la serpiente
Por
último, en Santillana, en la nave, en el capitel 26, y desde luego en su mejor
interpretación, volvemos a encontrar el tema. Es un bello capitel en cuyo
frente de la cesta se desenvuelve la escena bíblica. El árbol, en el mismo
centro, con sus raíces apoyando en el collarino. Eva, con sus pechos bien
esculpidos, queda a la derecha, de pie y casi de frente. Con su mano derecha,
doblando el brazo, sujeta la manzana. La izquierda la lleva al sexo, de donde
sale la cola de la serpiente que acaba de terminar su triple enroscamiento en
el tronco, fuerte y bien cilíndrico, como un fuste, que se abre en lo alto en
dos ramas que forman una especie de cuenco donde queda encerrada otra manzana.
Adán, a la izquierda, está también de pie, desnudo, y un poco asustado recibe,
como de improviso, una nueva manzana que el ofidio lleva en la boca y se la
acerca, estirando la rama, al rostro del primer hombre. Las ramas en donde
cuelgan las manzanas, la de Eva y la de Adán, forman con el tronco del frutal
una especie de áncora que da al conjunto una buscada simetría, que se acentúa
con las dos espléndidas volutas con las que termina el capitel. Los laterales
del capitel llevan: el izquierdo un personaje de pie, con la cabeza un poco
inclinada, que sostiene de frente, con ambas manos, un azadillo, como símbolo,
quizá, de la condena al trabajo. El lateral derecho esculpe una figura
femenina, también de pie y de frente, con toca, saya y manto, que con la mano
derecha hace el signo de bendición. A su izquierda aparece una cabeza aislada,
igualmente de frente, sobre la que posa sus patas delanteras un rostro de león.
Desde luego, se nos escapa el simbolismo de este grupo lateral acompañando a
Adán y Eva. Nunca en nuestro románico, aparece la expulsión del Paraíso. En la
torre de la colegiata de Santa Cruz de Castañeda, en el capitel del ventanal
ajimezado del muro oeste, de difícil contemplación, vuelve a repetirse la
escena de Adán y Eva, esta vez parecen sentados, teniendo a la derecha el árbol
con la serpiente tentadora.
El
tema de Daniel entre los leones es otro tema bastante repetido en el románico
cántabro, quizás en mayor número que la representación de Adán y Eva. Dentro de
las iglesias que nos parecen más viejas, está Santillana, pero sin embargo se
desarrolla toda ella en una cara frontal de uno de los capiteles del claustro
que, a nuestro parecer, son más modernos que los de la iglesia. La escena es
típica y muy acabada del suceso bíblico. Daniel en el centro de la cesta y
vestido de un manto tipo paenula, aljuba y saya, tiene postura de oración, con
las manos en alto que saca por debajo del manto. A cada lado aparece un ángel
que, con sus alas bien abiertas, parecen protegerlo. A sus pies, viniendo de
los costados, se tallan dos espléndidos leones que lamen sus pies. Es este
capitel –que se repetirá en su asunto en la pila bautismal, colo cada hoy
debajo de la torre– uno de los que más claramente aluden al sometimiento de las
fie ras. Aunque tratado el grupo con más desinterés y descuido que en el
capitel, creemos que ambos son de manos de canteros que labraron la iconografía
del claustro. Este motivo de Daniel, se junta a veces, lo que no es nuestro
caso, con el de Adán y Eva, como vemos, por ejemplo, en Saint-Gabriel
(Bouches-du-Rhône).
En
Cervatos, y en las arquerías del muro norte de la torre, podemos distinguir un
capitel muy desgastado con Daniel entre los leones. Y en San Juan de Raicedo,
en la metopa central sobre la puerta norte de la iglesia, se ve, en sillar muy
erosionado, un relieve bastante plano con la figuración de un personaje muy
tosco que alza los brazos, mientras dos leones rampantes se abrazan a su
cuerpo. Se ha pensado se tratase de Daniel, pero con una composición distinta
que sigue las formas del viejo tema de Gilgamesh de Uruk. También en la citada
iglesia de Río seco, y en el arco triunfal, los dos capiteles llevan: uno,
Daniel entre los leones, y el otro, San són y el león. El de Daniel aparece en
postura muy similar a los de Santillana: en el centro de la cesta, vestido con
capa fibulada y echada sobre los hombros y debajo saya; se ven sus pies
desnudos sobre el collarino que son lamidos por sendos leones que se inclinan a
sus pies. Daniel junta sus manos sobre el pecho en actitud de oración. En Aldea
de Ebro (Valderredible), en la iglesia de San Juan, volvemos a encontrar el
tema en el capitel derecho de la pequeña iglesia de finales del XII o comienzos
del XIII. La ordenación de las figuras, aunque muy ruralizadas, es parecida a
las señaladas, aunque los leones, que más parecen dos corderos, no llegan a
tocar los pies del profeta. El tema de Daniel en el foso de los leones es muy
antiguo, ya desde el siglo IV, y la escultura románica lo trató con profusión.
Tampoco se olvida de él el escultor o taller de San Martín de Elines que nos le
deja, groseramente tallado, en uno de los capiteles del falso transepto, en
unión de Sansón sobre el león.
Muy
repetido también es el tema de Sansón desquijarando al león. El juez israelita,
montando sobre la grupa del león, extiende sus manos hacia las mandíbulas para,
con su fuerza, abrirlas hasta producirle la muerte. El tema es tan repetido en
todo el románico europeo como lo ha sido el de Daniel. En Cantabria lo vemos en
Ríoseco en un capitel, como apuntamos, enfrentado en el arco triunfal, al de
Daniel. No es, sin embargo, muy repetido en Cantabria.
Creemos
que tan solo aparece, además de Ríoseco, en otros capiteles, uno en el exterior
del ábside de Santa María la Mayor de Villacantid, en compañía de un tema
también muy usado por el románico: la lucha de caballeros con mediadora, la
Tregua Dei. Otra iglesia es Santillana, en un capitel del claustro, el 7, y en
compañía también del guerrero triunfante recibido por su dama en el ángulo
oeste-sur; el Sansón que monta a un león parece haberse transformado en David,
ya que lleva sobre la cabeza una bien marcada corona. Recogería el momento
bíblico en el que David replica a Saúl (cap. XVII, 34-35): “Apacentaba tu
siervo el rebaño de su padre, y venía un león o un oso, y apresaba un carnero
de en medio de la manada. Y corría yo tras ellos y los mataba, y les quitaba la
presa de entre los dientes, y al volverse ellos contra mí, los agarraba yo de
las quijadas y los ahogaba y mataba”. En dos de los enormes capiteles de
San Martín de Elines, vuelve a darse el tema de Sansón sobre el león, pero en
uno de ellos no se ve muy bien el acto de desquijarar a la fiera. En el otro,
como acabamos de apuntar, el animal pone su pata delantera sobre cabeza humana
cortada, cosa que no suele darse en esta composición.
El
sacrificio de Isaac sólo aparece dos veces en el románico montañés. En la
iglesia de Bareyo, no en un capitel, sino en dos relieves del interior. Al
menos eso queremos pensar que representa el dúo de personajes sentados e
incrustados en el muro, y pido perdón, por mi osada interpretación. El de la
derecha está coronado y sostiene un largo cuchillo en su mano derecha que apoya
sobre el pecho; con la mano izquierda sujeta el brazo del otro personaje,
también sentado, más joven, que tiene sus manos sobre las rodillas. Otro
relieve cercano, del mismo tamaño, representa un ángel sentado, igualmente, que
mantiene un libro entre sus manos. Todo ello podría ser la síntesis del tema de
Isaac, tal como en la propia iglesia los mismos canteros supieron separar los
elementos tradicionales que formaban la escena de las Marías ante el sepulcro.
En
Piasca, en el capitel de una columna doble del ábside principal (exterior), la
iglesia nos va a ofrecer –esta vez con más claridad– el consabido tema bíblico.
El ángel, a la izquierda, detrás del carnero, presenta éste al patriarca
Abraham y le sujeta el cuchillo con el que el contristado padre del pueblo
hebreo se dispone a sacrificar a su hijo Isaac, que aparece, en el lateral
derecho del capitel, asumiendo, con rostro sacrificado, su muerte.
4.1.5.2. Temas recogidos del Nuevo Testamento
Son
estos temas, sacados de los Evangelios –auténticos y apócrifos–, los que más
son recogidos por nuestros escultores. Casi todos tienen iconografías muy
petrificadas que hacen mucho más fácil su interpretación. La escena de la
Adoración de los Magos (Epifanía), es, posiblemente, una de las más repetidas y
más invariables iconografías, no solamente en Cantabria sino en Castilla y
Europa. Hay ejemplares muy destacados, entre miles, en Santa María de Carrión,
Saint Bertrand de Commingges, Bourges, Moissac, Frómista… Las nuestras de
Cantabria son, a pesar de la semejanza ordenadora, muy distintas en estilo, y
con ciertas variaciones notables. Una de las más monumentales, y también más
viejas es la de San Martín de Elines, que se desenvuelve, acompañada de la
matanza de los Inocentes, en un espectacular capitel gigante de uno de los
pilares de la iglesia vallina. Es este capitel el más interesante y bello de la
iglesia, tallado en un excepcional tambor casi completamente circular. Son
figuras de un acentuado canon corto, realizadas, sin embargo, con gran
conocimiento de las formas y un cierto ingenuismo de gran fuerza expresiva, que
trasluce una maestría indudable en su ejecutor.
El
esquema compositivo es el mismo que, tradicionalmente, desde antes del
románico, repitió la iconografía cristiana: la Virgen sentada, a la derecha,
con el Niño en sus rodillas que hace el gesto conocido de la bendición. A la
izquierda, los tres reyes, coronados; los dos primeros en respetuosa
genuflexión y el tercero de pie. Como rareza, al cotejar el tema con los más
repetidos, está la no aparición de los caballos ni de la figura angustiada y “pensierosa”
de San José. Al maestro cantero no llegamos a conectarle con otras obras
próximas que pudieran delatarle como operante, durante años, en la comarca.
La
otra adoración, en parangón –por su bien hacer– a la anterior, es la que se
desarrolla en un capitel doble del presbiterio interior de Piasca. Pienso que
es una de las Epifanías más bellas del románico español y además muy completa y
de acuerdo con la iconografía tradicional, pues en ella aparecen todos los
protagonistas del evento: la Virgen en el centro, con el Niño sentado de perfil
en sus rodillas y atendiendo al trío real, que se labra a la derecha, y que se
completa con los prótomos de los tres caballos colocados, muy originalmente,
unos sobre otros. A la derecha de la Virgen, la imagen sedente de San José,
apoyado en su acostumbrado bastón en “tau”. En el lateral izquierdo del
capitel, la Epifanía se completa con una escena procesional con cruz alzada. La
factura de la Adoración de los Reyes de Piasca es, a mi parecer, bastantes años
posterior a la de Elines y hay que encajarla en el mundo románico de finales
del XII, hechura del maestro Covaterio, uno de los que formaban parte de los
que trabajaban, por esa década de los setenta del siglo XII, en la decoración
escultórica del monasterio de Santa María la Real de Aguilar de Campoo o del
cisterciense de San Andrés de Arroyo.
Con
menor interés, citaremos también las Epifanías que se labraron en los capiteles
de Santa María de Yermo, en el Besaya, y de La Fuente en Lamasón, aunque,
ciertamente, sean obra más tosca y popular. La primera, la de Santa María de
Yermo, llena el capitel derecho del arco triunfal. De izquierda a derecha, en
la cesta aparece una figura envuelta en una capa, que adelanta sus dos brazos
con extendidas manos, como para mostrar al espectador lo que a continuación
aparece: la Virgen sedente, con el Niño sentado en sus rodillas, bendiciendo,
ambos de frente. A continuación y doblando hacia el lateral derecho, los tres
reyes a caballo. Los animales, de perfil y ellos de frente. Los dos primeros
reyes no muestran más que la cabeza y busto. Al tercero se le ve sentado en su
caballo, con saya plegada y apoyando el pie izquierdo en el estribo. El primer
personaje, inclinado un poco aparatosamente y exaltado quizá aumentando su
grosor, puede ser un profeta que anuncia el acontecimiento. El que está de pie,
a la izquierda de la Virgen, no puede ser más que San José. La verdad es que la
des cuidada manera de esculpir no permite recoger detalles. La Epifanía de La
Fuente, recoge, de manera más desmañada, la de Piasca, ya que los caballos son
colocados con sus cabezas superpuestas.
El
siguiente tema que históricamente pudiera seguir al de Los Magos, es el de la
Matanza de los Inocentes, que en Elines, como hemos visto, se talló en el mismo
capitel. En Cantabria, tan sólo vemos recogido este tema en dos iglesias, la de
San Román de Escalante y en San Mar tín de Elines. En esta iglesia de
Valderredible, forma un conjunto de figuras sumamente interesantes y trabajadas
por el mismo maestro que labró la Epifanía, lo que ya asegura su calidad y,
sobre todo, su originalidad dentro de la iconología en Cantabria. Las actitudes
de los soldados decapitando inocentes; la de Herodes dirigiendo de pie y de
frente, con su corona y su lanza, la degollina; así como las lamentaciones y la
oposición de las madres, son representaciones que cautivan por su mismo candor
e ingenuidad, y que descubren, aún bajo el barniz de lo “naif”, la
maestría y el instinto de un buen escultor. La otra Matanza, es la que se
colocó en San Román de Escalante, en otro capitel que pesa sobre el
fuste-estatua de la derecha del presbiterio. En el lateral izquierdo aparecen
dos soldados con sus cotas de malla. En las manos derechas sostienen las
grandes espadas, y en la izquierda muestran las cabezas cortadas de los
infantes. El resto de la cesta, lo ocupan tres mujeres mesándose sus cabellos.
El patetismo está plenamente expuesto, marcando, mucho más aun que en Elines,
la desesperación de las madres de los sacrificados.
San Román de Escalante. Capitel de la matanza
de los Inocentes
Este
exceso de expresividad en Escalante, comparado con el cierto tono de
ecuanimidad del capitel de Elines, nos pueden distanciar en años ambas
representaciones que, para nosotros, podían muy bien marcar medio siglo de
mayor antigüedad para la iglesia vallina.
Un
tema que no suele ser muy frecuente en la iconografía románica es el del
Bautismo de Cristo. En Cantabria sólo aparece una vez en un capitel del
claustro de Santillana del Mar. Es el capitel número 3 (ver croquis numerado),
en su cara sur, que se llena, (aparte de otras escenas representadas en las
otras caras, entre ellas la degollación del Bautista), con tres figuras
indispensables para la escena: San Juan que se dispone a ejecutar el bautismo,
la imagen de Cristo sumergido hasta la cintura en las aguas del Jordán,
representado por multitud de peces que nadan en ellas, y un ángel a la derecha,
de perfil, que sostiene con su mano izquierda el brazo izquierdo del Señor.
Otro
episodio evangélico muy estimado por los artistas románicos es el de Las Marías
ante el sepulcro y los soldados dormidos. Sin embargo, tan sólo aparece en
Cantabria una sola vez, en la iglesia de Bareyo, y eso en una interpretación
tan esquematizada, que difícilmente llegamos a adivinar. Se desenvuelve la
escena –tan bien agrupada en las representaciones naturalistas– en cinco partes
separadas con cinco capiteles. En el primero se esculpen sólo los tres pomos de
per fumes que llevan a la tumba cada una de las Marías. En el segundo se
recogen los rostros sola mente de estos personajes. En el tercero, en dos
planos, aparece el sarcófago de piedra, ideado con el tipo de otro cualquiera
medieval, y sobre él –en el cimacio– las tres lámparas esféricas que adornarían
e iluminarían el santo recinto. En el cuarto, los soldados dormidos son
ilustrados por dos cabezas tocadas con un casco o gorro frigio, y dos escudos
junto a ellos.
De
las cabezas, una tiene los ojos cerrados (dormir) y el otro los tiene bien
abiertos, señalando la sorpresa. El quinto capitel recoge tan sólo unos
ventanillos de una torre almenada, desde donde ojos curiosos pare cen
contemplar la escena. Los personajes que aquí no aparecen son los ángeles
alados que en la iconografía general de este tema, siempre suelen estar
mostrando el sepulcro vacío, pero sí se ven sus cabezas y brazos que les
suponen. Toda esta reducción de los símbolos, se transforma prácticamente en
decoración abstracta, en una simplificación que parece casi moderna.
La
huída a Egipto o el sueño de San José. Tan sólo podemos casi asegurarle en su
capitel del lado derecho de la puerta occidental de Piasca. Dada la rotura
total de lo que debió de ser la Virgen con el Niño sentado en su regazo, puede
tratarse de la huída a Egipto o, mejor, el momento en el portal en que San José
es advertido por el ángel. Creemos más segura esta segunda suposición, pues S.
José está sentado, apoyado en su bastón de mango en “tau”, muy repetido,
y tiene cerca de su cabeza, como soplándole al oído, la cabeza del ángel que
tanto se pare ce a la de Isaac, que aparece también en uno de los capiteles
exteriores del ábside. A la izquierda de este grupo se ve un enorme lascado que
ha debido de hacer desaparecer a la Virgen sedente con el Niño. Este hecho
parece un latrocinio, pensando que, el que lo hizo, bien sabía lo que se
llevaba, pero con ello ha mutilado la escena de su parte más significativa. No
recordamos que este tema del Anuncio de San José se repita en otra iglesia
románica de Cantabria.
La
Crucifixión y el Descendimiento de la Cruz, son temas de clara continuidad.
La
Crucifixión y la permanencia de Cristo en la cruz, sin más acompañamiento que
un soldado, al parecer, que intenta hundirle la lanza en el pecho, se da, con
características de enorme tos quedad y falta de técnica escultórica, en un
capitel de San Andrés de Linares, lleno de impericia y ruralismo. Cristo, si es
que lo es, está desnudo sobre una cruz patada, ancha de brazos y, desde luego,
nada aquí puede hablar de expresiones o delicadezas. El soldado, más pequeño,
pero también desnudo, se coloca a la izquierda del Salvador. No sabemos que
relación tendrá con la escena central de la cesta, pues aquí vuelve a labrarse,
en el centro, otro hombre desnudo, de frente, que sostiene en la mano derecha,
y en alto, un largo hisopo, tal vez, y en la izquierda un cacharro o acetre que
sujeta con esta misma mano.
La
otra Crucifixión la hallamos en la iglesia vieja del pueblo de Arroyo, en la
orilla meridional del pantano del Ebro. Se trata del capitel izquierdo del arco
triunfal.
Está
Cristo clavado en una cruz no muy distinta a la que acabamos de describir,
aunque el Hijo de Dios aparezca en este caso un poco mejor tratado, pues aquí,
al menos, le visten con el perizoma o faldellín clásico. El capitel, además, es
más complejo en cuanto a los personajes que aparecen: hay un soldado a cada
lado del crucificado, con sus lanzas. El de la derecha clava el arma
profundamente en el costado de Jesús. Pero además hay otra figura femenina que
puede ser la Magdalena o la Virgen, que está de pie vestida con túnica de
amplias mangas y una inscripción sobre la cabeza que dice simplemente: María.
Otro
crucificado, solo en la cruz, también de anchos brazos, y de piedra, está en la
ermita de San Miguel de Olea, a la derecha del arco triunfal. Es igualmente de
factura muy rústica, muy parecida a las anteriores. Lleva Jesús, que permanece
hierático y frontal sobre la cruz, peri zoma hasta las rodillas, y apoya sus
piernas paralelas sobre el suppedaneum. Los tres Cristos crucificados de
Linares, Arroyo y San Miguel de Olea se sujetan con cuatro clavos.
El
Descendimiento. En dos ocasiones, también, se da este tema en nuestro románico
montañés, y con una iconografía muy semejante, en el momento en que parece
comenzar la operación de desclavar a Jesucristo. En el claustro de Santillana
del Mar, en su capitel número cinco del plano, en columna de doble fuste, y en
las cuatro caras de la cesta se desarrolla todo el episodio que tras la muerte
del Señor sucede en el monte Calvario en el momento de desclavar al
crucificado. En la cara lateral este, está el centro principal de la escena.
Uno de los brazos del Salvador que acaba de expirar, el derecho, ya despegado
de la cruz y con señales de rigidez propia, es sostenido por las manos de una
mujer que, cubierta de toca en la cabeza y manto embrazado, se dirige, de
perfil, en una actitud de cariñoso acercamiento. Es posible mente la Virgen, a
quien detrás de ella se muestra un ángel que parece acompañarla. El cuerpo de
Cristo, todavía vertical, apoya sus pies insensibles sobre el collarino y
sujeto aún a la cruz por su mano izquierda aún clavada, y a la que un hombre a
la derecha, con unas enormes tenazas trata de desclavar. Tal vez este personaje
represente a José de Arimatea, en tanto que otro hombre se abraza al cuerpo de
Cristo para sostener su cuerpo inerte. En el esquinal de la cesta, ya en la
cara norte, una mujer, tal vez la Magdalena, levanta sus brazos para tocar la
cruz, siguiéndola otro ángel con un incensario. El resto de la cesta es ocupado
por cuatro soldados portadores de lanza, espada y hacha de corte curvo.
El Descendimiento.
Capitel 5 del claustro de Santillana del Mar
En
la iglesia de San Román de Escalante se ideó el segundo Descendimiento que se
ha con servado en nuestro románico de Cantabria. La escena se parece bastante a
la desarrollada en Santillana. Se sitúa en el capitel derecho del arco
triunfal, y el asunto principal ocupa la cara central de la cesta: Cristo, ya
desclavado su brazo derecho, que queda doblado sobre la cintu ra, es sostenido
por una pequeña figura ¿San Juan?. En el esquinal izquierdo del espectador, y
más en grande, una mujer envuelta en manto, tal vez la Virgen, coloca su mano
izquierda sobre el supuesto San Juan. Al otro lado del Cristo hay también otra
figura pequeña, tal vez San José de Arimatea, que intenta con largas tenazas
desclavar el brazo izquierdo, y en el esquinal derecho de la cesta otro
personaje femenino que porta libro e incensario y detrás de él otro, tam bién
femenino, que sujeta con la derecha lo que puede ser un largo hisopo, y con la
izquierda un esférico acetre. Todo el lateral izquierdo está lleno de nueve
cabezas que pudieran simbolizar los apóstoles o algunos de los adictos a Cristo
que asistieron al sacrificio.
4.1.5.3. Iconografía de Santos
Hay
también en nuestro románico montañés –aunque no con la frecuencia que sin duda
tuvo que existir, puesto que sus reliquias daban origen a los monasterios–
representaciones escultóricas de los santos que en ellos se veneraban. Con
seguridad, la falta que apreciamos fue debida a que la mayor parte de las que
pudieron hacerse fueron trabajadas en madera y, por lo tanto, su conservación
fue más efímera, ya que, como sabemos, cuando la imagen envejecía y se
deterioraba, de modo que el pudrimiento llevaba a una obligada sustitución,
debían de ser enterradas. Con seguridad esto lo han confirmado diversos
documentos y la arqueología lo ha reforzado. Salvo las imágenes de la Virgen,
que siempre debieron de ser imprescindibles en toda iglesia medieval, muchas de
los santos patronos han perecido en el transcurso de los siglos. Las que se
hicieron de piedra, naturalmente, han llegado a nosotros en mayor número. En
nuestro Museo Diocesano de Santillana, se guardan algunas piezas románicas, de
madera, de santos o santas, muy escasas y en bastante mal estado.
En
piedra, generalmente, en relieve, que dura más que la estatua de bulto, pero
también en número muy reducido, podemos anotar las siguientes:
En
Santillana aparece Santa Juliana, advocación del monasterio, en una de las
escenas de su vida más representada: la del domeñamiento del demonio por la
santa, es decir, cuando ésta lo encadena y lo pasea por el pueblo. Así se ve en
alto relieve de finales del XII o principios del XIII. Es una gran placa de
piedra, que es muy posible que estuviese en el hastial occidental de una puerta
solemne desaparecida, que representaba a la santa, de pie y de frente en
actitud de suje tar a un homínido de cabeza animalesca bastante deteriorada –el
diablo–, que está de pie fren te a la santa, que aquí le ha ensogado por el
cuello (otras veces utiliza cadenas o le tiene subyugado bajo sus pies) y tira
de la cuerda para moverle. Sobre la santa, y para protegerla, un ángel
desciende del cielo para darle fuerzas. Esta placa relivaria es la más
monumental de todo el románico de Cantabria dedicada a ilustrar un momento
preciso del relato sobre la mártir de Bitinia.
Otro
ser celestial tallado en piedra que haya sido recogido por nuestros escultores
es San Miguel Arcángel. Le vemos en dos sitios en lucha contra el dragón. Uno
en Cervatos, en la enjuta izquierda de la puerta, figurado muy de frente
mostrando las dos alas y pisoteando y alanceando al dragón. Otra vez es en
Piasca, llenando el fuste de una columna de la derecha de la puerta occidental,
colocado de pie sobre la cabeza del dragón, que hace de suppedaneum, y
al que alancea en la cabeza. Tras de la suya aparece el nimbo circular, pero el
rostro ha sido privado de cara, por golpe con intención, quizá, de llevársela.
Parece que, al menos, en los ejemplos montañeses, San Miguel Arcángel aparece
de pie, en su lucha contra el dragón. En la otra forma, quizás más repetida, en
donde se idea a San Miguel, es en la Psicostasia, es decir, el peso de
las almas. En Santillana lo vemos así en el capitel del claustro, número
dieciocho, también de dos fustes. En el lateral norte se le ve luchando a
lanzazos contra el demonio y sosteniendo la balanza. El demonio aparece como
monstruo que sujeta con un brazo un racimo de siete cabe citas humanas
colocadas en sentido radial. Es muy curiosa la distinción de buenos y malos, y
su colocación singular de sus almas representadas por cabezas humanas colocadas
en una especie de alacenas. Otra posible representación de San Miguel en lucha
contra espantoso monstruo lo vemos en el capitel número diez del claustro de
Santillana al que parece sujetar con un lazo.
La
figura de un caballero armado de lanza, sobre su caballo, y ayudado por un
ángel que entre nubes le anima, ha sido interpretado a menudo como San Jorge en
su lucha contra el dragón. Así le vemos en Santillana, en un capitel alto de la
iglesia, el número cuarenta y tres, de cronología de finales del XII y obra
posible de los talleres del claustro; y en Yermo en su conocido tímpano tanto
al interior como al exterior. La asignación de este personaje a San Jorge es
discutida, viéndole otros como representación general de la lucha contra el pecado.
San Jorge en su lucha
contra el dragón. Capitel 43 de la Colegiata de Santillana del Mar
San
Pedro, con su casi indispensable compañía de las llaves le encontramos varias
veces en el románico montañés. Así se representa en Cervatos en la enjuta
derecha de la portada. En un pequeño relieve rectangular se le ve de pie, muy
toscamente tratado, revestido como obispo y con el báculo en la mano derecha y
la llave en la izquierda. Se ha pretendido interpretar esta pequeña escultura
como representación del obispo San Nicolás, y, con su historia o leyenda,
explicar toda la decoración “lujuriosa” de San Pedro de Cervatos. En
este mundo, todas las sugerencias son aceptables, pero la documentación prima
sobre todo lo imaginativo. Y el monasterio de San Pedro de Cervatos, tanto por
la documentación escrita como epigráfica, desde el siglo XI, lleva esta advocación.
Otro San Pedro, muy caracterizado por sus llaves en la mano, está en el relieve
de los cuatro apóstoles de Santillana del Mar. Lleva en su mano derecha, y
hacia lo alto, un libro en el que se lee: PETRVS APOSTOLVS LICANDI.
Representación de San Pablo en Piasca
Otro
apóstol que aparece bien determinado en la iconografía de los apóstoles es San
Pablo, considerado apóstol aunque no conoció a Cristo. En el románico de
Cantabria se nos ofrece –en bulto redondo, con inscripción aseguradora de PAVLVS–
en el friso columnado que está sobre la puerta del hastial occidental de
Piasca. Es una estatua de pie, parecida a la de San Pedro que está a su
derecha. Tiene cabeza barbada pero se acusa una calvicie con la que suele
representarse al apóstol de los gentiles. Lleva en su mano derecha un libro y
el nombre del santo.
Puede
también ser San Pablo, uno de los cuatro apóstoles, el segundo, que se
conservan en el citado relieve de Santillana, también por su característica
calvicie. Lleva en sus manos una filacteria en la que en línea muy fina
–posiblemente posterior al románico– parece escribirse el nombre de Paulus.
4.1.5.4. Diversas escenas de tipo religioso
Dado
el carácter fundamentalmente religioso de la Edad Media, aparte de los temas
saca dos de los textos sagrados, otras escenas rituales de la vida de la época,
es decir, algunas remar cables por su interés histórico o devocional no son
infrecuentes. Así en los capiteles de la iglesia de Barruelo de los Carabeos
aparece, en el arco triunfal, el momento solemne de una procesión a cruz
alzada, con la asistencia de un obispo portador de báculo, y el acompaña miento
de músicos de percusión y cuerda. Quizás pudo recogerse el acto de la
consagración de la iglesia de Santa María la Mayor, por el obispo de Burgos,
Mauricio, en el reinado de Alfonso X, u otra fiesta importante.
Sin
llegarse a saber que acto o acontecimiento quieren recoger, pero que por su
representación y actitud de las figuras se intuye como de carácter religioso,
existen en el románico montañés varios capiteles o relieves donde aparecen
personajes en actitud de bendición, tal es el caso de los capiteles de la
ventana exterior e izquierda del ábside de Silió, en los que figuran monjes o
sacerdotes, alguno bendiciente, que algo, sin duda, quieren relatarnos. Será
difícil llegar a averiguar lo que los maestros o esculpidores románicos
intentaban transmitir, pero estudios más profundos, dirigidos hacia estos
muchos interrogantes que aún permanecen como meras –y a veces aventuradas–
hipótesis, podrán ser desvelados y aceptados como indudables y convincentes
exposiciones, basadas en un verdadero conocimiento demostrable, y no sólo en
una arriesgada e infrenada imaginación.
4.1.5.5. Diversas escenas de tipo profano
La
lucha cuerpo a cuerpo entre infantes: puede considerarse un tema repetido
tradicional mente por el románico en general, y no deja de ser utilizado en el
nuestro. Su sentido profundo, según opiniones generalizadas de los estudiosos,
posiblemente en la mayoría de los casos tendría una trascendencia espiritual,
pero –como en líneas anteriores expusimos– al ser inca paces de descubrirla la
consideramos dentro de las escenas profanas. Puede ser esta lucha, “cuerpo a
cuerpo”, es decir, sin ningún tipo de armas supletorias de los
combatientes, sino el normal enfrentamiento de los cuerpos. Puede tratarse de
una simple solución de disputas personales, un “duelo de villanos”, e
incluso un juego atlético realizado por juglares o acróbatas que el románico
gustaba mucho de representar en capiteles y canecillos. En Cantabria tenemos
varios ejemplos, entre los que destacamos el que aparece en un capitel interior
del ábside de Castañeda, en su lateral derecho (capitel número cinco). Aparecen
los luchadores tan solo vestidos con las “femoralia”, una especie de
cortos pantalones ajustados que llegaban a las rodillas. Están ambos
enfrentados agarrándose por el cuello tratando, sin duda, de derribarse. Yermo
también nos proporciona una lucha similar en el capitel izquierdo de la ventana
interior de la iglesia. E igualmente la vemos en la arquería baja de San Martín
de Elines, capitel número 5.
Pero
puede ser también la lucha de infantes con armas. Así la vemos en el mismo
capitel número 5 de Castañeda. El centro de la cesta se llena con un
enfrentamiento entre dos individuos, esta vez vestidos. El de la derecha está
provisto de escudo en la izquierda y lanza en la derecha. Su contrario lleva
sólo lanza que choca con el escudo del enemigo, en tanto que éste pare ce
alcanzar al otro en pleno cuello. Ambas luchas, con armas y sin ellas, en un
mismo capitel, parecen relacionarse con la escena del lateral izquierdo que
presenta a otro hombre que abra za y toca el pecho de una mujer que parece
pasiva y que se cubre con toca rizada. ¿Son, acaso, luchas amorosas?.
En
la iglesia de Santillana del Mar, en el capitel número 51, entre la nave
central y la de la Epístola, se recoge igualmente una lucha de guerreros a pie,
que aquí se enfrentan con escudos y espadas (los “lidiadores” que
caracterizaba la inscripción de la metopa de San Quince). Es esta vez el
lidiador de la derecha el que es herido en la cintura al tener el escudo fuera
de uso, en tanto que el vencedor detiene con el suyo el espadazo de su
contrincante. Se ve que en estas luchas siempre tiene que expresarse quien es
el vencido, cosa que, sin embargo, no es posible saber en la lucha sin armas.
Lucha
a pie de hombre con animal o monstruo. Este tema es enormemente repetido en el
románico, por lo que, en realidad huelga señalar donde se encuentra, pues pocas
iglesias bien esculturadas dejan de tener alguno. Debe de tratarse,
simbólicamente, de la guerra entre el bien y el mal, recogida en las más
antiguas tradiciones religiosas, que puede ser aplicada a cuestiones como las
herejías, pecados y vicios.
En
Cantabria lo vemos en Mata de Hoz (capitel triunfal del evangelio), Santillana
(claustro, capitel número nueve, ayudado por un ángel que le sigue de cerca),
Piasca (arquivolta de la portada oeste). En estos dos últimos ejemplos los
protagonistas son soldados cubiertos con su cota de mallas, que atacan al
monstruo con espada o lanza. Este tema, al menos en Cantabria, suele aparecer
en iglesias de finales del XII.
Excelente lucha de
caballeros, con mediadora, en el capitel derecho del arco triunfal de Santa
María de Retortillo
Lucha
de caballeros, a caballo. Es un asunto muy repetido, aunque seguramente para
manifestar distintos hechos o actuaciones. Pueden aparecer sobre enfrentadas
cabalgaduras y con sus armas ofensivas (lanzas y espadas) o defensivas
(escudos, cascos y cotas de malla). Casi siempre en el momento de la dura
batalla, bien atacándose uno con lanza y otro con espada, bien los dos con
espada. Esta variación puede darse en una misma iglesia, como sucede en Retortillo
(Campoo de Enmedio) que en el capitel izquierdo del arco triunfal se figuran en
el primer caso, en tanto que en el derecho del mismo arco tan sólo se atacan
con espadas. En los dos van con sus cotas de malla, escudos y cascos. En San
Miguel de Olea, con una técnica escultórica muy rural, completamente distinta a
la de Retortillo, que labra piezas de alto valor artístico, como obras que son
de los buenos maestros de Aguilar de Campoo o San Andrés de Arroyo que actuaban
en el norte de Palencia en esos primeros años del último cuarto del siglo XII.
En Santillana, el capitel número cincuenta y cinco de las naves de la iglesia,
llena el centro de la cesta, otra lucha a caballo, sólo con lanzas, escudos
(uno redondo y otro piriforme) y cascos.
En
Villacantid, en la iglesia de Santa María la Mayor, hay también dos escenas de
luchas de caballeros. Al exterior, en un capitel del ábside, en escena muy
erosionada, y en paralelo con la de Sansón y el león, se representan dos
caballeros enfrentados que por falta de detalle no pueden ser bien descritos.
El izquierdo parece llevar caso y espada, y el derecho sólo se ve bien su
escudo ovalado con decoración radiada. La segunda escena de lucha en
Villacantid se recoge en el capitel izquierdo del arco triunfal. Aquí aparece
ya la mujer mediadora que se interpone entre los dos caballeros, sujetando con
sus manos las bridas de los caballos. Esta modalidad, también la vemos en el
capitel derecho de la nave de Retortillo, y es muy probable que el escultor de
Villacantid hubiese visto los capiteles de Retortillo.
También
en Santa María de Cayón, principal iglesia en este valle montañés, vuelve a
repetirse, por dos veces, esta lucha de caballeros en los dos capiteles del
arco triunfal que por figurar en ambos otras figuras que ellos alancean, y
otras que parecen volar desnudas, nos dejan perplejos lo que han querido
representar. ¿Se trata de un torneo con maniquís? ¿Qué nos quieren decir con
los personajes voladores? (Ver en esta misma enciclopedia Santa María de
Cayón).
Finalmente
es la iglesia de Yermo la que aclara, en cierta manera, una de las direcciones
de interpretación del tema de los caballeros luchadores, pues en el capitel
izquierdo de la puerta, uno de los contendientes, tiene detrás el rostro del
demonio, y su escudo es traspasado por la lanza de su contrincante, que sería
el justo. Aquí también interviene la mujer mediadora.
Lucha
del bien contra el mal, duelo guerrero, torneo, representación de cantares de
gesta (en Estella, los dos caballeros tienen su nombre, ROLDÁN Y FERRAGUT),
papel mediador de la iglesia, etc., son algunos de los hechos que pueden ser
representados en estos misteriosos y belicosos personajes.
El
caballero que vuelve victorioso. Es un asunto con frecuencia representado y que
en Cantabria lo vemos, en todo su desarrollo, en el capitel número siete del
claustro de Santillana. El Caballero, vestido con capa que cae sobre la silla
del caballo, se acerca por la derecha de la cesta, y es recibido por una mujer
con traje y tocado de apariencia noble. El caballero alza su mano derecha
abierta, en actitud de saludo, en tanto que sujeta, y para con las riendas, el
andar de su cabalgadura, que posa su pata delantera izquierda sobre el prótomo
de un animal un tanto humanizado, pero que no deja asegurar si se trata del
demonio, dado su estado de erosión.
La
mujer está de pie, en medio perfil, y saca de su largo manto, que le llega
hasta los tobillos, su brazo izquierdo que sujeta una palma. La figura
pisoteada por el caballo, parece significar el triunfo del caballero sobre algo
maligno o dañoso, sea guerra, vicio, herejía, etc. Este tema volvemos a
encontrarlo en un capitel de la torre de Cervatos (lado norte) y no deja de ser
frecuente en iglesias de otras regiones. En el relieve de la Dama y el
Caballero del Museo de Regla en Léon, los figurantes y sus actitudes son muy
semejantes a los del capitel de Santilla na, aunque este último no llega a
alcanzar el clasicismo y la finura del leonés, pero parece indudable que el
tema estaba plenamente consolidado en los finales del siglo XII.
El caballero que vuelve victorioso. Capitel 7
del claustro de la Colegiata de Santillana
El
tema de las venationes, tan utilizado por los musivarios romanos, se sigue
representado por los maestros canteros románicos, si bien con alcances mucho
más humildes. En Cantabria tenemos algún ejemplo aplicado a dos animales
indígenas: el oso y el jabalí. En uno de los capiteles del exterior del ábside
de Villacantid vemos la cacería del oso, sirviéndose de perros y de lanza.
Igualmente,
en Piasca, en un cimacio de la puerta de El Cuerno, está claro el enfrenta
miento de un cazador a un jabalí que le ataca, utilizando también la lanza.
4.1.5.6. Otros temas profanos con finalidad moral
No
sólo el artista románico sitúa en sus iglesias escenas que recuerden pasajes de
la historia sagrada y que, por lo tanto, contribuyen a mantener la fe en unos
misterios que la jerarquía religiosa estaba muy interesada en sostener, sino
que hace también hincapié en resaltar principios de perfección naturalmente
impuestos para controlar y reprender las desenfrenadas pasiones humanas. Así
vemos que hay muchas connotaciones artísticas que de muy diversas mane ras
tratan de hacer referencia a los pecados capitales. Sobre todo son los de la
lujuria y la avaricia los más representados en el románico viejo. Los primeros,
con figuraciones que no cercenan las realidades, sino que incluso las acentúan,
caso por ejemplo de los canecillos de Cer vatos. El exceso sexual suele ser
simbolizado por una mujer desnuda a la que dos serpientes muerden sus pechos.
Así lo vemos en Cervatos, en el capitel número cuatro de la arquería interior
del ábside; en Ríoseco (capitel de la ventana exterior del ábside); en Yermo,
en un canecillo del muro meridional de la iglesia; y en Sobrepenilla
(Valderredible) en un capitel del arco triunfal, en relación con el peso de las
almas y la captura por el demonio de un avaro y esta de la mujer adúltera. Pero
es sobre todo en los canecillos donde el cantero románico dispone actitudes que
se corresponden con la lascivia o la inclinación sexual: hombres y mujeres
desnudos en disposiciones exhibicionistas, uniones carnales admitidas o
censurables, escenas amorosas de abrazos o besos, etc. Esto lo vemos muy
repetido en Cervatos, Villanueva de la Nía (lateral izquierdo del capitel
derecho del arco triunfal), Yermo, San Martín de Elines, etc.
El
tema del avaro o de la avaricia aparece en el románico montañés, que sepamos,
dos o tres veces. Siempre se figura con una bolsa colgada del cuello, sin duda
para fustigar el que se hace rico con malas artes. Le vemos en un canecillo de
Yermo maltratado por un demonio, y en Sobrepenilla que, como acabamos de ver,
hace pandant con una mujer atacada por serpientes. También en este capitel de
la iglesia vallina tiene detrás a un demonio que, en la izquierda, le muestra
una moneda y con la derecha parece taparle la boca, como si el cantero quisiese
poner de manifiesto otro gran pecado: el de la maledicencia. Otra iglesia que
parece dedicar un capitel al avaro, es la de Pujayo. En la ventana del muro
sur, en la cesta izquierda se talla una figura que, en su centro, puede estar
mostrando a un codicioso que, sujetando con las dos manos una bolsa colgada del
cuello, puede estar prisionero de los demonios que parecen llevársele consigo.
La erosión y desgaste de la pieza no permite dejar claro el asunto.
Los
seres mitológicos han perdurado en la iconografía románica, siguiendo una
tradición muy vieja sustentada en las creencias populares que, posiblemente,
todavía podían estar vigentes en la sociedad rural de esos siglos, y que
aparecerían, muchos de ellos, en las leyendas e historias truculentas siempre,
así como en los Bestiarios. Este mundo de lo imaginario es inna to en el hombre
de todas las épocas, y la fuente de todos los mitos y leyendas; y el simbolismo
y la representación, por lo que vemos en lo románico, serían manifestaciones
derivadas de esta tendencia. Todas las imágenes de seres fantásticos: el
centauro, el unicornio, los monstruos inexistentes, los animales mixtos (el
grifo, el basilisco, la mantícora, etc.).
El
tema del centauro, de viejísimas raíces, lo encontramos en Cantabria en
actitudes y compañías diversas. Lo vemos en Castañeda (cazador de cabras),
Cervatos (con grifo), Mata de Hoz y Piasca (enfrentamiento de centauros),
Santillana (persecución entre entrelazos de un ser humano).
Lucha de centauro
ballestero con cabra. Santa Cruz de Castañeda
Otros
temas profanos suelen tener muy directa relación con lo sexual. En muchas de
nuestras iglesias de Cantabria se dan figuras de mujeres lascivas, hombres
itifálicos y actos sexuales más o menos naturales. Así aparecen en canecillos y
capiteles, sobre todo, con un variado pro grama de lascivias, en Cervatos (con
repetidos canecillos con imágenes que ahora llamaríamos pornográficas y que
dieron, por ello, fama “popular” a la iglesia). Aunque se ha visto, con
el paso a los estudios más detenidos sobre el románico, que estos escabrosos
temas se repetían, si bien con menor obstinación, en otras iglesias de
Cantabria. Santillana, y en un capitel del ábside interior de la epístola, el
nº 11 de nuestra seriación, la representación sexual es tan exagerada que
parece más caricaturesca que realista; y otro en la misma iglesia, el nº 4 del
ábside del evangelio, vuelve a insistir, aunque mutilado, en el acto de la
masturbación, y ello, en capiteles que creemos de finales del XI o primeros
años del XII, es decir, en una primera fase del llamado por nosotros, románico
“dinástico”.
5. Elementos de la arquitectura románica en Cantabria
Aun
cuando no hemos de hallar grandes novedades en los elementos románicos de
nuestra arquitectura montañesa, en relación con lo que es normal en este
estilo, sí que conviene hacer un estudio general de ellos en vista, sobre todo,
a señalar cualquiera originalidad o, en su caso, posible relación con edificios
más o menos próximos. Quizá también al analizar cada uno de estos elementos
podamos encontrar paralelos que puedan aclararnos más las direcciones y
originalidades de nuestro románico. Sigo para este análisis la ordenación que queda
establecida del siguiente modo:
5.1. Muro
Los
muros con que son normalmente construidas nuestras iglesias románicas se forman
con doble paramento de sillería colocada a soga y tizón, rellenándose
interiormente, para amalgamar ambas hiladas exterior e interior, con mortero de
cal y piedra. A veces, caso de Santillana, Cervatos, San Martín de Elines,
etc., muchas de las hiladas no mantienen esta norma como principio general,
colocándose sillares casi del mismo tamaño con lo que desaparece el sistema
soga-tizón. La altura de las hiladas suele ser aproximadamente la misma aunque
también, en algún caso, puede haberlas más estrechas. Esto queda bien patente
sobre todo en los interiores de la Colegiata de Santillana.
La
piedra utilizada suele ser una arenisca que toma con el tiempo un tono caliente
dora do, que en unas iglesias suele acentuarse más que en otras. Un caso
excepcional es el muro del ábside de Cañeda construido de piedra toba. La
anchura de los muros varía, naturalmente, aunque la normal viene a colocarse
entre los 90 y 110 cm contando ambos paramentos.
El
aparejo de sillería suele ser utilizado en iglesias de grandes proporciones
(Santillana, San Martín de Elines, Castañeda) y también en otras más reducidas
de tamaño como puede ser Cer vatos, Yermo, Bareyo, etc. En el caso de capillas
pequeñas no deja de ser normal la utilización de la mampostería para los muros
y sillería para esquinales y vanos; y esto incluso en iglesias que encierran en
su interior muestras artísticas de valor, como San Román de Escalante. La
mampostería puede, en algún caso, como Santa Catalina de Laredo, utilizarse
para monumentos de proporciones considerables, y abarca incluso a los muros de
la espadaña, aun siendo, la del edificio citado, la pieza más grandiosa entre
todas las torres espadañas de la Montaña.
5.2. Torres
En
el románico cántabro hallamos, como es normal, todo tipo de torres, pues junto
a la más sencilla –la espadaña–, y más repetida, existen también las torres
prismáticas y las cilíndricas.
5.2.1. Torres prismáticas
En
escaso número de ejemplares, dos, merecen ambos (Castañeda y Cervatos) una
descripción especial. La torre de la iglesia de Castañeda se adosa al muro Sur
de la nave y, aunque parece ha sufrido restauración en alguno de sus muros, se
presenta como una pieza esbelta de planta casi cuadrada, apreciándose dos
cuerpos: uno muy elevado que llega hasta la misma base de las ventanas
ajimezadas superiores, y en el que se abren vanos de arco semicircular. En el
muro oeste hay incrustadas diversas molduras de billetes sin orden especial
alguno. El segundo cuerpo, un poco rehundido en relación con el anterior,
parece de la misma época aunque pudo ser añadido un poco posteriormente. En
cada paramento lleva dobles ventanas separadas por columnas con capiteles; a la
altura del cimacio de éstos corre una imposta sencilla por todos los lados que
divide en dos partes este segundo cuerpo que acaba en cornisa de caveto
soportada por canecillos iconográficos. Toda la torre es de sillería
perfectamente dispuesta con el mismo sentido que el resto de los muros de la
iglesia. Su fecha más probable son los años comprendidos en los dos primeros
tercios del siglo XII, recordándonos en cierta manera la vieja torre de San
Pedro de Cardeña cuyos distintos cuerpos se marcan, como en Castañeda, por
muros reentrantes apareciendo también las viejas ventanas ajimezadas cuya
transcripción vemos igualmente en nuestra iglesia.
La
torre de Cervatos, ya más tardía, justamente de finales del XII, se presenta
como construcción algo menos esbelta formada por tres cuerpos separados por
impostas resaltadas en donde apoyan las ventanas. El cuerpo inferior es casi
macizo, con una sola ventana al Este; los dos restantes, los más altos, se
abren en arquerías de arcos apuntados, con canecillos de clara influencia
aguilarense. Los esquinales de estos dos cuerpos se rompen en columnas
angulares. Su parentesco más próximo lo hallamos en la torre de Santa Cecilia
de Aguilar de Campoo, con muy semejante disposición, y ambas siguen directrices
anteriores que hallamos en alguna linterna de la primera mitad del XII en
tierras de Burgos, como San Pedro de Tejada, El Almiñé, Vizcaínos de la Sierra,
etc.
5.2.2. Torres cilíndricas o husillos
Dos
son también los monumentos con torres cilíndricas que existen en La Montaña, y
los dos pueden ser datados dentro del primer tercio del siglo XII. Se trata de
las Colegiatas de Santillana del mar y San Martín de Elines. Los antecedentes
de este tipo de torres, dentro del románico español, los hallamos sin duda en
la iglesia de Frómista, construida como se sabe hacia 1060 en la línea conocida
del románico “dinástico”. La situación, sin embargo, de las existen tes
en esta iglesia palentina no se corresponde con la que tienen las torres
montañesas. En Frómista enmarcan el hastial del oeste, a modo de guardianes de
esta puerta, mientras que la torre de Santillana y la de Elines se colocan en
el muro sur en las proximidades de la linterna o del crucero.
Husillo de Santillana
del Mar y linterna
En
Santillana se adosa a la línea de unión entre la nave lateral del mediodía y la
nave del crucero de esta misma orientación. La finalidad debió de ser la de un
campanil o husillo, y parece fue añadida después de la traza general del plano
inicial del edificio, pues oculta en parte una ventana románica del muro sur.
Se compone de cuatro cuerpos separados por impostas de billetes, estando el
último abierto en ventana ajimezada con capitel. La torre de San Martín de
Elines se adosa al muro sur de la linterna y también debió de ser construida
para campanario, aunque ahora en la parte superior aparece acrecida y
modificada. Se presenta como un cilindro seguido, sin separación de cuerpos, y
sólo con alternantes aspilleras. Si la comparamos con la torre de San Pedro de
Tejada (Burgos), o el Almiñé, parece que estas torres, tan semejantes a la de
Elines, se construyen como subida al campanario-torre colocado sobre la
linterna. Es muy posible que la planta de Elines tuviese en principio
establecido, como complemento a la linterna, el consabido campanario que
posiblemente después, por razones que desconocemos, no llegó a construirse, por
lo que la torre circular de Elines, pensada como simple escalera helicoidal de
subida a aquél, quedó convertida en aprovechado campanil.
5.2.3. Espadañas
Lo
mismo que en el resto del románico castellano, las torres más abundantes,
destinadas a la disposición en ellas de campanas, son las conocidas y populares
espadañas, colocadas casi siempre sobre el hastial. La importancia, tamaño y
solemnidad de estos elementos constructivos son muy variados, encontrándonos
con espadañas de una enorme sencillez, un simple apéndice del muro para la
colocación de una campana (caso de San Román de Escalante), y otras
verdaderamente monumentales como la de San Martín o Santa Catalina de Laredo,
ver dadera excepción al
término medio, que es lo más normal. Santa Catalina es, quizás, una de las
iglesias románicas con espadañas más gigantesca, de tres cuerpos, gran anchura,
y cuatro, dos y una troneras, respectivamente, de abajo a arriba. Entre estos extremos
(San Román y Santa Catalina) existe una extensa gama de variaciones. Son
frecuentes las de dos simples troneras pareadas (La Fuente, Arenillas de Ebro,
etc.), y la de una sola tronera aún con espadaña voluminosa (Piasca, San Miguel
de Olea, etc.). Las hay con tres troneras, dos en el piso inferior y una
centrada en el superior (Bolmir, Retortillo, Villaverde de Hito, Aldea de Ebro,
etc.), disposición que, con variaciones de forma, es la más repetida en las
espadañas montañesas. Estas variaciones pueden ser comprendidas en tres bloques
fundamentales: Tipo a) Espadaña rectangular o recta, con la misma anchura de
arriba abajo (se da en Aldea de Ebro, Villaverde de Hito, Retortillo, Bolmir,
etc.). Tipo b) Espadaña de dos cuerpos, el superior más estrecho (se da en
Santa María de Hito, San Andrés de Valdelomar, Castrillo de Valdelomar, La
Fuente, Sobre penilla, etc.) Tipo c) Espadaña de tres o más cuerpos que se van
escalonando en disminución hacia lo alto (se da en Allén del Hoyo, Laredo,
Ruijas, etc.). Estas últimas pueden ofrecer divergencias señaladas en anchura,
amplitud de los cuerpos, etc.
A
estas espadañas puede subirse, para alcanzar directamente las campanas de sus
troneras, merced a tres tipos de escaleras: a) escaleras exteriores adosadas al
cuerpo inferior de la espadaña, en procedimiento similar a las subidas de las
cabañas pasiegas (las vemos en Retortillo, Aldea de Ebro, Riopanero, Santa
María de Hito, etc.); b) escalera poligonal (San Andrés de Valdelomar); c)
escalera cuadrangular (Montecillo). Las espadañas de una sola tronera (San
Román de Escalante, Piasca, etc.) no suelen tener ningún acceso, tocándose la
campana por el procedimiento vulgar de la cuerda atada al badajo.
Lo
mismo que existen campaniles-torres exentas, sucede también con la espadaña,
aunque siempre esto es excepcional. En Cantabria conocemos las espadañas
exentas de Castrillo de Valdelomar (hoy convertida en torre cuadrada), y de
Aldea de Ebro, de Bolmir y de Santa María de Valverde.
5.3. Contrafuertes
Es
normal la variación de contrafuertes, y analizando los diversos tipos que
existen en el románico montañés podríamos, a semejanza de la clasificación que
hicimos en Palencia, seña lar los siguientes tipos:
a)
Prismático, muy poco resaltado, que en algún caso (Santillana) aparece como un
simple apeo muy bajo, y otras veces llega casi hasta la cornisa (San Martín de
Elines, San Miguel de Olea, Villanueva de la Nía, Yermo, etc.), e incluso
alcanza la altura del tejado (Santa María de Cayón, San Andrés de Valdelomar,
la misma Santillana).
b)
Prismáticos y más resaltados, que suelen reforzar la unión de la nave y al
ábside. Pue den llegar a la cornisa, sin canecillos, como en Cervatos, o ser
recorridos por éstos, como en Santa María de Cayón. San Juan de Raicedo combina
los dos tipos. A veces estos contrafuertes se dan también en el ábside (Santa
María de Valdelomar y Castrillo de Valdelomar).
c)
Prismáticos acabados en talud, como en Cejancas, San Juan de Raicedo, Yermo,
etc.
d)
Prismáticos con columna entrega adosada, como los del ábside de Santa María de
Cayón.
Tipos de contrafuertes: a, b, c y d
Existen
también los llamados contrafuertes de columnas, generalmente en los ábsides y
con las siguientes variaciones:
1.-
De columna exenta, de tambores, apoyada sobre contrafuerte prismático (San
Martín de Elines).
2.-
De columna exenta, monolítica, apoyada sobre contrafuertes prismáticos que
alcanzan los arcos de las ventanas del ábside (Navamuel, Cervatos, Villasevil).
3.-
De columna entrega simple apoyada en contrafuertes prismáticos que ocupan el
cuerpo inferior del ábside (Santa María de Hoyos, Liérganes, Quintanilla de
Rucandio) o más de medio ábside, como Rioseco.
4.-
De columnas dobles entregas, o con tambores, apoyadas en contrafuerte
prismático con o sin talud (Piasca, Retortillo, etc.).
5.-
De semicolumna entrega sobre la que apoya otra columna, monolítica o entrega,
que sube en dos tramos hasta la cornisa (Castañeda, Santillana).
Variaciones 1, 2, 3, 4 y 5
5.4. Portadas
Consideramos
“portadas” a los vanos que hacen el servicio principal y más solemne de
entra da a la iglesia, denominando “puertas”, simplemente a aquellas
otras más secundarias de acceso a claustros u otras dependencias del monumento.
La situación de la portada suele darse en el muro sur de la iglesia
(Santillana, Cervatos, Rioseco, Yermo, Bareyo, Bolmir, etc.), si bien casi tan
frecuente es su colocación sobre el muro Oeste del hastial (Castañeda, San
Martín de Elines, Pias ca, etc.), y en algunos casos pueden existir portadas en
ambos muros, caso de San Vicente de la Barquera, Retortillo y Santillana, si se
acepta la posibilidad de una desaparecida al poniente. Posiblemente la puerta
principal de Bareyo estuvo al Oeste y desapareció con la construcción de la
torre moderna. Más rara es la colocación de la portada en el muro norte, sobre
todo en esta región montañesa donde las humedades en este lado cargan con gran
fuerza. Sin embargo, tenemos un ejemplar, San Juan de Raicedo, que destaca bien
claramente su entrada más solemne en el muro septentrional. Un caso
excepcional, Santa María de Villacantid, y ello no como consecuencia de la
puesta en práctica de un plano primitivo, sino por traslado posterior con
motivo de ampliación de la iglesia, nos ofrece su portada orientada al Este,
junto al ábside.
La
composición de las portadas del románico cántabro se acomoda a dos principales
organizaciones. En los edificios importantes, las portadas se inscriben en un
pequeño muro sobre saliente del general de la iglesia, formando un anticipo que
se corona por cornisa apoyada sobre canecillos. Tal sucede, por ejemplo, en
Santillana del Mar, Cervatos, Raicedo, Castañe da, Retortillo, Yermo, Santa
María de Cayón, Bárcena de Pie de Concha, etc. En esta línea pero sin
canecillos, está la portada de Piasca que se resalta en el muro de la espadaña.
Otras
veces, las portadas se abren en línea con el muro del monumento, como en San
Martín de Elines, Ruijas, Montecillo, Aldea de Ebro, etc.
Lo
normal es la existencia de varias arquivoltas que apoyan en columnas y en las
jambas prismáticas que separan a aquéllas. Existen portadas con dos columnas
(Raicedo), cuatro (Santillana), seis (Cervatos) y hasta ocho (Castañeda). En
las iglesias pequeñas del sur de la provincia son frecuentes las portadas sin
columnas, extremadamente sencillas, que llevan una chambrana, o guardapolvos,
apoyada sobre las jambas.
La
decoración de las arquivoltas es muy variada. Los edificios más antiguos, sin
embargo, suelen organizar aquéllas a base de simples baquetones y medias cañas,
lisos, sin ninguna decoración. Las arcaduras de la portada de Santillana del
Mar son prismáticas, sin ningún tipo de moldura, recordando bastante la
disposición de las de Frómista, por su enorme sencillez y por el sistema de
dovelaje claro y preciso. La de Castañeda combina los consabidos baquetones y
medias cañas, exentos de talla decorativa, que se cierran con un guardapolvos
labrado, muy semejante a la portada de Cervatos, salvo que en esta última se
trabaja el tímpano y dintel con una trama de follaje casi de ataurique. La
portada de Raicedo arma sus arquivoltas, simplemente primitivas, como en
Santillana, coronándose por un guardapolvos de decoración geométrica y
animalista. La de Santa María de Cayón sigue esta misma línea, apoyando las
arcadas sobre un cimacio seguido que descansa directamente sobre un juego de
jambas, sin columnas. El paso siguiente a esta simplicidad decorativa es la
talla de motivos geométricos en los baquetones, utilizándose los dados o
billetes, la división en fascículos, las rosetas, bolas en las medias cañas,
etc. (Rioseco, Yermo, etc.). Culmina esta carrera artística en portadas ya
tardías, como Piasca, en donde las arquivoltas se cuajan de talla, tanto
vegetal como animalística y geométrica.
Es
frecuente también, en las portadas más antiguas, y con muro sobresaliente, la
colocación en éste de relieves incrustados más o menos desordenadamente.
Es
el caso de Santillana y Cervatos que siguen así una organización muy corriente
en el románico dinástico y que caracteriza las portadas de San Isidoro de León
o Platerías, en Santiago. Estos relieves se concretan a veces, y casi
exclusivamente, a metopas colocadas entre los canecillos del alero que defiende
la puerta, como sucede en Raicedo y también en Cervatos.
Puerta occidental de
Piasca (arriba) y portada meridional de la Colegiata de San Pedro de Cervatos.
No
es frecuente el uso de tímpanos en el románico montañés. Si bien existen
algunos muy notables en Cervatos, Yermo y Retortillo, con decoración vegetal,
animalística o iconográfica de gran interés. Con ello nos acercamos más, en
este sentido, al románico burgalés que al palentino, pues éste no ha ofrecido
ni un solo tímpano, mientras que el románico de Burgos los tiene repetidamente
(San Pelayo de Mena, Santa Cruz de Mena, Tablada de Rudrón, Moradillo de
Sedano, etc.)
En
relación con los capiteles de las portadas, podemos señalar que las iglesias
más antiguas (Santillana, Cervatos, Castañeda, etc.) llevan siempre capiteles
sencillos, fundamentalmente animalísticos, sin grandes florituras de talla. Un
sentido mucho más barroco, detallista y minucioso, se da en aquellos de
edificación más reciente, como Piasca, donde el sentido del bien labrar ha
adquirido ya una acusada y filigranesca desenvoltura.
5.5. Pórticos
Indudable
sinrazón, en un clima de humedad acusada como el montañés, parece la no
existencia de pórticos o galerías porticadas, en anticipo a las iglesias, que
tan frecuentes son en el románico burgalés o segoviano, por ejemplo.
Desconocemos
el porqué de esta carencia de un elemento constructivo que tan admirablemente
debería compaginarse con las necesidades ambientales de la provincia. Ninguno
de traza románica se ha conservado, y no parece, además, que hayan existido. En
esto coincidimos con Palencia que tampoco ha ofrecido ninguno. Un cierto boceto
de pórtico, ya indudablemente tardío, y cerrado, se da en Barruelo de los
Carabeos, pero es prácticamente más bien una nave de muro denso y sin vanos que
nada tiene que ver con los pórticos de bellas arquerías de Burgos o Segovia.
5.6. Ábsides
Lo
mismo que en todo el románico castellano (Palencia, Burgos, Soria, etc.)
existen los dos tipos de ábsides normales: el rectangular y el semicircular,
estando ausente el poligonal al exterior, tan característico de lo
cisterciense, que se perfila en Cantabria exclusivamente, y muy tímidamente, en
la estructura interior del monasterio de Piasca. Esto nos permite, a
diferencia, por ejemplo, de Palencia, señalar lo que ya apuntábamos en el “Ambiente
Histórico” de que en los finales del XII pocos monasterios importantes se
edifican ya en Cantabria, y que las corrientes del Cister afectan, pues, en muy
poco, a nuestros monumentos. La fábrica de Santo Tori bio de Liébana, gótica en
su construcción actual, debió de levantarse sobre planta románica de ábsides poligonales,
tal como pudimos comprobar al realizar nuestras excavaciones en este monasterio
(véase “Santo Toribio de Liébana”, en esta misma obra, tomo III). La
cabecera de la nave sur, la más vieja, de la iglesia de la Asunción de Laredo,
y la capilla del Cristo de Santander son también testimonios de esa estructura
poligonal en los ábsides que en nuestra provincia se asimila ya a edificios de
claras manifestaciones ojivales.
Ábside único de San
Román de Escalante
Por
lo que se refiere a los ábsides semicirculares y a las cabeceras que éstos
forman, la norma general es la construcción de un solo ábside como consecuencia
de la existencia tam bién de una sola nave, y esto en iglesias de categoría
monumental como San Martín de Elines, Cervatos, etc., que no poseen crucero.
Las que tienen tres naves, o una sola nave con crucero, como pueden ser
Santillana y Piasca, en el primer caso, o Castañeda en el segundo, suelen
construir sus cabeceras con tres ábsides, siendo el central más elevado e
importante y los late rales más reducidos.
La
organización externa de los paramentos de estos ábsides semicirculares varía
–como hemos visto al hablar de contrafuertes– en la disposición de sus
elementos. Los ábsides de Santillana, por ejemplo, están divididos
horizontalmente, como en San Martín de Frómista, en dos bandas separadas por
moldura de billetes. Verticalmente los ventanales se enmarcan entre columnas
que, lo mismo que en Frómista, recorren todas la altura del ábside. Castañeda
tiene muy parecida estructura. San Martín de Elines, Cervatos, Santa María de
Hoyos, Quintanilla de Rucandio, Rioseco, Villasevil, Navamuel, etc., combinan
el contrafuerte prismático para el cuerpo inferior y la columna para el
superior. Lo mismo sucede en Piasca, salvo que en esta iglesia las columnas
absidales son de doble fuste, tal como vemos también en el ábside de
Retortillo, o en los de La Fuente y Villacantid. Otras iglesias dividen verticalmente
el paramento del ábside por simples contrafuertes prismáticos que llegan hasta
la misma altura de los canecillos (San Miguel de Olea, Raicedo, Yermo, San
Andrés de Valdelomar, San Martín y Castrillo de Valdelomar, etc.). Sólo Bareyo
presenta esta división a base de columnas entregas que van de arriba abajo, y
que es un tipo muy repetido en el románico del norte burgalés (Vallejo de Mena,
Siones, San Pantaleón de Losa, Bárcena de Pienza, Abajas, etc.). Muchos otros
ábsides carecen de división alguna vertical, tal como sucede en Bolmir, San
Martín de Hoyos, Santa Catalina de Laredo, San Román de Escalante, San Martín de
Quevedo, Villa nueva de la Nía, Bárcena de Pie de Concha, etc.
Cabecera con tres
ábsides en Santilla del Mar
Junto
a estos ábsides semicirculares existen también los rectangulares que se dan
sobre todo en iglesias de un románico o muy primitivo y humilde, caso de las
ermitas de Enterría o San Pelayo, en Liébana, o en un románico ya muy avanzado,
predominando en este último caso en muchas de las iglesias del sur de la
provincia, como en Aldea de Ebro, ermita de Dondevilla de este mismo pueblo,
Montecillo, Sobrepenilla, Quijas, Riopanero, San Cristóbal del Monte, Carabeos,
etc., muy en relación con el románico popular del norte palentino con el que
nuestro románico de Valderredible forma indudable unidad.
5.7. Ventanas
Los
tipos de ventanas que aparecen en el románico montañés son los mismos que
normal mente se dan en el románico castellano, e incluso en la arquitectura
general de esta época. Tanto en los ábsides como en los muros pueden abrirse vanos
que llevan arco de medio punto y se organizan de la manera más simple a la más
complicada. Con una visión global podríamos distinguir las siguientes
disposiciones en las ventanas de nuestro románico:
5.7.1. Sin columnas
a)
Aspilleras, o estrechas aberturas rectangulares –enmarcadas por sillares
verticales y horizontales–, que pueden llevar arquillo de medio punto o
terminación horizontal a modo de arquitrabe. Ambas tienen en común que están en
línea con el paramento exterior del muro sin presentar ningún abocinado a la
calle. Se dan en Argomilla de Cayón (muro norte), San Miguel de Olea (ábside),
Bárcena de Pie de Concha (ábside), Barruelo de los Carabeos (pórtico), Bolmir
(ábside), Cañeda (ábside), San Martín de Elines (torre y muro sur), etc.
b)
Aspilleras abocinadas al exterior, y enmarcadas o con molduras o con arco
doblado. Se ven en iglesias como Arenillas de Ebro, Rioseco y Fombellida, en
ventanitas en el ábside, o en Barruelo de los Carabeos, Retortillo (ventanas
laterales del ábside), etc.
c)
Ventanas anchas, sin columnas, ni abocinadas al exterior. No son frecuentes,
pero hay ejemplos en Bárcena de Pie de Concha (en la espadaña), o en Castañeda
(ventanas bajas y medias de la torre).
5.7.2. Con columnas
a)
Con dos columnas. Son las más frecuentes, y se corresponden con iglesias de
mediana importancia. Las vemos en abundancia en los ábsides, pero también
existen en cual quiera de los muros. Tenemos numerosos ejemplos en Argomilla de
Cayón, Raicedo, Bolmir, Retortillo (ventana central del ábside), Castañeda
(ábside), Cejancas (muro), Cervatos (muro y ábside). Santa María de Hoyos,
Quintanilla de Rucandio, etc.
b)
Con cuatro columnas. Es éste siempre un tipo que suele estar en concordancia
con una importancia bastante destacada de la iglesia. En Cantabria las vemos en
Bareyo, Santa María de Cayón, Santillana y poco más.
c)
Ventanas dobles con columnas diversas. Son muy escasas, aunque las encontramos
en el ábside de Bareyo (ventana central) y en Cervatos (piso superior de la
torre). Pensamos que su existencia es ya significativa de una cronología
avanzada del siglo XII.
d)
Ventanas dobles con una sola columna central. Al contrario, este tipo de
ventanas ajimezadas, de medio punto, jambas lisas exteriores y columna central
con capitel, parecen de una época tardía del románico, fines del XI y primera
mitad del XII. Las hallamos en la parte superior de la torre de Castañeda, y en
la torre cilíndrica de Santillana.
En
algún caso, lo que es más bien excepcional, podemos hacer notar la existencia
de ven tanas cuyo arco aparece trilobulado. Tal es el caso de una ventana de la
linterna de la iglesia de Castañeda y otra en el ábside de Piasca.
Ventana central del ábside de Bareyo
Ventana doble con
columna central de la torre cilíndrica de Santillana
Ventana con cuatro
columnas del ábside de Santillana
5.8. Cúpulas y linternas
Dado
que la linterna suele suponer la existencia de cúpula sobre el crucero, es
natural que aparezca solamente en iglesias de proporciones acusadas o
desenvolvimiento monumental des tacado. Por ello son escasos los edificios
románicos de la Montaña que fueron planteados con este aditamento constructivo
de tanta vistosidad y apariencia. En todo el románico cántabro sólo nos es
dable conocer cuatro linternas: la de Santillana, la de Castañeda, la de Bareyo
y la de San Martín de Elines.
Todas
ellas cubren y arman, al exterior, distintos tipos de cúpulas: las de
Santillana y Elines, sobre pechinas; la de Castañeda sobre trompas, y la de
Bareyo, muy especial, es piramidal reforzada por arcos, a modo de crucería, que
apoyan en cuatro ménsulas. La cúpula de Santi llana parece ha sido muy
modificada, tal como apunta Lampérez en su clásico libro sobre la arquitectura
religiosa; los nervios cruzados que ahora aparecen tienen aspecto muy posterior
y es de suponer que fuese una cúpula semiesférica lisa como la que existe en
Castañeda, bien que ésta se sirva de trompas para convertir, como en Frómista,
el cuadrado en octógono. El mismo Lampérez apunta la posibilidad de trompas en
la primitiva cúpula de Santillana.
La
linterna de Santillana se muestra al exterior como torre cuadrada, y esta forma
tienen también las de San Martín de Elines y la de Bareyo. La menos destacada
como torre es la de Elines que, con la de Bareyo, es la más sencilla y humilde
de apariencia. Mucho más ricas, con canecillos, arcos ciegos, columnas
angulares, etc., son las de Santillana y Castañeda, sin duda las linternas más
monumentales de nuestro románico. La linterna de San Martín de Elines
posiblemente se planeó para la colocación de un piso superior con arcaduras y
campanas –tal como aparece en la linterna de San Pedro de Tejada, en Burgos–, y
para lo que se construyó la torre escalera cilíndrica sin explicación actual.
Copia, en este sentido, la disposición de Santillana donde el husillo cilíndrico
se encuentra en sitio semejante (muro sur, junto al crucero).
5.9. Arcos
Por
lo general predomina siempre el arco de medio punto característico del románico
clásico. Se acude pocas veces, salvo en algún edificio ya de época avanzada, al
arco apuntado. Así es normal el medio punto en iglesias viejas como Santillana,
Castañeda, San Martín de Elines, etc., que en algunos casos, como el triunfal
de Argomilla de Cayón, aparece muy vahído quizás por defecto de construcción o
reforma obligada posterior. En monumentos de finales del XII, que son
claramente contemporáneos, como pueden ser Bareyo y Escalante, uno de ellos,
Bareyo, sigue utilizando el medio punto para su arco triunfal, en tanto que el
segundo ya construye con apuntado. Los arcos de ventanas, aún en iglesias de
esta última época, siempre son de medio punto; no así el de las puertas que,
aunque excepcionalmente, pueden apuntarse. El apuntamiento de los arcos, como
sabemos, no es, por otra parte, una característica sólo exclusiva de iglesias
de época avanzada; puede darse sin dificultad a mediados del XII, y un caso en
Cantabria podría ser el arco triunfal de las ruinas románicas de Maliaño que
estimamos de los años iniciales de la segunda mitad de la duodécima centuria.
Excepcionalmente,
ciertos arcos de medio punto se alzan sobre destacado peralte, tal como sucede
en las arquerías altas (derecha) de Bareyo. No puede pensarse en este ejemplo
como reminiscencia asturiana, pues ya la iglesia es bien avanzada de los finales
del siglo XII. Tampoco pueden apreciarse recuerdos árabes o mozárabes en
nuestro románico, tal como existían bastante patentes en el románico palentino,
pues el arco de herradura del muro izquierdo del presbiterio de Santillana está
lejos de ser un influjo directo de los clásicos arcos ultrasemi-circulares.
Existe, sí, el arco trilobulado en dos casos que recuerde: una ventana de la
linterna de Castañeda y la ventana central del ábside de Piasca, ya con clara
concepción gótica. Aspecto de arcos multilobulados presenta también uno de la
arquería baja de Bareyo, pero esta sinuosidad viene más bien dada por la
especial moldura que lleva, y más claramente en la portada de Polanco.
La
mayor parte de las espadañas, que se dan fundamentalmente en el románico de la
zona sur de la provincia, lleva arcos apuntados (Santa María de Valdelomar,
Riopanero, Quijas, Allén del Hoyo, San Andrés de Valdelomar, etc.), como los
lleva igualmente la espectacular espadaña de San Martín o Santa Cecilia de
Laredo.
5.10. Bóvedas y cubiertas de madera
Debido
sin duda a la humildad de muchas de nuestras iglesias románicas y a la
abundancia de madera de gran calidad para la construcción, la mayor parte de
las cubiertas, salvando las bóvedas del ábside y presbiterio, y del crucero
cuando existe, son de madera. Iglesias altas y de potentes estructuras, como
puede ser San Martín de Elines, cubren siempre su nave con estructura lignaria.
Algo semejante debió de suceder con la primitiva cubierta de la colegiata de
Santillana en su nave mayor. La de Castañeda creemos, sin embargo, que cubrió
esta nave con cañón sobre fajones, bóveda que fue reformada en el siglo XVII
siguiendo organización semejante a la románica.
Los
ábsides y presbiterio, como acabamos de indicar, y aun siendo las iglesias de
reducido tamaño, se cubren con bóveda de horno y de cañón semicircular o
apuntado respectiva mente. Las naves del crucero, en Santillana y Castañeda,
son igualmente de cañón en medio punto. La bóveda de nervios aparece como un
hecho ya tardío que suele sustituir la cubierta de madera, como en Santillana,
o que se acomoda a directrices pseudogóticas o cistercienses como en Piasca. No
conocemos ninguna bóveda de arista en el románico montañés y tampoco es seguro
la tuviesen las naves laterales de Santillana.
5.11. Apoyos
Como
en todo lo románico, el apoyo normal que se encuentra en los edificios
montañeses es la columna con su correspondiente capitel. En los arcos
triunfales y en los de naves y cruceros las columnas suelen ser entregas, es
decir medias columnas construidas con tambores que se incorporan a la masa del
muro. En los ábsides suelen aparecer, para apoyar la cornisa, aparte de los
canecillos, capiteles sostenidos por columnas exentas con fustes más o menos
altos; tal es el caso de muchas iglesias cántabras como Santillana, Castañeda,
Cervatos, San Martín de Elines, etc.
Ciertos
arcos triunfales, caso de Santa Catalina de Laredo, pueden apoyar sobre
pilastras prismáticas adheridas al muro en sustitución de columnas.
En
las iglesias de varias naves aparecen los pilares con bastantes variantes. La
Colegiata de Santillana los tiene cruciformes, con medias columnas, apoyados
sobre grandes basas circulares. Los del crucero da la sensación que fueron
acodillados sin la existencia del gran basamento, tal como son los del mismo
sitio de Frómista. Los de Piasca son cruciformes sin columnas.
Pilar
enormemente original, y no muy repetido en toda la arquitectura románica, son
las grandes pilastras circulares que aparecen en la iglesia de San Martín de
Elines. Son enormes columnas entregas, de arco casi semicircular, que soportan
la cúpula de esta iglesia. Los fustes se organizan a base de sillares y
terminan en gigantescos capiteles de trazado cilíndrico. Por su
excepcionalidad, creemos interesante intentar buscar paralelos en otros
monumentos románicos de cronología diversa. Sin duda parecen trasunto de
grandes columnas exentas que, aunque excepcionalmente, aparecen en algunos
edificios italianos, sobre todo, ingleses y franceses, bien con fustes
monolíticos o bien construidos con sillares, como en San Martín de Elines. En
Italia existen sólo semejanzas en la rotonda del Santo Sepulcro de Bolonia, con
sillares, construida entre 1150-1160; en Piacenza, sin cronología clara; en San
Vitores delle Chiuse (Fabriano, Ancona), del siglo XII; en Lugano in Teverina;
en Como en su basílica de Sant Abundio, acaba da a finales del XI101. En
Inglaterra, en Sothwel, 1100-1150; en la Fountains Abbey (Yorkshire), terminada
en 1170; iglesia de Dirham, comienzos del XII; Dunpermline (Fife), empezada en
1128; Gloucester, terminada en 1160, etc102. En Francia existen con sillería en
Le Mans (Sarthe), siglos XI-XII; en Saint Savin (Vienne), siglos XI-XII; en
Neuvy-St-Sepulchre (Indre), siglo XI; en Saint Nectaire (Puy-de-Dôme), primera
mitad del XII; en Fournus (Saône-et-Loire), siglos XI-XII, etc. De cómo llega
este grandioso tipo de pilar a San Martín de Elines es algo que desconocemos,
pues ninguna semejanza hallamos con otros románicos de las provincias
limítrofes, donde no se da este ejemplar de pilar con capiteles que son
verdaderos relieves continuos.
La
ménsula también es utilizada como apoyo en algunos casos, tal las de la cúpula
de Bareyo.
5.12. Fustes
Generalmente
los fustes de las iglesias románicas montañesas son lisos, monolíticos o de dos
o tres tambores, en las portadas. Excepcionalmente se dan algunos tallados en
toda su superficie con diferentes motivos. Los más antiguos de éstos, al
parecer, son los acanalados verticalmente que existen en el interior de los
ábsides de Santillana, si es que no son añadidos de finales del XII, como
pudiera ser. Fustes de este tipo, con acanaladuras, los vemos también en otros
dos edificios tardíos, como Bareyo (ventana sobre las arquerías derechas del
presbiterio) y Escalante (fuste izquierdo del arco triunfal). También hay algún
ejemplo de fustes con decoración helicoidal o a tornillo; se repiten formando “pandant”
en los mismos lugares e iglesias anteriores. Villacantid posee un fuste con
molduras en zig-zag, y creemos que éstos son los únicos no lisos que ofrece el
románico montañés.
Noticia
aparte merecen los fustes-cariátides o fustes-estatuas, escasísimos en nuestro
románico. Tan sólo los vemos en Bareyo (un solo caso en la arquería del
ábside), y en Escalante (dos fustes con figura de la Virgen sedente y santo o
apóstol). En Piasca, un fuste de la portada (lado derecho) lleva esculpida la
figura de San Miguel Arcángel luchando contra el dragón, del tipo en bajo
relieve que veíamos en la portada de Santiago de Carrión.
5.13. Basas
Variado
abanico de basas hallamos en nuestro románico, con diversidad de formas y de
posibilidades. Utilizando una u otra decoración, pueden darse en todo el ámbito
de este estilo arquitectónico. Igual que hice con el románico palentino (1961)
y con el de Santander (1979), y para evitar una prolija descripción, ofrezco un
número suficientemente denso de variaciones.
Diversos tipos de basas del románico cántabro,
según Miguel Ángel García Guinea y Mario Gómez Calderón
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Colegiata de Castañeda”, en Semanario Pintoresco Español.
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