martes, 29 de abril de 2025

Capítulo 56, Románico cantabro

La Cantabria románica: La construcción del territorio (años 1000-1200)
Tiempos de transición
Entre el año 1000 y el año 1200 el milenario espacio de Cantabria experimenta una profunda transformación. Son tiempos de cambio. Cambios políticos y cambios sociales. Pero también cambios económicos y cambios territoriales. No es este el lugar de establecer cuáles fueron esos cambios en el terreno de lo político y lo social. Tampoco es este el lugar de fijar los cambios económicos.
Todos ellos, no obstante, aparecen o se vislumbran, porque se transparentan al considerar los cambios en la organización territorial de la vieja Cantabria, la que aflora en las fuentes clásicas, la de las guerras con los romanos, la de Estrabón.
Sobre todo esta última porque es la que nos transmite una visión más amplia, más social, más completa, sobre el territorio de los montañeses en tiempos de la expansión romana.
Los cambios producidos en estos siglos, desde la conquista e incorporación al dominio romano, no fueron baladíes. Más de 1000 años significa posibilidad de transformaciones pro fundas. Y sin duda se dieron, lo suficiente para que el territorio que antaño se identificaba como Cantabria fuera absorbido, en parte, por Asturias, lo que desdibuja y oscurece la pertenencia cántabra de los territorios más orientales de Asturias, de tal forma que este topónimo, que en origen identifica el espacio original de los astures, en el curso alto del Esla, se apodera y asimila el que pertenece a los cántabros occidentales. La Historia muestra que este tipo de procesos es habitual. No nos podemos extrañar. Los pueblos montañeses, es decir, los pueblos cántabros, quedaron asimilados por la realidad política astur, en el alto medievo. Otra realidad, la de la lengua, iba a facilitar que la percepción territorial cántabra se asimilara a la castellana.
Aunque serían necesarios estudios de carácter lingüístico rigurosos, para determinar el significado de términos como la propia voz Cantabria, parece comprobado, hasta ahora, que ese topónimo y el correspondiente gentilicio cántabros, identifican la condición física, geográfica, de esos pueblos y de su entorno. La Montaña traduce Cantabria, y montañeses traduce cántabros. No es casual ni circunstancial que a partir del siglo XII se conozca a los habitantes de este territorio del Norte de la península ibérica como montañeses y que el territorio correspondiente se identifique como La Montaña.
Por ello podemos considerar estos dos siglos como tiempo de cambio de identidad territorial, del que es indicador el cambio en la lengua. Cambio de las lenguas prerromanas y del latín al romance castellano. El Poema de Fernán González ya habla de La Montaña y elogia sus cualidades, asociadas a la ganadería.
Entre los siglos X y XII las permanencias cántabras se resuelven en realidades castellanas, por la doble vía del poder y de la lengua. Se puede apreciar cómo las clases dominantes cántabras se reconocen en el mundo castellano en el que se integran. Y se puede percibir cómo el territorio cántabro y los cántabros se incorporan al mundo castellano, al castellanizarse o latinizarse. Cantabria pasa a ser La Montaña; los cántabros, montañeses. El tránsito se produce de modo imperceptible. Cantabria se sumerge en la sombra de la Historia y La Montaña aflora como un término geográfico que no identifica un territorio con límites reconocidos pero que responde a una percepción geográfica, a una condición geográfica de quienes habitan las mon tañas. Pero sabemos que en el siglo XII hay minorías sociales relevantes que, en Castilla, se identificaban como cántabras y con Cantabria; y que la Montaña surge en ese momento como un espacio que se identifica con, y traspone, el de Cantabria. De Cantabria a la Montaña: a La Montaña por antonomasia. Otras “montañas”, la de Palencia, la de León, carecen de la identidad que se atribuye y reconoce a La Montaña por excelencia. Aunque la de Palencia corresponde sin duda al espacio “montañés”, es decir, cántabro.
La continuidad, la notable persistencia de caracteres montañeses, de constantes históricas que parecen traspasar el tiempo, de permanencias o rasgos que transitan sobre el tiempo, no nos puede ocultar el cambio. Cantabria no sólo cambia de nombre. Cambia también de naturaleza. El tránsito, visible en dos siglos, tiene raíces profundas.
Una manifestación de esos cambios es física: nuevos edificios, nuevas formas de construir, nuevas técnicas emergen en Cantabria, en La Montaña, en ese período clave. El románico eclosiona por tierras cántabras con inusitada fuerza, con espléndida perfección. Al tiempo que se construyen edificios nuevos, en que se manifiesta la expansión y dominio de lo eclesiástico, se construye también un nuevo territorio: se construyen terrazgos y se ordena un espacio bajo nuevos presupuestos, desde un nuevo elemento, las villas y su impulso urbano.
El románico se manifiesta como una revolución silenciosa que altera en profundidad la naturaleza de Cantabria. Le cambia el nombre por impulso del nuevo idioma o lengua que se gene ra en estas tierras, le cambia las formas de explotar sus recursos, le cambia el horizonte espacial en que se desenvuelve. La Montaña se abre en todos los puntos cardinales. Se inserta en un nuevo orden mundial: el de Castilla y la Europa atlántica. Entre el año 1000 y el 1200 la faz cántabra adquiere, en esos dos siglos, rasgos que definirán su desarrollo durante más de 700 años. 

1.       La construcción del territorio. Montes y lugares
1.1.         Lugares y barrios: Ocupación y asentamiento
Los historiadores medievalistas han puesto de relieve el desbordante caudal de creación de nuevos asentamientos en el territorio de Cantabria que surgen de mano del testimonio documental contemporáneo, asociado a un proceso que tiene una doble componente: la ideológica, que acompaña a la cristianización de estas tierras, y la social, que deriva de la feudalización. El vínculo con los poderes socio-políticos que se imponen más al Sur, camino del Duero, es patente. El trasfondo visible en esos procesos son centros de poder ubicados en tierras del Ebro, como los monasterios de San Millán de la Cogolla, de Oña o de Nájera; o en tierras del Duero, como el obispado de Burgos, el obispado de Palencia y el de León. O del poder político, caso de los condes de Castilla y, en general, de la nobleza castellana. De ellos procede la mayor parte de nuestra información en este período.
Es patente la persistencia de grupos sociales y poblaciones asentados desde antiguo: los topónimos lo delatan al mismo tiempo que descubren la distinta intensidad de esa ocupación arraigada, como se observa en Liébana, con una notable riqueza de lugares identificados con topónimos de honda raíz prerromana, y la densidad baja de la misma, en términos generales. Los testimonios de esos dos siglos y de los inmediatos anteriores no nos ofrecen vínculos de continuidad con los pueblos y sociedades de diez siglos antes, que conocemos por las fuentes grecolatinas, aunque a veces afloran como ráfagas que nos descubren su arraigo: Sámano es un excelente ejemplo de persistencia. Cabuérniga también. Pero resulta una parva cosecha. La sociedad del siglo I antes de la Era cristiana se ha desvanecido. En el siglo XI lo que resuena no se identifica con los términos del mundo cántabro aunque nos lo recuerde. No hay pueblos, hay lugares y territorios. El pueblo como comunidad se convierte en lugar. Tudanca es un ejemplo.
Los lugares son la principal referencia. Identifican el preciso asentamiento de cada comuni dad como conjunto de unidades domésticas y, al mismo tiempo, dan entidad al poder social: tienen realidad física. Agrupan casas y solares; en su doble acepción, social y física. Social como unidades o grupos s humanos, físicas como suelo, como territorio. La posesión de esos lugares o de parte de ellos o el poder de usufructo o disposición de los mismos o de una parte de ellos, identifica el poder social. La mayor parte de los testimonios que nos han llegado de esos tiempos y lugares son precisamente manifestaciones directas de ese dominio. Dejan constancia de ese poder de uso, de esa capacidad de disposición.
En muchos casos respecto de lugares que manifiestan, por su toponimia, que arraigan pro fundamente en la tierra de Cantabria. En muchos otros, en lugares nuevos, que por una u otra vía se insertan como parte de Cantabria, al poner en explotación un nuevo segmento de ese territorio, transformado de monte a lugar con su específico término, en un proceso de roturación y ocupación. Las iglesias avanzan y se incluyen en el territorio, respetando las tramas sociales, como parece indicarlo el que se levanten aisladas entre los lugares de asentamiento, asociadas a ellas. Pero con ellas aparecen nuevos lugares que enriquecen la malla territorial.
Nombres de santos (San Martín, San Vicente, Santa Juliana, Santa María, entre otros), términos latinos o castellanos que identifican los lugares por sus rasgos físicos (Somo, Arenas, Agüera, Llano, Campo, Cabezón, Vega), o sociales (Población, Abadía, Estrada, Puerto), topónimos que descubren generaciones nuevas en el proceso de ocupación del territorio, dan fe de esa expansión y de ese cambio que, en apenas dos siglos, cambia la naturaleza territorial de Cantabria. Se añaden a los que recuerdan la profundidad de las raíces cántabras y la persistencia de significados heredados: Liébana, Cos, Miengo, Turieno, Suances, Igollo, Bárcena, Brez, Cóbreces, Luena, Toranzo, Soba…, entre otros muchos que atestiguan la continuidad de ocupación a lo largo de más de mil años.
Lo que comparten todos estos lugares, aunque la identificación varíe entre locum y villa en los documentos, es un perfil homogéneo. Todos ellos aparecen como una agrupación de “casas”, en el sentido de hogares o unidades domésticas, de orden social, físicamente diferenciadas. Cada una de ellas se muestra configurada como un recinto, marcado por una cerca de piedra, vegetal o valladar, que podemos intuir de una superficie de varios cientos de metros cuadrados. Es el solar o quintana. Se ordena como un espacio múltiple, que combina elementos de un terrazgo interno, intensivo, de huertos, herrenes y cortinas, con espacios edificados de residencia, de trabajo y auxiliares.
Recinto ocupado por varios edificios de distinto uso, casas de habitación; hórreos para pre servar los frutos; lagares, áreas para elaborar vino o sidra; corrales, cortinas, áreas cercadas dedica das a cultivos de hortaliza; huertos, pumares, reunidos bajo un común borde o límite físico, un muro o seto. Un espacio construido asociado a cada grupo familiar, propio de éste. Algún documento de esta época nos permite aventurar la naturaleza de estas construcciones. Son de madera, con techos o cubiertas de paja, que se sujeta con largos maderos, o çangatos, que disponen de grandes portales o covas bajo el hastial, en un edificio a dos aguas, de una o dos plantas, éstas excepcionales, en que debemos suponer se albergaban tanto personas como anima les. Técnicas constructivas que permanecerán durante siglos, antes de que se extienda el uso de la piedra y la cantería, asociado, sin duda, al propio mundo románico y a su saber hacer.
Este recinto, como tal solar o quintana, es decir, como unidad social reconocida, es un sujeto de derechos en la colectividad: derecho de acceso al espacio común, es decir, derecho de salida (exitus), a través del antuzano o espacio inmediato a la entrada o puerta que delimita lo privado y le une con lo público (caminos y terrenos). La agrupación de varias de estas “casas” o solares, es decir, de estos recintos que también aparecen identificados como quintana, forma el lugar o villa. La villa rural, agraria, a la que se refieren los documentos de forma habitual. Este espacio de lo privado o doméstico se identifica con el intus, como dicen los documentos para referirse a él, en contraste con el espacio exterior, el resto del término común, lo exterior o foras, vinculado a la colectividad. Durante los siglos XI y XII podemos intuir que tales villae o lugares no cuentan más allá de media docena de tales solares.
Estos lugares gobiernan o explotan un territorio que en su mayor extensión es compartido por esas casas o solares como un espacio común, de uso colectivo, que los documentos nos recuerdan con la expresión de los derechos a aguas, montes, entradas y salidas. La inmensa, abrumadora mayoría, del espacio cántabro, en la época del románico, es un espacio de bosques y pastos en el que los barrios campesinos resultan ser apenas lunares en la predominante masa de uso pastoril. Verdaderas selvas sobre las vertientes y laderas de los valles debían de ocupar los dos tercios de la superficie de estos lugares y de Cantabria; dilatados pastizales en las brañas o puertos sobre los lomos cacuminales, sobre las cumbres y collados. Se corresponde con una sociedad que sigue siendo de pastores, configurada por comunidades que tienen en la explotación del monte su principal recurso. Por ello los montes siguen siendo el principal patrimonio de los lugares de Cantabria. 

1.2.         Silvas y montes. Un territorio pastoril
La mayor parte del término ocupado por cada comunidad, perteneciente a cada lugar, fue, en los siglos XI y XII, monte, tanto arbolado como bajo y matorral, así como de pasto o herbazal de distintas condiciones. Montes arbolados de roble, en sus distintas variedades, y haya, las dos frondosas dominantes con presencia secundaria de otras especies vegetales, como el pino, en algunos sectores muy localizados; la encina en grandes extensiones sobre las calizas, tanto de las áreas bajas como las altas; el alcornoque en algunos ámbitos favorables, caso de Liébana, en los valles más abrigados, además de aquellos estimulados o extendidos por el hombre, como el castaño.
Cantabria, como bien indica su nombre, forma parte de la montaña cantábrica y pertenece al dominio atlántico. Es decir, es un territorio agreste y húmedo, cuenta con una vegetación abundante, que en los períodos posglaciares llegó a colonizar la totalidad del espacio, en el que se han impuesto las especies caducifolias del bosque atlántico, robles y hayas, un bosque mixto en el que se desarrolla bien el bosque galería fluvial, y al que se adapta, en suelos específicos, calcáreos, el encinar con sus cortejos habituales. Y en el que no falta, y sobrevive, en estos siglos medievales, en algunas áreas, el pinar de pino silvestre. Las vertientes de este territorio montañoso, las laderas de los valles, los bordes fluviales, son el dominio del bosque. Una selva densa, continuada, que podemos imaginar como un clímax vegetal, desde las vertientes lebaniegas, en particular las orientadas al Norte, hasta las de Pas y Soba. Cantabria en los siglos XI y XII es un gran bosque o silva, como dirá, ya en el siglo XV, el Apeo de 1404, y como evidencia, cincuenta años antes, el excepcional testimonio del Libro de la Montería, de Alfonso XI. Lo que nos afirma en el dominio del bosque y la vegetación en estos siglos anteriores.
La abundancia de precipitaciones a lo largo del año es un atributo destacado del clima atlántico. Un carácter que tiene una doble consecuencia de indudable importancia en la explotación económica pastoril: la abundancia de humedales y la potencia vegetal del territorio. La Cantabria de los siglos XI y XII, la nueva Montaña, es un espacio agreste dominado por el bosque y los pastizales en las laderas y tierras altas. Es un territorio de humedales, de extensos y diversos humedales. Las desembocaduras de los ríos principales y secundarios en el mar se con figuran como dilatadas y preservadas superficies de marisma con amplios pastizales salobres, a los que con toda probabilidad se refiere el término Bóo, extendido en el litoral cántabro y sin duda fundamento del término Camargo, que identifica un sector de ese humedal marismeño en la bahía de Santander. Los que aparecen señalados como riberas del mar frecuentadas por los rebaños señoriales.
Los anchos lechos fluviales, propios de ríos casi torrenciales, ofrecían también superficies extensas inundables, humedales explotados por las comunidades pastoriles para sus rebaños, que son distinguidos como mestas. Y un numeroso, por lo abundante, conjunto de humedales locales, que la toponimia de los documentos recoge como nava, navazo, navajeda, entre otras variaciones de este notable topónimo presente por toda Cantabria. Todos ellos descubren una Cantabria o Montaña rica en áreas endorreicas y de notables vegas o bárcenas en sus ríos. La Naturaleza de La Montaña está marcada por la abundancia del agua, y la presencia de este elemento, directa e indirecta, tiene una implicación esencial en el desarrollo de la vegetación y en la disponibilidad de espacios de pasto.
Un carácter que potencia el desarrollo de una vegetación arbórea densa de especies caducifolias, como el roble y el haya, además de otras complementarias, como el abedul, en ecotopos específicos, y del acebo, de hoja perenne, en los bordes de la masa forestal. Tanto los valles como las vertientes de los mismos fueron colonizados por estas especies, que se distribuyen el territorio de acuerdo con una secuencia determinada por la altitud, en relación con las cualidades de cada una de ellas. Los robles en el fondo de los valles y las partes bajas de las ver tientes, y las hayas ocupando los sectores más elevados, hasta los 1500-1700 metros aproximadamente. El bosque cubrió de forma continuada y compacta estas laderas hasta esa altitud, sólo limitado por la incidencia de otros factores, como el viento, que puede incidir en la desaparición del bosque en las culminaciones, incluso a altitudes inferiores.
La práctica totalidad de las vertientes de los valles cántabros, así como el fondo de los mis mos, estuvo ocupada por el bosque. Una franja extensa y tupida de robledales hasta los 700-800 metros y una continuada banda de hayedos a mayor altitud, con la presencia circunstancial del abedul en nichos específicos, o de especies como el alerce y el aliso en las riberas flu viales. Y extensos encinares espesos asociados a laurel y madroño, sobre los abundantes macizos calcáreos tanto costeros como interiores.
Por encima de esas altitudes y en la proximidad de las cumbres, en lo que denominan los técnicos áreas cacuminales, la vegetación que se desarrolla carece de porte arbóreo, tiene carácter de matorral, es arbustiva, y a mayor altitud, sólo plantas anuales, herbáceas, pueden desarrollarse en un marco de nieves que permanecen durante varios meses y de temperaturas invernales severas también durante mucho tiempo. Son los alpes, el área de la hierba, de la que en Cantabria denominan brena. Las comunidades pastoriles han explotado estos alpes para organizar un ciclo de producción herbácea, anual, importante, complementario de los recursos utilizados en áreas más bajas. La presencia de relieves elevados asegura la producción herbácea de calidad incluso en los meses estivales, sobre estas áreas más elevadas, supraforestales. Es el espacio de los pasqua, de los pastizales, que identifican los documentos de ese período. En los siglos XI y XII, esos espacios, esos pasqua son los que, como atestiguaba el notario cántabro, el vulgo llama branea, es decir, las brañas. 

1.3.         Brañas, puertos, seles: el espacio de los pastores
El fundamento climático de estos espacios de herbazal no nos debe confundir: las brañas responden a una acción e intervención humana, la de las comunidades pastoriles, que modifican, alteran, perfeccionan, modelan el espacio del herbazal, para una más eficiente actividad pastoril, aprovechando y explotando esa circunstancia física de la montaña. El carácter modificado y generado parece patente en el otro término como se les conoce en Cantabria y en el ámbito cantábrico en general: bustos.
Las brañas altas al igual que las bajas son el producto de estas comunidades de pastores, que abren, en el monte arbolado, calveros de hierba más o menos amplios, para el uso por el ganado, sobre los lomos o superficies cacuminales de las sierras y divisorias. La estricta descripción de Pereda, referida al área de Cabuérniga, como áreas de “apretada y fina hierba, calvas en medio de grandes y tupidos bosques”, es precisa y aplicable de forma general. Viejas o nuevas, las brañas son el fundamento de la explotación pastoril y sin duda el componente más destacado del aprovechamiento, que realizan rebaños de ganado bovino. No es un bosque indemne. La explotación pastoril milenaria ha modelado el espacio de bosque en las alturas, lo ha hecho retroceder y lo ha modificado. Los lomos o cordales han crecido como espacios de herbazal, y los pastores utilizaron estos cordales como caminos o áreas de desplazamiento. Los bordes del bosque caducifolio, en el contacto con las brañas o pastos, utilizados por el rebaño, han sido tratados mediante el fuego y el hacha, aclarando el perfil y favoreciendo el crecimiento de especies perennifolias, como el acebo, que proporcionan cobijo y alimento.
La braña no se reduce al pastizal. Es un producto pastoril complejo, elaborado. Es un espacio acondicionado por los pastores al servicio del cuidado del ganado, de su protección y seguridad. El pastor crea y extiende el herbazal natural en los lugares que considera más apropia dos. Incrementa la superficie útil productiva. Al servicio del ganado, de su manejo y cuidado, de su protección y seguridad, acondiciona, como parte de la braña, en el borde con el bosque, un espacio de recogida para el ganado, que le proporcione abrigo, frente a temporales, protección respecto de los calores más intensos del mediodía, que permita sestear al ganado, vigilancia más cómoda, en el que el ganado encuentre sustento complementario si lo necesita. La braña es inseparable del sel.
El documento medieval que identifica la braña con el pastizal o pasqua latino lo hace también con los seles, aunque no perciba con claridad su función y naturaleza, salvo que es término de uso popular. La Cantabria de los siglos XI y XII los tiene en abundancia aunque la documentación contemporánea apenas hace mención a ellos y serán documentos y testimonios posteriores los que nos los descubran. De un extremo al otro La Montaña dispone de esos ase laderos o majadas, en los que descansa el ganado. No son exclusivos de las partes altas. Por su función tienen validez y eficacia también en las partes bajas.
Los seles, cuya etimología ha sido puesta definitivamente en claro, identifican un área cercada que podemos traducir como redil. Es decir, un área protegida para el recogimiento del ganado. La evolución temporal durante miles de años convirtió el sel en un espacio acondicionado, cercado, acotado, al que se le establecerán, incluso, medidas, al que se accede por portilla, como nos atestiguan documentos posteriores. Seles de invierno en las partes bajas, y de verano en las altas o intermedias.
Como un lógico complemento de esa construcción pastoril que es la braña está el invernal o cabaña. Los documentos del siglo XI y XII afloran su existencia y con ello su integración en ese complejo de explotación del espacio. Brañas, seles y cabañas o invernales, conforman el espacio pastoril cantábrico y cántabro.
Desde los bordes orientales de los montes de Ordunte, por Salduero, y de las marismas de Sámano, hasta las cumbres y depresiones altas de los Urriellos, en los modernos Picos o Peñas de Europa, y las marismas del Deva y del Nansa, en las partes altas o puertos altos y en las partes bajas o jerras litorales, así como en las sierras intermedias, un sistema de pastizales de diente, mantenidos por las prácticas pastoriles de las comunidades cántabras, ordena el aprovechamiento de este recurso básico para los rebaños. Las prácticas pastoriles aseguraron también, durante milenios, incluso con anterioridad a la presencia cántabra, la progresión de esos espacios útiles mediante el fuego y el hacha.
En las culminaciones de los relieves, en las amplias depresiones extendidas entre las torres o peñas que sobresalen por encima de los 2.000 metros de altitud, como en Pineda y Riofrío, en la divisoria con el Pisuerga y el Carrión, o en Áliva, en Pico Frío, en Campo de Huera, en Sejos, Peña Labra, sobre la divisoria con el Ebro y en las laderas septentrionales de las cabeceras cantábricas, afluentes del Saja y del Nansa, en las cumbres de Híjar y en los lomos que cul minan la divisoria con el Ebro en el sector oriental, por Matanela y Trueba, las brañas o puertos constituyen el fundamento del sistema pastoril de La Montaña. Los siglos románicos nos muestran la penetración en él de los grandes poderes castellanos, lo que, por otra parte, nos permite identificarlos.
Fue el espacio de privilegio sobre el que se proyectan los grandes señores y dominios de Castilla, como el obispado de Burgos y los monasterios de Oña y San Millán; y los señores y dominios cántabros, en particular los monasterios locales: desde Liébana, con San Martín de Turieno, hasta Santa María del Puerto, en Santoña, y Santa Juliana en el sector central. Todos ellos buscan, precisamente en esos dos siglos románicos, asentarse sobre ellos y controlarlos, como piezas clave de la explotación ganadera y soporte de una riqueza fundamental en la Cas tilla contemporánea. En Cantabria, en La Montaña, como comienza a decirse en ese tiempo, el pastoreo constituye el cimiento de su economía.
Todas las comunidades cántabras del siglo XI practicaban el pastoreo. Todas proceden y tienen un antecedente histórico, secular, de cuidado del ganado, que arraiga en milenios. Los propios cántabros históricos como sus inmediatos antecesores se distinguen, en esto en comunidad con el resto de colectividades montañesas, y no sólo las montañesas o serranas, por tener en el cuidado de ganados su base económica. Habían sido y eran pastores.
Aprovechaban desde siglos los recursos físicos y los recursos de fauna del territorio, abundantes y complementarios. La Montaña ofrece una doble ventaja: pertenece a una región húmeda y atlántica en la que el crecimiento de la vegetación y en particular de la herbácea, anual, es generosa; y, por su relieve, dispone de una doble estación para su explotación, puesto que cuenta con el período estival –en otras áreas de pastizales agostados–, con abundantes y fecundos pastizales localizados en las alturas. 

1.4.         Pastores y prácticas pastoriles
En esos siglos románicos, como en los anteriores y en los posteriores durante bastante tiempo, el rebaño que explota el monte, sobre el que se sustenta una parte de la economía de estas comunidades campesinas, fue un rebaño mixto. La primacía del bovino, indudable, no puede ocultar la importancia económica y social de otras especies, en particular la porcina. Pero también de las especies ovina y caprina y, de igual modo, de la equina. Rebaños mixtos con los que las comunidades pastoriles de las montañas explotaron, de modo sistemático, los recursos disponibles en el territorio.
Cada uno de ellos utilizaba y aprovechaba un nicho ecológico propio. El bovino, la hierba; el caprino, el matorral y monte bajo; el porcino, el monte arbolado, que en Cantabria corresponde con el monte de glandíferos, tanto en la bellota de los robledales como en el ove de los hayedos. Grandes piaras de ganado porcino utilizaron esos montes los años fértiles, puesto que este tipo de arbolado es vecero. Piaras señoriales o campesinas, de las que el señor dispone o bien directamente o bien el tributo establecido. Siglos más tarde, los documentos son expresivos de esta vinculación señorial del rebaño porcino. Podemos suponer que ese tipo de explotación se encuentra plenamente arraigado en estos siglos del románico, si bien los documentos de este período son más parcos en relación con estas especies menores.
Un escrupuloso y decantado sistema de aprovechamiento permitía mantener el ciclo de producción pastoril, entre el verano abundante en pastos, en que el ganado engorda y se multiplica sobre los herbazales altos, y el invierno que obligaba a utilizar las bajuras y acondicionarlas para sostener una parte de ese rebaño, para poder continuar el ciclo de explotación en la estación veraniega siguiente. En su organización básica es muy anterior al período que consideramos. En los inicios mismos del siglo XI, un conocido documento de donación de bienes a la abadesa de Oña, por parte de los condes de Castilla, nos descubre el carácter de este aprovechamiento en tierras de Cantabria. El desplazamiento de los ganados por las culminaciones de Somo y Salduero, el descenso a los pastizales costeros, desde Sámano al abra del Pas, y sin duda la vuelta a los pastizales altos de Mata de Nela.
En los inicios del siglo XI el monasterio de Oña recibe una cuantiosa donación de los con des de Castilla, que abarca numerosos lugares de Cantabria, de la Montaña, en su acepción más amplia y primigenia. Nos permite conocer también las técnicas de pastoreo y los espacios en los que se practicaba, con las grandes rutas del mismo en Cantabria, en concreto en la parte oriental de la misma, entre Sámano y el río Pas. Sobre esa extensa área, que comprende casi la mitad del territorio cántabro, el monasterio recibe, como privilegio, el derecho a pastar con sus ganados por todo él y en particular por los grandes pastizales del mismo, tanto en las alturas como en la bajura, tanto en las cumbres y montes de la divisoria cantábrica como en los valles y marismas litorales.
Es el espacio del pastoreo. El espacio en que los pastores tienen derecho a conducir los ganados para utilizar los pastos, a generar estos pastos, a aprovechar la madera y árboles de los montes para edificar cabañas, a transitar por los caminos que ascienden y descienden entre unos y otros, a sestear con esos ganados en ellos. Por las cumbres hasta Salduero, en los mon tes de Ordunte, ya en términos de Carranza, hacia el Este. Al Oeste hasta los pastizales del Somo de Pas. Hacia el litoral por las marismas de Sámano, es decir, de Castro Urdiales, y, siguiendo la costa, aprovechando los pastizales marismeños de Santoña, la Bahía y el Pas.
Fue el espacio de privilegio sobre el que se proyectaron los grandes señores y dominios de Castilla, como el obispado de Burgos y los monasterios de Oña y San Millán; y los señores y dominios cántabros, en particular los monasterios locales: desde Liébana, con San Martín de Turieno, hasta Santa María del Puerto, en Santoña, y Santa Juliana en el sector central.
Testimonios documentales posteriores nos darán precisiones que no nos proporciona la donación del principio del siglo XI, en cuanto a esos lugares de pasto señalados, tanto los cos teros como los intermedios y los de las cumbres.
La donación, a finales de ese mismo siglo, a la iglesia de Burgos, es decir, al obispado, de derechos de pastos sobre el territorio cántabro viene a confirmar esa consistente base económica y también esa integración regional de la economía ganadera de Cantabria por vía de los grandes poderes económicos de la época. La donación al obispado burgalés nos permite conocer algunos de esos espacios pastoriles de Cantabria en el siglo XI: monte Hijedo, la Virga, Espinosa, Campóo, Trasmiera, Villacarriedo, Toranzo, Luena, Asturias de Santillana y Cabezón. Es decir, los aprovechamientos del bosque de Hijedo, que tenemos que asociar al ganado porcino, del gran humedal de la Virga, en esa época con toda probabilidad el mayor tremedal de la península ibérica, los herbazales y bosques de Pas, y los de los valles del Besaya y del Saja. Es en estos dos siglos en los que se perfila esa integración pastoril hacia el Sur.
Testimonios más tardíos, en documentos falseados, nos confirmarán la existencia de esos espacios pastoriles, entre la costa y las cumbres, y su prolongación en el sector occidental de Cantabria, en que afloran ámbitos excepcionales que nos permiten completar ese mapa de la actividad pastoril y de las brañas altas, por Peña Labra, Pamporquero, collado de Dobro, y hasta las márgenes del Deva y el mar. Siempre con esa permanente vinculación de las cumbres con la costa, de las alturas, de las brañas veranizas, y de las bajuras, las brañas invernizas, como elementos indispensables del sistema pastoril que, en esos siglos, se completa y perfecciona con una profunda transformación del territorio cántabro, por la vía de la innovación agrícola y por la aparición de nuevos espacios, como las villas urbanas.
Entre los años 1000 y 1200 de la era actual las comunidades cántabras, comunidades rurales, experimentan un cambio profundo, de raíces seculares, sin duda, pero que cristaliza en este tiempo, en el que se genera un tránsito sensible desde estas comunidades pastoriles a comuni dades labriegas. Desde comunidades que se sustentan en el cuidado de ganados en sistemas extensivos, en las que el cultivo de la tierra tiene un carácter complementario y subordinado al del pastoreo, y se realiza mediante técnicas de cultivo itinerante por medio de la sustitución de campos, como evidencia la serna, con una limitada fijación espacial, a comunidades de labriegos adscritos a su terrazgo, espacio de cultivo permanente6. Los siglos románicos son tiempo de construcción de terrazgos y con ello de consolidación de un nuevo espacio en el territorio de la comunidad.
El espacio de la mies y del viñedo. En realidad el espacio de la mier, del pago de vides y del huerto de frutales. 

2. La construcción de los terrazgos
2.1. El cambio productivo: la construcción de los terrazgos, la construcción de la mier
Al unísono con la aparición de los lugares y la proliferación de las noticias sobre nuevos asentamientos vinculados o no a la actividad de los monasterios e iglesias surgen también las evidencias de la conformación de un espacio agrario que, en la variada y dispersa relación de elementos, objeto de donación, compra o venta, descubren la existencia de una ordenación regular de esos elementos y la multiplicación de las referencias a los mismos. Un espacio agrario que se configura precisamente sobre ese sector externo y colectivo, al que los documentos de esos siglos se refieren como un espacio de derechos compartidos, “exidas, montes, aguas, pasquas”.
Un espacio exterior utilizado, sin duda, para el cultivo, como se puede inducir de la generalizada presencia del término serna –en sus diversas formas– que identifica, con toda seguridad, esos terrenos o campos labrados fuera del ámbito doméstico, por la colectividad, es decir, en forma colectiva. Podemos presumir que mediante técnicas de cultivo extensivo y para el cultivo cereal. Durante el siglo XI debió de mantenerse como la forma preponderante de uso del suelo con fines agrarios, para la producción de cereales: en Cantabria, escanda y borona en los valles húmedos septentrionales; trigo, cebada y centeno en los valles con aridez estival de Liébana; de centeno en las tierras meridionales, frías y de transición mediterránea.
El esfuerzo roturador que supone la creación de los terrazgos en Cantabria, no ocupa sino una pequeña isla de espacio privado en un amplio término de espacio común, que los documentos reconocen como un espacio de derechos al pasto, al monte, al acceso a las aguas, un espacio colectivo, en el que participan las distintas casas o solares de la comunidad.
Lo que los documentos nos descubren en esos dos siglos románicos es la generalización de otras formas de ocupación y aprovechamiento de ese espacio exterior, con la consolidación de un área de cultivo permanente, inmediata a los lugares, formada por terras, hazas o fazas, agros, entre otras denominaciones, ordenada y mantenida por la colectividad. Los siglos románicos apuntan a la consolidación de un proceso de construcción de los modernos terrazgos en Cantabria. La comunidad social de cada lugar levanta, en su entorno, un espacio de cultivo consolidado, en muchos casos por transformación de las propias sernas, como descubren las propias fuentes documentales. Una reducida aureola o corona de tierras labradas, compartidas por las distintas casas o solares del lugar. Un espacio básico para la reproducción social, que los documentos denominan de distinta forma, según el área, pero que aparece, siempre, diferenciada: es la mier. Sin duda es el rasgo más sobresaliente del período románico. Los documentos contemporáneos son ricos en referencias a estas mieres. Cada lugar tiene varias y en ellas disponen las casas o solares de fincas objeto de donación, venta, trueque.
Aparecen como amplios recintos cercados, por lo general de valladar, es decir, una pequeña hondonada o zanja, orlada por la tierra extraída, a modo de pared, reforzada o no por medio de elementos vegetales, que delimitan el área de cultivo y le protegen al impedir el acceso del ganado al interior. Ese recinto es una mier. Dentro de los recintos, cada unidad doméstica, cada familia perteneciente a la comunidad, dispone de fincas o parcelas (terras, agros, hazas) que aprovecha de modo particular y que es o son objeto principal de las transacciones que certifican los documentos.
Éstos ponen de manifiesto la generalización de estos espacios de cultivo en la corona inmediata a cada lugar, como parte intrínseca de él. Mieres, erías, cuéranos, llosas, páramos, solares.
Las denominaciones, más o menos arcaicas, de raíz latina o prerromana, tienen en común que aluden o bien al carácter despejado, como en páramo, y por ello claro de los campos, brillante, como ocurre en mier y en ería, o bien a la protección que les defiende de los ganados, es decir la cerca o valladar que les circunda, como sucede en cuérano y llosa, por ejemplo. Cuérano tiene parentesco no muy lejano con cuerre, y llosa deriva de modo directo de clausa, es decir, cerrado.
En uno y otro caso, el cerramiento es el elemento identificador del espacio cultivado, que constituye una mínima parte del territorio de cada comunidad campesina. El terrazgo no ocupó más allá del 2 ó 3 por ciento del término de la comunidad campesina. Sobre este espacio que se consolida en estos siglos, la comunidad aldeana practicaba el cultivo labrado, dedicado a los cereales propios de la montaña y de áreas húmedas y poco soleadas, por lo general. El terrazgo es el dominio de cereales pobres, que aparecen denominados, de modo genérico, como ciba ria, aunque podemos identificarlos, de acuerdo con documentos posteriores, con la escanda y la borona en las tierras bajas, con el centeno en las tierras altas y frías. El terrazgo de los lugares mon tañeses en los siglos XI y XII estuvo dedicado a estas plantas, sin duda asociadas al cultivo arbóreo, frutal, en el que cabe pensar que fue el manzano el más extendido. Los pumares aparecen como un elemento presente de ese terrazgo.
La excepción la ofrece Liébana, porque la hoya o hendidura física ubicada en el borde de los Urriellos o Picos, disfruta de unas condiciones bioclimáticas peculiares, intramontanas, que le asemejan al mundo mediterráneo, con veranos más secos y más cálidos. Una circunstancia aprovechada para el cultivo de otras plantas, de abolengo mediterráneo, herbáceas como el trigo y las leguminosas, y arbustivas como la vid. Desde siglos antes los documentos descubren esta presencia del viñedo y su expansión en los valles lebaniegos.
Carecemos, para esos siglos, de una referencia documental adecuada para establecer cuál era la técnica de cultivo empleada. La existencia de varias mieres o mieses, o de varias erías o cuéranos, en cada lugar, permite pensar en la práctica de la rotación de campos, con probables descansos largos pero que no exigían el traslado itinerante. No disponemos de la documentación que nos permita afirmar si en Cantabria, en los terrazgos de Cantabria se introduce la rotación bienal en el mismo período en que se extiende por la Castilla medieval interior, es decir, en el siglo XII. El carácter de cultivo de verano que tienen algunas de las plantas utilizadas, como la borona, pudo influir en una rotación de campos con descansos cortos. Tampoco en Liébana podemos establecer el ciclo de cultivo en esos siglos. Las plantas empleadas hacen pensar más bien en una evolución equivalente a la de la Castilla más meridional, aunque más tardía. La fertilización artificial de los campos, parece más bien producirse con la aparición de las villas urbanas, como veremos.
Lo que diferencia a Liébana en estos siglos románicos es el terrazgo vitícola. Las vides for man parte del terrazgo lebaniego desde siglos antes, como un elemento destacado del mismo. Se extienden sobre las laderas soleadas de los valles, aprovechando la mayor insolación. Introducen un terrazgo con cultivos permanentes y que asociaba la vid al árbol frutal. Un terrazgo mixto sostenido sobre el policultivo arbóreo y arbustivo y sobre una evidente necesidad de acondicionamiento, exigido por la utilización de laderas con pendiente. En estos dos siglos la vid es todavía un producto propio de las tierras más cálidas, más soleadas, mejor orientadas, de Liébana. Su presencia en el terrazgo del resto de Cantabria era excepcional.
el siglo XII avanza en las tierras bajas, costeras, en las laderas suaves de la Marina y sobre las cuestas calcáreas, de suelos más secos, orientadas al mediodía y protegidas de los vien tos septentrionales, de acuerdo con técnicas de cultivo que permiten contrarrestar los efectos de la humedad, técnicas que introducen las fundaciones urbanas, o mejor dicho las poblaciones de las mismas, de acuerdo con las previsiones de los propios fueros fundacionales. impulso a este cultivo, más técnico, más exigente, como al de los frutales cítricos, procede de las villas costeras, de esos establecimientos litorales que los reyes castellanos estimulan y promueven. Las cuatro villas de la costa de Castilla. Componen la otra dimensión que aportan esos dos siglos románicos: la moderna configuración de un espacio montañés ordenado y jerarquizado sobre cuatro centros urbanos y mercantiles, creados en ese período. Una aportación concentrada, sobre todo, en la segunda mitad del siglo XII. 

3.              La organización y jerarquización del territorio: villas y tierras
En la segunda mitad del siglo XII Castilla desarrolla una activa política de ordenación en la franja septentrional del reino. Una serie de fundaciones impulsan núcleos urbanos en la costa y en los caminos del interior. Los fueros concedidos a esos núcleos avalan este proceso que, sin duda, se había iniciado con anterioridad. Castro Urdiales, Laredo, Santander y San Vicente de la Barquera reciben fueros de ese carácter. Núcleos interiores, como Villasana de Mena, Medina de Pomar, Frías, Aguilar de Campóo, asentadas sobre los caminos de la costa, los reciben también por la misma época. Esos núcleos “urbanos” reciben el nombre genérico de villas. De modo sorprendente el término que venía identificando desde siglos atrás a los lugares rurales se aplica a las fundaciones urbanas.
El polo que reúne todos estos puntos es Burgos. Son el obispado burgalés o monasterios ubicados en la ciudad burgalesa los que aparecen vinculados al desarrollo de estas villas marineras en sus inicios. En algunos casos los vínculos entre estas villas del interior y del litoral son explícitos.
El dinamismo generado en la actividad mercantil y pesquera y, sin duda, en la bélica, en ese medio siglo largo, estimuló el crecimiento de estas villas, que se produce de acuerdo con patrones comunes, en lo territorial y en lo urbano.
La villa recibía o se ve atribuido un territorio o área de influencia directa que, en el caso de las villas litorales, conlleva también un sec tor de costa, en el que las villas disponen de monopolio sobre los recursos pesqueros y mari nos en general. Sin duda, suscitando conflictos de intereses con los poderes locales que se beneficiaban de esos territorios sometidos ahora a las villas.
La villa opera, para ese territorio, como una cabecera mercantil, como un centro de servicios. El territorio como un suministrador de los recursos básicos para el sustento de las poblaciones, desde cereales, frutas, vino, legumbres, animales, carnes, pieles, paja, hasta maderas, piedra, cal, carbón vegetal, entre otros productos. Además de las rentas que satisfacen a los terratenientes que se asientan en las villas como lugar de residencia y poder. La simbiosis entre campo y ciudad se manifiesta siempre como dominio de la villa sobre el campo y como subordinación de éste. Aunque, de hecho, la villa se encuentre, paradójicamente, en situación de dependencia respecto del entorno rural agrario. El modelo territorial evoca la comunidad de villa y tierra impulsado desde el siglo XI en los territorios al sur del Duero.
En la Cantabria de la segunda mitad del siglo XII esta nueva realidad se asienta, de hecho o de derecho. Castro Urdiales desde 1168, Laredo en 1200 y San Vicente de la Barquera en 1209, reciben sendos fueros que consolidan ese estatuto y esa relación con el entorno rural y con los recursos marinos. Santander cuyo fuero de 1886 consolida un dominio eclesiástico, el de la abadía existente en el lugar, se impone, de hecho, como el centro de un área rural circundante. Caminos tradicionales, que proceden de tiempos romanos, como la vía que enlaza Castro Urdiales con los territorios del interior por Otañes y Valle de Mena, son mantenidos y mejorados, y otros, incluso, creados en esos siglos. Nuevos puentes, cuya factura es sin duda deudora de los maestros canteros románicos, facilitaron su uso. Son caminos que conducían hacia el interior castellano desde los puertos marítimos, por los que discurría el tráfico que generaban o que vehiculaban estos puertos cantábricos, en esa primera época de esplendor.
Los historiadores han puesto de manifiesto la componente mercantil de ese tráfico que enlaza Castilla con los territorios del Mar del Norte y con los puertos mediterráneos. Los puertos cántabros aparecen ya en los portulanos del siglo XIII. Los aranceles mercantiles aplicados en los puertos atestiguan la variedad del tráfico y el carácter inductor que posee, respecto de las actividades u orientaciones que surgen en el territorio de estas villas. Además de la construcción naval, bien comprobada, impulsan nuevos cultivos y producciones, que inciden directamente sobre el entorno rural agrario.
Carecemos de las investigaciones apropiadas para conocer la actividad constructora de los propios maestros canteros y constructores románicos en la renovación y creación de infraestructuras en Cantabria en esos dos siglos.
Puentes, pesqueras y parayas, molinos hidráulicos fluviales y de marea, regueras, muelles, caminos o estradas. Actividad que conocemos en otras áreas de Castilla. Pero las investigaciones realizadas sí nos permiten conocer la existencia de algunas de esas infraestructuras, como los molinos de marea, que aparece en el siglo XI en Santoña. La existencia de expertos en esas materias constructivas es evidente. La presencia de técnicos o maestros es menos visible en estos siglos en este espacio septentrional.
La aparición de las villas de la Costa de la Mar de Castilla, las cuatro villas que jalonan el litoral cántabro, entre Castro Urdiales y San Vicente de la Barquera, muestra la aparición de un urbanismo emparentado con las prácticas y principios que se aplican en las villas fundadas en el interior, sobre el camino de Santiago y en los caminos hacia esos puertos desde Burgos. Sobre un reducido espacio inicial, la forma geométrica regular que aparece a mediados del siglo XII en Medina de Pomar, un núcleo con estrechas relaciones con los puertos de Castro Urdiales y Laredo, como ya he señalado, es reconocible en la fundación de Laredo, en la villa vieja. Los testimonios medievales, algo más tardíos respecto de la fundación o concesión del fuero, permiten atisbar ese mismo principio urbanístico en la villa de Santander, tanto en la puebla vieja como en la nueva, a ambos márgenes de la ría de Becedo, asiento del espacio portuario y de las atarazanas.
El desarrollo urbano posterior y los avatares históricos han borrado esa huella inicial en Castro Urdiales, cuya puebla inicial debe de corresponderse con el que ocupa la iglesia gótica y su entorno hasta el castillo. Y carece de virtualidad en la villa occidental, o puebla nueva, tal y como en la actualidad la conocemos. El perfil de San Vicente descubre más bien una instalación en acrópolis, defensiva, militar, que controla el paso de la ría, de uno y otro brazo de la misma, en esa época todavía por medio de barca, reducida en lo urbano a una prolongada vía entre la fortificación y la iglesia, sobre el lomo rocoso en que se asienta la fundación. Sin embargo, podría identificarse en el desarrollo situado en la parte baja de la villa afectada por los incendios.
Las villas surgidas en el siglo XII tienen una orientación marinera: comercial y pesquera. Los primeros testimonios documentales así lo permiten inducir. Los posteriores, más abundan tes, lo confirman. Sin embargo, operaron también como centros dinámicos para su entorno rural, tanto el adscrito a la fundación o puebla, como el exterior. Operan como impulsores de nuevas actividades y como puntos de entrada de nuevas técnicas y productos. Asociados unos a la demanda comercial, otros a la demanda interna.
Las villas generaron, en la Marina, la aparición de los cítricos y la expansión del viñedo. Motivaron un terrazgo urbano, intensivo en trabajo, de huertos y de viñedos. Sabemos que el espacio de huertos va unido a la propia fundación en otras villas castellanas. No parece improbable que en las villas cántabras ocurra también, como evidencia el ejemplo de Laredo, del que subsisten los restos de ese espacio hortelano suburbano, adosado a la puebla vieja.
Las vides se incorporaron a los terrazgos urbanos y se extendieron por los terrazgos aldea nos. Las referencias aparecen repetidas. Los vinos elaborados con estos viñedos tienen una clientela local y con preferencia trabajadora. Podemos pensar que no difiere de lo que comprobamos en siglos posteriores, como cultivo propio de los pescadores, practicado en los tiempos muertos de las pesquerías, frecuentes y dilatados. Las clases pudientes importaban vinos del exterior: de la Castilla del Duero y Ebro, de Navarra y de regiones costeras, como Galicia, que pueden hacerlo llegar por vía marítima.
Son terrazgos construidos en el doble sentido que podemos aplicar al término. Son obra de la acción humana, pero responden a un objetivo y modelo que conlleva el acondicionamiento del terreno, abancalando las laderas, en unos casos, protegiendo con muros, elevando postes y disponiendo latas para sujetar los sarmientos, entre otras actuaciones, además de los muros de piedra que separan y protegen las fincas. Además de las propias técnicas de cultivo de la planta, para elevar la eficiencia o rendimiento, utilizando el rodrigón y, más tarde, probablemente ya en el siglo XIII, el emparrado. Una técnica que asegura una mayor insolación de la planta, una menor incidencia de la humedad del suelo, una mejor defensa frente a las plagas.
Los huertos, en muchos casos asociados al viñedo, fueron el espacio del frutal y, en estas villas marineras, de los cítricos. Limoneros, limas y naranjos llegan a Cantabria con las villas, en relación con esas actividades pescadoras y con el comercio marítimo. Limas, limoneros y naranjos, entran en Cantabria por los huertos, como un elemento destacado del terrazgo urba no que se trasladará a los huertos y terrazgos cerrados de los lugares, de los barrios.
El ejemplo urbano de las villas costeras, marineras y pescadoras, se extiende, por distintas vías, al terrazgo campesino, rural, en el que se explotará la capacidad productiva de estas plantas, arbustiva y arbóreas, en las tierras bajas de La Marina, que, con toda probabilidad, se vie ron favorecidas, en estos dos siglos, por una bonanza climática, reconocida en múltiples testimonios y evidencias. La aparición de las villas marineras suscitó, sin duda, cambios profundos en las formas de organización territorial, en las prácticas productivas, al tiempo que introducía un nuevo marco de relaciones sociales y económicas en el que los vínculos villa-lugar serán determinantes. Cantabria entra en los siglos románicos en el orden de relaciones campo-ciu dad. Un aspecto más de la revolución románica; un componente más de la herencia románica. 

4.              La herencia románica
Hacia el año 1200 el territorio de Cantabria se configura como un espacio rural de labriegos-pastores que practican una labranza sumaria, en un terrazgo mínimo, en el entorno de los barrios, cuyo fin es asegurar el autoconsumo del campesino una vez satisfechas las obligaciones de renta. Y cuidan de un ganado de monte, variado y promiscuo, soporte del trabajo de la tierra, pero sobre todo suministrador de animales de trabajo, de carnes y cueros, a los mercados castellanos. Viejos y nuevos caminos articulan estos espacios.
Y se configura como un territorio de villas marineras que operan como centros ordenado res del entorno rural al mismo tiempo que como puntos de atracción para las poblaciones de ese entorno. Los lazos mercantiles que tienen con el interior, con Burgos, con Palencia, se superponen a los de carácter político y religioso que existen con esas mismas poblaciones del interior, que rigen las provincias eclesiásticas de los obispados castellanos.
Las fundaciones urbanas en la costa introducen nuevos modelos y nuevas técnicas y nuevos oficios. Calles rectas, caseríos adosados, sobre parcelarios uniformes, dentro del recinto murado. Canteros y carpinteros, albañiles, oficios que enriquecen y desarrollan las técnicas constructivas de la ciudad y del campo. Generaron también nuevos caminos, nuevos puentes, nuevas relaciones sociales y territoriales. Incorporan nuevos cultivos, nuevas plantas, nuevas técnicas que enriquecen el campo de La Montaña.
En el tránsito temporal de dos siglos el territorio de Cantabria se consolida con los rasgos que hoy conocemos como históricos. En esos dos siglos se perfilan, sobre todo en el XII, elementos clave de la ordenación espacial que ha marcado los siglos modernos. Los terrazgos y las villas han sido los componentes novedosos. La fijación de los primeros y la aparición de las segundas. En profundidad, se mantiene un espacio pastoril asimilado y absorbido por las comunidades sociales de los barrios de campesinos labriegos. Más del 95% del territorio sigue organizado para el uso ganadero pastoril. Es decir, para una explotación del ganado con técnicas extensivas, que aprovechan los bosques, matorrales y pastizales, que los acomodan para un mejor rendimiento. Las comunidades campesinas mantienen así formas de aprovechamiento y técnicas que arraigan en siglos anteriores.
La configuración del territorio cántabro resulta una combinación compleja pero exitosa de constantes que parecen sobrepasar el tiempo, asociadas a las permanencias pastoriles, y de novedades, que se integrarán en esa trama profunda, a partir de los núcleos o barrios, de las parroquias que les ordenan. Los ganados siguen siendo rebaños que se desplazan estacional mente, que se introducen en los montes arbolados, para aprovechar sus frutos, en el otoño e invierno, que ramonean montes bajos y altos, o que ascienden y descienden de las cumbres a la costa o al fondo de los valles, a las mestas fluviales y a los herbazales marismeños. Ese ascenso y descenso sabemos, por testimonios posteriores, que se incorpora a los terrazgos, convertidos en parte del recorrido pastoril y beneficiados de él. Y se integra en el término concejil o parroquial de la comunidad campesina, en cuyo ámbito se produce ese intercambio. La sutil morfología rural que vemos surgir en esos dos siglos, atestiguada en los documentos, tiene su contrapunto en la innovadora y diferenciada de las villas. Dos formas de espacio que pertenecen a esa época románica.
Territorios pastoriles ancestrales, nuevos lugares, terrazgos y villas marineras se desarrollan insertas en una malla de caminos e infraestructuras que inician una forma innovadora de explotación de los recursos naturales, que perdurará, con innegables modificaciones e incorporaciones, durante casi un milenio. Una circunstancia que nos permite reconocer en esos dos siglos el embrión de los paisajes de Cantabria, el punto de partida del espacio de La Montaña que hemos heredado. Es decir, el patrimonio territorial de la Cantabria actual. Los siglos románicos representan un período crucial en la historia del territorio de lo que en ese período comienza a conocerse como La Montaña, del territorio de Cantabria.

 

La época del románico en Cantabria. Siglos XI-XIII
Cuando cualquiera de nosotros observa quizá sorprendido unos capiteles con la figura de dos obreros portando un recipiente o de una mujer en actitud procaz o se sobrecoge al sentir la armonía de un ábside o la espiritualidad y el recogimiento de un claustro románico, tal vez se pregunte cuándo, quiénes y por qué se construyeron estas admirables manifestaciones artísticas. A contestar algunas de estas cuestiones se dedican las siguientes páginas, porque entendemos que para comprender en todas sus dimensiones los monumentos románicos que se erigieron en Cantabria en estos siglos es preciso analizar las características de la sociedad que los generó, sus modos de vida, sus técnicas, recursos, relaciones políticas o económicas…
¿Por qué en el siglo XII tuvieron tal difusión unas formas arquitectónicas, escultóricas, pictóricas… más o menos homogéneas en todo el occidente europeo? Es evidente que existen múltiples respuestas a esta cuestión. Sin duda porque fueron expresiones de un modo de entender el mundo desde una teocracia dominante y de una sociedad feudal hegemónica, en un contexto de renovación religiosa de la teoría litúrgica y de los usos eclesiásticos que conllevó un radical cambio en las mentalidades. Pero también es evidente que esa evolución ideológica tuvo su soporte en unas circunstancias socio-económicas similares que permitieron no sólo el trasvase de ideas, conocimientos, técnicas, artesanos…, sino, sobre todo, la propia subvención de las costosas construcciones. La participación de Castilla en la renovación cultural europea se hizo manifiesta desde el siglo XI. El rey Alfonso VI (1072-1109) favoreció la implantación del románico. Se constituyó en mecenas del monasterio borgoñón de Cluny para cuya ampliación entregó enormes sumas recaudadas entre sus vasallos, los reinos de taifas. Y a través del camino de Santiago penetraron en la Península Ibérica hombres, cosas e ideas. Fue un proceso que no sólo se circunscribió al ámbito urbano o aristocrático sino que se puede afirmar que fue un fenómeno generalizado.
Las condiciones estructurales comunes del Occidente europeo en la plenitud de la Edad Media han sido admirablemente puestas de relieve en diferentes ocasiones.
Las innovaciones y progresos de la ciencia y de la técnica también; no en vano se ha denominado al siglo XII la época del primer renacimiento europeo, a pesar del espléndido momento carolingio anterior, época también especialmente brillante. Y, sobre todo, lo que no se pone en duda es que en la duodécima centuria se recogieron los frutos del primer crecimiento económico medieval, que favorecieron y permitieron destinar presupuestos económicos muy significativos al lujo, a la exhibición e incluso a la ostentación. Es decir, una expansión económica generalizada desde el siglo XI fue la que propició la financiación de proyectos arquitectónicos de gran envergadura.

Cantabria no fue ajena a estos procesos y en mayor o menor medida participó en todos ellos. Se configuró una mentalidad y una sociedad feudal, con unas características comunes a otros espacios peninsulares, aunque evidentemente con unas formas propias derivadas de sus estructuras socio-económicas. Recibió, probablemente por tierra y por su litoral marítimo, las ideas, tendencias e influencias culturales imperantes en el Occidente europeo, desarrolló una economía diversificada que le permitió obtener las bases materiales para abordar tamaña empresa, manifestó la necesidad y capacidad de incorporarse al movimiento románico y consecuentemente procedió a levantar sus correspondientes edificaciones, también, como es obvio, con sus peculiaridades.
Para entender por qué la sociedad de Cantabria se integró en el mundo del románico es preciso recordar primero las circunstancias históricas que esta región vivió en época altomedieval. El territorio de la Cantabria medieval, constituido entonces por distintas comarcas con identidad propia, vivió inmerso y conectado con el devenir histórico castellano. Después de la batalla de Atapuerca, en el año 1054, toda la actual región de Cantabria, incluidas Valderredible y Liébana, quedó bajo el gobierno del rey Fernando I de Castilla. A partir de entonces su destino estuvo permanentemente ligado a la historia castellana. La definitiva incorporación de Cantabria al ámbito del reino castellano contribuyó a la organización administrativa de esta región con la constitución de circunscripciones que, en general, coincidían con las tradicionales comarcas históricas.
Estas mandaciones o tenencias fluctuaron frecuentemente por las coyunturas políticas tan variadas que se dieron durante los agitados reinados de la reina doña Urraca y durante las minorías de Alfonso VII y Alfonso VIII. Cantabria en esta historia era un territorio alejado respecto a los intereses dominantes –la reconquista musulmana–, un apéndice costero y apartado que cumplía no obstante un papel significativo de aprovechamiento y reserva ganadero-forestal. 

La sociedad en Cantabria: los titulares del poder feudal
En su espacio se configuró en la Plena Edad Media una sociedad feudal en la que la mayoría de la población se vinculó, por muy distintas razones, y de ello existen inestimables testimonios, mediante diversos sistemas a quienes estaban capacitados para ejercer unas determinadas funciones, esencialmente, de ayuda, de protección y de defensa. Los grupos sociales que estaban en condiciones de proporcionar y garantizar esos servicios fueron las comunidades monásticas, los señores, es decir la aristocracia local o foránea y, por supuesto, el rey de Castilla.
Desde el siglo IX, se puede observar esta tendencia por motivos muy diferentes; el más inmediato y coyuntural, sin duda, la fragilidad de la subsistencia de los campesinos, tan amenazados por los riesgos e incertidumbres de la meteorología.
Y ésta fue una de las razones por las que, en principio, y así lo expresan con cierta ingenuidad los documentos, se vinculaban a una familia, a una institución o al rey, porque “tenían hambre” y buscaban que cualquiera de ellos les proporcionase el pan del que carecían.
Evidentemente, en el contexto de la época esta petición de ayuda implicaba y sellaba una relación social mucho más compleja entre el que la solicitaba y el que la satisfacía, mediante un conjunto de compromisos mutuos que daban lugar a la formación de redes de vasallos o de campesinos dependientes. La concesión real de privilegios de inmunidad, de jurisdicción civil y criminal, o las exenciones de derechos fiscales y cargas públicas, etc. consolidaban las bases de la transformación de los antiguos dominios en señoríos feudales, donde los titulares en quienes los reyes declinaban el gobierno tenían reconocidas todas las atribuciones delegadas.
Los señoríos que se constituyeron en la Cantabria altomedieval no tuvieron una morfología compacta sino que se desplegaron individualmente sobre aquellos hombres o mujeres que de manera más o menos voluntaria habían elegido vincularse, es decir, ser dependientes o vasallos de uno u otro titular. Las variantes que adquiría esta encomendación se expresan la mayoría de las veces mediante cartas de donaciones, permutas, profiliaciones, adquisiciones…, pero en cualquiera de los casos estos actos encubrían compromisos de dependencia feudal.
Durante la más temprana Edad Media, la opción preferida fue la de vincularse a algún monasterio que por su poder, apoyos o influencia destacaba en la zona. Aquellos centros estaban capacitados para proveer de consuelo espiritual y ayuda material y constituían focos de atracción de nobles y campesinos de su entorno que indistintamente se ponían bajo su protección y tutela. De esa manera se fueron configurando las áreas de influencia de algunos monasterios que adquirieron en su conjunto un gran protagonismo regional en época altomedieval. En unos casos fueron monasterios castellanos los que extendieron su área de influencia por tierras de Cantabria. Los recursos que en aquella etapa podía ofrecer la región eran codiciados desde distintas instancias.
La posibilidad de acceder en el verano a los puertos de montaña constituyó siempre un aliciente muy notable para movilizar a grandes abadías, como Covarrubias, Cardeña o San Salvador de Oña, a poseer bienes y vasallos en Cantabria que les facilitasen, individual y como miembros de comunidades aldeanas, el aprovechamiento forestal y sobre todo ganadero de este territorio. En otros casos, fueron otros recursos los que estimularon la penetración en Cantabria de centros monásticos como San Millán de la Cogolla o Nájera, que aspiraban a proveerse de pescado y sus derivados de las distintas especies del Cantábrico.
Las formas mediante las cuales los centros castellanos consiguieron estos objetivos fueron diversas. San Salvador de Oña, desde el siglo XI y por donación del conde Sancho, dispuso de privilegios de pasto y de diversos lugares, iglesias y monasterios. En el caso de la abadía de Covarrubias, desde su fundación contó con un conjunto de posesiones en Cantabria que le pusieron en condiciones inmejorables para controlar el valle de Buelna. Otras formas fueron la fundación o adquisición de una pequeña iglesia, monasterio o decanía propia en los enclaves que les parecían más indicados de acuerdo a sus objetivos, o mediante la atracción individual de vasallos de estas zonas, potenciales proveedores de los bienes, exigidos en forma de rentas por los monasterios.
Con ser importante el control ejercido por estos monasterios de fuera del territorio de la Cantabria actual, el protagonismo más significativo, como es lógico, fue el desempeñado por los monasterios locales que desarrollaron dominios feudales. Existieron muchos y de muy variada condición. Los mejor conocidos son los que conservaron sus colecciones documentales o cartularios pero hubo otros muchos de los que bien por haberse perdido la documentación o simplemente porque no la generaron, resulta imposible reconstruir su formación y desarrollo.
Entre los primeros fueron de especial relevancia regional en la Alta Edad Media, Santo Toribio, Santa María de Piasca –y probablemente Santa María de Lebeña– en Liébana; Santa Juliana en las Asturias de Santa Juliana; la abadía de Castañeda, la de los Cuerpos Santos en Santander; Santa María del Puerto en Trasmiera; San Pedro de Cervatos en Campoo y San Martín de Elines en Valderredible. Todos ellos, en mayor o menor medida, según la documentación disponible, han sido ya estudiados y se conoce su época de formación, las vías de creación de sus patrimonios, sus características, las formas de explotación de sus dominios, los tipos de rentas así como la expansión que consiguieron alcanzar.
Además de estos monasterios, existieron otros en territorio de Cantabria probablemente menos significativos aparentemente, pero, sobre todo, menos conocidos, que también desarrollaron este esquema básico de relación socio-económica feudal. Extendieron su influencia en ámbitos más reducidos, al constituir pequeños dominios con sus iglesias y vasallos dependientes, pero con un potencial económico muy notable, como se deduce de la fábrica de sus respectivas iglesias.
Aparecen con una relevancia artística que no se corresponde con la información documental e incluso con su posible trascendencia histórica. Entre ellos cabe destacar Santa María de Miera, Santa María de Yermo, San Román de Moroso, San Facundo y Primitivo de Silió, San Cosme y Damián de Cillaperriel en Bárcena de Pie de Concha. Los últimos han conservado excelentes ejemplares de iglesias románicas.
El poder y control ejercido sobre el territorio entre los siglos XI a XIII por unos y otros se observa al cartografiar los lugares en los que tuvieron vasallos dependientes y comprobar que las áreas de influencia de cada uno de ellos capitalizaron y cubrieron prácticamente el territorio de la Cantabria altomedieval. Debe tenerse en cuenta que las áreas de influencia de los dominios monásticos, aunque no formaban circunscripciones territoriales definidas o al menos compactas, eran ámbitos de especiales relaciones económicas, sociales y, por supuesto, artísticas. Desde esos centros monásticos mencionados se ejercía un dominio espiritual, el que emanaba de la Iglesia en ese período, y un poder temporal derivado de las relaciones feudales que mantenían con cada uno de sus dependientes o vasallos. A cambio, éstos debían corresponder y satisfacer un conjunto de servicios –las prestaciones en trabajo– y, sobre todo, abonar distintas cantidades en especie o en metálico por muy diversos conceptos. Esta vinculación socio-económica tenía mucha más trascendencia de la que en principio cabe suponer.
En realidad, desde estos centros monásticos se llevaba a cabo una auténtica organización social del espacio, con la posibilidad de incidir en modificaciones en el hábitat, en las vías de comunicación, en la composición y disposición del paisaje agrario, en la producción y en su comercialización…, además de convertirse en los reservorios de la riqueza regional mediante la acumulación de excedentes y rentas.
Este poder casi hegemónico durante el siglo XII facilitó una expresión religiosa, pública y notable, los monumentos románicos, que a la vez que servían de lugares de culto, instruían y traducían en imágenes textos bíblicos incomprensibles para la mayoría de la población, impresionaban y recordaban diariamente dónde radicaba el dominio feudal. Su más esplendorosa demostración es el legado que hoy, aún asombrados, podemos admirar en las construcciones románicas que han logrado sobrevivir. Una licencia a nuestra imaginación nos permitiría captar el impacto que en un mundo de bosque, de bosque casi impenetrable y húmedo, con pequeños claros constituidos por poblados frágiles y vulnerables, levantados casi en su totalidad en madera, barro, paja, ramajes, estiércol… con necesidad de reparación constante, tuvo que ejercer la construcción en piedra de los imponentes y majestuosos edificios románicos.
¿Este cuadro tan sólo esbozado puede inducir a pensar que el poder real o señorial no existía? Evidentemente no; no debemos olvidar que, a la sombra de estos monasterios, en muchas ocasiones se encontraba la familia real o una parentela laica que era la que en definitiva utilizaba este sistema como medio de gestión de sus propios recursos e intereses. Sobre el poder real es preciso diferenciar el ejercido como institución monárquica, es decir el gobierno y la administración del territorio, y el practicado como titular de unos señoríos propios, los señoríos de realengo. Sobre el primero, el poder del rey se transmitía y gestionaba a través de grandes circunscripciones territoriales, Asturias, Liébana, Trasmiera…, en las que se nombraba a individuos nobles vinculados a la propia corte para que gobernaran en calidad de condes, potestates, mandantes… En Cantabria en el siglo XII estas figuras estuvieron capitalizadas por dos poderosas familias castellanas en pugna constante, los Lara y los Haro, es decir familias foráneas próximas a los monarcas castellanos. Por debajo de esta estructura administrativa de nivel comarcal se encontraban otros señores, nobles con arraigo más local, los infanzones, que ejercían el poder en tenencias más pequeñas ayudados por sus correspondientes merinos, sayones y iudices. Este poder real tenía también otras manifestaciones simbólicas en el espacio; probablemente los castillos o palatia en esa época se refieran a los lugares desde donde aquél ejercía las funciones propias de monarca de un reino.
La segunda forma de expresión del poder real tuvo su manifestación a través de sus decisiones como titular de otras formas de señorío, los señoríos de realengo, como señor feudal que tenía sus propios bienes, con sus vasallos dispersos en el marco de la aldea. Reconstruir las competencias y funciones concretas que la monarquía castellana desarrolló a través de sus delegados en tierras de Cantabria es una empresa casi imposible, aunque no lo es detectar que hubo múltiples cambios derivados de las afiliaciones o deserciones que se desencadenaron con motivo de las crisis dinásticas. Pueden verse al respecto las páginas que García Guinea dedicó en su espléndida ambientación histórica de El románico en Santander. En ellas puede verse el papel determinante que desempeñaron los monarcas del siglo XII en Cantabria en su condición de propietarios de bienes, que ordenaron disponer de acuerdo al nuevo interés que suscitaba la región con las expectativas de desarrollo del litoral y la posibilidad de abordar empresas pesqueras, comerciales y navales.
En el reparto del poder feudal en la Cantabria del siglo XII hay que hablar, por último, de los señores laicos, de la aristocracia, de las personas o familias destacadas, los infanzones o los optimos viros de los que hablan los documentos, muchas veces vinculados a su vez a la corte, a los reyes castellanos, desempeñando funciones públicas y desarrollando sus propias redes de vasallos o de hombres dependientes. En la Alta Edad Media, aunque es difícil reconstruir los perfiles de los señoríos que se constituyeron en torno a las familias aristocráticas, se constata desde muy temprano su presencia y dominio. En la Liébana del siglo IX se conocen varios matrimonios que habían desarrollado relaciones feudales y estaban en posesión de sus propios homines o collazos. En las Asturias de la décima centuria se ponen de manifiesto también controlando los concejos rurales. En Trasmiera en el siglo XI, ejerciendo competencias políticas como seniores, tenentes, delegados del rey en la comarca. Como se ve, los señores laicos estaban en las aldeas, eran los protagonistas o testigos de muchos actos jurídicos documentados, intervenían en la vida local, mantenían a su vez relaciones feudales con condes o con los reyes, desempeñaban funciones militares o en la administración real como comites, imperantes, mandantes…, controlaban iglesias parroquiales y monasterios y fueron también promotores de los nuevos edificios románicos. Doña Godo García poseía una participación en el monasterio de Santa María de Tezanos que, según García Guinea, mantiene aún puertas de organización románica; o doña Sancha, que a comienzos del siglo XII había edificado la iglesia en honor de Santa María en Ruerreros, de la que se conserva una pila bautismal románica, o el monasterio de San Felices de Cóbreces, que pertenecía también a un conjunto de eredes. Como se ve, se conocen aspectos parciales del comportamiento aristocrático ante la imposibilidad de reconstruir en su totalidad las características de la formación y desarrollo de sus respectivos señoríos en esta época.
Evidentemente, aunque el símbolo específico del poder señorial en el ámbito aldeano fue la torre, no aun la de piedra o sólo en algún caso, pero siempre una edificación de dimensiones y calidad superior a las de los campesinos, la aristocracia tenía mucho interés en participar y contribuir en la dotación y construcción de iglesias o monasterios, primero como vía de aproximación a Dios, para alcanzar la salvación. Pero también para ser enterrado en el interior del templo o en su proximidad. De ahí el doble objetivo de los sepulcros monumentales, de reposar en la casa del señor y de legar a la posteridad testimonio material de su paso por la tierra. En Cantabria se conservan sarcófagos de abades, como el gótico de Munio González en Castañeda o el de Santillana erróneamente atribuido a doña Fronilde, posiblemente del siglo XII.
Este mundo feudal no estuvo ensimismado en el territorio. Fue un mundo abierto por tierra y mar. Ya la sociedad que poblaba estas tierras en época prerromana y romana había mantenido unas relaciones constantes y fluidas con la Meseta. En la Edad Media esta comunicación continuó a través de diferentes itinerarios, documentados alguno de ellos. Sin duda, los más antiguos están relacionados con las rutas establecidas a través de los desplazamientos ganaderos estacionales, que atravesaban en dirección Norte-Sur el territorio de la Cantabria medieval. Desde el Oeste, por donde salían los asturianos y caornecanos, hasta el Este por donde, seguramente aprovechando una vieja cañada ganadera, se había construido la calzada que comunicaba Castro Urdiales (Flaviobriga) con Herrera de Pisuerga (Pisoraca). Pero, sobre todo, fue el tránsito por Cantabria desde época romana de tropas y mercancías procedentes de otros lugares por vía marítima lo que sin duda vertebró desde siempre a la región con la Meseta, primero, y después, en la Edad Media, con el reino castellano. Este tráfico, probablemente no interrumpido nunca, como se puede deducir de las escasas pero constantes referencias conservadas, debió de adquirir cierto empuje desde finales del siglo XI. Todos estos desplazamientos más o menos periódicos fueron vehículos de intercambios, como puede deducirse de la existencia en Cantabria de piezas como el broche de Santa María de Hito, y de constantes transferencias culturales, como las decoraciones y técnicas musulmanas detectadas en los edificios conservados del siglo décimo. 

Los nuevos aires del románico
Fue en este contexto histórico en el que de una forma relativamente rápida –se desarrolló básicamente en el siglo XII– hizo su irrupción en Cantabria el arte románico. ¿Cuáles fueron las causas de esta súbita profusión de edificaciones en las diferentes comarcas de Cantabria? Debe recordarse que se han detectado más de doscientos vestigios de manifestaciones románicas. En principio, se puede afirmar que ellas demuestran que la región había captado y asumido la mentalidad, las ideas y los conocimientos necesarios para el desarrollo del proyecto románico. Las obras artísticas sintetizan muchos aspectos del pensamiento, de la vida social, cultural, económica, tecnológica… de la época, y el arte románico en especial fue la expresión material de una mentalidad, de una sociedad; fue la manifestación de la autoridad de la Iglesia. Con sus sólidas construcciones, aquélla albergaba la intención no sólo de glorificar a Dios, sino de perdurar y de perpetuar la jerarquía, el orden social vigente; en definitiva, la cosmovisión de las instituciones que las promovían.
Las distintas manifestaciones románicas, iglesias, claustros, sepulcros, pilas bautismales… constituyen en sí mismas y en lo que trasmiten a través de la iconografía una forma de entender el destino del individuo y del mundo desde la óptica cristiana. Todo ello desde un presente reflejo de una sociedad que pretende que se respete la jerarquía social, se reconozca y legitime el papel de los caballeros y sus damas y se acepte la función de la población campesina absolutamente mayoritaria. Es decir, que se reconozca la existencia de los tres órdenes: oratores, bellatores y laboratores, así como de la actividad asociada a cada uno de ellos. De ahí el interés de la escultura románica en que aparezcan bien representados los objetos litúrgicos propios de los que tienen el cometido de orar; libros, báculos, cruces, cálices… y las espadas, cascos, escudos, cotas de mallas, monturas etc., de los guerreros. Es, por otro lado, una nueva sociedad que ya manifiesta la evolución operada en el concepto del trabajo. El trabajo, es un honor, “el hombre se aproximará a Dios por el trabajo” dice ya en 1103 Ivo de Chartes. El trabajo lejos de ser un castigo, abyección o esterilidad impotente, es honrado, indispensable y productivo.
Los orfebres y herreros están a la cabeza de los grupos urbanos porque su oficio es admirado cuando no temido; otros oficios comienzan a ascender en la jerarquía social porque los ingresos que les proporciona su trabajo se lo permite. El románico se hace eco de este cambio y tiene a gala representar las labores de los campesinos, canteros, albañiles, herreros, sastres, con sus correspondientes utensilios en los pórticos de las iglesias, en los calendarios agrícolas, en los capiteles, o en los libros piadosos. De la misma forma que reconoce la autoría y registra el nombre de los maestros responsables de las obras, como en el caso de Covaterio de Piasca o de Pedro Quintana de Yermo. Una nueva sociedad que también está superando la tradicional ambigüedad de la Iglesia sobre el concepto del juego, del divertimento en época medieval –en permanente contradicción entre la necesidad y la perdición– y se atreve a expresar el regocijo de los juglares, danzarines o acróbatas, el goce del toque del pandero, del rabel o del arpa como trasmiten las escenas de músicos de los relieves románicos.
Los testimonios románicos revelan la voluntad de sus promotores, básicamente la Iglesia, de expresar simbólicamente su poder y riqueza y la de cumplir las funciones propias de la institución eclesiástica. El papel dominante de la Iglesia manifiesta la necesidad de disponer de una imagen del poder, como signos de identidad, símbolos con los que los poderosos tratan de poner de manifiesto su autoridad y capacidad para proyectarlos en forma material con la intención deliberada de crear un escenario imponente. Ello no quiere decir que no existieran otras muchas motivaciones trascendentes, desde la de alcanzar y ganar la gracia de Dios mediante la erección de una construcción meritoria como obra destinada a ensalzar su gloria, a la de convocar a la feligresía y, sobre todo, la de atender y consumar unas determinadas funciones. Ha sido destacada la finalidad docente, de transmisión de ideas, de la iconografía románica, la posibilidad de incidir en el ánimo y en las actitudes morales de los espectadores: “las imágenes fueron elaboradas para ser vistas, pero sobre todo para ser vividas por sus espectadores”.
La imagen es más directa que la palabra, y el texto “atrae la mirada y concentra la atención, convirtiéndose así en un sólido soporte del pensamiento y del entendimiento”, aunque, como sugiere Boto, “ninguna imagen es capaz de instruir por sí sola a un espectador desprovisto de un utillaje cultural básico”. Está fuera de duda su función doctrinal y de evangelización, su vocación de predicar al siglo su mensaje con objeto de revelar al alma humana lo trascendental mediante el símbolo que sugieren e inducen. Debe tenerse en cuenta que ninguna manifestación artística es casual; siempre existe intención trascendentalizadora.
Estos intereses y corrientes culturales llegaron a Cantabria básicamente de Castilla por el notable incremento de relaciones entre ambas en función de las nuevas necesidades que surgían en el reino castellano. La toma de Toledo en 1085 marcó un hito en su trayectoria y a partir de entonces comenzó a dibujarse un nuevo papel del territorio cántabro en el conjunto del reino; de la asignación de una función tradicional como provisión y reserva ganadera pasó a constituir un espacio que podía facilitar el aprovechamiento de los ahora interesantes recursos marítimos y un litoral donde existían enclaves que permitían el acceso, la salida castellana al Atlántico. En definitiva, el desarrollo de un comercio marítimo que Castilla requería y estaba en condiciones de promover y desplegar resultó de sumo interés para Cantabria, que se podía convertir de esta manera en centro receptor o expedidor de mercaderías y en lugar de tránsito de viajeros, peregrinos, comerciantes, entre los puertos del Cantábrico y los centros castellanos. Por esta vía de Castilla al mar se introdujeron en Cantabria los nuevos aires románicos y todo lo que representaban. Evidentemente para desarrollar esta nueva función era necesaria la articulación del territorio. Ese fue el empeño de los monarcas del siglo XII: la organización socio-eclesiástica y sobre todo económica. Ahí se concentraron los esfuerzos y la toma de decisiones de los monarcas de este siglo. 

Las bases materiales de financiación del románico
El hecho de que Cantabria recibiese las influencias culturales y los conocimientos técnico-artísticos del mundo del románico no proporcionaba la base suficiente para abordar tales construcciones; para ello se requería una acumulación de capital verdaderamente excepcional. ¿Qué nuevas condiciones económicas permitieron el desarrollo en esa época, tardía en relación al románico peninsular catalán y castellano y sobre todo al europeo, del románico en Cantabria y por qué se produjo esa profusión de iglesias en un período tan relativamente corto? La respuesta coherente a estas cuestiones nos lleva a considerar en primera instancia las posibles transformaciones que se dieron en las bases económicas tradicionales de la Cantabria altomedieval.
Un repaso a los distintos capítulos de la economía regional en el siglo XII nos proporciona una imagen algo distinta sobre las actividades desempeñadas con anterioridad. En ese siglo continúa siendo la explotación del bosque y la ganadería en todas sus versiones una de las actividades más extendidas en el ámbito regional. Cantabria en esta época parece un espacio dominado por el bosque, un bosque atlántico frondoso constituido por una rica variedad de especies: robles, hayas, castaños, nogales, encinas, fresnos y densos helechales. En principio, de aprovechamiento colectivo, aunque después fuese progresivamente acotado por los dominios monásticos o por los señores, como ocurrió, entre otros, con el monte de la Viorna en Potes desde el siglo XI. Un bosque fundamental para la alimentación con la recolección de sus frutos, para la construcción de las viviendas, aperos, molinos, para las ferrerías, para la caza furtiva del campesino, y de ocio y deporte de la aristocracia. Un bosque acogedor asimismo de especies salvajes y sustento de una cabaña ganadera mantenida en régimen extensivo mediante desplazamientos estacionales a los pastos de montaña, ricos en verano, y el pastoreo de baldíos en las zonas llanas del litoral durante el invierno. Por esta época comienza también la estabulación adicional con heno, como demuestra la lenta extensión del praderío.
Es importante recordar que la responsabilidad de la explotación ganadera recayó siempre en los miembros de las comunidades campesinas, con independencia de que fueran propietarios o aparceros, y que es acertado presuponer que existiese una organización colectiva para proceder a la creación y mantenimiento de las infraestructuras que requería la explotación ganadera en régimen extensivo, como el acondicionamiento de los montes y pastos, la preparación de las dehesas, los ejidos, los prados, las cañadas, los abrevaderos, los invernales, los seles, etc. Esta potencialidad de la región para sostener y acrecentar una abundante cabaña requirió la progresiva organización de la actividad ganadera, bien desde la esfera condal o real, mediante la concesión de cotos o de privilegios de pasto, o bien desde la propia gestión de las comunidades campesinas a través de las decisiones de sus respectivos concejos, tenían entre otras la competencia para regular y suscribir mancomunidades de pasto.
Los privilegios que desde el siglo XI disfrutaban los vasallos de San Salvador de Oña para utilizar los pastos desde el río Pas hasta Sámano, pero, sobre todo, la ordenación deducible del propio fuero de Laredo –Alfonso VIII concedió al concejo que sus rebaños como los del rey pudieran pastar libremente por todos los lugares del reino–, los privilegios de San Emeterio, los de Santa María de Miera38 o los de la abadía de Aguilar de Campoo constituyen testimonios de la distribución y regulación de derechos de pasto en tierras de Cantabria.
La importancia que llegó a alcanzar la actividad ganadera no explica por sí misma la capacidad de la sociedad regional para abordar el proyecto románico. Para entender el proceso, hay que recordar que Cantabria participó del desarrollo demográfico, técnico y económico del occidente europeo desde el siglo XI, fruto del desarrollo de las novedades generalizadas desde el año mil. Uno de los campos más significativos fue el de las técnicas y el utillaje agrario, en donde, a pesar del conservadurismo del mundo rural, se apreciaron notables cambios y avances relacionados con el incremento de la producción de hierro, material escaso y caro, pero básico en la elaboración de utillaje. La mayoría de los aperos agrícolas, como las tenazas y el hacha de corte curvo representadas en unos capiteles del claustro de Santillana, la azada y el picachón en un canecillo de la iglesia de Santa María de Hoyos, o la anilla para bóvidos de un capitel de Santa María de Bareyo, así como muchos objetos de la vida cotidiana, como la llave o el herraje de un libro esculpidos en Piasca, se elaboraban con madera obtenida en los bosques y el hierro de las ferrerías.
Modificaciones importantes se dieron en los sistemas de cultivo, basados tradicionalmente en la alternancia anual entre cultivo y barbecho, el cultivo de año y vez. La difusión del sistema en tercios, la rotación trienal, la más importante novedad agrícola de toda la Edad Media permitía el cultivo de una parcela de cereales de otoño, trigo o centeno, otra de primavera, cebada y avena y legumbres, y la tercera que permanecía sin cultivar, en barbecho, donde pastaban los animales y se aprovechaba su fertilizante. La aplicación del sistema de rotación trienal incrementó sensiblemente la productividad, facilitó la distribución más racional del trabajo campesino, mejoró el régimen alimenticio y redujo la mortalidad catastrófica. Otra innovación significativa fue la difusión del arado pesado o la carruca para la Europa atlántica y central desarrollada desde el siglo XI. Más eficaz porque profundizaba en la tierra, aumentaba los rendimientos y los campesinos ahorraban tiempo y trabajo, favorecía la formación de parcelas más rectangulares y alargadas y facilitaba las labores de los terrazgos. Los sistemas de atalaje, el desarrollo de la herradura metálica que posibilitó la utilización del caballo en las tareas agrícolas y de transporte, que con el arnés de collera almohadillada permitía arrastrar un peso cuatro o cinco veces superior, facilitaron los intercambios terrestres. El caballo, una de las manifestaciones del poder económico, aparece, como afirma García Guinea, muy frecuentemente representado en el románico montañés. Innovaciones todas ellas que al permitir un mejor aprovechamiento de la tierra, favorecieron y estimularon el crecimiento económico, el comercio y la acumulación de riqueza.
Como el programa escultórico del románico recuerda, el mundo campesino del siglo XII aparece presidido por los ciclos agropecuarios. El tiempo lo impone la naturaleza. En el otoño comienza un proceso cíclico y ritual en espera de que un año más tarde la tierra dé los frutos necesarios para subsistir. A finales de septiembre, el campesino simultánea en algunos lugares como la Liébana la arada y la siembra con los trabajos propios de la vendimia, la recolección de la uva, la fermentación, la preparación de toneles y barricas y el almacenamiento del vino.
La sementera del cereal de invierno, la cebada y el centeno, es importante porque es el ingrediente básico en la dieta alimenticia para el mantenimiento de la familia. Es posible que, en algunas zonas, se asociara a las gramíneas de primavera o a las legumbres proporcionando grandes ventajas al campesino. La posesión de un arado presuponía un elemento básico en la estratificación social de la comunidad. Frecuentemente, se recurría al tiro del señor o del monasterio, pues muy pocos campesinos disponían de animales de labranza para trabajar los campos del cultivo, las mieses. En el mes de noviembre, la matanza del cerdo, parecido al jabalí, con el fin de proveer sus despensas con carne cuando el frío y la lluvia eran intensos y resultaba más fácil su conservación. En todos los hogares debía existir algún ejemplar, junto con la cabra y la oveja, muy apreciada por su lana, como fuente de alimento y de abono.
Después, el reposo invernal. La inactividad en los campos se representa en los calendarios pintados o esculpidos con el fuego del hogar. Es la época de practicar la caza para la adquisición de pieles y carne, la de elaborar los quesos, fabricar o reparar los aperos, arreglar la vivienda, hilar, tejer, confeccionar los cuévanos, cestas… A partir de marzo hasta junio se inauguraba otra etapa de actividad, la de atender los huertos, limpiar los sembrados, preparar las viñas, llevar el ganado a pacer en las dehesas; era también el tiempo de recoger las frutas, hierbas y flores con propiedades terapéuticas y medicinales, unas para potenciar las relaciones amorosas, otras con poder profiláctico para evitar maleficios o para impedir la entrada de los malos espíritus. En junio, la época de segar el heno con la hoz, la época de subir los ganados a los puertos, de las fiestas del solsticio de verano. Y así se cerraba el ciclo.
Se sabe que pequeños indicios coincidentes indican una tendencia, y la documentación de esta época recoge síntomas de una significativa expansión demográfica con manifestaciones en el poblamiento, redistribución del hábitat, edificación de viviendas en antiguos lugares de cultivo, aparición de villas nuevas o de pequeños barrios, de transformación de usos de espacios, de ampliación de los espacios cultivados, de nuevas roturaciones, desmontes, colonizaciones de espacios incultos para convertirlos en productivos… y, sobre todo, de desarrollo de otras actividades. Todo ello apunta en una misma dirección: el nivel económico de concentración y acumulación de riqueza necesario para afrontar las grandes y costosas edificaciones románicas lo alcanzó el sistema de explotación dominical eclesiástico o laico en Cantabria en la duodécima centuria. Fue entonces cuando los dominios señoriales, sobre todo los monásticos, se beneficiaron del volumen de personas que dependía de ellos; cuando casi todos los monasterios regionales alcanzaron su máximo esplendor e influencia, cuando procedieron a transformar sus sistemas de explotación, al sustituir las corveas o sernas por impuestos o rentas, al reducir las reservas señoriales y, sobre todo, al arrendar sus tierras.
A la vez, el siglo XII se muestra como la época de consolidación de la aldea, de las aldeas, de conformación de la comunidad aldeana y de definición de la parroquia. Con unos orígenes muy diversos, en la mayor parte de las veces desconocidos, a no ser por las sugerencias deducibles del análisis toponímico, en el siglo XII la aldea es la forma de poblamiento absolutamente hegemónica en el territorio de Cantabria. En esta época se alcanza la mayor densidad de ocupación; prácticamente la mayoría de los pueblos de Cantabria ya están documentados con diferentes denominaciones: locum, ecclesia, villa, lo que puede ser indicativo de sus posibles diferencias y sobre todo de grados de evolución diferentes. Las aldeas, con independencia de su origen –conversión de establecimientos temporales en hábitats estables, creaciones ex novo, ocupación por el sistema de presura o mediante la yuxtaposición de casas conforme se desarrolla el grupo familiar originario–, parecen tener unas características comunes como asiento de una comunidad que respeta unas reglas en relación a las actividades económicas y a las sociales que se suscriben o deniegan mancomunadamente en el concejo.
Los emplazamientos de las aldeas parecen muy variados. En unos casos, en la cima de una montaña para asegurarse los pastos de altura. En otros, los más frecuentes, en las medias laderas, con objeto de disponer de espacios llanos para el desarrollo de la agricultura y evitar el fondo del valle, siempre amenazado por las inundaciones incontroladas de los numerosos ríos regionales. Los modelos de aldea de esta época se pueden sintetizar en dos. Uno lo constituye un núcleo con casas relativamente agrupadas sin ordenación perceptible de las viviendas en torno a la iglesia, que siempre ocupa un lugar preeminente, ya sea central o excéntrico, pero siempre dominante. Otro es más disociado, con conjuntos más pequeños de casas adyacentes, barrios familiares diseminados en un espacio más extenso, en donde la iglesia o las iglesias no se integran en el conjunto. En cualquiera de los casos, con unos espacios de producción, los huertos, frutales y viñedo, desperdigados por el caserío, dado que estos espacios requerían una mayor atención y sobre todo protección.
En la edificación de las viviendas se usaban aquellos materiales constructivos que se localizaban de forma abundante en las proximidades del poblado, aunque a veces se acarreasen materiales de lugares más alejados. El elemento básico en la construcción fue la madera, los palos, tablas apenas desbastadas, elementos vegetales sin manipulación especial, troncos y ramajes de brezo, escoba, cañizo… y el adobe, el barro convertido en ladrillo o tapial. Parece que las viviendas fueron muy elementales. Eran construcciones muy sencillas –de una sola pieza, la denominada casa integral, casa vivienda, establo granero– y extremadamente endebles. Era necesario reconstruir la casa cada veinte años aproximadamente porque la humedad del suelo pudría los pilares y se producían constantes inundaciones e incendios. Hasta el siglo XI eran los campesinos los que levantaban las casas ayudados por sus vecinos. Es muy posible que para el siglo XII se recurriera ya a la colaboración de maestros carpinteros, cuadrillas itinerantes poseedoras de unos conocimientos más desarrollados.
Un elemento muy importante en el ámbito aldeano del siglo XII, indicador del crecimiento económico, fue el molino. Los molinos, ubicados en pequeños cauces fuera del caserío, eran generalmente de un gran propietario o de un dominio monástico por su elevado coste, con lo que los campesinos tenían que pagar por su uso. Levantados en materiales más consistentes, piedra y madera, con el fin de que su duración fuese rentable. Se requerían troncos de roble y de olmo para el eje y las aspas, plomo para los engranajes, bloques de piedra para las muelas y hierro para las llantas. Su instalación requería montadores especializados.
En este contexto predominantemente rural, las nuevas condiciones económicas del siglo XI castellano y europeo se dejarán sentir y constituirán un acicate para el desarrollo o la promoción de otras actividades en la región. Los últimos trabajos sobre el desarrollo de la economía europea adelantan la fecha de comienzo del crecimiento altomedieval y, sobre todo, consideran que el flujo comercial marítimo fue mucho más fluido e importante de lo que se había interpretado tradicionalmente. Esta nueva hipótesis, verificada admirablemente para los siglos IX-X en el ámbito europeo, puede sugerirse para entender las repercusiones que pudo tener en Cantabria y fundamentar otras motivaciones que pudieron propiciar la floración del románico en la región en el siglo XII. 

La eclosión del románico
El desarrollo del románico no sólo requería una captación cultural de los nuevos aires que circulaban por el occidente europeo, sino también, y eso era lo más necesario, las bases materiales que permitieran su financiación y construcción. No cabe duda de que la construcción de iglesias en un período tan corto –la mayoría se levantaron en el siglo XII–, testimonia un aumento significativo de la riqueza disponible. Si los fundamentos económicos tradicionales de esta región habían sido las actividades agropecuarias, ¿qué cauces o elementos nuevos permitieron a las distintas instancias o promotores abordar el proyecto románico? Uno pudo provenir evidentemente del apogeo del modo de producción feudal en un contexto de crecimiento agrario generalizado en Europa en ese período. Se ha producido un excedente en algunos monasterios o en el patrimonio de algunas familias que permite y a la vez demanda la exhibición de su poder mediante la expresión románica. Pero también, sin duda, debieron de concurrir otros factores económicos importantes, como el desarrollo pesquero estimulado por la demanda exterior de los centros de la meseta –la abadía de Santa María de Nájera participaba habitualmente de las primicias del pescado que le proporcionaba Santa María del Puerto–, y la especialización de los puertos de Cantabria en los intercambios comerciales castellanos.
Ahora ya es posible afirmar que las relaciones comerciales entre Castilla y la fachada atlántica comenzaron con anterioridad a la concesión de los fueros a las villas con puerto de Cantabria. Los fueros, cuando fueron otorgados por el rey Alfonso VIII, tuvieron como objetivo regular unas actividades comerciales y pesqueras que, de hecho, ya se realizaban en nuestros puertos con anterioridad como respuesta a una cada vez más exigente demanda castellana. La justificación de las razones de la elección del modelo de Logroño, con un acusado carácter comercial, para dotar a la villa de Castro Urdiales y sobre todo la concesión de la exención de portazgo en Medina de Pomar a los habitantes de dicha villa, no hacen sino reconocer y promocionar unas actividades ya existentes. El puerto de Castro Urdiales, como el de Santander o el de San Martín de la Arena, desarrollaban actividades relacionadas con la mar, desde la pesca al comercio marítimo, con anterioridad a la recepción de sus correspondientes fueros. En la villa de Santander arribaban naves con mercancías… se recibían paños traídos por mar46. A la de San Vicente, según describe el fuero, llegaban barcas, sal y troseles. De manera que los privilegios que recogen los fueros a los puertos de Cantabria revelan unas costumbres anteriores: la existencia de relaciones comerciales entre Castilla y la fachada atlántica a través de los puertos de la región.
De hecho la cuenca del Besaya, espina dorsal de las comunicaciones de Cantabria, adquirió desde finales del siglo XI una revitalización derivada del auge de los desplazamientos. Las iglesias prerrománicas de Moroso, La Helguera e incluso la de San Martín de Quevedo anuncian ya este dinamismo. La iglesia de La Serna de Iguña se construía en el año 1067, la de Pesquera se consagraba en 1085, y en 1093 era el obispo burgalés Don Gomez el que procedía a realizar la consagración en San Mateo de Buelna. Desde comienzos del siglo XII se sabe de la existencia de una barquería para acceder al río, y una iglesia, Santo Domingo de la Barquera, en Suances, para peregrinos, pobres, viudas, huérfanos… ricos y nobles. En 1110 se exime de portazgo al monasterio de Cillaperriel de Iguña, es decir, se facilita el tráfico libre de mercancías de productos así como también fue muy probable camino de viandantes, forasteros o peregrinos, que, procedentes de lugares de la fachada atlántica, llegaran por mar en rutas de cabotaje a los puertos del Cantábrico con el objetivo de incorporarse al camino de Santiago. La barca de Barreda, la alberguería de San Florencio en Bárcena de Pie de Concha para descanso y acogida de los viajeros, y las alusiones a Santiago –en Cartes, la ermita de Santiago, románica tardía, y en Silió una iglesia bajo la misma denominación– pueden ser registros fósiles de este tráfico de personas que de la misma manera que cubrían un objetivo comercial intentaban cumplir con sus compromisos religiosos.
La Castilla del siglo XII estaba en condiciones de desarrollar actividades comerciales marítimas; el camino de Santiago resultaba ya a todas luces insuficiente, y el litoral de Cantabria ofrecía unas interesantes posibilidades. Ello requería necesariamente una reorganización de la región: la articulación de los puertos, la dotación de sus correspondientes fueros y la recuperación de las tradicionales vías de comunicación entre los portus y los centros de Castilla.
La reina Urraca de Castilla, mujer que “ejerció por sí y en su nombre la soberanía y la acción de gobierno plenamente y sin restricciones por primera vez en un reino peninsular”, casada en primeras nupcias con Raimundo de Borgoña, inauguró una época de intensa reorganización del territorio montañés. Entregó el señorío del valle de Oreña a Santa Juliana, traspasó el dominio de San Román de Moroso a Silos y dispuso que San Facundo y Primitivo de Silió pasara a la Catedral de Burgos. Es decir, como veremos más adelante, favoreció que el control de una de las vías de comunicación más importantes del siglo XII tuviera las garantías de protección y mantenimiento que le podían proporcionar instituciones más sólidas. San Pedro de Cardeña también consiguió desde sus posesiones en Cabuérniga ejercer un significativo papel en otra de las rutas tradicionales de Cantabria, con la incorporación de la villa de Bárcena Mayor y el hospital de Hozcava en el puerto de Palombera. El interés en que fuera la catedral de Burgos la que siguiera controlando la vía también fue objetivo de Alfonso VII quien, en 1128, entregó al obispo varias iglesias, entre ellas la de Santa Leocadia en Iguña y la de San Cristóbal de Bárcena de Ebro. No obstante, fue el monarca Alfonso VIII el que promovió una nueva ordenación del espacio septentrional de su reino y sentó los cimientos de la transformación de la organización del territorio de Cantabria. Primero, procedió a una articulación socio-eclesiástica del territorio. La toma de decisiones de este monarca afectó especialmente a Liébana, con el traspaso a San Salvador de Oña del monasterio de Santo Toribio y de la iglesia de Santa María de Lebeña. Después, procedió a ordenar racionalmente las rutas de comunicación entre Cantabria y Castilla, en concreto la cuenca del Besaya, donde se habían constituido varios dominios monásticos significativos, distribuyendo el control y participación de rentas entre el obispo de Oviedo a través de Santa María de Yermo, la abadía de Santo Domingo de Silos con el control de San Román de Moroso, el obispado de Burgos, ahora ya arraigado en el valle de Iguña y en Cervatos, el dominio de la alberguería de San Florencio, dotada de privilegios jurisdiccionales y fiscales, Santa María de Aguilar de Campoo con el monasterio de Santa María de Valdeiguña (en la Serna), y la orden de San Juan de Jerusalén a través de los prioratos de San Juan de Raicedo y de Camesa. Y finalmente, esta labor emprendida por Alfonso VIII culminó al reconocer y legitimar un nuevo status a cinco lugares con puerto de la costa de Cantabria convirtiéndolas en villas. Todo ello explicaría el que una de las áreas de mayor densidad y calidad del románico fuera precisamente el entorno de la principal vía de comunicación de este tráfico, la cuenca del Besaya, con ejemplares como los de Santa María de Yermo, San Facundo de Silió o San Pedro de Cervatos, ya en Campoo.
Evidentemente, otras zonas del territorio de la Cantabria medieval se vieron del mismo modo estimuladas. García Guinea atribuye el desarrollo del románico del valle de Cayón a su papel en la vía que accedía por detrás del Dobra al puerto de Santander. La abadía de Santa Cruz de Castañeda debió de desarrollar un dominio monástico significativo, y no cabe duda de que en general el auge de actividades marítimas y comerciales y la existencia de rutas marítimas conectadas con las terrestres ampliaba las opciones que se les presentaban a los viajeros. El intercambio comercial mostró más dinamismo comparado con las graduales transformaciones que surgían del campo. El comercio no sólo podía aumentar la riqueza de forma más rápida sino que podía estimular una mayor especialización económica.
En definitiva, tuvieron que concurrir todas estas circunstancias estructurales y coyunturales para que se diera en esta época la irrupción del arte románico, especialmente en las fábricas de las iglesias. Distintos grupos sociales por intereses similares pudieron abordar las construcciones románicas. “Personas o instituciones que tuvieron voluntad de permanencia y capacidad económica para construir edificios que además de desafiar al tiempo fueran escenarios que sirvieran para materializar o desplegar los símbolos de su dominio,” de la misma forma que ocurría con el desarrollo de la escritura o la genealogía. Los más poderosos pudieron abordar los proyectos más prestigiosos, con los ejemplares más sólidos, más imponentes, más refinados. De ahí que los mejores testimonios de Cantabria nacieran bajo el estímulo y la responsabilidad de los abadengos más significativos de la región.
Éste fue el caso de la abadía de Santa Juliana en las Asturias de Santillana al que su extensa red de influencia, su número de vasallos, en definitiva, su capacidad económica –las rentas propias de sus relaciones de encomendación– y la gestión de sus recursos, le permitieron en el siglo XII emprender la espléndida construcción que hoy admiramos. Otros ejemplos similares fueron los de San Martín de Elines o Santa María de Bareyo, centro del que se conoce la existencia de una comunidad bajo el mando del abad Pedro en el siglo XII y que en el siglo XIV continuaba como núcleo de abadengo (Becerro de las Behetrías) o Santa María del Puerto, cuya estructura primitiva se corresponde con este período y en la que se conserva su hermosa pila bautismal en la que se representa la esperanza de la salvación, la liberación del pecado.
Se atribuye la construcción del edificio de la abadía de Castañeda a una de las familias condales que ejercieron su poder en esas tierras a finales del siglo XI. La fundación de San Pedro de Cervatos, probablemente bajo la tutela de Sancho García, conde de Castilla, debió de dar paso en la construcción de su fábrica al obispado de Burgos, ya que desde los obispados también se podía promover la erección de iglesias románicas. Es muy posible que la iglesia de Santa María de Yermo se erigiese bajo el apoyo del obispado de Oviedo, y la de San Facundo y Primitivo de Silió por la diócesis burgalesa. En otras ocasiones, fue desde el propio realengo desde donde se tomó la iniciativa, como pudo ocurrir con el monasterio de Cillaperriel de la infanta doña Sancha, hermana de Alfonso VIII o incluso desde otras instancias como la Orden de San Juan de Malta o de Jerusalén con objeto de enaltecer sus iglesias o decanías dependientes.
La relación entre la aristocracia y la Iglesia, de hondas y antiguas raíces –no debe olvidarse que las iglesias propias se constituyen como una unidad patrimonial indisoluble, su patrimonio formaba una unidad dentro del patrimonio del propietario o patrono sin que fuera posible disgregarlo–, también va a tener su manifestación en Cantabria, y así alguno de los ejemplares del románico más valioso, como pudo ser el caso de la iglesia de Santa María de Piasca, es un testimonio de la asociación de intereses entre una comunidad religiosa y una familia aristocrática de origen lebaniego que posteriormente desarrolló su área de influencia en tierras palentinas, la familia de los Alfonso. Como también es muy posible que el primitivo monasterio de Santo Toribio, esto es, el de San Martín de Turieno, con una fuerte participación aristocrática, contara permanentemente con el apoyo y promoción de familias condales en la edificación de sus dependencias, como se muestra al conocer que, con anterioridad al año 1183, eran el conde Gomicio y su mujer Emilia quienes disponían del monasterio.
Cualquiera de los distintos promotores estaba capacitado para abordar empresas de esta envergadura por sus convicciones religiosas y porque contaba con unas bases materiales capaces de subvenir o sufragar los gastos, porque eran los que más interesados estaban en la obra románica por su significado y por su papel en la sociedad regional. Ellos, por el interés en incorporarse a las corrientes artísticas dominantes, por las relaciones y vínculos con otros centros, y por los motivos ya aducidos podían contratar a los profesionales disponibles que ya hubieran asumido las fórmulas y recursos acuñados en distintos focos artísticos: a los maestros de obras, a las cuadrillas responsables de la construcción, ambulantes o asentadas, a los diversos talleres de cantería, cada uno con sus propias pautas, estilos, programas iconográficos etc. Desde la historia del arte se sabe que Cantabria fue foco receptor de modelos de talleres burgaleses y palentinos y también creador de estilos propios en Castañeda, Cervatos o Santillana. Canteros de formación cántabra que trabajaron en Santa María de Bareyo y en San Román de Escalante actuaron a su vez en las iglesias de los valles de Mena y Losa, lo que también puede indicar el ámbito de relaciones. Juan de Piasca, por iniciativa del abad Domingo, intervino en Rebolledo de la Torre –donde existía un taller autóctono que asimiló las realizaciones más brillantes de la época–, después de trabajar en Piasca. En la iglesia se conserva un capitel idéntico, el sacrificio de Isaac, a uno que se encuentra en el ábside de Piasca. Como también se han encontrado filiaciones entre los talleres que trabajaban en Piasca, en Aguilar y en San Andrés de Arroyo.
La formación del maestro Covaterio, que trabaja en la iglesia de Santa María de Piasca, no se puede explicar sin considerar el magisterio ejercido sobre él por la lonja de Santiago de Carrión de los Condes, del mismo modo que el responsable del pórtico de la parroquial burgalesa de Rebolledo de la Torre, Juan de Piasca, a todas luces se había instruido en el lugar que explicita su antropónimo, lo que pone de manifiesto de nuevo las idas y venidas por las montañas cantábricas.
No todas las iglesias y monasterios románicos de Cantabria nacieron bajo la iniciativa de abades, obispos o señores. La multitud de pequeñas construcciones, algunas hoy en estado lamentable y otras muchas desaparecidas en diferentes pueblos de Cantabria, pone en evidencia que existieron otras construcciones que fueron fruto de la colaboración y apoyo de los vecinos y feligreses de pequeñas comunidades aldeanas y parroquiales. García Guinea las ha denominado iglesias de concejo, y aparecieron tanto en ámbitos preurbanos, como la iglesia vieja de San Pedro en Castro Urdiales, Santa María de Castro Urdiales o en entornos más rurales, como Santa María de Villacantid. Iglesias parroquiales rurales, unidades de organización de hombres y tierras que con sus rentas señoriales, territoriales y eclesiásticas pudieron construir sus más modestas fábricas. En este momento ya con la anuencia y bajo el control de la correspondiente autoridad episcopal que para casi todo el territorio de Cantabria, excepto la Liébana, correspondía al obispo de Burgos. De ahí que muchas veces se haga constar, en las inscripciones que se han conservado, la fecha y el nombre del obispo que procedió a su consagración, como ocurre con San Lorenzo de Pujayo, en 1132, la iglesia de Somballe, en 1167, Santa María de Yermo, en 1203, o la dedicación de la iglesia de Cervatos, en 1199, por el obispo de Burgos, Marino. No obstante, el orgullo de su categoría parroquial es el que de alguna manera quiere expresar otra de las manifestaciones románicas conservadas: las pilas bautismales que han logrado sobrevivir a lo largo del tiempo. En concreto, la de Santillana, con Daniel en el foso de los leones, la de Lomeña, la de Castillo Pedroso del siglo XIII, San Martín de Quevedo o la ya mencionada de Santa María de Puerto.
Es de esperar que estas páginas introductorias, en las que se han recogido apenas unos retazos de la sociedad que vivió la aparición del románico, puedan contribuir a entender hoy un poco mejor su grandeza y que, al penetrar en algunos de sus hermosos templos y observar pausadamente el lenguaje casi milenario de sus piedras, tengamos alguna clave más para que ese mundo no nos resulte tan lejano y enigmático.
 
Perspectivas generales y obligadas del románico montañés
La historiografía sobre el románico montañés
El comienzo en Europa y en España –y en Cantabria por ello– de dar al arte románico este nombre, y sentir por él un atractivo especial e incluso estimarlo como paradigma significativo del mundo medieval, se produjo en los inicios del siglo XIX en Francia, como consecuencia de la nueva visión sentimental que aporta el romanticismo. La presión que hasta entonces había ejercido en Europa la estética greco-romana, resucitada y mantenida como primordial y exclusiva por el Renacimiento, había postergado y desatendido el arte medieval, que siempre se creyó el resultado de una decadente y bárbara consecuencia del esplendor artístico al que se había llegado durante los siglos en los que Grecia y Roma impusieron en el Mediterráneo la dictadura de sus gustos.
Este sentir de que sólo merecía la categoría de obra artística aquello que seguía las directrices que aplicaron estos dos pueblos, estas dos culturas que, sucesivamente, habían conseguido crear un modelo de expresión que logró exportarse a todo el Mediterráneo, hizo que no fuese estimado lo realizado después del desplome del Imperio. Durante los siglos VI al XIX, y sobre todo con la irrupción que en el siglo XV produjo el Renacimiento del clasicismo, las obras medievales, aunque fuesen admiradas y valoradas, nunca consiguieron hacer olvidar la maestría de griegos y romanos.
Joseph Gantner recoge estos juicios peyorativos al arte medieval, para subrayar ese abandono que lo medieval tuvo –incluido el gótico– con “una clara nota de repudio y desprecio”. Señala Gantner que hasta en el mismo siglo XII, cuando se construía en románico, un reformista como Bernardo de Claraval no llegaba a entender la “ridícula monstruositas” de las decoraciones románicas, y apunta que estas consideraciones, en más o en menos, perduran hasta 1818 en Francia, pues un arqueólogo normando, Charles de Gerville, se hizo famoso al escribir una carta en donde juzgaba el arte románico como una “arquitectura pesada y grosera, de un opus romanum desnaturalizado y sucesivamente degradado por nuestros rudos antepasados”. Esta implacable opinión duró hasta que el romanticismo cambió las vías de la estética y supo ampliar los márgenes del arte, incluyendo en este otras maneras de expresión distantes de lo académico, no sin marcadas resistencias, pues el mismo “gran maestro” Emile Mâle –como recuerda Gantner– “no podía desprenderse de las sombras de la estética clásica”. En Francia, la fecha de 1834 fue muy significativa, porque se crea la Societé Française d’Archéologie y la labor de Inspección de Monumentos, dirigida por el escritor romántico Próspero Merimée, que irían valorando la importancia y la distinta belleza de unos estilos despreciados que comenzaron en toda Europa a ser aceptados con admiración casi apasionada, entre ellos el románico que, desde entonces, ha ido acaparando aprobaciones hasta el punto de llegar a ser considera do como uno de los inspiradores de parte del arte moderno, que ha tomado otra vez la vía del simbolismo, y algunos, como Henri Focillón, lo han llegado a considerar “la primera definición de Occidente”.
Dado que el arte clásico de la Antigüedad se prolonga en el imperio bizantino de Oriente, con un orden y una unidad que no fue posible en Occidente, no parece extraño que siendo preponderante desde los comienzos del siglo V, fuese un sumando primordial e importantísimo en la creación de las artes occidentales que se fueron produciendo en la Europa occidental, ocupada por numerosos pueblos germánicos. Pero en el arte románico, que en los comienzos del segundo milenio consigue una segunda unidad arquitectónica para toda Europa –después de la lograda por Roma–, acabando así con el caos y la disgregación que en este sentido afectaba al Occidente, intervinieron en su formación, a más de lo bizantino, otras corrientes diversas aportadas tanto por las culturas de las grandes invasiones, como por otras derivadas del Oriente sasánida, del califato hispano, del pre-románico asturiano y mozárabe, así como de las creaciones carolingias y otónicas, etc., que explican la enormidad de fuentes en las que pudo beber el nuevo arte que, apareciendo alrededor del año 1000, fue bautizado con el nombre de “románico”, después de muchas vacilaciones, para llegar a diferenciarle con este título y concederle el calificativo de un estilo.
Desde que el monje cluniaciense Raúl Glaber nos indicaba que “en el tercer año del inicio del segundo milenio se vio en casi todo el universo y en particular en Italia y en las Galias, reconstruir las iglesias, y como la mayor parte de ellas resultasen insuficientes, una especie de emulación impulsó a cada comunidad a poseer su edificio más bello que el vecino. Fue –dice como si el mundo, sacudiéndose el polvo para rechazar su vejez, quisiese revestirse por todas partes de un blanco manto de iglesias. Y esto no fue sólo en casi todas las iglesias de las sedes episcopales y las de los monasterios dedicados a los diversos santos, sino también en los pequeños oratorios de los pueblos, cuyos fieles han reconstruido”. Con estas frases un testigo, pues, reconoce que fue en los comienzos del siglo XI, cuando el arte románico empieza su carrera en Europa, que no terminará hasta que otro estilo, el gótico, vaya imponiéndose con intensidad variable, sobre todo durante el siglo XIII, pero con menos universalidad, en las grandes urbes, pues los poblados rurales siguieron construyendo en un románico de carácter transitivo, el llamado “románico de inercia” hasta casi finales de este citado siglo.
Pero la consideración de un nuevo estilo, en el panorama general del arte europeo, tardó mucho en ser aceptada, pues el mismo Charles de Gerville, que había dado este nombre de “románica” a la arquitectura cristiana de la Alta Edad Media, por deducirla de la clásica roma na, no llegó a suponer lo que el monje Glaber, en los comienzos del siglo XI, ya intuía, que era, en esos momentos, el intenso renacer de una arquitectura que, olvidando microcosmos, se estaba levantando, y con características similares, en toda Europa. Hasta los casi mediados años del XIX no se aceptó como singular estilo –y ello por la difusión del nuevo nombre que hizo Arcisse de Caumont en 1830– aquel que, evidentemente, ocupó, de una manera realmente victoriosa, los siglos XI y XII en todos los ámbitos: arquitectura, escultura, pintura, orfebrería, etc.
Se tendió a mantener, al principio, los nombres de las artes de los distintos grupos huma nos que ocupaban el panorama territorial de la Europa germánica, evidentemente romanizada, pero influenciada por las estéticas de los pueblos que estaban ocupando el viejo escenario del Imperio: modos y maneras visigodas, merovingias, ostrogodas, carolingias, etc., y, al menos en España, se aceptó sobre todo el asimilar al gusto bizantino todo lo que en la Europa cristiana tuviese finalidad religiosa en el ámbito de la creación, en esos años de la primera mitad del siglo XIX, cuando todavía no se había impuesto el término románico. Constituidos ya, con tradición, los estilos artísticos: griego, romano, bizantino, renacimiento, barroco, etc., no había nombre que pudiera caracterizar ese impulso de unidad religiosa que Cluny había iniciado y que el papa Hildebrando (Gregorio VII) quiso consolidar bajo el liderazgo del obispo de Roma, y que fue como un respiro de ilusión después de los desequilibrios que hasta el siglo X se provocaron como consecuencia de los siglos de inquietud que el asentamiento y fijación de los pueblos “bárbaros” y la cristianización de todos ellos lograba, al parecer, una paz, que la organización monástica aprovechó para afianzar su dominio espiritual en tierras, no sólo asiento del des compuesto imperio romano, sino en otras que hasta entonces habían vivido en el paganismo. La obra ingente del románico fue concebida, y llevada a cabo, por hombres de la Iglesia, que no sólo llenaron abadías y catedrales, sino las cancillerías de muchos soberanos que reinaron en Europa, y supieron mantener, propagar y defender, una fe única y una visión supraterrenal que fue, sin duda, la que consiguió unir a Occidente.
Y así Cantabria, como toda la España cristiana, se contagió con estos ideales mantenidos, aún antes de la aventura románica, por los benedictinos de Cluny y por los deseos de los monarcas castellanos, leoneses y aragoneses, sobre todo, que ansiaban apoyarse tanto en los monarcas centroeuropeos como en la potente fuerza espiritual del Papado.
Y cuando, después de este necesario proemio, pretendemos conocer lo que realmente  sucede en nuestra actual comunidad, en aquello que conviene y corresponde a esta Enciclopedia,  es decir, cuándo, cómo y quién comienza el estudio y conocimiento del románico regional, el  que nos llega en edificios religiosos construidos en los siglos XI y XII, sobre todo, con su prolongación evidente en la primera mitad del XIII, nos encontramos con una escasísima documentación inicial, que proviene de ese mismo despertar romántico que acabamos de mencionar en líneas precedentes y que lleva a una inicial inquietud, más quizás de poner en aventura  la curiosidad innata del hombre culto, que de un deseo científico de investigación.
Lo mismo, pues, que en Francia, el interés por todo lo medieval se inicia no por desarrollo científico, sino por cambio de la sociedad que añade, en estos primeros años del siglo XIX, impulsada sobre todo por una minoría culta, una nueva vía de estética y de gusto. Hacia la naturaleza, por un lado, y de acercamiento, por otro, a la larga época –el medievo– que había sido, hasta esos momentos, contemplada tan sólo como una prolongación degenerada de la cultura greco romana. El deseo de salirse de esta especie de “dictadura” mental favorece el surgimiento en España de las Sociedades de Excursionismo que, indudablemente, van valorando emociones paisajísticas e históricas colectivas que hasta entonces habían sido “rarezas” individuales.
Sin que podamos señalar cuándo en Cantabria empieza este interés por los vestigios y las ruinas de los siglos oscuros, tan atractivos y sugestivos para los espíritus románticos, y más concretamente, hacia todo lo que pudiera rememorar huellas que encerrasen misterios, leyendas o abandonos seculares, sí que podemos afirmar que fueron aquí los mediados años del siglo XIX, los que ven iniciarse preocupaciones de este tipo y con cierto deseo erudito, por parte de dos personajes de alta intelectualidad: Manuel de Assas, nacido en 1813, oriundo de Trasmiera, y Ángel de los Ríos y Ríos, el famoso “Sordo de Proaño”, nacido diez años después, en 1823, ambos amigos, universitarios y abogados de título, aunque Assas añadiese después el de catedrático de la Universidad Central, con especialización en la arqueología, y a quien el segundo siempre le consideró gran autoridad. En los años mediados del XIX, los dos estaban en su plenitud de interés y trabajo y vivieron justo en un momento en el que el arte románico iniciaba en Europa no sólo el reconocimiento de un estilo sino incluso su propio nombre.
Así vemos que en esos años se le titulaba “bizantino” y, en general, existía una patente incertidumbre que obligaba a no saber muy bien dónde situar el arte y la arquitectura surgida con fuerza a partir del año mil y, sobre todo, en el XII y XIII. Ángel de los Ríos llama en general “bizantino” a lo que más tarde ya se titularía románico, y suele acertar en la cronología, señalando frecuentemente el “tránsito de lo bizantino al gótico”, pero sin denominarlo aún románico. Así lo vemos en muy diversos documentos inéditos que guarda el archivo familiar de Proaño, cuando al describir –el primero, posiblemente–, muchos testimonios románicos: Santa María de Puerto, Santillana, Yermo, Villacantid, etc., nunca se apea de considerarlos, en con junto o en parte, de estilo bizantino. Así, a la colegiata de Santillana la considera “bizantina viejísima aunque desfigurada con añadiduras”; a la Cripta del Cristo, en la ciudad de Santander, la juzga “bizantina degenerada, o sea de la época anterior a la gótica, que Jovellanos quería llamar con respecto a España, arquitectura asturiana”. Por su parte Assas, cuando publica en 1857, en el Semanario Pintoresco Español, las colegiatas de Castañeda y Cervatos, para nada utiliza el término “románico”, aunque las fecha bien en el siglo XII. En la de Cervatos, hace interesantes juicios para oponerse a una creencia popular que consideraba a Cervatos como un templo pagano dedicado a Príapo o a Sicilia Venerea (¡!) dadas las actitudes provocativas de los canecillos de su cornisa y de algunos capiteles; calla el “bizantino”, pero sale del paso diciendo que “no hay necesidad para ello de conocer los caracteres del estilo arquitectónico a que pertenece” para considerarla iglesia cristiana. De hecho, al menos por lo que deducimos de algunas noticias aparecidas en publicaciones o periódicos de Madrid, el término “románico” ya es usado en los mediados del siglo XIX en instituciones intelectuales. Así lo vemos en un artículo anónimo que se publica en el Semanario Pintoresco Español (año XXII, 8 de marzo de 1857) sobre “Monasterio de Santo Toribio de Liébana”, que dedicado sobre todo a enumerar las reliquias que este cenobio guardaba, se despide con este párrafo que llama verdaderamente la atención: “Las características arquitectónicas de la iglesia de Santo Toribio de Liébana manifiestan que fue reedificada en la época de la arquitectura románica que en España comprende los siglos XI y XII”.
Pero en estos años del cuarenta al setenta del siglo XIX, se mantuvo en Cantabria el apellido “bizantino” para lo que después tomó el de “románico”. Creo que fue Amós de Escalante, en su libro Costas y Montañas, publicado en 18715, el que refleja un poco esta situación de inseguridad nominal cuando dice que la colegial de Castañeda pertenecía al estilo “al que doctos clasificadores apellidaron mucho más tarde: románico”, y ya atestigua que para los estudiosos montañeses esta palabra va sustituyendo a la que se apoyaba en las características bizantinas.
Se ha venido diciendo que fue Gómez Moreno quien, en 1906, y por primera vez, utilizó en España y por escrito, el término “románico”, pero aquí en Cantabria ya en el citado libro de viaje, y en 1871, lo usa Amós de Escalante muy repetidamente. Y en 1890 –como veremos en líneas subsiguientes– su hermano Agabio lo emplea con toda seguridad. Y cuando Amós llega a Yermo, Santillana, Pujayo… no deja de considerarlos como ejemplares “románicos”.
Pero estas vacilaciones de nomenclatura, en estas tierras provincianas, (aún cuando Assas ya tenía prestigio en las nacionales), no son de extrañar, ya que todavía en 1829, Cean Bermudez, destacado historiador del arte del momento, había dividido la historia de la Arquitectura española en diez épocas, y de la asturiana se pasaba a la gótica, tudesca o ultramarina, sin tener en cuenta el románico.
La verdad es que hasta finales del siglo XIX, no llegó en España a afianzarse el término “románico”, pero en Cantabria sabemos que en 1890 ya se escribía un libro: De Cantabria: Letras, Artes, Historia. Su vida actual, en donde un tal Arremiendos (Agabio Escalante, hermano de Amós de Escalante), en sus páginas 97-105, publicaba un recorrido a través de los monumentos religiosos de la provincia, otorgando ya el calificativo de “románicas” a todas las iglesias de este estilo, lo cual asegura que el término románico ya se había popularizado entre los montañeses cultos. En 1894 ya José R. Mélida hablaba de las “iglesias románicas de Ávila”. Después, ya no deja de utilizarse el título, en todos los estudios, descripciones y trabajos relativos al estilo ya considerado, ni pare ce que vuelva a tener uso el vocablo de Bizantino, aunque el hecho de que estas influencias eran notables en el románico español lo prueba el que, en 1900, Lamperez todavía publicó un artículo con el título de “El Bizantinismo en la Arquitectura Cristiana Española (siglos VI al XIII)”, en tanto que J. R. Mélida ya hablaba y publicaba trabajos en 1897, como Ávila, iglesias románicas. España Moderna, y en Cataluña Miguel y Badía, titulaba en el Diario de Barcelona del 5-4-1887 un artículo sobre “La arquitectura románica en Cataluña. Santa María de Ripoll”, y en 1899, Serrano Fatigati hablaba de los claustros románicos españoles… y Puig i Cadafalch titulase en 1909-1918, el primer estudio serio sobre L’arquitectura románica a Catalunya, y en Cantabria, el conde de Cedillo, en 1925, no duda incluir a San Martín de Elines entre las iglesias románicas de Cantabria.
Pero prescindiendo del problema del nombre, que realmente no afecta a los monumentos que ahora estudiamos bajo este calificativo, sí que podemos decir que no estuvo nuestra provincia, en el siglo XIX, abandonada en cuanto al valor nacional de alguna de sus iglesias románicas, y, tal vez por desconocimiento y falta de valoración de un estilo que acababa de nacer, o quizás por influjos políticos y religiosos en la administración del Estado, que de todo habría, no tardamos mucho los montañeses en ver considerado Monumento Nacional por R.O. a uno de los monumentos más notables y populares: la Colegiata de Santa Juliana, en la villa de Santillana del Mar. Las declaraciones de Monumentos Histórico-Artísticos nacionales comenzaron en 1844 con la catedral de León.
Desde este año, hasta que el 12 de marzo de 1889 se dicta la citada declaración para la iglesia y claustro de la conocida villa montañesa, tan sólo se habían anticipado, en cuanto a edificios románicos, seis o siete de toda España; recordemos por ejemplo el monasterio de San Salvador de Leyre (1867); las puertas de doña Urraca y de San Torcuato en las murallas de Zamora (1874); la iglesia de San Vicente de Ávila (1882); San Juan de Duero y monasterio de Santa María de Huerta, en Soria (1882); las murallas de Ávila (1884) y, quizás alguna otra iglesia más. Santillana se anticipó a San Juan de la Peña (15 de julio de 1889), a la catedral de Zamora (5 de septiembre del mismo año), a San Martín de Frómista (1894) e igualmente a iglesias como la Catedral de Santiago de Compostela (1896), la de Tarragona (1905), el castillo de Loarre (1906)… y tantos otros monumentos románicos de excepcional importancia8. Pero esta anticipación de Santillana pudo tener una explicación no sólo política, sino también cultural, pues la villa montañesa gozaba por esas fechas de un ambiente de alta intelectualidad, mantenido desde 1872 por la marquesa María de Barreda, al encerrarse en Santillana, congregando en su casa destacados escritores y artistas que van popularizando las excelencias de la villa.
Menos explicable nos parece la declaración de Monumento Nacional a la Iglesia de San Pedro de Cervatos, en Campoo de Enmedio, seis años solamente después que Santillana, ya que su situación mucho más rural, y sus proporciones más reducidas, no parecían imaginar una anticipación a otros monumentos románicos. Sin embargo, por la R.O. de 2 de agosto de 1895, quedó Cervatos destacado en esta especie de selección un tanto arbitraria. Las razones de esta preferencia pueden buscarse en que, ya desde 1857, gozó la iglesia campurriana de ese extraño criterio de adjudicarla un origen pagano y una fama de templo “sexualizado”, que provocó, sin duda, una propaganda de boca en boca que la hizo muy popular, más por sus excesos gráficos que por sus cualidades artísticas e históricas. Quizá el artículo de Assas en el Semanario Pintoresco Español, al que en líneas anteriores hemos hecho referencia, tuviese, también, algo de culpa.
Pero a pesar de estos iniciales intereses sobre la Colegiata de Santillana y San Pedro de Cervatos, no parece que con ello se abriese un periodo de verdadero estudio del románico montañés. El trabajo de los investigadores se dirigió mucho más a sacar a la luz la historia de sus monasterios y abadías, que al análisis minucioso y comparativo de los monumentos, y esto, naturalmente, porque el ambiente investigador seguía todavía mucho más apegado a lo histórico que a lo arqueológico, dada sobre todo la inercia sostenida a minusvalorar el arte medie val. Prescindiendo de las descripciones, más románticas que científicas, pero muy interesantes, de Amós de Escalante, o las “telegráficas” y turísticas de Arremiendos, los investigadores que trabajaron en la primera mitad del XX se interesaron casi exclusivamente por ordenar y comentar las fuentes documentales escritas. Jusué, Martín Minguez, Escagedo Salmón, prácticamente trabajaron sobre el Cartulario de Santillana, siguiendo labores anteriores de Palomares, Berganza y Arce, Martínez Mazas, T. Antonio Sánchez, etc. La monografía que sobre el monasterio de Yermo escribió Lasaga Larreta, y la de Ortiz de la Azuela sobre la Colegiata de Santillana, a pesar de sus títulos, apenas tocan el estudio de los edificios. Algo más trabajados fueron los artículos de Fernández Casanova, en 1905, sobre Cervatos, y en 1914 sobre la Colegiata de Castañeda, pero, de todas formas, en esas fechas no parece que hubiese alguien que se lanzase a un estudio general del románico montañés. Algunos estudios particulares, pro movidos por la Sociedad Española de Excursiones, dieron lugar a alguna publicación en su Boletín, destacando, en lo que concierne a nuestro románico, el viaje que el conde de Cedillo y el político Antonio Maura hicieron a San Martín de Elines, en el mes de agosto de 1924, con objeto de estudiar esta casi desconocida iglesia, de la que el conde publicó un artículo en el citado Boletín (marzo, 1925, año XXXIII, 1er trimestre), con fotografías de Carlos Navarro, su sobrino, y dibujos a lápiz del reinosano Casto de la Mora. Un año después, en 1926, el arquitecto E. Ortiz de la Torre edita un librito titulado Arquitectura Religiosa, que, a pesar de su pequeño tamaño, y con una ilustración bastante mala, pone en evidencia lo más interesante y llamativo, en un conjunto seleccionado con mucho acierto y que sirvió durante muchos años como el único manual para poder conocer lo más destacado, arquitectónicamente, del románico montañés.
Se escriben y publican cosas sobre algunos monumentos o comentarios acerca de las belle zas de la región, realizadas por varios autores y con buenas fotografías, como Lo admirable de Santander en 1935, con visiones particulares de las figuras más destacadas: Carballo, González Camino, Ortiz de la Torre, Concha Espina, etc., ilustrado por una selección de clichés de Samot que recogen detalles o conjuntos de las iglesias románicas más señaladas, como Piasca (portada y ventana absidal); Castañeda (conjunto exterior); Colegiata de Santillana (general del claustro-dos, Pantocrator y los cuatro apóstoles, a más de una general de la abadía y aspecto del ábside izquierdo, exterior de la iglesia); Villasevil (ábside); San Vicente de la Barquera (puerta meridional); Santa María de Cayón (exterior); Argomilla (pórtico y sarcófagos); Yermo (exterior y puerta); Polanco (puerta, el único testimonio que ha quedado de su fábrica románica –con la pila– cuando años después fue la iglesia derribada); Cervatos (con cuatro fotos: exterior, dos del ábside interior, y puerta, como corresponde a la iglesia más popular de Cantabria); Santo Toribio de Liébana (puerta del Perdón); San Martín de Elines (exterior del ábside e interior del presbiterio del evangelio); Bareyo (exterior, interior del ábside y presbiterio epístola, a más del capitel de los toros y la famosa pila bautismal); Lafuente (ábside exterior) y Santoña (también su bella pila). Con ello, si este libro de Lo admirable de Santander tuvo sobre todo un fin gráfico, la presentación de estas fotografías sirvió para indicar, de una sola vez, el interés de nuestro románico “de mayor categoría”, como así lo calificaba Ortiz de la Torre en la presentación que tituló “Perfiles arquitectónicos” y que de hecho venía a presentar una más destaca da ilustración de aquello que en 1926 había pergeñado el citado arquitecto.
Después de Fernández Casanova, publicando en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, en 1914, las iglesias de Campoo; y de Ortiz de la Torre, en 1926, intentando recoger la importancia de nuestro románico, la verdad es que pocos se preocupan, de manera científica, aunque sea inicial, de nuestros monumentos románicos. Como acabamos de ver, casi solo se trata de ellos para promocionar el turismo o valorar, en conjunto, la riqueza artística de la región.
Sin embargo, en el resto de España, las décadas del veinte y del treinta son muy positivas en este aspecto. La iniciativa de realizar el Catálogo Monumental de España, en 1900, por el Ministerio de Fomento, dio pie para que el gran historiador del arte y arqueólogo, Manuel Gómez Moreno, comenzase por el de Ávila y continuase, después, con los de León y Zamora. Los de Salamanca y Ávila no llegaron a publicarse hasta 1967, el primero y hasta 1983 el segundo (¡!).
Su lectura actual, nos da idea de los conocimientos que sobre el arte románico tenía el hombre que años después, en 1934, iba a establecer la primera sistematización en su libro, ya clásico, de El arte románico español: esquema de un libro y demostró, en esta fecha de 1900, que Gómez Moreno manejaba ya toda la sistemática y terminología del nuevo estilo incorporado. Vicente Lamperez, en 1908 primero, y en 1930, después, en las ediciones de su importante tra bajo sobre La arquitectura cristiana española en la Edad Media, lo había tratado de una manera diversa en sus tres gruesos volúmenes. En ellos estudió con cierto detalle, para entonces, lo más destacado de la arquitectura eclesiástica española, pero naturalmente, dejó bastante sin llegar casi a conocer.
Como ejemplo diremos que, en lo referente a Cantabria (entonces provincia de Santander), tan sólo toca con cierto interés, incluyendo planos por él realizados, a las colegia tas de Santillana (con cinco páginas y dos fotos) y de Castañeda (con cuatro páginas y dos fotos). A Cervatos también la dedica cuatro páginas, aunque recoge el plano que Casanova publicó en 1914, y una foto. A Santa María la Real de Piasca, la comenta dentro del grupo de monasterios benedictinos más notables (t. III). La dedica tres páginas, un plano del autor y dos fotografías. Su comentario estilístico y cronológico es bastante notable. De Santo Toribio de Liébana sólo considera románica la puerta “más alta”. Prácticamente, a esto quedaba reducido el románico de la Montaña para Lampérez, pues San Martín de Elines, tan sólo es citada en cinco líneas, y a Bareyo lo despacha con tres líneas y dos fotos. Y a otros monumentos, que sin duda estaban en pie en 1930 (Silió, Bárcena de Pie de Concha, San Juan de Raicedo, Yermo, etc.) los olvida, aunque en algún caso, y dentro de sus capítulos generales (cronología, elementos constructivos, soportes, bóvedas, puertas, etc.), puede Lampérez volver a citar alguna disposición digna de mención, o colocar un dibujo concreto de estas iglesias que nomina. Pero a pesar de lo que, a estas alturas, pudiéramos echar en falta, la magna obra de Lampérez representó en 1930 un conocimiento y un avance muy destacado para el desenvolvimiento científico que entonces se iniciaba.
En estas décadas del veinte al cuarenta, el estudio del románico español progresó con fuer za dirigiéndose hacia una especialización en algunos casos. Hay eruditos en las regiones, como Ricardo del Arco trabajando sobre el románico aragonés; Serrano Fatigati que ya publicaba a finales del XIX en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones; Taracena Aguirre, Torres Balbás, etc. Desde 1930 al 1940, Navarro García por encargo de la Diputación Palentina, rea liza el Catálogo Monumental de la provincia, que fue la base para orientarnos en lo que de románico podía existir en la provincia vecina, que tanta relación va a tener con la nuestra en lo románico.
Y es el momento de la entrada de los extranjeros hispanistas en el mundo de la investigación del románico español, contribuyendo a internacionalizarle y a valorarle dentro de todo el europeo, con figuras como Gaillard, Brutails, Deschamps, Focillon, Mâle, Whitehill, Goldschmidt, etc. Este ambiente influyó para que podamos decir que es la década del cuarenta la que inicia varias publicaciones de tipo monográfico y provincial. Una personalidad en este sentido fue J. A. Gaya Nuño, que presenta, ante y para los estudiosos e interesados, los románicos de Logroño (1942), Vizcaya (1944), y Soria (1946) que tanto contribuyeron a despertar vocaciones hacia el arte románico en las nuevas generaciones de estudiantes universitarios. Ya había tenido Gaya Nuño anticipos en Layna Serrano, que, en 1935, publicó la arquitectura románica de Guadalajara. Cada día iba en aumento el interés no sólo de los especialistas, sino el de una clase media, que desde el romanticismo había conseguido apreciar, de “distinta manera”, muchas cosas que antes le habían resultado indiferentes. Las grandes editoriales sacaban al público buenas colecciones artísticas e históricas que contribuían a unir testimonios, antes separados, que daban a la enseñanza una visión más amplia y más real de la pasada vida de la humanidad. Summa Artis, de José Pijoan, publicaba en su volumen IX, la primera edición, en 1944, del arte románico de los siglos XI y XII, de toda Europa, lo que permitía un conocimiento de bases comparativas que iba siendo muy necesario para los estudiosos; y Gudiol y Gaya Nuño, en 1948, el volumen V de la Ars Hispaniae, relativo a la arquitectura y escultura románicas. Si bien el Summa Artis no podía recoger, por su carácter de universalidad, y a pesar de sus seiscientas páginas, algo del románico montañés casi desconocido en aquellas fechas, el Ars Hispaniae, sólo dedicado al español, trató con cierto respeto, aunque no con extensión, y dentro del subtítulo “Románico montañés”, de las cuatro iglesias más “sonadas” de la provincia: Santi llana, Cervatos, Castañeda y Piasca, y hace sólo una minúscula ficha de San Martín de Elines y una mención a las publicadas por Fernández Casanova, en 1914, de Bolmir y Retortillo, en Campoo de Enmedio. Estas eran, en realidad las únicas muestras del románico de Cantabria capaces de competir con las grandes obras internacionales españolas. Me pregunto ahora ¿por qué Cantabria no pudo acometer la empresa de los Catálogos Monumentales o de las cartas arqueológicas? Quizás, en líneas subsiguientes, pueda contestar a esta pregunta, pero el hecho es que mientras otras provincias tenían sus “propagandistas”, Cantabria quedó anclada durante años en el desinterés por su románico. Mientras Burgos, por ejemplo, y por ser una provincia que podríamos considerar hermana en muchos aspectos, produjo investigadores, alguno de mucha categoría, que en las décadas del 20 al 50 dieron a conocer, con sus viajes y estudios, la mayor parte de sus monumentos románicos, como fueron Huidobro Serna, López de Vallado, Orueta, Pérez de Urbel, Santa-Olalla, etc., que ofrecieron a otros estudiosos, incluidos los extranjeros Verhaegen, Whitehill, Kingsley Porter, etc., material de análisis y críticas, desta cando, sobre todo, el internacionalmente famoso claustro de Silos, Cantabria no tuvo, desgraciadamente, iniciativas valiosas como estas de Burgos. Hubo sí, admiración por lo que otros valoraban o simplemente daban a conocer, de manera que ya, entrada la década del cincuenta, vemos cuales eran las iglesias que en Cantabria venían siendo públicamente consideradas por haberse hecho de ellas un estudio con su plano, descripción, ambiente de época, etc., de acuerdo con lo que ya esos años exigían. Sencillamente, habían sido atendidas, con más o menos precisión: la Colegiata de Santillana, sobre todo en su contenido histórico, y gracias a trabajos más antiguos; Castañeda era también muy estimada, pero tampoco nadie –salvo alguna cuestión puntual, generalmente referida también a su enigmática historia– la había analizado monumentalmente. Cervatos tenía –y tiene, como sabemos– un atractivo especial, y consiguió desde antiguo un interés que otras iglesias no tuvieron. San Martín de Elines, ni siquiera el Ars Hispaniae en 1948 la llega a dedicar los renglones que pudiera darla hoy una reducida guía turística. Lo más que consiguieron otras iglesias románicas de Cantabria: Silió, Pujayo, Bárcena de Pie de Concha, San Juan de Raicedo, San Román de Escalante, fueron siempre innumerables elogios verbales, pero muy poca atención a sus componentes arqueológicos.
La década del cincuenta, pues, se alimentaba en Cantabria, en cuanto al románico, de los papeles inéditos de Ángel de los Ríos, de los conocimientos de Assas, del recorrido de Amós de Escalante en sus Costas y Montañas–los tres pioneros del siglo XIX– y de Fernández Casano va en los comienzos del XX. Hubo algunos francotiradores que descubrieron para nuestro románico alguna iglesita escondida, como Fernando Barreda, que en 1939 dio a conocer, en Las Ciencias, la de San Miguel de Monte Carceña, en la Penilla de Cayón. Pero, la verdad, es que el románico de nuestra tierra casi permanecía en prolegómenos, mientras en provincias, vecinas o alejadas, se estudiaba con mucho más ahínco e interés. Parecía que Cantabria mantenía una preferente investigación en esos años sobre su importante época prehistórica. 

Preámbulos culturales de Cantabria en los siglos VIII al XI
No se por qué se ha venido suponiendo que la Cantabria de estos siglos pre-románicos, desde la “pérdida de España” en el 711, era un lugar montañoso y apartado que vivía sumido en un ruralismo imposible de aportar aires significativos de cultura. Sin embargo, no se ha valora do suficientemente que todo nuestro territorio, incluidas naturalmente las Asturias de Oviedo, más que un lugar apartado de decadencia, es, al contrario, un verdadero rincón de acogimiento de las esencias civilizadoras de un mundo visigodo que había llegado en el siglo VII (no hay más que recordar la figura de San Isidoro de Sevilla) a un nivel de conocimiento equiparable o superior al mayor que pudieran tener otros pueblos de la Europa de entonces. Las Etimologías del santo visigodo señalaron la más grande sabiduría –divina y humana– de su época, aunque el santo haya sido muchas veces injustamente considerado. Gran parte del saber clásico greco romano fue por él conservado. Y este saber –conocido naturalmente por minorías religiosas, sobre todo, en el momento del desastre de Guadalete– hubo de acogerse, lo mismo que los hombres, al amparo de los montes cantábricos.
A partir del año 711, la Cantabria, apenas visigotizada, se ve sorprendida ante la llegada a nuestras escondidas montañas de gentes (monjes, clérigos, obispos, guerreros, altos cargos, y humildes gentes temerosas) que amparadas en estos difícilmente asequibles parajes, se constituyen –por su fuerza, poder y formación– en figuras directivas de una sociedad fundamental mente ruralizada.
Es en estos núcleos, obligadamente repoblados, y al asubio de algún inicial monasterio que pudo ya levantarse por los primeros inmigrantes, y asegurado ya su establecimiento con Alfon so I, con motivo de las campañas de repoblación efectuadas aprovechando las insurrecciones bereberes y las luchas internas árabes, a partir del 741, cuando parece que, sobre todo en Liébana, se va configurando un foco organizado de gentes emigradas de la meseta o de las tierras que quedaron expuestas a los ataques o influencias árabes, aquellas que el rey Alfonso I –según la Crónica de Alfonso III– condujo a su patria: christianos secum ad patriam duxit.
Se había, pues, en estos años mediados del siglo VIII, creado una “nueva patria”, la de los montes cantábricos, una nueva sociedad de visigodos unidos a los indígenas, y ya con una organización militar, civil y religiosa que pudo ser considerada prolongación de aquella que los visigodos derrotados habían perdido. Esta llegada de cristianos a nuestra región, desde Liébana a Trasmiera, significaría el mayor y primer impulso de repoblación intramontes y, por tanto, marcaría un hito en la organización del territorio y en la formación de núcleos monasteriales con gentes procedentes de ciudades en tierras árabes que Alfonso I había conquista do o devastado (multas civitates bellendo cepit). Estos ciudadanos que la crónica de Alfonso III menciona procedentes de Lugo, Braga metropolitana, Viseo, Salamanca, León, Astorga, Sal daña, Amaya, Segovia, etc., aportarían una muy variada cultura ciudadana de gran calidad, pues entre ellos vendrían personas de categoría civil y religiosa, muy capaces de servir de ver dadera levadura de ciencia y pensamiento en unas comarcas montañosas que hasta ese momento habían permanecido casi aisladas. Comenzaría de verdad la creación de monasterios en Asturias, Primoria, Liébana, Trasmiera, etc., y pronto se manifestaría la vitalidad de los mismos como directores de una nueva organización auspiciada por la monarquía asturiana.
Así surgirían cenobios muy primerizos, en Liébana, sobre todo, o se fortalecerían los acaso existentes. Argaiz consideraba, por ejemplo, que el de los santos Facundo y Primitivo de Tanarrio se fundó en el 725, es decir, antes de la traída de gentes de la meseta realizada por Alfonso I. Y aunque ello no parece pueda ser comprobado científicamente, no puede ser sin embargo razonablemente rechazado, pues hay otros monasterios como el de Aquas Cálidas o el de Santa María de Cosgaya que ya, documentalmente, se les ve vividos, el primero desde 790, y el segundo desde el 796, en régimen de duplicidad de varones y hembras.
Estos primeros monasterios de finales del siglo VIII tienen ya una organización bastante desarrollada: límites de terreno, precios en dinero y especies, libros litúrgicos, ejecución de contratos, ventas, etc., lo que prueba que existían, y eran posibles, leyes o normas imprescindibles para una convivencia entre gentes educadas.
Una prueba de que en nuestros montes, sobre todo los lebaniegos, la cultura se había implantado ya, en equilibrada comparación con la que pudo tener el mismo obispo de Toledo–Elipando–, es la controversia teológica que el monje Beato, desde Liébana, tuvo con el citado prelado. “La vida monástica lebaniega –dice Van den Eynde–, en el siglo VIII, estaba en plena pujanza, de lo contrario no se podría entender una figura de la magnitud de Beato, personalidad que, por otra parte, desarrolló una actividad que no hace sino reforzar la creencia en el trasvase de población desde la Meseta hacia Cantabria, pues es impensable una formación teológica y humanística de tal altura en aquel rincón de Cantabria, ajeno a los centros cultura les de la Hispania visigoda”.
Beato, pudo ser uno de esos emigrantes godos que trajeron a Cantabria instituciones de derecho civil, penal y procesal de origen germánico, que años más tarde llegarían a Castilla en el proceso recurrente de la repoblación.
Anticipamos todo esto, para hacer consistente, más de lo que está, la idea de que en toda Cantabria ya desde el siglo VIII se implanta un mundo cultural que, aún iniciando una nueva vida, viene a ser un reflejo de lo visigodo que, por injerto obligado, sigue, sin embargo, adquiriendo nueva fuerza para poder cumplir ese deseo, que nunca murió, de recuperar tierras, campos y recuerdos de la Hispania que un día se perdió en Guadalete.
Con seguridad ese procedimiento de utilizar los monasterios como focos de colonización y de organización del espacio, no sólo fue positivo para la población de unos terrenos de cos toso y difícil laboreo, sino que se aplicó también a la repoblación foramontana, cuando en el siguiente siglo –el IX– se impuso la recuperación, lenta y trabajosa, de lo que perteneció al reino visigodo.
Los cuatro jinetes. Beato de Fernando I y Doña Sancha, fol. 135 

Partamos, pues, de la base de que la Cantabria del siglo VIII, no era, de ninguna manera, un territorio atrasado e inculto, sino que mantenía una sociedad civilizada, de energía renovada, joven y esperanzada, y predispuesta –incluso por añoranza– a recuperar lo que considera ba, para muchos, un patrimonio del que por la fuerza se les había privado.
En estos momentos iniciales de la monarquía asturiana, se ve a ésta intentar establecer una organización interna que asegurase su unión y fortaleza para poder resistir los empujes árabes. Con Alfonso II, la disposición del rey le lleva a ponerse en relación con el mundo centroeuropeo, estrechando lazos tanto con Ludovico Pío, como con Carlomagno –indicio seguro de que Asturias y Cantabria eran consideradas ya algo formado y consistente dentro de los ideales de un imperio cristiano–; Sánchez Albornoz nos dice que desde el saqueo de Lisboa por parte de Alfonso II en 798 se “acortó la distancia entre Aquisgrán y Oviedo. Con frecuencia marcharon legados y misivas desde Asturias a Francia y también con frecuencia llegaron viajeros y enviados desde Francia hasta Asturias. Jonás, después obispo de Orleáns viajó a tierras astures como missus de Carlomagno (…) un monje enviado por Beato de Liébana se entrevistó en San Martín de Tours con Alcuino, la primera figura cultural de la corte carolingia”.
¿No son suficientes estas relaciones de amistad entre el rey asturiano y Carlomagno y cortesanos cultos, para asegurar que Asturias –y por consiguiente toda nuestra Cantabria–, era considerada prácticamente de igual a igual? Sánchez Albornoz remata, aparte otros ejemplos, su discurso, con este párrafo que subraya el nivel de civilización al que había llegado el reducido, todavía, reino de Oviedo: “La resistencia del rey Casto no sólo había salvado el embrión de España, sino que le había permitido empezar a vincularse al embrión de Europa”.
Y así parece, que fue en este reino de Alfonso II cuando se inicia y se afirma la europeización de la cristiandad asturiana, al tiempo que su organización, civil y religiosa, intenta copiar, en lo que pudo, la tradición visigoda, e intensifica su afianzamiento en la iglesia, fuerza espiritual paralela y opuesta a las creencias islamitas, apoyándose en una tradición ya mantenida en los finales del siglo VII (Aldhelmo, 690) y recogida y propagada por el Beato de Liébana: el relato según el cual el apóstol Santiago había predicado en España. El hallazgo, durante el reinado de Alfonso II, de una tumba, en Iria, que fue creída del discípulo de Cristo, fue aprovecha do para fortalecer su culto y, sin duda, utilizado para propagarle a la Europa cristiana. Alfonso II construyó una iglesia sobre el sepulcro, para honrar a quien, desde entonces, se convirtió en el amparador divino de los cristianos en sus luchas contra los árabes.
Fue este acontecimiento, un nuevo impulso hacia el europeísmo, en unos tiempos en que las reliquias de los santos y mártires, provocaban –con los Santos Lugares– verdaderos movimientos de veneración. Con ello se produce una comunicación de devotos hacia Compostela, tanto por mar como por tierra, que arrastra también a comerciantes y peregrinos que, con sus viajes, crearán esa primera vía de intercomunicación entre el reino de Asturias y la cristiandad europea, que se viene llamando el Camino Costero.
¿Cómo, pues, se puede hablar de unas Asturias y una Cantabria arrinconadas y aisladas de las vías de la cultura? Únase a todo esto, no sólo el contacto con Europa, sino el arribo a nuestros campos y montes de gentes cristianas –los mozárabes– que nos harán llegar modas, influjos, vestimentas, decoraciones, literatura, música y arte, en general, de ese otro mundo cultural árabe, tan distinto al cristiano, pero que no podía estar cerrado a los intercambios, y que explica, por ejemplo, la existencia en medio de nuestros arriscados montes de Liébana, de la iglesia –en el siglo X de Santa María de Lebeña. Si hubo alguna vez particularismo cántabro no le vemos manifiesto en la unidad de la monarquía asturiana-cántabra, al menos hasta que murió Alfonso II.
Y si seguimos la historia del reino de Oviedo, continuaremos viendo que en su dominio no desaparecen las relaciones exteriores y, por lo tanto, no será posible admitir el aislamiento de la costa cantábrica, que sigue conectada –como podemos comprobar en la arquitectura de Ramiro I– con corrientes carolingias, romanas y orientales, que, llenas de originalidad, consiguen en Asturias, monumentos incomprensibles en una sociedad apartada en el siglo IX. En este mismo siglo, y formando parte del séquito de Alfonso III, viven y trabajan cronistas importan tes, seguramente mozárabes –el Pseudo Albendense, Dulcidio, etc.– protegidos por el rey e iniciadores con éste, de la historiografía asturiana, aprovechando el interés manifiesto del monarca y su amor por los libros, nota ésta que nuevamente prueba la alta disposición cultural que la realeza, la nobleza y la clerecía asturiana habían alcanzado. Hablar de los años del rey Alfon so III, es hablar de una época de fortaleza cultural que presagia y explica la aceptación de un románico tan antiguo en tierras cántabras como el que pudiera darse en las postrimerías del siglo XI en Castilla.
Estas tierras asturianas y cántabras llevaban ya desde el siglo VIII una preparación, –en las clases privilegiadas, se entiende– que nada tenía que envidiar a otros centros vitales de las tierras europeas. Sánchez Albornoz nos dice que “en el reino de Alfonso III habían arribado tam bién artistas italianos y carolingios y a él regresaron los naturales de la monarquía alfonsí que habían viajado a uno y otro de estos dos centros de creación artística”.
Acabado el reino de Asturias, sus sucesores, los de León, reinaron sobre todo el territorio, que había sido ya repoblado prácticamente hasta el Duero, y en el que los condes de Castilla estaban llevando en su zona oriental una política que iba tendiendo a segregarse del poder leonés. Toda nuestra Cantabria actual dependería de estos condes, excepto Liébana que siempre se inclinó hacia León. En cambio Asturias de Santillana, Campoo, Cabuérniga y Trasmiera, fueron un simple apéndice, el más septentrional, del condado castellano, con cuyos nombres, y solo con el de ellos, se calenda desde el Deva a Castro Urdiales, y desde el mar hasta el límite meridional de nuestra actual provincia.
Si vemos que nuestros principales monasterios románicos (Santillana, Cervatos, Silió, Castañeda, Argomilla de Cayón, Santo Toribio, Piasca, etc.), todos tuvieron una vida desarrollada en los siglos X y XI, no es de extrañar que a la llegada de la corriente románica, a finales de este último siglo, se encontrasen en condiciones de acomodarse –cultural, política y económica mente– a las novedades que el siglo XI traía no sólo a los cristianos castellano-leoneses, sino a la propia Europa.
Quiero decir, en una palabra, que el progreso de la cultura en la Alta Edad Media, en los iniciales grupos cristianos de la costa cantábrica, comienza en estas sociedades astur-cántabras, en donde, basadas en un deseo de continuidad del orden visigodo, se va recuperando, a golpe de grandes esfuerzos militares y de deseos reivindicativos, el nivel organizativo que se quebró, en un fatídico episodio, en el año 711.
En los montes de Asturias y en los de Cantabria están los focos iniciales del renacer de una cultura en trance de morir. Ellos fueron –y sus gentes– los llamados a conservar “el fuego sagrado”, y acrecentarlo hasta igualarle otra vez al de Europa. Nunca perdieron, ni la honra ni el conocimiento de haberlo hecho y, sobre todo, de haberlo transmitido en el largo proceso de la repoblación. Cantabria y Asturias terminaron ciertamente su protagonismo a favor de León y de Castilla, que eran sus hijos. Fernán González, muerto en 970, se honraba del parentesco con el conde Nuño Nuñez que un día del 824, salió de las montañas campurrianas para poblar mirando ya a la Meseta. Pero esos cien años, más o menos, de permanencia en nuestros mon tes (711-824) recuperando cultura, no fueron baldíos.
Cuando en la primera mitad del siglo XI hay un hálito nuevo y un respiro en toda Europa, y llega con él una manera distinta de expresión en todas las manifestaciones artísticas (arquitectura, escultura, pintura, etc.), Cantabria lo recibe no con un talante o disposición de inculto o montaraz rechazo –como algunos pudieron creer llevando hasta los finales del siglo XII todos nuestros edificios románicos, considerando, consciente o inconscientemente, que a estas montañas apartadas hubieron de tardar en llegar las novedades– sino con la rapidez con la que lo pudo recibir el primer románico de la Meseta. Ciertamente que aquí no parece se dio el rey, obispo o mecenas que pudo costear talleres de primerísima categoría de canteros, porque la riqueza manifiesta estaba ahora en León y Castilla, al retortero de sus reyes, como ocurría con Fernando I o antes, con Sancho III de Navarra, su padre, que fue, sin duda, quien en ese siglo tuvo una destacada aproximación hacia Europa. Si con el lejano Alfonso II el Casto el primer acercamiento se hizo con el poder de Carlomagno, ahora se hace con el poder de la orden cluniaciense, que era, en realidad, la que movía los hilos de lo religioso y lo civil, que práctica mente en ella convergían.
Es difícil, desde luego –y digo más, imposible–, precisar cuáles fueron las proporciones con las que las artes y culturas pre-románicas contribuyeron a la formación del románico. Más que un arte nuevo, el románico surge de un espíritu nuevo, de un aliento nuevo, de una nueva concepción de la vida, que se produce en un momento de optimismo, no sólo en Europa central, cuando ven concluidas guerras e invasiones, sino también en el espacio cristiano español cuando después de Almanzor los árabes frenan, con su desunión (reinos de Taifas), los impulsos agresivos del califato. La unidad cristiana de Europa es un estímulo a finales del X y principios del XI, tanto en el imperio como en el papado.
Lo mismo que a otros puntos de la España cristiana, a Cantabria llegan las repercusiones de corrientes artísticas pre-románicas que, en muchos casos, pueden ser inspiradoras de los primeros síntomas románicos. En Cantabria hay algunos restos que podríamos considerar como pervivencias de la arquitectura asturiana del siglo XI (Cueva Santa, capitel de Las Presillas, ermita de Enterría…), y edificios de clara asignación al llamado arte mozárabe que, a la postre, no es más que un reflejo del arte árabe califal. Las iglesias de Santa María de Lebeña, San Román de Moroso, Helguera (Iguña), e incluso las iglesias rupestres de Valderredible, pueden tener tradiciones visigodas. Todo ello es suficientemente demostrativo de que Cantabria había recibido, antes de la concreción del estilo románico, las mismas influencias que pudieron tener los distintos pueblos de Europa. No estaba pues, nuestra tierra aislada de las corrientes en uso de la época. Gozábamos, además de una comunicación marítima que, aunque en esos tiempos fuese más decisiva la terrestre, siempre aportaba un añadido más de relaciones.
No se ha valorado suficientemente la idea de que el románico tiene su base principal en las inercias de los distintos pre-románicos europeos. El románico centroeuropeo resulta fundamentalmente de los estertores de lo carolingio y otónico. El italiano y franco-meridional, mira directamente hacia lo romano imperial. Lo español, en lo decorativo, y en un principio, asume modelos de lo califal. Los canecillos de la mezquita árabe de Tudela, por ejemplo, tienen motivos vegetales que pudieran haber sido realizados por un cantero románico inicial. Cluny, después, amalgama todas las corrientes y ello hace, precisamente, que nazca la libertad de fuentes en el románico ya formado, la creación de un estilo arquitectónico para una Europa monasterial.
Pero yo sigo pensando que, para nuestro románico de Cantabria, lo mismo que para el inicial de León, Castilla y Navarra, la figura del rey Sancho III de Navarra es fundamental. Su apertura a Europa a través de Cluny, su política de cohesión de los reinos cristianos merced a personajes y abades de su confianza y amistad, su interés en fortalecer el Camino a Santiago, poniendo en comunicación, casi programada, las muchas regiones por donde los cristianos de los reinos de España y Europa pudieran cumplir sus devociones, abriendo al tiempo una vía fundamental de comercio y cultura, todo ello hace que estimemos a este rey, y luego a sus sucesores, Fernando I y Alfonso VI, como los verdaderos “responsables” de la introducción del arte románico en Navarra, León y Castilla, y por lo tanto, en Cantabria.
Para entender mejor la construcción a fines del XI y principios del XII de nuestros ejempla res románicos primerizos, recogemos las frases de Peña Pérez, Javier, quien en “El territorio burgalés en la época del románico (siglos XI-XII)” –publicado en El arte románico en el territorio burgalés, editor E. J. Rodríguez Pajares, Burgos, 2004, pp. 29-40–, nos dice lo siguiente: “Mientras la frontera de Castilla se aleja por el sur, el territorio burgalés corre peligro de diluirse en el conjunto del reino. El peligro es conjurado, sin embargo, desde el momento en que la capital del Arlanzón se convierte, en 1075, en la sede episcopal de la diócesis burgalesa en proceso de formación. De esta manera, el espacio diocesano servirá de referente renovado para la conformación de un espacio burgalés de nuevo cuño, en gran manera coincidente con el ‘Gran Condado’ de Castilla, gobernado por la familia de Fernán González, cuyo centro político fue la ciudad de Burgos y cuyo núcleo territorial se identificaba con los valles, llanuras y montañas burgalesas” (pp. 37-38).
Y más abajo, subraya: “En torno a la ciudad del Arlanzón, en efecto, se crea un flujo de acciones y reacciones que convierten a esta urbe en centro vital de un amplio territorio que limita al norte con el Cantábrico, al sur con el río Esgueva y al Oeste y Este con las verticales imaginarias que arrancarían de las villas de San Vicente de la Barquera y Portugalete respectivamente” (…) ”El obispado burgalés y su cede central constituyen, por tanto, un ámbito de comunicación interactiva dotada de vida propia”. Estamos, en definitiva, ante una auténtica región burgalesa –como ha afirmado José Ortega Valcárcel– cuyo embrión se reconoce en el obispado y cuya manifestación plena se realizará a partir de la configuración de Burgos como una auténtica ciudad, con capacidad económica suficiente para convertirse en punto de referencia de todo el espacio regional aludido.
Se estaba iniciando el despegue del obispado burgalés –digo yo– de la prepotencia que hasta este momento de finales del XI había tenido el monacato.
Y Burgos, como centro de un obispado que se está haciendo potente, y que recoge la fuerza del condado castellano, parece iniciar en estos finales del XI una posible reorganización eclesiástica que afianza su territorio, impulsada por sus obispos, que, como vemos en nuestra tierra montañesa, les lleva a la dedicación y consagración de muchas iglesias y monasterios, en ese periodo de tránsito entre los dos siglos XI-XII. Sin duda, las intenciones organizadoras de la recién nacida diócesis burgalesa, debieron ser secundadas por la nobleza castellana, que parece siempre está presta a favorecer nuevas construcciones religiosas, tanto por parte de sus reyes o de personajes más o menos conectados con la familia real.
Parece evidente, que es en los mediados del siglo XI, en el reinado de Fernando I, cuando se produce ese cambio de “modernización” de los reinos de Castilla y León que ya se había iniciado con su padre Sancho III el Mayor de Navarra. Una serie de novedades, y hechos históricos de influencias van cambiando el panorama del ya acabado Condado de Castilla. Declina la influencia cultural mozárabe y se sustituye por otras más europeas, sobre todo francesas cluniacienses. El Concilio de Coyanza (1050) trae como consecuencia la supremacía de la monarquía y la reforma de la disciplina eclesiástica. Con el rey Alfonso VI, y antes con Sancho II el Fuerte (1065-1072), el reino de Castilla destacaba su preminencia. En Cantabria, iglesias y monasterios del rey, eran ofrecidos a los obispos, primero de Oca y luego de Burgos, para reforzar la diócesis castellana. Esta intervención en nuestras tierras montañesas, se hace muy patente en los valles de Iguña y Buelna, sobre todo, en donde documentalmente sabemos que tanto Sancho II en los años finales del XI, como la reina Urraca, en los primeros del XII, entre gan al obispo castellano, el monasterio de los Santos Facundo y Primitivo de Silió, entre otros. Existe, pues, en estos años transitivos, una demostrada intención de construir, renovar o reconocer viejos cenobios de la comarca del Besaya, consignando documentalmente (escrituras o epigrafía) determinadas actuaciones en este sentido. El hecho de que la mayor parte de estas intervenciones hayan aparecido en la cuenca del Besaya, se explicaría porque esta vía siempre–desde lo romano– debió de ser la más transitada y vivida para la necesaria conexión Costa Meseta, y desde el año de 978 fue uno de los centros más vitales del Infantado de Covarrubias creado por el conde García para su hija Urraca.
Ya Gómez Moreno en las páginas iniciales de su famoso libro El arte románico español (1934), hacía hincapié en la revolución cultural de España en el siglo XI y su acercamiento a las tendencias europeas del papa Silvestre II y de los Otones, importando corrientes orienta les. También la muerte de Almanzor que provocó el respiro de los reinos cristianos, y el cita do influjo cluniaciense, así como la presencia cultural y científica de abades como Oliva (1018) o el Paterno de Santa María de Puerto; la personalidad y deseo de Sancho III el Mayor al intentar unir a los grupos cristianos por su título de rex hispaniorum (1045), el Camino de Santiago, y un largo etcétera, que anteriormente citamos, y que Gómez Moreno (pág. 9) resume así: “Nuestro impulso artístico desde principios del siglo XI, parece estar ligado con la actuación de dicho gran rey y de su descendencia. Especialmente recibieron inspiraciones todos ellos de sus respectivas mujeres y hermanos…” Y añade que todo ello vino unido al sanea miento de los bienes eclesiásticos y del patrimonio real, detentado por los señores en el período anterior de mal gobierno, que hizo posible su dispendio en grandes obras arquitectónicas y mobiliares…
Con más o menos exactitud, nosotros hemos intentado recoger las fechas que vienen sien do mantenidas en edificios conocidos del resto de España: Pórtico de San Isidoro de León (1054-1066); La Seo de Jaca (1054-1068); San Pedro de Arlanza (1080); Frómista (1066); Santiago de Compostela, crucero (comienzos 1075, obras 1090; Platerías (hacia 1100); San Fructuoso de Segovia (consagrada 1100); San Salvador de Sepúlveda (cabecera y torre), 1093; Catedral Vieja de Pamplona (1100-1127), etc. Realmente hay muchas iglesias románicas que parecen estar iniciándose en la segunda mitad del siglo XI, y que pueden proseguir su construcción en los primeros años del XII, cuando se puede producir su consagración. Y creemos que algunos de nuestros más destacados monasterios de Cantabria: Santillana, Castañeda, San Martín de Elines, Silió, Pujayo, Cervatos, San Juan de Raicedo, etc., tanto por su proximidad estilística a algunas de las citadas, como por sus constancias epigráficas, debemos de considerarlos posiblemente edificados hacia los finales del XI y primeras décadas del XII. Hay otros, clara mente incluidos en los finales de este siglo último, como Piasca, Bareyo, Escalante, Santa María de Puerto, etc., que tienen un lugar, no parece que discutible, en esta despedida del románico en nuestra provincia.
Cantabria en el siglo XII (según García Guinea) 

2.        Repartición territorial del románico montañés
Siempre que uno inicia el estudio del románico en una zona geográfica o política determinada, su principal deseo es buscar la mayor relación posible entre los monumentos a estudiar, y escudriñar con apasionado interés sus vicisitudes históricas, así como averiguar el nombre de quien les mandó hacer y de quienes les hicieron. Desgraciadamente muchos de estos anhelos casi nunca se cumplen, porque la documentación que sobre ellos existe es escasísima, y pocas veces se refiere al propio monumento. Los reducidos testimonios que aparecen en los cartularios, recogen preocupaciones materiales, sobre todo, de la vida diaria: contratos, ventas, testamentos, arriendos, etc., referentes a bienes o derechos de quienes les ejercían: monjes, abades, obispos, y muy pocas sobre el mismo monumento, que se vive, pero que muy pocas veces se historia. El patrimonio artístico, por otra parte, de no ser edificios que se han seguido viviendo y permanecen en utilidad, ha sido siempre tratado muy despectivamente, por lo que su protección oficializada es relativamente reciente.
En Cantabria, la desaparición de iglesias románicas ha debido de ser bastante reiterada, sobre todo en los siglos XVII y XVIII, cuando las parroquias de muchos pueblos fueron construidas demoliendo las viejas. La buena intención de muchos indianos de agrandar, embellecer y renovar la fábrica de la suya, hizo que muchas iglesias románicas fueran derruidas o, con más suerte, modificadas. Por ello, a veces, trabajamos con tan solo indicios y nos faltan muchos eslabones para conocer la longitud de la cadena. Seguramente que si hubiésemos conocido todo lo que en los siglos XI-XIII se construyó, el hilván de las relaciones pudiera haber sido más hacedero, y los ejecutores mejor conocidos.
En bloque, y con lo que se nos ha conservado, podemos anticipar que Cantabria, sin poseer edificios tan señeros en su románico, o tan afamados, como Santiago de Compostela, San Isidoro de León, Silos, los apostolados de Carrión de los Condes o Moarbes, Jaca, etc., tiene iglesias sumamente interesantes que en nada desmerecen a otras señaladas del románico español y, además, cuenta en sus comarcas meridionales con un nutrido grupo de pequeños templos de carácter rural –las llamadas iglesias de concejo– que, con humilde fábrica, por lo general, marcan y dibujan el románico de aldeas correspondientes a campesinos libres o a vasallos de señoríos civiles o religiosos. Rodeadas por un paisaje natural, poco habitado, suplen su modestia con una perfecta adaptación al ambiente que las circunda, lleno por lo general de silenciosa belleza y verdadero descanso.
Decía yo, en otro tiempo y lugar, que “ardua tarea sería el intentar poner orden en el conglomerado de los diversos monumentos románicos montañeses, y querer establecer un esque ma que pueda ofrecernos, en visión panorámica, las líneas directrices en las que nos sea factible encajar con sentido los distintos edificios conservados. La misma situación histórica de nuestra actual provincia, durante los siglos en que el románico nace y evoluciona; los distintos poderes políticos que se entremezclan y conviven –rey, nobleza, monasterios, iglesias, concejos–; la diversa organización social y económica de sus vasallos, de sus hombres; la variabilidad notable de la población, prácticamente acogida a las zonas ribereñas del mar o de los ríos y ausente en otras más dificultosas por sus bosques o alta montaña; la importancia que hubieron de adquirir las vías de penetración en esta región siempre de difícil acceso, etc., hacen muy variables y hasta independientes a los distintos monumentos románicos de nuestra provincia”; aunque podamos percibir, aún difícilmente, algunas indudables conexiones que algunos de ellos puedan tener entre sí o con otros foráneos.
En principio, y por la colocación de nuestros restos románicos sobre un mapa provincial, podemos perfectamente distinguir cuáles fueron los caminos principales de tránsito y cuáles los lugares de asentamiento fijo en esos siglos.
Nuestras muchas aldeas actuales, han conservado su nombre viejo, o levemente evolucionado, desde el siglo X, al menos, y algunas incluso desde antes, lo que prueba una continuidad de población sobre un concreto lugar. En el siglo XIV, sobre todo, parece que, según vemos en el Becerro de las Behetrías de 135241, existe una marcada despoblación.

La zona costera fue siempre un lugar muy importante de asentamiento desde la prehistoria y así nos lo asegura la ocupación de casi todas las cuevas naturales existentes. Dado el suelo kárstico de la provincia, fueron ellas los lugares de habitabilidad de gentes del Paleolítico Inferior, Medio y Superior, que en ellas desenvolvieron la más antigua cultura de una humanidad ya muy evolucionada. El atractivo del mar, como gran productor de alimentos, sirvió para asentar en la costa pueblos indoeuropeos que de él vivirían primordialmente, y de la caza.
Detalle de la arquería de la puerta meridional de Santa María de Puerto, en Santoña 

Cuando la Edad Media llega a tierras cántabras, la costa sigue siendo habitada muy preferentemente. Muchos monasterios fueron instalados próximos al mar, según sabemos, ya desde el siglo IX, por documentos fehacientes. Recordemos, por ejemplo, las repoblaciones que el conde Gundesindo controla en la desembocadura del Pas y en las zonas costeras entre este río y el Miera, actuales municipios de Piélagos, Penagos, Cayón o Liérganes, en el 816, o los monasterios o iglesias que ya se ven fundados en la zona de Laredo y Santoña, y que caerán, ya en el siglo IX, en la pertenencia de Santa María de Puerto. Esta repoblación costera debió de proceder fundamentalmente de aquellas campañas de Alfonso I que recogieron las crónicas de Alfonso III, y que repercutirían razonablemente también en la costa occidental de nuestra provincia. Desde tiempo, pues, repobladas las riberas de nuestro mar, estos bordes bajos en altura y ricos en posibilidades de vida, ésta daría lugar a un sin fin de relaciones internas entre villas y monasterios y una comunicación con el exterior, por tierra y mar, tal como ya apunta mos con Francia en tiempos de Alfonso II. Tal conexión con Europa se ve constatada por la segura existencia del primer camino de peregrinación a Santiago de Compostela a lo largo de la costa, tanto terrestre, después de pasar los Pirineos, como marítimo con desembarco en algunos puertos destacados.
Que, incluso en el siglo X, existían caminos o vías abundantes en la costa cantábrica, seguramente creados en época sobre todo romana, lo asegura la información que de ellos aparece en los documentos. En el Cartulario de Santillana es muy frecuente la cita de itinera antiqua, o caminos viejos, en los dominios del citado monasterio. En 967 se le cita en Toporias, y en 987 se habla de una vía antigua en Ongayo. Es muy presumible que el camino principal, paralelo al mar, debió de ir a pocos kilómetros de la costa, tocando como es natural los principales puertos y monasterios. A la pervivencia de estos viejos caminos contribuiría, sin duda, la situación devocional de la Europa cristiana, cuyo fervor por las reliquias ponía a mucha gente en movimiento. En este sentido, ya ha sido citado el documento del Cartulario de Santillana referente, en los primeros años del siglo XII, a la Barquería de Santo Domingo, cerca de Cortiguera, para servicio de “peregrinos, pobres, viudas, huérfanos, oprimidos, débiles, ricos y nobles”. Peregrinos pasando por la ría del Saja-Besaya nos obliga a suponer que irían a, o volverían de, venerar las reliquias de la santa de Bitinia, y, desde luego, afirman el camino peregrino de la costa cantábrica que es indudable hubo de tener su influencia en el desarrollo de este románico costero. Y esta via antiqua, que citan los documentos, tuvo que ser la tan discutida Vía romana de Agrippa. Si seguimos lo que nos dicen Américo Picaud y el geógrafo árabe Idrisi, “en el siglo X los peregrinos iban a Santiago no sólo por Álava, sino también por Asturias”. La existencia de este camino costero de peregrinación –continuidad o no de la calzada de Agrippa– parece pues indudable y, desde luego, debería unir los principales monasterios de la franja marítima de nuestra región, en donde el peregrino cumpliría también con la adoración a las reliquias e imágenes en ellos conservadas.
Si realmente las iglesias románicas se colocaban en puntos señalados de población o de tránsito (salvo algunos monasterios excepcionales), la posible vía o camino de peregrinos que atravesaba de Este a Oeste nuestra Cantabria, pudo tener como estaciones de paso los siguientes pueblos o villas: Castro Urdiales (la iglesia de San Pedro, junto a la gótica de Santa María), Cerdigo, Laredo (iglesias de San Martín o Santa Catalina y Espíritu Santo), San Bartolomé de los Montes, Santoña (Santa María de Puerto), San Román de Escalante, Güemes (Iglesia de San Julián), Bareyo (iglesia de Santa María), Castanedo (iglesia de El Salvador), Maliaño (restos de la iglesia de San Juan), Santander, Barcenilla (iglesia de Santa Eulalia), Polanco (iglesia de San Pedro), Viveda (iglesia de El Salvador), Santillana del Mar (Colegiata de Santa Juliana), Puente San Miguel (iglesia románica y hospital) Oreña (iglesia de San Bartolomé), El Tejo (iglesia de Santa María), San Vicente de la Barquera (puertas románicas), Estrada (castillo e iglesia), Abaño (hospital) y La Acebosa (iglesia). Es decir, en más o en menos, son diecinueve los pun tos en el mapa costero que han conservado testimonios románicos en una cronología que ocupa los siglos XI a XIII, ambos incluidos.
Naturalmente que pensamos que el número de testimonios románicos que pudieron existir en esos siglos tuvo que ser infinitamente mayor, aunque no podemos hacer ni siquiera una suposición de los que existieron. Si tomásemos como ejemplo de otras comarcas de la región, por ejemplo Valderredible, cuyas aldeas casi todas tie nen alguna constancia material de que fueron románicas en su día, habría que suponer que en los núcleos poblados de toda Cantabria, en donde la vecindad fuese apta a crear un concejo, casi todos ellos en esa época citada, hubieron de tener una iglesia o ermita de construcción románica. Así que, en los juicios que hagamos sobre el románico debemos de tener muy en cuenta la enorme cantidad de edificios que hubiesen podido hacernos cambiar nuestras opiniones.

Otra zona importante para el conocimiento del románico en Cantabria es la Cuenca del Besaya que, desde luego, tiene connotaciones suficientes para creerla la vía principal de tránsito hacia la Meseta. Si las tierras costeras no podemos asegurar que tuviesen una asentada calzada romana, sí que lo podemos hacer en esta cuenca del Besaya, donde existen tramos bien conservados de una que, saliendo de Pisoraca (Herrera de Pisuerga) atravesaba nuestras altas montañas, pasando por la ciudad romana de Julióbriga (Retortillo, Reinosa), para, dejando en bajo las hoces del Besaya, cruzar después, de Sur a Norte, los valles de Iguña y Buelna y salir a la costa por Portus Blendium (Suances). Otra rama, posiblemente, partiendo de las Caldas, bordearía toda la sierra del Dobra para caer en el valle del Pas, a la altura de Puente Viesgo y de aquí, por el valle de Cayón, concluiría en Santander (Portus Victoriae Iuliobrigensium). Esta desviación debió de tener en los siglos medievales un auge indudable y podría explicar, en parte, el núcleo románico de Castañeda y Cayón.
Esta cuenca del Besaya es de particular interés para el conocimiento del románico montañés, pues ella nos ofrece, casi en exclusiva, la mayor parte de las inscripciones epigráficas que señalan la época en que sus iglesias fueron hechas, consagradas o dedicadas, y por ello, la que asegura que el románico de Cantabria no es todo de finales del XII, sino que proliferan parroquias o ermitas que pudieran muy bien ser fechadas en los finales del XI o en los iniciales del XII; incluso alguna, La Serna de Iguña, pudiera haber sido construida en los años mediados del XI, cuando en Frómista se alzaba, y por maestros de categoría, la iglesia de San Martín, que marcaba ya el comienzo del románico pleno, de influjos cluniacienses. Al menos, así nos lo asegura una lápida que, repartida en tres trozos en los muros exteriores, nos fija la fecha de 1067 1069, aunque siempre con dudas en la composición de la lectura completa de los fragmentos.
Pero, para afianzar más que hubo en esta zona iglesias consagradas en las últimas décadas del XI, otras dos epigrafías nos salen al paso. Una es la escrita sobre dos sillares de la iglesia de Pesquera, localidad que está muy cerca de la calzada romana de Somaconcha; y otra, desaparecida, pero que pudo leer el P. Fita en 1892, que existió en la iglesia del pueblo de San Mateo, en Buelna, que daba el año 1093 para su consagración. Ambas iglesias fueron oficializadas sacramentalmente por el obispo de Burgos, Gómez o Gomicone, que, al parecer, tuvo especial deseo de dejar su nombre y así facilitarnos las fechas (1085 para Pesquera y 1093 para San Mateo), por coincidir ambos con los años de su obispado.
Otra lápida se conserva aún en un contrafuerte de la iglesia de Santa Eulalia de Somballe, no lejos de Pesquera, en la que consta fue consagrada por el obispo Pedro III, esta vez a media dos del siglo XII que, según Florez, rigió la misma diócesis de Burgos desde 1157 a 1181.
En esta cuenca del Besaya, han permanecido, hasta hoy, un número casi igual de iglesias y restos románicos que los que hemos enumerado en la costa, pero, en general, quitando de ésa a Santillana del Mar, que supera a todas las de su zona, el Besaya nos va a proporcionar un número de importantes fábricas bastante completas, y de mucho interés artístico, como San Andrés de Ríoseco, San Lorenzo de Pujayo, Santos Cosme y Damián de Bárcena de Pie de Concha, San Martín de Quevedo, Santos Facundo y Primitivo de Silió, la citada Asunción de la Serna, San Juan de Raicedo, San Andrés de Cotillo y Santa María de Yermo, casi todas ellas con una cronología que oscila entre los últimos años del siglo XI y primeras tres décadas del XII. Sólo Ríoseco y Yermo pudieran ser asignables a los años finales del XII y principios del XIII.

El tercer foco del románico montañés, sin duda porque la densidad de su población estaría muy al par del de la costa, es el que hoy llamamos Campoo-los Valles, es decir los valles de Campoo, Valdeolea, Valdeprado, Las Rozas (Valdearroyo) y Valderredible, de naturaleza muy semejante a los territorios limítrofes de tierras nórdicas de Palencia y de Burgos, es decir, muy en consonancia con el modo de vida y riquezas de la zona transitiva de la Meseta. Des tacan aquí monasterios importantes como Cervatos y San Martín de Elines, que debieron con figurar señoríos monásticos de trascendencia cultural, económica y social y, posiblemente, muy en relación con la vía del Ebro que cruzando toda esta comarca enlazaría, en Reinosa, con la del Besaya. Esta zona de Campoo-Los Valles debió de ser entonces muy apta para la vida, por ser tierras de cultivo del trigo. De hecho, prosigue en la Edad Media de Cantabria el status demográfico que hallábamos en la época romana, en donde los focos más permeables a la romanización fueron: el foramontano en contacto con la Meseta, la vía del Besaya y la costa. Y a pesar de la importancia de esta última, creemos que no superaría en vitalidad a la foramontana (Campoo, Valderredible, Valdeolea) que en cuanto a edificios románicos se nos muestra como la más densa. De estos tres valles, Valderredible nos ha dejado los testimonios más claros de una ocupación prerrománica en los siglos VIII-X tanto en restos de edificación, como en iglesias excavadas en la roca, rupestres. Del primer grupo, son las ruinas de la vieja fábrica mozárabe o de repoblación de San Martín de Elines, que conserva aún tres arcos de herradura, separación de una nave lateral con la central, que hoy están tapiados por el muro que, al norte, cierra el claustro de la iglesia. Del segundo grupo, en cronología muy semejan te o aún anterior (siglos VIII-IX), y en donde no están ausentes las influencias asturianas, pode mos presentar las iglesias rupestres de Cadalso, Arroyuelos, San Miguel de Bricia, Campo de Ebro, etc., que se prolongan a la cuenca del Pisuerga, al sur de Aguilar de Campoo (Villarén, San Pelayo de Mave, etc.).
A esta corriente prerrománica, mozárabe o de repoblación, como ahora parece que, con acierto, debe denominarse, se superpone, inmediatamente, otra de un románico incipiente, el que también puede darse en Liébana y en la cuenca del Besaya, y que en Valderredible podría estar representado por el pequeño bajorrelieve de la iglesia de Villaescusa de Ebro, cerca de San Martín de Elines (hoy conservado en la colegiata de este último pueblo), con dos figurillas de pie, muy toscas, que podrían emparentarse, por su rusticidad y desproporciones, con la iconografía anterior al perfeccionamiento casi clásico del románico dinástico, y que en Castilla tiene ejemplos en las figuras de Villatuerta o en los capiteles de las iglesias de Gormaz o de Quintanaluengos (Palencia), en los relieves de San Pedro de Tejada, Quintana del Pino (Burgos), y también cabrían las placas que existen incrustadas en el muro sur de la nave exterior, con tres figuras de pie, y en el sur del presbiterio, con un dragón, ambas de San Martín de Elines, que apuntan a un mozárabe o románico primitivo.
Iglesia de San Pedro de Cervatos, la románica más destacada de los valles de Campoo 

Lo más característico de este foco de Campoo-Los Valles, es que sus iglesias, que son muchas, como ya apuntamos, han conservado casi siempre, algunos elementos románicos, ya sea puerta, ventana, capitel, etc., pero sobre todo algún canecillo. La mayor parte de ellas son iglesias pequeñas, de un solo ábside, semicircular, o cuadrado sobre todo, que las asimila a las reducidas fábricas de concejos rurales. La mayoría carecen de torre, siendo la espadaña, un elemento más añadido al paisaje. Excepcionalmente alguna, como la de Henestrosas de las Quintanillas, en Valdeolea, transforma su espadaña en torre prismática.
Aprovechando las buenas canteras de arenisca de estos valles, las fábricas de sus iglesias suelen llevar, a pesar de su humildad, excelentes muros de sillería perfectamente trabajada. La reducida iglesia, por ejemplo, de Fombellida, no se excluye de esta norma de riqueza mural. Pero, naturalmente, casi todas ellas se levantan bajo las influencias de los maestros que en los años finales del XII trabajaban en los monasterios de Aguilar de Campoo, y son obras de canteros rurales que poca maestría muestran, en general.

Otro foco que debió ser importante para el románico montañés, es el de Liébana, comarca que de alguna manera muestra su originalidad, porque gira principalmente alrededor de las influencias leonesas. Centro monasterial, dependió del obispado de León, y fue tierra de monasterios muy antiguos, pues constan cenobios existentes ya en los finales del siglo VIII. Sin embargo, tan sólo nos han dejado huellas visibles, materiales e históricas, dos de ellos que tuvieron vida y organización sobre todo en los siglos XII y XIII: Santo Toribio de Liébana, que hasta hoy día mantiene fama y sigue operando para el fin que se fundó, y el de Santa María de Piasca, que ahora ha quedado como simple parroquia. Otros, como los de Aquas Cálidas, Santa María de Cosgaya, San Pedro y San Pablo de Naroba, San Salvador de Villeña o Bellenna, etc., no nos han dejado más que el nombre del pueblo o lugar donde se asentaban. Sin duda, la pequeñez de los poblados o aldeas situadas en los reducidos valles de los Picos de Europa, y, por lo tanto el poco número de habitantes que hubo de tener cada concejo, no dio fuerza más que para el desarrollo de aquellos que fueron protegidos por la nobleza lebaniega: los condes Alfonso y Justa para Santo Toribio, y de Munio Alfonso para Piasca. Es extraño, sin embargo, que, dada la proximidad de Liébana con Asturias, no se haya encontrado en nuestros Picos ningún testimonio de arte claramente calificado de “asturiano”, lo que nos puede hacer estimar que los reyes de la monarquía pelagiana no tuvieron mucho interés por nuestra comarca del Deva, o bien que, aún levantando alguna iglesia, su fábrica no ha llegado a nosotros. De todas formas, existen algunas reducidas ermitas que han conservado su estructura, que pudieran presumirse prerrománicas, o cronológicamente románicas, pero que, por su extremada sencillez arquitectónica y su falta de manifestaciones escultóricas, podrían situarse en ese margen intermedio entre el final de un estilo y el comienzo de otro. Que, antes de la aparición del románico, tuvieron los monasterios cita dos algún tipo de iglesias para su culto, parece algo innegable, aunque es presumible que sus alzados hubieron de ser extremadamente humildes, de acuerdo con la dotación humana de monjes y sorores que en sus principios fue muy reducida. Tan sólo la Cueva Santa, del monasterio de Santo Toribio, es muy posiblemente de influencia asturiana. Iglesias muy populares, simples capillas de una sola nave con cabecera rectangular, como la de Enterría, cerca de Pembes, o la de San Pelayo, en Baró, pueden dar idea de estos pequeños oratorios que los incluimos como románicos iniciales, pero que bien pudieran ser anteriores o posteriores.
La existencia de otros de mejor construcción y mayor tamaño, con fábricas de repoblación o mozárabe, como el de Santa María de Lebeña, también es posible, como lo prueba la excavación de Santo Toribio, que, en sus niveles más profundos, ofreció un muro grueso de cimiento, como muestra e indicio de una antigua fábrica prerrománica. Las también excavaciones en varias ermitas que formaban el complejo monástico de Santo Toribio, sólo pudieron ofrecer datos sobre el plano de sus cimientos y no aclararon su cronología, pero todas formaban un conjunto de capillas de una sola nave, sin ábside, o a lo sumo con ábside rectangular o cuadrado.
Realmente, entre las iglesias que en Liébana nos han conservado algún elemento románico, muy pocas tenían ábside semicircular, lo que puede probar la persistencia en Liébana de tradiciones anteriores al románico pleno, siguiendo pervivencias visigodas o asturianas. Pero siempre a niveles de extremada pobreza.

Otras zonas de nuestra región, aparecen muy vacías de restos románicos. las cuencas altas del Pas y del Miera, prácticamente carecen de testimonios, y lo mismo podemos decir del valle de Soba. No sabemos explicar bien esta falta, pero nos parece que siempre debieron de ser poco habitadas, cerradas y más alejadas de las corrientes más activas de culturización. Muy pocos son los monasterios que debieron tener fuerza en estas montañas, al parecer poco transitadas y habitadas. Alguna noticia nos dan los documentos; por ejemplo, en Soba, en el 836, se fundaba el monasterio de San Andrés de Asia, por el presbítero Kardellus y su padre Valerio, y que en 1011 el conde Sancho y su mujer Urraca lo incorporan a Oña.
Muy posiblemente, también, los habitantes de estas montañas, que pueden asimilarse a los pasiegos, tenían un tipo de vida que les hacía distintos y que puede explicar su aislamiento y sus especiales características, que parece no eran muy proclives a la formación de concejos. Esta falta de núcleos de habitación se repite en las altas cuencas del Nansa y del Saja, es decir, las viejas comarcas de Polaciones, Tudanca y Cabuérniga, que tampoco han proporcionado noticia de monasterios importantes.
Iglesia de Santa María de Piasca 

Por otra parte, los monasterios directivos de la vida medieval en Cantabria: Santillana, Santa María de Puerto, Cervatos, Castañeda, Piasca, etc., no parecen extender sus dominios por estas alturas y bosques. El de Santa María de Puerto no tiene bienes ni heredades más que hasta el valle de Aras y hasta Ramales, dejando en blanco las cuencas altas del Asón y del Gándara; el de Santillana, que baja su señorío hasta Campoo y Castrogeriz, no le vemos dominar en las cuencas altas de los ríos Pas y Miera. Hay evidentemente una dejación por parte de monasterios y nobleza, es decir, de aquellos que tienen bienes y heredades propias, de adquirirlas en estas tierras más inhóspitas y apartadas de los centros más poblados de la costa o de los valles bajos de los ríos.
Algún otro monasterio consta existía en la comarca sobana, además del de San Andrés de Asia (Aja), en dependencia también del mayor de Oña, como el de Santa Cruz de Soba, que Rodrigo Rodríguez concede al abad Juan I de Oña en 1108, pero son casos documentales muy escasos que no hacen más que corroborar la poca población y el aislamiento humano de estas cabeceras altas de nuestros ríos, en comparación con las bajas y medianas, en donde la población fue mucho más densa, como prueban las numerosas sepulturas y necrópolis de lajas repartidas por nuestros valles. De hecho, esta situación demográfica no ha cambiado mucho en la actualidad, pues siguen siendo la costa y los valles abiertos los que acumulan habitantes, a pesar de que los cambios de nuestro tiempo, a consecuencia de la industria y el atractivo engañoso de las ciudades, ha obligado a desalojar muchas comarcas que antaño tenían una mayor densidad de población, como Valderredible, al cambiar totalmente los modos de vida que han hecho abandonar el trabajo familiar del campo.

Además, los grandes monasterios de fuera de Montes, en la Castilla meseteña, buscan sobre todo poseer y añadir a su dominio, monasterios, iglesias y heredades sitas en la Cantabria poblada. Cardeña, por ejemplo, en los siglos románicos (XI y XII), adquiere estos bienes en las zonas medias de las cuencas del Nansa y del Saja, y ello, seguramente, por indudables intenciones devocionales de los propios indígenas hacia el monasterio en auge de las tierras burgalesas. También Oña, en los mismos siglos, tuvo su foco de heredades y bienes en Cantabria, como apuntamos, en los valles del Gándara y del Asón.
Ya antes, a finales del siglo X, en 987, los condes castellanos García Fernández y su esposa Ava habían adscrito al Infantado de Covarrubias –que fundaron para su hija primogénita Urraca– iglesias y monasterios sitos en los ricos valles de Iguña, Cieza y Buelna, sobre todo; adscripción que pudo tener, quizá, mucho que ver con la posterior construcción de iglesias románicas en estos valles muy poblados y transitados por estas fechas. Tal vez la dependencia de estos monasterios del poder condal y más tarde del real, y el vasallaje directo de sus habi tantes a doña Urraca, pudo crear aquí una cierta unidad, debido a los beneficios que la carta fundacional del Infantado les concedía. 

3.        La cronología del románico montañés
Ya hemos anticipado alguna referencia a la cronología de algunos monumentos, que pare ce asegurada por constancia epigráfica, pero son muchos más los que permanecen –y posible mente permanecerán– sin que podamos llegar, más que con posibles y dudosas comparaciones, a saber cuando fueron levantados. Si seguimos la evolución que sobre la cronología general del románico europeo suele considerarse, vemos que, de una manera un tanto grosera, se trabaja sobre tres bloques que parecen bastante diferenciados:
o   Románico inicial: primera mitad del siglo XI.
o   Románico pleno: segunda mitad del siglo XI y primera del XII.
o   Románico evolucionado o apoteosis del románico: segunda mitad del XII y años iniciales del XIII. Algunos suelen llamarle “protogótico”. 

Naturalmente que estos bloques no pueden considerarse sincrónicos en todos los sitios, pues hay variaciones territoriales, de anticipos o de retrasos, que pueden afectar a la clasificación.
La cuestión de la cronología románica ha sido siempre, desde que su estudio se inició en Europa, el caballo de batalla de los especialistas, de tal manera que se llegó, en sus principios, a controversias nacionales sobre qué país podía tener el honor de haber sido el padre del monumento más antiguo del estilo. Hoy en día, creo que nadie puede pretender ser el originario de una forma de hacer, sentir y pensar –que es lo que da origen a un estilo– que se va estableciendo en Occidente por el cambio mental que en esos momentos se está produciendo y que, merced a un cúmulo de relaciones y de intercambios rápidos, es aceptado y transmitido casi al unísono por toda Europa, que se siente poseedora de un pensamiento común: la unidad en el cristianismo, representado por el Papa de Roma.
El estilo románico se va creando poco a poco, influido en un principio por los distintos estilos constructivos de los variados territorios en donde se asienta, hasta que el predominio de la fuerza unificadora de la internacional cluniaciense le va fijando, a partir de la segunda mitad del siglo XI. Por eso podemos hablar en España de románicos con influencias árabes, mozárabes, lombardas, visigodas, etc., en la primera mitad del siglo XI, es decir un románico “raro”, como San Pedro de Roda (1022), epílogo califal; primera fábrica de Ripoll (1032), corriente lombarda; cripta de San Antolín, en la catedral palentina (1030), ascendencia asturiana…
Y un románico ya “fijado” en tipos arquitectónicos derivados de Cluny y de su forma de concebir el templo cristiano, que comienza a aparecer en los años mediados del XI, con algunas variaciones explicables, pero de raíces desconocidas, que viene llamándose “pleno”, “cluniaciense”, “de peregrinación” o “dinástico”, según las notas diferenciativas que se utilicen para caracterizarlo. Catedral de Jaca (mediados del XI), Frómista (1060-1080).
Al final, a partir de la segunda mitad del XII, sobre todo, el románico se barroquiza, se hace fuertemente decorativo y escultórico y en cierta manera estira, si puede, su reducido canon y parece volver al afán monumental de lo clásico. Estos años finales del XII y principios de XIII son los del verdadero triunfo de la escultura románica.
Esta ordenación cronológica en bloques, que hacemos plenamente conscientes de su reducida entidad (porque si existe algo inseguro y variable en el románico es, precisamente, conocer la fecha de construcción de sus iglesias) nos va a servir, sin embargo, para, con un fin casi exclusivamente didáctico, señalar una diferenciación, aunque sea conjetural, de los “tiempos” de nuestro románico en Cantabria, y aproximarnos así a las distintas fases que parece tuvo en su desarrollo; sin que, desde luego, pensemos que nuestro discurso debe ser aceptado como norma de fe, sino tan sólo como un proyecto inicial de orientación, o como un razonable sis tema de ordenar lo confuso.
Mucho se ha mirado y remirado capiteles, cimacios, formas de esculpir, situaciones arquitectónicas, decoraciones y temas tratados por los maestros y canteros medievales que, en esta provincia, trabajaron en los siglos románicos; muchos años se ha pasado intentando poner armonía en esta complicada partitura de nuestro románico, y son incontables las horas gastadas en mirar sus iglesias y compararlas con otras españolas y extranjeras; unas veces encontrando relaciones y otras señalando diferencias. Pero siempre se ha llegado a la conclusión, no sólo para el románico montañés, sino para el de toda España, y para el de fuera de nuestras fronteras, que trabajamos con un estilo siempre reconocible como tal, pero expresado en múltiples facetas muy difíciles de conexionar, de descubrir y de individualizar.
En otro aspecto, el románico que podemos juzgar en Cantabria, nos llega muy repetidamente contaminado con añadidos y modificaciones de épocas posteriores, o con demoliciones o destrozos provocados por actuaciones o incendios, de manera que, desgraciadamente, como en la iglesia de Silió, sus capiteles interiores, terriblemente maltratados, han perdido muchas posibilidades de darnos conocimientos interesantes.
Pero en una visión amplia de análisis de todo lo que nos ha quedado, y resumiendo las impresiones de acuerdo con esos bloques que acabamos de señalar, creemos que podríamos establecer la estratigrafía de nuestro románico de Cantabria en la siguiente manera:
 
3.1.         Románico inicial: primera mitad del siglo XI
Partiríamos de testimonios que, por la indicación de una cronología contrastada epigráficamente, nos hacen pensar que pudieran referirse a una edificación en parte existente o desaparecida, pero que pudo ser románica por la fecha, que se señala muy claramente. Admitiendo esto como elemento de juicio, podemos constatar que estas notificaciones empiezan a aparecer en la cuenca del Besaya y a mediados del siglo XI, concretamente en 1067-69 en la iglesia del pueblo de la Serna –como ya apuntamos– con advocación de Santa María, San Pedro y San Juan. Ya hemos hecho mención, también, en apartado anterior, a estas iglesias viejas del Besa ya y, aunque de ellas volveremos a hablar en las páginas monográficas de esta misma Enciclopedia, anticipamos (porque hay capiteles y epigrafía) que lo que de la Serna queda, podría ser, con bastante seguridad, los restos de una iglesia, aunque de pequeño tamaño, que sigue corrientes decorativas geométricas muy a lo Leyre. Pocos años después, en 1085, se consagró la iglesia de Pesquera. De esta sólo conocemos la inscripción en el muro meridional exterior, pero es suficiente para considerarla que fue románica, aunque no sepamos como era el alzado. Y otro caso parecido, y también en el Besaya, es la iglesia de San Mateo, en Buelna, que se consagró por el mismo obispo de Burgos en 1093. Hubo pues, demasiadas constancias en el Besaya de la existencia de un primer románico a partir de la segunda mitad del siglo XI, pero nada se conserva que pudiera adscribirse a ese tránsito entre lo prerrománico, que sí existía (San Román de Moroso, Helguera), pero que se vio superado por corrientes iniciales de cambio procedentes seguramente de tierras catalano-aragonesas, antes de que la novedad organizada de lo cluniaciense se impusiese en los reinos de León y Castilla, y por lo tanto, en Cantabria. Sin constancia documental escrita, pudo darse en Liébana –quizá unos años antes que en la cuenca del Besaya– un tipo de iglesias muy rurales y de pobre armamento de muros, (mampostería, y esquinales y vanos de sillería), de arcos triunfales doblados de medio punto, una sola nave y ábside cuadrado (ermitas de Enterría y San Pelayo de Baró) que son difíciles de colocar crono lógicamente, pero que nos inclinamos a creer que su lugar más idóneo pudo ser en esos años de la primera mitad del XI, entre lo asturiano y la llegada del románico pleno, y donde podría mos colocar, igualmente, la Cueva Santa de Santo Toribio, de la que ya hemos hecho mención.
También nos inclinamos a pensar que un capitel de las Fraguas de Iguña (desaparecido), pudo ser de esta época inicial del románico castellano anterior al representado por las corrientes aúlicas de lo dinástico. Puede emparentarse, por su tosquedad, con los relieves de Villatuerta, San Pedro de Tejada, o el de Villaescusa, en Valderredible.

3.2.         Románico pleno: segunda mitad del siglo XI y primera del XII
Una fase posterior, que se correspondería con el bloque II, antes establecido, es decir, la que cronológicamente se desenvolvería entre la segunda mitad del XI, últimos años, y la primera mitad del XII, sobre todo en los tres primeros decenios, que viene bastante asegurada por las fechas de la inscripción de Cervatos, para su iglesia, grabada en uno de los intercolumnios de su puerta, a la derecha, que, aunque discutida, todas las interpretaciones salvan la claridad de la Era, que señala el año 1129. Muy importante, para afirmar la antigüedad –corroborada por suscripción– de nuestro románico es la fecha señalada en un fuste de la iglesia de Bustasur, en el municipio de las Rozas de Valdearroyo. Con una claridad, que no permite discusión, se fija, en aquel, la datación en la era de MCL, es decir, el año 1112. Por su estilo en los capiteles –y por su aproximada fecha– con la iglesia de Cervatos, es una muestra más de lo que en románico se está haciendo, en estos años iniciales del XII, en un lugar bastante recóndito de nuestros montes.
Otra iglesia reducida, también en la cuenca del Besaya, que confirma con su lápida de consagración, de epigrafía bastante clara, la existencia en Cantabria de un románico de las décadas iniciales del XII, es la de San Lorenzo de Pujayo, trasladada al pueblo de Molledo-Portolín, a principios del siglo XX, numerándose las piedras; puede ahora verse en este último pueblo en la finca particular del Portalón. Su inscripción de consagración, que ocupa dos sillares a la derecha de su puerta, marca la fecha de consagración –habrá que pensar que la iglesia se iniciaría al menos unos años antes– en la era correspondiente al año 1132.
Estas tres fechas, de Bustasur, Cervatos y de Pujayo, y teniendo en cuenta las relaciones estilísticas que hallamos con otras iglesias, San Juan de Raicedo y Silió, nos obligan a creerlas a todas ellas prácticamente contemporáneas.
A la primera, San Juan de Raicedo, porque sus canteros parecen los mismos que construyeron Cervatos o, al menos, seguidores de su taller. A la segunda, la de Silió, porque los escultores de Pujayo son continuadores, probablemente canteros populares, que, muy toscamente, siguen la estética y el reducido canon de la de Silió, e incluso puede tratarse de uno de los escultores que en esta iglesia trabajan. Aceptando, desde luego, que tuvo que ser Silió, por su importancia y por la mayor maestría de sus ejecutores, la que realmente tuvo que ser anterior a la de Pujayo. Las indudables relaciones del ábside de Silió con los de otros del románico dinástico, Frómista, San Isidoro de León, Puebla de San Vicente (Palencia), Santillana, etc., nos inclinarían a fijarla en los años finales del XI, pues la iconografía de todas parece próxima, como la existencia de los capiteles de monos u homínidos acurrucados.
San Lorenzo de Pujayo, inscripción fundacional (fragmento con la fecha) 

La colegiata de Santillana, en su iglesia –que no en el claustro– y aunque no tiene inscripción con fecha creíble, pudiera, con casi seguridad de acierto, colocarse en esta fase de finales del XI y principios del XII, por varias razones que queremos ahora resumir:
a)    Sólo en un momento de fuerte vitalidad del monasterio es posible conseguir el ímpetu y la necesidad de levantar un edificio de tal tamaño. Por lo que hemos visto a lo largo de su historia, parece que el monasterio inicia el curso de su dominio a principios del XI, después de las primeras donaciones que a finales del siglo X le hacen el conde de Castilla García Fernández y su esposa Aba, así como doña Fronilde, a la que parecen suponer familiar de los condes, y que la tradición consideró ilustre benefactora. Por estas mismas fechas, aparece el abad Indulfo y se realiza el pacto con cuarenta y ocho monjes. El progreso de la abadía tiene, en monjes y bienes, un comienzo con gran impulso que llevaría, con su protección condal, a una doble aspiración: lugar extenso para los componentes del cenobio y política de acercamiento al poder, para ampliar el patrimonio. Naturalmente, para ello se necesitaba tiempo para alcanzar la situación precisa para levantar un nuevo edificio que viniese a sustituir al más humilde que hubo de tener en su principio; y aumento de bienes y propiedades, para poder llevar a cabo la edificación de una gran basílica.
b)    En toda la primera mitad del siglo XI son abundantísimos los documentos (donaciones de heredades e iglesias, entregas de casas, ventas, viñas, mandas de cuerpo y alma al monasterio, etc.). Se nota, en todo, la protección de la nobleza castellana y de los magnates cántabros. El ámbito de su dominio se ensancha a la costa, y al Este y al Oeste de la abadía. Se llega hasta Penagos, hasta Pámanes, por el oriente; hasta Iguña por el Sur en Cantabria, y hasta Castrojeriz en Castilla. Y alcanza a la lejana zona de Liébana, donde Santillana llega a tener alguna propiedad.
c)     Esta extraordinaria ampliación de posibilidades económicas es bien patente, y en el reinado del rey Fernando I y de su mujer Sancha, parece que se llega a un punto crítico. Los reyes, que siguen así la tradicional devoción de los condes y nobles montañeses, conceden al monasterio de Santillana, aparte de las iglesias de Castrojeriz, un fuero que exime a la abadía de Santa Juliana de los más importantes derechos fiscales. El documento es de 1045 y de carácter muy solemne, pues es confirmado nada menos que por seis condes, veinte nobles y los obispos de Palencia, León y Burgos, y la exención de tanta fiscalidad, parece que puede responder a un deseo general de Castilla para enriquecer deprisa al monasterio. ¿No se estaría preparando ya la idea de construir una nueva fábrica para la iglesia? En este documento se adjudican al monasterio, a más de a Santa Juliana, las advocaciones de San Vicente, San Pedro y San Pablo, San Juan apóstol, San Miguel Arcángel y San Pelayo. Desde el documento de 987, han aumentado las advocaciones, lo que puede probar que, al paso de los años, se iban acumulando reliquias que contribuían así a la importancia religiosa de este viejo cenobio.
Desde el fuero de 1045, sólo encontramos en el Cartulario tres o cuatro documentos más (1046, 1049, 1054 y 1057), y de 1062 a 1084, es decir, veintidós años, hay una falta total de escrituras. Quizás hubiese sido, en alguno de los documentos que faltan, dónde se pudo hacer constancia de la nueva iglesia, que nosotros creemos que pudo estar terminada en los finales años de XI o en los primeros del XII. Una iglesia monasterial, como la de Santillana, protegida desde el siglo X por los condes de Castilla, muy directamente, y luego aforada por el propio rey Fernando I, en documento solemne, no puede ser considerada una iglesia marginada, sino, al contrario, una abadía de importancia primordial en las atenciones de la realeza, y por lo tanto bajo la protección personal y económica de los reyes, que después de Fernando I “siempre, a petición de los abades, se apresuraron a hacer confirmar la concesión que el hijo de San cho III el Mayor les hizo en 1045”.
El tipo de capiteles que se conservan en el interior de la iglesia de Santillana, sus decoraciones, sus temas; el plano de tres naves, crucero y cúpula, pilastras, estética de las formas, temas muy repetidos (Adán y Eva, portadores de un caldero, cruce de volutas, monos u homínidos, pelícanos, temas obscenos, cimacios con animales, hojas de palma lanceoladas y verticales, tales como se ven en el pórtico de San Isidoro de León, canecillos de viejo tipo, etc.), todo nos lleva a creer, no sé si equivocadamente –hay quien tiene otras opiniones, que, desde luego respeto, porque quizás sea el románico el estilo más cargado de hipótesis y conjeturas muy difícilmente demostrables– que Santillana no tiene por qué ser sacada de la corriente “dinástica”, de obras realizadas por los hijos y nietos de Sancho III de Navarra, entre otras cosas, porque la abadía de Santillana consta bien documentalmente que está protegida por el rey. Yo no puedo asegurar, como verdad de fe, lo que sólo presento como hipótesis, pero sí que afirmo que la abadía montañesa fue mimada por los condes y reyes de Castilla, desde que en 980 el abad Indulfo instituyó el pacto reorganizador del monasterio. Y sí pienso, que el momento más indicado que pudo dar lugar a la idea de iniciar su construcción sería el que seguiría a la gran concesión del fuero.
El tiempo que se tardó en empezar y en el que se concluyó quedan, y quedarán, sin conocerse, pero yo creo que toda la operación pudo ocupar las décadas de 1070 o 1080 hasta el año aproximado de 1130, teniendo en cuenta –además de la intuición– las afinidades, que en muchos casos se dan de Santillana con los edificios citados con cronología segura, como Cervatos, Pujayo, La Serna y Bustasur, que se consagran o dedi can en las tres primeras décadas del XII, pero cuyo principio tuvo que ser anterior a la consagración.
En este mismo margen de años –como hemos dicho en renglones atrás– pero quizás tendiendo más a toda la primera mitad del siglo XII, incluiríamos a muchas de las iglesias importantes de nuestro románico, tales como las de los Santos Cosme y Damián, de Bárcena de Pie de Concha; Bolmir y Villanueva de la Nía, situadas en Iguña, Campoo de Enmedio y Valderredible, respectivamente, y también San Martín de Quevedo (Iguña), todas por su aproximación a Cervatos.
Sobre todo las tres primeras, que pudieran incluso estar realizadas por el mismo taller que trabaja en la colegiata campurriana. A todas ellas, la talla de relieves, canecillos y capiteles, nos inclina más a colocarlas en estas fechas, y desde luego no existen razones suficientes para darlas una cronología avanzada de la segunda mitad. Estando bastante claro el estilo escultórico del último tercio del siglo XII, tal como vemos en el claustro de Santillana o en la iglesia de Piasca, en Liébana, y alejándose tanto de él estas iglesias primeramente citadas, es más segura su cronología en la primera mitad del siglo XII. También dentro de esta segunda fase cronológica (primeros años del XII, sobre todo) debemos de colocar dos colegiatas: la de San Martín de Elines, en Valderredible, y la de Castañeda en el curso del Pisueña. Ambas pue den incluirse, si bien con indudable personalidad, en el grupo del románico “pleno”, aunque, por la falta de documentación, no podamos emparejarlas con las anteriores, pues carecemos de datos de referencia.
Iglesia de los Santos Cosme y Damián, de Bárcena de Pie de Concha 

San Martín de Elines es una iglesia de extraña armadura: una sola nave muy alta y un solo ábside, pero sobre el crucero, sin laterales de transepto, se alza una cúpula de hiladas circula res sobre pechinas. Lo más destacado de Elines son los cuatro enormes pilares cilíndricos que la sostienen, construidos con sillares que se hacen entregos al muro, y que culminan con gigantescos capiteles, casi cilíndricos, iconográficos. Su cronología no consta ni documental ni epigráficamente, y sólo es posible suponerla sabiendo que por escritura de 1102, publicada por Berganza, se arruinó la iglesia mozárabe, cuyas ruinas aún persisten (ERA CXL, ruit ecclesia Santi Martini de Helines). Lo normal es suponer que, arruinada en 1102 la vieja iglesia, y puesto que se trataba de un monasterio con vida, que la nueva edificación –la románica– comenzase poco después. Huidobro también hace mención de una escritura de Alfonso VII (1105-1157) dada en Logroño y vista por él, al parecer en la ex colegiata de Aguilar de Campoo, en la que se con signan donaciones de este rey al monasterio de Elines que bien pudieron ser destinadas a la edificación de la iglesia románica.

Iglesia de San Martín de Elines 

En la Colegiata de Castañeda, como en Santillana, tenemos un añadido de finales de XII, que nos orienta perfectamente y que nada tiene que ver con el resto de la iglesia; lo que nos obliga a asegurar que lo viejo restante ha de ser de la primera mitad del XII, y con más seguridad de sus primeras décadas, al comprobar que sus formas y maneras coinciden mucho más con el estilo de Santillana, Cervatos, Elines, etc. Hay pues que desechar, por imposible, la sola suposición de creer contemporáneos a los escultores y arquitectos de la fábrica románica principal (ábside, crucero, capiteles, etc.) y a los que trabajan en el añadido norte que están muy en relación directa con los que laboran en Santa María de Aguilar de Campoo o San Andrés de Arroyo que, con seguridad, operan en los años finales del XII. 

3.3.         Románico evolucionado o apoteosis del románico: segunda mitad del XII y años iniciales del XIII. Algunos suelen llamarle “protogótico
Abordamos ahora el último bloque al que nos referimos al comienzo de este apartado sobre la cronología. Es el que llamamos “románico evolucionado”, “románico final” o “románico barroco”, aplicado a nuestro románico cántabro de la segunda mitad del XII. Es el más desarrollado escultóricamente y el que más derivado nos parece de corrientes francesas, en un Camino de Santiago ya muy recorrido, en uno y otro sentido, favorecido por las actuaciones profrancesas que el rey de sangre borgoñona, Alfonso VII, trajo a Castilla, y de su nieto y sucesor, Alfonso VIII en su matrimonio con Leonor de Plantagenet. Creemos que estos dos monarcas, y la situación de sus reinos, favorecieron en gran manera las relaciones de Castilla y Francia, y ello, posiblemente, ocasiona la llegada de un trasiego de escultores de ambos reinos con maestría ya reconocida y portadores de un sentir románico nuevo, más humanista, de canon más clásico, aunque bizantinizante, que ya preludiaba el intimismo del despertar gótico.
En Cantabria, este nuevo rumbo, de un arte románico más perfeccionista y natural, más aristocrático, se extiende por todas las comarcas. Naturalmente que, salvo excepciones, sus ejecutores, aunque influidos por los maestros, no suelen alcanzar la altura de ellos, y su obra se queda apegada, en muchas cosas, al ruralismo monasterial anterior. Sin embargo, tenemos dos abadías, la de Piasca, en Liébana, y la de Santillana del Mar, que reciben en los años finales del XII, una inyección de buena cantería. En Santa María de Piasca, el maestro Covaterio, que tra baja en la década del setenta –1172, por inscripción– marca quizás la mayor excelencia escultórica de la región. No sabemos, realmente, si Covaterio es a la vez, el magister operis y el escultor. La inscripción se limita a concretar tan sólo eso: magister operis. No me atrevo a asegurar que el taller o talleres que esculpen Piasca sean los mismos que trabajan en el pórtico de Rebolledo de la Torre (Burgos), aunque, desde luego la mano de alguno de ellos esculpe en ambos. El portal, según la larga inscripción que existe en la ventana de este pórtico de Rebolledo, lo hizo el maestro Juan de Piasca, en 1186 (Fecit istum portalem IOANES magíster Piasca). La declaración es categórica, y la comparación de estilos no resulta menos. ¿Es Juan de Piasca –o su taller– quien realiza, en 1172, toda la escultura de Santa María de Piasca? ¿Trabajaba entonces bajo las órdenes de Covaterio, y catorce años después labra en Rebolledo? Esta dualidad Covaterio-Juan de Piasca, es difícil resolverla. Pérez Carmona lo cree –para Rebolledo– de un discípulo del primer maestro de Silos. Esto de Silos, no ha salido todavía del atasco cronológico, sobre todo lo del primer maestro, y las opiniones sobre el problema, aunque muchos han pretendido resol verlas, no nos sacan de dudas. Yo, en este caso de Rebolledo-Piasca, me limito a asegurar que son catorce años los que les separan, y que son años que nos permiten creer que ambos talleres son casi contemporáneos y que pueden ser escultores que han podido trabajar primero en Piasca y más tarde en Rebolledo; naturalmente, en este caso, con más años. Y desde luego, tam bién podemos afirmar que este taller de Rebolledo-Piasca, procede de los que en estos finales del XII operan en los monasterios de Santa María de Aguilar, Carrión de los Condes (friso de Santiago) y San Andrés de Arroyo.
En cuanto a la escultura de la iglesia de Santillana, no es difícil señalar la diferencia que existe entre la del templo, que suponemos de finales del XI y principios del XII, y la que existe en el claustro, que no dudamos incluirla en los años finales del XII y comienzos del XIII. A más de percibir las diferencias de técnica y estilo entre los capiteles del claustro y de la iglesia, interior y exteriormente, nos lo asegura su distinta cronología al comprobar que el maestro que tra baja en los capiteles iconográficos del ala sur del claustro, Pedro Quintana, es el mismo que labra el tímpano de la iglesia de Yermo, que lleva la fecha de 1203.
Cornisa, con canecillos y metopas, de la iglesia de Santa María de Piasca 

Igualmente creemos que las grandes placas relivarias del Pantocrator de Santillana, la Virgen y el Niño, y Santa Juliana domeñando al demonio, son obra del escultor o taller de Yermo, que hace también en esta misma iglesia, además del tímpano, los relieves de Santa Marina y de la Virgen con el Niño, que se incrustan en el muro meridional de Yermo. Este maestro fue tam bién el que trabajó en la iglesia de San Martín de Cartes, hoy desaparecida.
Los relieves planos de los cuatro apóstoles, que hoy están colocados como frontal del altar mayor de Santa Juliana, y que como el resto de los doce que a ambos lados del Pantocrator adornarían la supuesta puerta occidental, son también de finales del XII, aunque pudieran ser de otro tallista, y se emparentan con los apóstoles que hoy dan acceso a la cripta de Santo Domingo de la Calzada; y casi me decidiría a creer que fue el mismo cincel el que talla estos relieves riojanos y los citados de la iglesia de Santillana.
Resumiendo, pues, toda la cronología que creemos podría tener la colegiata de Santa Julia na, diremos que, salvo casos puntuales que detallaremos en la monografía de la iglesia, la abreviaríamos así:

El monumento iglesia, exterior e interior: finales del XI y principios del XII.
Exceptuamos la torre occidental, cuadrada, que la llevaríamos al XIII muy avanzado, y las bóvedas de la iglesia que las creemos de esta fecha, según constancia documental, y que obligan a la colocación de una serie de capiteles en el interior de la iglesia, con marcadas notas protogóticas, que los apartan del estilo y época del resto de los más viejos. Esta cronología que damos a la “iglesia” de Santillana –no al claustro de la misma– rompe con aquella idea que se tenía no hace muchos años de que su construcción debió de tener lugar en los años finales del siglo XII; quizás fuese el francés Bertaux, E., en su tratado sobre “La sculpture chretienne en Espagne”, en Histoire de l’Art de André Michel (t. II, 1906) quien tuvo la culpa, en estos primeros años del siglo XX, al considerar a Santillana de finales del XII y ello pudo dar origen a que esta opinión predomina se. Antes, nuestro escritor montañés Agabio Escalante la llevó al siglo XI, y Ambrosio de Mora les la dio por “comenzada por Alfonso el Emperador y concluida por el de Las Navas al finalizar el siglo XII”.
El monumento claustro, es otra cosa: el ala meridional, el de capiteles casi todos iconográficos, de finales del XII y primeros años del XIII. El ala occidental y el ala norte, con capite les fundamentalmente vegetales, cada vez más esquemáticos, de mediados del XIII.
Las placas relivarias, hoy se han colocado en el interior de la iglesia: Pantocrátor en baptisterio; La Virgen y el Niño y Santa Juliana domeñando al demonio, cada una en el fondo de los ábsides laterales, todas con la gran pila bautismal, se pueden datar en fines del XII y principios de XIII.
Dentro de este grupo de finales del XII, comienzos del XIII, tendremos también que incluir a un grupo de iglesias construidas por un taller muy bien definido de maestros escultores, posiblemente de Trasmiera (por ser en esta comarca donde ejercen sus trabajos). Aunque conoce dores, seguramente, del foco que, con buenos maestros, iba alcanzando incluso a nuestra provincia, el que actuaba en los monasterios de Aguilar de Campoo y de San Andrés de Arroyo, al norte de Palencia –es decir este que llega, con mucha calidad hasta Piasca– no parecen ser influidos por estos. Los de Trasmiera, aunque tocados ya de algún goticismo, se mantienen seguidores de la tradición del románico dinástico o pleno de la primera mitad del siglo XII. Su actuación se extiende sobre la costa trasmerana y sobre el norte de Burgos en sus límites con Vizcaya, es decir, en el valle de Mena.
Se trata, en Cantabria, de las iglesias de Santa María de Puerto, San Román de Escalante y Santa María de Bareyo, las tres con unas características tan similares que no dudamos en considerarlas obra de los mismos talleres, que son los que decoran también Siones, Vallejo de Mena, San Pantelón de Losa, y algunas más. Su modo de hacer, parece bastante repetitivo, pero muy peculiar.
Dado que San Pantaleón de Losa se consagra por el obispo García en 1207, hay que suponer que por estas fechas estarían trabajando estos talleres. En Santoña (Santa María de Puerto) nos han dejado sobre todo la pila bautismal y dos capiteles de la vieja iglesia en la arcadura primera, antes de entrar en el crucero. En Santa María de Bareyo, toda la iglesia, así como la pila bautismal, tan solemne como la de Santoña; y en la de San Román de Escalante, bellos ejemplares de estatuas-columna y de capiteles.
Si este grupo costero y trasmerano se despega del estilo de los maestros aquilarenses, estos están influyendo en casi todo lo que se levanta por estas fechas en el sur de la provincia. En Valderredible y Valdeolea hay aldeas en donde es segura su influencia, como puede comprobarse en las iglesias de Santa María de Las Henestrosas de las Quintanillas o Santa María de Hoyos. En Campoo, están claras las relaciones en iglesias como Santa María la Mayor de Villacantid, y en la de Retortillo, donde sus capiteles de la nave son, sin duda alguna, transmisiones directas, no sólo del buen arte de los canteros aquilarenses, sino del mismo material pétreo donde se tallan, procedente de las areniscas de los contornos de Aguilar de Campoo. La penetración de estas influencias –que desde luego se aperciben, con menor intensidad pero con insistencia manifiesta, en estos valles del sur de Cantabria– la encontramos en casi todas sus pequeñas iglesias, en donde siempre existe algún elemento: puerta, capitel, canecillo, etc., que aseguran su ascendiente palentino. Citemos, por ejemplo, las iglesias de San Cristóbal del Monte (Valdelomar), Santa María la Mayor de Navamuel, Santa Lucía y San Andrés de Valdelomar, San Martín de Sobrepenilla, etc. Esta radiación de los maestros de Aguilar y San Andrés de Arroyo, llega hasta la costa. Ejemplos ya lejanos espacialmente al foco palentino, son la ampliación que sufre hacia el norte la colegiata de Castañeda, que ya comentamos, y más cerca, la torre de Cervatos, que ya diferenciamos cronológicamente de su iglesia, que se anticipó en más de cincuenta años a la edificación de la torre que hoy contemplamos. Pero tam bién penetró esta influencia, con menos fuerza, por la cuenca del Pas, pues la iglesia de Santa Cecilia de Villasevil ofrece, en sus capiteles exteriores, la firma indudable de canteros o maestros palentinos del ámbito de Aguilar que trabajan en la segunda mitad del siglo XII.
Otras muchas iglesias rurales existen en Cantabria que no es posible señalar en ellas pro cedencias ni formas estilísticas, porque su humildad, pobreza y rusticidad, las hacen de muy difícil asignación, pues además son escasos los elementos conservados que puedan ofrecer una segura cronología. Esto sucede, por ejemplo, en las iglesias de San Pantaleón de Cañeda, próxima a Reinosa; Santa Juliana de Aldueso (posiblemente del siglo XII, pero sin poder señalar si a principios o al final); San Millán de Villapaderne (sólo lápida con indicación de su consagración en 1222 por el obispo Mauricio, que consagraba en el mismo año la iglesia de Cabria, cerca de Aguilar de Campoo); San Andrés de Ríoseco, muy cerca de Pesquera, que, tan sólo por intuición consideramos del XII pero sin posible indicación de año; Caloca, Ojedo, Linares, y otras en Liébana; Lafuente y Sobrelapeña, en Lamasón; Lombraña (en Polaciones), etc.
La verdad es que si dijésemos que en Cantabria tenemos románico, más o menos claro, desde mediados del XI a mediados del XIII, estaríamos señalando el único margen asegurable. Es, por tanto, el siglo XII, el que marca el apogeo de un siglo que construye tan sólo en románico.

4. La decoración escultórica en el románico montañés: sus temas. La pintura
El estilo románico, en general, abrió una época nueva en Europa, con referencia a la arquitectura. Ésta, en clara ruptura con la anterior prerrománica, hizo de la decoración un elemento protagonista en la construcción, y utilizó la escultura como aportación fundamental cate quista. Los reducidos relatos bíblicos y evangélicos que constituían el soporte de la fe en anteriores generaciones, fueron ampliados. La figura humana, aplicada a la propaganda de la historia sagrada, se hizo repetida en el interior y en el exterior de las iglesias. Una corriente antiiconoclasta se fue rápidamente extendiendo, de manera que, en pocos años, se pasó de la casi exclusiva decoración vegetal a la colocación, en muros y soportes, tanto de simbología animal como de iconografía humana. Una simple comparación entre la iglesia de San Pedro de Rodas, en Gerona, de hacia 1020, con la de Frómista (iniciada en1066), nos puede dar idea del cambio. Y en nuestro territorio, el exclusivo componente vegetal de los capiteles de Santa María de Lebeña (mozárabe de mediados del siglo X), con la abundante y resuelta iconografía de los de Silió.
El escultor pasa, a partir del siglo XI, en relación con la figura humana, a ser un personaje indispensable en la construcción de los templos. Monasterios y catedrales acuden a estos maestros del relieve para hacer visibles ante los fieles los misterios de la fe, con la ejecución de escenas, historias o leyendas, que, casi siempre, se apoyan en lo sagrado. Aunque también pueden esculpirse motivos más humanos y temas de muy difícil o imposible interpretación.
Siguiendo la clasificación que se hizo en El Románico en Santander, en 1979, que aún está plenamente vigente, pero intensificando los análisis en esta nueva revisión para esta Enciclopedia, cuando nos toca realizar el estudio de la decoración románica en Cantabria, hemos de señalar que, en este sentido, estos monumentos no se despegan de esta profusión de motivos, formas y temas, en general, que pueden caracterizar a todo el estilo románico; de manera que es difícil hallar una peculiaridad propia en lo cántabro. Ya hemos insistido que este estilo medieval tiene una fácil diferenciación, pero también un gran empeño en crear modelos pro pios, y que es, por esto, por lo que es difícil señalar influjos y vínculos entre unos y otros. Algunos pueden hallarse, si se consigue descubrir las líneas personales de un autor o taller, pero la mayoría de las veces nos es arduo señalar la posible y casi segura participación, en un solo monumento, de varios canteros o escultores. En las decoraciones, por ejemplo, de impostas y cimacios, con motivos vegetales o geométricos, que deben repetir un motivo, es el primero de estos el que puede inventarse el maestro, dejando la labor de copia a sus ayudantes.
La variación de modelos decorativos es consustancial al románico, y en su perfección, el tallista pone en juego su maestría y su imaginación. Si a esto añadimos la obligatoriedad de labrar con figuraciones diversas, capiteles, frisos, cornisas, pilas, puertas, metopas, etc., resulta que el trabajo en una iglesia románica queda encomendado en su mayor parte a los talleres cinceladores.
Para lo que podemos llamar, en general, temas decorativos en el románico, existen muchos estudios sobre estas materias de J. Baltusaitris, F. y E. Pernoud y M. Davy, Jalabert, Z. Swiechowksy, K. Kunstle, E. B. Smith, E. Male, L. Breher, G. Millet; y para los simbolistas: Ch. Auber, E. Cassirer, M. M. Davy, Haig, A. H, Collins, Pinedo, Dom. Ramiro, L. Reau, etc. (todos citados en la bibliografía general del tomo III de esta enciclopedia, dedicado a Cantabria).

4.1. Decoración y temas decorativos
En nuestra ordenación para la decoración románica en Cantabria, podemos hacer las siguientes diversificaciones:
4.1.1. Decoraciones de tipo vegetal.
4.1.2. Decoraciones con motivos geométricos
4.1.3. Decoraciones de animales.
4.1.4. Figuras animales, primordialmente, combinadas con otras humanas.
4.1.5. Temas iconográficos (Antiguo y Nuevo Testamento, Iconografía de Santos, Diversas escenas de tipo religioso y Escenas profanas) 

4.1.1 Decoración de tipo vegetal
Esta decoración, de tipo vegetal sólo, suele darse en Cantabria para el relleno de ábacos, cimacios e impostas, sobre todo; y en algún caso puede acompañar a toda la cesta del capitel (caso de alguno de los de la puerta occidental de Piasca, o de una de las arquivoltas de esta misma puerta, tan sólo con acantos de punta vuelta). En general, los motivos vegetales pueden diferenciarse en “hojas” y “frutos”, derivando las primeras, sobre todo, del viejo motivo del acanto, de forma natural o esquematizada, y de la palma. Los frutos más utilizados son la man zana o bola que uniéndose al acanto estilizado acaba en un tipo que conocemos de “bola con caperuza”, muy insistentemente utilizado en los monumentos todos del arte románico. Menos frecuente es la piña, pero ambas, bolas y piñas, suelen darse en nuestro románico; sobre todo en capiteles viejos de las iglesias que suponemos de finales del XI y principios del XII. Así, en su doble característica de bolas y piñas, las vemos en Bárcena de Pie de Concha (capitel del arco triunfal; Castañeda (en varios sitios); Cervatos (capitel de ventana), Santa María y Argomilla de Cayón, Silió, Santillana del Mar, etc. Como este tipo decorativo predomina también en Jaca, Frómista, San Isidoro de León, a nuestras iglesias las vemos muy incluidas en las de peregrinación. Lo mismo podemos decir en lo que se refiere a los “pitones”, también característicos de esta corriente arquitectónica. Si bien, no con la fuerza pronunciada de ellos, aparecen quizá en fase evolutiva, sobre todo en Castañeda (ventanas exteriores, capitel arquería y ventana interior) y en Maliaño.
Dintel, con motivos vegetales, de San Pedro de Cervatos 

A veces es difícil señalar el tipo de hoja que los canteros románicos quieren representar, pues las de palma, más o menos claras, las encontramos en Argomilla de Cayón, San Martín de Elines (con diversas palmas circulares), Silió, etc. En las iglesias de finales del XII, existen unas hojas alargadas, con bordes dentados, que tienden a enrollarse, formando el repetido “molinillo”, característico de los talleres de Aguilar de Campoo y en correspondencia cronológica con los de San Vicente de Ávila, en cuya puerta occidental llenan una de las arquivoltas. Estos molinillos suelen tener una aplicación manifiesta del trépano.
El zarcillo de la vid, o el ramojo que serpentea encerrando arriba y abajo una flor, son muy utilizados sobre todo en los cimacios e impostas, a veces vomitados por bocas de animal, como vemos en Argomilla de Cayón, capiteles del claustro de Santillana, y en otras iglesias: Villa nueva de la Nía, Bolmir, Silió, Santillana, Piasca, etc. En general, estas decoraciones son trata das de forma plana, poco destacada, en las iglesias más antiguas, y en alto volumen, incluso con profundos calados, en aquellas de avanzada cronología. Algo parece notarse en cimacios e impostas en este sentido, ya que se ve más utilizada la escultura a bisel por los canteros del XI y principios del XII, y la de bulto en aquellos más evolucionados.

4.1.2. Decoraciones con motivos geométricos
Aunque los motivos puramente geométricos son repeticiones de las formas clásicas de la geometría: triángulo, cuadrado, rombo, etc., formando hileras (de rombos, en Santa María de Cayón, Santillana del Mar, Santa María de Hoyos, Acereda, Yermo, Polanco, Aldea de Ebro, Barruelo de los Carabeos, etc., sobre todo para decorar cornisas) o triángulos (Barruelo de los Carabeos, San Martín de Hoyos, Castañeda, etc., en capiteles, basas y arquivoltas); círculos o semicírculos (Santa María de Hoyos, San Andrés de Ríoseco, Escalante, etc.).
Un motivo geométrico muy repetido en nuestro románico viejo es la colocación, en las cestas de muchos capiteles, de espirales planas que se entrecruzan unas a otras, formando hasta cinco pisos. Van surcadas de líneas paralelas del tipo “achurrado”. Destacan en esto, las iglesias de Santillana del Mar y Cervatos; Bolmir, Aldueso, Sobrelapeña, Villacantid (muy transformadas), Retortillo (esque matizadas), San Román de Escalante (también muy diferenciadas). De las iglesias que creemos antiguas no las tienen ni Castañeda, ni San Martín de Elines, ni las dos próximas a Castañeda, Santa María y Argomilla de Cayón. Si creemos que estas espirales, entrecruzadas en las cestas, son propias de un cantero o un taller, podemos suponer ciertas relaciones fuertes y una cronología similar entre Cervatos y Santillana, en su interior, pues el claustro de esta última, por tener una cronología mucho más avanzada, como Yermo y Bareyo, es natural que no proporcione capiteles de este tipo. Esta corriente artística, de espirales entrecruzadas en las cestas de sus capiteles, la creo bastante peculiar en el románico cántabro, aunque maestros que trabajaron en Cer vatos, al menos, lo hacen también en la cabecera de Santa Eufemia de Cozuelos (Palencia) donde dejan en sus capiteles las huellas indudables de sus mismas manos; así de estos maestros–o taller– parece San Vicente de Becerril, también en Palencia. En Burgos, las consabidas espirales planas, surcadas de líneas y entrecruzadas unas con otras, en varias alturas, las hallamos también en la alta cuenca del Ebro: en Ayoluengo, Bercedo, Crespos, etc. José Manuel Rodríguez Montañés las denomina “hojas nervadas entrecruzadas de puntas avolutadas”.
Motivos decorativos solo geométricos son también los “billetes, tacos, ajedrezado o escaqueado”, tan propios de todo el estilo románico, que casi siempre, sin pocas excepciones, suele acompañarle. En Cantabria lo hallamos utilizado en impostas o cimacios estrechos, colocando dos o tres filas de billetes (chambrana de ventanas en Silió, cornisa de San Juan de Raicedo, por ejemplo) o con diez hiladas que pueden llegar a llenar todo un bocelón, en San Andrés de Río seco. Las iglesias que parecen más antiguas (finales del XI, principios del XII) usan el ajedrezado con mayor profusión (las más directamente influidas por el románico dinástico, como Jaca, Frómista, San Isidoro, etc.) Y parece disminuir su uso, aunque no desaparece, naturalmente, cuando el XII va ya declinando. Esto es lo que, al menos, sucede en Cantabria, pues en el claustro de Santillana no existe ni un cimacio, en sus capiteles, que lleve escaqueado. La carrera decorativa de cimacios e impostas va de unos temas bastante simples y nada confusos, de poco resalte, como suelen ser los de las viejas iglesias (Santillana), a una exaltación barroca (Piasca) de grueso relieve en bulto y contraste, con un fondo muchas veces calado, para acabar tan sólo en cimacios moldurados (claustro de Santillana) lisos y sin decoración alguna.
Decoraciones geométricas (dientes de sierra y ajedrezado) en el interior del ábside de Santa María de Piasca 

Otro motivo sólo geométrico, bastante repetido, pero no tanto como el anterior es el llamado panel de abeja, o dibujo de cuadrillado con rombos o cuadrados vaciados que producen un continuo contraste de luz y sombra. Lo vemos en cornisas de Piasca, en la tapadera del sepulcro número ocho de San Martín de Elines, iglesia de Mata de Hoz, etc.

4.1.3. Decoraciones de animales.
Los animales, tanto los reales como los fantásticos, forman parte del potencial decorativo del arte románico y esto de acuerdo con una sociedad, sobre todo en lo popular, admisora de la existencia de seres irreales e inclinada a simbolismos a veces contradictorios, según la sabiduría tradicional.
En Cantabria son bastante reproducidas las aves, sobre todo las “águilas” cuya simbología es enormemente diversa, pues pueden encerrar en sí tanto el espíritu del bien –incluso encarnado en el hálito divino–, como las potencias infernales.
Suelen colocarse, generalmente en número de dos, en las esquinas de la cesta del capitel, en muchas iglesias de la región: en una ventana de Bolmir, un capitel exterior del ábside de Castañeda y en otro del crucero; en Cervatos, en San Juan de Raicedo y otros monumentos de la región, sobre todo en los de crono logía vieja. La simbología del águila es, al parecer, de renovación, recogiendo el salmo de David que dice “se renovará tu juventud como la del águila”, y que los Bestiarios de la época explican como la regeneración por el bautismo; otras veces puede interpretarse como símbolo de Cristo, en la Ascensión, por tener el águila un vuelo dirigido al sol… Otras veces son frases recogidas de Ezequiel o Job sobre las cualidades del águila… Sin embargo, en esa dualidad de los animales, el águila para San Gregorio designa “tanto los malos espíritus como a la sutil inteligencia de los santos”.
Otros tipos de aves son, en Cantabria, difícilmente reconocibles. Suelen representarse en parejas, simétricamente enfrentadas, de cara o de espaldas, picándose a sí mismos, o picando fruta, bebiendo o comiendo de una vasija que les separa, o simplemente en disposición geminada como simple adorno.
Pueden ser perdices, tórtolas, palomas, gaviotas, gallináceas que, en ocasiones, pueden ir en series sobre otros motivos de los capiteles o en los ábacos de estos; pue den figurar solas en el capitel o bordeadas de decoraciones vegetales.
De estas distintas maneras las vemos en Santa María de Cayón (columna y ventana exterior del ábside, algún canecillo); Castañeda (en un capitel del ábside, águilas esquinadas); San Martín de Quevedo (¿gaviotas que comen peces?); Ríoseco (capitel izquierdo de ventana interior del ábside, enfrentadas); Santillana (capiteles 39, 42, 49, 46, 52, 62…). En Santillana casi todas son parejas enfrentadas que se pican a sí mismas, por lo que creemos se trate de pelícanos. Todos aparecen en los capiteles interiores de la iglesia y nunca en los del claustro. Un águila o cigüeña aparece varias veces representada en canecillo, de frente, con la cabeza y el cuello bajos, en actitud de comerse a una culebra que se le enrosca en el pico: así la vemos en un modillón de Santa María de Las Henestrosas de las Quintanillas (Valdeolea), y en Piasca, en el canecillo siete del ábside central, en semejante postura. Creemos que estos animales zancudos son cigüeñas, y no grullas porque los bestiarios dan a las cigüeñas como enemigas de las culebras.
Entre los animales imaginarios que, con el mismo interés que los reales, recoge la escultura y la pintura románicas, en Cantabria aparecen muchas veces repetidos casi todos los que suele utilizar el estilo. Así vemos a la “arpía” y a la “sirena”, con cabezas de mujer –raras de hombre– que con cuerpo de ave o cola de pez, son símbolos de la tentación y de la lujuria. Sirena aparece en un canecillo de Piasca alzándose su cola bífida con las manos, en el ábside central. Y en el mismo Piasca, en el crucero (tramo norte), en otro canecillo, hay una arpía cubierta de gorro frigio y otra muy parecida en el modillón del ábside central. En Castañeda, en la nave añadida a finales del XII, hay un capitel de arpías del tipo de los maestros del norte palentino. Apoyadas con sus patas delanteras, cruzan sus colas, abren sus alas y enfrentan sus rostros; la de la izquierda lleva cabellera larga que cubre su cuello, y la de la derecha oculta su cabello bajo una corta toca. Las sirenas son muy repetidas en canecillos de las iglesias viejas. Las ar pías suelen darse mucho más en las fábricas románicas de los años finales del XII o comienzos del XIII. Muy de rústicas formas, aparece la sirena en un capitel de Sobrepenilla (Valderredible), abriendo sus piernas en alto.
La figura del glouton, cabeza de animal carnicero que engulle o vomita un fuste de columna, tema muy repetido en el románico avanzado, se da muy escasamente en nuestro románico. Muy claro, y muy típico, lo vemos en el añadido norte de Castañeda, es decir, de época muy de finales del XII, encajado perfectamente en el hacer de los maestros que trabajaron en Aguilar de Campoo o San Andrés de Arroyo, y sobre todo en aquel Juan de Piasca que realiza el pórtico de Rebolledo de la Torre (Burgos). Tanto el de Castañeda como el de Rebolledo son cabezas brutales un tanto humanizadas. En Piasca, con un aire idéntico, se repite en los fustes centrales de la hornacina o friso escultórico que está sobre la puerta occidental de la iglesia, separando el nicho central de los laterales, ocupados estos por las esculturas de los apóstoles San Pedro y San Pablo. Y creo que no hay más gloutons en nuestro románico.
Algunos capiteles de nuestras iglesias utilizan la decoración de sus cestas, con una “super posición de animales”, generalmente leones, que parecen seguir a los que se dan en Frómista.
Santa María de Cayón. Capitel de las aves que pican una poma, y cimacio de rombos tangentes 

Para Cantabria la iglesia más representativa de ello es la de Cervatos, que, en su gran capitel de la ménsula derecha que sostiene el arco fajón del ábside, labra un juego de leones afronta dos y unos sobre otros, que, seguramente del mismo taller, se ven en el ábside de Santa Eufemia de Cozuelos (Palencia) y que nos aseguran una parecida cronología de principios del XII. La superposición de animales diversos la hallamos en Argomilla de Cayón (aves sobre leones) y en Castañeda.
Más frecuentes son los animales situados en posición simétrica, entre los que podemos encontrar las siguientes variaciones:
Animales que se vuelven hacia dentro o hacia fuera. Los vemos en la puerta de Aldueso, puerta oeste de Castañeda, puerta de Cervatos, arquería de Silió y un largo etcétera.
·       Animales afrontados con dos cuerpos y una sola cabeza. Existen en Argomilla de Cayón, Bareyo, Bolmir, Castañeda, Santillana, etc.
·       Animales con cabeza independiente pero que las juntan. También muy repetidos.
·       Animales que cruzan sus cuellos y cabezas mordiéndose o picándose. Es el tipo de combate de fieras (monstruos, leones) o aves. También muy reproducidos en Santillana, Castañeda, Argomilla… En San Miguel de Olea (ocas o perdices, y asnos), etc.
·       Animales simétricos con las cabezas bajas y separadas, paciendo o bebiendo. Íñiguez Almech supone que representan, según el hacide de Taborí, “almas transformadas en animales obligados a pacer”. Los vemos en Argomilla, Castañeda, etc., con paralelos en el románico de Alsacia, en Sélestat.
·       Animales afrontados del tipo guardianes: los vemos en el tímpano de Retortillo, puerta del muro sur. Son aquí león y grifo, pero sin duda equivalen a los leones apareados que guardan las puertas de la entrada al templo en varias iglesias aragonesas (Jaca, Santa Cruz de la Serós) o en las pilas bautismales… En algunos casos son ángeles portadores de la cruz (San Pedro el Viejo de Huesca) y en otros, leones también vigilantes del emblema sagrado. Aquí, en Retortillo, combinan ángeles con cruz y animales con cruz entre las patas.

Son bastante característicos de las iglesias de mediados del XI y principios del XII, los llamados monos acurrucados y las representaciones simiescas o humanoides. En el primer caso, y posiblemente siguiendo a Frómista (1066), y en su ventana del ábside del evangelio, que le coloca en postura de cuclillas, vemos que Silió, en Iguña, también el cuarto capitel exterior del ábside, hace lo mismo con otros tres simios de boca abierta. También, con un aspecto de homínido y gesto menos suave, lo vemos en el capitel número dieciséis de la nave de Santillana, esta vez sujeto por la cabeza con una cuerda por personaje que le sigue andando. Fuera, pero cerca de los límites de Cantabria actual, existen monos acurrucados en Becerril del Carpio, cerca de Mave (Aguilar de Campoo).
En Santillana, pues, parece que se trata del mono encadenado o prisionero que, como el que lleva consigo Santa Juliana, es la figura del diablo.
Según Swiechowksy, la figura del mono tiene siempre un sentido peyorativo, “corresponde perfectamente –dice– a las concepciones de la Edad Media. Hugo de San Víctor (m. 1141), que sigue una tradición más antigua iniciada por los Padres de la Iglesia, en su tratado De Bestiis, después de haber descrito las costumbres de los monos, dice que el diablo tiene la figura del mono”, y Champeaux y Sterckx, por su parte, creen que “el hombre degradado rea parece bajo el aspecto de un mono; una primera caída le figura a cuatro patas, pero ello no es suficiente, se le añade a menudo un rostro, a todo el cuerpo simiesco; lo trágico alcanza su mayor grado cuando el escultor lo representa encadenado”.

4.1.4. Figuras animales, primordialmente, combinadas con otras humanas
Si bien estamos haciendo una clasificación de temas en vegetales, animales y humanos, multitud de veces se da la combinación de dos de ellos, e incluso de los tres. En este apartado incluimos aquellos capiteles que reúnen figuras animales como motivo principal y protagonista de la historia narrada o simbolizada, y otras humanas que parecen más secundarias en importancia. No deja de ser frecuente la representación de animales enfrentados tête a tête, de tamaño relativamente grande, detrás de los cuales, o sobre cuyos lomos, aparecen personajes humanos más pequeños. Con una interpretación difícil, lo vemos en un capitel de la puerta de Argomilla de Cayón, en otro capitel de la arquería del ábside de Cervatos, en Maliaño, etc. Pudieran, como en San Benoit sur Loire, representar fieles que triunfan del demonio por las plegarias (¿?). En Cervatos, también, estas imágenes humanas aparecen tan sólo representadas por cabezas que se colocan por encima de los lomos de los animales. Las imaginaciones actuales pueden volar libremente buscando simbolismos.
Otra variación interesante, muy repetida en el románico, y que en algún caso encontramos en el montañés, son los animales devoradores de hombres, el llamado monstruo andrófago, que en diversas actitudes se hace tema casi normal en la decoración de las iglesias. “El león es concebido a la vez como símbolo del animal que devora, que hace desaparecer, y como un símbolo que confiere a su víctima devorada algo de su propia potencia vital, realizando en ella una verdadera metamorfosis al pasar a través de la muerte”.
Leones andrófagos de la pila bautismal de Bareyo 

En la pila de Bareyo, en el soporte de la cuba, se idean dos leones o monstruos que están en trance de devorar a un cuerpo humano. Los leones andrófagos de Bareyo representan, pues, bajo la pila bautismal, un principio de “regeneración” (¿?). El bautismo como triunfador de la muerte espiritual del hombre, que todavía no ha entrado en la iglesia de Cristo. El bautismo que es resurrección, se alza sobre la muerte, que para el alma significa la separación de la iglesia. En un capitel del arco triunfal de Silió otra cabeza monstruosa engulle a un cuerpo desnudo. Es posible que también en ciertos casos el monstruo andrófago tenga un simbolismo infernal. Los paralelos que podríamos presentar son abundantes.
Citemos sólo como ejemplos las representaciones de Sauvingny, Grandson, etc. Y en San Martín de Elines, dos leones de uno de los capiteles de los grandes pilares, engullen a dos infantes desnudos, presentándonos un buen ejemplo para dar pie a muchas imaginaciones simbólicas que pueden resultar contradictorias, y que, según nosotros creemos, dificultan muy sensiblemente el valor científico de tales interpretaciones.

4.1.5. Temas iconográficos
El artista románico, escultor o pintor, no solamente pretende decorar o animar la vista, sino que esta decoración puede ser aplicada a verificar un relato, una presentación de un suceso; la mayor parte de las veces de carácter religioso, episodios narrados en los libros sagrados, muy fundamentalmente, pero también sacados de historias o leyendas de santos, cuyas reliquias habían llevado a la edificación de iglesias u oratorios. Si la decoración, como complemento del edificio, pudo ser una característica distintiva del románico, ello es posible, tal vez, porque el monacato cluniaciense siempre debió de ser partidario del culto al icono, y esta con formidad debió de acentuarse por la influencia del monje Hildebrando, en esos mediados años del siglo XII y que, seguramente, se acentuó cuando fue elegido Papa en 1073. Hubo pues un verdadero despertar en estos momentos en Europa, del uso de la iconografía en los templos, una marcada insistencia en que a la arquitectura, y formando parte sustancial de ella, acompañase la escultura y la pintura. En Cantabria lo prerrománico conservado: Santa María de Lebeña o San Román de Moroso, no había utilizado más que lo decorativo geométrico y vegetal. Ni una sola figura humana o animal se esculpió en estos templos. Sin embargo, ahora, con pocos años de diferencia, en estos años mediados del XI, con una prolongación indecisa (La Serna, Pesquera, que hay cronología románica pero no se conserva iconografía humana), llegamos a la segunda mitad del citado siglo y los primeros años del XII, en donde lo que se construye se llena prácticamente de temática en donde el hombre y el animal van a ser protagonistas; claro que, siempre en relación con los misterios y las manifestaciones de la religiosidad, y con expresiones simbólicas que recogían proposiciones comparativas sugeridas por los Padres de la Iglesia, y que, luego, muy posiblemente, copiaban, sin acaso entenderlas, los artistas con tratados.

4.1.5.1. Temas recogidos del Antiguo Testamento
En Cantabria, podemos decir, que los temas preferidos son cuatro: Adán y Eva, Daniel entre los leones, Sansón o David desquijarando al león y el sacrificio de Isaac. Posiblemente, alguna representación de algún tema bíblico pueda estar contenida en algunos capiteles de Silió, que han sufrido irreparables destrozos, y permanecen inasequibles a nuestra interpretación. Los temas descifrados son escenas que el románico viejo, pero ya pleno, no dejaba, por lo general, de recoger, pues tanto en Francia como en España (tomemos como ejemplo Moissac y Frómista, en el tema del Paraíso) son utilizados con preferencia a otros. El “tema de Adán y Eva” es viejísimo y repetidísimo en el románico77, y viene de antiguo, pues se ve ya en un sarcófago del siglo VI en Puillé (Vienne) (SALIN, E., La civilissation mérovingienne, Quatrime Partie, París, 1959, p. 414).
Las iglesias románicas de Cantabria en donde se ha esculpido este tema son Bareyo, Cervatos, Ríoseco y Santillana. En Bareyo aparece en un capitel de la arquería superior del interior del ábside. Adán y Eva, como es normal, figuran desnudos, uno a cada lado del árbol donde se enrosca la serpiente. Da la sensación de estar sentados. Se cubren púdicamente con sus manos y Eva tiene junto a su oído la cabeza del ofidio que le susurra la tentación. No parece verse la manzana, aunque su postura puede indicar que ya han pecado.
En Cervatos aparecen de pie, también a ambos lados del árbol. En una placa situada en lo bajo de la enjuta izquierda de la puerta. El árbol, y la serpiente a él enroscada, centran la escena que está realizada muy rústicamente y en una piedra muy erosionada. Eva está recogiendo con la mano derecha el fruto que le ofrece la serpiente. Tanto ella como Adán, cubren vergonzosamente los sexos.
En Ríoseco, iglesia que se encuentra en la cuenca del Besaya, en el capitel derecho de la ventana interior del ábside, de nuevo encontramos a nuestros primeros padres. Esta vez, no se si porque alguno segó la figura de Adán, tan sólo se ve a Eva. Está la mujer sentada a la izquierda del árbol (según el espectador) y ocupa el lateral izquierdo del capitel. El manzano marca el esquinal e inclina tronco y ramaje hacia Eva, que con la mano derecha aprieta la manzana que la serpiente le ofrece. Otra manzana, en lo alto y otra parte del ramaje ocupan el lateral derecho, donde la figura de Adán ya no está. Eva aparece, como siempre, desnuda, con la cabeza de frente y el cuerpo de perfil.
Capitel 26 de la Colegiata de Santillana: Adán y Eva, la tentación de la serpiente 

Por último, en Santillana, en la nave, en el capitel 26, y desde luego en su mejor interpretación, volvemos a encontrar el tema. Es un bello capitel en cuyo frente de la cesta se desenvuelve la escena bíblica. El árbol, en el mismo centro, con sus raíces apoyando en el collarino. Eva, con sus pechos bien esculpidos, queda a la derecha, de pie y casi de frente. Con su mano derecha, doblando el brazo, sujeta la manzana. La izquierda la lleva al sexo, de donde sale la cola de la serpiente que acaba de terminar su triple enroscamiento en el tronco, fuerte y bien cilíndrico, como un fuste, que se abre en lo alto en dos ramas que forman una especie de cuenco donde queda encerrada otra manzana. Adán, a la izquierda, está también de pie, desnudo, y un poco asustado recibe, como de improviso, una nueva manzana que el ofidio lleva en la boca y se la acerca, estirando la rama, al rostro del primer hombre. Las ramas en donde cuelgan las manzanas, la de Eva y la de Adán, forman con el tronco del frutal una especie de áncora que da al conjunto una buscada simetría, que se acentúa con las dos espléndidas volutas con las que termina el capitel. Los laterales del capitel llevan: el izquierdo un personaje de pie, con la cabeza un poco inclinada, que sostiene de frente, con ambas manos, un azadillo, como símbolo, quizá, de la condena al trabajo. El lateral derecho esculpe una figura femenina, también de pie y de frente, con toca, saya y manto, que con la mano derecha hace el signo de bendición. A su izquierda aparece una cabeza aislada, igualmente de frente, sobre la que posa sus patas delanteras un rostro de león. Desde luego, se nos escapa el simbolismo de este grupo lateral acompañando a Adán y Eva. Nunca en nuestro románico, aparece la expulsión del Paraíso. En la torre de la colegiata de Santa Cruz de Castañeda, en el capitel del ventanal ajimezado del muro oeste, de difícil contemplación, vuelve a repetirse la escena de Adán y Eva, esta vez parecen sentados, teniendo a la derecha el árbol con la serpiente tentadora.
El tema de Daniel entre los leones es otro tema bastante repetido en el románico cántabro, quizás en mayor número que la representación de Adán y Eva. Dentro de las iglesias que nos parecen más viejas, está Santillana, pero sin embargo se desarrolla toda ella en una cara frontal de uno de los capiteles del claustro que, a nuestro parecer, son más modernos que los de la iglesia. La escena es típica y muy acabada del suceso bíblico. Daniel en el centro de la cesta y vestido de un manto tipo paenula, aljuba y saya, tiene postura de oración, con las manos en alto que saca por debajo del manto. A cada lado aparece un ángel que, con sus alas bien abiertas, parecen protegerlo. A sus pies, viniendo de los costados, se tallan dos espléndidos leones que lamen sus pies. Es este capitel –que se repetirá en su asunto en la pila bautismal, colo cada hoy debajo de la torre– uno de los que más claramente aluden al sometimiento de las fie ras. Aunque tratado el grupo con más desinterés y descuido que en el capitel, creemos que ambos son de manos de canteros que labraron la iconografía del claustro. Este motivo de Daniel, se junta a veces, lo que no es nuestro caso, con el de Adán y Eva, como vemos, por ejemplo, en Saint-Gabriel (Bouches-du-Rhône).
En Cervatos, y en las arquerías del muro norte de la torre, podemos distinguir un capitel muy desgastado con Daniel entre los leones. Y en San Juan de Raicedo, en la metopa central sobre la puerta norte de la iglesia, se ve, en sillar muy erosionado, un relieve bastante plano con la figuración de un personaje muy tosco que alza los brazos, mientras dos leones rampantes se abrazan a su cuerpo. Se ha pensado se tratase de Daniel, pero con una composición distinta que sigue las formas del viejo tema de Gilgamesh de Uruk. También en la citada iglesia de Río seco, y en el arco triunfal, los dos capiteles llevan: uno, Daniel entre los leones, y el otro, San són y el león. El de Daniel aparece en postura muy similar a los de Santillana: en el centro de la cesta, vestido con capa fibulada y echada sobre los hombros y debajo saya; se ven sus pies desnudos sobre el collarino que son lamidos por sendos leones que se inclinan a sus pies. Daniel junta sus manos sobre el pecho en actitud de oración. En Aldea de Ebro (Valderredible), en la iglesia de San Juan, volvemos a encontrar el tema en el capitel derecho de la pequeña iglesia de finales del XII o comienzos del XIII. La ordenación de las figuras, aunque muy ruralizadas, es parecida a las señaladas, aunque los leones, que más parecen dos corderos, no llegan a tocar los pies del profeta. El tema de Daniel en el foso de los leones es muy antiguo, ya desde el siglo IV, y la escultura románica lo trató con profusión. Tampoco se olvida de él el escultor o taller de San Martín de Elines que nos le deja, groseramente tallado, en uno de los capiteles del falso transepto, en unión de Sansón sobre el león.
Muy repetido también es el tema de Sansón desquijarando al león. El juez israelita, montando sobre la grupa del león, extiende sus manos hacia las mandíbulas para, con su fuerza, abrirlas hasta producirle la muerte. El tema es tan repetido en todo el románico europeo como lo ha sido el de Daniel. En Cantabria lo vemos en Ríoseco en un capitel, como apuntamos, enfrentado en el arco triunfal, al de Daniel. No es, sin embargo, muy repetido en Cantabria.
Creemos que tan solo aparece, además de Ríoseco, en otros capiteles, uno en el exterior del ábside de Santa María la Mayor de Villacantid, en compañía de un tema también muy usado por el románico: la lucha de caballeros con mediadora, la Tregua Dei. Otra iglesia es Santillana, en un capitel del claustro, el 7, y en compañía también del guerrero triunfante recibido por su dama en el ángulo oeste-sur; el Sansón que monta a un león parece haberse transformado en David, ya que lleva sobre la cabeza una bien marcada corona. Recogería el momento bíblico en el que David replica a Saúl (cap. XVII, 34-35): “Apacentaba tu siervo el rebaño de su padre, y venía un león o un oso, y apresaba un carnero de en medio de la manada. Y corría yo tras ellos y los mataba, y les quitaba la presa de entre los dientes, y al volverse ellos contra mí, los agarraba yo de las quijadas y los ahogaba y mataba”. En dos de los enormes capiteles de San Martín de Elines, vuelve a darse el tema de Sansón sobre el león, pero en uno de ellos no se ve muy bien el acto de desquijarar a la fiera. En el otro, como acabamos de apuntar, el animal pone su pata delantera sobre cabeza humana cortada, cosa que no suele darse en esta composición.
El sacrificio de Isaac sólo aparece dos veces en el románico montañés. En la iglesia de Bareyo, no en un capitel, sino en dos relieves del interior. Al menos eso queremos pensar que representa el dúo de personajes sentados e incrustados en el muro, y pido perdón, por mi osada interpretación. El de la derecha está coronado y sostiene un largo cuchillo en su mano derecha que apoya sobre el pecho; con la mano izquierda sujeta el brazo del otro personaje, también sentado, más joven, que tiene sus manos sobre las rodillas. Otro relieve cercano, del mismo tamaño, representa un ángel sentado, igualmente, que mantiene un libro entre sus manos. Todo ello podría ser la síntesis del tema de Isaac, tal como en la propia iglesia los mismos canteros supieron separar los elementos tradicionales que formaban la escena de las Marías ante el sepulcro.
En Piasca, en el capitel de una columna doble del ábside principal (exterior), la iglesia nos va a ofrecer –esta vez con más claridad– el consabido tema bíblico. El ángel, a la izquierda, detrás del carnero, presenta éste al patriarca Abraham y le sujeta el cuchillo con el que el contristado padre del pueblo hebreo se dispone a sacrificar a su hijo Isaac, que aparece, en el lateral derecho del capitel, asumiendo, con rostro sacrificado, su muerte.

4.1.5.2. Temas recogidos del Nuevo Testamento
Son estos temas, sacados de los Evangelios –auténticos y apócrifos–, los que más son recogidos por nuestros escultores. Casi todos tienen iconografías muy petrificadas que hacen mucho más fácil su interpretación. La escena de la Adoración de los Magos (Epifanía), es, posiblemente, una de las más repetidas y más invariables iconografías, no solamente en Cantabria sino en Castilla y Europa. Hay ejemplares muy destacados, entre miles, en Santa María de Carrión, Saint Bertrand de Commingges, Bourges, Moissac, Frómista… Las nuestras de Cantabria son, a pesar de la semejanza ordenadora, muy distintas en estilo, y con ciertas variaciones notables. Una de las más monumentales, y también más viejas es la de San Martín de Elines, que se desenvuelve, acompañada de la matanza de los Inocentes, en un espectacular capitel gigante de uno de los pilares de la iglesia vallina. Es este capitel el más interesante y bello de la iglesia, tallado en un excepcional tambor casi completamente circular. Son figuras de un acentuado canon corto, realizadas, sin embargo, con gran conocimiento de las formas y un cierto ingenuismo de gran fuerza expresiva, que trasluce una maestría indudable en su ejecutor.
El esquema compositivo es el mismo que, tradicionalmente, desde antes del románico, repitió la iconografía cristiana: la Virgen sentada, a la derecha, con el Niño en sus rodillas que hace el gesto conocido de la bendición. A la izquierda, los tres reyes, coronados; los dos primeros en respetuosa genuflexión y el tercero de pie. Como rareza, al cotejar el tema con los más repetidos, está la no aparición de los caballos ni de la figura angustiada y “pensierosa” de San José. Al maestro cantero no llegamos a conectarle con otras obras próximas que pudieran delatarle como operante, durante años, en la comarca.
La otra adoración, en parangón –por su bien hacer– a la anterior, es la que se desarrolla en un capitel doble del presbiterio interior de Piasca. Pienso que es una de las Epifanías más bellas del románico español y además muy completa y de acuerdo con la iconografía tradicional, pues en ella aparecen todos los protagonistas del evento: la Virgen en el centro, con el Niño sentado de perfil en sus rodillas y atendiendo al trío real, que se labra a la derecha, y que se completa con los prótomos de los tres caballos colocados, muy originalmente, unos sobre otros. A la derecha de la Virgen, la imagen sedente de San José, apoyado en su acostumbrado bastón en “tau”. En el lateral izquierdo del capitel, la Epifanía se completa con una escena procesional con cruz alzada. La factura de la Adoración de los Reyes de Piasca es, a mi parecer, bastantes años posterior a la de Elines y hay que encajarla en el mundo románico de finales del XII, hechura del maestro Covaterio, uno de los que formaban parte de los que trabajaban, por esa década de los setenta del siglo XII, en la decoración escultórica del monasterio de Santa María la Real de Aguilar de Campoo o del cisterciense de San Andrés de Arroyo.
Con menor interés, citaremos también las Epifanías que se labraron en los capiteles de Santa María de Yermo, en el Besaya, y de La Fuente en Lamasón, aunque, ciertamente, sean obra más tosca y popular. La primera, la de Santa María de Yermo, llena el capitel derecho del arco triunfal. De izquierda a derecha, en la cesta aparece una figura envuelta en una capa, que adelanta sus dos brazos con extendidas manos, como para mostrar al espectador lo que a continuación aparece: la Virgen sedente, con el Niño sentado en sus rodillas, bendiciendo, ambos de frente. A continuación y doblando hacia el lateral derecho, los tres reyes a caballo. Los animales, de perfil y ellos de frente. Los dos primeros reyes no muestran más que la cabeza y busto. Al tercero se le ve sentado en su caballo, con saya plegada y apoyando el pie izquierdo en el estribo. El primer personaje, inclinado un poco aparatosamente y exaltado quizá aumentando su grosor, puede ser un profeta que anuncia el acontecimiento. El que está de pie, a la izquierda de la Virgen, no puede ser más que San José. La verdad es que la des cuidada manera de esculpir no permite recoger detalles. La Epifanía de La Fuente, recoge, de manera más desmañada, la de Piasca, ya que los caballos son colocados con sus cabezas superpuestas.
El siguiente tema que históricamente pudiera seguir al de Los Magos, es el de la Matanza de los Inocentes, que en Elines, como hemos visto, se talló en el mismo capitel. En Cantabria, tan sólo vemos recogido este tema en dos iglesias, la de San Román de Escalante y en San Mar tín de Elines. En esta iglesia de Valderredible, forma un conjunto de figuras sumamente interesantes y trabajadas por el mismo maestro que labró la Epifanía, lo que ya asegura su calidad y, sobre todo, su originalidad dentro de la iconología en Cantabria. Las actitudes de los soldados decapitando inocentes; la de Herodes dirigiendo de pie y de frente, con su corona y su lanza, la degollina; así como las lamentaciones y la oposición de las madres, son representaciones que cautivan por su mismo candor e ingenuidad, y que descubren, aún bajo el barniz de lo “naif”, la maestría y el instinto de un buen escultor. La otra Matanza, es la que se colocó en San Román de Escalante, en otro capitel que pesa sobre el fuste-estatua de la derecha del presbiterio. En el lateral izquierdo aparecen dos soldados con sus cotas de malla. En las manos derechas sostienen las grandes espadas, y en la izquierda muestran las cabezas cortadas de los infantes. El resto de la cesta, lo ocupan tres mujeres mesándose sus cabellos. El patetismo está plenamente expuesto, marcando, mucho más aun que en Elines, la desesperación de las madres de los sacrificados.
San Román de Escalante. Capitel de la matanza de los Inocentes 

Este exceso de expresividad en Escalante, comparado con el cierto tono de ecuanimidad del capitel de Elines, nos pueden distanciar en años ambas representaciones que, para nosotros, podían muy bien marcar medio siglo de mayor antigüedad para la iglesia vallina.
Un tema que no suele ser muy frecuente en la iconografía románica es el del Bautismo de Cristo. En Cantabria sólo aparece una vez en un capitel del claustro de Santillana del Mar. Es el capitel número 3 (ver croquis numerado), en su cara sur, que se llena, (aparte de otras escenas representadas en las otras caras, entre ellas la degollación del Bautista), con tres figuras indispensables para la escena: San Juan que se dispone a ejecutar el bautismo, la imagen de Cristo sumergido hasta la cintura en las aguas del Jordán, representado por multitud de peces que nadan en ellas, y un ángel a la derecha, de perfil, que sostiene con su mano izquierda el brazo izquierdo del Señor.
Otro episodio evangélico muy estimado por los artistas románicos es el de Las Marías ante el sepulcro y los soldados dormidos. Sin embargo, tan sólo aparece en Cantabria una sola vez, en la iglesia de Bareyo, y eso en una interpretación tan esquematizada, que difícilmente llegamos a adivinar. Se desenvuelve la escena –tan bien agrupada en las representaciones naturalistas– en cinco partes separadas con cinco capiteles. En el primero se esculpen sólo los tres pomos de per fumes que llevan a la tumba cada una de las Marías. En el segundo se recogen los rostros sola mente de estos personajes. En el tercero, en dos planos, aparece el sarcófago de piedra, ideado con el tipo de otro cualquiera medieval, y sobre él –en el cimacio– las tres lámparas esféricas que adornarían e iluminarían el santo recinto. En el cuarto, los soldados dormidos son ilustrados por dos cabezas tocadas con un casco o gorro frigio, y dos escudos junto a ellos.
De las cabezas, una tiene los ojos cerrados (dormir) y el otro los tiene bien abiertos, señalando la sorpresa. El quinto capitel recoge tan sólo unos ventanillos de una torre almenada, desde donde ojos curiosos pare cen contemplar la escena. Los personajes que aquí no aparecen son los ángeles alados que en la iconografía general de este tema, siempre suelen estar mostrando el sepulcro vacío, pero sí se ven sus cabezas y brazos que les suponen. Toda esta reducción de los símbolos, se transforma prácticamente en decoración abstracta, en una simplificación que parece casi moderna.
La huída a Egipto o el sueño de San José. Tan sólo podemos casi asegurarle en su capitel del lado derecho de la puerta occidental de Piasca. Dada la rotura total de lo que debió de ser la Virgen con el Niño sentado en su regazo, puede tratarse de la huída a Egipto o, mejor, el momento en el portal en que San José es advertido por el ángel. Creemos más segura esta segunda suposición, pues S. José está sentado, apoyado en su bastón de mango en “tau”, muy repetido, y tiene cerca de su cabeza, como soplándole al oído, la cabeza del ángel que tanto se pare ce a la de Isaac, que aparece también en uno de los capiteles exteriores del ábside. A la izquierda de este grupo se ve un enorme lascado que ha debido de hacer desaparecer a la Virgen sedente con el Niño. Este hecho parece un latrocinio, pensando que, el que lo hizo, bien sabía lo que se llevaba, pero con ello ha mutilado la escena de su parte más significativa. No recordamos que este tema del Anuncio de San José se repita en otra iglesia románica de Cantabria.
La Crucifixión y el Descendimiento de la Cruz, son temas de clara continuidad.
La Crucifixión y la permanencia de Cristo en la cruz, sin más acompañamiento que un soldado, al parecer, que intenta hundirle la lanza en el pecho, se da, con características de enorme tos quedad y falta de técnica escultórica, en un capitel de San Andrés de Linares, lleno de impericia y ruralismo. Cristo, si es que lo es, está desnudo sobre una cruz patada, ancha de brazos y, desde luego, nada aquí puede hablar de expresiones o delicadezas. El soldado, más pequeño, pero también desnudo, se coloca a la izquierda del Salvador. No sabemos que relación tendrá con la escena central de la cesta, pues aquí vuelve a labrarse, en el centro, otro hombre desnudo, de frente, que sostiene en la mano derecha, y en alto, un largo hisopo, tal vez, y en la izquierda un cacharro o acetre que sujeta con esta misma mano.
La otra Crucifixión la hallamos en la iglesia vieja del pueblo de Arroyo, en la orilla meridional del pantano del Ebro. Se trata del capitel izquierdo del arco triunfal.
Está Cristo clavado en una cruz no muy distinta a la que acabamos de describir, aunque el Hijo de Dios aparezca en este caso un poco mejor tratado, pues aquí, al menos, le visten con el perizoma o faldellín clásico. El capitel, además, es más complejo en cuanto a los personajes que aparecen: hay un soldado a cada lado del crucificado, con sus lanzas. El de la derecha clava el arma profundamente en el costado de Jesús. Pero además hay otra figura femenina que puede ser la Magdalena o la Virgen, que está de pie vestida con túnica de amplias mangas y una inscripción sobre la cabeza que dice simplemente: María.
Otro crucificado, solo en la cruz, también de anchos brazos, y de piedra, está en la ermita de San Miguel de Olea, a la derecha del arco triunfal. Es igualmente de factura muy rústica, muy parecida a las anteriores. Lleva Jesús, que permanece hierático y frontal sobre la cruz, peri zoma hasta las rodillas, y apoya sus piernas paralelas sobre el suppedaneum. Los tres Cristos crucificados de Linares, Arroyo y San Miguel de Olea se sujetan con cuatro clavos.
El Descendimiento. En dos ocasiones, también, se da este tema en nuestro románico montañés, y con una iconografía muy semejante, en el momento en que parece comenzar la operación de desclavar a Jesucristo. En el claustro de Santillana del Mar, en su capitel número cinco del plano, en columna de doble fuste, y en las cuatro caras de la cesta se desarrolla todo el episodio que tras la muerte del Señor sucede en el monte Calvario en el momento de desclavar al crucificado. En la cara lateral este, está el centro principal de la escena. Uno de los brazos del Salvador que acaba de expirar, el derecho, ya despegado de la cruz y con señales de rigidez propia, es sostenido por las manos de una mujer que, cubierta de toca en la cabeza y manto embrazado, se dirige, de perfil, en una actitud de cariñoso acercamiento. Es posible mente la Virgen, a quien detrás de ella se muestra un ángel que parece acompañarla. El cuerpo de Cristo, todavía vertical, apoya sus pies insensibles sobre el collarino y sujeto aún a la cruz por su mano izquierda aún clavada, y a la que un hombre a la derecha, con unas enormes tenazas trata de desclavar. Tal vez este personaje represente a José de Arimatea, en tanto que otro hombre se abraza al cuerpo de Cristo para sostener su cuerpo inerte. En el esquinal de la cesta, ya en la cara norte, una mujer, tal vez la Magdalena, levanta sus brazos para tocar la cruz, siguiéndola otro ángel con un incensario. El resto de la cesta es ocupado por cuatro soldados portadores de lanza, espada y hacha de corte curvo.
El Descendimiento. Capitel 5 del claustro de Santillana del Mar 

En la iglesia de San Román de Escalante se ideó el segundo Descendimiento que se ha con servado en nuestro románico de Cantabria. La escena se parece bastante a la desarrollada en Santillana. Se sitúa en el capitel derecho del arco triunfal, y el asunto principal ocupa la cara central de la cesta: Cristo, ya desclavado su brazo derecho, que queda doblado sobre la cintu ra, es sostenido por una pequeña figura ¿San Juan?. En el esquinal izquierdo del espectador, y más en grande, una mujer envuelta en manto, tal vez la Virgen, coloca su mano izquierda sobre el supuesto San Juan. Al otro lado del Cristo hay también otra figura pequeña, tal vez San José de Arimatea, que intenta con largas tenazas desclavar el brazo izquierdo, y en el esquinal derecho de la cesta otro personaje femenino que porta libro e incensario y detrás de él otro, tam bién femenino, que sujeta con la derecha lo que puede ser un largo hisopo, y con la izquierda un esférico acetre. Todo el lateral izquierdo está lleno de nueve cabezas que pudieran simbolizar los apóstoles o algunos de los adictos a Cristo que asistieron al sacrificio.

4.1.5.3. Iconografía de Santos
Hay también en nuestro románico montañés –aunque no con la frecuencia que sin duda tuvo que existir, puesto que sus reliquias daban origen a los monasterios– representaciones escultóricas de los santos que en ellos se veneraban. Con seguridad, la falta que apreciamos fue debida a que la mayor parte de las que pudieron hacerse fueron trabajadas en madera y, por lo tanto, su conservación fue más efímera, ya que, como sabemos, cuando la imagen envejecía y se deterioraba, de modo que el pudrimiento llevaba a una obligada sustitución, debían de ser enterradas. Con seguridad esto lo han confirmado diversos documentos y la arqueología lo ha reforzado. Salvo las imágenes de la Virgen, que siempre debieron de ser imprescindibles en toda iglesia medieval, muchas de los santos patronos han perecido en el transcurso de los siglos. Las que se hicieron de piedra, naturalmente, han llegado a nosotros en mayor número. En nuestro Museo Diocesano de Santillana, se guardan algunas piezas románicas, de madera, de santos o santas, muy escasas y en bastante mal estado.
En piedra, generalmente, en relieve, que dura más que la estatua de bulto, pero también en número muy reducido, podemos anotar las siguientes:
En Santillana aparece Santa Juliana, advocación del monasterio, en una de las escenas de su vida más representada: la del domeñamiento del demonio por la santa, es decir, cuando ésta lo encadena y lo pasea por el pueblo. Así se ve en alto relieve de finales del XII o principios del XIII. Es una gran placa de piedra, que es muy posible que estuviese en el hastial occidental de una puerta solemne desaparecida, que representaba a la santa, de pie y de frente en actitud de suje tar a un homínido de cabeza animalesca bastante deteriorada –el diablo–, que está de pie fren te a la santa, que aquí le ha ensogado por el cuello (otras veces utiliza cadenas o le tiene subyugado bajo sus pies) y tira de la cuerda para moverle. Sobre la santa, y para protegerla, un ángel desciende del cielo para darle fuerzas. Esta placa relivaria es la más monumental de todo el románico de Cantabria dedicada a ilustrar un momento preciso del relato sobre la mártir de Bitinia.
Otro ser celestial tallado en piedra que haya sido recogido por nuestros escultores es San Miguel Arcángel. Le vemos en dos sitios en lucha contra el dragón. Uno en Cervatos, en la enjuta izquierda de la puerta, figurado muy de frente mostrando las dos alas y pisoteando y alanceando al dragón. Otra vez es en Piasca, llenando el fuste de una columna de la derecha de la puerta occidental, colocado de pie sobre la cabeza del dragón, que hace de suppedaneum, y al que alancea en la cabeza. Tras de la suya aparece el nimbo circular, pero el rostro ha sido privado de cara, por golpe con intención, quizá, de llevársela. Parece que, al menos, en los ejemplos montañeses, San Miguel Arcángel aparece de pie, en su lucha contra el dragón. En la otra forma, quizás más repetida, en donde se idea a San Miguel, es en la Psicostasia, es decir, el peso de las almas. En Santillana lo vemos así en el capitel del claustro, número dieciocho, también de dos fustes. En el lateral norte se le ve luchando a lanzazos contra el demonio y sosteniendo la balanza. El demonio aparece como monstruo que sujeta con un brazo un racimo de siete cabe citas humanas colocadas en sentido radial. Es muy curiosa la distinción de buenos y malos, y su colocación singular de sus almas representadas por cabezas humanas colocadas en una especie de alacenas. Otra posible representación de San Miguel en lucha contra espantoso monstruo lo vemos en el capitel número diez del claustro de Santillana al que parece sujetar con un lazo.
La figura de un caballero armado de lanza, sobre su caballo, y ayudado por un ángel que entre nubes le anima, ha sido interpretado a menudo como San Jorge en su lucha contra el dragón. Así le vemos en Santillana, en un capitel alto de la iglesia, el número cuarenta y tres, de cronología de finales del XII y obra posible de los talleres del claustro; y en Yermo en su conocido tímpano tanto al interior como al exterior. La asignación de este personaje a San Jorge es discutida, viéndole otros como representación general de la lucha contra el pecado.
San Jorge en su lucha contra el dragón. Capitel 43 de la Colegiata de Santillana del Mar 

San Pedro, con su casi indispensable compañía de las llaves le encontramos varias veces en el románico montañés. Así se representa en Cervatos en la enjuta derecha de la portada. En un pequeño relieve rectangular se le ve de pie, muy toscamente tratado, revestido como obispo y con el báculo en la mano derecha y la llave en la izquierda. Se ha pretendido interpretar esta pequeña escultura como representación del obispo San Nicolás, y, con su historia o leyenda, explicar toda la decoración “lujuriosa” de San Pedro de Cervatos. En este mundo, todas las sugerencias son aceptables, pero la documentación prima sobre todo lo imaginativo. Y el monasterio de San Pedro de Cervatos, tanto por la documentación escrita como epigráfica, desde el siglo XI, lleva esta advocación. Otro San Pedro, muy caracterizado por sus llaves en la mano, está en el relieve de los cuatro apóstoles de Santillana del Mar. Lleva en su mano derecha, y hacia lo alto, un libro en el que se lee: PETRVS APOSTOLVS LICANDI.
Representación de San Pablo en Piasca 

Otro apóstol que aparece bien determinado en la iconografía de los apóstoles es San Pablo, considerado apóstol aunque no conoció a Cristo. En el románico de Cantabria se nos ofrece –en bulto redondo, con inscripción aseguradora de PAVLVS– en el friso columnado que está sobre la puerta del hastial occidental de Piasca. Es una estatua de pie, parecida a la de San Pedro que está a su derecha. Tiene cabeza barbada pero se acusa una calvicie con la que suele representarse al apóstol de los gentiles. Lleva en su mano derecha un libro y el nombre del santo.
Puede también ser San Pablo, uno de los cuatro apóstoles, el segundo, que se conservan en el citado relieve de Santillana, también por su característica calvicie. Lleva en sus manos una filacteria en la que en línea muy fina –posiblemente posterior al románico– parece escribirse el nombre de Paulus.

4.1.5.4. Diversas escenas de tipo religioso
Dado el carácter fundamentalmente religioso de la Edad Media, aparte de los temas saca dos de los textos sagrados, otras escenas rituales de la vida de la época, es decir, algunas remar cables por su interés histórico o devocional no son infrecuentes. Así en los capiteles de la iglesia de Barruelo de los Carabeos aparece, en el arco triunfal, el momento solemne de una procesión a cruz alzada, con la asistencia de un obispo portador de báculo, y el acompaña miento de músicos de percusión y cuerda. Quizás pudo recogerse el acto de la consagración de la iglesia de Santa María la Mayor, por el obispo de Burgos, Mauricio, en el reinado de Alfonso X, u otra fiesta importante.
Sin llegarse a saber que acto o acontecimiento quieren recoger, pero que por su representación y actitud de las figuras se intuye como de carácter religioso, existen en el románico montañés varios capiteles o relieves donde aparecen personajes en actitud de bendición, tal es el caso de los capiteles de la ventana exterior e izquierda del ábside de Silió, en los que figuran monjes o sacerdotes, alguno bendiciente, que algo, sin duda, quieren relatarnos. Será difícil llegar a averiguar lo que los maestros o esculpidores románicos intentaban transmitir, pero estudios más profundos, dirigidos hacia estos muchos interrogantes que aún permanecen como meras –y a veces aventuradas– hipótesis, podrán ser desvelados y aceptados como indudables y convincentes exposiciones, basadas en un verdadero conocimiento demostrable, y no sólo en una arriesgada e infrenada imaginación.

4.1.5.5. Diversas escenas de tipo profano
La lucha cuerpo a cuerpo entre infantes: puede considerarse un tema repetido tradicional mente por el románico en general, y no deja de ser utilizado en el nuestro. Su sentido profundo, según opiniones generalizadas de los estudiosos, posiblemente en la mayoría de los casos tendría una trascendencia espiritual, pero –como en líneas anteriores expusimos– al ser inca paces de descubrirla la consideramos dentro de las escenas profanas. Puede ser esta lucha, “cuerpo a cuerpo”, es decir, sin ningún tipo de armas supletorias de los combatientes, sino el normal enfrentamiento de los cuerpos. Puede tratarse de una simple solución de disputas personales, un “duelo de villanos”, e incluso un juego atlético realizado por juglares o acróbatas que el románico gustaba mucho de representar en capiteles y canecillos. En Cantabria tenemos varios ejemplos, entre los que destacamos el que aparece en un capitel interior del ábside de Castañeda, en su lateral derecho (capitel número cinco). Aparecen los luchadores tan solo vestidos con las “femoralia”, una especie de cortos pantalones ajustados que llegaban a las rodillas. Están ambos enfrentados agarrándose por el cuello tratando, sin duda, de derribarse. Yermo también nos proporciona una lucha similar en el capitel izquierdo de la ventana interior de la iglesia. E igualmente la vemos en la arquería baja de San Martín de Elines, capitel número 5.
Pero puede ser también la lucha de infantes con armas. Así la vemos en el mismo capitel número 5 de Castañeda. El centro de la cesta se llena con un enfrentamiento entre dos individuos, esta vez vestidos. El de la derecha está provisto de escudo en la izquierda y lanza en la derecha. Su contrario lleva sólo lanza que choca con el escudo del enemigo, en tanto que éste pare ce alcanzar al otro en pleno cuello. Ambas luchas, con armas y sin ellas, en un mismo capitel, parecen relacionarse con la escena del lateral izquierdo que presenta a otro hombre que abra za y toca el pecho de una mujer que parece pasiva y que se cubre con toca rizada. ¿Son, acaso, luchas amorosas?.
En la iglesia de Santillana del Mar, en el capitel número 51, entre la nave central y la de la Epístola, se recoge igualmente una lucha de guerreros a pie, que aquí se enfrentan con escudos y espadas (los “lidiadores” que caracterizaba la inscripción de la metopa de San Quince). Es esta vez el lidiador de la derecha el que es herido en la cintura al tener el escudo fuera de uso, en tanto que el vencedor detiene con el suyo el espadazo de su contrincante. Se ve que en estas luchas siempre tiene que expresarse quien es el vencido, cosa que, sin embargo, no es posible saber en la lucha sin armas.
Lucha a pie de hombre con animal o monstruo. Este tema es enormemente repetido en el románico, por lo que, en realidad huelga señalar donde se encuentra, pues pocas iglesias bien esculturadas dejan de tener alguno. Debe de tratarse, simbólicamente, de la guerra entre el bien y el mal, recogida en las más antiguas tradiciones religiosas, que puede ser aplicada a cuestiones como las herejías, pecados y vicios.
En Cantabria lo vemos en Mata de Hoz (capitel triunfal del evangelio), Santillana (claustro, capitel número nueve, ayudado por un ángel que le sigue de cerca), Piasca (arquivolta de la portada oeste). En estos dos últimos ejemplos los protagonistas son soldados cubiertos con su cota de mallas, que atacan al monstruo con espada o lanza. Este tema, al menos en Cantabria, suele aparecer en iglesias de finales del XII.
Excelente lucha de caballeros, con mediadora, en el capitel derecho del arco triunfal de Santa María de Retortillo 

Lucha de caballeros, a caballo. Es un asunto muy repetido, aunque seguramente para manifestar distintos hechos o actuaciones. Pueden aparecer sobre enfrentadas cabalgaduras y con sus armas ofensivas (lanzas y espadas) o defensivas (escudos, cascos y cotas de malla). Casi siempre en el momento de la dura batalla, bien atacándose uno con lanza y otro con espada, bien los dos con espada. Esta variación puede darse en una misma iglesia, como sucede en Retortillo (Campoo de Enmedio) que en el capitel izquierdo del arco triunfal se figuran en el primer caso, en tanto que en el derecho del mismo arco tan sólo se atacan con espadas. En los dos van con sus cotas de malla, escudos y cascos. En San Miguel de Olea, con una técnica escultórica muy rural, completamente distinta a la de Retortillo, que labra piezas de alto valor artístico, como obras que son de los buenos maestros de Aguilar de Campoo o San Andrés de Arroyo que actuaban en el norte de Palencia en esos primeros años del último cuarto del siglo XII. En Santillana, el capitel número cincuenta y cinco de las naves de la iglesia, llena el centro de la cesta, otra lucha a caballo, sólo con lanzas, escudos (uno redondo y otro piriforme) y cascos.
En Villacantid, en la iglesia de Santa María la Mayor, hay también dos escenas de luchas de caballeros. Al exterior, en un capitel del ábside, en escena muy erosionada, y en paralelo con la de Sansón y el león, se representan dos caballeros enfrentados que por falta de detalle no pueden ser bien descritos. El izquierdo parece llevar caso y espada, y el derecho sólo se ve bien su escudo ovalado con decoración radiada. La segunda escena de lucha en Villacantid se recoge en el capitel izquierdo del arco triunfal. Aquí aparece ya la mujer mediadora que se interpone entre los dos caballeros, sujetando con sus manos las bridas de los caballos. Esta modalidad, también la vemos en el capitel derecho de la nave de Retortillo, y es muy probable que el escultor de Villacantid hubiese visto los capiteles de Retortillo.
También en Santa María de Cayón, principal iglesia en este valle montañés, vuelve a repetirse, por dos veces, esta lucha de caballeros en los dos capiteles del arco triunfal que por figurar en ambos otras figuras que ellos alancean, y otras que parecen volar desnudas, nos dejan perplejos lo que han querido representar. ¿Se trata de un torneo con maniquís? ¿Qué nos quieren decir con los personajes voladores? (Ver en esta misma enciclopedia Santa María de Cayón).
Finalmente es la iglesia de Yermo la que aclara, en cierta manera, una de las direcciones de interpretación del tema de los caballeros luchadores, pues en el capitel izquierdo de la puerta, uno de los contendientes, tiene detrás el rostro del demonio, y su escudo es traspasado por la lanza de su contrincante, que sería el justo. Aquí también interviene la mujer mediadora.
Lucha del bien contra el mal, duelo guerrero, torneo, representación de cantares de gesta (en Estella, los dos caballeros tienen su nombre, ROLDÁN Y FERRAGUT), papel mediador de la iglesia, etc., son algunos de los hechos que pueden ser representados en estos misteriosos y belicosos personajes.
El caballero que vuelve victorioso. Es un asunto con frecuencia representado y que en Cantabria lo vemos, en todo su desarrollo, en el capitel número siete del claustro de Santillana. El Caballero, vestido con capa que cae sobre la silla del caballo, se acerca por la derecha de la cesta, y es recibido por una mujer con traje y tocado de apariencia noble. El caballero alza su mano derecha abierta, en actitud de saludo, en tanto que sujeta, y para con las riendas, el andar de su cabalgadura, que posa su pata delantera izquierda sobre el prótomo de un animal un tanto humanizado, pero que no deja asegurar si se trata del demonio, dado su estado de erosión.
La mujer está de pie, en medio perfil, y saca de su largo manto, que le llega hasta los tobillos, su brazo izquierdo que sujeta una palma. La figura pisoteada por el caballo, parece significar el triunfo del caballero sobre algo maligno o dañoso, sea guerra, vicio, herejía, etc. Este tema volvemos a encontrarlo en un capitel de la torre de Cervatos (lado norte) y no deja de ser frecuente en iglesias de otras regiones. En el relieve de la Dama y el Caballero del Museo de Regla en Léon, los figurantes y sus actitudes son muy semejantes a los del capitel de Santilla na, aunque este último no llega a alcanzar el clasicismo y la finura del leonés, pero parece indudable que el tema estaba plenamente consolidado en los finales del siglo XII.
El caballero que vuelve victorioso. Capitel 7 del claustro de la Colegiata de Santillana 

El tema de las venationes, tan utilizado por los musivarios romanos, se sigue representado por los maestros canteros románicos, si bien con alcances mucho más humildes. En Cantabria tenemos algún ejemplo aplicado a dos animales indígenas: el oso y el jabalí. En uno de los capiteles del exterior del ábside de Villacantid vemos la cacería del oso, sirviéndose de perros y de lanza.
Igualmente, en Piasca, en un cimacio de la puerta de El Cuerno, está claro el enfrenta miento de un cazador a un jabalí que le ataca, utilizando también la lanza.

4.1.5.6. Otros temas profanos con finalidad moral
No sólo el artista románico sitúa en sus iglesias escenas que recuerden pasajes de la historia sagrada y que, por lo tanto, contribuyen a mantener la fe en unos misterios que la jerarquía religiosa estaba muy interesada en sostener, sino que hace también hincapié en resaltar principios de perfección naturalmente impuestos para controlar y reprender las desenfrenadas pasiones humanas. Así vemos que hay muchas connotaciones artísticas que de muy diversas mane ras tratan de hacer referencia a los pecados capitales. Sobre todo son los de la lujuria y la avaricia los más representados en el románico viejo. Los primeros, con figuraciones que no cercenan las realidades, sino que incluso las acentúan, caso por ejemplo de los canecillos de Cer vatos. El exceso sexual suele ser simbolizado por una mujer desnuda a la que dos serpientes muerden sus pechos. Así lo vemos en Cervatos, en el capitel número cuatro de la arquería interior del ábside; en Ríoseco (capitel de la ventana exterior del ábside); en Yermo, en un canecillo del muro meridional de la iglesia; y en Sobrepenilla (Valderredible) en un capitel del arco triunfal, en relación con el peso de las almas y la captura por el demonio de un avaro y esta de la mujer adúltera. Pero es sobre todo en los canecillos donde el cantero románico dispone actitudes que se corresponden con la lascivia o la inclinación sexual: hombres y mujeres desnudos en disposiciones exhibicionistas, uniones carnales admitidas o censurables, escenas amorosas de abrazos o besos, etc. Esto lo vemos muy repetido en Cervatos, Villanueva de la Nía (lateral izquierdo del capitel derecho del arco triunfal), Yermo, San Martín de Elines, etc.
El tema del avaro o de la avaricia aparece en el románico montañés, que sepamos, dos o tres veces. Siempre se figura con una bolsa colgada del cuello, sin duda para fustigar el que se hace rico con malas artes. Le vemos en un canecillo de Yermo maltratado por un demonio, y en Sobrepenilla que, como acabamos de ver, hace pandant con una mujer atacada por serpientes. También en este capitel de la iglesia vallina tiene detrás a un demonio que, en la izquierda, le muestra una moneda y con la derecha parece taparle la boca, como si el cantero quisiese poner de manifiesto otro gran pecado: el de la maledicencia. Otra iglesia que parece dedicar un capitel al avaro, es la de Pujayo. En la ventana del muro sur, en la cesta izquierda se talla una figura que, en su centro, puede estar mostrando a un codicioso que, sujetando con las dos manos una bolsa colgada del cuello, puede estar prisionero de los demonios que parecen llevársele consigo. La erosión y desgaste de la pieza no permite dejar claro el asunto.
Los seres mitológicos han perdurado en la iconografía románica, siguiendo una tradición muy vieja sustentada en las creencias populares que, posiblemente, todavía podían estar vigentes en la sociedad rural de esos siglos, y que aparecerían, muchos de ellos, en las leyendas e historias truculentas siempre, así como en los Bestiarios. Este mundo de lo imaginario es inna to en el hombre de todas las épocas, y la fuente de todos los mitos y leyendas; y el simbolismo y la representación, por lo que vemos en lo románico, serían manifestaciones derivadas de esta tendencia. Todas las imágenes de seres fantásticos: el centauro, el unicornio, los monstruos inexistentes, los animales mixtos (el grifo, el basilisco, la mantícora, etc.).
El tema del centauro, de viejísimas raíces, lo encontramos en Cantabria en actitudes y compañías diversas. Lo vemos en Castañeda (cazador de cabras), Cervatos (con grifo), Mata de Hoz y Piasca (enfrentamiento de centauros), Santillana (persecución entre entrelazos de un ser humano).
Lucha de centauro ballestero con cabra. Santa Cruz de Castañeda 

Otros temas profanos suelen tener muy directa relación con lo sexual. En muchas de nuestras iglesias de Cantabria se dan figuras de mujeres lascivas, hombres itifálicos y actos sexuales más o menos naturales. Así aparecen en canecillos y capiteles, sobre todo, con un variado pro grama de lascivias, en Cervatos (con repetidos canecillos con imágenes que ahora llamaríamos pornográficas y que dieron, por ello, fama “popular” a la iglesia). Aunque se ha visto, con el paso a los estudios más detenidos sobre el románico, que estos escabrosos temas se repetían, si bien con menor obstinación, en otras iglesias de Cantabria. Santillana, y en un capitel del ábside interior de la epístola, el nº 11 de nuestra seriación, la representación sexual es tan exagerada que parece más caricaturesca que realista; y otro en la misma iglesia, el nº 4 del ábside del evangelio, vuelve a insistir, aunque mutilado, en el acto de la masturbación, y ello, en capiteles que creemos de finales del XI o primeros años del XII, es decir, en una primera fase del llamado por nosotros, románico “dinástico”.

5. Elementos de la arquitectura románica en Cantabria
Aun cuando no hemos de hallar grandes novedades en los elementos románicos de nuestra arquitectura montañesa, en relación con lo que es normal en este estilo, sí que conviene hacer un estudio general de ellos en vista, sobre todo, a señalar cualquiera originalidad o, en su caso, posible relación con edificios más o menos próximos. Quizá también al analizar cada uno de estos elementos podamos encontrar paralelos que puedan aclararnos más las direcciones y originalidades de nuestro románico. Sigo para este análisis la ordenación que queda establecida del siguiente modo:

5.1. Muro
Los muros con que son normalmente construidas nuestras iglesias románicas se forman con doble paramento de sillería colocada a soga y tizón, rellenándose interiormente, para amalgamar ambas hiladas exterior e interior, con mortero de cal y piedra. A veces, caso de Santillana, Cervatos, San Martín de Elines, etc., muchas de las hiladas no mantienen esta norma como principio general, colocándose sillares casi del mismo tamaño con lo que desaparece el sistema soga-tizón. La altura de las hiladas suele ser aproximadamente la misma aunque también, en algún caso, puede haberlas más estrechas. Esto queda bien patente sobre todo en los interiores de la Colegiata de Santillana.
La piedra utilizada suele ser una arenisca que toma con el tiempo un tono caliente dora do, que en unas iglesias suele acentuarse más que en otras. Un caso excepcional es el muro del ábside de Cañeda construido de piedra toba. La anchura de los muros varía, naturalmente, aunque la normal viene a colocarse entre los 90 y 110 cm contando ambos paramentos.
El aparejo de sillería suele ser utilizado en iglesias de grandes proporciones (Santillana, San Martín de Elines, Castañeda) y también en otras más reducidas de tamaño como puede ser Cer vatos, Yermo, Bareyo, etc. En el caso de capillas pequeñas no deja de ser normal la utilización de la mampostería para los muros y sillería para esquinales y vanos; y esto incluso en iglesias que encierran en su interior muestras artísticas de valor, como San Román de Escalante. La mampostería puede, en algún caso, como Santa Catalina de Laredo, utilizarse para monumentos de proporciones considerables, y abarca incluso a los muros de la espadaña, aun siendo, la del edificio citado, la pieza más grandiosa entre todas las torres espadañas de la Montaña.

5.2. Torres
En el románico cántabro hallamos, como es normal, todo tipo de torres, pues junto a la más sencilla –la espadaña–, y más repetida, existen también las torres prismáticas y las cilíndricas.

5.2.1. Torres prismáticas
En escaso número de ejemplares, dos, merecen ambos (Castañeda y Cervatos) una descripción especial. La torre de la iglesia de Castañeda se adosa al muro Sur de la nave y, aunque parece ha sufrido restauración en alguno de sus muros, se presenta como una pieza esbelta de planta casi cuadrada, apreciándose dos cuerpos: uno muy elevado que llega hasta la misma base de las ventanas ajimezadas superiores, y en el que se abren vanos de arco semicircular. En el muro oeste hay incrustadas diversas molduras de billetes sin orden especial alguno. El segundo cuerpo, un poco rehundido en relación con el anterior, parece de la misma época aunque pudo ser añadido un poco posteriormente. En cada paramento lleva dobles ventanas separadas por columnas con capiteles; a la altura del cimacio de éstos corre una imposta sencilla por todos los lados que divide en dos partes este segundo cuerpo que acaba en cornisa de caveto soportada por canecillos iconográficos. Toda la torre es de sillería perfectamente dispuesta con el mismo sentido que el resto de los muros de la iglesia. Su fecha más probable son los años comprendidos en los dos primeros tercios del siglo XII, recordándonos en cierta manera la vieja torre de San Pedro de Cardeña cuyos distintos cuerpos se marcan, como en Castañeda, por muros reentrantes apareciendo también las viejas ventanas ajimezadas cuya transcripción vemos igualmente en nuestra iglesia.
La torre de Cervatos, ya más tardía, justamente de finales del XII, se presenta como construcción algo menos esbelta formada por tres cuerpos separados por impostas resaltadas en donde apoyan las ventanas. El cuerpo inferior es casi macizo, con una sola ventana al Este; los dos restantes, los más altos, se abren en arquerías de arcos apuntados, con canecillos de clara influencia aguilarense. Los esquinales de estos dos cuerpos se rompen en columnas angulares. Su parentesco más próximo lo hallamos en la torre de Santa Cecilia de Aguilar de Campoo, con muy semejante disposición, y ambas siguen directrices anteriores que hallamos en alguna linterna de la primera mitad del XII en tierras de Burgos, como San Pedro de Tejada, El Almiñé, Vizcaínos de la Sierra, etc.

5.2.2. Torres cilíndricas o husillos
Dos son también los monumentos con torres cilíndricas que existen en La Montaña, y los dos pueden ser datados dentro del primer tercio del siglo XII. Se trata de las Colegiatas de Santillana del mar y San Martín de Elines. Los antecedentes de este tipo de torres, dentro del románico español, los hallamos sin duda en la iglesia de Frómista, construida como se sabe hacia 1060 en la línea conocida del románico “dinástico”. La situación, sin embargo, de las existen tes en esta iglesia palentina no se corresponde con la que tienen las torres montañesas. En Frómista enmarcan el hastial del oeste, a modo de guardianes de esta puerta, mientras que la torre de Santillana y la de Elines se colocan en el muro sur en las proximidades de la linterna o del crucero.
Husillo de Santillana del Mar y linterna 

En Santillana se adosa a la línea de unión entre la nave lateral del mediodía y la nave del crucero de esta misma orientación. La finalidad debió de ser la de un campanil o husillo, y parece fue añadida después de la traza general del plano inicial del edificio, pues oculta en parte una ventana románica del muro sur. Se compone de cuatro cuerpos separados por impostas de billetes, estando el último abierto en ventana ajimezada con capitel. La torre de San Martín de Elines se adosa al muro sur de la linterna y también debió de ser construida para campanario, aunque ahora en la parte superior aparece acrecida y modificada. Se presenta como un cilindro seguido, sin separación de cuerpos, y sólo con alternantes aspilleras. Si la comparamos con la torre de San Pedro de Tejada (Burgos), o el Almiñé, parece que estas torres, tan semejantes a la de Elines, se construyen como subida al campanario-torre colocado sobre la linterna. Es muy posible que la planta de Elines tuviese en principio establecido, como complemento a la linterna, el consabido campanario que posiblemente después, por razones que desconocemos, no llegó a construirse, por lo que la torre circular de Elines, pensada como simple escalera helicoidal de subida a aquél, quedó convertida en aprovechado campanil.

5.2.3. Espadañas
Lo mismo que en el resto del románico castellano, las torres más abundantes, destinadas a la disposición en ellas de campanas, son las conocidas y populares espadañas, colocadas casi siempre sobre el hastial. La importancia, tamaño y solemnidad de estos elementos constructivos son muy variados, encontrándonos con espadañas de una enorme sencillez, un simple apéndice del muro para la colocación de una campana (caso de San Román de Escalante), y otras verdaderamente monumentales como la de San Martín o Santa Catalina de Laredo, ver dadera excepción al término medio, que es lo más normal. Santa Catalina es, quizás, una de las iglesias románicas con espadañas más gigantesca, de tres cuerpos, gran anchura, y cuatro, dos y una troneras, respectivamente, de abajo a arriba. Entre estos extremos (San Román y Santa Catalina) existe una extensa gama de variaciones. Son frecuentes las de dos simples troneras pareadas (La Fuente, Arenillas de Ebro, etc.), y la de una sola tronera aún con espadaña voluminosa (Piasca, San Miguel de Olea, etc.). Las hay con tres troneras, dos en el piso inferior y una centrada en el superior (Bolmir, Retortillo, Villaverde de Hito, Aldea de Ebro, etc.), disposición que, con variaciones de forma, es la más repetida en las espadañas montañesas. Estas variaciones pueden ser comprendidas en tres bloques fundamentales: Tipo a) Espadaña rectangular o recta, con la misma anchura de arriba abajo (se da en Aldea de Ebro, Villaverde de Hito, Retortillo, Bolmir, etc.). Tipo b) Espadaña de dos cuerpos, el superior más estrecho (se da en Santa María de Hito, San Andrés de Valdelomar, Castrillo de Valdelomar, La Fuente, Sobre penilla, etc.) Tipo c) Espadaña de tres o más cuerpos que se van escalonando en disminución hacia lo alto (se da en Allén del Hoyo, Laredo, Ruijas, etc.). Estas últimas pueden ofrecer divergencias señaladas en anchura, amplitud de los cuerpos, etc.
A estas espadañas puede subirse, para alcanzar directamente las campanas de sus troneras, merced a tres tipos de escaleras: a) escaleras exteriores adosadas al cuerpo inferior de la espadaña, en procedimiento similar a las subidas de las cabañas pasiegas (las vemos en Retortillo, Aldea de Ebro, Riopanero, Santa María de Hito, etc.); b) escalera poligonal (San Andrés de Valdelomar); c) escalera cuadrangular (Montecillo). Las espadañas de una sola tronera (San Román de Escalante, Piasca, etc.) no suelen tener ningún acceso, tocándose la campana por el procedimiento vulgar de la cuerda atada al badajo.
Lo mismo que existen campaniles-torres exentas, sucede también con la espadaña, aunque siempre esto es excepcional. En Cantabria conocemos las espadañas exentas de Castrillo de Valdelomar (hoy convertida en torre cuadrada), y de Aldea de Ebro, de Bolmir y de Santa María de Valverde.

5.3. Contrafuertes
Es normal la variación de contrafuertes, y analizando los diversos tipos que existen en el románico montañés podríamos, a semejanza de la clasificación que hicimos en Palencia, seña lar los siguientes tipos:
a) Prismático, muy poco resaltado, que en algún caso (Santillana) aparece como un simple apeo muy bajo, y otras veces llega casi hasta la cornisa (San Martín de Elines, San Miguel de Olea, Villanueva de la Nía, Yermo, etc.), e incluso alcanza la altura del tejado (Santa María de Cayón, San Andrés de Valdelomar, la misma Santillana).
b) Prismáticos y más resaltados, que suelen reforzar la unión de la nave y al ábside. Pue den llegar a la cornisa, sin canecillos, como en Cervatos, o ser recorridos por éstos, como en Santa María de Cayón. San Juan de Raicedo combina los dos tipos. A veces estos contrafuertes se dan también en el ábside (Santa María de Valdelomar y Castrillo de Valdelomar).
c) Prismáticos acabados en talud, como en Cejancas, San Juan de Raicedo, Yermo, etc.
d) Prismáticos con columna entrega adosada, como los del ábside de Santa María de Cayón.
Tipos de contrafuertes: a, b, c y d 

Existen también los llamados contrafuertes de columnas, generalmente en los ábsides y con las siguientes variaciones:
1.- De columna exenta, de tambores, apoyada sobre contrafuerte prismático (San Martín de Elines).
2.- De columna exenta, monolítica, apoyada sobre contrafuertes prismáticos que alcanzan los arcos de las ventanas del ábside (Navamuel, Cervatos, Villasevil).
3.- De columna entrega simple apoyada en contrafuertes prismáticos que ocupan el cuerpo inferior del ábside (Santa María de Hoyos, Liérganes, Quintanilla de Rucandio) o más de medio ábside, como Rioseco.
4.- De columnas dobles entregas, o con tambores, apoyadas en contrafuerte prismático con o sin talud (Piasca, Retortillo, etc.).
5.- De semicolumna entrega sobre la que apoya otra columna, monolítica o entrega, que sube en dos tramos hasta la cornisa (Castañeda, Santillana).
Variaciones 1, 2, 3, 4 y 5 

5.4. Portadas
Consideramos “portadas” a los vanos que hacen el servicio principal y más solemne de entra da a la iglesia, denominando “puertas”, simplemente a aquellas otras más secundarias de acceso a claustros u otras dependencias del monumento. La situación de la portada suele darse en el muro sur de la iglesia (Santillana, Cervatos, Rioseco, Yermo, Bareyo, Bolmir, etc.), si bien casi tan frecuente es su colocación sobre el muro Oeste del hastial (Castañeda, San Martín de Elines, Pias ca, etc.), y en algunos casos pueden existir portadas en ambos muros, caso de San Vicente de la Barquera, Retortillo y Santillana, si se acepta la posibilidad de una desaparecida al poniente. Posiblemente la puerta principal de Bareyo estuvo al Oeste y desapareció con la construcción de la torre moderna. Más rara es la colocación de la portada en el muro norte, sobre todo en esta región montañesa donde las humedades en este lado cargan con gran fuerza. Sin embargo, tenemos un ejemplar, San Juan de Raicedo, que destaca bien claramente su entrada más solemne en el muro septentrional. Un caso excepcional, Santa María de Villacantid, y ello no como consecuencia de la puesta en práctica de un plano primitivo, sino por traslado posterior con motivo de ampliación de la iglesia, nos ofrece su portada orientada al Este, junto al ábside.
La composición de las portadas del románico cántabro se acomoda a dos principales organizaciones. En los edificios importantes, las portadas se inscriben en un pequeño muro sobre saliente del general de la iglesia, formando un anticipo que se corona por cornisa apoyada sobre canecillos. Tal sucede, por ejemplo, en Santillana del Mar, Cervatos, Raicedo, Castañe da, Retortillo, Yermo, Santa María de Cayón, Bárcena de Pie de Concha, etc. En esta línea pero sin canecillos, está la portada de Piasca que se resalta en el muro de la espadaña.
Otras veces, las portadas se abren en línea con el muro del monumento, como en San Martín de Elines, Ruijas, Montecillo, Aldea de Ebro, etc.
Lo normal es la existencia de varias arquivoltas que apoyan en columnas y en las jambas prismáticas que separan a aquéllas. Existen portadas con dos columnas (Raicedo), cuatro (Santillana), seis (Cervatos) y hasta ocho (Castañeda). En las iglesias pequeñas del sur de la provincia son frecuentes las portadas sin columnas, extremadamente sencillas, que llevan una chambrana, o guardapolvos, apoyada sobre las jambas.
La decoración de las arquivoltas es muy variada. Los edificios más antiguos, sin embargo, suelen organizar aquéllas a base de simples baquetones y medias cañas, lisos, sin ninguna decoración. Las arcaduras de la portada de Santillana del Mar son prismáticas, sin ningún tipo de moldura, recordando bastante la disposición de las de Frómista, por su enorme sencillez y por el sistema de dovelaje claro y preciso. La de Castañeda combina los consabidos baquetones y medias cañas, exentos de talla decorativa, que se cierran con un guardapolvos labrado, muy semejante a la portada de Cervatos, salvo que en esta última se trabaja el tímpano y dintel con una trama de follaje casi de ataurique. La portada de Raicedo arma sus arquivoltas, simplemente primitivas, como en Santillana, coronándose por un guardapolvos de decoración geométrica y animalista. La de Santa María de Cayón sigue esta misma línea, apoyando las arcadas sobre un cimacio seguido que descansa directamente sobre un juego de jambas, sin columnas. El paso siguiente a esta simplicidad decorativa es la talla de motivos geométricos en los baquetones, utilizándose los dados o billetes, la división en fascículos, las rosetas, bolas en las medias cañas, etc. (Rioseco, Yermo, etc.). Culmina esta carrera artística en portadas ya tardías, como Piasca, en donde las arquivoltas se cuajan de talla, tanto vegetal como animalística y geométrica.
Es frecuente también, en las portadas más antiguas, y con muro sobresaliente, la colocación en éste de relieves incrustados más o menos desordenadamente.
Es el caso de Santillana y Cervatos que siguen así una organización muy corriente en el románico dinástico y que caracteriza las portadas de San Isidoro de León o Platerías, en Santiago. Estos relieves se concretan a veces, y casi exclusivamente, a metopas colocadas entre los canecillos del alero que defiende la puerta, como sucede en Raicedo y también en Cervatos.

Puerta occidental de Piasca (arriba) y portada meridional de la Colegiata de San Pedro de Cervatos. 

No es frecuente el uso de tímpanos en el románico montañés. Si bien existen algunos muy notables en Cervatos, Yermo y Retortillo, con decoración vegetal, animalística o iconográfica de gran interés. Con ello nos acercamos más, en este sentido, al románico burgalés que al palentino, pues éste no ha ofrecido ni un solo tímpano, mientras que el románico de Burgos los tiene repetidamente (San Pelayo de Mena, Santa Cruz de Mena, Tablada de Rudrón, Moradillo de Sedano, etc.)
En relación con los capiteles de las portadas, podemos señalar que las iglesias más antiguas (Santillana, Cervatos, Castañeda, etc.) llevan siempre capiteles sencillos, fundamentalmente animalísticos, sin grandes florituras de talla. Un sentido mucho más barroco, detallista y minucioso, se da en aquellos de edificación más reciente, como Piasca, donde el sentido del bien labrar ha adquirido ya una acusada y filigranesca desenvoltura.

5.5. Pórticos
Indudable sinrazón, en un clima de humedad acusada como el montañés, parece la no existencia de pórticos o galerías porticadas, en anticipo a las iglesias, que tan frecuentes son en el románico burgalés o segoviano, por ejemplo.
Desconocemos el porqué de esta carencia de un elemento constructivo que tan admirablemente debería compaginarse con las necesidades ambientales de la provincia. Ninguno de traza románica se ha conservado, y no parece, además, que hayan existido. En esto coincidimos con Palencia que tampoco ha ofrecido ninguno. Un cierto boceto de pórtico, ya indudablemente tardío, y cerrado, se da en Barruelo de los Carabeos, pero es prácticamente más bien una nave de muro denso y sin vanos que nada tiene que ver con los pórticos de bellas arquerías de Burgos o Segovia.

5.6. Ábsides
Lo mismo que en todo el románico castellano (Palencia, Burgos, Soria, etc.) existen los dos tipos de ábsides normales: el rectangular y el semicircular, estando ausente el poligonal al exterior, tan característico de lo cisterciense, que se perfila en Cantabria exclusivamente, y muy tímidamente, en la estructura interior del monasterio de Piasca. Esto nos permite, a diferencia, por ejemplo, de Palencia, señalar lo que ya apuntábamos en el “Ambiente Histórico” de que en los finales del XII pocos monasterios importantes se edifican ya en Cantabria, y que las corrientes del Cister afectan, pues, en muy poco, a nuestros monumentos. La fábrica de Santo Tori bio de Liébana, gótica en su construcción actual, debió de levantarse sobre planta románica de ábsides poligonales, tal como pudimos comprobar al realizar nuestras excavaciones en este monasterio (véase “Santo Toribio de Liébana”, en esta misma obra, tomo III). La cabecera de la nave sur, la más vieja, de la iglesia de la Asunción de Laredo, y la capilla del Cristo de Santander son también testimonios de esa estructura poligonal en los ábsides que en nuestra provincia se asimila ya a edificios de claras manifestaciones ojivales.
Ábside único de San Román de Escalante 

Por lo que se refiere a los ábsides semicirculares y a las cabeceras que éstos forman, la norma general es la construcción de un solo ábside como consecuencia de la existencia tam bién de una sola nave, y esto en iglesias de categoría monumental como San Martín de Elines, Cervatos, etc., que no poseen crucero. Las que tienen tres naves, o una sola nave con crucero, como pueden ser Santillana y Piasca, en el primer caso, o Castañeda en el segundo, suelen construir sus cabeceras con tres ábsides, siendo el central más elevado e importante y los late rales más reducidos.
La organización externa de los paramentos de estos ábsides semicirculares varía –como hemos visto al hablar de contrafuertes– en la disposición de sus elementos. Los ábsides de Santillana, por ejemplo, están divididos horizontalmente, como en San Martín de Frómista, en dos bandas separadas por moldura de billetes. Verticalmente los ventanales se enmarcan entre columnas que, lo mismo que en Frómista, recorren todas la altura del ábside. Castañeda tiene muy parecida estructura. San Martín de Elines, Cervatos, Santa María de Hoyos, Quintanilla de Rucandio, Rioseco, Villasevil, Navamuel, etc., combinan el contrafuerte prismático para el cuerpo inferior y la columna para el superior. Lo mismo sucede en Piasca, salvo que en esta iglesia las columnas absidales son de doble fuste, tal como vemos también en el ábside de Retortillo, o en los de La Fuente y Villacantid. Otras iglesias dividen verticalmente el paramento del ábside por simples contrafuertes prismáticos que llegan hasta la misma altura de los canecillos (San Miguel de Olea, Raicedo, Yermo, San Andrés de Valdelomar, San Martín y Castrillo de Valdelomar, etc.). Sólo Bareyo presenta esta división a base de columnas entregas que van de arriba abajo, y que es un tipo muy repetido en el románico del norte burgalés (Vallejo de Mena, Siones, San Pantaleón de Losa, Bárcena de Pienza, Abajas, etc.). Muchos otros ábsides carecen de división alguna vertical, tal como sucede en Bolmir, San Martín de Hoyos, Santa Catalina de Laredo, San Román de Escalante, San Martín de Quevedo, Villa nueva de la Nía, Bárcena de Pie de Concha, etc.
Cabecera con tres ábsides en Santilla del Mar 

Junto a estos ábsides semicirculares existen también los rectangulares que se dan sobre todo en iglesias de un románico o muy primitivo y humilde, caso de las ermitas de Enterría o San Pelayo, en Liébana, o en un románico ya muy avanzado, predominando en este último caso en muchas de las iglesias del sur de la provincia, como en Aldea de Ebro, ermita de Dondevilla de este mismo pueblo, Montecillo, Sobrepenilla, Quijas, Riopanero, San Cristóbal del Monte, Carabeos, etc., muy en relación con el románico popular del norte palentino con el que nuestro románico de Valderredible forma indudable unidad.

5.7. Ventanas
Los tipos de ventanas que aparecen en el románico montañés son los mismos que normal mente se dan en el románico castellano, e incluso en la arquitectura general de esta época. Tanto en los ábsides como en los muros pueden abrirse vanos que llevan arco de medio punto y se organizan de la manera más simple a la más complicada. Con una visión global podríamos distinguir las siguientes disposiciones en las ventanas de nuestro románico:

5.7.1. Sin columnas
a) Aspilleras, o estrechas aberturas rectangulares –enmarcadas por sillares verticales y horizontales–, que pueden llevar arquillo de medio punto o terminación horizontal a modo de arquitrabe. Ambas tienen en común que están en línea con el paramento exterior del muro sin presentar ningún abocinado a la calle. Se dan en Argomilla de Cayón (muro norte), San Miguel de Olea (ábside), Bárcena de Pie de Concha (ábside), Barruelo de los Carabeos (pórtico), Bolmir (ábside), Cañeda (ábside), San Martín de Elines (torre y muro sur), etc.
b) Aspilleras abocinadas al exterior, y enmarcadas o con molduras o con arco doblado. Se ven en iglesias como Arenillas de Ebro, Rioseco y Fombellida, en ventanitas en el ábside, o en Barruelo de los Carabeos, Retortillo (ventanas laterales del ábside), etc.
c) Ventanas anchas, sin columnas, ni abocinadas al exterior. No son frecuentes, pero hay ejemplos en Bárcena de Pie de Concha (en la espadaña), o en Castañeda (ventanas bajas y medias de la torre).

5.7.2. Con columnas
a) Con dos columnas. Son las más frecuentes, y se corresponden con iglesias de mediana importancia. Las vemos en abundancia en los ábsides, pero también existen en cual quiera de los muros. Tenemos numerosos ejemplos en Argomilla de Cayón, Raicedo, Bolmir, Retortillo (ventana central del ábside), Castañeda (ábside), Cejancas (muro), Cervatos (muro y ábside). Santa María de Hoyos, Quintanilla de Rucandio, etc.
b) Con cuatro columnas. Es éste siempre un tipo que suele estar en concordancia con una importancia bastante destacada de la iglesia. En Cantabria las vemos en Bareyo, Santa María de Cayón, Santillana y poco más.
c) Ventanas dobles con columnas diversas. Son muy escasas, aunque las encontramos en el ábside de Bareyo (ventana central) y en Cervatos (piso superior de la torre). Pensamos que su existencia es ya significativa de una cronología avanzada del siglo XII.
d) Ventanas dobles con una sola columna central. Al contrario, este tipo de ventanas ajimezadas, de medio punto, jambas lisas exteriores y columna central con capitel, parecen de una época tardía del románico, fines del XI y primera mitad del XII. Las hallamos en la parte superior de la torre de Castañeda, y en la torre cilíndrica de Santillana.
En algún caso, lo que es más bien excepcional, podemos hacer notar la existencia de ven tanas cuyo arco aparece trilobulado. Tal es el caso de una ventana de la linterna de la iglesia de Castañeda y otra en el ábside de Piasca.
Ventana central del ábside de Bareyo
Ventana doble con columna central de la torre cilíndrica de Santillana
Ventana con cuatro columnas del ábside de Santillana 

5.8. Cúpulas y linternas
Dado que la linterna suele suponer la existencia de cúpula sobre el crucero, es natural que aparezca solamente en iglesias de proporciones acusadas o desenvolvimiento monumental des tacado. Por ello son escasos los edificios románicos de la Montaña que fueron planteados con este aditamento constructivo de tanta vistosidad y apariencia. En todo el románico cántabro sólo nos es dable conocer cuatro linternas: la de Santillana, la de Castañeda, la de Bareyo y la de San Martín de Elines.
Todas ellas cubren y arman, al exterior, distintos tipos de cúpulas: las de Santillana y Elines, sobre pechinas; la de Castañeda sobre trompas, y la de Bareyo, muy especial, es piramidal reforzada por arcos, a modo de crucería, que apoyan en cuatro ménsulas. La cúpula de Santi llana parece ha sido muy modificada, tal como apunta Lampérez en su clásico libro sobre la arquitectura religiosa; los nervios cruzados que ahora aparecen tienen aspecto muy posterior y es de suponer que fuese una cúpula semiesférica lisa como la que existe en Castañeda, bien que ésta se sirva de trompas para convertir, como en Frómista, el cuadrado en octógono. El mismo Lampérez apunta la posibilidad de trompas en la primitiva cúpula de Santillana.
La linterna de Santillana se muestra al exterior como torre cuadrada, y esta forma tienen también las de San Martín de Elines y la de Bareyo. La menos destacada como torre es la de Elines que, con la de Bareyo, es la más sencilla y humilde de apariencia. Mucho más ricas, con canecillos, arcos ciegos, columnas angulares, etc., son las de Santillana y Castañeda, sin duda las linternas más monumentales de nuestro románico. La linterna de San Martín de Elines posiblemente se planeó para la colocación de un piso superior con arcaduras y campanas –tal como aparece en la linterna de San Pedro de Tejada, en Burgos–, y para lo que se construyó la torre escalera cilíndrica sin explicación actual. Copia, en este sentido, la disposición de Santillana donde el husillo cilíndrico se encuentra en sitio semejante (muro sur, junto al crucero).

5.9. Arcos
Por lo general predomina siempre el arco de medio punto característico del románico clásico. Se acude pocas veces, salvo en algún edificio ya de época avanzada, al arco apuntado. Así es normal el medio punto en iglesias viejas como Santillana, Castañeda, San Martín de Elines, etc., que en algunos casos, como el triunfal de Argomilla de Cayón, aparece muy vahído quizás por defecto de construcción o reforma obligada posterior. En monumentos de finales del XII, que son claramente contemporáneos, como pueden ser Bareyo y Escalante, uno de ellos, Bareyo, sigue utilizando el medio punto para su arco triunfal, en tanto que el segundo ya construye con apuntado. Los arcos de ventanas, aún en iglesias de esta última época, siempre son de medio punto; no así el de las puertas que, aunque excepcionalmente, pueden apuntarse. El apuntamiento de los arcos, como sabemos, no es, por otra parte, una característica sólo exclusiva de iglesias de época avanzada; puede darse sin dificultad a mediados del XII, y un caso en Cantabria podría ser el arco triunfal de las ruinas románicas de Maliaño que estimamos de los años iniciales de la segunda mitad de la duodécima centuria.
Excepcionalmente, ciertos arcos de medio punto se alzan sobre destacado peralte, tal como sucede en las arquerías altas (derecha) de Bareyo. No puede pensarse en este ejemplo como reminiscencia asturiana, pues ya la iglesia es bien avanzada de los finales del siglo XII. Tampoco pueden apreciarse recuerdos árabes o mozárabes en nuestro románico, tal como existían bastante patentes en el románico palentino, pues el arco de herradura del muro izquierdo del presbiterio de Santillana está lejos de ser un influjo directo de los clásicos arcos ultrasemi-circulares. Existe, sí, el arco trilobulado en dos casos que recuerde: una ventana de la linterna de Castañeda y la ventana central del ábside de Piasca, ya con clara concepción gótica. Aspecto de arcos multilobulados presenta también uno de la arquería baja de Bareyo, pero esta sinuosidad viene más bien dada por la especial moldura que lleva, y más claramente en la portada de Polanco.
La mayor parte de las espadañas, que se dan fundamentalmente en el románico de la zona sur de la provincia, lleva arcos apuntados (Santa María de Valdelomar, Riopanero, Quijas, Allén del Hoyo, San Andrés de Valdelomar, etc.), como los lleva igualmente la espectacular espadaña de San Martín o Santa Cecilia de Laredo.

5.10. Bóvedas y cubiertas de madera
Debido sin duda a la humildad de muchas de nuestras iglesias románicas y a la abundancia de madera de gran calidad para la construcción, la mayor parte de las cubiertas, salvando las bóvedas del ábside y presbiterio, y del crucero cuando existe, son de madera. Iglesias altas y de potentes estructuras, como puede ser San Martín de Elines, cubren siempre su nave con estructura lignaria. Algo semejante debió de suceder con la primitiva cubierta de la colegiata de Santillana en su nave mayor. La de Castañeda creemos, sin embargo, que cubrió esta nave con cañón sobre fajones, bóveda que fue reformada en el siglo XVII siguiendo organización semejante a la románica.
Los ábsides y presbiterio, como acabamos de indicar, y aun siendo las iglesias de reducido tamaño, se cubren con bóveda de horno y de cañón semicircular o apuntado respectiva mente. Las naves del crucero, en Santillana y Castañeda, son igualmente de cañón en medio punto. La bóveda de nervios aparece como un hecho ya tardío que suele sustituir la cubierta de madera, como en Santillana, o que se acomoda a directrices pseudogóticas o cistercienses como en Piasca. No conocemos ninguna bóveda de arista en el románico montañés y tampoco es seguro la tuviesen las naves laterales de Santillana.

5.11. Apoyos
Como en todo lo románico, el apoyo normal que se encuentra en los edificios montañeses es la columna con su correspondiente capitel. En los arcos triunfales y en los de naves y cruceros las columnas suelen ser entregas, es decir medias columnas construidas con tambores que se incorporan a la masa del muro. En los ábsides suelen aparecer, para apoyar la cornisa, aparte de los canecillos, capiteles sostenidos por columnas exentas con fustes más o menos altos; tal es el caso de muchas iglesias cántabras como Santillana, Castañeda, Cervatos, San Martín de Elines, etc.
Ciertos arcos triunfales, caso de Santa Catalina de Laredo, pueden apoyar sobre pilastras prismáticas adheridas al muro en sustitución de columnas.
En las iglesias de varias naves aparecen los pilares con bastantes variantes. La Colegiata de Santillana los tiene cruciformes, con medias columnas, apoyados sobre grandes basas circulares. Los del crucero da la sensación que fueron acodillados sin la existencia del gran basamento, tal como son los del mismo sitio de Frómista. Los de Piasca son cruciformes sin columnas.
Pilar enormemente original, y no muy repetido en toda la arquitectura románica, son las grandes pilastras circulares que aparecen en la iglesia de San Martín de Elines. Son enormes columnas entregas, de arco casi semicircular, que soportan la cúpula de esta iglesia. Los fustes se organizan a base de sillares y terminan en gigantescos capiteles de trazado cilíndrico. Por su excepcionalidad, creemos interesante intentar buscar paralelos en otros monumentos románicos de cronología diversa. Sin duda parecen trasunto de grandes columnas exentas que, aunque excepcionalmente, aparecen en algunos edificios italianos, sobre todo, ingleses y franceses, bien con fustes monolíticos o bien construidos con sillares, como en San Martín de Elines. En Italia existen sólo semejanzas en la rotonda del Santo Sepulcro de Bolonia, con sillares, construida entre 1150-1160; en Piacenza, sin cronología clara; en San Vitores delle Chiuse (Fabriano, Ancona), del siglo XII; en Lugano in Teverina; en Como en su basílica de Sant Abundio, acaba da a finales del XI101. En Inglaterra, en Sothwel, 1100-1150; en la Fountains Abbey (Yorkshire), terminada en 1170; iglesia de Dirham, comienzos del XII; Dunpermline (Fife), empezada en 1128; Gloucester, terminada en 1160, etc102. En Francia existen con sillería en Le Mans (Sarthe), siglos XI-XII; en Saint Savin (Vienne), siglos XI-XII; en Neuvy-St-Sepulchre (Indre), siglo XI; en Saint Nectaire (Puy-de-Dôme), primera mitad del XII; en Fournus (Saône-et-Loire), siglos XI-XII, etc. De cómo llega este grandioso tipo de pilar a San Martín de Elines es algo que desconocemos, pues ninguna semejanza hallamos con otros románicos de las provincias limítrofes, donde no se da este ejemplar de pilar con capiteles que son verdaderos relieves continuos.
La ménsula también es utilizada como apoyo en algunos casos, tal las de la cúpula de Bareyo.

5.12. Fustes
Generalmente los fustes de las iglesias románicas montañesas son lisos, monolíticos o de dos o tres tambores, en las portadas. Excepcionalmente se dan algunos tallados en toda su superficie con diferentes motivos. Los más antiguos de éstos, al parecer, son los acanalados verticalmente que existen en el interior de los ábsides de Santillana, si es que no son añadidos de finales del XII, como pudiera ser. Fustes de este tipo, con acanaladuras, los vemos también en otros dos edificios tardíos, como Bareyo (ventana sobre las arquerías derechas del presbiterio) y Escalante (fuste izquierdo del arco triunfal). También hay algún ejemplo de fustes con decoración helicoidal o a tornillo; se repiten formando “pandant” en los mismos lugares e iglesias anteriores. Villacantid posee un fuste con molduras en zig-zag, y creemos que éstos son los únicos no lisos que ofrece el románico montañés.
Noticia aparte merecen los fustes-cariátides o fustes-estatuas, escasísimos en nuestro románico. Tan sólo los vemos en Bareyo (un solo caso en la arquería del ábside), y en Escalante (dos fustes con figura de la Virgen sedente y santo o apóstol). En Piasca, un fuste de la portada (lado derecho) lleva esculpida la figura de San Miguel Arcángel luchando contra el dragón, del tipo en bajo relieve que veíamos en la portada de Santiago de Carrión.

5.13. Basas
Variado abanico de basas hallamos en nuestro románico, con diversidad de formas y de posibilidades. Utilizando una u otra decoración, pueden darse en todo el ámbito de este estilo arquitectónico. Igual que hice con el románico palentino (1961) y con el de Santander (1979), y para evitar una prolija descripción, ofrezco un número suficientemente denso de variaciones.
Diversos tipos de basas del románico cántabro, según Miguel Ángel García Guinea y Mario Gómez Calderón

 

 Próximo Capítulo: Románico en los Valles Pasiegos: Pas, Pisueña y Miera

 

  

 

Bibliografía
ASSAS, M. de, “Colegiata de Cervatos”, en Semanario Pintoresco Español, 1857 y “La Colegiata de Castañeda”, en Semanario Pintoresco Español.
B. HARLEY y D. WOODWARD, The History of Cartography. Volume One. Cartography in Prehistoric, Ancient and Medieval Europe and Medite rranean, Chicago, 1987, pp. 371-463.
CAMPUZANO RUIZ, E., “La transmisión del mensaje”, en 2000 Anno Domine. La Iglesia en Cantabria, Santillana del Mar, 2000, p. 101.
DIEZ HERRERA, C. La formación de la sociedad feudal en Cantabria. Santander, 1990.
DÍEZ HERRERA, C., “La Baja Edad Media. Siglos XIII, XIV y XV”, en Historia de Cantabria. Prehistoria. Edades Antigua y Media, GARCÍA GUINEA, M. A., (dir.), Santander, 1985, pp. 482-483.
ESCAGEDO SALMÓN, M., “Vida monástica en la provincia de Santander”, t. I, Liébana y Santillana, Torrelavega, 1918.
FERNÁNDEZ CASANOVA, A., “Monumentos románicos del Valle de Campoo de Enmedio” (Bol. Soc. Esp. de Excursiones, XIII, 1905). IDEM: La iglesia de Castañeda (Santander), R.A.B.M., 1914, t. XXXI, pp. 395-399.
GARCÍA DE CORTÁZAR, J. A., “Cantabria en los años 450-1000. De la identificación de un pueblo en el marco del Imperio Romano a la individualización de unas comarcas en el Condado de Castilla”, en Cántabros: la génesis de un pueblo, (MUÑIZ J. A. e IGLESIAS, J. M., coords.), Santander, 1999, pp. 241-243.
GARCÍA GUINEA, M. A., “El marco cultural de los testimonios artísticos de Cantabria en la Edad Media”, en I Encuentro de Historia de Cantabria, ob. cit., t. I, p. 541.
GARCÍA GUINEA, M. A., “La iglesia románica de Santa María de Villacantid (Santander)”, Boletín de Trabajos del Seminario de Arte y Arqueología, vol. XV, fasc. XLIX-L, Valladolid, pp. 211-266, año 1949.
GARCÍA GUINEA, M. A., El románico en Santander, edic. Librería Estvdio, Santander ,1979.
GUDIOL RICART, J. y GAYA NUÑO, J. A., “Arquitectura y escultura románicas”, en Ars Hispaniae, vol. V, edit. Plus Ultra, Madrid, 1948, pp. 245-250, “Románico montañés”.
J. A. GARCÍA DE CORTÁZAR, RUIZ DE AGUIRRE y C. DIEZ HERRERA, La formación de la sociedad hispano-cristiana del Cantábrico al Ebro en los siglos VIII a XI. Planteamiento de una hipótesis y análisis del caso de Liébana, Asturias de Santillana y Tras miera, Estvdio, Santander, 1982, p. 229. 9 10 11
GARCÍA DE CORTÁZAR, J. A., “El renacimiento del siglo XII en Europa: los comienzos de una renovación de saberes y sensibilidades”, en XXIV Semana de Estudios Medievales. Estella, 14 a 18 de julio de 1997. Renovación intelectual del occidente europeo siglo XII, Pamplona, 1998, pp. 29-62, en concreto, pp. 54-55.
GARCÍA GUINEA, M. A., “El marco cultural de los testimonios artísticos de Cantabria en la Edad Media”, en I Encuentro de Historia de Cantabria, ob. cit., t. I, pp. 543-544.
JUSUÉ, E., Libro de Regla o Cartulario de la antigua abadía de Santillana del Mar, Centro de Estudios Históricos, Madrid, 1912.
Cfr. ORTEGA VALCÁRCEL, J. “El microcosmos humanizado: los núcleos urbanos y las comunicaciones”, en L. GARCÍA BALLESTER, dir., Historia de la Ciencia y de la técnica en la Corona de Castilla, I., Edad Media, pp. 278-443.
MARTÍNEZ DE AGUIRRE, E., “La memoria de la piedra: sepulturas en espacios monásticos hispanos (siglos XI y XII)”, en GARCÍA DE CORTÁZAR, J. A., (coord.), Monasterios románicos y producción artística, Aguilar de Campoo, 2003, pp. 131-133.
PALACIO RAMOS, R., “Cantabria: molinos de mar de la villa de Santoña”, en Molinos de mar y estuarios, pp. 154-165.
RUIZ DE LA PEÑA. J. I., “El desarrollo urbano y mercantil de las villas de Cantabria en los siglos XII y XIII”, Fuero de Santander y su época. Santander, 1989, pp. 257-291.
SÁNCHEZ BELDA, L., Cartulario de Santo Toribio de Liébana, Madrid, 1948, nº 89.
SOJO Y LOMBA, E., Ilustraciones a la historia de la M.N y S.L. Merindad de Trasmiera, Santander, 1988, p. 533.
T. CAMPBELL, “Portolan charts from the Late Thirteenth Century to 1500”, en J.
ORTIZ DE LA TORRE, “Perfiles arquitectónicos”, en VV.AA. Lo admirable de Santander, Bilbao, 1935, p. XXXIX-XLII.
VAN DEN EYNDE CERUTI, E., “La época de repoblación, siglos VIII-IX y X”, en Historia de Cantabria (dir. García Gui nea), edic. Librería Estvdio, Santander, 1985, p. 295.

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario