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jueves, 16 de octubre de 2025

Capítulo 132, Románico en Lugo

 

La provincia de Lugo en la época del románico
La sede episcopal lucense comienza su andadura en el siglo V. Al menos de esta centuria data el primero de sus obispos conocidos, Agrestio, quien es mencionado por Hidacio de Chaves y que parece que llegó a asistir al Concilio eclesiástico de Orange del año 441. Durante el período suevo otro prelado realmente significativo fue Nitigisio. Durante su prelatura la sede lucense alcanzó el rango de metropolitana y de ella dependían las otras sedes existentes en el territorio de la actual Galicia, además de Astorga. Conviene que recordemos esta episódica condición metropolitana de Lugo en el tramo final de la existencia del reino suevo, para cuando volvamos a mencionar esta misma reivindicación lucense tiempo después.
La desaparición del reino visigodo y la llegada de los musulmanes a la Península Ibérica pudieron haber provocado un hiato en la nómina episcopal lucense. Una posible interrupción que de Lugo de los siglos VIII y IX encuentra un apoyo principal para considerarla creíble en las débiles y escasas referencias a obispos. El primero de esta magra nómina no es otro que el famoso Odoario, quien pudo pontificar entre 750 y 786. Su perfil biográfico depende de un conjunto de problemáticos documentos que han generado infinidad de comentarios y opiniones contrapuestas. Mientras que podría llegar a creerse la existencia real del personaje y de su condición episcopal, lo que pa rece evidente es que buena parte del telón de fondo que dibuja el corpus documental odoariano responde a claves sociales e ideológicas propias de otros tiempos. De todos ellos, quizá el elemento que chirríe de modo más estridente es la idea de que Odoario llega a una ciudad de Lugo convertida en un desierto humano.
Se trata de todo un constructo ideológico que está estructurado en torno al eje despoblación repoblación. Tiene uno de sus epicentros en las famosas crónicas de Alfonso III, elaboradas a finales del siglo IX, pero buena parte de la producción documental salida de las cancillerías regias está impregnada de esa misma idea que está, también, muy presente en los documentos transcritos y reelaborados en épocas muy posteriores a los de su redacción original. Esta dinámica de la despoblación y posterior repoblación se ha probado como falsa en el caso de Galicia tanto en su sentido literal, como en el figurado. Si los campos de la Galicia lucense no estuvieron nunca despoblados y si la irrupción islámica en el Noroeste fue de corta duración y no contribuyó a provocar transformaciones de entidad en las sociedades de la región, ¿por qué hay que imaginar que Lugo, precisamente, con su muralla y todo su peso urbano, iba a ser la única prueba de esta imaginaria despoblación?.
En consecuencia hay que imaginar que la ciudad, sin duda alejada de la vitalidad urbana de épocas pasadas, y la iglesia nunca vivieron esta situación de desolación. Bien es cierto que la nómina episcopal documentada tiene lagunas que nos pueden hacer dudar sobre una sucesión episcopal ininterrumpida desde el supuesto episcopado de Odoario, pero ello no debe implicar que la falta de información equivalga a la falta de vida.
Otra cuestión digna de mención es que la sede lucense aparece, por lo menos desde fines del siglo IX, muy relacionada con la archidiócesis de Braga. Así en la lista de los obispos y sedes del reino astur que acompaña a la Crónica Albeldense, y que puede datarse hacia el año 881, nos encontramos con la referencia a Flaiano, titular de Braga residente en Lugo. El traslado al norte del titular bracarense y su asentamiento en Lugo puede entenderse como una estrategia ordenada por Alfonso III y quizá también por causa de los vínculos que ya podían haber existido entre ambas diócesis. Lo cierto es que, como apunta Isla, de esta relación no se puede certificar la traslación de la sede, ni tampoco el hecho de que Lugo haya heredado la dignidad metropolitana de Braga. Una cuestión que, sin embargo, será objeto de reivindicación por parte lucense hasta que se produzca la definitiva restauración de Braga, aunque este tipo de reclamaciones las encontremos, casi siempre, en documentos interpolados o falsos como algunos de los que componen el ya referido ciclo odoariano.
En cualquier caso, y al margen del debate sobre su posible condición metropolitana, todo parece indicar que la diócesis de Lugo fue, tras la de Iria, la sede gallega que tuvo una vida más estable y con un disfrute del poder más sólido por parte de sus prelados durante estos primeros siglos de la Edad Media.
En ello influyó, entre las razones más materiales, la solidez de la muralla y la importancia estratégica de la ciudad. Así, por ejemplo, el obispo Hermenegildo (951-985) ha pasado a la historia por su lucha contra los normandos y por haber conseguido defender la ciudad de su ataque. La sede lucense, de hecho, contó con el sólido respaldo de la mayor parte de los reyes leoneses. Es de destacar el papel jugado por los tres últimos monarcas de la dinastía astur-leonesa. Estos se apoyaron de modo muy especial en los obispos de Lugo, a los que hicieron concesiones territoriales y castrales que ponen de manifiesto el valor que estos monarcas concedían a la sede lucense.
La buena relación entre la sede lucense y la monarquía leonesa no parece haber cambiado con la nueva dinastía que arranca con Fernando I. Más aún, el reinado de Alfonso VI y, muy especial mente, a partir del período condal de Raimundo de Borgoña y de la infanta Urraca marcan la fase en que los obispos ven apuntalada su función como señores de la ciudad y de su extenso alfoz. Sobre el papel que la revuelta de los Ovéquiz pudo haber tenido en este apuntalamiento del poder de los titulares de Lugo, hablaremos más adelante. El obispo más representativo de esta fase de estrechamiento de las relaciones con la realeza fue Amor (1088-1096) aunque, paradójicamente, en su episcopado y tras la restauración de Braga y de Ourense la sede lucense comienza a perder parte de los territorios que hasta ese momento había considerado como propiamente diocesanos, así como muchas de las ínfulas metropolitanas. Prueba culminante del peso de Amor en el escenario político es su participación en el Concilio de Clermont.

Para la historia de la sede el siglo XII representa tres acontecimientos fundamentales. A nivel interno es la época de consolidación del cabildo catedralicio y en el que los obispos llegan a acuerdos con los canónigos para repartirse la administración de la ciudad. Es también época que pare ce haber sido muy vital en el plano económico para la ciudad y su obispado: se inician las obras de la catedral románica, se construye un nuevo hospital y se documenta la existencia de una feria que se celebra cada primer día de mes. De modo más general esta es la centuria en la que remata la larga contienda por fijar los límites territoriales de la diócesis. De todas ellas, olvidadas ya las viejas reivindicaciones bracarenses, posiblemente la más enconada fue la mantenida con Oviedo. La solución se produjo en 1154 con una concordia auspiciada por Alfonso VII: Lugo recupera los territorios en manos ovetenses y la sede astur recibe, a cambio, bienes del realengo. Al margen de este conflicto principal, cabe recordar que también hubo disputas por diferentes territorios con los titulares de León, Mondoñedo y Ourense.
No podemos acabar este breve recorrido por la historia de la sede de Lugo en los tiempos del Románico, sin referirnos al largo y trascendental episcopado de Miguel (1225-1270). Dicho prelado consiguió mantener el apoyo real a la sede durante los reinados de Fernando III y de Alfonso X. Consigue, además, que Lugo tenga propiedades estratégicas en las más importantes villas de la diócesis, incluso en algunos enclaves fuera de la misma como ocurre, por ejemplo, con Villafranca del Bierzo.
La otra sede episcopal que ocupa parte de la actual provincia de Lugo es la de Mondoñedo. La historia de la diócesis mindoniense difiere, muy mucho, de la que acabamos de trazar para Lugo. Y es que Mondoñedo, como tal sede, no aparece hasta fines del siglo IX y es, de uno u otro modo, un episcopado que viene a reunir las trayectorias de dos diócesis preexistentes: la iglesia de los bretones y la sede de Dumio.
La primera de ellas parece haber sido, al menos en sus orígenes, lo que podríamos denominar una sede gentilicia. Así puede deducirse de la conocida referencia que, de esta iglesia, se hace en el Parroquial Suevo. Esta nos habla de un obispado, centrado en un monasterio, del que dependían las comunidades bretonas que, a fines del siglo VI, existían en el Noroeste. Suele decirse que dichas comunidades estarían asentadas en la costa cantábrica de Galicia y la parte más occidental de Asturias. De este territorio bretón en Galicia podría quedarnos un, a modo de, fósil director toponímico, como es la parroquia de Santa María de Bretoña en el actual municipio de A Pastoriza. Lo cierto es que, con el tiempo, esta iglesia pudo haber ido perdiendo su carácter gentilicio para acercarse a un modelo más parecido al de la mayoría de las diócesis. De hecho, la documentación conciliar del siglo VII deja de hablar de obispos de los bretones y comienza a referirse a obispos de Britonia, cuyos titulares, por otra parte, comienzan a tener nombres germánicos frente a lo que sucedía en los primeros tiempos. La última referencia a los obispos de Britonia data del Concilio de Braga del 675, aunque esta sede había dejado de estar presente en los concilios tole danos desde el VIII del año 653.
Dumio también fue una diócesis singular. Radicada en el monasterio del mismo nombre que había sido fundado en las cercanías de Braga y que está muy asociado a la memoria de San Martín, conocido como Dumiense, una figura esencial en la historia del fin del reino suevo. Era un monasterio y sede episcopal a la vez, sin territorio adscrito, y cuyos titulares parecen haber tenido cierta prelacía para ser elegidos como arzobispos de Braga. El propio Martín siguió este itinerario repetido, un siglo después ya en época visigótica, por Fructuoso. Los titulares de esta sede parecen haber abandonado Dumio a partir de comienzos del siglo VIII. Se trasladan al norte y se instalan en el monasterio de San Martín de Mindunieto, en tierras en donde habían estado asentadas las comunidades bretonas antes referidas.
Del recuerdo de ambas sedes surgirá, a fines del siglo IX, la sede de Mondoñedo, si bien es la referencia nominal dumiense la única que va a mantenerse. En efecto, en el poema consagrado a las sedes del reino astur que va asociado a la Crónica Albeldense, se nos habla del primer obispo mindoniense documentado, Ruderico, al que se identifica como titular de Dumio pero residente en Mondoñedo. Durante bastante tiempo las referencias a estos obispos oscilarán entre denominarlos como dumienses o como mindonienses. Como explicación a esta dicotomía, Díaz y Díaz había conjeturado que aquellos prelados que tenían una inclinación más monástica optarían por intitular se como dumienses, mientras que los que poseían una visión más diocesana, por decirlo de algún modo, preferirían la referencia mindoniense.
La nómina episcopal mindoniense parece estabilizarse definitivamente a partir de Sabarico (907-922), quien inaugura un medio siglo de protagonismo del grupo familiar de San Rosendo al frente de esta sede. En lo que respecta al siglo XI hay que hablar del episcopado de dos Suarios, el primero de los cuales pudo haber tenido, al margen de su prelatura mindoniense, la administración de todas las otras sedes gallegas salvo Iria, mientras que el segundo es considerado por algunos autores como uno de los prerreformadores del clero gallego y, a la vez, es visto como pionero en la defensa de la primacía episcopal frente a la autonomía monástica.
A caballo de los siglos XI y XII como límite de una etapa claramente diferenciable en la his toria de esta diócesis, está el episcopado de Gonzalo Froilaz (1070-1108). Integrante de una de las familias más poderosas de la Galicia del momento, en la que sobresalía su hermano el conde Pedro, tuvo un activo protagonismo político y eclesial. En los años finales de su pontificado se enfrentó con el joven obispo compostelano Diego Gelmírez, a propósito de los arciprestazgos de Bezoucos, Trasancos y Seaia que ambas sedes consideraban propios. Pese a las reiteradas sentencias favorables a Gelmírez, Don Gonzalo no aceptó de buen grado su derrota a la que se resistió con tenacidad. Una fortaleza, quizá, sustentada no solo en su propio carácter y determinación sino también en el poder de su familia y, en especial, en el valor de unos territorios en los que concentraban par ta esencial de su patrimonio. La memoria del obispo Gonzalo Froilaz está asociada con un tesoro compuesto por un báculo y un anillo que son bien conocidos y que ponen de manifiesto la importancia de su episcopado.
El siglo XII es momento de grandes cambios en la sede de Mondoñedo. Para empezar por que cambia la ubicación de la cabecera de la diócesis. Entre 1112 y 1117, durante el episcopado del antiguo canónigo compostelano Nuño Alfonso, la sede abandona el emplazamiento que había tenido desde su fundación a fines del siglo IX. En efecto, San Martiño de Mondoñedo, en la que se estaba construyendo un nuevo templo aún inacabado cuando se produce el traslado, se deja por el lugar de Vilamaior, en el valle del Brea, con el tiempo conocido, igualmente, como Mondoñedo. Las razones que suelen darse para justificar este desplazamiento desde las proximidades de la costa hacia una ubicación más interior y al pie de una estribación montañosa, tienen que ver con la inseguridad que emana de buena parte de los espacios ribereños de la Galicia de esa época. Una situación de la que estamos bien informados por, entre otras fuentes, una serie de pasajes bien conocidos de la mismísima Historia Compostelana.
El nuevo emplazamiento de la sede tarda en cuajar, como luego se verá, como realidad urbana. Ello puede explicar un segundo cambio de ubicación de los obispos antes de que acabe el siglo. El lugar al que van a mudarse los prelados mindonienses vuelve a ser costero y no es otro que la recién fundada villa de Ribadeo. El rey leonés Fernando II rubrica este nuevo traslado con la entrega, casi inmediata, como señorío al obispo Rabinato. La sede mindoniense permanecerá en Ribadeo hasta 1224 cuando se fecha el retorno, ya definitivo, a Mondoñedo.  
Estos vaivenes pueden indicar que los obispos de Mondoñedo carecían de la fortaleza política y del respaldo regio del que gozaban otros prelados (como por el ejemplo los titulares de Lugo, por no hablar de la emergente archidiócesis compostelana) y, quizá, podrían ser también el reflejo de un territorio en el que la realidad social y política era más debatida y revuelta que en otros ámbitos.
Este siglo es, como en la mayor parte de los obispados, muy importante para estabilizar el territorio diocesano. Consigue resolverse de modo bastante satisfactorio para Mondoñedo el pleito que, desde tiempo atrás, le enfrentaba con Santiago a propósito de la pertenencia de los arciprestazgos limítrofes entre ambas sedes. El acuerdo consiste en que Seaia y Bezoucos quedan vinculados a la archidiócesis compostelana, mientras que los arciprestazgos de Trasancos, Labacengos y Arros van a ser definitivamente mindonienses. Los límites occidentales quedan, así, estabilizados. Se fi jan, igualmente, sendos límites orientales (el río Eo) frente a Oviedo y el meridional (el río Parga) con respecto a la sede de Lugo.
Frente a la titubeante evolución del siglo XII, el XIII es para Mondoñedo el momento de la estabilización. No solo se produce el retorno, como decíamos ya definitivo, a la pequeña villa del valle del Brea sino que la sede da evidentes signos de asentamiento. Algunos de estos son la construcción, por fin, de una catedral en la capital de la diócesis, el incremento espectacular del número de documentos emitidos por la cancillería episcopal o, por último, el hecho de que ya nos encontremos con una institución capitular plenamente definida.
Hay dos factores más que avalan la importancia histórica del siglo XIII para Mondoñedo. Por un lado recibió un trato que podríamos calificar como de favor por parte de Alfonso X, que contrasta con la difícil relación que se estableció entre el Rey Sabio y otras diócesis de Galicia. Hay, por otra parte, leves indicios que permiten intuir que la situación económica de la diócesis era relativamente benigna en esta centuria.

Las convulsiones de la época feudal en Lugo
Uno de los acontecimientos políticos y sociales más importantes de toda esta época en el espacio lucense fue, sin duda alguna, la famosa revuelta de los Ovéquiz. Antes de trazar lo esencial de la misma conviene decir que, tal y como ha puesto de manifiesto Ermelindo Portela en varios de sus trabajos, este conflicto no tiene relación alguna ni con el encarcelamiento de don García, el derrocado rey de Galicia prisionero en el castillo de Luna, ni con la deposición del obispo iriense Diego Peláez. La coincidencia en el tiempo de esos tres sucesos y la poderosa y evocadora herencia historiográfica que, en este punto, nos ha legado Antonio López Ferreiro, han hecho el resto.
El grupo aristocrático de los Ovéquiz era aquel en el que, principalmente, había delegado Alfonso VI para que ejerciera, en su nombre, el poder en los regalengos et comitatos en el giro de Lugo. Así se dice en el documento que, fechado en el 1078, recoge el pleito que los enfrentó con el obispo Vistruario de Lugo. A los ojos del prelado lucense estos aristócratas se excedían en sus funciones y, en especial, en el alcance territorial de su mandato ya que se entrometían incluso en los espacios que eran propios de la iglesia lucense desde los tiempos de los reyes anteriores y que solo los tumultos provocados tras la muerte de Fernando I habían alterado.
El pleito, tal y como nos ha llegado en la versión del Tumbo Viejo de Lugo, fue de especial entidad. Ambas partes acudieron a León para litigar ante el mismo Alfonso VI. Este falló a favor de Lugo, no queriendo contradecir a sus reales predecesores y, en especial, porque la parte episcopal presentó un documento de Alfonso V que ratificaba su postura. No acabó ahí, sin embargo, el procedimiento. Para darle más legitimidad aún, cinco juramentados de la parte lucense juraron que el contenido de aquel documento era veraz. Solo entonces, los condes Vela y Rodrigo Ovéquiz re conocieron que la reclamación de Lugo estaba fundamentada y firmaron la agnitio correspondiente.
Portela, a quien seguimos esencialmente en este apartado, cree que esta decisión real y revés judicial, por más que admitido por los Ovéquiz, fue el único motivo conocido que llevó a este grupo aristocrático de la lealtad al rey a alzarse contra él. Dicha revuelta debió de iniciarse en algún momento de 1086 o 1087 y estaba ya desactivada a mediados del año 1088. De junio de ese año data un documento en el que Alfonso VI dona a Lugo parte de los bienes que, como resultado de la ira regia, le son confiscados a los Ovéquiz tras haber sido derrotada su rebelión. En ese mismo documento el rey da detalles de cómo se produjo esta algarada aristocrática. Señala, en primer lu gar, a los principales responsables: Rodrigo Ovéquiz (del que se dice que había sido nutritas por el propio rey como si de un hijo se tratara) y su madre Elvira. A ambos cabecillas y a sus seguidores se dedican adjetivos como rebelles, fraudatores o traditores. El alzamiento tuvo como epicentro la ciudad de Lugo, insistentemente definida como en manos del monarca, que fue asaltada y tomada, el merino real asesinado y los castillos del rey en esa área pasaron a manos de los rebeldes. Esta revuelta fue finalmente sofocada y sus líderes pasan al destierro en Zaragoza.
No es este sino el primer capítulo de la revuelta. Siempre según el documento real del Tumbo Viejo de Lugo, los Ovéquiz abandonaron su exilio aragonés para volver a Galicia. Ahora el epicentro de su ataque ya no fue Lugo, que debió de quedar bien controlado por los agentes reales tras la primera intentona rebelde, sino otro enclave fortificado: el castro de Ortigueira situado al norte de Lugo y en la costa. El laconismo del redactor del documento al referirse a la primera campaña se despereza un tanto al trazar esta segunda. El Rey, se dice, estaba en campaña contra los sarracenos y tuvo que acudir rápido al rescate de la patria y de los castillos. Solo esta decidida intervención del monarca, dice el texto, permitió la liberación de la provincia (sic) de Galicia que volvió a quedar bajo el dominio real.
Esta revuelta de ámbito local y originada en la base del sistema feudal (una disputa entre un grupo de aristócratas y el obispo) alcanzó importancia a escala del reino debido a la coincidencia con otras circunstancias críticas para Alfonso VI, la relevancia del grupo rebelde y, sin duda, por la posición estratégica y la importancia defensiva y militar de Lugo y de un entorno que parece estar repleto de castillos y fortalezas. La derrota de los Ovéquiz, con los que hay una reconciliación final, tuvo, además, importantes consecuencias para Lugo y sus obispos. La sede no solo fue la destinataria final de parte de los bienes incautados al grupo rebelde sino que, más trascendente que ello, Alfonso VI, ya en 1089, cedió el ius regale en la ciudad a su obispo. El señorío de los prelados lucenses, en la urbe, en su alfoz y en varios condados limítrofes, se refuerza y aclara.
Esta resolución no debió de contentar a todos los lucenses. En los primeros años del reinado de la reina Urraca, sucesora de Alfonso VI, la ciudad amurallada vuelve a ser escenario de conflictos. Los de ahora afectan al conjunto del reino de León y tienen que ver con las tensiones existen tes entre los partidarios del niño recién coronado rey en Compostela, Alfonso Raimúndez, y los del segundo marido de Urraca, Alfonso el Batallador, rey de Aragón y corregente del reino leonés, pero pueden reflejar, quizá, el descontento latente de un sector de la población de la ciudad con la fórmula adoptada para zanjar el episodio de los Ovéquiz. En 1111 el principal bastión gallego de los partidarios del aragonés estaba, precisamente, en Lugo. De hecho el obispo compostelano Diego Gelmírez y el conde Pedro Froilaz, ayo del joven rey, ensayaron un ataque sobre la ciudad que, sin embargo, no fue necesario llevar a la práctica debido a la rendición de los lucenses. Un grupo, el de los habitantes de Lugo, que fue ácidamente descrito en la Historia Compostelana cuando la crónica gelmiriana por antonomasia hace referencia a este episodio. Entre otras lindezas Giraldo de Beauvais los define como homicidas, transgresores, adúlteros o violadores de las iglesias ¿Hay detrás de ese denuesto solo una condena de su postura en la querella entre los Alfonsos o, a la vez, una denuncia de una actitud refractaria frente al dominio episcopal?.
Las siguientes revueltas que tienen como escenario la ciudad de Lugo estallan, ahora con toda claridad, contra el señorío episcopal. La primera de ellas sucede algo más de medio siglo después de la de los Ovéquiz, en tiempos del obispo don Juan. Se trata de un conflicto semejante al sucedido en otras ciudades, normalmente asociadas a las rutas de peregrinación a Santiago, y que son dependientes de señorío eclesial, ya sea episcopal o abacial. En la primera mitad de siglo las más conocidas de estas revueltas burguesas son, sin duda alguna, las que estallan en Santiago de Compostela (por dos veces) o en la villa abacial de Sahagún. La de Lugo es peor conocida que estas aunque sabemos que, en 1159, los sublevados formaron una hermandad y mataron al merino del obispo y a otras cinco personas, provocando la fuga del prelado. Parece que se organizaron en una especie de gobierno comunal y que, en principio, contaron con la aquiescencia de Fernando II. Sin embargo las dudas comenzaron a asaltar al monarca. Así se explica que, solo dos años después, en 1161, el obispo recibiera finalmente el respaldo explícito de Fernando II (el rey se personó incluso en Lugo) en forma de reafirmación del señorío episcopal sobre la ciudad, al tiempo que da orden de disolución de las hermandades y expulsa a varios de los líderes de la revuelta.
Los burgueses lucenses, entre los que existía un activo grupo de francos, no se contentaron con esta resolución y reiteraron revueltas semejantes a la de 1159 en varias ocasiones. La siguiente se produjo en 1181. El detonante fue, otra vez, la ira burguesa focalizada contra uno de los oficiales episcopales más relacionados con el gobierno señorial de la ciudad: el merino. Azuzado por la ira de los lucenses, el merino busca refugio en la catedral pese a lo cual es asesinado. Como si de una reedición del conflicto de 1159 se tratara, el obispo vuelva a huir de la ciudad y, otra vez, se forma un gobierno comunal.
En 1182, cuando el obispo Rodrigo sucede en la cátedra lucense a don Juan, la situación sigue siendo la misma. Reyna Pastor, a quien sigo en el análisis de estas revueltas, observa, sin embargo, un cambio importante: la revuelta ya no parece ser exclusiva de los habitantes intramuros sino que los habitantes del amplio coto lucense se han unido a la misma. Otra vez más es necesaria una intervención del rey que, a través de un documento, reitera el sometimiento de los lucenses al señorío episcopal.
Aún habrá nuevas revueltas acaecidas en los años 1184, 1202 y 1207. Esta sucesión de conflictos confirma que la burguesía lucense está entre las más dinámicas de la Galicia de los siglos tos confirma que la burguesía lucense está entre las más dinámicas de la Galicia de los siglos XII y XIII y es, seguramente, la más disconforme con su sometimiento al señorío de sus obispos.
El último gran colofón a esta serie de tensiones tuvo lugar durante los reinados de Alfonso X y de su hijo y sucesor, Sancho IV. En el caso del Rey Sabio hay que comenzar por recordar lo que, a ojos de no pocos historiadores, ha sido definido como actitud de distanciamiento físico y político con respecto a Galicia por parte del soberano. Extrañamiento que podría haber tenido su máximo exponente en la frialdad mostrada por Alfonso X frente a todo lo referente al culto a Santiago, un ámbito que, como es bien sabido, había sido terreno amplia e intensamente fomentado y cultivado por sus predecesores en el trono.
Al margen de esta actitud distante de Alfonso X por Galicia, lo más importante en el terreno que nos ocupa fue su decidido apoyo a las reivindicaciones concejiles en buena parte de las ciudades de señorío episcopal del Reino de Galicia. Además de Santiago y Ourense, fue en Lugo donde, quizá, las inclinaciones reales se volcaron más claramente a favor de las posiciones concejiles. En tre 1268 y 1280 fueron varias las disposiciones en las que, de uno u otro modo, el monarca caste llano concedía beneficios al concejo de Lugo que menoscaban el señorío del obispo. El punto de máximo apoyo a los planteamientos concejiles y de limitación del episcopal vino, sin embargo, a lo largo del reinado de Sancho IV. En 1289 el rey liberó a los burgueses de Lugo del señorío episcopal cumpliendo, de este modo, la máxima ambición de todos los movimientos burgueses desde el siglo XII y tal y como solo unos años antes había hecho su padre con la propia Compostela. Bien es cierto que la permanencia de la ciudad de Lugo en el ámbito del realengo fue efímera ya que en 1295, solo seis años después, Sancho IV se la devuelve al poder de sus obispos.

La renovación de la vida urbana en la provincia de Lugo en tiempos del románico
La reactivación, cuando no el nacimiento, de la vida urbana en tiempos del Románico es uno de los rasgos más característicos del dinamismo económico y social de la Europa feudal. El territorio de la actual provincia de Lugo no fue una excepción a esta característica general, bien por el contrario la vida urbana floreció en él de modo especialmente intenso y en formas bien variadas. Tanto es así que podemos distinguir varios modelos de urbanismo pleno medieval lucense: las ciudades episcopales, las villas costeras de fundación regia, los burgos nacidos al calor de las vías de peregrinación o las villas del interior impulsadas por la aristocracia laica.
El caso de la propia ciudad de Lugo puede servir como buen punto de arranque de este recorrido por la historia del urbanismo medieval en esta provincia. Aunque conozcamos mal la historia altomedieval de la ciudad, ya se ha comentado previamente que hay que descartar la veracidad de la leyenda odoariana, lo que nos lleva a ver un Lugo que, en estos siglos, tuvo que tener una importancia estratégica tan evidente como poco perfilada. Sin embargo ese viejo enclave va a experimentar una profunda reordenación y revitalización entre fines del siglo XI y los primeros años del siglo XII.
Para empezar hay que tener en cuenta que Lugo refuerza aún más su carácter de bastión defensivo y, por tanto, renueva su valor estratégico. A la muralla se le une, por lo menos desde principios del siglo XI, una fortaleza interior que, a modo de ciudadela, se construye en el espacio intramuros en una ubicación sureste.
Ese creciente valor defensivo de la ciudad no fue, seguramente, argumento menor para comprender el porqué del reforzamiento de la relación entre obispos de Lugo y monarquía. Ya se dijo previamente que este vínculo venía de largo, pero no es menos cierto que en esta época adquiere una intensidad desconocida. Manuel Mosquera ha señalado un momento concreto como precipitante de ese reforzamiento de vínculos: la revuelta de los Ovéquiz que, con epicentro en la ciudad amurallada, puso en jaque el reinado de Alfonso VI hasta el punto de obligar al Emperador a intervenir, personal y activamente, en su sofocamiento. A partir de ahí, el monarca concede el señorío de la ciudad y de su extenso alfoz en manos de los obispos lucenses concediendo, además, un fuero que será posteriormente confirmado por Alfonso VII o Fernando II.
La creación de una feria a celebrar a principios de mes y el inicio de la construcción de la catedral románica, pueden ser vistos como indicio y explicación de una parte del dinamismo económico y social de esta ciudad desde comienzos del siglo XII. De hecho, a partir de este momento, va a surgir un nuevo ámbito poblacional intramuros que se contrapone, y complementa, al Lugo heredero del pasado romano y altomedieval, que estaba adosado al espacio de la catedral y en posición suroeste. Me refiero al llamado Burgo Novo, un espacio marcado por el eje Sur-Norte que representa la Rúa Nova y otro vector de orientación oriental que representa la Rúa de San Pedro.
En esa intersección va a surgir un Lugo específicamente medieval que acabará eclosionando, definitivamente, en el siglo XIII tal y como expone López Carreira.
Otras infraestructuras nos hablan de una realidad urbana del Lugo románico que no debía de ser nada despreciable. Para empezar habría que recordar los varios puentes que existían alrededor de la ciudad, entre los que sobresalía el construido en época romana y que fue remozado en el XII. Conviene no olvidarse del conjunto de los, al menos cuatro, hospitales y albergues que Lugo tuvo hasta el siglo XIII. También en relación con el mundo asistencial, pero no solo referido a él, habría que tener en cuenta la segunda etapa de vida de los baños romanos que, pese a uno de los tópicos más negativos y falsos que penden sobre la Edad Media, no dejaron de usarse y de ser valorados.
Una ciudad de nuevo cuño fue Mondoñedo. Como se decía antes, en algún momento, entre 1112 y 1117, los obispos mindonienses abandonaron San Martiño para instalarse en una localidad situada más al interior. La nueva villa tardó algún tiempo en asentarse como una realidad urbana perfectamente reconocible. Una tardanza en la que, entre otros factores, debió de haber influido la residencia de los obispos en Ribadeo. Ni siquiera la concesión, por parte de Alfonso VII, del señorío de la nueva ciudad a sus obispos, o la carta foral o el privilegio de disponer de una feria mensual fueron acicates suficientes para que Mondoñedo tuviese un empaque urbano de cierta consideración. De hecho la ciudad se mantuvo, a lo largo de todo el período medieval, como la más pequeña de entre los burgos episcopales gallegos con sus, apenas, cinco hectáreas de superficie amurallada.
Pese a su pequeño tamaño e importancia relativa, el ejemplo de Mondoñedo no debe ser pasado por alto a la hora de hacer una historia del urbanismo lucense en los siglos románicos.
Otro polo de reactivación urbana lo encontramos en la costa de la actual provincia. En este caso, la revitalización de las conexiones por vía marítima y la importancia que diversos monarcas conceden a los enclaves costeros, son los factores principales que están detrás de esta emergencia urbanística. Ribadeo, fundada a partir de la parroquia portuaria preexistente de Santiago de Vigo, es un proyecto puesto en marcha por el rey leonés Fernando II entre 1182 y 1183. El apoyo real a esta nueva villa es muy claro desde el principio. Son varios los autores que, de hecho, ven en el traslado temporal de los obispos mindonienses a este nuevo burgo la mano del propio rey. Con la residencia episcopal se buscaba afianzar la recién nacida villa. Cuando se consume el traslado, ya definitivo, de los obispos a Mondoñedo, la monarquía, en este caso Alfonso IX, recuperó el señorío sobre Ribadeo aunque fuera a costa de compensar a la sede mindoniense y al monasterio cisterciense de Meira.

Viveiro, por su parte, pertenece a una segunda oleada urbanizadora de la costa gallega. Pese a que se desconoce la fecha exacta de su población, todo parece indicar que esta se corresponde con el reinado de Alfonso IX. Pese al empuje real, que también es perceptible detrás de esta fundación. Viveiro perteneció, casi desde sus orígenes, al señorío mindoniense. Por contraste con lo que acabamos de decir de Mondoñedo, ambas villas costeras adquirieron con celeridad su perfil urbano. Una prueba, que suele tenerse por paradigmática, es el hecho de contar con la presencia de conventos de las órdenes mendicantes. Viveiro se destaca, de modo particular, en este aspecto. Su comunidad franciscana está documentada desde 1258, dato que la convierte en la cuarta más antigua de Galicia. Los predicadores, por su parte, tardaron algo más en llegar a esta villa pero en 1285 puede darse por segura la existencia de un convento de los seguidores de Domingo de Guzmán. El hecho de que la villa vivariense contase con sendos conventos de predicadores y de hermanos menores la pone, al menos en este aspecto, en pie de igualdad con las grandes ciudades del reino de Galicia en esta época. Por contraste con su vecina, Ribadeo solo contó con presencia franciscana y levemente más tardía que en Viveiro.
No cabe la menor duda de que la exitosa peregrinación a Santiago y sus rutas preeminentes –especialmente presentes, como veremos más adelante, en el territorio lucense–, funcionó también con un poderoso efecto urbanizador. Al calor de la ruta que se va a consolidar como la hegemónica entre las terrestres, el llamado Camino Francés, van a ir surgiendo una serie de enclaves de perfiles urbanos entre las que sobresalen, principalmente, tres: Triacastela, Sarria y Portomarín.
Los dos primeros enclaves ven la luz en su emplazamiento definitivo en tiempos del rey Alfonso IX. Triacastela es topónimo y referencia antigua. Existe desde tiempo muy anterior un territorio de Triacastela y sabemos de la existencia de un monasterio e iglesia en un lugar del mismo nombre. Sin embargo, el paso al burgo de Triacastela, con ligero desplazamiento incluido para ceñirse a la ruta de los peregrinos jacobitas, se produce durante el reinado del último monarca leonés. De hecho, en 1228, en documento emitido por este rey, ya se habla del burgo de la nueva Triacas tela. Fue un proyecto que, como tantos otros ensayos urbanísticos de la época, se quedó a medio camino. Y es que, aunque tuvo una etapa de esplendor en el siglo XIII decayó rápidamente como enclave urbano propiamente dicho.
Mejor fortuna histórica corrió Sarria. Fundada a fines del siglo XII, recibe fuero del mismo Alfonso IX hacia 1228. Sarria, como enclave propiamente urbano, se funda en un territorio en el que, históricamente, existían tres notables influencias. La primera es la constituida por el propio realengo, especialmente presente en esta área, con la villa real de Larín como uno de sus principales referentes. En segundo lugar es de notar la proximidad de Sarria con uno de los monasterios más antiguos y poderosos de Galicia como es el benedictino de San Xulián de Samos. Por último hablamos de un espacio con una alta densidad de otros pequeños monasterios e iglesias (como Calvor y Barbadelo, entre otros), lo que nos habla de la vitalidad de la zona desde tiempo antiguo y de la existencia histórica de élites sociales.
Pero fue, sin duda, el efecto combinado del favor real y el éxito de la peregrinación a Compostela el factor que explica el éxito urbano de Sarria. De hecho, antes de que acabe el siglo XIII, el mapa urbano de Sarria tiene ya un perfil semejante al de otras villas y cuenta con dos iglesias y un monasterio como algunas ciudades de mucho más empaque y renombre. La relación con lo real y con la peregrinación se dan la mano en un hecho, puntual y anecdótico, pero de alcance histórico: en 1230 Alfonso IX, de camino a Compostela, causa orationis, fallece precisamente en la localidad de Sarria.
Un caso algo distinto lo representa Portomarín. Aquí el impulso urbanizador quizá debe me nos al empuje real, al tiempo que representa un caso más temprano que los anteriores burgos del Camino. Este enclave, como tantos otros preexistente, parece haberse ido desarrollando especial mente desde principios del siglo XII. La razón de este despegue fue la reconstrucción de un puente que permitía que los peregrinos atravesaran el río Miño sin dificultades. Había un puente anterior, seguramente romano, que había sido destruido en la guerra civil que enfrentó a la reina Urraca contra su segundo marido Alfonso I de Aragón. Dicha acción se le atribuye a un personaje que ha pasado a la historia con el nombre de Pedro Peregrino, responsable también, a lo que parece, de la creación de un hospital para peregrinos en Portomarín.
De la importancia de este burgo caminero da buena constancia el libro V del Liber Sancti Iacobi cuando habla del Pons Minei como uno de los hitos de los peregrinos en sus últimas jornadas de ca mino a Compostela. Hito no solo en el aspecto hospitalario y de las facilidades para el peregrino, sino también señal de aviso de los peligros que, a ojos del autor de este libro, lo amenazan a partir de aquí y hasta Palas de Rei. La referencia a las prostitutas que menudeaban la salida de Portomarín, al margen de otras consideraciones y de las posibles exageraciones del texto, puede ser indicio de la entidad urbana y de su vitalidad. Lo único cierto es que a mediados del siglo XII fue cedido a la orden del Hospital, cuyos integrantes harán de este punto una de sus referencias principales en Galicia.
El último ejemplo a mencionar de la versatilidad del proceso urbanizador que la provincia experimentó durante los siglos del románico lo constituye Monforte. En el corazón de un territorio sobradamente documentado e individualizado desde siglos atrás, la tierra de Lemos, que es, al tiempo, de una nada desdeñable riqueza agrícola, los orígenes de Monforte arrancan de un complejo castral en manos de la aristocracia laica y de la existencia del monasterio benedictino de San Vicenzo do Pino. Alrededor de ambas realidades fue surgiendo un núcleo de carácter preurbano claramente reconocible desde principios del siglo XII. Sin embargo, como en tantos otros casos, fue el empuje monárquico, personificado nuevamente por Alfonso IX, el que dio el espaldarazo definitivo para que allí comenzara a verse un panorama plenamente en consonancia con los parámetros del urbanismo plenomedieval.

El peso de los caminos de peregrinación
Mucho se ha escrito en los últimos años, a rebufo del éxito y de la recreación contemporánea de la peregrinación jacobea, sobre los caminos de Santiago y su importancia social, económica, política y religiosa en estos siglos centrales de la Edad Media. Hay, de hecho, quien considera es ta época como el momento cenital de las peregrinaciones a Santiago a lo largo de la historia. Una idea que merecería una profunda discusión y revisión que, es obvio, no es este el lugar para hacer.
Sea como sea, y pese a las cautelas que parece lógico poner a cierta euforia retroproyectiva que se detecta en el estudio histórico sobre la peregrinación, es obvio que hablamos de un fenómeno de amplio espectro que fue ciertamente importante en estos siglos y que tuvo en la actual provincia de Lugo uno de sus escenarios protagonistas en el ámbito hispano.
Aunque el concepto de caminos de Santiago, así en plural, es más propio del presente que de la época medieval, podemos decir que son varios los itinerarios que llevaban a los peregrinos camino a Compostela y que atravesaban esta provincia. El más importante y el único al que podríamos adjudicarle la categoría de camino de Santiago era, obviamente, el Camino Francés. El francés que  escribió, en la primera mitad del siglo XII, el famoso libro V del Liber Sancti Iacobi identifica los hitos de esta vía principal a su paso por la actual provincia de Lugo.
El peregrino entraba en Galicia por O Cebreiro tras superar una dura subida y allí le esperaban las atenciones de uno de los hospitales específicamente mencionados en el texto. Pasaba, a continuación, por Liñares de Rei, Triacastela, Barbadelo, Portomarín o Palas de Rei enclaves, todos ellos existentes, en lo esencial, por y para el camino.
La ruta tenía sus variantes. Una de las más conocidas y que encontramos en el tramo lucen se del Camino Francés es la que, pasado Triacastela y de camino a Sarria, llevaba a los peregrinos que la escogieran a pasar junto al antiquísimo y afamado monasterio de San Xulián de Samos. La hospitalidad y las atenciones para con los peregrinos dispensadas por este monasterio, benedictino desde las últimas décadas del siglo XI, son, con toda certeza, las razones que explican esta bifurcación en este camino principal.

En el camino francés confluían, hacia Compostela, otras rutas que eran utilizadas por peregrinos jacobeos. Lo que hoy se llama camino primitivo, debido a que es el itinerario supuestamente seguido por Alfonso II en su visita al locus sanctus tras la inventio del sepulcro apostólico, era una de las rutas que conectaba Asturias con Galicia. Entra en la provincia, siguiendo un viejo camino, por A Fonsagrada y tiene, como principal referencia, la propia ciudad de Lugo antes de fundirse en el camino francés poco antes de Melide. Aunque el Lugo medieval, como ya se ha dicho, no es en ab soluto producto del camino, no es menos cierto que su reflejo e incidencia no debe pasarse por alto.
Para empezar hay que recordar, con Elisa Ferreira, que la ciudad de las murallas hereda de su importante papel en la Galicia romana su condición de eje viario de la caminería medieval gallega. Pero el hecho de ser lugar de paso de peregrinos a Santiago fue de especial significación y reforzó esta herencia romana. Así puede entenderse, y buena parte de la documentación conservada corrobora la asociación con los peregrinos, la existencia de un primer hospital para peregrinos a principios del siglo XII, que se convertirán en dos un siglo después y que, junto a las tres alberguerías documentadas en ese siglo, hacen de Lugo una ciudad especialmente bien preparada para atender a los peregrinos y otros viandantes.
Conviene no olvidarse de la colonia de francos residentes en la ciudad que puede haber sido debida, como en tantos otros lugares, por el efecto dinamizador y de atracción de gentes foráneas ejercido por la ruta de peregrinación.
El peso de Lugo como lugar de paso de los peregrinos a Santiago está también relacionado con las peregrinaciones a Oviedo. Como es bien sabido, la visita al Arca Santa depositada en la Catedral de Oviedo ganó especial fama, sobre todo desde principios del siglo XII. Ello motivó que hubiera peregrinos jacobeos que, al llegar a León siguiendo el camino francés, decidieran desviarse a Oviedo y, desde la ciudad asturiana, proseguir su ruta a Compostela pasando por Lugo.
Además del camino francés y del hoy llamado primitivo, tenemos constancia de que los peregrinos a Compostela seguían otras rutas a lo largo del territorio de la provincia lucense. Es de des tacar el caso de los caminos que desde las villas costeras llevaban a Compostela que englobarían lo que hoy se llamaría Camino Norte. Una de esas rutas, atestiguadas ya en la Edad Media aunque de imprecisa adscripción jacobea, sería la que partía de Ribadeo hacia Mondoñedo. Antes de llegar a la ciudad episcopal se pasaba por Lourenzá, sede de un importante monasterio fundado en el siglo X y alrededor del cual va a ir surgiendo un cierto culto a su fundador y a convertirse, aunque modesta mente, en lugar de llegada de romeros. Desde Mondoñedo esta ruta seguía hacia el sur, hacia Vilal ba y Baamonde para, ya en la provincia de A Coruña, llevar a los peregrinos y caminantes ante las puertas del monasterio cisterciense más poderoso de Galicia que no era otro que el de Santa María de Sobrado. Desde aquí los caminantes llegaban a Arzúa donde enlazaban con el camino francés.

La parte norte de la Ribeira Sacra
Otra notable característica de la actual provincia de Lugo en estos siglos es la proliferación y diversidad de monasterios, especialmente concentrados en un espacio muy concreto y señalado como es la llamada Ribeira Sacra.
Aunque se trata de un topónimo relativamente reciente y de origen equívoco, designa al espacio interfluvial de los dos principales ríos de Galicia: el Miño y el Sil. Un ámbito en el que existió una amplísima y, como decíamos, diversa presencia monástica. Bien es cierto que este territorio abarca tramos de las actuales provincias de Ourense, ocupando la orilla izquierda del Sil, y de la de Lugo asentada en su ribera derecha. Los 367,4 Km cuadrados, que hoy delimitan este espacio se distribuyen por trece municipios, de los cuales ocho pertenecen a Lugo y cinco a Ourense. La balanza se inclina del lado auriense, sin embargo, a la hora de cifrar el número y el peso específico de los monasterios existentes a uno y otro lado del Sil. En cualquier caso solo voy a detenerme en la parte lucense de la Ribeira Sacra que abarca los municipios de O Saviñao, Monforte de Lemos, Pantón, Sober, Chantada, A Pobra do Brollón, Carballedo y Ribas de Sil. Mencionaré, a modo de ejemplo, tan solo dos casos.
Empezaré por hablar de uno de los monasterios de historia más singular de todos los existentes en Galicia. Santa María de Ferreira de Pantón es de los pocos monasterios femeninos que el Císter tuvo en Galicia. Curiosamente las tres casas de bernardas gallegas estaban ubicadas en nuestra provincia y dos de ellos, Pantón y Chouzán, dentro del territorio de la Ribeira Sacra. Los orígenes de Pantón, como es habitual en la mayor parte de los monasterios, son mal conocidos y, de hecho, su documentación es escasa hasta fines del siglo XII. Podría haber sido fundación aristocrática y, quizá, de comunidad dúplice. En 1175 se produce un giro, que va a ser definitivo, en la historia de Ferreira de Pantón. La condesa Fronilde Fernández, propietaria de este monasterio por herencia, decide que pase a regirse por la regla benedictina en su variante cisterciense.
De la historia de Ferreira a partir de este momento hay que destacar un rasgo insólito que la convierte en un referente histórico de cierta excepcionalidad. Se trata de un monasterio que con siguió mantener su independencia y existencia tras la criba a la que fue sometida la vida monástica de Galicia en el tramo final de la Edad Media. Más aún, estamos ante la única casa femenina que el Císter mantuvo en Galicia a lo largo de la Edad Moderna y que, por último, fue capaz de sobre vivir a todas las exclaustraciones del siglo XIX. Podemos decir siguiendo a Pérez Rodríguez que la actual comunidad es la heredera, directa y sin interrupciones, de la que doña Fronilde entregó al Císter a fines del siglo XII.
De una casa de monjas blancas pasamos a un priorato de monjes negros. Fundado seguramente en el siglo X, de lo poco que podemos decir de San Vicenzo de Pombeiro en sus dos primeros siglos de existencia permite intuir que estamos ante un cenobio con perfiles bien marcados y distintos de la mayor parte de los que le eran coetáneos. Y es que hablamos de un monasterio que podría estar relacionado, de algún modo, con grupos eremíticos, que no parece haber sido monasterio familiar y en el que, por último, no cabe sospechar indicios de duplicidad sino que sería un monasterio exclusivamente masculino.
Antes de 1109 estaba en manos de la infanta Urraca, a cuyo poder había llegado Pombeiro en una época imprecisa. En este año la futura reina, ya viuda de Raimundo de Borgoña, e intitulada como totius Galletie domina, lo dona a la abadía de Cluny. En esta acción se han visto, entremezcla das, razones de tipo estrictamente religioso y político. Entre las primeras habría que mencionar el recuerdo pro anima del esposo difunto procedente, como es bien conocido, de Borgoña y vinculado familiarmente con Cluny. Con respecto a las segundas hay que señalar, en primer lugar, que dicha donación se efectúa poco antes del fallecimiento de Alfonso VI y con el más que posible despuntar de las tensiones sucesorias que van a enfrentar a partidarios de doña Urraca y el bando de su hijo Alfonso Raimúndez.
Sea como fuere, y pese a que el peso de los prioratos cluniacenses en Galicia fue más bien débil, Pombeiro es, junto al coruñés de Xubia, el bastión más importante de la presencia directa de la gran abadía de Borgoña en Galicia. Ello no impide que el patrimonio de Pombeiro apenas crezca tras su incorporación a Cluny o que, por otra parte, la disciplina y el orden interno en este priorato hayan estado normalmente alejados de los estándares de la casa madre.

 
Arquitectura románica en la provincia de Lugo
Durante la etapa final del reinado de Fernando I (†1065) hasta poco después de la muerte de Alfonso IX (1230), lo que hoy es la provincia de Lugo, al igual que las otras gallegas, se dividía en circunscripciones jerarquizadas política y jurisdiccionalmente denominadas “tierras” (terrae), repartiéndose el territorio que nos incumbe, entonces como hoy, dos diócesis, las de Mondoñedo (ámbito septentrional) y Lugo (ámbitos central y meridional).

Los estudios sobre el románico en la provincia de Lugo
En la era de 1167 que es año de 1159, por las ruinas que padeció esta Iglesia con el cerco referido, se concertó la obra, y otorgaron escritura de assiento el Obispo D. Pedro Peregrino, Dean, Canonigos, y quatro Ciudadanos nobles con el Maestro Raimundo, natural de la Villa de Monforte de Lemos , en la qual se obligaron de darle en cada un año ducientos sueldos por su salario, de la moneda de aquel tiempo … y en esta côformidad lo aceptó Raimundo, y se obligó a asistir a la obra todos los días de su vida, y después de ella sobreuiuiendole, su hijo la acabaría. De este contracto se colige fue grande la ruina, quando fueron necesarios algunos años para su restauración … Hoi se conserua la reedificacion de esta Cathedral en la forma, que la hizo el Maestro Raimûdo. El sitio de su planta es en lo mas baxo de la Ciudad, frente de una torre de su muralla, que conserva el nombre antiguo … El material es firme, y buena cantería blanca, y bien labrada, toda es de fortísima boueda, es mui clara con sus vidrieras, y de bastante capacidad, en tres naues con la del medio, que desde la puerta del buen Iesus comprehende el Coro hasta la Capilla maior, y tiene toda altura; las dos Colaterales son mas baxas, porque sobre ellas carga otra boueda con hermosa, y larga galería a los dos lados hasta el crucero, que en boueda de la misma altura de la naue del medio alcanza desde la puerta, que va al palacio Episcopal, hasta la sacristía: las dos naues colaterales cercâ la Capilla maior, y en su côtorno ai las Capillas siguientes …
Con estas elogiosas palabras se refiere Pallares y Gaioso, en su conocida obra Argos Divina. Sancta María de Lugo de los Ojos Grandes…, impresa en Santiago en 1700, no tanto o no solo a la fábrica catedralicia lucense como un todo cuanto, fundamentalmente, a lo que en ella hizo el Maestro Raimundo, el iniciador, según afirma, de la grandiosa obra que en la actualidad podemos gozar. Escrita a partir de la contemplación directa del monumento, creo que puede y debe considerarse como el primer texto en el que se describe y valora una empresa que hoy catalogamos como románica en la provincia de Lugo. El gusto consciente por las manifestaciones que en la actualidad reconocemos como pertenecientes a este estilo, por más que a lo largo del siglo XVIII se documenten aportaciones instrumentales tan valiosas para los fines de nuestro estudio como, entre otras, las del Padre Sarmiento9 , J. Cornide, A. Rioboo y Seixas, el Padre Sobreira o el canónigo lucense J. V. Piñeiro y Cancio, será, sin embargo, vista desde el presente y con los parámetros de hoy, una de las grandes aportaciones de la centuria siguiente, la decimonovena de nuestra Era, y tal hecho no puede desligarse de las especiales circunstancias político-sociales que afectan al conjunto del territorio español en ese siglo. 
Es bien sabido, en relación con las cuestiones que en esta publicación nos ocupan, que las primeras leyes desamortizadoras (1835-1836) tuvieron consecuencias muy negativas para la conservación de todo el patrimonio cultural, no solo el de carácter monumental, español, en general, y gallego, en particular. No bastó para detener el desastre, en un primer momento al menos, la creación, en 1844, de las Comisiones Provinciales de Monumentos, que en 1857 pasaron a depender directamente de las Reales Academias de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando a través de una Comisión mixta o conjunta de ambas instituciones, un hecho que, por el prestigio que llevaba asociado ese vínculo, contribuyó a reforzar poco a poco el valor de sus intervenciones y pronunciamientos. Es ese el contexto en el que emerge, en el que inicia su labor de investigación, difusión y concienciación sobre el valor del patrimonio histórico-artístico y, más en concreto, sobre el de Galicia y fundamentalmente sobre el de la diócesis de Mondoñedo, la ciudad de la que procedía su familia y en la que él, nacido en Madrid, vivió y se formó, José Villaamil y Castro (1838-1910). A él se deben, en el ámbito que aquí nos incumbe, estudios muy valiosos sobre la Catedral de Mondoñedo, San Martiño de Mondoñedo, Santa María de Meira y Santa María de Viveiro, y en torno al Mobiliario litúrgico gallego medieval, obra, esta última, en la que se incluye el análisis del báculo y el calzado que habían pertenecido al obispo mindoniense Pelayo II de Cebeira (1199-1218), que creo que pueden y deben ser considerados como el punto de partida de lo que hoy entendemos, con las precisiones y matizaciones que sean necesarias, como Historia del Arte. Es autor también de una muy útil, todavía hoy, Crónica de la provincia de Lugo. En su capítulo VII, titulado “Historia artística y monumental”, describe con muy atinadas observaciones monumentos tan significativos como San Martiño de Mondoñedo y las catedrales de Lugo y Mondoñedo, sorprendiendo, no obstante, la escasez de testimonios pertenecientes a “nuestro estilo” que menciona.
Coetáneo de José Villaamil y Castro fue Manuel M. Murguía (nació solo 5 años antes, en 1833), autor, para el ámbito que aquí nos ocupa, de una conocida y muy difundida guía, útil todavía hoy, titulada, sin más, Galicia. Publicada en Barcelona en 1888, comenta y valora en ella tan solo dos edificios románicos lucenses: las catedrales de la capital provincial y de Mondoñedo. Sobre la primera, descrita con más detalle en las parcelas que en esta Enciclopedia más directamente nos afectan, incide en sus semejanzas con la basílica compostelana, señalando dos campañas constructivas, una románica, que adjudica al Maestro Raimundo, a quien, siguiendo al ya citado Pallares, considera natural de Monforte, y otra, más avanzada formalmente, que asigna a su hijo, que no sería otro que el afamado Maestro Mateo, a quien considera introductor de “los arcos y bóvedas ojivales en Galicia”, atribuyendo a los dos también la construcción de la catedral de Tui.
Frente a las propuestas que formula, por más que sean inaceptables, a propósito de las particularidades estructurales y decorativas de la Catedral capitalina, nada especialmente significativo, al menos con visión actual, señala con respecto a la otra Catedral que analiza, la de Mondoñedo, en la que pondera, en cualquier caso, el valor del ajuar del obispo Pelayo de Cebeira.
Fue Murguía el primer presidente de la Real Academia Galega, formalmente constituida el 25 de agosto de 1906. Contó desde su arranque esta institución, asentada desde sus inicios “formales” en la ciudad de A Coruña, con una publicación, el Boletín de la Real Academia Gallega, esencial para la investigación y difusión de la Cultura gallega en general, incluida también, como parece obvio, la de carácter artístico, un capítulo que no siempre se tiene en cuenta, pese a su significación, cuando se analiza la labor cotidiana de tan prestigiosa Corporación. En esta publicación, complementada por una útil Colección de documentos históricos de Galicia, colaborarán importantes investigadores. Fue uno de ellos, y de los más asiduos, Ángel del Castillo, uno de los grandes estudiosos del patrimonio histórico-artístico gallego, singularmente el de tiempos románicos. Es prueba evidente de esta dedicación su conocido y ponderado Inventario de la riqueza monumental y artística de Galicia, publicado en 1972, por iniciativa de la Editorial de los Bibliófilos Gallegos y con el patrocinio de la Fundación Pedro Barrié de la Maza, once años después del fallecimiento del autor. Esta obra, síntesis de una vida dedicada al estudio del patrimonio histórico-artístico de su país, sigue siendo de consulta necesaria aún en la actualidad, pese a lo mucho que se ha avanzado tanto en el análisis como en la valoración de ese legado de singular valor. Uno de los primeros artículos que publicó este estudioso, el nº 6 según la secuencia de su bibliografía que figura al inicio de ese Inventario, tiene como cometido el análisis de la portada de una iglesia lucense, la de Santa Mariña de Sarria, de estilo románico, desaparecida ya el 20 de diciembre de 1906, día en el que está datado el número, el 8, de la revista en la que se incluye, el ya citado Boletín de la Real Academia Gallega. Sus colaboraciones sobre edificaciones románicas en general y lucenses en particular serán habituales a partir de este año en la publicación.
En Lugo precisamente y también en el ya citado año 1906 se publicó un folleto de la autoría del mismo autor que vengo comentando, Ángel del Castillo, sobre La Arquitectura Cristiana en Galicia. Tiene su origen en una conferencia pronunciada en el Patronato Católico de Obreros de san José de A Coruña el 22 de abril de ese año. Incluye la publicación, tras el texto de la conferencia, un “Índice de las iglesias que se mencionan en la presente obrita”. Es la de Lugo la menos favorecida de las cuatro provincias gallegas tanto en el número total de monumentos reseñados como en el de los valorables hoy como románicos: 11 en el primer caso y 5 en el segundo.
Dos años después de que viese la luz la conferencia de A. del Castillo que acabo de ponderar se pone en marcha, en Madrid, la publicación de una obra clásica de la historiografía artística española: la Historia de la Arquitectura Cristiana Española en la Edad Media, de la autoría de V. Lampérez y Romea. Consta de 2 voluminosos tomos de gran formato. Solo dos edificios lucenses, la catedral capitalina y la de Mondoñedo, merecen estudio monográfico, resultando sorprendente que en el apartado final del capítulo dedicado a Galicia en el Tomo primero, titulado “Otros monumentos notables de la región gallega”, no se incluya ningún testimonio ubicado en la provincia de Lugo.
En 1910, año en el que Ángel del Castillo publica su segundo estudio monográfico sobre un edificio románico lucense, emplazado también, como el ya citado, en Sarria, se pone en marcha, exactamente el 26 de diciembre, el Catálogo Monumental de la Provincia de Lugo, un proyecto que tiene su origen, para el territorio español, en un Real Decreto de fecha 1 de junio de 1900 en el que se ordenaba la “catalogación completa y ordenada de las riquezas históricas o artísticas de la nación”. Se le encargó a Rafael Balsa de la Vega, autor también de los de otras provincias gallegas, quien lo terminó el 17 de abril de 1913. Consta de 2 volúmenes, uno de texto y otro de fotografías. No se publicó en su momento y continúa inédito todavía hoy. Pese a sus limitaciones y errores, un balance que comparte con el catálogo de otras demarcaciones provinciales, el hecho en sí de que se programase su realización y se materializase merece reseñarse como un dato muy significativo.
La década que me ocupa, la segunda del siglo XX, fue también la de preparación, por parte de G. Goddard King, de una obra clásica, pionera, sobre el Camino de Santiago y el Arte: The Way of Saint James. Fue publicada en Nueva York, en 1920, por iniciativa de la Hispanic Society of America. La componen tres volúmenes repletos de información de primera mano, tomada sobre el terreno. Tuvo un gran éxito. Contribuyó a popularizar, sobre todo entre el lector anglosajón (norteamericano y británico), el Camino Francés, el Camino de Santiago por antonomasia, y sus monumentos más significativos, entre ellos, como es obvio, los ubicados en la provincia de Lugo, muchos de los cuales, entonces como hoy, se encuentran entre los hitos de referencia del estilo, el románico, que aquí nos ocupa.
De su contacto directo con los monumentos, prioritariamente con los ubicados en el Camino “canónico”, el Francés, aunque no solo con ellos, nacieron también artículos monográficos de gran interés, publicados en reputadas revistas científicas, en los que tienen protagonismo edificios tan emblemáticos como las iglesias de Barbadelo, Meira o Ferreira de Pantón. Estos trabajos, vistos como un todo y más allá de las discrepancias que sobre sus conclusiones podamos tener hoy, contribuyeron a la paulatina difusión internacional de nuestro patrimonio monumental, singularmente el del tiempo y el estilo que aquí nos incumben.
La década de los veinte, en la que están datados algunos de los artículos de referencia de G. Goddard King, a quien, por cierto, invoca, a propósito del dintel pentagonal presente en la portada principal de la iglesia de Santiago de Barbadelo, L. Torres Balbás en un conocido y valioso, todavía hoy, artículo sobre dinteles románicos en Galicia, está marcado en nuestra Comunidad, desde el punto de vista cultural, por el nacimiento y paulatina consolidación del Seminario de Estudos Galegos. Nacido en Santiago en el mes de octubre de 1923, tuvo como uno de los ejes esenciales, programáticos, de su actividad, singularmente desde el punto de vista del patrimonio históricoartístico, por más que la iniciativa tuviese una voluntad de análisis integral de todo lo que se relacionaba con el territorio y sus gentes, el examen inmediato de los monumentos. La primera de estas excursiones científicas –xeiras en lengua gallega– se desarrolló en el verano del año 1926 y tuvo como ámbito de referencia la Terra de Lemos, encabezada por la villa de Monforte. No se terminó este estudio, como aconteció con los realizados sobre otros territorios de la Comunidad, salvo el centrado en la coruñesa Terra de Melide. Fue publicado en el año 1933 en Santiago. Uno de los autores del capítulo sobre arquitectura religiosa, Xosé Ramón y Fernández Oxea, Miembro de Número del Seminario, publicará en 1936, en el prestigioso Archivo Español de Arte y Arqueología, un artículo de gran interés sobre un maestro, Pelagio, documentado en un epígrafe, datado en 1190, ubicado en el tímpano que preside la portada principal de la iglesia de Santa María de Taboada dos Freires, en el municipio lucense de Chantada.
Sorprende, a la vista de lo que antecede y del intenso trabajo de campo promovido y realizado por el Seminario, que en su Revista, Arquivos do Seminario de Estudos Galegos, de la que se publicaron 6 números entre 1927 y 1934, no se incluyese ningún trabajo monográfico sobre edificios románicos lucenses, figurando solo uno, en torno a la iglesia de Santa María de Viveiro, en Nós, una revista ideológicamente afín a las propuestas defendidas por el Seminario. Habrá que esperar a la década siguiente, desaparecido ese Organismo y todo lo que simbolizaba, para que ese tipo de estudios sea habitual, de la mano, sorprendentemente, de investigadores vinculados al Seminario, tanto en publicaciones gallegas como de fuera de la Comunidad. En la anterior, la de los años treinta y en torno a 1936, año que figura en el volumen consagrado a la Provincia de Pontevedra, el único datado del conjunto, ve la luz en Barcelona, dirigida por J. Carreras Candi, una Geografía General del Reino de Galicia. En el volumen titulado Generalidades del Reino de Galicia se incluye un largo estudio sobre “La arquitectura en Galicia”, firmado por Ángel del Castillo, en el que se analizan numerosos edificios de filiación románica ubicados en la provincia de Lugo. También son comentadas empresas de este estilo en el volumen consagrado en el proyecto a la demarcación territorial lucense, redactado por M. Amor Meilán. Sus comentarios sobre los edificios, muchos de filiación románica, como sucede en los restantes libros de ámbito provincial de la Colección, son menos rigurosos que los de Ángel del Castillo.
Frente a ellos y más o menos coetáneamente, dos obras clásicas sobre la materia en clave española, El arte románico español. Esquema de un libro, de M. Gómez Moreno, y El arte románico en España, de E. Camps Cazorla, el primero editado en Madrid en 1934, el segundo en Barcelona en 1935, no mencionan, ni siquiera nominalmente, ningún edificio ubicado en la provincia de Lugo.
Los años cuarenta, superado el duro paréntesis de la Guerra Civil, marcan también, como aconteció y señalé ya en las otras provincias de Galicia, un punto de inflexión en los estudios sobre el románico lucense. Tres publicaciones periódicas son el referente a ese respecto. Cito en primer lugar, por las circunstancias que en ella concurren, a Archivo Español de Arte, una de las dos revistas en las que se dividió tras la citada contienda y en función de su contenido específico, la que hasta 1937 fue una sola, la citada Archivo Español de Arte y Arqueología. En ella será habitual, en los años que consideramos, la presencia de artículos sobre edificios románicos ubicados en el territorio que nos ocupa de la autoría de José Ramón y Fernández-Oxea, uno de los más reputados estudiosos del estilo en tierras gallegas en general y lucenses en particular, socio muy activo, por cierto, del ya citado Seminario de Estudos Galegos. En su revista, la ya citada Arquivos do Seminario de Estudos Galegos, publicó trabajos sobre Arte románico, pero no sobre edificios de este estilo en la provincia de Lugo.
La segunda publicación de la década que estoy trayendo a colación es el Boletín de la Comisión Provincial de Monumentos Históricos y Artísticos de Lugo. Su número 1 está fechado el 1 de julio de 1941. En él se incluye ya la primera entrega, consagrada en este caso al estudio de las iglesias de O Salvador de Vilar de Sarria (Municipio de Sarria) y de Santo Estevo de Lousadela (mismo Municipio), de una serie genéricamente titulada Iglesias románicas de la provincia de Lugo. Papeletas Arqueológicas, de la autoría de Francisco Vázquez Saco, uno de los más notables investigadores del románico en tierras de Lugo. Su nombre será habitual en esta Revista, en la que publicó 164 Papeletas, hasta su fallecimiento, acaecido en el año 1962.
La tercera publicación periódica que debe reseñarse en los años cuarenta es Cuadernos de Estudios Gallegos, la revista promovida por el Instituto Padre Sarmiento de Estudios Gallegos, nacido en 1944 para dar continuidad a la labor desarrollada, antes de la Guerra Civil, por el Seminario de Estudos Galegos. En ella y en las iniciativas auspiciadas por el Instituto serán frecuentes las colaboraciones de J. M. Pita Andrade, otro de los grandes especialistas españoles en Arte románico, en general, y gallego, en particular. No se prodigó en sus estudios, sin embargo, sobre monumentos lucenses, no faltando en ellos, en cualquier caso, referencias de gran valor para el ámbito territorial que aquí nos ocupa.
Es de su autoría la recensión que en el Tomo III, correspondiente al año 1948, se hace del volumen V, consagrado al estudio de la arquitectura y escultura románicas, de la colección Ars Hispaniae (Historia del Arte Hispánico), redactada por José Gudiol Ricart y Juan Antonio Gaya Nuño. Pese a sus limitaciones, olvidos y errores, tuvo el interés de haber incorporado el románico gallego, por primera vez y con cierta amplitud, a una obra de carácter general sobre el estilo en España. Once edificios ubicados en la provincia de Lugo merecen reseña en esta obra en el apartado titulado “El románico rural en Galicia”.
Prosigo la revisión bibliográfica de los años cuarenta señalando la importancia que para el estudio de las manifestaciones del estilo que aquí nos ocupa, el románico, tuvo la revitalización de la investigación sobre el fenómeno de las peregrinaciones a Santiago, producido en un ambiente de exaltación nacionalista propiciado por las especiales circunstancias que en España se vivían tras la Guerra Civil. Un concurso sobre ese hecho de capital significación histórica, las peregrinaciones a Santiago, cuya consolidación y plena internacionalización coinciden en el tiempo con la eclosión del estilo románico, convocado en el mes de abril de 1943 por el Instituto de España “para contribuir a las festividades que se preparan en conmemoración del XIX Centenario del martirio del Apóstol Santiago”, está en el origen de dos publicaciones clásicas sobre la materia, diversas, no obstante, en recorrido y proyección: la que llevó el Premio, fallado en 1945,de la autoría de L. Huidobro Serna, que contó con ocho colaboradores, publicada en 3 tomos en Madrid en 1950-1951, y una de las descartadas, vencedora, en cambio, en el “Premio Francisco Franco” convocado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en ese mismo año 1945,redactada por L. Vázquez de Parga, J. Mª Lacarra y J. Uría Ríu. Esta, también en 3 tomos, se publicó en Madrid en 1949. En las dos obras, particularmente en los capítulos dedicados al estudio “físico” del Camino, son objeto de análisis, desigual en alcance, los monumentos más destacados del estilo que aquí nos interesa. La difusión que tuvieron los libros, singularmente el primero que vio la luz, convertido en clásico muy pronto, contribuyó a popularizar sus hitos monumentales más significativos.
Es en este contexto de promoción y proyección del hecho de la Peregrinación a Santiago en el que debe valorarse un artículo de A. del Castillo incluido en el número de la revista Galicia editado por el Centro Gallego de Buenos Aires con motivo del Día de Galicia, es decir, el 25 de julio, festividad del Apóstol Santiago. Titulado “De las antiguas peregrinaciones compostelanas. Las iglesias románicas del ‘Camino francés’ en Galicia”, lo esencial del trabajo está dedicado a las de la provincia de Lugo, con citas destacadas para las de Barbadelo, Portomarín (las dos, San Pedro y San Juan/San Nicolás) y Vilar de Donas.
Culmino la revisión de la década de los cuarenta con un comentario sobre una obra que en su día, por las circunstancias que en ella concurrían, marcó un hito en la bibliografía artística de Galicia. Me refiero al “librito” de J. Carro García titulado Las Catedrales gallegas, publicado en 1950, en Buenos Aires, por Ediciones Galicia, la editorial promovida por el poderoso Centro Gallego de esa capital, al que me referí ya más arriba. En él son analizados con rigor, según los más exigentes criterios de ese momento, las catedrales de Lugo y Mondoñedo.
Dos años después de este libro, en Madrid y en la colección Ars Hispaniae, ya citada, ve la luz el volumen consagrado a la Arquitectura gótica. Sorprende que su autor, L. Torres Balbás, sin discusión el mejor conocedor en esos momentos de la arquitectura producida por la Orden del Císter en España, no incluyera en esta obra ninguna referencia a la abacial de Santa María de Meira, no solo una de las grandes empresas levantadas por ella en Galicia, sino incluso en el conjunto de la Península ibérica. Sí se refiere, en cambio, a la Catedral de Mondoñedo, en la que pondera, pese a su cronología, que relaciona en su arranque y consagración con el obispo Martín (1219-1248), el fuerte peso de la tradición románica.
Sí merecerá consideración y análisis detenido y preciso la abacial de Meira por parte de L. Torres Balbás, que estudia en él también las casas lucenses de Ferreira de Pantón y Penamaior, en el “librito” titulado Monasterios cistercienses de Galicia, publicado en 1954, en Santiago, por la prestigiosa Editorial de los Bibliófilos Gallegos, que se unía con esta monografía a los actos programados por doquier para conmemorar el VIII centenario del fallecimiento de San Bernardo. El acontecimiento había merecido ya la programación en el año anterior, el que se correspondía con el centenario en sentido estricto, de una exposición sobre la Orden promovida por el Instituto “Padre Sarmiento” de Estudios Gallegos, encargándose de su comisariado y del catálogo que la complementó, titulado Monasterios del Císter en Galicia, J. Carro García. Aunque breves, son precisas y valiosas las consideraciones que en él hace sobre los tres grandes monasterios cistercienses establecidos en la provincia, comandados, sin discusión, por el de Meira.
En el mismo año, 1953, y también en Santiago, se publica en la citada Colección Obradoiro, una de las promovidas por la Editorial de los Bibliófilos Gallegos, el estudio monográfico de F. Vázquez Saco sobre La Catedral de Lugo. Pese al “carácter vulgarizador de la publicación”, como señala el autor, incorpora apreciaciones muy significativas sobre el alcance y particularidades de la catedral románica, remodelada y ampliada, como es bien sabido, en etapas posteriores con premisas estilísticas diferentes.
Un año después de la aparición de la monografía citada en el párrafo precedente, esto es, en 1954, ve la luz en Madrid, revisada por J. Mª de Azcárate, la segunda edición de la obra Monumentos Españoles. Catálogo de los declarados histórico-artísticos, promovida por el Instituto Diego Velázquez, perteneciente al C.S.I.C. Los ubicados en la provincia de Lugo se recogen en las pp. 225-245 del Tomo II. Suponen, en concreto, una nómina de 18, de los cuales 12 exhiben total o parcialmente ingredientes de estilo románico. Los datos que de ellos se ofrecen, breves, pues las entradas, en esencia, recogen información básica, son muy precisos y, por ello, de gran utilidad.
En esta misma década, la de los cincuenta, comienza a publicar M. Vázquez Seijas –el tomo I aparece en 1955– su monumental estudio sobre las Fortalezas de Lugo y su provincia. Recoge información arqueológica, histórica y genealógica, muy valiosa, sobre estas construcciones, no siempre y no todas, todavía hoy, bien valoradas desde el punto de vista estilístico.
La década de los sesenta, por lo que respecta al estudio sobre las manifestaciones del estilo románico en la provincia de Lugo, está marcada, casi desde el inicio, por el fallecimiento de F. Vázquez Saco. De tal hecho se da cuenta, en una nota firmada por J. Trapero Pardo y que arranca ya en la portada de los números 57-58, correspondientes al año 1962 e incluidos en el Tomo VII del Boletín de la Comisión Provincial de Monumentos Históricos y Artísticos de Lugo. F. Vázquez Saco, como señalé más arriba, había iniciado en las páginas del mismo Boletín, en 1941, una serie de estudios sobre el Románico lucense titulada genéricamente Iglesias románicas de la provincia de Lugo, completada y complementada con la indicación de que eran Papeletas Arqueológicas. Redactó, como ya sabemos, un total de 164, siendo la última la consagrada a la iglesia de San Lorenzo de Fión (O Saviñao), aparecida en los números 53-56, correspondientes a los años 1960-1961, incluidos en el mismo Tomo VII93. Tras su fallecimiento, se hará cargo de la Sección A. López Valcárcel. Su primera colaboración, publicada en el mismo número del Boletín en el que se daba cuenta de la muerte de F. Vázquez Saco, está dedicada a la iglesia de San Pedro Félix de Hospital (O Incio). Proseguirá la tarea hasta 1976, año en el que está datada la última entrega de su autoría en la serie, la Papeleta nº 184, consagrada a la iglesia parroquial de San Cristóbal de Cancelo (Triacastela).
En el mismo año 1962 publica en Cuadernos de Estudios Gallegos J. Ramón y Fernández-Oxea un útil artículo titulado “Maestros menores del románico rural gallego”. Da cuenta en él de la actividad, que pondera con justeza, de diez maestros, no todos, sin embargo, responsables o relacionados específica y profesionalmente con la construcción, como él mismo señala, documentados en otros tantos edificios “del románico rural gallego”, gran parte de los cuales –7 en concreto– están situados en tierras lucenses. Le sirve el artículo, también, para reflexionar sobre las particularidades de ese abundante románico rural gallego, insistiendo en que, cuando se haya realizado su estudio pormenorizado, “podrá venirse aun en conocimiento de nuevos maestros que, si no dejaron constancia de su nombre en inscripciones comprobatorias, sí han dejado su huella inequívoca en las obras por ellos realizadas, las cuales pueden servir para bautizarlos”. Toma como ejemplo de su propuesta un conjunto de iglesias chantadinas, lucenses, por tanto, formalmente emparentadas, proponiendo la adjudicación de su construcción a un anónimo Maestro de Campo Ramiro (sic) por ser la de esta parroquia la iglesia más completa y mejor conservada.
Tres años después de que se publicase el artículo precedente, en 1965, se editó en Madrid un libro, ya ponderado por mí en las entregas anteriores de esta Enciclopedia del Románico consagradas a Galicia, que marcó un hito en el panorama publicístico español relacionado con la materia que nos ocupa. Me refiero a la Historia de la Arquitectura Española. Edad Antigua y Edad Media, de la autoría de F. Chueca Goitia. Son pocos, sin embargo, los monumentos románicos lucenses que en ella se mencionan, resultando sorprendente la escasa y muy general información que sobre ellos se da.
El contrato con el Maestro Raimundo, iniciador, según Pallares y Gaioso, que es quien da cuenta de su existencia en el libro, ya citado, Argos Divina, de la Catedral de Lugo en 1129, será objeto de análisis como tal instrumento, más allá o al margen de su contenido, en dos artículos publicados en el nº VIII del Boletín de la Comisión Provincial de Monumentos Históricos y Artísticos de Lugo. En uno, el primero en ser publicado, de la autoría de A. García Conde, se llega a cuestionar que hubiera existido. En el otro, incluido en el número siguiente de la misma Revista, firmado por N. Peinado, no se duda, en réplica al anterior, de que sí existió, defendiendo el autor, a partir de una referencia proporcionada por Rafael Balsa de la Vega en una conferencia pronunciada en Lugo el 23 de abril de 1912 y pese a que no pudo conseguir información “oficial” que corroborase su hipótesis, que el documento, robado a principios del siglo XIX, se hallaba en la Universidad de Oxford.
En 1968, publicada por Ediciones Castrelos, con sede en Vigo, vio la luz en esta ciudad la tercera entrega, consagrada a la provincia de Lugo, de la serie dedicada a los monasterios gallegos. Es su autor H. de Sa Bravo. Estudia un total de 10, todos importantes histórica y/o monumentalmente, gran parte esenciales para el análisis de la implantación y desarrollo de las formulaciones estructurales y decorativas que singularizan al estilo que en estas páginas analizamos.
En el último año de la década que examino, 1970, publica en Cuadernos de Estudios Gallegos un artículo sobre la parroquia de San Miguel de Oleiros N. Rielo Carballo. Lo cito no solo por el valor que tiene el hecho de que una revista de prestigio como Cuadernos de Estudios Gallegos acoja en sus páginas un estudio monográfico sobre una entidad rural nucleada por un edificio románico de gran interés, sino sobre todo por ser la primera incursión de importancia en el campo del patrimonio histórico-artístico de la provincia de un estudioso llamado a tener un relevante protagonismo en ese ámbito en la década siguiente.
Concluyo la revisión de la producción bibliográfica de mayor entidad y significación en el transcurso de la séptima década del siglo XX y en relación con la provincia de Lugo con la mención y valoración de un libro y un nombre. El libro es la Guía del Camino francés en la provincia de Lugo, de la autoría de A. Losada Díaz y E. Seijas Vázquez, publicado en Madrid en 1966. Ofrece información de gran interés, basada en la contemplación directa, sobre muchos de los monumentos románicos ubicados en los 8 municipios por los que transita el Camino de peregrinación a Santiago por antonomasia, el francés, por esa demarcación territorial. El nombre es el de J. M. Pita Andrade, quien, si bien no realizó ningún estudio monográfico sobre un monumento románico lucense, sí publicó en la década que analizo numerosos artículos de carácter general sobre el románico gallego (estructuras, pervivencia, motivos decorativos, etc.), esenciales para un mejor conocimiento de sus particularidades, en los que no faltan referencias puntuales sobre empresas ubicadas en la provincia que estudiamos.
La revisión de los estudios realizados en la década de los setenta la inicio, como hice ya en las restantes provincias para idéntico periodo, con la mención de iniciativas generales sobre Galicia en las que los testimonios de filiación románica de la provincia de Lugo tienen una presencia destacada. Me refiero, por un lado, a El Monacato en Galicia, obra en 2 volúmenes, de la autoría de H. de Sa Bravo, publicada en 1972, al Inventario de la riqueza monumental y artística de Galicia, de A. del Castillo, aparecido también en 1972, o a la Galice romane, editada en 1973 en la muy prestigiosa Colección titulada La Nuit des Temps, promovida por Éditions Zodiaque, de la que fueron autores M. Chamoso Lamas, B. Regal y V. González, y, por otro, a proyectos como la Gran Enciclopedia Gallega, cuya publicación comenzó a realizarse en 1974, o la Colección Galicia enteira, promovida por Edicións Xerais de Galicia, redactada por X. L. Laredo Verdejo e iniciada en 1980. Ve la luz en esta década también, aunque en este caso en 1971, es decir, en su arranque, una muy útil, todavía hoy, Guía monumental y artística de la Provincia de Lugo, de la autoría de N. Peinado Gómez.
A mediados de la década que me ocupa –1975 es el año que figura en la cubierta de los tomos I y II, 1976, en los dos casos, como data de su Depósito Legal– comienza a publicarse, auspiciado por el Ministerio de Educación y Ciencia (Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural, Comisaría Nacional del Patrimonio Artístico), el Inventario Artístico de Lugo y su Provincia. Fueron sus autores E. Valiña Sampedro, N. Rielo Carballo, S. San Cristóbal Sebastián y J. M. González Reboredo. Componen la obra VI tomos. Fue un hito en su tiempo. Hoy, pese a sus errores, continúa siendo un instrumento de consulta obligada para todos cuantos quieran aproximarse o iniciar el estudio del Patrimonio histórico-artístico de Lugo, singularmente el de tiempos románicos.
En 1976 defendió su Tesis Doctoral en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Santiago de Compostela (USC) R. Yzquierdo Perrín. Se tituló La arquitectura románica en la diócesis de Lugo: la influencia de Esteban al Oeste del Miño. En este trabajo, como consecuencia de ser de mayor entidad el territorio que a la diócesis que se invoca en el título le pertenece en la provincia de Lugo que el que le corresponde en las de Pontevedra y A Coruña, tienen un especial protagonismo las empresas valorables como románicas ubicadas en tales tierras lucenses. De esta Tesis Doctoral, en un principio, solo se publicó, por ser preceptivo hacerlo administrativamente, un resumen. En ella, no obstante, está el origen, paulatinamente extendido a toda la provincia, de un buen número de trabajos del autor sobre edificios románicos lucenses, sean analizados monográficamente, sean valorados a partir de su ubicación en un territorio determinado o de la presencia o empleo en ellos de elementos decorativos o soluciones constructivas muy precisas.
En 1978 se puso en marcha en Mondoñedo, dirigido por S. San Cristóbal Sebastián, una nueva publicación periódica: Cuadernos del Museo Mindoniense (Boletín del Museo Catedralicio y Diocesano de Mondoñedo). Ofreció, mientras se publicó, información muy dispar e imprecisa, valiosa, no obstante, por la inmediatez, sobre piezas del Museo y de la Diócesis, algunas de progenie románica, y también sobre edificios de esta misma filiación estilística.
Un año después del arranque de la Revista mindoniense, esto es, en 1979, publicó M. Vázquez Seijas su conocida Historia de Chantada y su comarca. Ofrece datos de gran utilidad para nuestros intereses, no en vano Chantada y su entorno conservan un nutrido y muy valioso conjunto de empresas románicas.
Termino la revisión de la octava década del siglo XX con la mención, por un lado, de dos artículos en cuyos autores y en relación con su fecha de edición concurren, a propósito de los estudios sobre el románico en Lugo, circunstancias contrapuestas y, a la vez, complementarias, en un caso por señalar el fin de una brillante trayectoria en relación con el estilo y el territorio y, en el otro, por marcar un punto de partida a ese respecto. Me refiero, en el primer apartado, al estudio de J. Ramón y Fernández-Oxea sobre la iglesia de Santa Mariña do Castro de Amarante, publicado en 1972 en Abrente, la Revista de la Real Academia de Bellas Artes de Nuestra Señora del Rosario, último trabajo de entidad sobre una empresa lucense de filiación románica publicado por un autor cuya producción científica sobre la materia y el territorio que nos incumbe se había iniciado antes de la Guerra Civil, y, en el segundo, a un artículo de J. Delgado Gómez, un estudioso que tendrá un gran protagonismo en relación con las manifestaciones del estilo románico ubicadas en la provincia de Lugo en las décadas siguientes, sobre un “Tetramorfos” ubicado en la iglesia de San Miguel de Eiré, publicado en 1980 en la conocida y prestigiosa Revista Archivo Español de Arte.
Señalo, en el arranque de la década de los ochenta, la culminación, por quien este texto escribe, de su Tesis Doctoral sobre las fundaciones de Clairvaux en la Galicia medieval. Fue defendida, en la Facultad de Geografía e Historia de la USC, en el mes de abril de 1981. La publicó, en 2 tomos, en A Coruña y en la Colección denominada genéricamente Catalogación Arqueológica y Artística de Galicia, con el título de La arquitectura cisterciense en Galicia, la Fundación “Pedro Barrié de la Maza, Conde de Fenosa”. Supuso una renovación, en consonancia con los estudios que sobre la edilicia de la Orden se hacían entonces, tanto en Europa como en América, de su implantación histórica y monumental en el cuadrante noroccidental de la Península Ibérica. En ella, por lo que se refiere a la provincia de Lugo, se estudia monográficamente el monasterio de Meira, un hito, tanto por lo que supuso en sí constructiva y decorativamente, como por el impacto que ejercieron sus novedosas formulaciones en el territorio, no solo en el más cercano. Merecen consideración también en este estudio otras empresas lucenses vinculadas a la Orden del Císter, aunque no como filiación directa ni tampoco en el tiempo, siglos XI al XIII, que en esta publicación más directamente nos incumbe.
Un año después de la publicación citada, en 1983, pues, aparece en la misma Colección el tomo I, centrado en el estudio de las parroquias ubicadas al oeste del río Miño, de La Arquitectura Románica en Lugo, obra de R. Yzquierdo Perrín. Coincidente, en parte, con el ámbito territorial y estilístico analizado en su citada Tesis Doctoral, incorpora, por otro lado, el estudio de todas las manifestaciones del estilo, desde las más tempranas hasta las más tardías, derivadas o vinculadas al impacto de las formulaciones mateanas o de otra progenie. Supuso, por su metodología y ámbito de referencia, un gran avance en su momento y hoy sigue siendo un libro de consulta inexcusable.
En el mismo año en que se publica el libro de R. Yzquierdo defiende su Tesis Doctoral en la USC, dirigida también por R. Otero Túñez, R. López Pacho. Se tituló El románico en el Obispado de Lugo, al este del Río Miño. De ella, como tal, tan solo se publicó el preceptivo resumen “por exigencias administrativas”, si bien en su contenido tienen su origen diversos trabajos del autor, entre ellos el titulado Símbolos de la redención en las iglesias románicas de Galicia. En él, publicado en Vigo en 1984, cuentan con un protagonismo especial los monumentos lucenses, singularmente San Miguel de Eiré, única empresa a la que se asigna un apartado monográfico en la publicación.
En el año 1983 comienza a publicarse, con la pretensión de dar continuidad al Boletín de la Comisión Provincial de Monumentos de Lugo, desaparecido en 1978, el Boletín do Museo Provincial de Lugo. En él se incluyen 4 artículos de especial significación para nuestros intereses. Los cito por el orden en que aparecen en la Revista. Es el primero, de la autoría de J. Delgado Gómez, el titulado “La Biblia en la iconografía pétrea lucense”. Inicia con él una serie en la que irá analizando sucesivamente, con propuestas no siempre convincentes, piezas escultóricas estelares, valiosas iconográfica y estilísticamente, del rico patrimonio histórico-artístico de Lugo. Buena parte de las obras que estudia en su colaboración son de filiación románica, si bien la primera de este estilo que examina no aparecerá hasta el número III de la Revista, publicado en 1987.
Cito, en segundo lugar, el artículo de N. Vilaboa Vázquez titulado “Estudio estilístico de los capiteles medievales de la Catedral de Lugo”. Nacido de su Tesis de Licenciatura, defendida en la Universidad de Santiago en 1976, supuso, partiendo de un por entonces novedoso método de análisis (desbastado, estructura y composición son las claves o fases que emplea para el estudio de las piezas), un avance muy significativo sobre la delimitación de las campañas constructivas, fundamentalmente las de progenie medieval (etapas románica y gótica), de la magna empresa diocesana lucense.
El tercer artículo, de la autoría de N. Rielo Carballo, tiene un título genérico ya invocado más arriba: Iglesias románicas de la provincia de Lugo. Papeletas Arqueológicas. Supone, en efecto, una recuperación del pasado, un enlace con una iniciativa tan brillante y útil como la principiada en el nº 1 del Boletín de la Comisión Provincial de Monumentos Histórico-Artísticos de la Provincia de Lugo, en 1941, por F. Vázquez Saco, continuada a partir de 1962 por A. López Valcárcel. N. Rielo Carballo, a quien ya me referí también anteriormente por sus estudios sobre el estilo en las tierras que nos ocupan, publica en esta entrega las “papeletas” de dos interesantes iglesias, Santa María de Arcos (Antas de Ulla) y San Lorenzo de Peibás (Antas de Ulla también).
El cuarto y último artículo que merece reseña en este número de la Revista es de la autoría de E. Varela Arias. Se titula “El Salvador de San Pedro Félix de Muxa (Lugo)” y propició la incorporación incuestionable a la nómina de piezas románicas, explicable en clave local, lucense, románica, de una obra hasta entonces no bien valorada ni estilística ni cronológicamente. Tiene su origen este artículo, como señala la propia autora, en su Tesis de Licenciatura, titulada Catálogo General de Escultura Medieval del Museo Provincial de Lugo, defendida en la Universidad de Santiago y dirigida por S. Moralejo. Elena Varela, por otro lado, será también la autora de las Papeletas Arqueológicas nº 187, 188, 189 y 190, incluidas en el nº 2 de este mismo Boletín, aparecido en 1984. Será la última entrega de la Serie. Un año antes, en 1983, publicaba R. Yzquierdo Perrín, en la Revista del Museo de Pontevedra, un artículo de conjunto sobre los arcos lobulados en el Románico de Galicia en el cual tienen un claro protagonismo los ubicados en tierras lucenses por ser esta provincia la que conserva hoy no solo un mayor número de testimonios sino también la que ofrece una mayor diversidad de formulaciones.
De José Carlos Valle Pérez, publicado un año después del precedente, esto es, en 1984, es un extenso artículo centrado en el análisis de las cornisas sobre arquitos en la arquitectura románica de Galicia, una solución, empleada ya en templos lucenses de datación temprana (San Martiño de Mondoñedo, Foz), que tendrá una presencia destacada en empresas de cronología avanzada. Ve la luz también en el año que me ocupa, en la Revista Cistercium, un estudio de F. Enríquez sobre el Monasterio de Ferreira de Pantón. Fruto de su Tesis de Licenciatura, defendida años antes en la Universidad de Santiago, supuso una útil aproximación global a la historia constructiva del cenobio, un proceso cuya sistematización y valoración serán objeto de revisión, con importantes novedades, como tendremos ocasión de comentar, en las décadas siguientes, sin solución de continuidad, de hecho, hasta la actualidad.
La segunda mitad de la década que estoy analizando resultará también especialmente brillante para el avance de las investigaciones y, por consiguiente, para un mejor conocimiento y proyección de las manifestaciones del estilo que nos ocupa en el territorio lucense. Obras de carácter general sobre Galicia o la Provincia, toda o en parte; Congresos y Exposiciones; monografías sobre Monumentos destacados e incluso una nueva publicación periódica justifican y avalan esa afirmación tan contundente.
Por lo que respecta al primer apartado, obras de carácter general, reseño, en principio, el libro Galicia Románica, de Ia autoría de I. G. Bango Torviso, perteneciente, con el nº 8, a la Colección Biblioteca Básica da Cultura Galega, editada por Galaxia. Publicado en 1987, ofrece información de gran utilidad, con precisiones cronológicas y de estilo de interés, sobre las grandes empresas románicas de la provincia: San Martiño de Mondoñedo, las Catedrales lucense y mindoniense, y el monasterio de Meira. Menciono, en segundo lugar, la Tesis Doctoral de J. D´Emilio, defendida en 1988, con el título de Romanesque Architectural Sculpture in the Diocese of Lugo, East of the Miño, en el Courtauld Institute of Art de la Universidad de Londres. Este trabajo permanece inédito como conjunto. De él, sin embargo, parten estudios, de capital significación para el análisis del Románico lucense (y también gallego en general), a los que habré de referirme ulteriormente.
En el capítulo de las Exposiciones y Congresos, de marcado protagonismo en el territorio peninsular ibérico, no solo gallego y español, en la etapa final del siglo XX, un proyecto brilla con luz propia en la década que estoy analizando: el que conmemoró, en 1988 y en Santiago, el VIII Centenario de la colocación de los dinteles del Pórtico de la Gloria de su Catedral. En las Actas del Simposio que se organizó con tal motivo, publicadas en 1991, se incluye un importante artículo de J. D´Emilio sobre los primeros pasos constructivos y decorativos de la iglesia catedralicia lucense.
En el apartado de los estudios monográficos sobre monumentos de especial entidad cito, por un lado, el libro de F.J. Ocaña Eiroa sobre San Xoán de Portomarín, publicado en 1987; por otro, el de X.-L. Novo Cazón sobre O legado santiaguista de Vilar de Donas, aparecido en 1989, y, finalmente los artículos de R. Yzquierdo Perrín sobre la espectacular iglesia de Santo Estevo de Ribas de Miño, las campañas constructivas de la Catedral de Lugo y también sobre su fachada de poniente.
Continúo la revisión de la década con una referencia a la aparición, en su transcurso, de dos nuevas revistas científicas, ambas de incuestionable valor, por las circunstancias que concurren en sus promotores, para el análisis de las manifestaciones artísticas que en esta Enciclopedia nos interesan: Estudios Mindonienses, un anuario de estudios histórico-teológicos, como se refiere en la misma publicación, nacida en 1985 y auspiciada por la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, y, por otro, Lucensia. Miscelánea de Cultura e Investigación, vinculada a la Biblioteca del Seminario Diocesano de Lugo, cuyo primer número apareció en 1990. Las dos revistas continúan vivas en la actualidad.
Menciono finalmente, en lo que a la década de los ochenta se refiere y vista la importancia que para el desarrollo histórico-artístico de la Provincia tuvo el Camino Francés de Peregrinación, una obra clásica vinculada a un autor también clásico en el estudio histórico y artístico de los Caminos de Peregrinación a Santiago, en general, y en su recorrido gallego y, sobre todo, lucense en particular. Me refiero a la Guía del Peregrino. El Camino de Santiago, dirigida por Elías Valiña Sampedro, autor único del texto referido a Galicia y con colaboradores en la mayor parte de las Comunidades por las que transita esta histórica Vía. Cito este libro, promovido por la Secretaría de Estado de Turismo (Ministerio de Transporte, Turismo y Comunicaciones), por haber sido publicado en Madrid en 1982, un Año Santo Compostelano que marca un antes y un después en la recuperación e impacto del fenómeno peregrinatorio a Santiago. Pese al tiempo transcurrido desde su aparición, ofrece todavía información de interés para el cometido específico de la publicación que aquí nos ocupa.
La década de los noventa se significó en Galicia, por un lado, por la realización de grandes exposiciones temporales y, por otro, por la potenciación de los estudios sobre los Caminos de Peregrinación a Santiago, unas y otros, en todo caso, con importantes precedentes ya en la década anterior. Sirvieron, tanto las primeras con sus catálogos como los segundos, para ofrecer, sobre todo, estados de la cuestión, no exentos de novedades, sobre las materias objeto de interés.
En 1992 aparecen, editadas por la Diputación Provincial de Ourense, las Actas del Congreso Internacional que el año anterior se había celebrado en Oseira y Ourense para conmemorar el IX Centenario del nacimiento de San Bernardo. Se incluyen en ellas 2 artículos de interés para nuestro cometido específico. El primero, de carácter monográfico, versa sobre la iglesia del monasterio de Ferreira de Pantón y es de la autoría de R. Yzquierdo Perrín, quien repara, en su análisis del edificio, en el cambio que supuso para el proyecto que estaba en marcha la incorporación del monasterio, en 1175, a la Orden del Císter. El segundo, firmado por J. Delgado Gómez, se ocupa del estudio de lo que denomina “la pétrea iconografía cisterciense” en la provincia de Lugo, contraponiendo la sencillez de la abacial de Meira y la riqueza de la de Ferreira de Pantón en la etapa previa a su ingreso en la Orden del Císter.
En 1992 también se redacta, promovido por la Consellería de Cultura e Xuventude de la Xunta de Galicia y dirigido por C. Portela Fernández-Jardón, un estudio piloto, con propuestas de recuperación y rehabilitación, sobre la Ribeira Sacra, un ámbito territorial compartido por las provincias de Ourense y Lugo en el cual, en lo que a nuestro interés específico se refiere en este caso, se encuentran algunos de los monumentos románicos de mayor entidad no solo de la provincia de Lugo, sino también de toda Galicia. El proyecto, que contemplaba intervenciones diversas durante una década, desde 1992 a 2001, por importe de 3.367.983.973 pesetas –alrededor de 18.068.000 euros– no llegó a materializarse en su totalidad. Conviene destacar, en cualquier caso, que, salvo el complejo de Santo Estevo de Ribas de Sil, ubicado en la provincia de Ourense, las empresas en las que se contemplaban intervenciones calificadas como urgentes estaban todas ubicadas en la provincia de Lugo.
En 1993, como resultado de su Tesis de Licenciatura defendida en la Facultad de Geografía e Historia de la USC, publica C. Castro Fernández su estudio iconográfico y estilístico sobre los capiteles de la catedral de Mondoñedo. Comportó un avance muy significativo para la adecuada valoración de este monumento, una de las grandes empresas de su tiempo en Galicia.
En el mismo año que acabo de referir, 1993, ve la luz el libro colectivo promovido por el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Santiago de Compostela en homenaje al Prof. Otero Túñez con motivo de su 65 cumpleaños. Se incluye en él un artículo de la autoría de R. Yzquierdo Perrín sobre las iglesias, coetáneas y emparentadas en algunos aspectos, dispares en otros, de Penamaior y Berselos. A Yzquierdo también y en el marco del ambicioso proyecto promovido por la Editorial Hércules, genéricamente denominado Galicia, se debe la síntesis que en él se ofrece sobre el desarrollo del Arte románico en nuestro territorio, la más extensa publicada sobre la materia hasta ese momento. Ocupa gran parte de los 2 volúmenes consagrados al estudio del Arte Medieval, el X, compartido con el Arte Prerrománico, también de su autoría, y el XI, en el que se incluye así mismo el examen del Arte gótico, tarea acometida por C. Manso Porto. Se publicó el primer libro en 1993 y el segundo en 1995. En ellos, como es obvio, se comentan los testimonios más destacados del estilo en la provincia de Lugo. Entre ambos volúmenes, en 1994, vio la luz otro estudio de su autoría titulado De Arte et Architectura. San Martín de Mondoñedo. Fue su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de “Nuestra Señora del Rosario”. Ofrece en él su propuesta personal sobre el proceso constructivo y decorativo de tan complejo y sugestivo templo.
En 1995 la Real Academia Gallega de Bellas Artes, receptora del legado bibliográfico, documental y fotográfico de quien había sido su presidente, Manuel Chamoso Lamas, puso en marcha un proyecto destinado a difundir la actividad que, en relación con la protección y defensa del patrimonio histórico-artístico de Galicia, había llevado a cabo tan destacada personalidad. La primera iniciativa de este proyecto, genéricamente titulado As nosas raíces, fue la exposición titulada Lugo no obxectivo de Manuel Chamoso Lamas, promovida por la Diputación provincial. Contó con un cuidado catálogo en el que figuran, por un lado, textos sobre su actividad como impulsor y defensor del patrimonio histórico, arqueológico, etnográfico y artístico de Lugo, resultando especialmente interesante para nuestros intereses el redactado por R. Yzquierdo Perrín, quien, tomando como fundamento las intervenciones de M. Chamoso y F. Pons Sorolla en las tareas de traslado de núcleos habitados y monumentos, sobre todo iglesias románicas, como consecuencia de la construcción de los embalses de Os Peares y Belesar, realiza un estudio detenido de las empresas de ese estilo ubicadas en el entorno del río Miño entre Portomarín y Os Peares, localidad ubicada justamente en el límite entre las provincias de Lugo y Ourense. Se incluyen en el libro también, por otro lado, textos de la autoría de M. Chamoso, uno sobre S. Martín de Mondoñedo, y, finalmente, una selección de sus publicaciones y las fotografías que conformaron la exposición. Son particularmente significativas para nuestro cometido las que figuran en el apartado titulado Protección do Patrimonio, pues en él encontramos testimonios de gran valor documental sobre numerosos edificios románicos.
En 1995 también publica J. Vázquez Castro un artículo sobre San Pedro de Meixide (Palas de Rei) de gran interés por la valiosa información que ofrece, nada frecuente en la época, sobre la cronología y los materiales que en su construcción debían ser empleados, un documento de 1182 hoy conservado en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. En 1995, así mismo, ve la luz un estudio detallado de mi autoría sobre las campañas constructivas de la iglesia del monasterio cisterciense de Penamaior (Becerreá). Sirvió, cuando se redactó, para redimensionar el valor histórico-artístico de un monumento que, por su emplazamiento, aislado y mal comunicado, y su deficiente estado de conservación, no había merecido atención suficiente tanto por parte de los investigadores como de los poderes públicos.
En el año 1996, publica R. Yzquierdo Perrín un artículo de conjunto sobre la Arquitectura románica en Sarria187, uno de los municipios lucenses –y gallegos– que conserva un mayor número de construcciones, completas o solo en parte, de tiempos románicos, alguna, como es el caso de Santiago de Barbadelo, particularmente interesante tanto desde el punto de vista estructural como escultórico e iconográfico.
Es 1996 también el año en el que publica J. D´Emilio su primer estudio monográfico sobre un edificio románico “rural” lucense: Santa María de Camporramiro (Chantada). Su análisis sobre las fuentes de la decoración arquitectónica de este modesto templo es modélico desde el punto de vista metodológico, ofreciéndose por eso como una referencia de imprescindible invocación para una adecuada valoración de empresas de características similares, tan abundantes todavía hoy, como es bien sabido, en toda Galicia, no solo en el ámbito lucense que aquí nos ocupa y sobre el que centró y centra todavía buena parte de su esfuerzo investigador en tierras gallegas el autor. De su autoría también, por cierto, es otro artículo, publicado un año más tarde, en el que desarrolla idéntica metodología para el análisis del “románico rural gallego”, singularmente el lucense, centrando su argumentación ahora en la difusión, a partir de fábricas catedralicias o de abaciales cistercienses, de determinados motivos decorativos o modelos de capiteles.
1999 será un año especialmente significativo para el estudio del patrimonio histórico-artístico de progenie románica de la Diócesis de Mondoñedo, al margen de la etapa evolutiva concreta a la que haya que adscribir dentro de su evolución el testimonio en cuestión. En la Revista por ella promovida y ya comentada, Estudios Mindonienses, se publican ese año dos artículos de gran interés.
Uno, de la autoría de M. A. Castiñeiras, ofrece una revisión, con importantes novedades, de las manifestaciones artísticas de la antigua provincia de Mondoñedo de tiempos prerrománicos y románicos. El otro, firmado por M. Díez Tíe, propone una relectura de la Catedral de Mondoñedo, un templo, no siempre adecuadamente valorado, sobre cuyo proceso constructivo y particularidades estructurales se publican ese año, o en él tienen su origen las iniciativas que los fundamentan, estudios tanto de E. Carrero Santamaría como de R. Yzquierdo Perrín, ocupándose este también en el artículo que invoco, una vez más, de la “vieja” Catedral mindoniense ubicada en el municipio de Foz. A ella volverá de nuevo en años posteriores.
En 1999, también, publicó X. L. García el primero de sus libros, muy cuidado formalmente, sobre simbología en el Románico lucense. Se centró en el estudio de seis edificios del Municipio de Pantón, entidad promotora, junto con la Consellería de Cultura, Comunicación Social y Turismo de la Xunta de Galicia, de la edición. Útil por la información gráfica que ofrece, incurre, sin embargo, en errores forzados por la voluntad de buscar mensajes donde no hay más afán que el puramente ornamental, una pretensión o actitud nada trascendente que con frecuencia se olvida cuando se estudia el Arte de la Edad Media y singularmente el de tiempos románicos.
Concluyo la revisión de la última década de la pasada centuria señalando que fue un tiempo en el que se publicaron así mismo obras de carácter general sobre el desarrollo de un monasterio o de una jerarquía eclesiástica de gran valor no solo para el conocimiento de sus respectivos avatares históricos sino también –y de ahí su interés– para el del entorno sobre el que uno y otra ejercían su autoridad. Pienso a este respecto, en particular, en las obras Episcopologio lucense, de la autoría de A. García Conde y A. López Valcárcel, publicado en Lugo en 1991, y en la Historia del Monasterio de San Julián de Samos, escrita por M. Arias Cuenllas, monje y estudioso de “su” Casa, editada en Zamora en 1992, un año después de su fallecimiento.

Los edificios románicos lucenses: análisis de las formas
Alrededor de trescientas cincuenta empresas valorables estilísticamente como románicas se conservan hoy, completas o solo fragmentariamente, en las tierras pertenecientes a la provincia de Lugo. Su número es muy superior –¡Casi el doble!– al que documentamos en la actualidad en las otras provincias gallegas, Pontevedra, A Coruña y Ourense. Desiguales en su implantación o distribución, fruto esta tanto de circunstancias históricas, siempre aleatorias (el cambio de gusto y no solo el deterioro propicia con frecuencia cambios, modificaciones, sustituciones de fábricas, en todo o en parte), como de condicionamientos físicos (las tierras de montaña, menos pobladas, cuentan, por ello, con menos necesidades de espacios cultuales que las de llanura o las próximas al mar, más favorecidas por la presencia humana), su número, particularmente alto, es prueba fehaciente, como acontece en el resto de Galicia, de la brillantez del tiempo histórico en que se levantaron. También, como en las otras provincias, es muy notorio el predominio de las construcciones de carácter religioso sobre las de cometido civil. Lo poco llegado hasta hoy construido con este fin, sin embargo, tiene un enorme interés intrínseco, no solo por su manifiesta y explícita escasez.
Como en los otros territorios provinciales, el granito, tallado en bloques prismáticos usualmente muy cuidados, será el material predominante en las construcciones llegadas hasta hoy. Mampostería, pizarrosa en algunos casos, aparecerá también en las tierras montañosas, donde el granito es de más difícil extracción o de más complejo traslado. Excepcionalmente, así mismo, podemos encontrar piedra caliza como material constructivo, un producto que, sin embargo, es menos extraño, sin ser tampoco muy frecuente, que se emplee para tallar elementos (fustes, capiteles, cimacios, tímpanos) que contribuyen a enriquecer y reforzar la significación de partes muy concretas de un edificio.
Vistas como un bloque, las empresas religiosas lucenses de filiación románica llegadas hasta hoy, al igual que las del resto de Galicia, destacan por dos rasgos: la simplicidad de sus esquemas constructivos y el predominio aplastante de las edificaciones de una sola nave, unas, las más, con capillas rectangulares en la cabecera, otras, también muchas, aunque menos que las anteriores, con cierre semicircular, normalmente precedido de tramo recto. En aquella parcela, en dos casos, las iglesias de Santo Estevo de Ribas de Miño (O Saviñao) y Santa María de Pesqueiras (Chantada), se practican en el grosor del muro, sin acusarse al exterior, tres nichos semicirculares, una solución que deriva de la empleada en la capilla mayor de la iglesia catedralicia ourensana, cuyo impacto se evidencia en otros aspectos de sus fábricas.
Santo Estevo de Ribas de Miño
Santa María de Pesqueiras (Chantada) 

Solo tres edificios, de los existentes en la actualidad, exhiben en su costado de naciente un ábside poligonal, una configuración cuya materialización, sin embargo, no es uniforme. Así, mientras en San Pedro Fiz de Reimóndez (Sarria), el cierre de la capilla, un pentágono precedido por un tramo recto presbiterial, muestra por el interior una configuración semicircular, en Santo Estevo de Reiriz (Samos) el pentágono nace de la combinación de los lados del presbiterio y los tres del remate de la capilla, una solución que en sus componentes básicos exhibe también la excepcional iglesia de San Pedro Fiz do Hospital (O Incio), referente, sin duda, de la precedente.
San Pedro Fiz de Reimóndez (Sarria)
 

El complejo eclesial de San Juan da Cova (Carballedo) ofrecía, hasta su traslado como consecuencia de la construcción del embalse de Os Peares, una curiosa estructura: lo componían dos iglesias, dispares en tamaño, composición, filiación estilística y cronología. La más antigua y de mayores dimensiones, también la de mayor calidad artística, se situaba al sur y exhibía una sola nave y un ábside semicircular precedido de tramo recto. La otra iglesia, adosada a su costado norte, tenía así mismo una sola nave de planta irregular, más corta y más estrecha, coronándola una capilla rectangular de configuración igualmente irregular. Lo que de ella puede analizarse a partir de fotografías tomadas antes de su traslado y también de las partes que se conservaron, integrándolas en el nuevo edificio, permite afirmar que su construcción es muy posterior a la del edificio “principal”, debiendo ser considerada, vistas las particularidades formales de los elementos llegados hasta hoy, como gótica.
Nada particularmente significativo, con las excepciones, no obstante, que se comentarán, presentan todos estos templos, en lo más definitorio de su configuración interior (alzados y cubiertas), con respecto a lo que ya señalé en las provincias de Pontevedra, A Coruña y Ourense, es decir, muestran naves, de mayor entidad en ocasiones las que servían a comunidades monásticas, habitualmente cubiertas con techumbre de madera a dos aguas, y ábsides, con bóveda de cañón, semicircular o apuntada, en los de planta rectangular o en los presbiterios de los de remate semicircular, y de cascarón o cuarto de esfera en estos últimos. En alguna ocasión, excepcional, se emplearon en la primera parcela bóvedas de crucería cuatripartita y, en la segunda, nervios de refuerzo, no siempre estructurales, convergentes en la clave del arco triunfal de acceso a ese ámbito de cierre.
Son escasos también los templos que muestran en la parcela oriental que nos ocupa una simple techumbre de madera a dos aguas. Un artesonado de madera, instalado con posterioridad a la incorporación del monasterio benedictino al que sirvió el templo a la Congregación de Valladolid, cubre el ábside de la iglesia de San Salvador de Asma (Chantada). Ofrece este ámbito, en alzado, una configuración que la convierte en un “unicum” en Galicia: su primer cuerpo es semicircular y los dos siguientes, delimitados por impostas y dispares también en su configuración (en el inferior alternan tramos ciegos y perforados por ventanas completas, en el superior todos permanecen ciegos), son poligonales, con cinco lados, disposición, no obstante, que solo se materializa en el interior, pues, exteriormente, ambos cuerpos son englobados por una estructura semicircular, continuadora de la que exhibe el piso inferior del cierre absidal.
Tampoco ofrecen nada especialmente novedoso en su conformación básica, con respecto a lo habitual en la época, la mayoría de los arcos triunfales de acceso a los ábsides desde la nave. Semicirculares o apuntados y habitualmente doblados, no simples, el superior voltea normalmente sobre el muro de cierre de la nave y el inferior, usualmente, sobre columnas entregas divididas en tambores de altura igual a la de las hiladas del muro en que se embeben. Hay, sin embargo, testimonios singulares, excepcionales en su configuración, como el que exhibe la iglesia del monasterio de San Salvador de Ferreira (Pantón), con cuatro arquivoltas, la interior de sección prismática lisa, las otras ricamente molduradas, con una alternancia de molduras cóncavas y convexas también sin ornato, enmarcando al conjunto una chambrana ornada con tacos, o el modelo, que conocerá difusión por la provincia en una versión reducida, que muestra la iglesia de San Salvador de Valboa (Monterroso), datada por un epígrafe en el año 1147. Lo componen tres arquivoltas semicirculares, la mayor y la menor de perfil rectangular, aquella volteada sobre el muro de cierre de la nave, esta sobre pilastras salientes. La arquivolta central, por su parte, exhibe un grueso bocel liso enmarcado por molduras cóncavas también desprovistas de decoración, volteándose sobre columnas acodilladas.
Arco triunfal de la iglesia monástica de Ferreira de Pantón
Interior de Santa María de Penamaior 

Otro dato singular quiero destacar en el análisis de los interiores de las iglesias de una sola nave: la presencia, en algún caso y en la contrafachada occidental, abierta en la parte alta, en el espesor del muro y delante del rosetón que ahí se emplaza, de una estrecha tribuna rematada por un arco apuntado apoyado en impostas simples, a la que se accede desde las escaleras de caracol ubicadas en el interior de las torres que enmarcan externamente la fachada de poniente. Ofrecen esta solución las iglesias de San Juan de Portomarín (Portomarín) y de Santo Estevo de Ribas de Miño (O Saviñao).
Dejo para el final de esta valoración de los interiores de los edificios más sencillos la reseña de dos trazos particularmente novedosos en el contexto gallego que exhibe, en ese espacio, la iglesia de San Miguel de Eiré (Pantón). Pondero, por un lado, la presencia de un crucero, no marcado en planta, sí perfectamente delimitado en alzado, cubierto, lo que refuerza su impacto visual, por una bóveda esquifada dispuesta en sentido transversal, ingrediente, hoy al menos, único en Galicia. Señalo, por otro lado, la composición de su contrafachada occidental. Se estructura esta, en alzado, en tres cuerpos diversos en su configuración y destino. Una puerta con arco de medio punto perfora el piso inferior, otra, de cierre semicircular también y flanqueada por sendos nichos con remate similar, el segundo, y una ventana, de perfil idéntico al de los vanos inferiores, el superior.
El emplazamiento, en particular, de la puerta en altura, vista la configuración del vano por las dos caras, documenta la existencia pretérita, no sabemos con qué alcance, de “estructuras”, emplazadas al oeste del templo, destinadas a dar respuesta a las necesidades de la vida cotidiana de la comunidad monástica a la que dio servicio esta iglesia singular.
Nada rupturistas tampoco, en relación con lo que acontece en las otras provincias de Galicia y vistas como un todo, se nos presentan los edificios lucenses tipológicamente más simples, los que tienen una sola nave, en lo esencial de sus componentes exteriores. Podemos encontrar en ellos, sobre todo en sus tierras meridionales, próximas a las ourensanas, soluciones como las cornisas sobre arquitos, con metopas simples o decoradas, o arcos atando contrafuertes, trazos, una y otro, que invitan a pensar, en la mayor parte de los casos, no en todos, en la irradiación, por medio de maestros allá formados directamente o a través de ellos, en una progenie última ourensana.
Algunos edificios, no obstante lo anterior, merecen, por las circunstancias que en alguno de sus rasgos concurren, una reseña pormenorizada en esta valoración inicial de conjunto. Cito, en primer lugar, la iglesia, otrora monástica, de Santa María de Castro de Rei de Lemos (Paradela). La materialización de su ábside, semicircular precedido por un tramo recto, es un “unicum” en Galicia. El hemiciclo, de gran esbeltez, muy cuidado (el efecto se mantiene con claridad pese a las reformas y a su deterioro), está dividido en 5 tramos, más ancho el central, en el que se abre una ventana, por medio de columnas dobles dispuestas en sentido perpendicular al paramento. Reclama atención también, interiormente, el tratamiento –una vistosa combinación de molduras cóncavas y convexas sin ornato– que reciben la arista y la superficie frontal del codillo que se crea al ser el hemiciclo más estrecho que el tramo recto presbiterial.
Es el segundo la iglesia de Santiago de Barbadelo (Sarria) y en particular su fachada de poniente, estructural/compositivamente inusual en el panorama gallego. Dividida en tres calles, la central, en la que se emplaza la portada, destaca ligeramente sobre las laterales. Exhibe un tímpano pentagonal decorado, infrecuente en Galicia, y la componen dos arquivoltas semicirculares de sección prismática, perfiladas, la inferior, por bolas, la superior por un ajedrezado. En el costado norte se dispone una torre. Tiene planta rectangular y consta de tres cuerpos, ciegos los dos inferiores, de altura desigual, y con vanos, uno solo en la cara oeste, dos en los frentes norte y este, el superior. Tiene esta torre planta cuadrada y se alza, interiormente, sobre dos arcos semicirculares apoyados en columnas entregas en los muros y en otras embutidas en un pilar. El espacio que así se delimita está destinado a baptisterio. Una sencilla escalera sirve de acceso al cuerpo de campanas.
Son merecedoras de cita detallada también las fachadas occidentales de San Paio de Diomondi y Santo Estevo de Ribas de Miño, empresas, ambas, situadas en el Municipio de O Saviñao. Comparten un rasgo que las emparenta –se conciben, pese a que poseen una sola nave, como si diesen remate a un edificio de tres, con un cuerpo inferior conformado por un triple vano, ciegos los dos laterales, con cuatro arquivoltas semicirculares el central–, aunque la manera de materializar el conjunto de la propuesta, estructural, compositiva y estilísticamente, sea muy dispar entre ellas, más sencilla, más depurada y así mismo más temprana Diomondi, más compleja en su estructura (domina el cuerpo alto, separado del inferior por un cuidado tejaroz ornado con arquitos cuyas metopas están ricamente decoradas, un rosetón dotado de una tracería conformada por una delicada y muy vistosa combinación de elementos geométricos) y más tardía también Ribas de Miño, en cuyos extremos se aprecian las saeteras, una por lado, que, junto a las que se abren en los costados norte y sur, dan luz a las escaleras que sirven para acceder, como ya comenté, a la base del rosetón por el interior, disponiéndose en lo alto del costado norte una espadaña con dos vanos semicirculares. Debajo de esta estructura de cierre, o sea, debajo de la parcela occidental del edificio, levantado en un lugar con fuerte pendiente, se construyó, para salvar ese desnivel y ganar espacio, una “cripta” de planta rectangular, perpendicular al eje del templo, cubierta por una bóveda de cañón simple. Se accede a ella, desde el exterior, a través de una sencilla puerta. No tiene comunicación directa con la iglesia superior.
Es muy significativa también, reforzada en su valor por su singularidad –es, en Galicia y en puridad, el testimonio más destacado de una estructura de ese tipo y del tiempo que nos ocupa construida, aunque no terminada como se previó, llegado hasta hoy– la torre que se alza sobre el tramo, un crucero no marcado, cubierto con bóveda esquifada dispuesta en sentido perpendicular al eje del templo, que antecede al ábside –semicircular, precedido por un tramo cuadrado, no rectangular, como es usual– en la iglesia, otrora monástica, de San Miguel de Eiré (Pantón). Consta de un solo cuerpo, con vanos en sus cuatro lados –simples en los menores, norte / sur–, dobles, emplazados en un cuerpo saliente, en los mayores, este/oeste. Ajena a la tradición constructiva de Galicia, su progenie ha de buscarse en tierras castellanas, ámbito de referencia, reforzado en sus fundamentos por la presencia en el templo de otros elementos de idéntica procedencia, en el que la presencia de una estructura como la que nos ocupa está bien documentada.
Destacadas así mismo por su composición y ornato, únicas, en todo caso y frente a las anteriores, en su emplazamiento en la fachada occidental de sus respectivos templos, son las portadas de San Pedro de Bembibre (Taboada) y de San Pedro Fiz do Hospital (O Incio). Exhiben ambas cuatro arquivoltas y chambrana, una composición no excesivamente frecuente en Galicia, un territorio en el que tampoco es habitual la decoración en zigzag que muestran la arquivolta mayor y la chambrana que la perfila en el primer templo, destacable también por la diversidad formal de los fustes, decorado alguno con estrías verticales o también en zigzag, y la chambrana en el segundo, en ambos casos continuada hasta el arranque de la portada, cortada por un cimacio de nacela lisa en Bembibre, donde se interrumpe la chambrana, sin solución de continuidad en O Hospital. Los anchos contrafuertes con remate escalonado que, en este último edificio, flanquean la fachada y, a la vez, enmarcan la portada, refuerzan su significación, haciendo muy verosímil la hipótesis, a la vista de las alteraciones que se detectan en la parte alta del hastial y de la conformación de esta misma parcela en la cara interior, de que, en origen o, como mínimo, en proyecto, la organización de esa zona del templo hubiese sido similar a la que ofrecen todavía hoy San Juan/Nicolás de Portomarín o Santo Estevo de Ribas de Miño, esto es, con un rosetón –o, en su defecto, una ventana destacada– centrando la parte alta del hastial de poniente. Por otro lado, la composición general de la iglesia, dotada de responsiones en la nave (columnas embutidas en pilastras) que la dividen en tres tramos y, correspondiéndose con ellas, en el exterior, de sólidos contrafuertes, así como las modificaciones que se aprecian en el remate de los muros perimetrales del espacio que valoro, permiten pensar que, inicialmente, se previó dotar al edificio de arcos fajones bien para recibir una techumbre de madera a dos aguas, bien para construir una cubierta abovedada. Esta última hipótesis, defendida por otros autores, entre ellos V. Nodar en la monografía que le consagra al edificio en esta Enciclopedia, fue anticipada ya en los años cuarenta de la pasada centuria por Miguel Durán Loriga en un estudio, inédito hasta dónde yo sé, que se conserva, entre los materiales de su autoría, en el Archivo Documental del Museo de Pontevedra.
Frente a lo anterior, no encuentro fundamentos sólidos, a partir de las estructuras llegadas hasta hoy, para defender que el proyecto inicial del templo, como se ha señalado en alguna ocasión, hubiese contado con complementos (una adarve almenado, un camino de ronda) que le habrían dado aspecto de fortaleza y que lo harían muy similar en su imagen o conformación exterior al que ofrece la iglesia, próxima al río Miño, de San Juan / Nicolás de Portomarín, perteneciente, conviene no olvidarlo, a la misma Orden de San Juan que la que analizamos ahora.
Un último aspecto, en relación con las empresas de una sola nave, merece consideración por mi parte en esta introducción: la inserción, delante de las portadas y singularmente de la occidental, de pórticos, usualmente de madera, cubiertos con tejas, concebidos inicialmente para protegerlos de las inclemencias meteorológicas y paulatinamente diversificados en su función y cometidos. Habituales en el pasado, son muy pocas las estructuras de este tipo que han llegado hasta hoy, extendidas también a los muros laterales. Su existencia pretérita, sin embargo, se documenta por la presencia, tanto en el muro de poniente del templo como en alguno de los laterales, de las ménsulas que servían de apoyo a la estructura que lo cubría. Este hecho y las particularidades de su fábrica confieren un especial protagonismo al pórtico que se alza delante de la fachada de poniente de la iglesia de San Cristóbal de Novelúa (Monterroso). Tiene planta rectangular, está construida con aparejo de sillería granítica y se cubre con techumbre de madera. En su costado suroeste se dispone una torre de planta rectangular, de filiación románica también en su cuerpo inferior, aunque posterior al pórtico propiamente dicho, pues su estructura afecta a la puerta de acceso a este por el oeste.
Componen un segundo conjunto de edificios los que muestran planta basilical. Integran un primer bloque los que poseen tres naves, sin crucero o con crucero, detectándose su existencia, en este caso, por la mayor longitud del tramo correspondiente, el más oriental, el más próximo a la cabecera. Esta, en los testimonios llegados hasta hoy, ofrece, según el tipo de capillas (rectangular, semicircular o poligonal), tres modelos distintos, todos destinados a dar servicio a comunidades religiosas, de monjes o de canónigos.
 Responde al primer modelo la iglesia, hoy parroquial, otrora monástica, de Santa María la Real de O Cebreiro (Pedrafita). Presenta una planta con tres naves, separadas por pilares, de tres tramos cada una, cubiertas por una techumbre de madera a dos aguas que cobija a todo el conjunto. Precede a este bloque un macizo occidental en el que se disponen un pórtico de acceso, un baptisterio y una torre prismática, dándole remate una cabecera compuesta por tres capillas rectangulares, la central saliente, todas dotadas de bóveda de cañón muy simple. Se trata de un esquema de vieja progenie prerrománica, de filiación asturiana en concreto, reformulado en su epidermis conforme a pautas románicas. 
El segundo esquema lo ofrecen, por un lado, los templos de San Martín de Mondoñedo (Foz) y San Vicente de Pombeiro (Pantón), similares en su conformación básica: 3 naves en el cuerpo longitudinal, remodeladas y/o completadas en un momento impreciso, tal vez incluso tras la incorporación definitiva del monasterio, en 1526, a la filiación de Santo Estevo de Ribas de Sil (Ourense), en Pombeiro; crucero no saliente, marcado en Mondoñedo por la composición de los pilares torales, distinta, más diversa en su diseño (combina líneas rectas y curvas), de la que muestran los restantes soportes (exhiben solo formas rectas y aristadas), de imposible concreción, por falta de datos, en Pombeiro, donde el tramo, no obstante, es más corto que el colindante, reforzado este en su presencia, además, por abrirse a él las portadas laterales del edificio, y cabecera compuesta por tres capillas semicirculares, la central saliente, una proyección que se hace más evidente en Pombeiro debido a la inserción en ella de un tramo recto presbiterial, un aditamento del que se prescinde en las extremas, desiguales en su implantación (algo menor la meridional).
Tiene hoy también planta basilical –y la tuvo así mismo, sin duda, desde el principio– la iglesia de Santa María do Campo, en Viveiro, si bien, frente a las anteriores, cuenta con una sola capilla semicircular, con tramo recto muy marcado, en su cabecera. La conformación actual de las naves que componen su cuerpo longitudinal, cubiertas por techumbre de madera única a dos aguas, no responde al proyecto original, el cual, sin embargo, sí pudo contar con la misma distribución espacial.
La última iglesia del grupo basilical que valoro es la abacial de Santa María de Penamaior (Becerreá). Posee tres naves de tres tramos, crucero no saliente, bien marcado hoy, no obstante, por la reformulación que sufrieron los pilares de las naves, y cabecera compuesta por tres ábsides, semicirculares los laterales, poligonal, con 5 lados, externamente marcados solo los tres del cierre, precedidos por un tramo recto, el central.
Estas iglesias, de mayores dimensiones, lógicamente, que las anteriormente valoradas, cuentan con bóvedas en sus cabeceras, las normales en su tiempo y en esa parcela: de cañón, apuntado en el caso del tramo recto de la central de Pombeiro, semicircular en los otros tres, y de cascarón en los hemiciclos de Mondoñedo, Pombeiro y las laterales de Penamaior, el remate de cuyo ábside central está oculto por un retablo, lo que impide conocer las particularidades de su cubrición.
Bóvedas de cañón, de eje perpendicular al del templo, coronan los brazos del crucero de San Martiño de Mondoñedo, disponiéndose en su tramo central una estructura cupuliforme montada sobre trompas que, sorprendentemente, no propician una base octogonal para esa cubrición, sino una cuadrada cuyas esquinas / ángulos se redondean.
Por lo que al cuerpo longitudinal de los edificios se refiere, Mondoñedo se organiza con cubiertas de madera a dos aguas en la nave central y a una sola vertiente, más baja, independiente, pues, de la del medio, las laterales. Una techumbre de madera a doble vertiente cubre las tres naves del cuerpo longitudinal de O Cebreiro. Nada seguro sabemos, en cambio, sobre la conformación en origen del cuerpo de naves de la abacial de Pombeiro, remodelado o completado muy probablemente, según señalé ya más arriba, en el arranque de la Edad Moderna. De entonces también, en este caso de los años finales del siglo XVII, procede la organización que hoy ofrece el cuerpo de naves de Penamaior. En torno a 1692, año que figura en una inscripción ubicada en un nicho emplazado en el centro de la fachada de poniente, entre la portada principal y el gran vano superior, la iglesia debió sufrir un derrumbamiento que afectó sobre todo a sus partes altas. Al acometerse la reconstrucción, llevada a cabo, según todos los indicios, con rapidez, se introdujeron importantes modificaciones en su estructura. Por un lado, se forraron los pilares segundo y tercero de cada lado, transformándolos, sin duda por motivos de seguridad, en poderosas pilas. Por otro, los arcos formeros que sobre los soportes precedentes voltean pasaron a ser simples, no doblados, como acontece aún al presente en el primero de cada flanco, que sí son originales. En tercer lugar, se modificó la altura y el tipo de cubierta de las naves menores –excepción hecha del tramo de naciente de la meridional–, alterándose también la altura de las responsiones de las colaterales. Por último, se rebajó considerablemente la altura de la nave principal, que recibe entonces como cubierta la armadura que vemos hoy. Es evidente así mismo, dado lo insólito de su ubicación, que en el transcurso de estas labores de recomposición de la iglesia recibió acomodo en el primer tramo del muro norte el rosetón que todavía permanece en la actualidad ahí y que en un principio, sin duda, se situaría en el costado oriental de la nave central, sobre el arco triunfal de acceso a la capilla mayor.
En cuanto a los exteriores de estos cuatro templos, lo más significativo y vistoso, sin duda, es la organización del bloque oriental de la iglesia de Mondoñedo, en el cual, junto al escalona miento de volúmenes, culminado por el cimborrio que señorea el tramo central del transepto se impone como destacada la presencia de arcuaciones en el remate del paramento de los ábsides laterales, una solución, poco frecuente en Galicia cuando se levantó esa zona del edificio, llamada, sin embargo, a tener un gran protagonismo en la etapa final del románico resulta menos llamativa, sin duda como consecuencia del efecto negativo que sobre su imagen pro duce la inserción, en el tránsito de la Edad Media a la Moderna, de una torre de planta cuadrada en su costado meridional, la fachada occidental. Emplazada en un cuerpo discretamente saliente y desprovista de monumentalidad estructural y decorativa, destaca, sin embargo, por su claridad compositiva, resultando especialmente vistosa la portada, compuesta por cinco arquivoltas, de aristas vivas unas, perfiladas por baquetón otras, todas lisas, sin ornato, complemento –palmetas– que sí exhibe la chambrana que perfila todo el conjunto.
Las reformas, fruto de avatares diversos, han restado protagonismo también a las fachadas occidentales de dos de los edificios que estamos considerando en este apartado, las abaciales de Pena maior y Pombeiro. Destaco en la primera, dividida en tres calles, todas con ventanas de gran empaque estructural en el cuerpo alto, la portada principal, más interesante por la diversidad de los elementos que la componen –geométricos, vegetales y figurativos– que por la finura de su ejecución.
No ofrece hoy un aspecto atractivo la fachada occidental de la abacial de Pombeiro. En origen, sin embargo, cuando se proyectó –su cuerpo alto actual es producto de una intervención llevada a cabo muy posiblemente, como ya señalé, en el siglo XVI–, debía de ser muy llamativa por su composición y ornato. Conserva hoy, pese a esa adversidad, una vistosa portada, enmarcada por contrafuertes y delimitada por una cornisa sobre arquitos con metopas decoradas, y, sobre todo, una torre, cuadrada en su base, semicircular en altura, en su costado septentrional, un complemento excepcional, casi único, en Galicia.

Integran el último capítulo de este análisis formal de las empresas románicas lucenses las que exhiben planta de cruz latina, bien con una, bien con tres naves. Cuatro son, en principio, los testimonios que hay que considerar en el primer caso, esto es, edificios con una sola nave, tres en el segundo, o sea, empresas con tres naves.
Conforman el primer bloque, en su configuración actual o en la que podemos aventurar a partir de la información llegada hasta hoy, las iglesias de San Fiz de Cangas (Pantón), San Salvador de Vilar de Donas (Palas de Rei), Santo Estevo de Chouzán (Carballedo) y San Vicente de Pinol (Sober). De ellas, sin embargo, solo las dos primeras, San Fiz de Cangas y San Salvador de Vilar de Donas, merecen, en puridad, consideración aquí, pues las otras dos, Santo Estevo de Chouzán y San Vicente de Pinol, son, bien en la estructura / conformación que una ofrece (Pinol), bien en la que sabemos que la otra tuvo hasta una fecha avanzada de la pasada centuria (Chouzán), producto de intervenciones llevadas a cabo con posterioridad a los siglos del románico.
La iglesia de San Fiz de Cangas muestra hoy una amplia nave, fruto de remodelaciones realizadas en tiempos posmedievales, cobijada por una techumbre de madera a dos aguas; crucero marcado, con tres tramos, uno central y dos laterales, comunicados los tres, cubiertos por bóvedas de crucería levantadas en el siglo XVI –cuatripartita las de los extremos, estrellada la del central–, con la nave longitudinal por medio de vanos con arcos de medio punto doblados, de mayor desarrollo el central, montados, los menores, sobre columnas entregas, y cabecera compuesta por tres ábsides, el central con remate semihexagonal por fuera, semicircular por dentro, precedido por tramo recto, ambos abovedados (bóvedas de cascarón y de cañón, respectivamente), el meridional rectangular y el septentrional, cuadrado, producto de una intervención realizada en época barroca.
Un aspecto del exterior de la iglesia merece mención detallada: el tratamiento que recibe, en alzado, la nave del crucero. Se presenta esta como una estructura simple, austera, muy destacada por encima de la cabecera, disponiéndose en sus lados menores, hoy solo en el Sur, en la parte baja, una sencilla saetera y, en la superior, una ventana con arco de medio punto tallado en un bloque pétreo, aristado y a paño con el muro, volteado sobre columnas acodilladas dotadas de capiteles vegetales. Dan luz, escasa, a un espacio situado, hoy, sobre las bóvedas inferiores.
No es fácil pronunciarse sobre el fundamento último de esta peculiar “estancia alta”, esto es, si tuvo una finalidad exclusivamente constructiva, al margen de su singularidad, o si se concibió así para darle un uso específico relacionado con exigencias cultuales o de otra naturaleza. La remodelación que la nave del crucero sufre en el siglo XVI y que tuvo, entre otras consecuencias, el dejar aislado, sin acceso, cómodo al menos, ese espacio superior, impide dar una respuesta adecuada y convincente a la pregunta. Creo, no obstante, que el aislamiento actual no existía en su estructura inicial, sino que es producto de la remodelación que, en particular la nave del crucero, sufrió en el siglo XVI. La similitud que ofrece, desde el punto de vista compositivo, exclusivamente, la organización del bloque de naciente de nuestra iglesia (cabecera y crucero) con la que muestra, en la misma zona, una iglesia como la de Vilar de Donas (Palas de Rei), así permite afirmarlo. La incorporación ulterior al edificio de la estancia que me ocupa, en todo caso, no puede desligarse, pese a sus diferencias muy marcadas, de la existente en idéntico lugar en la iglesia, otrora monástica también, de San Miguel de Eiré.
La iglesia de Santiago o San Salvador de Vilar de Donas, última del bloque de edificios que estoy valorando, tiene planta de cruz latina, con una sola y ancha nave en el cuerpo longitudinal, crucero marcado, con un tramo por brazo, y cabecera compuesta por tres capillas semicirculares, la central, precedida por un tramo recto presbiterial, muy destacada. Valoro en ella en este apartado, junto a sus dimensiones inusuales, explicables por la entidad de la comunidad a la que sirvió, la primera, por cierto, que en Galicia dependió de la Orden de Santiago, tres trazos singulares. Es el primero la organización, en alzado, de los muros laterales de la nave longitudinal, cubierta por una techumbre de madera a dos aguas. Muestran aquellos dos cuerpos, desiguales en altura, más bajo el inferior, separados por una imposta decorada con billetes. El piso bajo permanece liso. En el superior, en cambio, se abren en cada costado tres altos vanos semicirculares con derrame interno muy marcado. Austeros en su conformación –son simples aberturas murales, ceñidas a la superficie del paramento, sin resalte alguno–, proporcionan, en cambio, una buena iluminación al interior.
El segundo rasgo destacable del interior es el hecho de que los brazos del crucero y el tramo central están abovedados, con cañón simple los primeros y con crucería cuatripartita, con nervios de sección prismática cuyo arranque, en punta, se inserta entre los arcos que conforman el cuadrado de base, el segundo.
Menciono, en tercer lugar, el pórtico que se dispone delante de la fachada occidental y lo hago más por lo que comporta de perpetuación, en versión “monumental”, de soluciones complementarias del edificio eclesial habituales en la época que analizamos en ese emplazamiento que por su significación estilística, pues, desde este punto de vista, las formulaciones que exhibe la única parcela “medieval” de ese ámbito llegada hasta hoy, la septentrional, han de ser valoradas en función de pautas más avanzadas ya que las que aquí nos incumben.
El último apartado de este capítulo de análisis formal de los edificios que tienen planta de cruz latina lo integran los que poseen tres naves en su cuerpo longitudinal. Son la Catedral de Lugo, la abacial de Meira y también, en su conformación actual, la Catedral de Mondoñedo.
La Catedral de Lugo muestra hoy, fruto de su larga historia constructiva, una planta muy compleja. La de tiempos románicos, al margen de que no fuese uniforme en su materialización como consecuencia de su realización en campañas sucesivas, era más simple. Ofrecía un esquema en forma de cruz latina, con tres capillas, seguramente todas con cierre semicircular, en la cabecera; crucero marcado y tres naves de ocho tramos en el brazo principal. De su alzado, bien por conservarse, bien por estar documentado, destaco cuatro ingredientes. Cito, en primer lugar, la instalación, en el cuerpo longitudinal, de una tribuna, abierta a la nave central, sobre las laterales.
Reseño, en segundo lugar, el uso, en el brazo longitudinal, el mayor de la cruz, de arcos atando, uniendo los contrafuertes, una fórmula que, al igual que la anterior, tiene un precedente en Galicia en la fábrica catedralicia compostelana. El tercer dato significativo, llamado a tener difusión como el precedente en empresas de la provincia y sobre todo, aunque no solo en él, en su territorio diocesano, es la organización, con dos lóbulos semicirculares en su zona inferior, del tímpano ubicado en la portada septentrional del crucero. Refiero finalmente, por su singularidad y pese a que no se conserva ya por haber sido destruida al construirse la actual, la organización que, antes de ella, exhibía la fachada occidental del templo que pondero, conocida por un dibujo incluido en sus “Memorias” por el canónigo, ya citado, V. Piñeiro. Se organizaba, en consonancia con la distribución interior del templo al que daba remate, en tres calles, delimitadas por torres circulares en cuyo interior se alojaban escaleras. En las calles laterales se superponían, acomodándose también a la organización en pisos del interior, dos ventanas cerradas por arco de medio punto, abiertas a las naves y a la tribuna. La calle central, más ancha, el doble, que las laterales, se articulaba en dos cuerpos, de altura desigual, separados por una estructura horizontal cuya marcada presencia invita a pensar que pudo estar decorada. En el piso inferior se abrían dos puertas que desembocaban en la nave principal. Sobre el friso se disponían dos ventanas y, más arriba todavía, un rosetón.
Tiende a valorarse esta fachada en relación con la estructura románica del edificio al que da remate por su costado occidental. A mi modo de ver, sin embargo, las particularidades estructurales y decorativas del tramo de las naves con el que comunicaba, el penúltimo del cuerpo longitudinal actual, y, en segundo lugar, la indudable similitud que existe entre el rosetón que culmina el hastial y los que se hallan en idéntico lugar en los frentes del crucero, permiten pensar que la fachada dibujada incluida en las Memorias del canónigo M. Piñeiro es también, no sé si en su totalidad o solo en gran parte, un producto de tiempos bajomedievales.
La abacial de Meira, también con planta de cruz latina, cuenta con tres naves bien estructuradas extraordinariamente largas (nueve tramos), doblando la central en anchura a las laterales; crucero perfectamente marcado, con dos tramos por brazo, siendo el central cuadrado, y cabecera compuesta por un ábside central semicircular, precedido de tramo recto, ligeramente más ancho que el hemiciclo, enmarcado por cuatro capillas cuadradas, dos a cada lado, cerradas, a oriente, por un muro común plano,
Tres rasgos me interesa destacar, en particular, en esta iglesia, llegada hasta hoy, en sus trazos esenciales, tal como fue concebida y materializada. Señalo, en primer lugar, la monumentalidad de su cabecera, con cinco capillas, la de mayor entidad de la provincia desde ese punto de vista. Destaco, en segundo lugar, la presencia de bóvedas en todos los espacios (de cañón apuntado, de arista y también de crucería, modelos, los tres, de uso ya habitual en la época en la que se levanta el templo). Reseño, en tercer y último lugar, la vistosidad de la fachada occidental, nucleada por una portada de gran entidad, con tres arquivoltas semicirculares muy cuidadas, decoradas con motivos vegetales variados, en general de escaso volumen, todos delicadamente trabajados.
Dejo para el final, en este apartado, la valoración de la Catedral de Mondoñedo, la más tardía de las gallegas. Tiene esta hoy, fruto de reformas diversas realizadas entre los siglos XVI y XVIII, una planta de cruz latina. No es la inicial. Era esta, también, de tipo basilical, con tres naves de cuatro tramos en el brazo principal, crucero simple, no saliente, marcado, no obstante, por sus dimensiones, mayores que las de los tramos de las naves, y cabecera compuesta por tres capillas semicirculares, todas semicirculares precedidas por un tramo recto, conservándose en la actualidad tan solo la central.
Dos rasgos de su fábrica merecen reseña especial en este capítulo. Por un lado, en el interior, el hecho de que la totalidad de sus espacios originarios estén cubiertos con bóvedas de crucería, cuatripartita en las naves y presbiterio de las capillas, con nervios convergentes en la clave del arco de acceso en el hemiciclo de la central. Todos los nervios, dato explicable por la fecha, ya tardía, como se verá, en que se construye el edificio, cuentan con soportes individuales, específicos, que arrancan desde el suelo.

El segundo aspecto destacable de la fábrica de esta Catedral es la fachada principal, conservada también, pese a las reformas de tiempos barrocos, en sus trazos esenciales. Destaca en ella, dividida en tres calles por medio de contrafuertes, el rosetón situado en la central encima de la puerta principal de acceso al interior del templo.
Son escasos y también poco significativos desde el punto de vista formal, en la provincia de Lugo, los vestigios llegados hasta hoy de dependencias o estancias complementarias y coetáneas de las edificaciones precedentemente valoradas. Esa parquedad, justamente, confiere un protagonismo indudable a los humildes y maltrechos vestigios conservados en dos alas, la norte y la este, del monasterio de Santa María de Penamaior (Becerreá). De su examen y del de todo el recinto en el que se inserta se deduce que la dependencia, de exiguas dimensiones, tenía planta rectangular, siendo más largos –siete tramos– los lados oriental y de poniente que los otros dos –cinco tramos–. Disponía, como era normal en la época, de un solo cuerpo (hoy, como consecuencia de las novedades que se produjeron durante la Edad Moderna, posee dos, el alto del siglo XVIII), integrando las galerías una sucesión de arcos de medio punto montados sobre pilares, unos y otros ejecutados con lajas de pizarra. Tan solo es de piedra la imposta que separa las dos partes, unas veces achaflanada, otras de nacela, siempre lisa. Se cubren las dos pandas en la actualidad (así debió de suceder también desde el origen) con una sencilla estructura plana de madera. La datación de las arquerías, vistas sus características, habrá de ser fijada en el siglo XIII, sin duda con posterioridad a la concesión, producida ca. 1225, del rango de abadía a Penamaior.
Vestigios de dependencias complementarias del espacio eclesial, más valiosos como testimonio que por su “entidad física”, se conservan en San Martiño de Mondoñedo (Foz) o San Salvador de Asma (Chantada). Esta escasez hace más lamentable todavía la desaparición de estancias como la cocina medieval del monasterio de Santa María de Meira. Descrita por J. Villaamil y Castro en un momento avanzado del siglo XIX, respondía en su conformación esencial, en planta y en alzado, al modelo canónico, codificado para ese tipo de dependencias por la Orden a la que el monasterio pertenecía, la del Císter.
Concluyo este apartado sobre el estudio de las formas constructivas con una valoración de la única empresa susceptible de ser comentada en el ámbito de la arquitectura civil: la Torre de Doncos (As Nogais), hoy en un lamentable estado de abandono, pese a lo cual todavía es posible analizarla en sus fundamentos y trazos esenciales. Tiene planta cuadrada y se estructura, en alzado, con un sótano, cubierto por bóveda de arista, planta baja y tres alturas, todas con piso de madera, y una terraza superior. Sus características constructivas y decorativas (empleo de piedra y madera; uso de sillarejo; combinación de dinteles y arcos de descarga en las puertas; arcos conformados por dovelas estrechas y largas; adelgazamiento progresivo, en altura y por el interior, de los muros; presencia en el frente exterior de estos de estrechas saeteras que, por dentro, se abocinan, etc.), pese a su exotismo, no son un “unicum”, en su tiempo, en Galicia. Parte de sus ingredientes definitorios los encontramos en otra empresa excepcional, las Torres de Oeste (Catoira, Pontevedra), reconstruidas, con el fin básico de proteger de las incursiones por mar la Terra de Santiago, por el obispo Cresconio II (1048-1068), una empresa que ha sido relacionada convincentemente con la arquitectura militar aragonesa coetánea. Esta filiación, vanguardista en su tiempo, válida también para la Torre de Doncos, y la rareza, casi excepcionalidad, de esta como monumento, hacen más deplorable, si cabe, su estado de conservación.

Los edificios románicos lucenses: evolución de las formas
Es la provincia de Lugo, como ya señalé más arriba, la que conserva hoy, entre las gallegas, el mayor número de testimonios susceptibles de ser considerados estilísticamente como románicos. Es también, fruto de sus particularidades físicas –emplazamiento, relieve, vías de comunicación terrestres, fluviales y marítimas– y del azar histórico, no siempre adecuadamente ponderado y, en consecuencia, valorado, la que ofrece una mayor complejidad y diversidad desde el punto de vista de sus componentes y de su desarrollo. En esa variedad, en esa riqueza, radica, sin duda, uno de sus mayores atractivos para el estudioso o el simple diletante de hoy.
Conocemos bien, en lo esencial, la evolución de las formulaciones estructurales y decorativas de las construcciones lucenses merecedoras de ser catalogadas o consideradas como románicas. A partir de esa documentación, cabe sostener que los primeros indicios claros de la presencia del estilo en la demarcación lucense se localizan hoy no en el ámbito de la arquitectura religiosa, como cabría esperar dado el aplastante dominio de las empresas de esa filiación estilística destinadas al culto llegadas hasta hoy, sino en la esfera civil, con muy pocos restos, en cambio, valorables como románicos. Se sitúa ese hito de referencia en la ya citada Torre de Doncos (As Nogais), al sureste de la provincia. Pese a su mal estado de conservación, un hecho que no facilita su análisis, lo que de esta Torre –y también del complejo defensivo del que forma parte– persiste (estructura general, esquema constructivo, materiales empleados, etc.) permite emparentar su ejecución con empresas aragonesas significativas, vinculadas a la figura de Sancho III el Mayor (†1035), como el Castillo de Loarre o la Torre de Abizanda, uno y otra en la provincia de Huesca. Ambas edificaciones han sido traídas a colación también para explicar parte de las soluciones constructivas que ofrecen las Torres de Oeste, en Catoira (Pontevedra), un conjunto cuya reformulación se explica a partir de necesidades similares a las que sirven de fundamento a la empresa que nos ocupa: si en esta lo que se pretende es controlar una entrada natural en Galicia desde las tierras leonesas, en el caso de las pontevedresas lo que se intenta es impedir o dificultar el acceso por el Río Ulla, desde el Atlántico, a las comarcas de Iria y Santiago.
Usos, formulaciones constructivas y decorativas vinculadas al primer románico de filiación “lombarda” catalano-aragonesa se documentan también en la cabecera (3 ábsides semicirculares, el central saliente, todos precedidos de tramo recto) y en el crucero, no marcado en planta, sí en alzado, de la iglesia, en otro tiempo episcopal, de San Martiño de Mondoñedo (Foz). Se trata de una empresa de análisis especialmente complejo por la sucesión o concatenación de campañas que, en su fábrica y desde tiempos altomedievales, se documentan. 
San Martiño de Mondoñedo (Foz)
 

Para los intereses de este estudio y en relación con las fuentes citadas invoco, en particular, la presencia, en el remate, por el exterior, de los ábsides laterales, de arcuaciones “lombardas” y también de lesenas y, en el interior, el emplazamiento sobre el tramo central del crucero, no acusado en planta, como ya señalé, de una estructura cupuliforme remodelada, sobre trompas. Todas estas formulaciones cuentan con claros precedentes en el área geográfica citada. Su presencia en el templo que nos ocupa cabe explicarla, por un lado, en línea o filiación directa, a través de los contactos personales del prelado promotor de la renovación del templo, el obispo Gonzalo (1071-1108), no siendo imposible tampoco, por otro lado, que el origen inmediato, no el último, de su presencia en las tierras del norte de la provincia de Lugo haya que buscarlo más cerca, en la Diócesis de Palencia, territorio en el cual, en fechas próximas a las que cabe proponer para Mondoñedo, se documentan soluciones similares a las aquí presentes que podrían haber actuado como referente intermedio.
Un cambio importante en la materialización y filiación de los trabajos de la sede episcopal que valoro se produce tras 1112 como consecuencia de la deposición del obispo Pedro y el nombramiento, como sucesor, de Munio o Nuño Alfonso, ”protegido” del prelado compostelano Diego Gelmírez , quien regirá los destinos de la diócesis mindoniense hasta 1136. Su llegada a Mondoñedo, coincidente con un momento de especial intensidad y brillantez en el “chantier” compostelano, explica la presencia de maestros de esa procedencia en el cuerpo longitudinal de la basílica catedralicia cuyo análisis ahora me ocupa. A ellos se debe la reformulación, que, en lo esencial, será ya definitiva, del proyecto en esa zona del edificio, culminado, como documenta en lo estructural, en particular, el desajuste que se evidencia entre las responsiones dispuestas en el muro norte y los pilares que delimitan las naves en ese mismo costado, de manera distinta, más simple, sin duda, que la que se había proyectado.
El impacto compostelano, comprensible en Mondoñedo por la procedencia santiaguesa del obispo promotor de los trabajos, va a hacerse especialmente evidente, a partir de los años treintacuarenta de la centuria, en las tierras centrales de la provincia, ubicadas al oeste del río Miño, nucleadas o vertebradas por la vía –el Camino Francés, el Camino de Santiago por antonomasia, codificado en el Libro V del Códice Calixtino– que conducía a la ciudad del Apóstol. Como ya comenté en el análisis de las otras provincias gallegas, circunstancias específicas, en esos momentos, del territorio que nos ocupa (necesidad de nuevos espacios para el culto, fuese por tener que reformular los anteriores, fuese por precisar construirlos “ex novo”, en una etapa de expansión económica e incremento demográfico), por un lado, y, por otro, los problemas que afectan a la institución episcopal compostelana, distanciada de los intereses del monarca, desde los años centrales de la cuarta década del siglo que analizamos y que condujeron a la paralización de los trabajos en la basílica del Apóstol, explican la marcha de maestros allí formados a las tierras que ahora analizamos. Un epígrafe de 1147 conservado en el muro occidental, por el interior, en la iglesia de San Salvador de Valboa (Monterroso), formalmente explicable a partir de premisas compostelanas, documenta a la perfección, cronológicamente, esta situación. Su esquema constructivo, muy simple, compuesto por una sola nave y, también, un único ábside, rectangular en este caso, es/será, por otro lado, uno de los más habituales en el románico gallego, siendo común también, como en él, que las parcelas más cuidadas, en lo estructural y en lo decorativo, sean el ámbito de acceso al ábside y la fachada de poniente, en el caso de Valboa reformulada.
Antes del inicio de Valboa, sin embargo, ya había comenzado la difusión, no solo por el territorio más occidental de la provincia que ahora nos atañe, de las formulaciones románicas, en ocasiones documentadas por epígrafes de compleja o, si se prefiere, de no fácil vinculación con las formas dominantes hoy en el edificio en el que se hallan. Ejemplifican esta situación las iglesias de San Pedro de Valverde (Monforte) y San Salvador de Toirán (Láncara). Un epígrafe de 1124 escrito en un sillar utilizado como dintel en una puerta que se abre en el muro sur de la primera, Valverde, confirma la existencia de una temprana campaña constructiva en el edificio, habitualmente no valorada, “rescatada” por J. D´Emilio. A ella pertenecen, singularmente, los capiteles, ajenos a las pautas compostelanas, reutilizados en la portada, gótica, del siglo XIII, que se abre en el muro norte de la nave.
La iglesia de San Salvador de Toirán (Láncara) conserva dos epígrafes, uno, de 1132, ubicado en la puerta norte, otro, de 1133, situado al lado del capitel sobre el que voltea, en el costado septentrional, el arco triunfal semicircular, de sección prismática y aristas vivas, que da acceso al ábside rectangular. Al igual que en el caso anterior, nada tienen que ver estos capiteles, de escasa finura en lo formal, como acontece en el resto del soporte al que pertenecen, con las formulaciones del estilo documentadas por entonces en las tierras lucenses que estamos considerando.
No es ese el caso de San Lorenzo de Pedraza (Monterroso), un edificio de una sola nave y ábside rectangular, también único, muy remodelado, en el cual, en el testero y por el exterior, se conserva un epígrafe, de complicada lectura, con la fecha 1127 (era 1165). Sus formas y en particular la organización, por fuera, de la ventana que centra el cuerpo alto del testero (un arco semicircular, con dovelas a paño con el muro y arista viva, volteado, mediante impostas decoradas –bolas la del lado sur, una serpiente la del norte–, sobre columnas acodilladas, con altos basamentos, fustes monolíticos lisos y capiteles vegetales, da cobijo a otro menor, también semicircular, ornado con marcados billetes en damero, que circunda a la aspillera del vano), se han relacionado con las que ofrecen las ventanas –ciegas o con vano– ubicadas en el cuerpo alto del cierre oriental de la basílica catedralicia compostelana.
San Lorenzo de Pedraza (Monterroso)

No estoy seguro, sin embargo, de que el ábside, tal como lo vemos hoy, sea producto de la fecha que ofrece el epígrafe. Su falta de trabazón con el testero de la nave, los desajustes en la composición de las columnas de la ventana que comentamos o incluso la presencia tan marcada para esa data tan temprana de bolas como elemento decorativo invitan a pensar en una reformulación de la capilla en tiempos posteriores a los sugeridos por la inscripción.
Junto a lo compostelano, difundido en el territorio que nos ocupa, como en otros situados en las restantes provincias de Galicia, merced, normalmente, a la actividad de equipos o talleres de esa procedencia y formación que intervienen sucesiva, escalonadamente, agotándolas con el “uso”, las formulaciones estructurales y ornamentales originarias, aparecerán también, no necesariamente combinadas con esas premisas “autóctonas”, soluciones constructivas o decorativas de otra progenie. Ese sería el caso no solo de empresas humildes como San Paio de Seixón (Friol), sino también complejas, como Santa María de Ferreira (Pantón) o San Miguel de Eiré (Pantón).
La iglesia de Seixón, muy remodelada, consta de una sola nave y un ábside rectangular también único. Un epígrafe ubicado en el lado norte de la nave, por el exterior, nos proporciona una fecha, 1140 (Era 1178), y un nombre, Juan, verosímilmente su autor, su magister, como se señala en la inscripción. De lo que de su fábrica persiste es la portada occidental, sin duda, la parcela de mayor interés. La componen dos arquivoltas semicirculares. La menor, apoyada directamente en las jambas, de aristas redondeadas y lisas, exhibe en su rosca e intradós motivos vegetales: dos hileras de cuadrifolias en la primera y rosetas inscritas en círculos en la segunda.
El arco mayor de la portada perfila su arista por medio de un sencillo baquetón liso, disponiéndose en rosca e intradós molduras cóncavas también sin ornato. Voltea sobre columnas acodilladas, con basas áticas sobre plintos desnudos, fustes desprovistos de decoración y capiteles vegetales. Su cimacio, con perfil de nacela liso, se prolonga ligeramente en imposta por el frente del muro, sirviéndole de apoyo a la chambrana que enmarca la portada, también semicircular, a paño con el muro y enriquecida con tacos, hoy ya muy desgastados.
Tanto estructural como decorativamente, esta portada, de escasa finura, en todo caso, no cuenta con precedentes en tierras gallegas, donde, en fechas algo posteriores (finales de la centuria), sí cabe invocar paralelos para algún aspecto de su composición (ausencia de tímpano) y de su decoración (cuadrifolias) en un edificio, justamente “llamativo” por su exotismo, como la iglesia de Santa Tegra de Abeleda (Castro Caldelas, Ourense). Como para este, sí es posible referir modelos para los rasgos compositivos y ornamentales señalados en Seixón, al margen de su evidente tosquedad, en tierras castellanas y, en particular, en las abulenses, una filiación que no ha pasado desapercibida a otros autores.
Soluciones de origen castellano han de ser invocadas también para explicar una estructura, inusual en Galicia, no así en el ámbito territorial citado, como la torre que se alza sobre el crucero, no acusado en planta, en San Miguel de Eiré (Pantón). Su construcción es obra de un taller / equipo de esa procedencia cuya huella se hace evidente también en las rosetas, inscritas en círculos, formalmente muy cuidadas, que decoran, salvo la clave, donde figura un Cordero, las otras nueve dovelas que componen la arquivolta mayor de la portada que se abre, en puridad, en el costado norte del crucero, no acusado en planta, sí en alzado, disponiéndose otras dos, una por lado, en la cara frontal del sillar en el que se talla también el capitel que remata el soporte acodillado que recibe a la arquivolta menor.
Una torre similar a la de Eiré, ajena a la tradición edilicia de Galicia, se programó también, con anterioridad a ella, siendo su indudable precedente local, parta coronar / culminar el espacio que precede al ábside en la iglesia de Santa María de Ferreira (Pantón), donde, sin embargo, no llegó a construirse. Los desajustes que se producen en la altura de gran parte de las hiladas entre el cuidado bloque de la cabecera y los muros que cierran el tramo que lo precede lo confirman, siendo ese cambio de plan, verosímilmente, el resultado, uno más, de la incorporación del monasterio al que sirve, en 1175, a la filiación de Santa María de Meira (Lugo), esto es, a la observancia cisterciense, por decisión de su fundadora, la condesa Fronilde, el responsable de que los potentes contrafuertes, de esmerado diseño formal, que se disponen, llegando hasta la cornisa, en el extremo oriental del muro de la nave, tengan desde entonces una función más ornamental que estructural.
La paulatina materialización, con las novedades señaladas, compatibles con su vinculación a tradiciones “autóctonas”, compostelanas, en lo decorativo y también en lo constructivo, de la abacial de Ferreira, cuyo impacto en el territorio lucense fue muy significativo, coincide en parte con la progresiva difusión de formulaciones, en buena medida más “decorativas” que estructurales, de la Catedral de Lugo, un edificio de azarosa y muy compleja “vida formal”. Su historia constructiva, como se señala en último término en la monografía que se le consagra en esta publicación, no es de fácil análisis. Suele fecharse su inicio, habitualmente, en 1129, año en el cual, según un documento ya mencionado, hoy perdido, citado en 1700 en un libro sobre la Catedral de la autoría de Juan Pallares y Gaioso, el obispo Pedro “contrató” para ese trabajo a un Maestro, de nombre Raimundo, procedente verosímilmente no de “la Villa de Monforte de Lemos”, como él afirma, sino de más allá de los Pirineos, donde, en tierras de Gascuña , cabe encontrar, además del topónimo Monfort, interpretado por Pallares en clave local y por proximidad física como Monforte de Lemos, precedentes para determinados elementos, motivos o soluciones, que se documentan en las parcelas más antiguas del edificio llegado hasta hoy, cuya cabecera, presumiblemente compuesta por tres capillas semicirculares, la central saliente –un modelo habitual en la época–, fue remodelada muy significativamente durante la Baja Edad Media. Coincidiría esta etapa de trabajos, como señala J. D´Emilio404, con la presencia en cargos de responsabilidad en el Cabildo y la Diócesis –como prior de la canónica primero y, desde ca. 1135, como obispo– de un francés de nombre Guido, circunstancia que, sin duda, facilitaría los contactos que algunos de los componentes de las partes más antiguas de la fábrica actual, como modelos de capiteles ubicados en los primeros tramos de las naves o el tímpano con dintel bilobulado que exhibe la portada norte del crucero, no desmienten.
No me parece descartable, pese a la coherencia de lo indicado, que antes de la campaña asociada a Raimundo, interpretada a posteriori, por estar “documentada” y ser la más antigua de entidad entonces conservada (no olvidemos que el libro de Pallares está publicado en 1700), como la de inicio de los trabajos de la sede visible, se hubiese comenzado en Lugo una Catedral de estilo ya románico, con formulaciones vinculadas tanto a la homóloga de Jaca como a la de Santiago, para dar respuesta a la necesidad de reparar y renovar un edificio que había sufrido desperfectos de envergadura en 1089 como consecuencia del asalto de que había sido objeto por parte de las tropas de Alfonso VI en el marco de su enfrentamiento con las del conde Rodrigo Ovéquiz, las cuales se habían refugiado justamente en el recinto catedralicio.
No es posible concretar, por falta de datos, el alcance de esta “primera intervención” en clave románica en la Catedral de Lugo. No parece, sin embargo, a la vista de las particularidades formales de las parcelas más antiguas del edificio llegado hasta hoy –cuerpo bajo del crucero y, en esencia, los cuatro primeros tramos del cuerpo longitudinal, en el cual, sobre las naves laterales, se dispuso ulteriormente, aunque estaba programada desde el principio de su ejecución, una tribuna–, que esa campaña románica “inicial” hubiera llegado más allá del crucero.
Al margen, en cualquier caso, de la exacta secuencia o periodización de los trabajos de la Catedral lucense, lo cierto es que soluciones o elementos utilizados en su fábrica –arcos y dinteles lobulados, arcos atando contrafuertes, modelos de capiteles– no tardaron en difundirse, prioritariamente por su territorio diocesano, fruto, sin duda, de la intervención en las obras de canteros / artífices formados en su “chantier”. Ejemplifica ese impacto un edificio tan excepcional en el ámbito rural como San Paio de Diomondi (O Saviñao). Datos destacados de su fábrica, formalmente muy cuidada en su arranque, como los muros laterales armados con arcos (completos los del costado norte, no culminados los del sur) o la puerta meridional coronada por un arco lobulado, hacen explícita la progenie que comento. El templo es valioso, además, por contar con un epígrafe en la parcela inferior de la cara interna del tímpano que preside la portada principal que recuerda su colocación en 1170, una data de gran utilidad también para fijar el proceso de difusión de las particularidades formales de la empresa catedralicia lucense por su territorio diocesano.
Unos años después de la construcción de Diomondi, gozando todavía de plenitud en el espacio que analizamos premisas vinculadas en última instancia a hitos como la Catedral compostelana o la lucense, comienza a evidenciarse en el románico que se levanta en la provincia que nos atañe, al igual que en el resto de Galicia, una marcada renovación de propuestas arquitectónicas y complementos figurativos y decorativos. Dos, como en el resto del territorio gallego, van a ser las fuentes de referencia de ese proceso, una vinculada en última instancia, aunque enriquecida con otras aportaciones, a la campaña personalizada y protagonizada documentalmente, a partir de 1168 y en la Catedral compostelana, por el Maestro Mateo, y otra nutrida por las novedades introducidas en materia constructiva y decorativa por la Orden del Císter, asentada muy tempranamente en la provincia de Lugo: el monasterio de Meira, fundado entre 1151 y 1154, nace solo unos años después (alrededor de una década) de la repoblación –y, por tanto, refundación–, en 1142 y con monjes procedentes de Clairvaux, la “Casa” de S. Bernardo, del abandonado cenobio de Santa María de Sobrado” (A Coruña), considerado hoy y desde hace ya algunos años, incuestionablemente, como la primera abadía que a ese Instituto perteneció en la Península Ibérica.
La primera de las vías de renovación referidas tiene en Portomarín un hito de invocación imprescindible: la construcción de la iglesia, trasladada a su actual emplazamiento entre 1960 y 1964 como consecuencia de la construcción del embalse de Belesar, de San Juan, hoy San Nicolás.
Lo que en ella, constructiva y decorativamente se materializa, no puede desligarse, por otro lado, de las circunstancias tan especiales que, por las fechas en que se levanta –tramo final del siglo XII–, valoradas oportunamente por J. D'Emilio, concurrían en la villa de Portomarín, por entonces ya uno de los hitos de referencia, como comenté más arriba, del Camino Francés tal como lo había codificado la Guía del peregrino cuatro o cinco décadas antes. En San Juan / San Nicolás, frente al lenguaje “catedralicio lucense” que explicita la iglesia de San Pedro, se imponen fórmulas estructurales (bóvedas de cañón apuntado y nervadas), figurativas (en tímpanos y arquivoltas) y ornamentales (fitomórficas y geométricas) novedosas, habitualmente relacionadas con el impacto ejercido por las soluciones que en esos mismos ámbitos de referencia introdujo en la Basílica compostelana la campaña dirigida, como mínimo a partir de 1168, por el Maestro Mateo. Siendo incuestionable como referente último el modelo compostelano para explicar lo esencial del templo de Portomarín que comento, hay en él, sin embargo, algunos elementos, desconocidos o poco utilizados en Santiago, que invitan a pensar en otro núcleo, a su vez relacionado con Compostela y también con fuentes de otra procedencia, como intermediario, como fundamento inmediato de su fábrica: la catedral de Ourense. La presencia en Portomarín de ménsulas-capitel como soporte de los nervios que exhibe la bóveda que cubre el tramo oriental de la nave, una solución también prevista, al menos, para el tramo inmediato, si bien no se materializó; el tipo de cornisas o tejaroces montados sobre arquitos con metopas profusamente decoradas o determinados motivos vegetales y geométricos empleados en la ornamentación de las arquivoltas, elementos, todos, de uso muy frecuente en la iglesia catedralicia citada, menos habituales o, simplemente, desconocidos o no documentados en Compostela antes o en torno a las fechas en que nos movemos (años finales del siglo XII o principios del siglo XIII), permiten pensar en la presencia de maestros / canteros vinculados a la sede ourensana en la ejecución de San Juan / San Nicolás de Portomarín.
Corroboran la propuesta anterior dos edificios próximos, a su vez emparentados entre sí, Santo Estevo de Ribas de Miño (O Saviñao) y Santa María de Pesqueiras (Chantada), ejecutados por un equipo formado, procedente de Portomarín, en los cuales, en el espesor del grueso muro que conforma el cierre semicircular de su capilla absidal, única, se disponen, sin proyección al exterior, tres nichos, de planta también semicircular, que son un remedo de los que se emplazan en el hemiciclo, esto es, en el mismo lugar, en la capilla central, en este caso con cinco nichos, de la cabecera de la basílica catedralicia ourensana. Esta parcela del templo, perteneciente a la campaña de trabajos, que incluye también el crucero y el arranque del cuerpo longitudinal, significada por su consagración en 1188 y en la que se funden ingredientes de procedencia compostelano-mateana y abulenses, será una de las fuentes de invocación imprescindible para explicar, en parte por la disolución o dispersión del taller que en ella trabajaba tras el fallecimiento, en 1213, del obispo promotor de los trabajos, Alfonso I, la expansión que las formulaciones ourensanas conocen por entonces lo mismo en su territorio diocesano que en otros próximos, como sería el caso del que nos ocupa, es decir, la parcela meridional de la diócesis lucense.
En esta, por cierto, cabe señalar derivaciones, continuidad de las premisas estructurales y decorativas mencionadas, evidenciándose en ellas, junto a un agotamiento / rusticidad de los principios de origen, una paulatina incorporación de motivos o esquemas que documentan la irrupción de un nuevo estilo, un proceso, vale la pena señalarlo, no siempre valorado adecuadamente.
Como góticas, en efecto, y datables ya en el siglo XIV (alrededor de 1330-1340), hay que considerar, vistas las particularidades de los elementos que la integran (cuadrifolias /puntas de diamante en la chambrana; capiteles con desbastado troncocónico, decorados con crochets; conformación/ molduración de los cimacios, etc.), la portada hoy emplazada en el costado norte de la nave de San Xoán da Cova (Carballedo), procedente de la fachada principal de la iglesia que en esa centuria, la decimocuarta de nuestra Era, se le adosó por ese mismo lado. Con ella, fruto de la intervención de un mismo taller, ha de ponerse en relación la portada principal de Santo Estevo de Atán (Pantón). Su arquivolta mayor, de directriz apuntada y perfilada por una chambrana decorada con cuadrifolias / puntas de diamante, exhibe un motivo tan inequívocamente vinculado a la “tradición mateana” como una sucesión de arquitos. Su disparidad formal y su tosquedad, evidente también, aunque no tan extrema, en los arquitos, estos sí todavía románicos –o, mejor, tardorrománicos–, que exornan la arquivolta mayor de la portada oeste de la otra iglesia referida, San Xoán da Cova, no llegan a enmascarar, sin embargo, su vieja genealogía.
Una “vida” similar a la señalada para las formulaciones anteriormente invocadas van a conocer las que, en principio y por comodidad, voy a considerar, sin más, como de “filiación cisterciense”. Se implantó esta Orden en la provincia de Lugo en fechas relativamente tempranas. Meira, fundada entre 1151 y 1154, es solo una década posterior al asentamiento en Sobrado, en 1142, de una comunidad, procedente también de Clairvaux, la Casa fundada y regida entonces todavía por San Bernardo, que es considerada hoy ya, sin discusión, como la primera que perteneció a esa colectividad monástica en el territorio peninsular ibérico. En el mismo Organismo se integrarán, pero no en filiación directa, sino a través de cenobios ubicados o no en la provincia de Lugo, los monasterios de Ferreira (Pantón), Castro de Rei (Paradela) y Penamaior (Becerreá).
La novedosa construcción del complejo monástico inicial meirense, del que ha llegado hasta hoy, en esencia, tan solo su monumental iglesia abacial, iniciada en una fecha avanzada del siglo XII, no pasó desapercibida. La austeridad de sus formas, su desnudez, modelos de capiteles, motivos decorativos no figurados y también determinadas soluciones constructivas (arcos apuntados aristados, bóvedas de cañón agudo y nervadas, tipos de contrafuertes, anchos y con remate escalonado) no pasaron desapercibidas en su entorno, no solo en el más inmediato, debiendo explicarse su irradiación tanto por un deseo de emulación, fruto de lo que, por comodidad, suele denominarse “espíritu de época”, como por la intervención en las empresas deudoras de maestros o simples canteros formados o vinculados a su “chantier”. El cambio, ya señalado, que a partir del crucero y como consecuencia de la donación del monasterio a Meira en 1175 se produce en lo constructivo y en lo decorativo en la iglesia de Santa María de Ferreira; estructuras como la bóveda de crucería cuatripartita que cubre el tramo central del crucero de la iglesia de Vilar de Donas –Palas de Rei– o modelos de capiteles presentes en este y otros edificios (Santa María de Ferreira de Pallares –Guntín–,donde, por cierto, también se emplean fustes truncados, rematados en ménsulas; San Pedro Fiz do Hospital –O Incio–, etc.), son muestra fehaciente de ese impacto. A él, por otro lado, tampoco fue ajeno la fábrica de la catedral de Mondoñedo. La sobriedad que rezuma su interior, donde abundan capiteles lisos, sin ornato, o la composición de su fachada occidental, son difíciles de explicar sin el modelo que ofrece la abacial de Meira.
No todo lo que de progenie cisterciense se detecta en la provincia de Lugo, sin embargo, se explica a partir de la abadía de Meira. Fruto esa división, como es bien sabido, de una decisión “política” decimonónica, no siempre respetuosa con las particularidades físicas, específicas, del territorio y también de su evolución histórica, en su parcela meridional, en la que ya comentamos la irrupción de soluciones o elementos de progenie mateana vehiculados en buena medida a través de la catedral de Ourense, hallamos también, no necesariamente, aunque sí la mayor parte de las veces unidos al impacto de este mismo edificio, ingredientes (modelos de capiteles, ausencia de decoración figurada) que documentan la irradiación de la abacial de Santa María de Oseira (Cea, Ourense). Iglesias como la monástica de San Vicente de Pombeiro (Pantón) o la parroquial de San Vicente de Pinol (Sober) documentan su impacto, unido al catedralicio ourensano en el primer caso, único en el segundo.
Formulaciones estructurales y motivos ornamentales de filiación cisterciense, en cualquier caso, acabarán dando paso también, casi imperceptiblemente, sin solución de continuidad, a premisas novedosas que hacen explícito, como vimos que acontecía así mismo en el bloque de empresas vinculadas a la irradiación de elementos de raigambre mateana, un nuevo horizonte estilístico. Iglesias como la citada Catedral de Mondoñedo o la otrora abacial, también ya comentada, de Vilar de Donas pueden servir de referencia para analizar / documentar el proceso. Esta última, por las circunstancias que en su materialización concurren, resulta muy ilustrativa. En ella, en efecto, frente a las formulaciones románicas de progenie diversa, con presencia destacada de las vinculadas a la abacial cisterciense de Meira, que se detectan en su bloque oriental, un análisis detenido de los elementos que componen su portada principal, ubicada en el frente oeste, revela la incorporación de novedades no tanto en su organización cuanto en sus componentes (los capiteles de la portada, por ejemplo, presentan un desbastado con tendencia a la forma troncocónica y exhiben crochets) que han de ser consideradas ya como góticas.

La escultura románica en la provincia de Lugo
Hasta el momento no existe un estudio de conjunto de la escultura románica en la provincia de Lugo, sino más bien publicaciones variadas sobre distintas zonas del Románico lucense, entre las que destacan las dedicadas a las parroquias al Oeste del Miño (YZQUIERDO PERRÍN, R., 1983), a la antigua provincia de Mondoñedo (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 1999), o al municipio de Pantón (GARCÍA, X. L., 1999). Aunque hay también una tesis dedicada a las parroquias lucenses al Este del Miño (LÓPEZ PACHO, 1983), esta no ha sido nunca publicada. Por ello, el conocimiento de la escultura lucense debe complementarse a través de una serie de estudios monográficos de sus monumentos y conjuntos escultóricos más señeros, como son los casos de las de las catedrales de Lugo (D’EMILIO, J., 1991; YZQUIERDO PERRÍN, R., 1989-1990) y Mondoñedo (CASTRO FERNÁNDEZ, C., 1993), de San Martiño de Mondoñedo (Foz) (YZQUIERDO PERRÍN, R., 1994, SAN CRISTOBAL SEBASTIÁN, S., 1995; CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 1999; CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2007b), de las magníficas iglesias monásticas de Santo Estevo de Ribas de Sil (FERNÁNDEZ PÉREZ, S., 2003) y San Salvador de Ferreira de Pantón (MOURE PENA, T.C, 2005 a y b), de la iglesia del priorato santiaguista de Vilar de Donas (VÁZQUEZ SACO, F., 1948; VÁZQUEZ CASTRO, J., 1998), así como de los distintos monasterios cistercienses de la provincia (VALLE PÉREZ, J.C., 1982). Se trata, como es bien sabido, de un extenso territorio de la antigua Gallaecia, con numerosos edificios románicos –solo en el oeste del Miño se contabilizan 111 iglesias–, con una rica y heterogénea escultura, que ha llamado desde siempre la atención de eruditos y aficionados. Por ello, para una primera aproximación, más general, merece la pena consultar los capítulos dedicados a monumentos lucenses en el célebre volumen, Galice romane (1973), con textos de Manuel Chamoso Lamas, Victoriano González y Bernardo Regal, así como útil librito de Isidro G. Bango Torviso, Galicia románica (1991). Para los viajeros y amantes de los caminos y de las fotografías, se recomiendan las guías de Xosé Luis Laredo Verdejo, dentro de la colección Galicia Enteira, dedicadas a A Ulloa, Terra de Melide, Deza e Chantada, A Costa Lucense e a Terra Chá, Lugo e a Galicia Oriental, así como la más reciente de Luis Díez Tejón sobre el Románico en Lugo (2008).
La dispersión de los monumentos y el carácter periférico de alguno de ellos no han ayudado demasiado a ofrecer un panorama de conjunto para el fenómeno de la escultura románica en Lugo. Por otra parte, en la mayoría de los estudios se ha impuesto una visión de las artes figurativas a partir del foco compostelano que, si bien funciona en algunos períodos o monumentos, ni puede ser tomada como modelo absoluto, ni explica la variedad de corrientes artísticas de la provincia. Es cierto que a partir del segundo cuarto del siglo XII (y hasta finales de siglo) hay un eco de los talleres escultóricos de Gelmírez en la catedral de Santiago tanto en la catedral de Lugo como en las comarcas de A Ulloa (San Salvador de Valboa (1147), Santa Mariña do Castro de Amarante) y Chantada (Taboada dos Freires, San Salvador de Asma) (YZQUIERDO PERRÍN, R., 1983), un fenómeno que tiene su paralelo excepcional en el campo de la pintura mural en el brazo sur del crucero de San Martiño de Mondoñedo (ca. 1134), directamente en relación con el primer miniaturista del Tumbo A (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2001). A ello cabe sumar, en el primer cuarto del siglo XIII, sobre todo tras la consagración de la catedral de Santiago de 1211, la extraordinaria difusión de talleres escultóricos de filiación mateana en San Juan de Portomarín, Santo Estevo de Ribas de Miño, Santa María de Pesqueiras y San Xoán da Cova (YZQUIERDO PERRÍN, R., 1983).
No obstante, existen, más allá de la recepción del modelo compostelano, otras muchas corrientes figurativas en la provincia de Lugo con entidad propia. Entre ellas destaca, por ejemplo, el eco del arte aragonés en San Martiño de Foz y la catedral de Lugo a inicios del siglo XII; el estilo “borgoñón” derivado de la iglesia palentina de Santiago de Carrión de los Condes (Palencia) en la fachada del transepto norte de la catedral de Lugo, con su peculiar tímpano pinjante; el impacto de los talleres de la catedral de Ourense en pleno siglo XIII tanto en Santo Estevo de Ribas de Miño como en la portada occidental de San Salvador de Vilar de Donas, así como el modo rigorista y geométrico del Císter en ejemplos centrales como el monasterio de Santa María de Meira y su irradiación a partir de 1200 a otras casas cistercienses como la nave de San Salvador de Ferreira de Pantón, o incluso, a edificios pertenecientes a otras órdenes como Santa María de Ferreira de Pallares o San Salvador de Vilar de Donas.
Como resultado, debemos intentar comprender la variedad y heterogeneidad de la escultura románica en Lugo a partir de una serie de condicionantes geográficos, políticos y de vías de comunicación que merecen la pena ser subrayados. Ellos conforman, a mi entender, la peculiar “geografía artística” que merece la pena ser analizada antes de cualquier debate previo.

Geografía artística de la escultura románica en Lugo:
sedes episcopales, poderes feudales y caminos de peregrinación
Como hemos visto, el estudio de la escultura románica en Lugo es un hecho complejo que requiere de una serie de digresiones previas, sobre todo si al lector le gusta viajar y conocer los monumentos románicos in situ. Su variedad y heterogeneidad tienen mucho que ver, por una parte, con divisiones jurisdiccionales y políticas, así como, por otra, con condicionantes geográficos o de vías de comunicación. Todo ello conforma una peculiar “geografía artística” que resulta, como veremos, extremadamente útil para la compresión del románico lucense.
En primer lugar, la división administrativa actual de la provincia de Lugo no se corresponde con las jurisdicciones de los poderes feudales de la Galicia medieval, ya que se trata de una creación de 1833. De hecho, la moderna división administrativa de Lugo deriva mayormente de la unión de dos provincias del antiguo Reino de Galicia (1550-1833), en la que, al norte, las comarcas de la Mariña Oriental, Central y Oriental, conformaban, en gran parte, la desaparecida provincia de Mondoñedo, mientras que el resto configuraba la primitiva provincia de Lugo.
No obstante, para entender la geografía política y jurisdiccional en la que se desarrolló la escultura románica lucense hemos de recurrir a las divisiones territoriales eclesiásticas y de la nobleza laica. Como es bien sabido, la provincia de Lugo cuenta con dos diócesis históricas: Mondoñedo, al norte, creada en el siglo IX, que se extiende hasta las costas de Ferrol, ocupando el norte de la provincia de A Coruña; y Lugo, de origen paleocristiano, la cual, aunque fue sometida desde finales del siglo VI a la metrópolis de Braga, ostentó tras la reconquista el título de archidiócesis metropolitana, aunando las dignidades de Lugo y Braga. No obstante, con la restauración de Braga en 1070 –y la confirmación de su provincia como metropolitana en 1099–, las sedes episcopales de Lugo y Mondoñedo pasaron a ser sufragáneas de la misma. Ello implica, en primer lugar, una clara división territorial entre Mondoñedo y Lugo, que se traducirá en términos artísticos, así como una cierta independencia con respecto a la que habría de convertirse en las primeras décadas del siglo XII en la todopoderosa sede compostelana. Además, deben subrayarse algunos fenómenos curiosos, como el hecho de la sede “cambiante” de Mondoñedo, que durante el siglo XII pasó de Mondoñedo de Foz a Vilamaior do Val de Brea o nuevo Mondoñedo (1112, ratificado en 1117), y más tarde a Ribadeo (1182), para después volver definitivamente al nuevo Mondoñedo en 1219. Cabe señalar que, en su fase más primigenia, en Mondoñedo de Foz, entre 1096 y 1112, la sede fue un importante foco de renovación artística, con propuestas distintas a las de la catedral compostelana directamente conectadas con el Pirineo catalano-aragonés y la escultura oscense. Más tarde, cuando se decide comenzar una gran catedral en Vilamaior, en la segunda mitad del siglo XII nos encontramos con una capilla mayor de obvias conexiones mateanas que se prolonga, más tarde, bajo el obispado de D. Martín (1219-1248), en unas naves con un repertorio muy ligado a los modelos cistercienses de Santa María de Meira (1185-1205) (CASTRO FERNÁNDEZ, C., 1993, 63-67).
Por su parte, la sede de Lugo, cuyo prestigio y antigüedad la hacía remontarse a la época paleocristiana, gozó de un protagonismo muy especial tanto en torno al año 1100 como hacia 1170, dada su relación privilegiada tanto con Aragón a finales del siglo XI como con el reino de León (del cual formaba parte) en el último tercio del siglo XII. Cabe, a este respecto, señalar, siguiendo a James D’Emilio, cómo los obispos de Lugo supieron utilizar el arte innovador de su sede como “marca” para hacer patente sus derechos jurisdiccionales. Así, en el caso de San Paio de Diomondi (O Saviñao), la puerta central de la tripe arcada de su fachada evoca, por sus proporciones esbeltas y gran abocinamiento, el innovador portal del transepto norte de la catedral lucense, precisamente en el año (1170), en el que el papado confirma la donación del lugar concedida por el rey Fernando II al obispo de Lugo (D’EMILIO, J., 2007, p. 22; D’EMILIO, J., 2015a, p. 37). Del mismo modo, el nombre del prelado lucense Rodrigo II (1182-1218) aparece años más tarde (1182) en el tímpano de San Pedro de Portomarín, el cual se caracteriza por tener forma pinjante como el del transepto de la catedral. Para D’Emilio se trata de una elocuente “marca” de la jurisdicción episcopal de Lugo ante el establecimiento en la villa de los Hospitalarios.
Menos conocida y estudiada es la incidencia artística que tuvieron los señores feudales laicos en la plena Edad Media. En el año 1112 sabemos de la existencia de dos importantes poderes laicos asentados en el actual territorio de la provincia de Lugo, por una parte, el tenente de Monterroso, Munio Peláez –yerno de Pedro Froilaz, conde de Traba y de Galicia–, que dominaba A Ulloa, y, por otra, Rodrigo Vélaz, conde de Lemos –muy leal a la reina Urraca y a Alfonso VII–, que señoreaba las tierras del sur de la provincia (Lemos y Sarria), y tuvo muy buenas relaciones con el monasterio de San Salvador de Lourenzá (BARTON, S., 1997). En la línea de redescubrir el papel de la aristocracia laica en Galicia se sitúan algunos trabajos de James D’Emilio (2007, pp. 20-21), el cual ha relacionado la comparecencia de largas inscripciones en tímpanos de iglesias en Lugo con el deseo de estos miembros de la nobleza relacionados con la corte real de hacer patente su patronato laico sobre el edificio, como es el caso del caballero Petrus Garsie, un hombre al servicio de Alfonso IX, en San Xoán da Cova (Lugo). En todo caso, cuando hablamos del papel de los laicos no hemos de olvidar que una buena parte de las construcciones monásticas se impulsaron gracias al patronazgo nobiliario, como es el caso de la condesa viuda, Fronilde Fernández, en el monasterio cisterciense femenino de Ferreira de Pantón (1158-1175) (D’EMILIO, J., 2007, p. 24; MOURE PENA, T. C., 2005ª MOURE PENA, T. C., 2005b; D’EMILIO, J., 2015b). Por último, en este mapa del feudalismo, no debemos tampoco escatimar el papel de los centros monásticos que, sin duda ejercieron, un papel relevante en las corrientes y elecciones artísticas de sus áreas de influencia, como está demostrado en el caso de la abadía benedictina de Samos, sin el cual no se entiende el programa iconográfico de Santiago de Barbadelo (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2003), o el papel de los cistercienses de Meira en la difusión de los modos de hacer del Císter en la región (Viveiro, Mondoñedo, Pantón, Ferreira de Pallares, etc).
En cuanto a la red de comunicaciones, no hay que olvidar que la situación oriental de la provincia de Lugo, en Galicia, la hace estar más cerca del reino de León y, por lo tanto, más próxima de las entradas principales y más antiguas de los caminos de Santiago en Galicia como Fonfría (Camino Primitivo), Ribadeo (Camino Norte) y O Cebreiro (Camino Francés) (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2016). Ello hace que, en un caso como el de Galicia, una región periférica del Occidente europeo, Lugo sea un lugar privilegiado para el contacto con el Cantábrico (Islas Británicas) y con los reinos occidentales hispanos, en particular, con León y Navarra-Aragón. No hay que olvidar que en el Camino Primitivo se enclava la Catedral de Lugo; en el Camino Norte se sitúa el monasterio de San Salvador de Vilanova de Lourenzá y la catedral de Mondoñedo; o que en el transitado Camino Francés existen importantes testimonios románicos en Samos, Sarria, Barbadelo, Portomarín y también en Vilar de Donas, si bien no está exactamente en la ruta jacobea.

Centros artísticos, talleres y circulación de modelos: 
de la apertura al este por los caminos de peregrinación a la explosión artística local
Si bien es verdad que Santiago de Compostela es un referente para entender la escultura románica en Lugo, sobre todo en sus dos fases más impactantes en el territorio gallego: los talleres del transepto compostelano (1101-1111/12) y los talleres del Maestro Mateo (1168-1211), existen otros centros, igualmente cruciales en sus distintas épocas, que nos permiten entender cómo funcionaba la figuración románica en este territorio. Me refiero a los ejemplos de Mondoñedo de Foz (1096-1112), de la catedral de Lugo y el monasterio cisterciense de Santa María de Meira (1193- 1225). A ello hay que añadir el hecho de que, más allá de los grandes centros catedralicios y monásticos, la vocación de la escultura románica gallega es netamente rural, en edificios en su mayoría poco ambiciosos, con un entramado intelectual poco complejo y realizados en un stylus mediocris.
Un caso paradigmático de una sede que fue capaz de articular un ambicioso programa escultórico e iconográfico, con peculiaridades propias y distintas a las de la emergente Compostela a finales del siglo XI, es el caso de San Martiño de Mondoñedo, sufragánea de la emergente sede de Braga y en pleno conflicto con la sede jacobea en las primeras décadas del siglo XII por la posesión de una serie de arcedianatos situados en el Oeste de su diócesis. El edificio mindoniense se inicia probablemente en 1096, de manera innovadora, por el obispo don Gonzalo, y es continuado por su sucesor Pedro (1108-1112). Se caracteriza por proponer un estilo arquitectónico propio del primer románico pirenaico. No obstante, la peculiaridad de su obra reside, sobre todo, en que se trata de un taller cuyas formas ornamentales incorporan las recientes experiencias de edificios aragoneses como Jaca y Loarre, en el que seguramente se habían formado los escultores responsables de la decoración de las ménsulas internas y de los canecillos externos. A esta original amalgama entre primer románico pirenaico y escultura aragonesa hay que añadir también otras influencias del arte del Camino de Peregrinación –desde el Poitou a Compostela–, tanto en la temática de los capiteles historiados como en la presencia de pilares fasciculados en el arco del presbiterio (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 1999; CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A. 2004; CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A, 2007b; CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2009).
Aunque no sabemos si las cuadrillas de constructores de San Martiño de Mondoñedo procedentes de los Pirineos –aragoneses o catalanes– vinieron en un primer momento acompañados de un taller de escultores, todo apunta a que ambos caminaron muy unidos. De hecho, la omnipresencia del taqueado jaqués en el exterior e interior de los ábsides indica una presencia de canteros formados en el entorno de Jaca (1090) o Loarre (1094-1096), una filiación que se hace patente en la presencia de temas figurativos tan aragoneses como el de los simios encadenados tanto en el alero meridional como en un capitel de la fachada occidental. El proyecto de Gonzalo de Mondoñedo se convirtió así en un híbrido entre la arquitectura del primer románico de la segunda mitad del siglo XI y el inicio de la gran escultura románica aragonesa de hacia 1090. Este proceso de hibridación pudo haber sido el fruto de una confluencia en Mondoñedo de talleres de constructores y escultores venidos desde los Pirineos, que, durante apenas dos décadas, entre 1096, fecha probable de inicio de los trabajos, y 1112, muerte del obispo Pedro, acometieron la práctica totalidad de obras del templo.  
En trabajos precedentes he sugerido que esta particular apertura hacia el horizonte artístico del este peninsular se debe a las posibles conexiones “orientales” que el obispo Gonzalo estableció durante su largo mandato (1070/1071-1108). En primer lugar, el prelado, que había asistido al concilio de Husillos (Palencia) en 1088, pudo conocer en esa misma diócesis de Palencia –entonces gobernada por obispos de raigambre catalana–, algunos ejemplos de la arquitectura “lombardista”, como la ermita de San Pelayo de Perazancas (1076). En segundo lugar, en dicho concilio asiste a la deposición del obispo compostelano Diego Peláez, un prelado nombrado como él, en 1070, antes de la destitución del rey García II de Galicia. Dado que Peláez, posteriormente, inició un largo y documentado exilio en Aragón, en la corte de Pedro I, entre 1094 y 1104, la situación de privilegio que gozó en el dominio aragonés pudo permitirle haber proporcionado a Gonzalo cuadrillas de constructores en las tierras orientales de la Península para el inicio de su nueva catedral (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2004; CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2007b; CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2009). De hecho, las vinculaciones evidentes de los canecillos interiores y exteriores de Mondoñedo con las series de Jaca, Loarre o el propio Cataláin (Navarra), apuntan a que esta conexión aragonesa se mantuvo en época de su sucesor, Pedro (1108-1112), el cual acabó siendo destituido precisamente por ser un aliado del partido de rey aragonés, Alfonso el Batallador, en su enfrentamiento con la reina Urraca.
Con la entrada de un nuevo obispo procedente de la curia compostelana, Nuño Alfonso (1112-1134), en el gobierno de la diócesis mindoniense el proyecto se simplificó y terminó de forma más o menos abrupta, ya que la sede sita en Foz fue trasladada definitivamente en 1117 a Villamayor del Valle del Brea, la actual Mondoñedo. De ahí que posiblemente nunca se llegase a montar la cornisa con canes figurados que había de coronar la puerta occidental, cuyos elementos fueron reaprovechados en el interior del templo. Del mismo modo, la planta primitivamente proyectada fue simplificada y el pautado marcado por las columnas entregas del muro septentrional, que preveía cuatro tramos de nave, no se respetó a la hora de elevar los soportes. Así los cuatro pilares de la nave central redujeron a tres los tramos.
 Con la entrada de un nuevo obispo procedente de la curia compostelana, Nuño Alfonso (1112-1134), en el gobierno de la diócesis mindoniense el proyecto se simplificó y terminó de forma más o menos abrupta, ya que la sede sita en Foz fue trasladada definitivamente en 1117 a Villamayor del Valle del Brea, la actual Mondoñedo. De ahí que posiblemente nunca se llegase a montar la cornisa con canes figurados que había de coronar la puerta occidental, cuyos elementos fueron reaprovechados en el interior del templo. Del mismo modo, la planta primitivamente proyectada fue simplificada y el pautado marcado por las columnas entregas del muro septentrional, que preveía cuatro tramos de nave, no se respetó a la hora de elevar los soportes. Así los cuatro pilares de la nave central redujeron a tres los tramos.        
Mondoñedo constituye, de alguna manera, un ejemplo que permite sobre la pertinencia del relato tradicionalmente atribuido a la escultura románica en Galicia de alrededor de 1100, en el que fuera de Compostela no parece haber lugar para propuestas figurativas peculiares y originales. En mi opinión, Mondoñedo, es una mise en abyme que nos introduce en un territorio hasta ahora no suficientemente explorado, pues entre 1096 y 1110 en la provincia lucense se desarrollaron una serie de propuestas escultóricas que, sin mirar a Compostela, pudieron elaborar su propio discurso gracias a un contacto privilegiado con el reino navarro-aragonés. En este sentido, la catedral de Lugo constituye un segundo caso a revisar. Hasta el momento los autores han coincidido en señalar que la primitiva iglesia prerrománica de Lugo fue asediada por Alfonso VI, al hacerse fuerte en ella el conde rebelde Rodrigo Ovéquiz, quien fue derrotado en 1088 y exiliado a Aragón. Un año después, él y su madre, Elvira, son obligados a hacer una donación de sus propiedades para reparar los daños ocasionados (RISCO, M., 1796, pp. 182-188; BARRAU-HIDIGO, L., 1905, 591-602). No obstante, hasta ahora los autores a la hora de establecer la fecha de la construcción de la catedral han dado por buena la noticia recogida por Juan Pallares Gayoso (Argos Divina, Lugo, 1700, p. 125), en la que este informa que vio un documento –ahora perdido– en el que se decía que el obispo Pedro III (1114-1133) había contratado en 1129 (era 1167) a un tal Maestro Raimundo, natural de la villa de Monforte de Lemos, para realizar la obra de la catedral, la cual su hijo habría de continuar si este no la terminaba en vida (VÁZQUEZ CASTRO, J., 2001, J., p. 42).
Según Bango Torviso (1991, pp. 142-143) e Yzquierdo Perrín (1997, pp. 184-185), la catedral se habría realizado entre 1129 y 1177 siguiendo un plan muy similar al de San Isidoro de León, con una cabecera de tres ábsides, transepto, y tres naves. No obstante, el hecho de que el extremo oriental del edificio fuese substituido por una gran girola gótica en el siglo XIV nos impide saber cómo era el aspecto original de esta cabecera perdida. Desde siempre, a esta primera fase se ha querido atribuir tanto una cabeza de león (¿mocheta?) (Museo Diocesano y Catedralicio de Lugo) como un capitel de mármol reutilizado en la sacristía como pila de agua. Para ambas piezas se han manejado fechas posteriores a 1129 en relación con la escultura de San Isidoro de León. No obstante, hace algunos años revisé el capitel descontextualizado de la sacristía, de una calidad magnífica, de la que me llamó la atención su peculiar figuración: una cabeza humana, situada en el ángulo de la cesta, a la que se unen dos cuerpos de león. La fisonomía de este rostro me recordó a producciones propias del arte navarro-aragonés con relieves de mujeres agachadas en las esquinas como las que se representan en los capiteles del claustro de Jaca (1105) reutilizados en el altar de la capilla del Pilar de dicha catedral así como en un capitel de la cripta de Sos del Rey Católico, también de la primera década del siglo XII (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2007a y b). Esta filiación me llevó a plantear la posibilidad de que la pieza lucense hubiese pertenecido a un proyecto anterior a 1129 y, por lo tanto, más cercano cronológicamente a la primera década del siglo XII.
La única explicación plausible es que la obra en cuestión corresponda a la primitiva cabecera románica y que esta hubiese sido iniciada antes de la intervención del Maestro Raimundo. De hecho, algunas noticias documentales permiten, al menos, suponer una cierta actividad en el edificio entre finales del siglo XI e inicios del siglo XII. A la donación forzada realizada por los rebeldes Rodrigo Ovéquiz y su madre Elvira en 1088, le siguieron otras protagonizadas por los mismos, así como por la hija del conde don Vela en 1094 (RISCO, M., 1796, pp. 182-188; BARRAU-HIDIGO, L., 1905, 591-602). Como es bien sabido, tras la revuelta contra Alfonso VI muchos de los nobles rebeldes se habían refugiado en Aragón y llegaron a establecer una poderosa colonia gallega en Huesca como séquito del compostelano Diego Peláez. No por casualidad, en el testamento de uno de ellos, Froila Vimaraz, realizado en 1105, la iglesia de Santa María de Lugo es nombrada una de las beneficiarias de sus propiedades (DURÁN GUDIOL, A., 1962, p. 99).
Algunas décadas más tarde, en la puerta del transepto norte de la catedral de Lugo se elevó, hacia 1170, un ambicioso portal que constituye una de las cumbres estéticas de la escultura románica gallega. Lamentablemente el conjunto no se conserva completo, ya que se ha perdido, como veremos, parte de la ornamentación del tímpano, así como las mochetas decoradas, si bien una de ellas se encuentra en la colección del Museo Diocesano y Catedralicio. En todo caso, la portada destaca por una puerta de gran abocinamiento –tres arquivoltas protegidas por un guardapolvo–, con un elegante tímpano bilobulado en la parte inferior que se remata en su centro por un capitel pinjante.
En la parte central del tímpano campea un soberbio Cristo en mandorla, originalmente sostenido por dos ángeles, restos de cuyas alas se distinguen todavía en la parte izquierda. Se ha dicho que se trataba de una representación de la Ascensión de Cristo y que los ángeles estarían originalmente parcialmente pintados. El programa iconográfico se completa con el tema del capitel pinjante, una Santa Cena, acompañada de la siguiente inscripción, en la que se hace explícita la visión que tuvo Juan mientras recostaba su cabeza sobre Cristo:
DISCIPVLVS D(OMI)NI PLACIDE DANS/ MEMBRA QVIETI DUM CUBAT/ CELESTIA VIDIT AMENA
Catedral de Lugo, puerta norte, capitel pinjante. Santa Cena, ca. 1170. Foto: Jaime Nuño
 

(El discípulo del Señor, dando plácidamente descanso a sus miembros, mientras se recuesta en la cena contempla las delicias celestiales) (DELGADO GÓMEZ, J., 2005; DELGADO GÓMEZ, J., 2007).
Tal y como ha señalado James D’Emilio, la calidad de los paños mojados de las figuras y el clasicismo del rostro de Cristo de Lugo apuntan a una filiación con la portada de Santiago de Carrión (Palencia) (D’EMILIO, J., 1991), que corroboraría el impacto de talleres de raigambre borgoñona en Galicia, documentados en esos mismos años en la cripta del Pórtico de la Gloria. No obstante, merece la pena subrayar que el esquema temático y doctrinal del programa lucense coincide con otros ejemplos borgoñones, como el tímpano de la abadía de Saint-Julien-de Jonzy (ca. 1150). No se trata, sin embargo, del único vestigio de este taller en la catedral lucense, ya que hacia 1173 se habrían realizado también los relieves de la cubierta del denominado sepulcro de Santa Froila (en realidad, de san Froilán, patrón de la ciudad), que desde el siglo XVIII está situado en el muro sur de la capilla de dicho santo (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2006). Su vinculación borgoñona, tempranamente reconocida por Bertaux (1906), se hace especialmente patente en la peculiar representación del alma del difunto, cuyo carácter exageradamente “espiritualizado” recuerda los fantasmagóricos cuerpos que resurgen de sus tumbas en el dintel del Juicio Final de la Puerta Occidental de San Lázaro de Autun (1135), obra de Gislebertus.
El contexto más favorable para la realización de estas dos obras parece situarse bajo el gobierno del obispo D. Juan (1152-1181), antiguo abad de Samos, buen conocedor de las costumbres benedictinas y fiel defensor de los intereses de su diócesis y ciudad, beneficiadas en los años de su episcopado por el rey Fernando II con la concesión del Fuero de Lugo en 1177 y la confirmación de todas las donaciones de la sede en 1172 y 1178 (RISCO, M., 1798, p. 35). Su perfil, como posible comitente, encaja además con la peculiar iconografía funeraria del sepulcro, pues denota una preocupación por el ritual de los difuntos, tan característico de la orden benedictina-cluniacense. No hay que olvidar que Juan procedía de la abadía de Samos, donde la regla benedictina y la celebración de la fiesta de Todos los Santos estaban plenamente establecidas en el siglo XII (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2003b, p. 243).
Por otra parte, en el Museo Provincial de Lugo se conserva una curiosa pieza de arte mobiliar testimonio del impacto de este taller escultórico en el ámbito rural. Me refiero a la estatua del Salvador procedente de la iglesia desaparecida de San Pedro Félix o Sanfiz de Muxa (Bosende, Paredes Lugo), a pocos kilómetros de Lugo. Se trata de una imagen en granito de Cristo, sedente sobre una silla en tijera, que posiblemente estuvo cobijada bajo un baldaquino (VARELA ARIAS, E., 1983). La figura, aunque desproporcionada, conserva en el rostro rasgos muy similares a los de los apóstoles de la escena de la Última Cena del capitel pinjante de la Puerta Norte de la catedral de Lugo, si bien por la tosquedad de los ropajes se la ha fechado en torno al año 1200. En todo caso, se trata de una obra excepcional ya que refleja la recepción por parte de un cantero local del estilo “palentino” de la catedral de Lugo, así como cierto conocimiento del conjunto del Pórtico de la Gloria, bien por el uso de la silla en tijera, bien por la comparecencia de una columna entorchada tras su espalda.
Cristo Salvador de San Pedro Félix o Sanfiz de Muxa (Boende, Paredes), ca. 1200. Museo Provincial de Lugo
 

Frente a esta geografía de vinculaciones artísticas hacia el este, perfectamente encauzada hasta 1170 por el Camino de Santiago, no debemos olvidarnos de la importancia que, a partir sobre todo del último cuarto del siglo XII, adquieren la relaciones Oeste-Este y Norte-Sur en la difusión del Románico lucense, bien a través del modelo compostelano, bien a través de la difusión de los estilos de la catedral de Lugo, el monasterio de Meira e incluso la catedral de Ourense. En este sentido existe un área privilegiada, constituida por las comarcas del suroeste de la provincia –A Ulloa, Chantada y Lemos–, en la eclosión de la escultura románica, pues se trata de ricas zonas agrícolas que experimentaron un gran auge vitícola a finales del siglo XII, en especial Chantada y Lemos, que están bañadas por el cauce del Río Miño. Allí florecieron entonces una constelación de templos rurales como San Cristovo de Novelúa (Monterroso) (ca. 1170), Santa María de Taboada dos Freires (Chantada) (1190), San Miguel do Monte, San Paio de Muradelle, y Santa María de Pesqueiras (Chantada), o iglesias monásticas femeninas como Ferreira de Pantón y San Miguel de Eiré, que destacan por su procacidad figurativa, así como por la comparecencia de artistas autógrafos como Pelagius magister (Taboada dos Freires) y Magister Martinus, que además de firmar sus obras parecen conocer repertorios de la miniatura. Así, por ejemplo, Pelagio, al esculpir en 1190, en un lugar predominante –el tímpano–, el tema de Sansón y el león enmarcado por un arco festoneado en la portada occidental de Taboada dos Freires (Chantada), se sumaba (y contribuía) a la difusión de dicha escena en un serie de iglesias del centro de Galicia, entre las que destacan el ejemplo más antiguo -San Xoán de Palmou (Lalín, Pontevedra) (1160), actualmente en el Museo de Pontevedra, así como los casos más tardíos de San Martín de Moldes (Melide, A Coruña) (ca. 1190), Santiago de Taboada (Silleda, Pontevedra) (ca. 1200), San Miguel de Oleiros (Carballedo, Lugo) y San Cibrao das Viñas (Ourense) (RAMÓN Y FERNÁNDEZ OXEA, J., 1936; RAMÓN Y FERNÁNDEZ OXEA, J., 1945; RAMÓN Y FERNÁNDEZ OXEA, J., 1965).
Pelagius Magister, Santa María de Taboada dos Freires (Chantada), tímpano con el tema de Sansón y el león, 1190. Foto: Ángel Bartolomé
 

El maestro rural Pelagio y su taller, conocedores de la cultura artística compostelana, fueron muy activos en los límites de la diócesis de Lugo con la de Compostela y su obra se caracteriza por el uso de temas ornamentales como cuadrúpedos (Santa María de Bermún), animales afrontados y músicos danzantes, así como el empleo de tímpanos decorados con bajorrelieves rodeados de un festón de arquillos, cimacios decorados con espirales y arquivoltas de gruesos boceles (YZQUIERDO PERRÍN, R., 1983). De ahí que a él mismo o a su escuela se haya atribuido también el original tímpano de San Miguel do Monte (Chantada), en el que encontramos una de las escenas más vivaces de juglaría de la escultura románica: un personaje sentado sobre una especie de escabel en forma de león que suena una fídula mientras una bailarina se contorsiona y un segundo músico toca el pandero (RAMÓN Y FERNÁNDEZ OXEA, J., 1944, YZQUIERDO PERRÍN, R., 1998). No obstante, en esta peculiar representación Serafín Moralejo quiso ver una representación de juglaría “a lo divino”, en la que David, desnudo, danza, salta y grita acompañado de sus bailarinas en el momento del traslado del Arca de la Alianza a Jerusalén (I Samuel 6, 14-21) (MORALEJO ÁLVAREZ, S., 1985a, p. 47, n. 52). Si bien es cierto que dicho tema también aparece en la portada de Santa María de Ripoll (1134-1150) (lado izquierdo) en todos sus detalles –David semidesnudo, músicos y arca–, en San Miguel do Monte el escultor parece haber querido eliminar los elementos bíblicos más evidentes y transmitir al espectador la idea de la alegría y el descaro de una interpretación musical profana contemporánea. De hecho, no hay que olvidar que en estas tierras de Chantada nacerá, casi un siglo más tarde, el trovador Xohán de Requeixo. En mi opinión, la reiterada comparecencia del tema en los tímpanos gallegos estaría relacionada, como sucede con otros temas de fachada, con la idea del umbral de la iglesia como pasaje entre lo profano y lo sagrado. De hecho, durante la consagración del templo, las jambas de la puerta se ungían con el signo de la cruz y se leían también los pasajes del Traslado del Arca y el Templo de Jerusalén. Con la monumentalización de estos temas en piedra –cruces, temas bíblicos– se reiteraba, de manera retórica, el uso y significado de los adros (o atrios) que rodeaban el templo, que se convertían en la frontera entre lo sacro y lo profano (pro-fanum).
Por su parte, Rocío Sánchez ha querido extender el catálogo de las representaciones davídicas al tema del hombre con el león de los tímpanos arriba citados (Taboada dos Freires) basándose en el pasaje de I Samuel 17, 34-36, en el que se menciona a David pastor que se enfrenta con el oso y el león para proteger a sus rebaños, dado que esos mismos temas aparecen figurados en el intradós de la portada meridional de la catedral de Ourense (1188-1190) (SÁNCHEZ AMEIJEIRAS, R., 2001, pp. 165-171). Aunque la ausencia de inscripciones identificadoras en todas estas portadas nos impide dar una solución definitiva al tema del hombre desquijarando al león, existen tres argumentos que podrían hacer inclinar la balanza hacia la identificación como Sansón: en primer lugar, en uno de los canecillos de la iglesia de San Salvador de Asma, en tierras de Chantada, la escena aparece acompañada del titulus “SANSO” (YZQUIERDO PERRÍN, R., 1995); en segundo lugar, en el ejemplo más antiguo, Palmou, el personaje lleva una largos cabellos propios de la figura de Sansón; por último, en tercer lugar, el tema de David y el león, tal y como aparece en la portada meridional de Ourense, contemporánea al tímpano de Pelagio, presenta una fórmula bien distinta a este, pues en él David, armado de una maza, persigue al animal como si se tratase de una escena de caza (MORALEJO ÁLVAREZ, S., 2004, p. 25, fig. 8). No obstante, compartimos la lectura salvífica que Rocío Sánchez hace el tema, pues en Taboada dos Freires la escena aparece junto a una cruz, en alusión a la interpretación de la lucha del hombre contra el león como una figura del triunfo de Cristo sobre el diablo y la muerte, que es como la exégesis cristiana comentó los citados pasajes bíblicos relativos a Sansón y David. Por ello, como veremos en Santiago de Barbadelo, la función de estos tímpanos está relacionada con la función cementerial de los adros en Galicia y con el célebre Ordo Commendatio Animae en el que invocaba la salvación del alma de la boca del león entendida como Infierno (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 1998; CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2003a).
La repetición seriada de estos temas ha planteado, más de una vez, la posible existencia de libros de modelos o cartones al servicio de los talleres escultóricos. De hecho, esta sería la única explicación posible para entender la repetición, casi automática, de la figura desquijarando al león bajo el motivo del arco festonado desde el ejemplo más antiguo y perfecto –Palmou–, a las versiones más populares como Taboada dos Freires o San Miguel de Oleiros, donde el esquema se adapta el tamaño mayor o menor del tímpano. En la misma línea de uso de modelos, esta vez claramente procedentes de la miniatura, estarían los canteros de la primera campaña de Ferreira de Pantón (1170-1175), que desarrollaron en la cabecera toda una serie de representaciones de aves de trasfondo erudito que encuentran parangón en los Aviarios medievales (SÁNCHEZ AMEIJEIRAS, R., 1998) (PENA MOURE, T. C., 2005a y b). Por su parte, el maestro Martinus esculpe tres esquemas cosmológicos en la puerta occidental de la iglesia de San Cristovo de Novelúa (Monterroso, A Ulloa), que claramente indican su conocimiento de los dibujos de los manuscritos de cómputo, en los que era habitual encontrar el diagrama de la quaternitas o syzygia, a través de los que se hacía explícita la idea de una creación divina basada en los cuatro humores, temperaturas, temperamentos, direcciones, vientos y estaciones, a los que no era ajena la figura de la cruz . El tema ha sido estudiado precisamente por Carolina Casal Chico en relación con el único vestigio de la antigua iglesia románica de San Salvador de Samos: una puerta románica en cuyo tímpano se figura una cruz a la que se superpone el dibujo entrelazado de la quaternitas (CASAL CHICO, C., 2003, p. 358-359, fig. 7).
En el caso de Samos, importante abadía benedictina, resulta fácil imaginar el traspaso de un dibujo de algún manuscrito de cómputo de la biblioteca monástica al formato monumental, pero en la iglesia rural de Novelúa ignoramos cómo el escultor pudo acceder a dicho repertorio. No obstante, intuimos que el maestro Martinus, que utilizó estos esquemas cosmológicos tanto en el tímpano de Novelúa como en el de San Martiño de Ponteferreira (Palas de Rei, 1177), pudo acceder a estos por medio de la ayuda que este tuvo de escribas locales o clérigos a la hora de componer sus textos epigráficos (D’EMILIO, J., 2007, figs. 20-21, pp. 31-33). Así, si en el primero (Novelúa) se trataría de un escriba local, todavía muy enraizado en fórmulas caligráficas de la escritura visigótica, con un latín muy vulgarizado:ARTES (?) MAGISTER MARTINUS: FECIT MEMORIA (m), 
Magister Martinus, San Cristovo de Novelúa (Monterroso, A Ulloa), portada occidental con esquemas cosmológicos, finales del siglo XII. Foto: Manuel Castiñeiras
 

En el segundo (Ponteferreira), por el contrario, se sirvió seguramente de un clérigo puesto al día en las más modernas inscripciones, ya que además de utilizar bellas capitales carolinas, fechó la iglesia no solo en la era hispánica, sino también en la era de la encarnación, antecediéndose así en uno años a la fórmula que empleará el Maestro Mateo en los dinteles de Pórtico de la Gloria:
ANNVS AB INCARNATIONE DOMINI MCLXXVII; I (N)ERA MCCX(V)
Esta observación de James D’Emilio a propósito de las habilidades caligráficas de los escribas que colaboraron con Martinus me permite ahondar un poco más en el uso y comprensión que este último hizo del motivo de la quaternitas. Mientras que en Ponteferreira el entrelazo cosmológico se coloca perfectamente sobre la cruz –como en Samos–, en Novelúa se repiten tres veces los entrelazos para cubrir la superficie del tímpano. Cabe pues, suponer, que en Ponteferreira el trabajo de supervisión del clérigo y su mayor nivel cultural permitieron a Martinus un tímpano más dogmático y menos libre y decorativo que el de Novelúa.
San Nicolao de Portomarín, portada occidental, arquivolta con ancianos músicos, ca. 1200-1220. Foto: Ángel Bartolomé
Santo Estevo de Ribas de Miño (O Saviñao), portada occidental, detalle de la arquivolta con los músicos de David, imagen del Sol 

Como se verá en los capítulos dedicados a la provincia de Lugo, al lector le resultará difícil poner orden a la explosión figurativa de escultura entre finales del siglo XII e inicios del siglo XIII. En ella se asiste a una dicotomía entre la pervivencia de lo viejo, es decir, canteros todavía enraizados en los viejos repertorios animalísticos y vegetales del transepto compostelano –como el Maestro de San Salvador de Asma o el denominado maestro de Pantón-Carboentes–, y la irrupción de nuevas formas procedentes tanto de la catedral de Lugo (San Paio de Diomondi, San Pedro de Portomarín, San Miguel de Bacurín), como de los talleres mateanos, cuyo centro de difusión parece localizarse en Portomarín (San Pedro, San Nicolao), para después difundirse en la segunda década del siglo XIII a Santo Estevo de Ribas de Miño –donde la huella orensana es también evidente–, Santa María de Pesqueiras y San Xoán da Cova. Aunque la huella del Císter es reconocible en la segunda campaña de Ferreira de Pantón, el impacto de esta propuesta estética se hace especialmente patente más al norte, en lugares como el monasterio benedictino de Santa María de Ferreira de Pallares (Guntín) –donde encontramos una puerta sur, de comunicación al claustro, con el tema del Agnus Dei que sostiene una crux gemmata, que seguramente deriva de la puerta sur del monasterio cisterciense de Santa María de Meira (ca. 1200-1205) (VALLE PÉREZ, C., 1982, p. 168, figs. 471-472)–, o en las primeras campañas de San Salvador de Vilar de Donas, cuya puerta occidental, sin embargo, es un eco de la Puerta del Paraíso de Ourense (VÁZQUEZ CASTRO, J. 1998). La obra de Meira resulta también fundamental para entender la evolución artística del románico en la antigua provincia de Mondoñedo en las primeras décadas del siglo XIII, tanto en la conclusión de la nueva catedral, como en edificios menores como Santa María de Viveiro (1192-1217) y Santiago de Adelán, cuyas puertas occidentales, derivan, en parte, del modelo de la puerta norte de Santa María de Meira (ca. 1200-1205) (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 1999, p. 315, figs. 43-47).
Santa Maria de Meira, puerta norte, 1200-1205
 

Las funciones de la figuración escultórica en la definición del espacio sagrado:
signos, imágenes y ritos de consagración.
En cuanto al problema de la interpretación de la escultura monumental románica, cabe recordar que la decoración de los edificios no debe entenderse como algo unitario y extrapolable, ya que cabe distinguir siempre el tipo de iglesia a la que pertenece –episcopal, monástica, canonial o rural–, pues esta condiciona siempre el discurso de los temas figurados. Por otra parte, la ubicación de las escenas dentro de los edificios también está sujeta a ciertas leyes. Siguiendo las reglas del decoro, la selección de los temas y su simbolismo varían dependiendo de la función litúrgica de las distintas partes del edificio, por ello no será el mismo tipo de imágenes el que decore la puerta principal del templo (tímpano), sus márgenes (canecillos) o su interior (arco triunfal y altar).
Por otro lado, hay que subrayar la función didáctica que la Reforma Gregoriana quiso reclamar para las imágenes como medio de instrucción de los illitterati, si bien no hay que olvidar que en una sociedad como la medieval, tan jerarquizada y clericalizada, el signo visual se empleó también para delimitar los espacios entre clérigos y laicos. Así el patrón o comitente, la mayoría de las veces la Iglesia, imbuida en un proceso de reforma de la sociedad, imponía al discurso figurativo una serie de contenidos ineludibles: difusión de los ideales de la vida apostólica, defensa de los dogmas teológicos, denuncia de toda una serie de vicios, en especial la usura y la lujuria, etc. El mensaje se articula, siguiendo la mentalidad medieval, en una serie de registros: el literal, como hecho real o histórico; el alegórico, propio de la tipología bíblica en la que se cruzan referencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; el tropológico, que busca un sentido moral, y, finalmente, el místico, en el que la imagen o texto adquieren un valor escatológico. Ello da lugar a una pluralidad de significados –propia del arte medieval–, en la que la lectura derivará de la capacidad del receptor –sea este un clericus, es decir, hombre versado en letras, o un illitteratus, ignorante–, así como en los distintos niveles de lectura referidos. Además, los programas figurativos románicos tienen también mucho de diglosia, es decir, la convivencia de dos lenguajes distintos, uno más alto –latín–, otro más bajo –vulgar–. El papel de lo vulgar, en homilías, exempla y lais –normalmente extraídos del fabulario clásico, de la épica, de las leyendas populares, o de la vida cotidiana–, ayuda a que el discurso figurativo sea más atractivo para el pueblo (MORALEJO ÁLVAREZ, S., 1985b; S.; DYNES, W. R., 1989; CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2003a).
A pesar de estos vaivenes en la historia de su construcción, el conjunto de la excatedral de San Martiño de Mondoñedo de Foz resulta un ejemplo paradigmático para entender la disposición y distribución de los temas sacros y profanos en el románico gallego, así como de importancia de la adecuación y ornamentación de los espacios en función de su posible auditorio. Dicha preocupación está directamente relacionada con la reforma gregoriana, a la que don Gonzalo parece haberse sumado de una forma entusiasta, ya que en ella se buscaba distinguir al clero de los laicos, de manera que aquellos se convirtiesen en un modelo ejemplar de estos.
El espacio sacerdotal se centraba en el altar-crucero, lugar por antonomasia del estamento eclesiástico. El límite físico del mismo lo marcan los dos primeros machones de la nave central, donde se aprecia una hendidura en la cara interior de los mismos con el objeto de encajar un cancel o estructura de separación entre el estamento eclesiástico y el pueblo que se situaba en el cuerpo de las naves. En el altar se situaba el mal llamado antipendium, en realidad, un retablo de altar, decorado con un programa inspirado en la tradición ilustrada de los Beatos, en el que se narra la Visión del Hijo del Hombre y el anuncio a las iglesias de Asia (Ap. 2-3), y la aparición del Agnus Dei (Ap. 5, 6-10), junto al águila, símbolo de Juan. Se trata, sin embargo, de una iconografía puesta al día en la que el anuncio a las iglesias de Asia se convierte en escenas de ordenación sacerdotal. De hecho, tanto el acento puesto en el sacramento de la eucaristía –a través de la figuración del Agnus Dei–, como en el sacerdocio –por las indumentarias eclesiásticas de los ángeles y de los sacerdotes–, se explica en el ambiente de la reforma gregoriana, en la que se buscaba una progresiva afirmación de la dignidad del ministerio eclesiástico. No es, de hecho, una casualidad que el símil de comparar a los sacerdotes con los ángeles, tal y como se figuran en Mondoñedo, hubiese sido utilizado en la misma época por el propio Urbano II en el Concilio de Nîmes de 1096 (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 1999, p. 302).
Más allá del altar, en el espacio del crucero las imágenes se impregnan de una vocación más secular, si bien su público por excelencia es el estamento eclesiástico. Dicho espacio está decorado por una serie de capiteles con los que se quiere afirmar los nuevos valores del clero en contraposición a los vicios laicos. De hecho, el grupo que mira directamente al altar, en el lado meridional, cuya contemplación está reservada al clero, se inspira en episodios del Evangelio, como la parábola del Rico Epulón y del Pobre Lázaro, paradigma de la gula y de la avaricia, o la historia de la decapitación de San Juan Bautista, con una Salomé de largos cabellos con la que se quiere representar el peligro de la mujer concupiscente por excelencia y por lo tanto invocar al celibato y a la castidad. Ambos mensajes enlazan con la afirmación del modelo de Iglesia de la Reforma Gregoriana, empeñada en atajar el enriquecimiento del clero a través de la venta fraudulenta de cargos y bienes eclesiásticos (Simonía), así como el concubinato y la relajación de las costumbres (Nicolaísmo).
Por su parte, en el exterior del templo, tanto en el muro norte como en el sur, la serie de canecillos hace un especial hincapié en el pecado capital de la lujuria y las consecuencias del sexo. De manera muy vulgar y grosera, como sucede también en el ejemplo navarro de Cataláin, se exhibe en el alero septentrional la condición humana resultante del Pecado Original: un onanista, una pareja copulando y un alumbramiento de nalgas (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 1996). Dejando los márgenes exteriores de lo profano y volviendo al interior, en una serie de ménsulas agrupadas en series de tres y repartidas por las naves, el discurso varía y combina vicio y castigo en un registro de condena claramente similar al de un sermón. Su repertorio, con imágenes como el simio atrapado o el pecador atado, recuerda el de las iglesias del románico navarro-aragonés (Jaca, Loarre, Cataláin), por lo que quizás fueron pensadas, como en Cataláin, para decorar el remate de la puerta occidental de la iglesia formando parte de una cornisa con canes que posiblemente nunca llegó a realizarse. El tímpano pentagonal de la puerta tiene incluso un crismón como es habitual en el arte aragonés.
Tanto en Mondoñedo como otros ejemplos del románico gallego, existe una predilección por colocar en la puerta principal del templo imágenes que remarquen que esta es el acceso al mundo de Dios: “Yo soy la puerta, quien entra a través de mí se salvará” (Juan 10,9). Es la célebre metáfora de la puerta del cielo en la que se sitúa, como marca, el Cordero de Dios –tímpano de San Martiño de Mondoñedo (Agnus Dei sobre Crismón) y arquivolta de San Miguel de Eiré–, para recordarle al fiel el carácter sagrado del umbral, pues había sido Moisés el primero en ungir con la sangre de dicho animal el dintel de su casa para indicar su pertenencia al pueblo de Dios (Ex. 12, 7 y 21-23) y evitar así la entrada del Ángel Exterminador. En algunos casos, como en Eiré, el Agnus Dei se rodea de doce rosetas de clara significación astral, que inciden además en el simbolismo de la Jerusalén Celeste (Ap. 21).
San Miguel de Eiré, puerta norte, arquivolta con Agnus Dei y estrellas, ca. 1175
 

Por otra parte, la cruz posee también un valor apotropaico, de protección, ligada a la idea de la victoria del cristiano, que desde la monarquía asturiana se había convertido en un verdadero símbolo de la Reconquista y la lucha contra el Islam. En el caso de Santiago de Barbadelo (ca. 1170), un priorato del monasterio benedictino de Samos en pleno Camino Francés, encontramos un doble tímpano figurado, al interior con una cruz y, al exterior, con la figura de un orante sobre una carátula felina de contenido infernal. El trasfondo monástico benedictino del edificio explica posiblemente la elección de ambos temas, pues estos están directamente relacionados con la celebración, en Samos, de la liturgia cluniacense de la fiesta de Todos los Santos, así como del uso cementerial del espacio colindante al templo de Barbaledo. Si la escena del Orante sobre la Boca del Infierno no es otra cosa que un eco en piedra de la oración fúnebre de la comendatio animae: “Sálvame de la boca del león”, la cruz patada incisa en el interior alude probablemente a la cruz –de tipo asturiano–, regalada en 1009 por el abad de Samos a Barbadelo, la cual, posiblemente, era utilizada en la liturgia pascual y funerales como símbolo de la resurrección y la victoria sobre la muerte (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A. 2003b). 
Santiago de Barbadelo, puerta occidental, tímpano con Orante y Boca del Infierno, ca. 1170 

No obstante, en otros casos la presencia de cruces en los tímpanos puede estar relacionadas –sobre todo en las iglesias rurales– con las ceremonias de los ritos de consagración del templo, en los que el obispo, una vez que ha aspergido la puerta con el hisopo, la golpeaba tres veces para exclamar Rex Gloriae y marcaba con una cruz sus jambas, diciendo: Ecce, crucis signium, fugiant phantasma cuncta. Muy posiblemente, dicho tema se representa en las puertas de San Paio de Muradelle y Santiago de Requeixo (Chantada, Lugo), si bien se trata de una figuración “reducida” a partir del modelo de Santa Mariña das Fragas (Campo Lameiro, Pontevedra) (ca. 1170), donde aparecía un obispo con mitra y báculo haciendo el gesto de bendición mientras dos sacerdotes le acompañan y llevan, respectivamente, una cruz litúrgica y un libro sagrado. Ambos sujetan un objeto circular que puede ser el hisopo para asperger la puerta, los muros y el altar del templo. No obstante, la falta de atributos episcopales y objetos litúrgicos en las dos iglesias lucenses lleva a pensar que más bien se trata de una escena de bendición final de la misa, muy acorde con la función de la puerta como vía de salida (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 1998).
San Paio de Muradelle (Chantada), portada occidental, finales del siglo XII
 

Cabe recordar que una de las razones del resurgimiento de la escultura monumental está en el movimiento de reforma espiritual emprendido por el papa Gregorio VII y conocido como Reforma Gregoriana, en la que se buscaba utilizar las imágenes como littera laicorum siguiendo la famosa carta del papa Gregorio Magno. Es cierto que en algunos casos las imágenes aparecen acompañadas de palabras (titulus o explanationes), como medio para autentificarlas e, incluso, subrayarlas como un doble de la palabra de Dios. Este es el caso, por ejemplo, de los hexámetros latinos que comentan el Sueño de San Juan en el capitel de la Última Cena del capitel pinjante de la puerta norte de la catedral de Lugo. Evidentemente, solo un clérigo culto podía ser capaz de leer el texto e interpretar de forma correcta el efecto visionario del tímpano, que está entre el tiempo histórico de la Biblia (Última Cena) y la escatología apocalíptica (Cristo en Ascensión que volverá para juzgar al hombre al final de los tiempos). Por ello, resulta evidente que la figuración románica es siempre una apoyatura de un discurso moral en el que el clero dominaba los mensajes. En ese sistema de comunicación la diglosia, es decir, el uso cambiante del latín o de la lengua vulgar, era omnipresente tanto la misa –liturgia en latín, homilía en vulgar– como la decoración de los edificios, en los que siempre encontramos una dicotomía complementaria entre el discurso sacro de la Biblia y el profano de los exempla y de los propios miedos de la vida cotidiana.
Así, en Galicia, además de los tópicos temas del Bestiario, los márgenes de las iglesias ofrecen también un lugar a la representación de animales ligados a la experiencia diaria, muy arraigados en el imaginario popular. En una región llena de bosques, en la que todavía hoy el ganado sufre las consecuencias de la voracidad del lobo, no debe sorprendernos encontrar escenas protagonizadas por estos animales tanto en un capitel exterior del ábside de San Pedro de Viveiro como en la puerta occidental de Santiago de Adelán. Otras veces, el protagonista es el ruido y los movimientos forzados y violentos, muy propios del Carnaval, pero que con su inclusión en el ámbito eclesiástico se convierten en feroces críticas a la moralidad de los feligreses. Así los aleros con canecillos de San Martiño de Mondoñedo exponen, siguiendo el modelo de un sermón dominical, las consecuencias del Pecado Original, en forma de vicios tipificados y empleando un lenguaje brutal y grosero, como sucede en la portada occidental de San Quirce de Los Ausines (ca. 1147), en Burgos, y en la fachada sur de San Pedro de Cervatos (ca. 1129), en Cantabria.
San Martiño de Mondoñedo, alero sur, canes con mujer pariendo de nalgas y cópula sexual, ca-1110-1112.
Catedral de Lugo, capilla del Pilar, alero, canecillos (Contorsionista y Músico), 1129-1150 

Especialmente coherente en su discurso es el alero de la Capilla del Pilar (puerta norte) de la catedral de Lugo (1129-1150), que llamó en su día la atención de Moralejo (1981). En él, como si se tratase de una gran carnavalada, comparecen un contorsionista que salta al son de la música de un juglar, un atlante-cautivo, un hombre que bebe de una barrica –imagen de la ebriedad– y un Espinario mostrando la lengua, símbolo de concupiscencia. La música demoniaca de los juglares, sus procaces contorsiones y su ambiente de ebriedad y lubricidad (Espinario), conforman esta ruidosa comparsa centrada en una imagen de castigo: el Atlante-cautivo que sostiene la cornisa. Repetido hasta la saciedad en la figuración románica, el tema del Atlante se liga siempre a programas de contenido penitencial y escatológico. De hecho, no por casualidad, Dante describe cómo la Puerta de Purgatorio en la Divina Comedia (Purgatorio X, 130-139) es sostenida por estas sufrientes figuras.
Santa Filomena de Cadramón, ábside, canecillo con Mujer enseñando la vulva, finales del siglo XII.
 

No obstante, no es fácil dar respuesta a veces a las fuentes que los escultores utilizaron para esculpir las cornisas del románico gallego. En algunos casos, las referencias al sexo son tan crudas y directas que es necesario acudir a explicaciones antropológica en relación con la funcionalidad de estas representaciones. Este es el caso del muro norte de la aislada iglesia de Santa Filomena de Cadramón, con un alero de finales del siglo XII compuesto por siete canecillos figurados, de los cuales cuatro presentan motivos obscenos: onanistas, un falo, una mujer con las piernas abiertas para mostrar la vulva (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 1999). Como es bien sabido, la mujer exhibicionista es un tema muy extendido en el románico peninsular y europeo, con paralelos en la fachada de Santo Tomé de Serantes (Ourense), en el ábside de San Pedro de Cervatos (Cantabria) y muy especialmente en las Sheila-na-gigs irlandesas (Rahara, Co Roscommon) (WEIR, A., JERMAN, J., 1999, p. 17). En Cervatos y Serantes la figura aparecía en un contexto más amplio de vicios que falta en Cadramón, por lo que en la iglesia lucense su significado puede estar más cercano de las figuraciones irlandesas del tema. La Sheila-na-gigs, que en gaélico significa “Fea coma un pecado”, decoraba allí desde el siglo XII las entradas de templos y castillos, en las que su gesto obsceno adquiría claramente un valor protector. De esta manera, la imagen alcanzaba casi el estatus de un amuleto apotropaico que espantaba el mal augurio del lugar sagrado y se asimilaba en el contexto irlandés a Anu, diosa céltica de la agricultura y de la productividad.
Esa función protectora y fertilizadora de la exhibición de los órganos sexuales se constata igualmente en la cultura mediterránea, donde existen multitud de ejemplos (Baubó, los Herma y Príapos para marcar límites, así como los amuletos romanos). Además existen precedentes en la plástica romano-castreña de escultura monumental en granito con esta temática, como la Venus de Sendín, del Museo de Guimarâes, o el falo exento procedente de un castro de Lugo que actualmente es propiedad de un anticuario de Pazos (Verín, Ourense) (RODRÍGUEZ COLMENERO, A., 1993, pp. 440-441).
De esta manera, la serie de canecillos de estas iglesias rurales parece ser depositarias, de muchas de las continuidades de nuestra inmemorial cultura campesina. Prueba de ello es el resurgimiento, a finales del siglo XII, de ciertos repertorios castreños, cuya explicación pudiera estar en el descubrimiento durante las faenas agrícolas de este tipo de objetos o estatuas. Así, por ejemplo, las cabezas castreñas, muy repartidas en toda nuestra geografía, tuvieron que ejercer algún tipo de fascinación en los gallegos del siglo XII. De hecho, en la iglesia románica de San Pedro de Viveiro (ca. 1200), situada en medio de una toponimia de castros, comparecen los motivos del sogueado en las cornisas e, incluso, se representan hasta siete cabezas humanas en los canecillos, las cuales, en algunos casos, presentan la típica estructura triangular y los rasgos esquemáticos de las caras de la plástica castreño-romana (CASTIÑEIRAS GONZÁLEZ, M. A., 2003b, p. 321, fig. 32).
San Pedro de Viveiro, ábside, canecillo con cabeza humana, ca. 1200


Lugo
Capital de la provincia homónima desde 1833, esta ciudad se encuentra ubicada próxima al centro geográfico de los límites territoriales provinciales. Su emplazamiento en una colina y la cercanía al río Miño propiciaron que los romanos, en época augusta, fundaran el campamento militar de Lucus Augusti, hacia los años 15-13 a.C. Dicho campamento se consolidó como urbe romana entre los siglos I y V, extendiendo su dominio administrativo, jurídico y militar. El origen y desarrollo de la urbe se encuentra ligado a su posición estratégica como nudo de comunicación de la costa gallega con la meseta, confluyendo en ella las vías XIX y XX del Itinerario de Antonino. El esplendor de la ciudad romana llegó con la creación de la demarcación administrativa de Gallaecia (finales del siglo III y comienzos del IV) en el proceso de reformas administrativas de Diocleciano. En este periodo se levantó la Muralla romana, principal vestigio del pasado imperial, y reconocida en la actualidad con el título honorífico de Patrimonio de la Humanidad concedido por la UNESCO.
Carecemos de información precisa acerca de cómo afectó a la ciudad la llegada de los suevos y la cristianización del territorio. Su devenir durante la Alta Edad Media se vio influido por la fundación de la diócesis lucense, cuya primera noticia se remonta al siglo V, con la presencia del obispo lucense Agrestio en el Concilio de Orange, celebrado en el 441. Según la historiografía tradicional fue san Martín, obispo de Braga, quien en el siglo VI propuso al rey Teodomiro la fundación de una nueva iglesia metropolitana surgida del concilio lucense del año 569, en el que tuvo lugar la organización parroquial gallega (la primera realizada en una provincia del antiguo Imperio Romano). Sin embargo, habría perdido el carácter metropolitano tras la conquista de Galicia por los visigodos.
En la primera mitad del siglo VIII, la ciudad de Lugo cayó durante un breve periodo de tiempo bajo el dominio musulmán, hasta que, hacia el 740, las tropas del monarca asturiano Alfonso I la recuperaron. Es en este contexto que surge la controvertida figura del obispo Odoario, agente de una supuesta repoblación de la ciudad hoy descartada por los historiadores. Como veremos más adelante, durante el largo periodo que constituye la Edad Media, Lugo experimentó una considerable merma en el número de sus habitantes. Un descenso que influyó en las transformaciones urbanísticas que experimentaría la ciudad, cuya población comenzó a agruparse en torno a la catedral, abandonando amplias áreas intramuros. Sin embargo, no existen datos que apunten hacia una despoblación tal que requiriese un proceso inverso.
Durante el reinado de la dinastía asturiana la ciudad experimentó una considerable revitalización. La sede episcopal, que mantuvo un estrecho vínculo con la metropolitana de Braga, se consolidó y los obispos lucenses disfrutaron de un apoyo regio que se mantuvo tras el cambio de dinastía en el siglo XI, con la llegada al trono de Fernando I. Un episodio que afectó a la ciudad fue la rebelión de los Ovéquiz, familia elegida por Alfonso VI para ejercer el poder real en los realengos del giro de Lugo. En el 1078, el obispo lucense Vistruario inició un pleito denunciando los excesos de poder de los Ovéquiz, siendo el propio monarca quien dirimió el litigio, apoyando las reclamaciones del prelado. A pesar de haber aceptado ante el rey la resolución del pleito, en torno al 1086, el conde Rodrigo Ovéquiz y sus hermanos iniciaron una rebelión, tomando la ciudad de Lugo y otras posesiones regias, y asesinando al merino real, Ordoño. La revuelta fue sofocada y los Ovéquiz enviados al exilio en Zaragoza. Una de las consecuencias de este episodio recayó en el aumento y consolidación del poder episcopal, al ceder Alfonso VI a los obispos lucenses no solo los territorios y bienes confiscados a los Ovéquiz, sino los derechos y privilegios reales sobre la ciudad y territorios adyacentes. Esta resolución no contó con el beneplácito de la población y, a lo largo del siglo XII, los prelados hubieron de hacer frente a varias sublevaciones ciudadanas, sustentadas en el poder incipiente de la nueva burguesía lucense.
La primera se vivió en 1111, en el marco de la querella entre los partidarios del rey niño Alfonso VII, cuyos principales valedores eran el arzobispo de Santiago Diego Gelmírez y el conde de Traba, Pedro Froilaz, y los defensores de Alfonso el Batallador, corregente del reino de León tras sus nupcias con la reina Urraca. Gelmírez y el conde de Traba plantearon una tentativa de ataque sobre Lugo, posicionada a favor del Batallador, obteniendo como respuesta una rápida rendición.
En la segunda mitad del siglo las revueltas de los burgueses lucenses contra el señorío episcopal tuvieron un mayor impacto sobre la vida de la ciudad, afectando incluso al proceso constructivo de la catedral. Las de mayor calado fueron las de 1159 y 1181, que lograron la huida del obispo de la urbe, y organizaron sendos gobiernos comunales. El triunfo de la primera revuelta duró dos años, hasta que en 1161 Fernando II restituyó al prelado y consolidó su señorío. La segunda tuvo una vida breve, siendo sofocada por el monarca en 1182, al inicio del mandato del obispo Rodrigo. Con todo, habría nuevas sublevaciones de menor calado en 1184, 1202 y 1207.
En paralelo a la consolidación eclesiástica y señorial, la ciudad de Lugo se transformó en un importante centro comercial. En el siglo XI una importante colonia de francos se asentó en la urbe, contribuyendo a su crecimiento demográfico y económico. Durante el primer tercio del XII la ciudad experimentó un periodo de gran dinamismo: se inició la construcción de la catedral y del hospital nuevo; se instauró la feria mensual; se renovó la Porta Nova al norte de la muralla; se urbanizaron la rúa Nova y el entorno de la Porta Falsa; se obtuvo permiso para contar con una ceca para la acuñación de moneda y, extramuros, creció el barrio de Recatelo. Las revueltas burguesas contra el poder episcopal frenaron dicho desarrollo pero, hacia el siglo XIII, Lugo contaría con unos 2.000 habitantes adscritos a cuatro parroquias: San Pedro, Santiago y San Marcos, en el interior de la muralla, y la de Santa María Magdalena de Recatelo, en su exterior.
El urbanismo de la capital lucense todavía refleja algunas de las transformaciones que experimentó la ciudad durante la Edad Media, momento en el cual la regularidad del plano hipodámico romano desapareció en favor de un urbanismo medieval de entramado irregular, orgánico y disperso, resultado de los avatares económicos, políticos y sociales padecidos por la urbe. Uno de los cambios de mayor impacto lo encontramos en la considerable pérdida de población experimentada por la ciudad tras la caída del Imperio, con la progresiva concentración de sus habitantes en la mitad meridional del recinto amurallado. El resultado fue la aparición de una amplia zona hacia el norte que durante un largo periodo se dedicó a huertas, labradíos y pequeños bosques en torno a los cuales se irguieron barrios de carácter rural. El Burgo Medieval se configuró en base a dos polos, los denominados Burgo Vello y Burgo Novo. El Burgo Vello ocupaba el sector suroccidental y surgió hacia el siglo VIII en torno a la catedral, entre la Praza do Campo y las puertas Miñá y de Santiago (antiguamente conocida como Puerta del Puxigo o Falsa). Su territorio pertenecía a la feligresía de San Pedro. El núcleo del mismo era O Campo y su expansión urbanística desde el atrio de la catedral hacia la Porta Miñá dio lugar al Barrio Falcón, en el cual se instalaron los oficios vinculados al curtido y trabajo con pieles. Además de estos artesanos y mercaderes, el Burgo Vello concentraba las actividades administrativas y eclesiásticas de la ciudad, acogiendo la residencia de clérigos, nobles y algunos mercaderes ricos.
El Burgo Novo, situado en el área suroriental, abarcaba desde la Porta de San Pedro al Campo de Castelo y hacia el norte la actual rúa Nóreas. A pesar de levantarse en torno a la Puerta de San Pedro (o Toledana, según sus primeras denominaciones), pertenecía a la feligresía de Santiago. Es posible que surgiera a finales del siglo IX, pero el impulso principal lo recibió de Raimundo de Borgoña a inicios del siglo XII como barrio comercial, donde sus habitantes aprovecharon el dinamismo que ofrecía su proximidad a la mencionada Puerta de San Pedro, que comunicaba la ciudad con Castilla y era el punto de entrada de los peregrinos que llegaban por la ruta del Camino Primitivo. Si el Burgo Vello se articulaba en torno a la catedral, el Burgo Novo hace lo propio en torno al castillo, cuya existencia consta documentalmente a partir del 1034. El límite septentrional del barrio lo delimitaba la cortiña de la Noira (de donde procede el microtopónimo Nóreas) donde, según Abel Vilela, podía haber una noria para extraer agua de un pozo. Hacia el oeste uno de sus límites sería la Pomarada de los Canónigos, a la cual se llegaba desde un carril (o camino). Ambos burgos se hallaban separados mediante un espacio de naturaleza rural pero uso público conocido como Cortiñas de San Román, nombre que recibe por hallarse en las inmediaciones de la capilla dedicada a dicho santo en el 1033. En este punto, hoy ocupado por parte de la Praza Maior, tenía lugar el mercado, razón por la que también era conocido como foro de la ciudad. En el límite septentrional de estas dos áreas, intramuros pero al margen de las principales zonas de habitación, se instalaron a finales del siglo XIII los conventos de Santo Domingo y San Francisco, levantando sus edificios en las inmediaciones del Carballal, el lugar donde se celebraba la feria mensual.
La ciudad también se desarrolló extramuros. En las inmediaciones de la Porta de San Pedro surgió un barrio o caserío articulado en torno a la capilla de San Pedro de Fóra. El principal suburbio de la ciudad se extendía en el antiguo barrio del Carmen, al Oeste del recinto murado, entre las puertas Miñá y Falsa. Se trataba de un área de huertas ante la Porta Miñá, en la salida de la vía XIX hacia el puente del Miño y los antiguos baños romanos, todavía mencionados en la toponimia medieval. En el siglo XII, como consecuencia de la fundación de la iglesia y cementerio de la Magdalena, se desarrolló frente al ángulo suroccidental de la muralla el barrio de Recatelo, próximo al Burgo Vello y la catedral.
El Lugo medieval desapareció en gran medida bajo las transformaciones barrocas, decimonónicas y las emprendidas a lo largo del siglo XX. Con todo, todavía se aprecian sus huellas en el trazado medieval de las intrincadas calles del entorno de la catedral y en algunos topónimos que han llegado hasta nuestros días y guardan su memoria: la Plaza del Campo y la del Campo del Castillo (centros de los burgos Vello y Novo, respectivamente), la rúa Nova, Clérigos, Miñá, Tinería, Cruz, el Barrio Falcón y, extramuros, el barrio de Recatelo.

Catedral de Santa María
La catedral de Lugo sigue siendo un misterio para toda persona que se precie y quiera profundizar en su fábrica edilicia. De hecho, y aunque contamos con abundantes artículos sobre cualquier estilo constructivo que haya nutrido su larga historia, no existe publicación monográfica alguna que se centre en sus diferentes fábricas y mucho menos en la desconcertante fábrica medieval. La escasez documental llevó a que Argos Divina (1700), la monumental historia realizada por el canónigo electoral José Pallares y Gaioso (1614-1668), se convirtiese en fuente básica de estudio tanto para la sede lucense, y para manejo de la documentación catedralicia, como para la historia del edificio medieval, con el que convivió el autor. Dicho edificio presentaba un plan basilical con transepto destacado en planta, una cabecera transformada en tiempos góticos, en los que también se habían adosado al exterior de la nave norte dos nuevas capillas, la de Santo Domingo dos Reis y la de los Gaioso, y unas torres orientales rematadas en el Renacimiento. Con todo, el templo todavía contaba con un claustro y una fachada occidental de trazas románicas, ambos desaparecidos en el siglo XVIII. La influencia de Pallares i Gaioso fue tal, que la historiografía tradicional asumió e interpretó sus tesis hasta las últimas décadas del siglo XX, lo que llevó a dar por ciertos datos que no lo eran tanto.

El contexto lucense
Sin documento fundacional alguno, la de Lucus fue considerada desde antiguo una de las sedes cristianas de más antigüedad y, por la misma, elevada a categoría de “Sede Apostólica” en el Capitula Martini (573). De antiguos e imperiales orígenes, y quién sabe si reaprovechando un templo civil como había hecho Tarraco, Lugo había fundado su iglesia y esta se había convertido desde el tiempo de los suevos (414-585) en cabecera de una diócesis cristiana que englobaba el cuadrante noroccidental de la vieja Gallaecia, cuyo obispo había asumido tras el Concilio de Braga (569) una especie de primacía sobre el resto de las diócesis del reino suevo-galaico. La historiografía incide en señalar como “providencial” la llegada a Lugo del mítico obispo Odoario (700- 786), aquel que, además de reorganizar la sede y restaurar su espiritualidad tras el ataque de Musa ibn Nusayr en el año 714, habría restaurado su basílica, siendo loado para siempre en el descontextualizado, hiper conocido e incurso en un debate historiográfico que dura ya casi cuatro siglos, Acróstico de Odoario.
Vista de la catedral desde el lado noreste
 

Pero lo cierto es que, desde los tiempos de “vino y rosas” odoarianos, todo había cambiado y Lugo, que lo había sido todo hasta la irrupción del edículo y la leyenda jacobea, tenía ahora que lidiar con el poder compostelano en auge y con los nuevos núcleos urbanos reconquistados al poder musulmán. Así y si bien ostentaba la dignidad arzobispal y el título de metropolitano, ejerciendo el papel de primado de la Iglesia galaico-astur-leonesa al menos entre los años 830 al 1095, el culto a las reliquias y las aspiraciones compostelanas comenzaban a diluir la primacía de Lugo. Un hecho que se hace realidad con la restauración de las sedes de Ourense, Tui y de la metropolitana de Braga a finales del siglo XI, y que culmina en 1120 con la concesión del palio a Diego Gelmírez.
En este contexto y a pesar de la pérdida de territorios e influencia política y cultural, la Ecclesia lucense siguió siendo de vital importancia para los monarcas, al igual que la ciudad y los condes de Lugo para la historia del medievo gallego. Una historia escrita en letras mayúsculas en una urbe que se había girado hacia la basílica cristiana restaurada, abandonando la antigua trama reticulada romana por la irregular y característica de la época; y en la que vivían unos poderosos magnates que, si bien habían sido los lugartenientes de los monarcas, también rivales de su supremacía desde tiempos astures. La rebelión protagonizada por Vela y Rodrigo Ovéquiz en 1088 llevó a Alfonso VI (1065-1109) a asaltar la catedral, hecho que nos privará para siempre del mítico templo restaurado por Odoario y desencadenará el levantamiento de una nueva fábrica en un nuevo estilo de espíritu románico.

El nuevo proyecto edilicio
Aunque no es lo usual, no debería de extrañar que en Lugo se hubiera abandonado una restauración o reestructuración de una fábrica dañada por un nuevo proyecto más ambicioso. Por ejemplo, en la catedral de Pamplona se tomó la determinación de sustituir una excelente fábrica románica de principios del siglo XI por la no menos espectacular del maestro Esteban, a principios del siglo XII. Y si en Pamplona fue decisión de Pedro de Rodez, en Lugo todos los datos apuntan a que fue otro Pedro, Pedro III (1114-1133), quien impulsó el cambio de proyecto.
Consagrado por Diego Gelmírez en la basílica compostelana el 25 de abril de 1114, casi coetáneamente a la finalización de las fachadas del transepto de la gran catedral gallega, Pedro III –de quien no tenemos documentación alguna sobre su origen o procedencia– era el capellán de la reina Urraca (1109-1126) probablemente desde que esta, en 1090, había sido elevada con su esposo, Raimundo de Borgoña, a gobernante de Galicia. Un dato que inclina a pensar que el nuevo obispo pudiera haber sido lucense. Fiel a la condesa y posterior reina, don Pedro –a quien suponemos un hombre formado– viajaba con la corte antes y después de su nombramiento, y esta se movía al ritmo frenético de doña Urraca, lo que le permitía no solo confirmar numerosa documentación expedida por la regente, sino también el conocimiento de primera mano de las obras más destacadas de cuantas se estaban llevando a cabo en el reino, incluída la referida catedral de Pamplona.
En la era de 1167… por las ruínas que padeció esta Iglesia con el cerco referido, se concertó la obra, y se otorgaron escritura de asiento el obispo D. Pedro Peregrino, Dean, canónigos y quatro ciudadanos Nobles con el Maestro Raimundo, natural de la Villa de Monforte de Lemos… y en esta conformidad lo acepto Raimundo, y se obligó a asistir a la obra todos los días de su vida, y despues de ella sobreviniéndole, su hijo la acabaría”. Este es un extracto del excepcional e inusual contrato de obra incluido en Argos Divina según el cual: en el año 1129, tres años después de haber fallecido la monarca y tan solo cuatro años antes del fallecimiento del obispo de Lugo, Pedro III, acompañado entre otros por su sucesor don Guido, el prior canonicae (término con el que se designaba en la época al deán), habrían acordado con un desconocido maestro monfortino, o lemosino como apoya la historiografía, la nueva fábrica. Firmando un minucioso contrato, que, además de contemplar la devaluación de la moneda, presentaba diferentes cláusulas por las que se aseguraba el control y la conclusión de la obra y en las que se revela una posible saga de maestros constructores. Y no solo eso, como indicó en su día Yzquierdo Perrín, la excepcionalidad de dicho documento radicaría en “la misma existencia del contrato en esa fecha de 1129, casi cuarenta años anterior a la donación de Fernando II hace al Maestro Mateo en 1168”. Dejando a un lado dicha excepcionalidad y las múltiples inexactitudes encontradas, tanto en la transcripción del desaparecido documento como en la referencia archivística aportada, el contrato ha sido leído y entendido, hasta ahora, como post quem, pero se podría interpretar como el de Mateo, ante quem; pudiendo significar la reanudación de unas obras que habían comenzado mucho antes, en los primeros años del episcopado de Pedro III. En todo caso, la fecha indicada para retomar las obras no es baladí. La donación de la Villa Cellario (Castroverde, Lugo), realizada por el conde Rodrigo Velaz el 6 de agosto de 1130, nos indica que las obras estaban en marcha y para ellas, el tiempo que duren, destinan las rentas de dicha villa, …hac ratione ut fructus illus expediant in opere ipsius ecclesiae quamdiu duraverit…
Exterior del muro sur
Detalle 

La cabecera, el transepto y las naves. La realidad y complejidad del sistema constructivo
Sin registro arqueológico alguno en el cuerpo oriental de la catedral, afectado por la reforma comenzada por el obispo fray Juan Hernández (1307-1318), quien substituyó la cabecera románica por la actual girola gótica con capillas radiales, solo conocemos sobre la cabecera adoptada en este proyecto lo constatado visualmente. Por un lado, el interés en el siglo XIV en conservar de forma testimonial, más que por pragmatismo, la localización de unas antiguas estructuras interpretadas por la historiografía como los antiguos ábsides laterales de la cabecera románica, dedicados a San Miguel y San Martín; y unos arcos ciegos simétricos localizados encima de los retablos del transepto, los mismos que, a su vez, la arqueología dota de correspondencia con la fábrica odoariana conservada. Estas estructuras cegadas llevaron a los investigadores a comparar la supuesta elección de cabecera triabsidal hecha en Lugo con un modelo de referencia, San Isidoro de León (con el que le unen más de una característica), y a interpretar dicha decisión como un distanciamiento por “cierta rivalidad” con la monumental fábrica compostelana, foco motor del románico gallego.
Nave central

La posibilidad de que esta nueva fábrica pudiera haber incluido dos capillas en los extremos del transepto, que se hubieran correspondido con las torres orientales, dibujando en la catedral de Lugo una cabecera con ábsides en batería, es la innovadora e interesante lectura expuesta por Carrero Santamaría. Por desgracia, la parquedad documental del Memoriale anniversiorum lucense, que inusualmente omite cualquier noticia referente al enterramiento de los donantes, no permite localizar la perdida topografía sacra de la cabecera románica, como sí sucede en otras catedrales; por lo que está, por ahora, está abierta a múltiples hipótesis.
Como otras grandes obras, la fábrica lucense, dada su historia reciente y siguiendo la mítica representación de la Jerusalén Celeste amurallada, encastilló su cuerpo oriental y, además de contar con un perdido paseo de ronda, implementó su seguridad con las torres: la norte, la Torre Vella o das Campás, y la sur, o Torre do Galo o de San Quintín. Adosadas al brazo oriental del transepto y elemento de unión entre el primer y segundo tramo de la actual girola gótica, dichas estructuras presentan volúmenes y alturas diferenciadas, y conservan planta y perfil prismático. Únicamente la torre norte se mantuvo en uso y conservó parte de su esencia original al interior. Su piso bajo, un sótano al exterior, se presenta como una reliquia de la antigua torre original: un espacio abigarrado por la doble cubrición, bóveda y madera, que podría conservar el antiguo sistema de comunicación, las escaleras móviles, evocando al laberinto miniado y a la mítica Torre de Tábara.
Afectado como todo el cuerpo oriental por la reforma de la cabecera en el siglo XIV, el transepto erigido en este proyecto se construyó siguiendo la disposición del anterior, el prerrománico, destacado ya en planta como constata la documentación arqueológica. Pero en esta intervención románica con el retranqueamiento de las naves hacia el interior, este cuerpo se vuelve más acusado, incidiendo en su comparación con el de la catedral de Pamplona y creando una nueva proyección en planta en donde los tramos externos serían, a partir de ahora, un metro más largo que los tramos adyacentes, los colaterales al propio crucero. Un hecho que, como indicó en su día Yzquierdo Perrín, complica la lectura de su posible cubierta abovedada.

Perceptibles a simple vista sobre los muros de ambos brazos del transepto, nos encontramos repicadas tres finas líneas de cantería. Sobre la primera, localizada a igual altura que la existente en las naves colaterales y señalando el arranque las bóvedas, se conservan cuatro ventanas. Estas, paralelas dos a dos y centradas con relación al arranque de los arcos de los ábsides colaterales de la antigua cabecera, presentan una tipología suficientemente conocida en los tiempos del románico pleno, con un vano de mayor luz que en tiempos precedentes y abierto en el muro con forma de arco de medio punto; en el caso de Lugo con arista en bocel y derrame interior, apeado en un par de columnas de basas lisas, capiteles decorados y chambrana de billetes. Un modelo que sigue con fidelidad lo realizado en Jaca y retomado en la sucesión de ventanas altas del transepto compostelano. Dichos principios solo los conserva el único vano que es posible ver por su exterior, localizado en el interior de la actual Capilla del Pilar, que es resultado de la unión de la antigua capilla de Santo Domingo dos Reis (ca. 1361-1378) y la capilla vella (tardo-gótica) de los Gaioso, o de San Froilán (siglo XV); ambas adosadas al exterior de la nave norte. Al contrario que en el interior, donde las chambranas se repicaron y los capiteles se retallaron con abstracta y extraña decoración, este vano conserva la estructuración jaquesa y decora sus capiteles con motivos vistos ya en la cabecera compostelana, deudores de las fórmulas importadas por maestros navarro-aragoneses y gascones. La segunda línea de imposta repicada está localizada sobre estas, sin separación alguna, y en ella Delgado Gómez sitúa el coronamiento de los muros respecto a este primer proyecto. Un análisis minucioso del muro septentrional de la sacristía sugiere que no fue así.
Interior de la catedral
 
Interior de la catedral
Interior y triforio 

Localizada en donde en su día estuvo la medieval, a la actual sacristía –obra barroca de Domingo de Andrade (1678-1680)–, se accede por una magnífica y amplia puerta adintelada abierta en el cuerpo bajo del muro sur del transepto. Al exterior este se convierte en el muro septentrional de la sacristía y sin elemento o masa de revoco alguna que lo cubra permite visualizar la antigua fábrica edilicia, su distribución por pisos, y diferentes elementos cegados entre los que destaca un espléndido vano situado encima de la actual puerta de acceso y localizado a una altura correspondiente a la citada segunda línea de imposta. La existencia de este vano y la inexistencia de huellas perceptibles que se correspondan con las vertientes de cubierta alguna, consubstancial al propio elemento si hubiera sido el remate, inclina a pensar que esta fachada contaría, si no de facto sí en proyecto, con un nuevo registro superior sobre el que se cerraría el transepto.
Esta certeza visual choca con lo indicado por los investigadores que, en general y hasta ahora, ofrecían la lectura de un transepto románico más bajo, no considerando algunos, tan siquiera, la existencia de una tribuna en el proyecto original. A dicho punto en común habían llegado –entre otros motivos– por la inexistencia de contrafuertes exteriores que permitieran desplegar en altura el muro y resistir los empujes horizontales de la cubierta, característica que lo relaciona con el transepto compostelano. Dichos elementos se localizan únicamente en la confluencia de los muros laterales con el del testero, angulados a escuadra, similares a los existentes en la portada del transepto de San Isidoro de León. Al igual que al exterior, la inexistencia al interior de las típicas pilastras soporte de los arcos fajones que organizan en tramos una cubierta abovedada, divide a los investigadores entre aquellos a los que induce a pensar que dicha cubierta hubiera sido proyectada en un principio de madera para abovedarse posteriormente, en tiempos góticos, y otros que la conciben con bóveda, fruto de una fase posterior incursa en cronología románica.
Capiteles de la nave
Capiteles de la nave
Transepto. Al fondo el brazo meridional 

Indudablemente los testeros del transepto fueron dotados de una imagen relevante al localizarse en su piso bajo el acceso a la sacristía, en el meridional, y al propio templo en el septentrional. El sur, el antiguo acceso a la sacristía, fue reestructurado totalmente y rematado, fiel al espíritu y cosmovisión estética del citado Domingo de Andrade, con un espléndido frontón barroco en el que se reutilizó una pieza original de la fábrica románica: un arco de medio punto con cinco lóbulos en el intradós y chambrana de billetes. Único y descontextualizado, la utilización de la chambrana de billetes como remate lo relaciona con los principios tipológicos vistos ya en los vanos existentes en el transepto y, por lo mismo, incurso en la fábrica de este nuevo proyecto románico. Un proyecto en el que el empleo de dicha fórmula decorativa, también presente en los remates de las Portadas Francígena y de Platerías, revelaría un conocimiento explícito de la fábrica compostelana y de las soluciones empleadas en las fachadas del transepto. De hecho, la fachada norte, reestructurada como señaló Abel Vilela entre 1189-1228 y 1281, y totalmente modificada al alzar el actual pórtico de fábrica tardo-gótica, conserva una amplia puerta abocinada con tres arquivoltas y tres pares de columnas acodilladas que algún día tuvo un tímpano sobre mochetas; una tipología similar a la de las citadas portadas del transepto compostelano, aunque reducidas sus dimensiones a la unidad, reservando el acceso bíforo para la fachada occidental.
Transepto, brazo septentrional

Cerrado el transepto y asegurados sus altares, en Lugo daba comienzo la segunda fase del proceso constructivo medieval en la cual se acotaba el espacio longitudinal y se levantaban los muros perimetrales, permitiendo disociar el avance edilicio exterior del interior. Para esto se empleó otro método constructivo: una rígida sucesión de contrafuertes que presentan la característica de estar unidos en arco de medio punto, siguiendo el sistema empleado en el gran templo compostelano. Pero, como en Saint Sernin de Toulouse (Languedoc, Francia) y Santiago de Compostela, los avances de la fábrica no iban a ser verticales, sino horizontales. Un hecho que se revela en Lugo en la nave norte, incidiendo en que el proyecto original contó con desarrollo en altura y con tribuna. Alzado el primer tramo y el correspondiente contrafuerte en su totalidad para dar estabilidad al transepto, se erigieron los muros perimetrales hasta una determinada cota, delimitando la totalidad del espacio exterior de las naves, para continuar la construcción de las estructuras internas partiendo de estos. En un momento posterior, una vez que estaban cerrados y cubiertos algunos de los tramos inferiores se proseguía la construcción en el piso alto cerrando el perímetro de esta galería y continuando la obra hacia el interior, lo que llevará a que parte de la tribuna y la nave mayor lucense sean plenamente góticas (1360-1390, Taller Lucense I). Como indicó en su día Bango Torviso, la catedral de Lugo: “no se puede leer en un progreso lineal de abajo a arriba, sino en avances horizontales nada sincrónicos”.

En la Capilla del Pilar se conserva parte de la fábrica original de los cuatro primeros tramos exteriores de la nave norte, estructurados en base a los contrafuertes que se proyectan en tres planos (generando el consecuente movimiento del lienzo parietal), y en los que se abren unas ventanas tipológicamente idénticas a la comentada del transepto. Estas características relacionan ambos muros, y con ellos ambas fases y sistemas constructivos, con una única etapa edilicia. Abiertas a una altura inferior y de menor tamaño que su homóloga del muro oriental, el vano desaparece del primer tramo, más estrecho que sus contiguos y afectado por la reestructuración gótica para alzar la antigua capilla de Santo Domingo dos Reis, que lo hace desaparecer al exterior, y del tercero, localizado en la de los Gaioso, donde se abre un acceso directo a la nave norte. Como en el correspondiente al transepto, en la decoración de este acceso se emplea el granito y la caliza, y en su día debió estar organizado como aquel, sobre columnas y capiteles, pero en la actualidad, perdidos estos elementos, el arco recae en unas impostas apoyadas directamente sobre las jambas. No presenta tímpano, lo que es una rareza en Galicia, y su disposición, a escasa distancia de un tejaroz con canecillos figurados, recuerda a la portada del transepto norte de Sainte Foy de Conques (Aveyron, Francia). Los siguientes tramos, el quinto cegado totalmente y el sexto aún visible, se encuentran dentro de las sacristías con las que en su día dotaron a la Capilla del Pilar y a la nueva Capilla de San Froilán (último tercio del siglo XVIII). El citado sexto tramo conserva una ventana de dimensiones y tipología completamente diferente, correspondiente a tipos cercanos al último tercio del siglo XII.
Capilla de la Virgen del Pilar.
Bóveda y crucero 

Interiormente, estructuran las tres naves de la basílica los pilares de sección prismática en los que se adosa una semicolumna por cara, recayendo en unas los arcos fajones, que ayudan a sostener la bóveda de las naves colaterales, y en otras los arcos formeros, que acotan longitudinalmente la nave central. Pero, como es habitual, son los soportes de los fajones los que organizan ambos muros, correspondiéndose en parte con los contrafuertes exteriores y distribuyendo los diferentes tramos de las naves. Dichos tramos están animados por la doble imposta de billetes que genera tres registros en altura: zócalo, vano y bóveda. Con excepción del tercer tramo, en donde se abren los accesos: el comentado en la nave norte y su homólogo en la nave sur (en la actualidad cegado) que comunicaba la nave con el claustro. En estos la imposta central perfila, cual chambrana, el arco de medio punto y desaparece por la labor de repicado en el quinto y sexto tramo de la nave norte, y en el quinto de la sur. Un hecho que genera múltiples interpretaciones y un vivo debate historiográfico que afecta a las etapas constructivas de la fábrica edilicia lucense. Dichos cambios no solo se manifiestan en el lienzo parietal, también en los arcos fajones y en la cubierta. Así los primeros pasan de arcos medio punto doblados y peraltados a apuntados, y la segunda de bóveda de cañón a plenamente de arista a partir del quinto tramo, aunque en el cuarto de la nave del Evangelio se percibe ya un cambio.
Al igual que en la organización, los vanos interiores no se corresponden completamente con los vistos al exterior ya que, si bien presentan idéntica tipología, excluyen la chambrana de taqueado jaqués. Por lo demás, excluyendo los del cuarto tramo en ambas naves, los capiteles de los vanos interiores presentan idéntica configuración que los exteriores: sencillas hojas lisas de marcado nervio central y agudos y pesados remates parten del astrágalo y se disponen en dos órdenes o planos imbricados de diferente altura; sobre ellas se origina, para culminar la cesta por ambos lados, un caulículo curvado de extremo enroscado que genera una bola. En otras piezas el caulículo se vuelve liana, confeccionando con su giro concéntrico la bola central; y tanto en unos como en otros gran parte de la estructura superior del capitel se queda sin decorar. Un paraíso vegetal simple y uniforme que se manifiesta, por lo general, en los restantes soportes de fajones y formeros, decorados con simples hojas lisas, pero cobra vitalidad en la nave sur de las manos de quien Yzquierdo Perrín denominó el “Maestro de los capiteles de la nave sur”, y en la que encontramos, además de la utilización de granito y caliza, basas decoradas con elementos utilizados en ambos accesos septentrionales y un magnífico capitel zoomorfo de aves Fénix que nos remite a uno de los más bellos capiteles realizados en Jaca y nos lleva a permitirnos cambiar su denominación por la de: el Maestro del capitel de los Fénix.
Nave norte
Nave norte del evangelio 
Nave sur o nave de la epístola
Nave de la epístola
 

En busca de la formación del maestro de los fénix. la “sombra” navarro-aragonesa
Hasta la actualidad la historiografía –primero Chamoso Lamas, luego Moralejo Álvarez y después Yzquierdo Perrín– había incidido en señalar el “origen tolosano” o los “ecos gascones” en determinados elementos de la nave sur, lo que llevó a los restantes investigadores a suscribir el origen francés para el maestro de los capiteles de esta nave; acaso influidos por la posible patria del prior canonicae y posterior obispo don Guido (1134-1152), y también por el ambiente franco documentado en Lugo a partir de la carta de repoblación de Alfonso VI (1089). Fue Castiñeiras González quien puso “la sombra aragonesa” sobre la catedral de Lugo al reconocer, en un descontextualizado capitel localizado en la sacristía (y en el pasado reutilizado como fuente) un parangón al capitel proveniente del claustro de la catedral de Jaca conocido como el Capitel del Sátiro. Las lecturas realizadas sobre otros restos conservados inciden en la sombra de los maestros de Jaca y de la catedral de Pamplona en la escultura de la fábrica románica lucense.
Fue este maestro, que bien podríamos denominar como el de la Creación de Eva en referencia a la iconografía del descontextualizado capitel citado, al que debemos atribuir el extraordinario capitel del tercer arco formero de la nave sur en donde, in situ, nos muestra su grandeza y maestría. En él nos encontramos con cuatro aves Fénix que emergen del bloque de piedra caliza adquiriendo gran volumen, agrupadas dos a dos a partir de los ángulos, asen con sus afiladas garras al astrágalo y tuercen sus pescuezos de manera que sus cabezas –no conservadas en la actualidad– se tocan bajo las esquinas.
Tallado como en Jaca, en donde los astrágalos forman parte del bloque pétreo del capitel, presenta una labra exquisita de extraordinaria meticulosidad que afecta a la verosimilitud de la imagen, en la que el autor reproduce perfectamente los grosores y calidades plásticas entre uñas y dedos, reconoce la anatomía de lo representado dotando a la figura de espolones y penacho, y realiza con esmero el exquisito plumaje de las aves Fénix; incidiendo en el conocimiento de fórmulas utilizadas en Jaca y también en el claustro de la catedral de Pamplona. La iglesia como Paraíso y el don de la eternidad y de la resurrección a partir del cumplimiento de la Palabra divina, son las ideas que se concentran en este exquisito capitel.
Identificados por Yzquierdo Perrín como “la firma del maestro”, los caulículos del capitel de los Fénix se repiten en otros dos capiteles de gran valía plástica realizados en piedra caliza y localizados en el cuarto tramo de esta nave sur: uno en el arco formero, decorado con simples hojas en las que se tallan con un fino picado los planos en profundidad, y el otro en el muro de cierre, en la columna que abre el cuarto tramo, en donde nos encontramos con un espléndido capitel vegetal decorado con doble orden de hojas lisas rematadas en bolas, excepto las más alargadas de las esquinas. Este capitel se singulariza de los restantes de esta etapa constructiva al ser el único que presenta decoración en el cimacio: una simple e interesante sucesión vegetal de palmetas alternas. Pero dichos caulículos no son los únicos atribuibles al maestro, encontrando en los realizados en esta etapa constructiva el corpus de fórmulas empleadas en Jaca, pudiendo haber salido de su mano, o de la de su taller, tanto los descritos como los simples y volumétricos realizados en un único plano que cierran los capiteles de las ventanas del cuarto tramo, en donde se presentan dos extraños zoomorfos que bien podrían identificarse con nuevos y fantásticos ave Fénix con un pequeño penacho rizado, cuerpo acorazonado, una única garra con similares uñas y dedos a las anteriormente comentadas, que se agarran al astrágalo y juntan sus cabezas, y los de su contrario, único capitel de ventana que en esta primera etapa constructiva presenta el cimacio decorado con motivos decorativos: una sucesión geométrica simple de tacos con fina tarjeta superior puestos en relación con un ábaco de Santa María de Moirax (Agen, Francia). Que dicho cimacio no hubiera sido finalizado incide en lo leído en la fábrica, que habría sido hasta este cuarto tramo y el inicio del quinto hasta donde habría llegado esta etapa edilicia en el interior la nave sur.
A este maestro también le debemos atribuir lo conservado en el acceso a la nave norte. Modificados y reducidos ambos cimacios hasta convertirlos en impostas repicadas, el occidental bien pudiera estar formado por una sucesión de aves cuya disposición recordaría a la de los comentados y excepcionales ave Fénix de la nave sur. En el oriental se puede vislumbrar parte de lo que fue su relieve y rica decoración: una sucesión de círculos elaborados a base de un tallo confeccionado con triple cordoncillo rematados en cabezas de seres fantásticos. Dicho motivo decorativo, emanado de Saint Sernin de Toulouse y Saint Pierre de Moissac (Moissac, Francia), es poco frecuente y solo se localiza en escasas obras del citado reino navarro-aragonés. Unas fórmulas peculiares que continúan en el tejaroz y que inciden en el saber hacer del maestro y en el conocimiento de los usos de Jaca y Pamplona. Decorado con billetes damascados, leitmotiv en la decoración de los vanos exteriores, este, al igual que el arco, se halla encajado por ambos contrafuertes y posee cinco canecillos figurados que, de izquierda a derecha, siguiendo el proceso de lectura occidental, se presentan como si de una marcha o procesión se tratara. En primer lugar hallamos un contorsionista asexuado que realiza un cheststand, una de las acciones más utilizadas en los espectáculos de contorsionismo y en especial del contorsionismo oriental; le sigue un músico o tocador de psalterium, “música artificialis”, sentado en lo que parece un cojín con sus rodillas juntas para asegurar la posición del instrumento mientras percute las cuerdas con ambas manos. Centrando la composición encontramos un presidiario desnudo, con grilletes en pies y cuello y cadenas uniendo ambas latitudes corporales, que intenta paliar la pesada carga que lleva sobre la espalda retorciendo sus brazos y sujetándola con las manos, sin conseguirlo, obligando a la imagen a adquirir la postura encorvada con la que se representa. Tras esta figura un nuevo músico, un tocador de dolium, música profana o popular y, cerrando el programa, un Marcolfo o espinario “púdico” que, vestido con una túnica corta y sentado con la pierna izquierda cruzada y colocada sobre la rodilla derecha, intentando quitarse la espina clavada en el pie desnudo, no presenta miembro viril, sustituyéndolo por la húmeda lengua que sale de su boca. Elemento separador entre el macro y microcosmos, este acceso del que desconocemos la realidad funcional, pudiendo estar operativo solo en determinadas ocasiones o festividades, se presenta cargado de realidad, intentando exorcizar didácticamente aquellas conductas ligadas al vulgo. Actitudes, marchas o comparsas penalizadas y juzgadas por la Iglesia, aunque la propia institución se encargó de perpetuarlas hasta el presente, en esta y en las reiteradas representaciones conservadas en la Diocesis.

El levantamiento en altura y la articulación de los últimos tramos de la nave
Fallecido Pedro III tan solo cuatro años después de la firma del supuesto contrato transcrito por Pallares y Gaioso, la historiografía incide en que fue su sucesor, el prior canonicae, el verdadero responsable de la primera etapa constructiva de este nuevo proyecto. Don Guido (1134-1152), que seguía a la corte y suscribía la documentación del nuevo monarca, habría influido decisivamente en el proyecto original exponiendo, como prior de la canónica, las necesidades del nuevo templo catedralicio. Y, aunque todo debía de ser “armónico y a tono con los tiempos y las necesidades y posibilidades de la Sede”, el fallecimiento de don Guido llevó a la disolución del taller y a la entrada de nuevos maestros.
Desaparecido este en 1152, el proceso edilicio dio un cambio e, incluso, pudo sufrir paralizaciones durante el convulso mandato de don Juan, antiguo abad benedictino y obispo de Lugo entre 1153 y 1181. Bajo su episcopado se asumen nuevos aires estéticos y se continúa la construcción en altura de la catedral, comenzándose la tribuna. La fábrica debía seguir en marcha en torno a 1161 por lo recogido en Argos Divina, en donde se transcribe un perdido breve dirigido por Urbano III (1185-1187) al entonces obispo de Lugo, Rodrigo II (1182-1218). En él el Papa recuerda al obispo, que por aquel entonces estaba enfrentado a los burgueses lucenses, la muerte del merino en la catedral en 1161 y las piedras que entre uno y otro bando se habían lanzado, incidiendo una en la fábrica non finita.
4Posiblemente, llegados hasta este cuarto tramo se continuaría la construcción por el piso superior, que debió de estar en manos de un nuevo y desconocido maestro a tenor de la decoración de los capiteles existentes en el cuarto y quinto tramo de la nave norte: ambos vegetales, rematados en bolas, que difieren de todo lo visto en esta etapa. Este maestro, continuando lo ya realizado, alza los seis siguientes tramos de los muros extremos de la tribuna siguiendo el sistema constructivo medieval. Los realizados ahora difieren del primero localizado al norte, erguido cuando se alza el muro externo de las naves, posiblemente para dar consistencia estructural a la altura del transepto. Los nuevos arcos, que cierran los contrafuertes y organizan la articulación del muro, se presentan con mayor luz, mayor profundidad y mayor altura. Unas características que inciden en la nueva personalidad del maestro y en cierto replanteamiento técnico y estético del proyecto inicial.
El lienzo mural exterior se organiza, como se indicó, con arcos que se estructuran mediante una enorme arquivolta articulada por tres arquerías de medio punto animadas por simples molduras geométricas compuestas de boceles y medias cañas. El interior, que acoge el vano saetero, descansa en columnas estilizadas de basas y fustes lisos y capiteles eminentemente vegetales, reproduciendo las fórmulas vistas en los capiteles de las columnas entregas del cuarto tramo de la nave norte. Se trata de un modelo repetitivo, numeroso y con múltiples planteamientos: capitel corintio con dos y tres órdenes de hojas que terminan en pequeñas bolas. Al interior, el muro se estructura siguiendo la organización marcada por la sucesión de contrafuertes y por los consecuentes arcos fajones y columnas entregas con fustes lisos y basas áticas, alguna de ellas con bola o lengua. En cada uno de los tramos, excepto el primero que se ciega totalmente en el costado sur y solo interiormente en el norte, se abren los vanos vistos al exterior, que en el interior presentan un aspecto simple: arco de medio punto con moldura baquetonada que descansa sobre columnas acodilladas de fustes lisos y simples capiteles vegetales. En definitiva, siguiendo lo visto al exterior, aunque experimentan leves modificaciones. Estas se manifiestan en el sexto y séptimo tramo norte, en donde el arco interior se remata ahora con un baquetón que alcanza más volumen, aprisionando el primero unas finas lenguas, mientras el segundo lleva la media caña decorada con bolas. Las modificaciones afectan también a las basas. Las del séptimo tramo, decoradas con sogueado y tacos con aspa, reproduciendo lo visto en la puerta norte o en las basas de la nave sur, parecen reutilizadas; mientras en el lado sur, aunque más conservador que el contrario y con una mayor presencia gótica en los capiteles, decora solo las del quinto tramo con garras y el plinto con una estrecha banda de cuadrifolios.

Los arcos que estructuran la galería son todos de medio punto, incidiendo en la duración de esta fase constructiva: siete tramos en ambos lados, aunque de forma esporádica algunos experimentan un leve apuntamiento. Se cubre la totalidad de los tramos con bóveda de arista, manifestando su naturaleza posterior. La confusión llega al intentar analizar los capiteles, estudiados formalmente por Vilaboa Vázquez, ya que a esta altura se funde sin idiosincrasia alguna el desbastado cúbico-cónico, es decir, el mismo que encontramos en los capiteles románicos de las columnas entregas de los seis primeros tramos de las naves, pero con talla gótica. Es así que nos encontramos con capiteles cúbico-cónicos plenamente románicos en los muros perimetrales, excepto los dos primeros del muro sur, y góticos en los internos de ambas galerías, exceptuando los de sus tres primeros tramos y situando el cuarto en una etapa de intercesión.
Por su parte, los arcos que se abren sobre los formeros reproducen las formas de estos: en el norte, excepto en el primero afectado por la remodelación de la cabecera y del transepto en tiempos del obispo fray Pedro López de Aguiar (1350-1390), los cinco siguientes tramos a partir de este son de medio punto, para apuntarse los últimos; en el sur, excepto el primero por idénticos motivos, continúan de medio punto hasta el cuarto tramo, siendo el quinto de transición y apuntados a partir del sexto. Estos arcos se apean en columnas pareadas de basas áticas con garra vegetal, fustes lisos y capiteles geminados con motivos preferentemente vegetales con diferentes desbastados, existiendo el predominio de la forma cúbico-cónica, seguido de la cónica, e incluso, excepcionalmente, la piramidal. Estas dos últimas plenamente góticas como su labra, puesta en relación con el Taller Lucense I, lo cual incide en un remate plenamente gótico.
Desconocemos si los sucesos de 1161 paralizaron las obras de la fábrica lucense que, de ser así, se podrían haber retomado entre 1172 y 1178, año en el que Fernando II (1157-1188) confirmó las posesiones de la Iglesia de Lugo y amplió su coto. Jurisdicción que volvió a aumentar en 1180, un año antes del fallecimiento del obispo, gracias a la sustanciosa donación de doña Teresa, segunda esposa del monarca, que cedió a Santa María de Lugo las cinco iglesias que conformaban el rico e importante coto de Pallares (Guntín, Lugo). Estos datos han llevado a los investigadores a sugerir que sería este el momento en el que un nuevo y exquisito taller de escuela hispano-borgoñona, del que solo conocemos su trabajo por las piezas reaprovechadas en la fachada norte, haría su irrupción en la fábrica lucense. Aunque su estilo y cronología bien pudieran estar también sujetas al gobierno del obispo Rodrigo Fernández (1182-1218).

Los últimos tramos de las naves. Las dudas sobre la longitud de la fábrica románica
El obispo don Juan fue sucedido por Rodrigo Menéndez, o Rodrigo I, cuyo corto mandato duró escasamente un año (de 1181 a 1182). Su sucesor en la sede lucense, su tocayo Rodrigo Fernández, Rodrigo II, gozó del aprecio de Fernando II y de su hijo y futuro monarca Alfonso IX (1188-1230); acaso por ser alumne noster, como se indica en la documentación. El pleno dominio del obispo sobre la ciudad de Lugo fue confirmado por el citado Fernando II tras la concordia firmada en abril de 1184, mediante la cual los burgueses lucenses reconocían el señorío de la Iglesia y del obispo. Un dominio que ratificó Alfonso IX tras la muerte de su padre, en 1188. Con la firma de la citada concordia llegaba la paz a Lugo y, presumiblemente, también a la fábrica catedralicia.
Alzados los muros laterales exteriores hasta el séptimo tramo en las pandas norte y sur, interiormente todo cambia a partir del quinto tramo: el tipo de ventana, la luz, el despiece de los arcos y la decoración de los capiteles. Dicho cambio, que respondía a la nueva cosmovisión estética del último cuarto del siglo XII, motivó que en el interior de la nave norte se repicaran y modificaran unos tramos ya rematados, para así llevar a cabo una regularización formal que permitiera comenzar la nueva fase constructiva en ambas naves por idéntico tramo. Se retallaron las antiguas líneas de imposta, se elevaron las ventanas, ahora de mayor luz y gran derrame interior, se apuntaron los arcos fajones y formeros y se cubrieron –supuestamente– los tramos con bóveda de arista. Esta actuación tiene lugar del quinto al séptimo tramo.
El octavo y el noveno presentan nuevos pilares y diferentes responsiones puestas en relación con el trabajo del citado Taller Lucense I. Ahora nos encontramos con una nueva tipología de vanos que se abren en el interior de una doble arcuación baquetonada, descansando la mayor en la imposta en caveto que precede a la jamba y la menor en el par de capiteles con columnas acodadas de fustes lisos y basas áticas que animan cada uno de ellos. La temática decorativa de los capiteles sigue la línea vista hasta ahora, primando la decoración vegetal. Esta tendencia pone en valor los capiteles del quinto y sexto tramo al ser figurados y estar relacionados, según los estudiosos, con los talleres mateanos y la difusión de dichas fórmulas por tierras lucenses en torno al año 1200.

Exteriormente, como se indicó, las nuevas capillas adosadas a la nave norte y sus respectivas sacristías conservaron en su interior la fábrica medieval, pudiendo observar, entre otros, el vano existente en el sexto tramo conservado en el interior de la sacristía de la actual Capilla de San Froilán. Sus características varían por completo de los vistos en el proyecto original, su altura aumenta y sus dimensiones también, siendo lo más destacable su alargamiento. Repite el modelo visto en esta fase constructiva al interior y su estructuración recuerda a la utilizada en las naves de San Vicente de Ávila.
El octavo tramo es visiblemente diferente. En el interior se aprecia su mayor longitud y en el exterior su tipología de doble luz, que obligó a variar las dimensiones del tramo y la trayectoria del arco-contrafuerte, que fue rebajado para que no rebasase la línea del alero. Así, mientras que en los restantes tramos se abre un vano, en este último se abren dos, existiendo diferencias tipológicas con respecto a los restantes: arcos doblados rematados en un grueso baquetón de medio punto que descansa sobre columnas estilizadas, con capiteles vegetales simples de gran calidad técnica, sin arquería alguna. Dicha realización y amplitud inciden en la cercanía de la fachada occidental y, en él, Peinado Gómez sitúa el último tramo de las naves. Así parecen corroborarlo el plano levantado por Pons Sorolla en 1978, el encuentro visible entre la vieja fábrica exterior con la nueva en la Capilla de San Froilán y la propia toponimia de la Rúa Catedral, que antes de la ampliación neoclásica conduciría directamente al adro de la misma.
Dichos datos están en conflicto con lo representado por Manuel Piñeiro y Cancio y con los que ven en el noveno tramo fórmulas góticas. Este, más estrecho, acoge los accesos hacia las naves desde la citada capilla de San Froilán al norte y desde el Museo Diocesano de Lugo al sur, cuyas instalaciones están localizadas, entre otros espacios, en la Sala Capitular. Finalmente, el décimo tramo es plena y manifiestamente neoclásico y sobre él se levanta la actual fachada.

La escultura protogótica. ¿dos campañas, dos talleres?
La existencia de un taller de raíces hispano-borgoñonas trabajando en la catedral de Lugo en el último tercio del siglo XII, e incluso a principios del siglo XIII, lo constatan el estupendo sepulcro de Santa Froila y el excepcional conjunto escultórico conservado en la puerta septentrional del transepto.
Atribuido a este taller y localizado en el muro sur de la capilla de San Froilán desde 1795, el sarcófago marmóreo que hoy conocemos como de Santa Froila se menciona por primera vez en la segunda mitad del siglo XVI, momento en el que el Athanasio Lobera nos lo presenta alzado del suelo y embutido hasta la mitad en una de las paredes del coro, del lado del Evangelio; lugar donde también había aparecido y donde se localiza en la actualidad el del obispo Pedro I (1027-1058). La atribución del sarcófago a la supuesta madre del santo lucense comienza coetáneamente, en el Renacimiento, y, como indica Castiñeiras Gonzalez, la escena reproducida en su cubierta desempeñó un importante papel, tanto en el cambio de género de su ocupante como en la invención de una madre también santa para el que había sido obispo de León y monje de Moreruela, el lucense San Froilán.
Tipológicamente la pieza responde a presupuestos altomedievales de herencia grecorromana: sarcófago de mármol de amplia caja baja y tapa a dos aguas, con dos perdidos cuernos voluminosos en las esquinas de la cabecera. Corona ambas vertientes un grueso baquetón sogueado y decora la frontal una elevatio animae. La escena nos presenta, ocupando gran parte del soporte, una figura tendida de cúbito supino extremadamente alargada y asexuada, aunque con largos cabellos, que es flanqueada y elevada a los cielos por dos ángeles mientras la Dextera Domini la bendice.
Capilla de San Froilán
Sarcófago de Santa Froila 

Externo a esta escena y realizado en parte como bulto redondo, nos encontramos un monje lector ataviado con cogulla que, sentado en una cátedra, posa sobre sus rodillas un libro abierto sujeto con ambas manos. Excepto el monje lector, la escena posee ciertas connotaciones con el relato biográfico del santo lucense ampliado en el Breviario Gótico de León reproduciendo en imágenes el final glorioso: la elevación del alma del santo a los cielos y el texto Resoluta sancta illa anima a corporis teca, pariter cum choris angelicis celos penetravit.
El peculiar alargamiento del alma del difunto, extremadamente cadavérica igual que espiritualizada, fue puesto en relación con la portada occidental de Saint Lazare de Autun (Borgoña, Francia) y con las fórmulas empleadas por el taller hispano-borgoñón que estaría trabajando en Lugo bajo el episcopado de Juan I. Estudios que inciden en relacionar la constricción de los extremos con la dificultad en la talla del material reutilizado y su factura inacabada con el hecho de que a Lugo no llegaran parte de las ansiadas reliquias del santo que, en el año 1173, el papa Alejandro III ordenara trasladar desde el monasterio de Moreruela a la catedral leonesa. Finalmente, el monje lector se presenta de nuevo en plena consonancia con el episcopado del antiguo abad samonense y con la escultura funeraria de la segunda mitad del siglo XII, en la que constituye un recurso habitual autenticando ante el devoto, o peregrino, la veracidad de lo representado. Relacionado con los múltiples discípulos que según el texto leonés “deseaban verlo continuamente, porque todos lo amaban y querían”, el monje incluso podría narrar la escena representada, como indica Rico Camps, transmitiendo en voz alta la Vida de San Froilán escrita en el libro que sujetan sus manos, acaso el Breviario Gótico, un volumen con el que contaría la catedral lucense.
Descrita con anterioridad, al ser obra original de la primera campaña constructiva, la Porta Norte fue modificada en un momento indeterminado que, siguiendo la interpretación de Abel Vilela, se situaría en el siglo XIII, cronología en la que inciden los hierros artísticos que animan la puerta puestos en relación con los existentes en la iglesia de Sant Ulrich de Regensburg (Ratisbona, Alemania), realizados en torno a 1250. Pero esta portada sufriría nuevas modificaciones bajo los episcopados de fray Pedro López de Aguilar, en el que actúa el Taller Lucense I y el II (1360-1390), y Pedro de Ribera (1500-1530), momento en el que su fisonomía original cambiará por completo con el pórtico tardo-gótico actual.
Situada a la altura del transepto, presenta hechura románica con elementos atribuídos a la primitiva basílica de Santa María, y con la magnífica mandorla mística.
En la actualidad, desprovista de revoque y policromía alguna, engaño visual con el que contó hasta el siglo XX, permite visualizar los trabajos de repicado y también las piezas añadidas para conseguir el dintel bilobulado creado específicamente para situar dos de las piezas más emblemáticas de la fábrica lucense: el pinjante con la Última Cena y, sobre él, la Maiestas Domini que preside el acceso.
Detalle de la puerta norte. Cristo en la mandorla mística y capitel pinjante
Capitel pinjante, representando la última cena
Detalle
Detalle 

Siguiendo la lectura ascendente, el pinjante reproduce la estructura de un capitel con cimacio y cesta decorada por sus cuatro caras, pero sin columna de soporte, rematado con un cogollo vegetal de exquisita labra y valor plástico. La pieza está anclada al tímpano por su cara posterior, donde se retalla el cimacio para la mejor colocación de las dos grapas de hierro que lo fijan a la estructura; mientras, en los restantes lados, se extiende una inscripción en exámetros latinos:
DISCIPULUS DOMINI PLACIDE DANS MEMBRA QUIETI / DUM CUBAT IN CENA CELESTIA VIDIT AMENA
Es decir: “El discípulo del Señor, mientras entrega placidamente sus miembros al descanso contempló las bellezas del cielo”. La historia se expande por toda la cesta, en donde nos encontramos con trece comensales agrupados tras una gran mesa cubierta con mantel, sobre la que se encuentran algunos platos y una especie de botella, redoma o jarra alta. Recae el punto focal de la escena en la esquina izquierda de la cara frontal, en la que encontramos a Juan –el “discípulo predilecto”– reposando su cabeza sobre el pecho de Jesús mientras, los restantes apóstoles, se suceden concatenados unos delante de otros. Se identifica a San Pedro, al portar su habitual atributo, y puede que también a Judas en la cara oculta: representado en un tercer plano, tras otros apóstoles, y labrado con menos volumen, parece estar huyendo de la escena. Juan, además de no portar nimbo y no presentar barba, se individualiza de los restantes por su vestimenta, de manga corta y decorado cuello redondo. El autor se muestra minucioso en el cincelado de cabellos y barbas, domina la profundidad de campo a la hora de situar con verosimilitud la figuración de la escena en el marco físico de la cesta, individualiza a los personajes por su gesticulación, la mayoría dirigiendo una mano hacia sí mismos, tal y como se relata en el pasaje del Evangelio de San Juan (13, 22-25) donde, en primera persona, nos narra lo sucedido. Texto e imagen inciden en señalar, por encima de la traición –tema eminentemente representado en la iconografía de la Santa Cena–, la experiencia mística y visionaria de Juan, que al apoyar su cabeza en el pecho de Jesús accede a la revelación de la Gloria Celeste. De ahí que este sea el punto focal de la escena representada en la cesta del pinjante y se presente en una lectura conjunta con la Maiestas Domini superior, la visión mística de Juan, como señaló González Murado.
La verdad revelada se presenta encastrada en el tímpano, recortada y adosada a una basta almendra mística de granito. Cristo en Majestad realizado en piedra caliza, coronado y con nimbo crucífero, ase con la mano izquierda la parte superior del Libro de los Siete Sellos, aún por abrir, mientras la contraria, no conservada en la actualidad, se habría presentado bendiciendo como lo hacen aquellas Maiestas Domini con las que se le comparan. El artífice del conjunto lucense ha sido relacionado por Rico Camps con uno de los tres maestros más sobresalientes de una de las más exquisitas corrientes artísticas protogóticas coetáneas a la mateana, conocedor no solo de lo realizado en Santiago de Carrión de los Condes (Palencia), de donde toma la calidez de los paños, también de lo realizado en Santa María la Real de Aguilar de Campoo (Palencia), en donde debió de formarse. Dicho lugar de formación le habría permitido conocer la técnica del trépano con la que realiza uno de los cimacios, decorado con roleos vegetales calados de gran movimiento, que remite tipológicamente al estilo “andresino” y a las fórmulas empleadas en el capitel doble de la ermita palentina de Santa Cecilia de Vallespinoso, de Aguilar de Campoo, templo en donde podemos encontrar también notables cogollos vegetales de exquisita labra y valor plástico similares al del pinjante lucense.
Pero este maestro y su taller no trabajaban solos en la catedral, existía otro taller trabajando en los capiteles de los tramos reformados de las naves, puesto en relación con los talleres mateanos y las fórmulas utilizadas por estos. Su trabajo lo podemos encontrar en el capitel occidental del quinto tramo norte, en donde se representa la lucha entre dos animales: un león de poblada melena y patas en el astrágalo que parece estar combatiendo con un dragón, que enreda su larga cola en el cuerpo de su adversario uniéndolo al suyo. En el contrario, el oriental, se presenta un complejo entrelazo en el que otros investigadores vieron a dos hombres luchar con extraños animales, incidiendo en localizar un tema similar bajo la figura del profeta Isaías en el Pórtico de la Gloria. Esta temática se retoma en el capitel oriental del sexto tramo de la misma nave, en cuyo vértice se presenta un ser monstruoso de cabeza única y largo y estrecho cuerpo bífido que se enrosca entre las piernas de dos soldados. Todas las figuras perdieron la agresividad y la fiereza propias de las escenas y de los protagonistas representados, y tenemos que ponerlos en relación con un maestro o taller poco hábil que, no obstante, conoce las fórmulas de los talleres mateanos. No solo por incidir en la temática utilizada en el pórtico occidental, también por los tacos espaciados con estrías verticales con los que decora la tableta.

El incierto remate de la catedral de Lugo
Desde los tiempos de Murguía y Street –el siglo XIX– se incide en resaltar que la construcción de las naves de la catedral lucense se prolongó más allá de la primera campaña constructiva, siendo posible diferenciar otras en su edificación, así como distinguir entre etapas y maestros. Sus lecturas, que intentan dar claridad a la historia constructiva de la catedral, son dispares y contradictorias, reflejando la realidad de la fábrica románica y la dificultad interpretativa de esta. En dichas dificultades influyen considerablemente tres factores: el primero, el sistema constructivo adoptado, que obligará a tener un registro cronológico independiente entre los muros externos –más antiguos– e internos –de cronología posterior–, por lo que la nave central y parte de la tribuna son de tiempos góticos (1360-1390); el segundo, lo heterogéneo de los últimos tramos internos de las naves colaterales, que denuncian diferentes campañas posteriores datadas a partir del último tercio del siglo XII; y el tercero, la perdida fachada románica, llegada hasta nuestros días por el dibujo realizado por Manuel Piñeiro y Cancio y relacionada con la de la catedral de Pamplona y, con ella, al proyecto original comenzado en el primer tercio del mismo siglo.
Conservado en el Archivo Catedralicio, uno de los volúmenes conocidos como las Memorias de Piñeiro nos acerca un “estado actual” de la fachada antes de acometer la tan necesaria reforma tras la ruina manifiesta de la fábrica y los daños ocasionados por el Terremoto de Lisboa (1755 y 1760). Piñeiro y Cancio nos traslada una fachada dividida en tres calles mediante dos pequeñas torrecillas cilíndricas localizadas a la altura de las naves laterales y cuyo volumen, si bien se manifestaba hacia el exterior, en el interior no lo hacía y se embebía en el espesor del muro, adaptándose a él. Sus reducidas dimensiones llevaban a la apertura de estrechas saeteras que, al mismo tiempo, reforzaban el carácter defensivo de la construcción. En parte reutilizadas en las actuales, las torres acotaban una ancha calle central coincidente con la nave mayor, organizada a su vez en tres registros verticales. En el inferior se abrían dos puertas y machón central centrado en el eje del edificio. Aunque las representaciones muestran diferencias y, mientras el alzado presenta una simple arquivolta sin abocinar, la planta sugiere una amplia arquivolta formada por arcos concéntricos de medio punto, apoyados presumiblemente, como indica Yzquierdo Perrín, sobre columnas acodilladas. El esgrafiado de líneas paralelas que presenta el plano incide en que dicho acceso occidental estaba elevado respecto a la cota de la plaza, por lo que pudo haber contado con escalones. Este primer registro se finalizaría con el característico friso decorado sobre las puertas, como sugieren las líneas que separan el cuerpo bajo del superior. En el cuerpo intermedio se abrían dos ventanas que, rematadas con arcos de medio punto, se centraban en el muro, coincidiendo con los accesos inferiores. En el último registro, bajo el vértice del hastial, se disponía un gran óculo cuyo diámetro era casi equivalente a la luz de las ventanas del cuerpo inferior. En los flancos externos de la fachada, correspondientes a las naves colaterales, el canónigo lucense localiza dos ventanas en arco de medio punto apeado en columnas que, situadas a gran altura, permitirían la iluminación de las naves y las galerías de la tribuna.
La estructura trasladada por Piñeiro y Cancio en planta es similar a la recogida por Ventura Rodríguez en la catedral de Pamplona en el siglo XVIII, momento en el que la fachada románica fue sustituida, como la lucense, por la neoclásica. Y ambos autores constatan en sus dibujos la deuda o relación directa de ambas fachadas con las del transepto de la catedral de Santiago, en vogue hasta la década de los 50.
Las incertezas y datos enfrentados complican el conocimiento real de la antigua fábrica románica lucense y, por los mismos motivos, el debate sobre el avance constructivo del proyecto comenzado por Pedro III sigue vivo y abierto.






 

 

 

 

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