viernes, 3 de marzo de 2017

Capítulo 9 - Tercera Parte - Ascensión



Lamentación sobre Cristo muerto

Lamentación sobre Cristo muerto, Llanto sobre Cristo muerto o Llanto y sepultura de Cristo son denominaciones que la historiografía del arte suele dar a una escena evangélica, con la que culmina el ciclo de la Pasión de Cristo, que dio lugar a un tema artístico muy utilizado en el arte cristiano, sobre todo en pintura religiosa y en imaginería.
El que presenta más similitud, únicamente diferenciable si se refleja el momento exacto de depositar el cuerpo de Cristo en su sepulcro (a veces se utiliza el ambiguo término "Deposición" -Deposizione en italiano-), es el Entierro de Cristo o Santo Entierro. También está estrechamente relacionado el tema del Traslado de Cristo. Tanto en un Traslado como en un Santo Entierro, o en una Lamentación o Llanto sobre Cristo muerto, suelen aparecer personajes femeninos llorando (plañideras), que pueden interpretarse como representación de las tres Marías o Santas Mujeres (vinculadas iconográficamente a los tarros con perfumes para la preparación del cadáver). 
Otros personajes que suelen aparecer en estas escenas son Nicodemo, José de Arimatea y el apóstol Juan.  

Lamentación sobre Cristo muerto (Giotto), 1305-1306. Capilla de los Scrovegni, Padua

La fuente literaria de la escena representada en este cuadro es el Evangelio según san Juan, 19, 38-42:
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo. Fue también Nicodemo - aquel que anteriormente había ido a verle de noche - con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Allí, pues, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús.
En este cuadro se ve a Jesucristo, descendido de la cruz, rodeado por las mujeres y los apóstoles. Están juntos los rostros de Cristo muerto y de su madre María, quebrada por el dolor, que mira intensamente el cadáver de su hijo.
Las demás figuras expresan su dolor, cada una a su manera: unas se muestran dobladas sobre sí mismas del dolor, otras hacen gestos. Así, san Juan aparece con los brazos abiertos, mientras que María Magdalena, sentada en el suelo, coge con afecto los pies del muerto. Incluso los diez ángeles que aparecen en el cielo, en escorzo, se unen a estas diversas manifestaciones de la desesperación: lloran, se mesan los cabellos o se cubren el rostro.
Sin duda alguna, este Llanto sobre Cristo muerto es uno de los recuadros más expresivos y más intensos por su dramatismo de todo el ciclo de frescos. A las figuras entristecidas las rodea un paisaje árido, con una montaña rocosa que forma una diagonal hasta un árbol seco en lo alto, que subraya la desolación por la muerte de Cristo. 

Piedad con san Jerónimo, san Pablo y san Pedro, Sandro Botticelli, 1492. Alte Pinakothek, Múnich
El tema de la Piedad, centrado en la figura de María con el Hijo muerto no fue habitual en la pintura florentina del siglo XV, a diferencia de lo que ocurría, por ejemplo, en Venecia. Que Botticelli realizara, al menos, dos cuadros con esta temática indica ya un cambio en el ambiente florentino de finales de siglo. Es posible que influyera en el autor el conocimiento de las obras holandesas sobre este tema iconográfico.
Se representa un momento intermedio entre el Descendimiento de la Cruz y el Santo Entierro. Las figuras tienen gestos patéticos y el cuerpo de Cristo en el centro que se arquea en un semicírculo. Su cabeza la sujeta amorosamente una de las mujeres. La Virgen, desfallecida, está detrás de la figura de Cristo. San Jerónimo y san Pablo son los santos que aparecen a la izquierda, cada uno con un objeto simbólico para su identificación: San Jerónimo lleva una piedra con la que se golpeaba el pecho a modo de penitencia, mientras que San Pablo aparece con una espada, instrumento de su martirio. Al lado contrario aparece san Pedro, con la llave que permite identificarlo.
El grupo aparece sobre el fondo de una gruta que será el sepulcro de Cristo, cuyo borde de piedra parece verse entre las figuras. Al introducir gran parte del sepulcro Botticelli logra mayor acento escénico.
Los contornos de las figuras y de las rocas están muy marcados. El dolor queda reflejado en los violentos contrastes cromáticos, así como en los gestos y movimientos.

Traslado de Cristo o Deposición Borghese, Rafael Sanzio, 1507. Galería Borghese, Roma
Traslado de Cristo, también conocida como Deposición Borghese, es la tabla central del retablo Baglioni de Rafael Sanzio concluido en 1507. Se trata de una de las pinturas más ambiciosas del periodo florentino de Rafael, puesto que en ella tuvo que armonizar una composición de muchas figuras en actitudes contrapuestas. La reflexión que le exigió esta obra se comprueba en la cantidad de estudios preparatorios que se conservan desde 1505.

El Traslado de Cristo experimentó grandes cambios desde su proyecto inicial. Un dibujo preparatorio que se encuentra en Oxford y data de hacia 1505 muestra que su primera idea era una Lamentación sobre Cristo muerto similar a la realizada por Il Perugino en 1495 para el templo de Santa Clara de Florencia, en la que la composición estaba exenta de dramatismo y resultaba bastante convencional, quizá por responder a las ideas compositivas pedidas por Atalanta.
Sin embargo en el cuadro final lo que se representa es el traslado del cadáver de Cristo sostenido por dos hombres que sujetan una sábana con fuerza donde reposa el peso de Jesús. Esta escena se sitúa en el primer término de la composición y a la derecha, y en segundo plano, se produce la lamentación de la Virgen, que se ha convertido en un espasmo o desmayo. El dinamismo de la escena se refuerza gracias a la tremolina en los cabellos de María Magdalena, que sostiene la mano izquierda inerte de Cristo y en el faldón del joven que de espaldas y en posición de tres cuartos carga el peso de sus piernas. El grupo de la Virgen atendida por varias mujeres se ha desplazado a un plano secundario, variando así lo previsto en la primera composición, pero se ha acentuado su desgarro mediante la presentación de su desvanecimiento. Se crea de este modo un paralelismo entre Cristo y su madre, pues ambos tienen que ser sostenidos por otras figuras.

Los personajes presentan distintas actitudes y se relacionan entre ellos con naturalidad, de modo que se presenta un notable dinamismo en los movimientos y en los gestos de todos los personajes. Asimismo, el cromatismo es brillante y variado.
Toda la serie de cambios en la composición en los dos años en los que Rafael estuvo perfilando esta obra muestra cómo se trató de una de las obras más importantes para el genio de Urbino de su periodo florentino. En ella se da una creación que integra varios personajes en un cuadro de gran formato, algo que no era habitual en la producción de Rafael hasta el momento, pues sobre todo recibía encargos de vírgenes y retratos de menor complejidad compositiva. El Traslado de Cristo ejemplifica los logros rafaelescos en un gran cuadro del género de historia, que serán culminados en la realización de sus Estancias Vaticanas.
Vasari dedicó grandes elogios a esta obra, calificándola de «divinísima pintura» y señalando que fue hecha con «tanta frescura y tanto amor, que se diría que la acaban de pintar». Destaca la intensidad del dolor que reflejan los personajes, especialmente San Juan Bautista, y la considera obra asombrosa por el esfuerzo, el amor y la gracia que contiene y por la belleza de figuras, vestidos y detalles. 

Lamentación sobre Cristo muerto, Andrea Mantegna, 1457-1501. Pinacoteca de Brera, Milán.

La escena muestra a Cristo muerto, tendido sobre una losa de mármol de forma casi perpendicular al espectador, en uno de los escorzos más violentos de la historia de la pintura. En un fuerte contraste de luces y sombras, la escena transmite un profundo sufrimiento y desolación. La tragedia se potencia dramatizando la figura de Cristo por su violenta perspectiva y la distorsión de sus detalles anatómicos, en especial el tórax. Los estigmas de las manos y los pies están representados sin idealismo ni retórica. La sábana que cubre parcialmente el cadáver, pintada en los mismos tonos que el cuerpo, contribuye al efecto sobrecogedor del conjunto que concluye en los rasgos de la cabeza, inclinada e inmóvil.
Se trata de un tema común en el Renacimiento (la lamentación sobre Cristo muerto, con precedentes desde Giotto) pero nunca hasta entonces se había reflejado de una forma tan rotunda el carácter definitivo de la muerte.
Un detalle que sorprende es la elección de poner los genitales de Jesús en el centro geométrico del cuadro.
Está rodeado por la Virgen María, San Juan Evangelista y por una tercera figura, identificable con una mujer piadosa o con María Magdalena, que lloran su muerte. La desproporción de sus rostros, excesivamente grandes, con lo pequeño de sus manos en primer plano y lo descompensado de su integración en la composición hacen pensar en que son un añadido posterior de otro artista.
La pintura, comparada con las concepciones artísticas propias de la Edad Media, muestra una innovación propia del Renacimiento al representar una figura humana sin simbolismos. Mantegna se concentró en un modo muy específico en retratar el trauma físico más que el emotivo, contrario, por tanto, al ideal espiritual.
Probablemente el cuadro estaba destinado a la capilla funeraria del mismo Mantegna. Fue encontrado por sus hijos en su estudio y vendido para pagar sus deudas. 

Normalmente aparecen ocho figuras:
·       Cristo (en diagonal)
·       San Juan, al lado de la Virgen (hijo adoptivo)
·       José de Arimatea (junto a la cabeza de Cristo. Sostiene la corona de espinas)
·       Nicodemo (a los pies de Cristo. Tiene los clavos)
·       Santa María Magdalena (lleva el tarro de los perfumes o abraza los pies de Cristo)
·       Santa María Cleofás
·       Santa María Salomé
·       De éstas dos, una es joven y otra mayor y con tocado de viuda 

En alguna ocasión pueden aparecer angelitos volando con instrumentos de la pasión. 

Llanto sobre Cristo muerto, Maestro de San Pablo de la Moraleja Ca. 1500 Museo Catedralicio de Valladolid.
María Jesús Ocampo supone que puede tratarse de San Pablo en actitud de argumentación”
Este grupo escultórico, una de las joyas que guarda el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, procede, junto a dos figuras de los ladrones crucificados de menor formato, del desaparecido monasterio de San Pablo de la Moraleja, localidad vallisoletana situada en el límite con la provincia de Ávila. Fue el historiador murciano Juan Ortega y Rubio, desde 1876 catedrático de Historia Universal de la Universidad de Valladolid, quien nos dejó el testimonio de haberlo conocido en este lugar antes de ser derribada la iglesia y sustituida por otra nueva.
La imposibilidad de conocer la identidad del autor y las similitudes estilísticas encontradas en otras obras repartidas por las provincias de Valladolid y Palencia, hacen que se le denomine genéricamente como Maestro de San Pablo de la Moraleja, tomando precisamente esta obra como referencia. Tal escultor pudo tener procedencia flamenca o germana, aunque tampoco puede descartarse que se trate de un escultor castellano influenciado por el tipo de arte elaborado por los múltiples maestros de origen centroeuropeo llegados a España durante el reinado de los Reyes Católicos, del mismo modo que en su obra más tardía se aprecia una evolución más ajustada a los cánones derivados del Renacimiento italiano, como ocurre en el grupo del mismo tema conservado en la iglesia de los Santos Juanes de Nava del Rey.


La disposición de los personajes: La Virgen sentada sostiene sobre una rodilla el cuerpo inerte de Cristo. San Juan a su lado, la conforta con su apoyo. En torno a ellos se disponen las santas mujeres, Nicodemo, con la corona de espinas, y José de Arimatea con los clavos, tomando este último en su mano la de Cristo. Arrodillada a sus pies, la Magdalena hace ademán de abrir el tarro de perfumes. Detrás de la Virgen y sobresaliendo por encima de las demás figuras hay un extraño personaje con los dedos índices juntos que mira hacia el espectador.
El conjunto, cuya datación corresponde a los años finales del último decenio del siglo XV, presidiría un discreto retablo, seguramente de diseño plateresco, ocupando la hornacina central con el fondo pintado, de modo que hoy podemos apreciarlo fuera de contexto, sin los elementos que complementarían todo su significado puesto que no se han conservado. No obstante, tan sugestivo grupo se ofrece en un marco muy apropiado: bajo la puerta de acceso a la que fuera una capilla situada en un rincón del claustro de la antigua Colegiata de Santa María la Mayor, espacio hoy integrado en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, bajo arcos decrecientes y moldurados de trazado gótico y decoración geométrica.
El grupo es muy interesante desde distintos puntos de vista. Unos de tipo técnico y formal. Otros referidos a pequeños matices en los gestos y ciertos elementos iconográficos cuya interpretación certera se nos escapa. Ofrece una escena muy apreciada en la época y, como tal, reiteradamente repetida por pintores y escultores. Aunque se presenta bajo el impreciso título de "Llanto sobre Cristo muerto", en realidad representa la Sexta Angustia de la Virgen, es decir, el momento en que María recibe el cuerpo de Jesús recién descendido de la cruz, estando presentes todos los personajes que la tradición había imaginado y reinventado basándose en los relatos de escritores místicos como Santa Brígida o San Buenaventura, puesto que no existen escritos evangélicos que describan dicha circunstancia con exactitud.
Es una representación cargada de patetismo y por tanto ajustada al gusto español, en cuyo centro aparece la Virgen sentada y sujetando sobre su rodilla el cuerpo inerte de Cristo, que presenta rigor mortis y las piernas cruzadas recordando su disposición en la cruz. El lacrimógeno rostro de la Virgen muestra su dolor y desconsuelo, siendo reconfortada por San Juan, que repite la misma expresión en su cara. Las figuras de José de Arimatea y Nicodemo cierran la composición por los lados, el primero barbado y procediendo a retirar la corona de espinas de la cabeza de Jesús y el segundo sin barba y sujetando los clavos recién desprendidos, según el papel que le adjudica una iconografía con origen en los grupos escultóricos del Descendimiento del siglo XII. 
También con gesto apenado acompañan a este grupo María Salomé, María Cleofás y María Magdalena, arrodillada a los pies de Cristo y destapando el tarro de perfumes. 
Al grupo se incorpora una enigmática figura que no aparece en otras representaciones de este pasaje, en este caso colocado por detrás de la Virgen y con la peculiaridad de ser el único que mira al espectador al tiempo que hace un extraño gesto juntando los dedos índices de sus manos, como si fuera un narrador incorporado a la escena. Su presencia motiva todo tipo de especulaciones, recogiendo la especialista en arte gótico Clementina Julia Ara Gil1 la opinión de María Jesús Ocampo, que interpretó esta figura como San Pablo, que sería quien muestra a los fieles tan importante acontecimiento como certificación de la muerte física de Cristo, lo que le da un valor que trasciende lo puramente histórico.  
Más comprensible, en mi opinión, es que se trate de San Mateo en su papel de narrador, ya que es en su Evangelio donde se cita expresamente la colaboración de José de Arimatea, discípulo de Jesús, facilitando el entierro en su propia sepultura tras envolverle en una sábana limpia. Por otra parte, San Mateo ha generado en otras ocasiones este tipo de gesto de contar con los dedos por su condición de antiguo recaudador de impuestos, siendo el caso más célebre de la alusión a su oficio la magistral pintura de Caravaggio en San Luis de los Franceses de Roma. Otra opinión respetable asocia al personaje con las representaciones de los misterios medievales, aunque hemos que reconocer que esta codificación de signos es insondable, siendo más fácil aproximarnos al significado de otros elementos simbólicos que aparecen en este mismo conjunto.
Poco habitual es la colocación de una calavera a ras de tierra, algo que sí es frecuente en las representaciones del Calvario. En esta ocasión sirve para ubicar la escena en el Gólgota, tomando como referencia una leyenda medieval recogida por Jacobo de la Vorágine en La Leyenda Dorada, según la cual la calavera vendría a representar el sepulcro de Adán, en cuya boca germinó la semilla del árbol del que, al cabo del tiempo, fue extraída la madera que después sería utilizada en la cruz, una leyenda fantástica cuyo trasfondo intenta relacionar el origen del pecado del hombre y la redención del mismo a través de la muerte de Jesús. 
Siguiendo esta misma finalidad, también aparece otra figura atípica como es un cordero bajo el cuerpo de Cristo, acurrucado sobre el manto de la Virgen y con aspecto de perro, aunque con un cencerro al cuello. Su presencia está igualmente relacionada con la redención, con un sentido simbólico que establece el paralelismo entre el  animal como víctima propiciatoria del sacrificio y la misión de Jesús.
Todos los personajes lucen una rica indumentaria según la moda del momento en que se talla el conjunto, destacando la caracterización de José de Arimatea y Nicodemo como ricos miembros del Sanedrín, con lujosos collares colgados al cuello para resaltar su elevada posición social, así como la Magdalena, joven con tirabuzones rubios, un sofisticado tocado y destapando un pomo de perfumes con elegantes ademanes a los pies de Cristo, aquellos que antes secara con sus propios cabellos. Igualmente los tocados establecen la diferencia entre la joven María Salomé y las tocas de viuda que luce una María Cleofás de aspecto maduro. 
Estos ingredientes dotan de cierta teatralidad a la escena, dejando patente un característico modo de trabajo del escultor. En las figuras, bastante estilizadas, los rasgos de los rostros son acusados, alargados y planos, con barbillas pronunciadas, narices rectas y largas, cejas arqueadas y bocas y ojos entreabiertos con forma de media luna contrapuesta, rasgos que se ajustan a la expresión dramática y se complementan con el estudiado trabajo de las manos, todas ellas en posición diferente y delicado ademán. Otro rasgo característico es el trabajo de los plegados de las telas ajustados a las diferentes posturas, con múltiples líneas paralelas, de gran movimiento y aristas suavemente modeladas, lo que le diferencia de las obras procedentes de la escuela de Burgos, en pleno esplendor cuando se realiza esta obra, en la que abundaban las aristas mucho más afiladas. 
El grupo se complementa con una cuidada policromía en la que predominan los destellos dorados sobre una rica gama de colores y tonalidades. Prácticamente todas las figuras, a excepción del macilento cuerpo de Cristo, presentan un sustrato de oro que aflora en trabajos de elegantes esgrafiados, mostrando un amplio repertorio de motivos vegetales que recrean lujosos brocados. Por su parte, las carnaciones están aplicadas sobre la madera como pintura de caballete para resaltar con detalle ciertas partes de la fisionomía, como las mejillas sonrosadas que contrastan con las cuencas y las mejillas amoratadas de Jesús, cuyo cuerpo, para sugerir la muerte, presenta un tono violáceo salpicado por múltiples hematomas y regueros de sangre, así como la boca y los ojos entreabiertos como si acabara de exhalar su último suspiro. 
Igualmente, mediante la policromía, Nicodemo aparece caracterizado con barba de varios días y una tez morena que contrasta con la palidez de la Magdalena, ofreciendo como rasgo común a todas las figuras, a excepción del narrador colocado al fondo y en alto,  el recorrer sus párpados varios regueros de lágrimas, acentuando con ello el patetismo de la escena.

Si en términos generales puede achacarse al trabajo de las figuras un afán de naturalismo no logrado plenamente, así como cierta tosquedad en los trazados anatómicos y una rigidez y estilización heredada de los modelos góticos, en su apariencia global, como actores de un drama, el grupo alcanza una gran expresividad, haciendo partícipe al espectador de la tristeza producida por la confirmación de la muerte de Jesús por sus seres más allegados.   


EL TARRO DE PERFUMES DE SANTA MARÍA MAGDALENA
La palabra "Cristo" significa "ungido", y la crismación o unción es un elemento importante en varios rituales cristianos, así como símbolo de diferentes tópicos cristianos. Para San Cirilo de Jerusalén este ritual identifica al cristiano con Cristo, insistiendo en sus implicaciones sensoriales ("el cristiano es perfume de Cristo"). La iconografía de las vasijas o tarros que contienen perfumes o ungüentos (y su interpretación metafórica -el alma, la gracia divina, los sacramentos-) es de la Pasión (los regalos de los magos de Oriente, la que conservó el santo prepucio tras la circuncisión de Jesús, la que utilizó la mujer que perfuma con sus cabellos los pies de Cristo en casa de Simón el fariseo o en Betania -María de Betania- o la que ungió su cabeza quebrando la vasija de perfume  -la personalidad de estas mujeres tradicionalmente se asocia hasta confundirse, identificándose con María Magdalena-,o las que llevaban las Tres Marías al sepulcro -que hallaron vacío después de la resurrección-). 
Está en relación con el entierro de Cristo [
Jesús dijo [a Judas Iscariote]: «Déjala que lo haga para el día de mi sepultura» (Jn 12, 8)     
                                   
Entierro de Cristo
Por fin colocaron el cuerpo de Jesús en una propiedad de José situada a pocos pasos del Calvario. Había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo en el que todavía no había sido colocado nadie. Como era la Parasceve de los judíos, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús (Jn 19, 41-42). José de Arimatea hizo rodar una gran piedra a la puerta del sepulcro y se marchó (Mt 27, 60). Estaba a punto de comenzar el grande y solemne sábado. Al día siguiente, a pesar de la fiesta, una embajada de los príncipes de los sacerdotes y los fariseos pidió a Pilato que pusiera una custodia de soldados en ese lugar. Pilato se lo concedió. Ellos se fueron a asegurar el sepulcro sellando la piedra y poniendo la guardia (Mt 27, 66).
Pasado el sábado, María de Magdala, María la madre de Santiago, y Salomé, compraron perfumes, para ir a ungirle. Muy de madrugada, el primer día de la semana, iban al sepulcro cuando salía el sol (Mc, 16, 1-2)
Era el día de la Preparación de la Pascua, y rayaba el sábado. Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea, lo siguieron de cerca y vieron el sepulcro, y cómo fue colocado su cuerpo. Regresaron y prepararon aromas y ungüentos. El sábado reposaron según el precepto. Pero el primer día de la semana, al rayar el alba, volvieron al sepulcro llevando aromas preparados (Lc, 23, 54-56 y 24, 1)
Se le rasuraba el pelo y se le ponían perfumes, pero el día de la muerte no daba tiempo y se iba a hacer al día siguiente que fue cuando se encontraron las mujeres con que había resucitado.
Aparecen San Juan Bautista, las mujeres...los mismos personajes que en el tema anterior, pero en este caso se está enterrando a Cristo. Lo que se va a ver representado por lo general, es una sepultura más o menos excavado en el suelo. 

Santo Entierro, Juan de Juni.  Museo Nacional de Escultura, Valladolid

El conjunto está compuesto por siete figuras de tamaño mayor que el natural, independientes cada una salvo el grupo formado por la Virgen y San Juan. Todos los componentes están situados en una puesta en escena teatral y muy atractiva para el espectador. Cada personaje tiene su cometido y así lo demuestran en las actitudes y en los objetos que portan. El grupo está policromado con una gran calidad pictórica acorde con el gran valor escultórico.
En el centro se halla la figura de Cristo yacente, depositado en lo que será su ataúd. Los demás personajes proceden a su embalsamamiento. En la esquina de la izquierda y muy cerca del espectador, José de Arimatea muestra con gran patetismo una espina de la corona que se había quedado clavada en la cabeza de Cristo. En la esquina contraria está Nicodemo que parece dialogar con María Magdalena. Su mano izquierda reposa en una jarra y con la derecha sostiene un paño con el que se supone está limpiando el cuerpo del fallecido. Tras él y de pie está María Magdalena que se inclina con dolor y cariño hacia el cuerpo mientras sostiene en su mano izquierda el tarro con ungüentos. En el centro y detrás del yacente se encuentra el grupo de María y Juan; María se inclina entristecida hacia su hijo mientras Juan acude cariñoso a consolarla. Finalmente, y detrás de José de Arimatea puede verse de pie la figura de María Salomé que sujeta con su mano derecha un paño de limpieza y con la izquierda la corona de espinas que acaban de sacarle al Cristo. El equilibrio del conjunto es perfecto.
Cristo
La Virgen y San Juan
José de Arimatea y María Salome
María Magdalena y Nicodemo 

Entierro de Cristo Caravaggio (1602-1603) Pinacoteca Vaticana.
San Juan y Nicodemo sostienen con esfuerzo el cuerpo de Cristo muerto, mientras detrás se encuentran la Virgen María, María Magdalena y María de Cleofás. Esta pintura barroca – con una cascada diagonal de plañideros y portadores del cadáver que descienden el flojo y muerto cuerpo de Cristo, y la piedra desnuda – no es un momento de transfiguración, sino de duelo. Conforme el ojo del espectador desciende de la penumbra hay, también, un descenso desde la histeria de María Cleofás a través de una emoción contenida de la Virgen cuya lamentación ocupa el puesto central hasta la muerte como el silencio emocional definitivo. Caravaggio presenta personajes abatidos, agachados, acuclillados, tumbados o al menos cabizbajos.
El brazo caído del Dios muerto y el sudario inmaculado tocan la piedra, el brazo se ha representado con gran realismo, con las venas dilatadas y la mano en la que se ven los estigmas. La afligida María, por su parte, gesticula mirando al Cielo y abre las manos, con lo que se agudiza la tensión. En cierto sentido, eso era el mensaje de Cristo: Dios viene a la tierra, y la humanidad se reconcilia con los cielos. 

Las visiones que plantea Caravaggio son siempre altamente impactantes. A la hora de plasmar la tradicional escena del Descendimiento de Cristo al sepulcro, emplea una composición vibrante, en movimiento continuo e inestable, como sólo tal vez Miguel Angel habría podido idear. La influencia de este gran genio precursor del manierismo está muy presente en la obra de Caravaggio, especialmente en este óleo: efectivamente, el cuerpo de Cristo inerte parece imitar al Cristo muerto de la famosa Pietá del Vaticano. De hecho, el carácter escultórico de la obra de Miguel Angel parece haberse transmitido a todo el grupo, que posee la rotunda monumentalidad de figuras de bulto redondo en vez de pintadas sobre una superficie plana. Una nota característica del lienzo es, como resulta frecuente en el artista, la elección de un breve momento de la acción, casi a modo de instantánea, que concentra todo el movimiento y el dramatismo en el mismo segundo en que los discípulos van a alojar el cuerpo de su maestro en la tumba, de una piedra fría y grisácea. 

Entierro de Cristo, Ticiano
Tiziano abordó varias veces el pasaje evangélico del entierro de Cristo (Mateo 27, 57-61; Marcos 15, 44-47; Lucas 23, 50-54; Juan 19, 38-42), operándose una notable transformación entre la primera versión (París, Louvre), fechada hacia 1526 y deudora del cuadro homónimo de Rafael (Roma, Galleria Borghese), y las restantes, realizadas entre 1559 y 1572. La principal diferencia en que ilustran momentos distintos, pues si la primera representa el traslado del cuerpo de Cristo, las demás muestran su deposición en el sepulcro. Común también a las últimas versiones fue la nacionalidad de sus propietarios: Felipe II y Antonio Pérez. En 1557 Tiziano envió a Felipe un Entierro de Cristo con medias figuras que desapareció durante el viaje y cuya pérdida palió dos años después con una segunda versión que el propio pintor calificaba en carta dirigida al rey di forma più grande che non era il primo, egli mi sia nel resto ancora riuscito meglio assai, che non fece quell`altro.
Las dos obras con el Entierro de Cristo que se conservan en el Museo del Prado presentan una composición similar. La escena transcurre en el interior de una cueva o abrigo natural que se abre a la derecha a un paisaje iluminado por una luz crepuscular. El cuerpo de Cristo, sostenido por Nicodemo y José de Arimatea, es introducido en un sepulcro marmóreo de inspiración clásica alejado de la tradición judía, y en torno a él se agrupan varios personajes, entre los que destacan por su expresividad María Magdalena y la Virgen María. Ésta sostiene el brazo inerte de su hijo, acción no recogida en los Evangelios pero sí en I quattro libri de la humanità di Christo de Pietro Aretino (Venecia, 1538). Tiziano siguió también al Aretino en la distribución de los personajes, con Nicodemo a la cabeza de Cristo, José de Arimatea a sus pies, y en medio la Virgen, San Juan y María Magdalena. La inusual iconografía de la Virgen sosteniendo el brazo de Cristo –de la que solo hay un precedente italiano en la Lamentación sobre el cadáver de Cristo de Pordenone, pintado hacia 1529-30 (Cortemaggiore, Chiesa della SS. Annunziata)-, fue advertida por Federico Borromeo, cardenal arzobispo de Milán, propietario de un Entierro de Cristo salido de la bottega de Tiziano que combina elementos de los dos del Museo del Prado (Milán, Pinacoteca Ambrosiana, inv. 199). El comentario de Borromeo, recogido en su Musaeum (1625), revela una sensibilidad contrarreformista afín a la de Felipe II. Aunque Borromeo censuró la excesiva juventud de la Magdalena, destacó favorablemente la empatía con que Tiziano supo transmitir el dolor de la Virgen por la pérdida del hijo. Gentili propuso identificar a Nicodemo con Tiziano por su evidente parecido con el Autorretrato grabado por Giovanni Britto en 1550, lo que le permitía aventurar afinidades del pintor con postulados nicodemistas. 

Entierro de Cristo, Tiziano 1559. Museo del Prado 

Entierro de Cristo, Tiziano 1572. Museo del Prado
Para el segundo Entierro se replicó la composición anterior mediante un cartón, como sugiere el similar tamaño de los lienzos y la superposición de sus silueteados. Radiografía e infrarrojos delatan que, como en otras ocasiones en las que se efectuó tal operación, la traslación de una composición a otra fue prácticamente puntual, y sólo una vez completada se incluyeron las modificaciones visibles en superficie. Así sucedió con la posición de las manos de la Virgen y la del brazo inerte de Cristo, más próximos en la radiografía a las que presentan en el primer Entierro. Dos elementos singularizan la nueva composición: la aparición de un nuevo personaje sin relevancia dramática a la izquierda, y una radical transformación del rostro de Cristo, cuyo patetismo contrasta con la quietud que transmitía su predecesor. La diferente calidad de las versiones es evidente. En la primera el tratamiento de la anatomía de Cristo es perfecto; sin embargo en la segunda afloran deficiencias en el modo como está resuelta la conexión entre cabeza y tronco, o en el fallido escorzo del brazo que sostiene la Virgen. Además de estas y otras diferencias puntuales, la segunda versión adolece de una evidente simplificación. El sepulcro está resuelto de modo más sumario, y los relieves con Caín y Abel y el sacrificio de Isaac de su predecesora, incluidos como prefiguraciones de la muerte de Cristo, han sido sustituidos por un vistoso pero monótono jaspeado. Igual sucede con la indumentaria de José de Arimatea, cuyas calidades sedosas, primorosamente recreadas en la primera versión, se reducen en la segunda a un simple moteado. Estas diferencias se explican por la distinta participación de Tiziano. Si la primera es enteramente autógrafa, en la segunda intervinieron ayudantes, aunque Tiziano la perfeccionara como demuestran arrepentimientos en la posición de los brazos de la Magdalena. Existen otras versiones del Entierro de Cristo (Colonia, Viena, Budapest) en las que es difícil percibir una participación, siquiera parcial, de Tiziano. Más interés tiene una estampa de Giulio Bonasone fechada en 1563, que combina elementos de los dos Entierros del Museo del Prado.

Entierro de Cristo, Rogier de La Pasture 1450 h. Galería de los Uffizi
Esta tabla con el Entierro de Cristo fue un encargo de la familia Médici, para su villa Careggi. Weyden tomó como modelo un cuadro realizado por Fra Angelico, lo que se hace muy evidente en la posición de Cristo muerto, con los brazos extendidos mostrando las llagas. La escena muestra en realidad dos momentos: la deposición del cuerpo y el entierro. La deposición es el momento en el que se baja a Cristo de la Cruz, con los brazos extendidos como se puede ver, y ante del desconsuelo de María.

La pintura tiene una forma rectangular y muestra el entierro de Cristo, mientras que las figuras dolientes de María y San Juan Evangelista lo mantienen por las manos y recreando la postura de la Crucifixión. Jesús, con el apoyo de José de Arimatea, vestido ricamente, y Nicodemo, en el que se oculta un autorretrato del pintor. En José de Arimatea alguien ha sugerido que es la sombra del retrato de Cosme el Viejo. A continuación se muestra la figura arrodillada de María Magdalena.
Para el pintor flamenco fue, sin embargo, imposible de imitar la composición ordenada y solemne del italiano, hecha de rupturas con un análisis ordenado de los planos, de lo contrario habría alterado su visión artística. La escena, de hecho, es más compleja, con un grupo colocado en un semicírculo en torno a Cristo, desequilibrado eje diagonal que va de la Magdalena a Juan a través de la piedra sepulcral. Perpendicular a este eje contrasta la figura de Cristo, un poco inclinada hacia un lado. El punto de vista y la línea del horizonte son más altos, de acuerdo con la visión de "ajuste" de los flamencos, las líneas son rítmicamente rotas y parecen más angostas. Estos elementos hacen que el espectador esté más participe, incluso desde el punto de vista emocional. Los colores son más fuertes, la luz más brillante, gracias a la técnica de pintura al óleo.
La síntesis típicamente italiana de Fra Angelico se contrapone con lo meticuloso y lenticular de los detalles, del nítido paisaje, con las hierbas que crecen en las rocas o una valla de madera.

El entierro de Cristo, Francisco de Goya

A la entrada de una cueva, la bella figura de Cristo, eje de la composición, recibe la luz del crepúsculo, con la cabeza velada por las sombras: la sostienen dos ángeles mientras que María Magdalena, llena de tristeza, le unge sus pies; tras ellos la Virgen, apesadumbrada, apoya la cabeza en su mano y San Juan, a su lado, ora al cielo. En el suelo aparece un cesto con un paño, y junto a él la cartela de la cruz y los clavos. La singularidad de que sean ángeles, y no José de Arimatea y Nicodemo, los que depositen el cuerpo de Cristo en el sepulcro, según Emîle Male, tiene antecedentes en la pintura italiana del siglo XVI (Federico Zuccaro y Marco de Siena). En el intenso colorido y en las pinceladas rápidas y sueltas, se va anunciando la espontaneidad y genialidad del futuro de Goya.
Vemos un entierro especial, de Alonso Cano, en la que aparece un ángel que sostiene a Cristo muerto. Es una iconografía que procede de Oriente. Es el Cristo de San Gregorio. Emile Male, señala que procede de allí, donde aparecía una figura de Cristo muerto flanqueado por dos ángeles. Llegó a Occidente, fue teniendo una representación que mostraba a Cristo de medio cuerpo en el sepulcro o sentado sobre él y sujetado por dos ángeles, de manera que aquí llegó la costumbre de que Cristo fue enterrado por dos ángeles. Esto fue quitado del culto tras la Contrarreforma, porque iba en contra de la versión verídica. Aparece en este caso algo de esta iconografía, en un Cristo que aparece muerto, pero casi resucitado (prácticamente glorioso). Es una derivación de aquella iconografía, que se puede encontrar en el Barroco.  

Cristo muerto sostenido por un ángel, Alonso Cano. Museo del Prado (1646-1652).
La singular iconografía del cuadro no tiene su origen en los Evangelios sino que se remonta al llamado Cristo de san Gregorio, un icono oriental que representaba la visión que dicho papa tuvo de Cristo muerto flanqueado por dos ángeles. Según la tradición, al rezar ante esa imagen se obtenían indulgencias para los difuntos. En el Renacimiento se consolidó como una visión funeraria alternativa al Santo Entierro o a la Piedad que incluía la presencia sobrenatural de los ángeles como una muestra más de la divinidad de Jesús. Cano creó un prototipo personal en el que un único ángel mantiene el cuerpo inerte y lo muestra al espectador. Sin embargo, el artista se valió de un recurso muy habitual en su época, pues para la composición se inspiró en diversos grabados. Parece ser que combinó una estampa de Hendrick Goltzius según un modelo de Bartolomeus Spranger y otra de autor desconocido, posteriormente copiado por el italiano Giuseppe Diamantini. De esa manera obtuvo un prototipo iconográfico original reelaborando esas fuentes gráficas. Uno de los primeros biógrafos de Cano, Antonio Palomino, ya advertía de este proceso de reciclaje como base de su rico repertorio.
El resultado fue deslumbrante, no sólo porque apenas hay rastro visible de los antecedentes, sino por el equilibrio de la composición y la exquisita entonación general. Una sutil insinuación de un paisaje crepuscular rodea al grupo, en el que contrastan los tonos cálidos del ángel con el frío azulado del cuerpo muerto de Cristo. El asunto brindó al pintor una excelente ocasión para tratar el desnudo masculino. La elegancia en el tratamiento del cuerpo, la suavidad y la estilización de las formas, son los logros más característicos de la pintura de Cano, cuya relación con el desnudo lo hace excepcional dentro de la pintura del Siglo de Oro.

La imagen transmite una serenidad muy poco habitual en un asunto que se presta al patetismo y a la visión dolorosa. Por el contrario, Cano ofrece una visión contenida del drama de la muerte en consonancia con la piedad practicada por las elites cortesanas. Se ha propuesto que el cuadro responde a las prácticas de los jesuitas o que, incluso, pudiera tener alguna connotación eucarística. Lo único cierto es que la pintura debió de realizarse para algún comitente particular. Las primeras noticias la sitúan en posesión del marqués de la Ensenada en el siglo XVIII. Fue adquirida de su colección por el rey Carlos III en 1769, y después se integró en las colecciones reales españolas, desde donde ingresó en el Prado. Debió de ser una composición con bastante éxito, pues se conocen otras copias y versiones, una de ellas en el mismo Museo del Prado. La documentación antigua da noticia de otros ejemplares en colecciones particulares madrileñas, como el que perteneció a José de Lezama.  

Cristo muerto sostenido por un ángel, Alonso Cano. Museo del Prado (1646-1652).
El cuerpo muerto de Cristo es a duras penas sostenido por el esfuerzo de un ángel, que dirige su mirada implorante al cielo. Se trata de un argumento profundamente arraigado en el arte occidental desde el Renacimiento a través de artistas italianos. Probablemente realizado por Cano con la segura inspiración de ciertas estampas relacionadas con Miguel Ángel, el pintor aborda una composición en la que pone de manifiesto su gusto por la contención, la mesura y el equilibrio, a través de uno de sus temas favoritos, como es el desnudo. Éste le permitía reflexionar sobre el ideal clásico de belleza y el sistema de proporciones. El blanco cuerpo de Jesús supone para Cano una manera idónea para indagar en torno a la anatomía humana como método de expresión, sobre todo al contrastarlo con el fondo oscuro. Con esta oscuridad crea además un ambiente de quietud y misterio apropiado para la meditación sobre la muerte de Cristo, definiendo así esta la obra como un ejemplo de sus mejores pinturas de devoción.
Como ya resulta frecuente en estos años, el pintor coloca una serie de objetos al lado de la acción a modo de naturaleza muerta perfectamente captados: se trata de una jofaina con agua para lavar las heridas de Cristo así como los símbolos de la Pasión, la corona de espinas y los tres clavos en el segundo cuadro.
Los rostros de ambos personajes permanecen en ligera penumbra, el cuerpo lívido y exánime de Cristo recibe todo el foco de luz, acentuado por la blancura del paño de pureza que le cubre. El contrapunto de color lo pone el ángel, vestido con una túnica malva que destaca sobre el paisaje de fondo. Las expresiones son conmovedoras y delicadas. El ángel muestra una honda tristeza de forma contenida mientras que el semblante cansado y sereno de Cristo está lejos del dramatismo que caracterizó a una gran parte del arte religioso español de la época.


Cristo yacente
El Cristo yacente es una imagen de Cristo muerto, tendido para su entierro pero sacado del grupo tradicional de la Piedad, que suele incluir a la Virgen, la Magdalena y San Juan. Se le ha quitado la corona de espinas y aún no se le ha cubierto con el sudario. La cabeza descansa en uno o dos almohadones, los ojos no están del todo cerrados y la herida del costado aparece muy marcada. El Cristo yacente es objeto de veneración especial en Semana Santa y como representación literal del cuerpo de Cristo se asocia al culto de adoración de la Eucaristía. 

Cristo yacente, Gregorio Fernández 1609 y 1612. Museo Nacional de Escultura de Valladolid)

Realizado para la Casa Profesa de los jesuitas de Madrid (posteriormente San Felipe Neri), forma parte de una serie numerosa de yacentes del autor con grandes repercusiones en la escultura barroca castellana. El modelo inicial propuesto como primero de la serie fue el encargado por el duque de Lerma para San Pablo de Valladolid (Urrea, 1972), obra situada entre 1609 y 1612, anterior, por tanto, a la espléndida versión del convento capuchino de El Pardo.
Los Cristos yacentes de Fernández llaman la atención por combinar un fuerte realismo en la ejecución de los músculos, el cabello, el rostro y las manos, con una extraordinaria elegancia en la colocación, con el cuerpo en leve curva, la cabeza vuelta hacia el espectador, la pierna izquierda elevada para descansar sobre la derecha, y la mano izquierda a veces proyectada marginalmente sobre el abdomen para enriquecer el contorno de la figura. La policromía, ejecutada por pintores profesionales, acrecentaba la fuerza emocional de la representación. Aunque muy pocas de estas figuras están documentadas, parecen seguir una evolución estilística que va desde un delicado manierismo en las primeras hasta un intenso patetismo naturalista en las más tardías. Esta obra ha sido objeto de una reciente restauración que ha permitido recuperar las cualidades originales de la delicada y bien conservada policromía. Parece corresponder a un momento avanzado de la carrera del artista, a juzgar por la suavidad del modelado y los apretados rizos de la barba. La talla de la barba y del cabello demuestra un extraordinario virtuosismo, al igual que el paño de pureza de color azul claro y la sábana en la que descansa el cuerpo.

Cristo yacente de El Pardo, Gregorio Fernández (1576-1636). Convento de los Padres Capuchinos (El Pardo).
La escultura se guarda en una capilla lateral, construida entre 1830 y 1833 por el arquitecto Isidro González Velázquez, dentro de la iglesia de Convento de los Padres Capuchinos, fundado en el año 1612, bajo el impulso de Felipe III.
Representa a Jesucristo sobre un sudario, en posición yacente, una vez crucificado y trasladado al Santo Sepulcro. Se trata de un tema muy recurrente en la escultura española de los siglos XVI y XVII, ensayado, con anterioridad a Fernández, por Juan de Juni, Gaspar Becerra y Francisco de la Maza, entre otros escultores del Renacimiento.
La imagen está concebida para ser contemplada lateralmente. La cabeza del Cristo se inclina hacia el lado derecho, al tiempo que la pierna derecha aparece más levantada que la izquierda. La cabeza y parte del tórax se apoyan sobre una almohada, mostrándose inclinados, lo que contribuye aún más a esa percepción de lateralidad.
Los brazos se extienden sobre el lecho separados del tronco, buscando una cierta sensación de simetría, que también se aprecia en la cabellera, al quedar desplegadas varias madejas de cabello a ambos lados de la almohada.
Gregorio Fernández evitó cualquier signo que hiciera visible el rigor mortis, con la excepción de un leve hinchamiento del cuerpo. La idea de muerte se transmite enfatizando las heridas y llagas causadas por el vía crucis y la crucifixión, siguiendo las pautas estilísticas de la escultura religiosa española del barroco.
El Cristo de El Pardo se custodia en una urna de bronce y mármol, obra de Félix Granda, realizada en 1940. Fue regalada por Francisco Franco Bahamonde, que residía en el Palacio Real de El Pardo en aquella época.

Cristo yacente, Gregorio Fernández 1615. Real Monasterio de la Encarnación

Se trata de una imagen de Cristo de tamaño natural, ligeramente encogida, con la cabeza inclinada hacia el hombro derecho; su pierna izquierda, doblada por la rodilla, se apoya sobre la derecha que está en posición rígida; sus brazos están paralelos al cuerpo sin apoyarse en él, salvo su mano izquierda que descansa sobre el muslo. Muestra unas enormes llagas de la Pasión en manos, pies y costado, policromadas con abundante sangre; en algunos lugares, como en la llaga del costado, lleva incrustadas gotitas de cristal para darle mayor patetismo. Los hombros, rodillas y algunas partes del cuerpo muestran cardenales, con desgarros de piel y heridas sangrantes. En la frente están fuertemente marcadas las heridas producidas por la corona de espinas, y la sangre  que brota  de ellas corre por la cara y cuello. El pelo y barba están tallados en mechones como mojados, que se extienden por el cojín, donde apoya la cabeza como una aureola. Las desnudeces del pubis  y parte de los muslos están cubiertas por un lienzo a modo de fajín. La imagen yace sobre un lecho cubierto con una sábana, cuyos pliegues están tallados con fuerte contraste, con la apariencia de papel arrugado, lo mismo que ocurre con el fajín.
El escultor parece complacerse en la captación  y contemplación del desnudo humano, convirtiéndole  en divino. Su tratamiento es suficiente para poder ahondar en los sentimientos de sensualidad reprimidos por la religiosidad de su época. Su cabeza acumula todo el patetismo y carga dramática del tema;  con fidelidad y realismo exacerbado ha trabajado primorosamente los cabellos del Salvador, deleitándose en su virtuosismo. Los ojos azules de cristal,  los dientes de pasta imitando el blanco marfil o las uñas de hueso en los dedos de las manos y los pies, contribuyen a aumentar la autenticidad humana de la figura de Cristo.  

Cristo en el sepulcro, Hans Holbein (1521) Kunstmuseum, Öffentliche Kunstsammlung, Basilea. 

La fuerza expresiva de la obra reside, en primer lugar, en que ha sido concebida a tamaño natural y en un formato desusado. En segundo término, que el cuerpo de Cristo aparece como el cadáver de un simple humano, presente en él los horribles rictus de la muerte violenta, abandonados en lo que parece un depósito de hospital o un pudridero. Es seguro que la representación escandalizó a muchos de quienes la contemplaron por la evidente irreverencia de presentar el cuerpo de Cristo como un cadáver anónimo que no ha recibido de familiares o allegados un piadoso tratamiento. Abiertos los ojos y la boca, la cabeza está como desarticulada del cuerpo por causa de la rigidez mortal, mientras que los cabellos cuelgan desordenadamente. La mano visible, por su parte, muestra las huellas del suplicio de la cruz; la perforación del clavo ha producido un hematoma que el pintor describe con tintes verdosos y ha dañado el nervio del dedo mayor, que permanece dramáticamente extendido.

Cristo en el sepulcro, Mateo Cerezo. Iglesia de San Lorenzo, Valladolid 

En viernes santo, se podía colocar la imagen en el altar. Vemos el aspecto de la soledad aunque pueda aparecer un ángel en alguna ocasión. Se van a mostrar las huellas de la pasión, con las llagas, sangre.... se muestra el agarrotamiento de los músculos. Rostro cadavérico, ojos con frecuencia entre abiertos para asustar al fiel. Sentido horizontal de la imagen por lo que se presta bien a que se coloque encima o debajo del altar. 
Por lo general, el resto de imágenes tienden a que Cristo aparezca ligeramente inclinado para tener un campo de visión de Cristo mayor. Para facilitar esto, se suelen colocar un par de almohadones para que el cuerpo quede más girado y recostado. Aparecen los elementos de pasión como los clavos y la corona de espinas, incluso aparecen girados por el esfuerzo de tener que sacarlos del madero. La Virgen levanta un poco el sudario para mostrar el cuerpo de Cristo a la Humanidad (de la misma manera que cuando nació). 

Anástasis o descenso al limbo
Las escenas principales concurren en la imagen de la Anástasis. De un lado, el triunfo de Cristo sobre la muerte, quebrando las puertas del infierno y marchando victorioso sobre Hades. Por otra parte, la acción salvífica de Cristo, de la que se benefician Adán y Eva, además de toda una serie de destacados patriarcas y personajes de la Antigua Ley presentes en el limbo (Abel, Abraham, David, Salomón y San Juan Bautista principalmente). Aunque la formulación básica del tema corresponde a Oriente, la escena presenta en la Edad Media occidental algunas variantes fruto de un desarrollo propio.
Cristo puede aparecer rodeado por una mandorla, especialmente en los primeros ejemplos, y presenta habitualmente nimbo. Entre los objetos que porta consigo puede aparecer un rollo. Sin embargo, el más habitual y frecuente es la cruz, símbolo de triunfo sobre la muerte y de redención generalizado en las imágenes de la Anástasis desde el siglo XI6. La cruz es utilizada como arma al oprimir con ella la boca, cuello o vientre de Satán7, y con un fin análogo se convierte en lanza en imágenes como la de la cripta de Tavant. Cristo avanza sobre un ser que yace tendido, al que pisotea y llega a encadenar. Esta criatura encarna bien a Hades –personificación del infierno– o a Satán8, identidades cuyos límites son confusos en muchas imágenes.  Puede considerarse el gesto de elevación de Adán, tomado generalmente por la muñeca, como un motivo iconográfico distintivo de la Anástasis9. Pese a que el protagonismo de Adán en el grupo de los salvados es claro, la figura de Eva suele acompañarlo, bien en un segundo término o beneficiándose directamente de la acción salvadora de Cristo, siendo también tomada por su mano.
Los primeros padres pueden incorporarse desde sendos sarcófagos, elemento que aparece ya en las primeras representaciones. En líneas generales, Adán, Eva y el resto de salvados se presentan vestidos en las imágenes orientales –entre estos, se caracteriza a David y Salomón por su atuendo regio–, mientras que en Occidente tienden a permanecen desnudos.  La representación del limbo donde se encuentran los justos ofrece diversas posibilidades. El elemento más destacable son sus puertas, de bronce y con cerrojos según el Evangelium Nichodemi, situadas bajo Cristo o junto a Hades/Satán. Dichas puertas, quebrantadas por la presencia de Cristo, quedan dispuestas sobre el suelo en forma de cruz en las imágenes realizadas a partir del siglo XI. A la hora de recrear las mansiones infernales, estas pueden adoptar el aspecto de una cueva. Una alternativa sintética a la recreación de un espacio físico es la encarnación de los infiernos en la imagen de Hades, señor infernal. En ocasiones el limbo presenta muchas de las claves iconográficas del infierno.
Destacan, en este sentido, la presencia de numerosos diablos –que en ocasiones intentan retener a los liberados–, las llamas, o la imagen de las fauces de Leviatán, de donde salen los rescatados por Cristo, prescindiendo del sarcófago. Tal énfasis en el imaginario infernal, especialmente desarrollado en las imágenes occidentales, conduce a que en ciertas ocasiones no se distinga el limbo de los patriarcas del infierno de los tormentos10. También en Occidente resulta en cierto modo frecuente la presencia de ángeles como asistentes formando parte del cortejo de Cristo.
El origen del tema se encuentra en textos apócrifos neotestamentarios, concretamente en los once capítulos del Descensus Christi ad inferos, compuesto originariamente en griego en torno al siglo III. Entre los siglos V-IX fue traducido al latín y refundido con el núcleo de las Acta Pilati dando lugar al Evangelium Nichodemi13. El relato del descenso de Cristo a los infiernos es realizado por dos de los resucitados, Karino y Leucio, hijos de Simeón.
Personajes del Antiguo Testamento como Adán, David, o Isaías, además de San Juan Bautista, se hacen eco de profecías y acontecimientos que anuncian la llegada salvífica de Cristo. Un diálogo mantenido entre Satán, deseoso de retenerlo en el Hades, y el Infierno, cauto ante el supuesto poder liberador de Cristo, precede la llegada de este “en figura humana” y entre aclamaciones angélicas. Las puertas del infierno quedan rotas, los difuntos liberados de sus ataduras, y las mansiones infernales se ven iluminadas. Cristo ordena a sus ángeles el aprisionamiento de Satán y confía al Infierno su custodia hasta la segunda parusía. Tomando de la mano a Adán, Cristo lo resucita junto al resto de difuntos en virtud del sacrifico redentor de la Pasión. Enoch y Elías los reciben en el Paraíso, y el buen ladrón se les une relatando su camino hacia la salvación. La redacción griega y la latina difieren en el castigo de Satán, ejecutado por ángeles en la versión oriental y por el propio Cristo en la versión latina. 

Anástasis, Iglesia de San Marcos, Venecia 

Imagen bizantina. En Oriente aparecen las puertas del infierno que las ha roto Cristo, va acompañado de una cruz. Las llaves con las que abre las cadenas. Aparece pisando a Satanás. 
En Occidente en cambio, aparece desnudo vistiendo una capa color rojo, aparece ante unas puertas de una ciudad medieval, como si fuera un castillo (son las puertas del infierno). Salen los hombres del infierno a través de la boca del Leviatán. Suele ser el primero de ellos Adán, y detrás Eva, y también en ocasiones San Juan Bautista, al resto generalmente no se les identifica.  

Descenso de Jesús al Limbo, Jaume Serra Retablo de la Resurrección del convento del Santo Sepulcro de Zaragoza 

Bajada de Cristo al Limbo, Sebastiano del Piombo, del 1516. Museo del Prado
El Descenso de Cristo al Limbo formaba parte de uno de los laterales de un retablo en forma de tríptico, hoy fragmentado. El panel central representa la Lamentación sobre el cadáver de Cristo, y actualmente se expone en el Museo del Ermitage de San Petersburgo; el lateral izquierdo, la Aparición de Cristo a los Apóstoles se da por desaparecido. Evidentemente, el tema iconográfico general tiene unas connotaciones claras del Triunfo de Cristo sobre la Muerte.

Conocemos esta disposición del tríptico gracias a una copia atribuida a Ribalta y que se conserva en Olomuc, (República Checa). 

En el lienzo del Museo del Prado aparece Cristo triunfante en el Limbo. La fuente literaria de este tema no pertenece a los Evangelios canónicos; en cambio sí aparece esta leyenda en los Evangelios apócrifos de Nicodemo, donde la Bajada al Infierno de los Justos ocurre antes de la Resurrección.
El estilo pictórico de Sebastiano del Piombo, en los años en que se le encargó este tríptico, está vinculado aún a su formación veneciana, aunque el artista ya estaba establecido en Roma. Este vínculo se puede apreciar tanto en el espíritu que une a Cristo con las figuras de Adán y Eva como en la propia manera de pintar. Sebastiano compone la escena valiéndose de un elemento arquitectónico clásico, la columna; en el mismo nivel aparece Cristo, con un manto blanco que ilumina toda la escena, llevando en su mano izquierda la cruz de la Resurrección mientras que la otra la tiende hacia los Primeros Padres arrodillados ante él. En la figura del Salvador se pueden apreciar ecos miguelangelescos. Detrás de él, en la sombra, surgen de las llamas dos hombres, uno de los cuales lleva un madero.
El tratamiento de la iluminación de este lienzo es asombroso: por un parte en la tonalidad clara del manto de Cristo que irradia luz mientras el blanco de la tela está tratado con sombras coloreadas, y por otra parte la contraposición que existe entre esta figura luminosa y el ambiente sombrío con el que el pintor se adelanta a su tiempo y preludia la estética caravaggiesca.
El tríptico fue encargado en 1516 por Jerónimo Vich y Valterra, embajador en Roma entre 1506 y 1521. Luego pasó a Valencia, al Palacio de los Vich. En el siglo XVII, el bisnieto del embajador, Diego Vich, entregó la obra a Felipe IV como pago de una antigua deuda. Velázquez la colocó en la sacristía de El Escorial, y continuó ahí hasta que ingresó en las colecciones del Museo del Prado, en 1839. 

Descenso  al limbo, Alonso Cano 1640. Los Angeles County Museum of Art.
Cristo baja al limbo (identificado como el seno de Abraham), lugar entre el cielo y el infierno para rescatar a los justos que esperaban la redención. Es un tema relatado por el apócrifo evangelio de Nicodemo, muy popular en los siglos XIII y XIV. Su origen puede estar en el mito pagano de Orfeo en los infiernos. Cano se basa en el grabado del boloñés Giulio Bonasone, especialmente en la figura de Eva, uno de los pocos desnudos femeninos de la pintura española del XVII y en la de Cristo.
Este tipo de iconografía no es tan frecuente en Occidente como en Oriente. En ocasiones en lugar de la cruz, lleva un estandarte, símbolo de la victoria. San Juan Bautista suele aparecer con la túnica.
Se trata de uno de los lienzos más interesantes de Alonso Cano, ante el protagonismo que alcanza el desnudo femenino de Eva, comparable por calidad y sensualidad, a la Venus del espejo de Velázquez. Al fin y al cabo ambas obras son concebidas en el ambiente refinado de la Corte madrileña de Felipe IV, tan influida en lo que a la pintura se refiere, por los lienzos de los venecianos compilados en la colección real, en los que el tema del desnudo femenino alcanza gran importancia, como se evidencia en las obras de Tiziano, Tintoretto o El Veronés. 
El cuadro, que parece estar sin concluir al mostrarse su parte inferior izquierda casi esbozada y con escaso color, alude a uno de los relatos recogidos en el evangelio apócrifo de Nicodemo, en el que se narra cómo Cristo triunfante sobre la muerte tras la resurrección baja al limbo, donde se encontraban los santos padres.

Decenso al limbo,  Mantegna (ca. 1470) 

Descenso de Cristo al Limbo Anónimo (1er tercio s. XVI), Iglesia parroquial de San Esteban Amusquillo (Valladolid)


Resurrección de Cristo
La resurrección de Jesús es la creencia religiosa cristiana según la cual, después de haber sido condenado a muerte, Jesús fue resucitado de entre los muertos. Es el principio central de la teología cristiana y forma parte del Credo de Nicea: «Al tercer día resucitó, conforme a las Escrituras».
En el Nuevo Testamento, después de que los romanos crucificaron a Jesús, él fue ungido y enterrado en una tumba nueva por José de Arimatea, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y se apareció a muchas personas en un lapso de cuarenta días antes de ascender al cielo, para sentarse a la diestra de Dios. 
Pablo de Tarso señaló que «Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Corintios 15:3-4). El capítulo afirma que tal creencia, tanto en la muerte y la resurrección de Cristo, es de vital importancia para la fe cristiana: «Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe [...] y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados. Entonces también los que durmieron en Cristo perecieron. Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres» (1 Corintios 15:14, 17-19
En el Nuevo Testamento, los cuatro evangelios concluyen con una narrativa extensa del arresto de Jesús, su juicio, su crucifixión, su sepultura y su resurrección.
Mt  28, 1-7; Mc 16, 1-8; LCD  24, 1-8; y Jon  20, 1 

LA IMPORTANCIA DEL TEMA DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO
En Oriente se le da más importancia a la Resurrección que en Occidente. En España en concreto se le da más importancia a la Pasión que a la Resurrección. Es el tema más importante para los cristianos, sin embargo no se le da tanta importancia a la hora de la representación artística.
«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo el que cree y vive en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26)
Si Cristo no resucitó, es vana nuestra fe... Si solamente en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres (I Corintios, 15, 17-19) 

Elementos que normalmente aparecen:
1.    La imagen de Cristo mostrando las llagas (deja claro que ha resucitado).
2.    Aparece el sepulcro (para afirmar que está resucitado).
3.    Suele llevar un estandarte o rojo o blanco con una cruz roja.
4.    Aparecen casi siempre los soldados que guardaban el Sepulcro (sólo hace mención de estas figuras, San Mateo. Es una autenticidad de la Resurrección). (Mt 27, 62-66).
Estos son los fundamentales. Ahora vamos a ver las variantes que pueden aparecer.  

Cristo saliendo de una tumba cerrada o saliendo de una tumba abierta.
El pasaje sobre la resurrección de Cristo aparece narrado en el relato evangélico por los sinópticos, que sitúan la acción tres días después de la crucifixión. Las santas mujeres acudieron al sepulcro y lo encontraron abierto, anunciándoles un ángel que Cristo había resucitado. 
Los judíos argumentan que los apóstoles habían retirado el cuerpo con nocturnidad, y los nacionalistas alegan que Jesús no murió en realidad, tan solo se desvaneció y los apóstoles se sugestionaron con las sucesivas apariciones. La prefiguración bíblica de la muerte de Cristo tiene su basamento bíblico en la permanencia de Jonás durante tres días en el vientre de la ballena.
Sobre la presencia angelical existen notables diferencias entre los evangelistas y así, mientras San Juan no lo menciona, Mateo y Marcos citan uno solo y Lucas dos; sin embargo, en los evangelios apócrifos se confunde la resurrección con la ascensión.
En el S. XI, se representaba a Cristo saliendo del sarcófago, según la primera descripción de la Resurrección realizada por San Efrén. El escritor sirio utilizaba una bella imagen para relacionar la Resurrección con un segundo nacimiento de Cristo, que salía sin fractura de su tumba sellada al igual que salió del seno de María sin romper el sello de su virginidad.
El arte medieval recurrió a una enorme variedad de soluciones iconográficas. En algunos casos aparecía Cristo incorporado en su sarcófago, apoyando un pie en el borde, o pasando la pierna fuera del sarcófago. En otras obras permanecía de pie ante el sarcófago o sobre la tapa. En cualquier caso, ostentaba la cruz como un estandarte que simbolizaba su victoria sobre la muerte.
Hasta el siglo XIII, el arte occidental evocó la Resurrección con la representación de las Santas Mujeres en el Sepulcro, ajustándose al relato evangélico. A veces se incluía una escena popularizada por los autos sacramentales: la compra de los perfumes. El número de las Santas Mujeres variaba según el Evangelio en el que se inspirase el artista. En cuanto al Santo Sepulcro, en el arte bizantino tiene forma de “tugurium”, es decir, de capilla sepulcral con apariencia de cabaña; sin embargo, en Occidente se prefiere el sarcófago. Sobre la piedra retirada del sepulcro se sienta el joven vestido con una túnica blanca que señala la tumba vacía o el cielo, y que muchas veces se presenta con apariencia de ángel luminoso. La presencia del sepulcro vacío es un detalle completamente relevante. Aunque este dato por sí mismo no puede probar la resurrección, es un presupuesto necesario para la fe en la resurrección porque ésta se refiere a la persona de Cristo en su totalidad, es decir, en cuerpo y alma. 
A principios del s. XIV aparece en la escuela italiana una evolución del Cristo de pie sobre la tapa del sarcófago, que ahora se convierte en un Jesús transfigurado flotando en una mandorla. Se trata de una típica contaminación iconográfica del Resucitado con la Ascensión y la Transfiguración. La innovación se debe a Giotto, aunque el apogeo lo alcanza Tintoretto con una célebre Resurrección en la que Cristo ya no planea sobre la tumba sino que sale proyectado de ella con mucho dinamismo. La escuela italiana aportó también el reemplazo de los guardianes del sepulcro por las figuras de santos o apóstoles.
El Concilio de Trento conllevó algunos cambios en esta fórmula iconográfica. Los teólogos cuestionaron algunas posturas de Cristo saliendo del sepulcro, así como que flotase o planease sobre la tumba, ya que podía confundirse con la Ascensión. Resultaba más conveniente la representación de Cristo ante la tumba cerrada y mostrando las llagas. Asimismo, buscando la fidelidad a la Sagrada Escritura, se eliminó todo tipo de testigos directos del momento de la Resurrección, incluyendo a los guardianes. La presencia de estos últimos había sido enfatizada para refutar las acusaciones judías del robo del cuerpo de Jesús. Con frecuencia, su indumentaria era anacrónica, ya que no se vestían como legionarios romanos sino como cruzados, con la cota de malla y el casco cónico con nasal, o siguiendo la moda renacentista. 
Una vez más, el arte quería narrar los hechos en un modo fácil de entender para los fieles. Y la Iglesia supo cumplir su misión de velar porque los artistas fueran fieles a la verdad evangélica. De esta singular alianza entre el arte y la fe ha surgido una belleza de la que aún hoy somos testigos maravillados. 

Resurrección de Cristo, Peter Paul Rubens 1612. Catedral de Amberes

Los éxitos obtenidos por Rubens con La erección de la cruz y el Descendimiento provocaron el aumento de los encargos para la decoración de las iglesias de Amberes, despojadas de imágenes debido a los rigores iconoclastas de los calvinistas sufridos en 1566 y 1581. Para esta misión se dispuso que "en todas las misas mayores y sermones se deberían recoger limosnas para la restauración y decoración de las iglesias". Entre 1611 y 1621 Rubens pintará casi un total de 60 retablos para las iglesias de Amberes y de los alrededores, destacando el tríptico de la Resurrección de Cristo entre ellas. Siguiendo el esquema típico flamenco, el retablo no presenta una narración uniforme sino que cada una de las tablas muestra un asunto independiente. Así en la izquierda contemplamos a San Juan Bautista, mientras que en la derecha se observa a una santa portando la palma del martirio, rodeada de las ruinas de un templo clásico y sobre un pedestal, como si de una estatua pictórica se tratara. En la tabla central encontramos el asunto principal, la resurrección de Cristo a los tres días de su muerte. La figura de Jesús se alza majestuosa y rodeada de un halo de luz mientras los soldados que custodiaban el sepulcro observan la escena, destacando sus gestos que van de la sorpresa al pánico. Los cuerpos de los soldados se presentan en forzadas posturas al tiempo que Cristo manifiesta serenidad y equilibrio, contraste simbólico muy admirado en el Barroco. El juego de luces y sombras presenta cierta dependencia de Caravaggio mientras que la potente musculatura de los diferentes personajes está inspirada en la estatuaria clásica y Miguel Angel. Sin embargo, a pesar de las influencias, el estilo de Rubens es tremendamente personal, creando obras difícilmente superables en las que unifica la tradición italiana y la flamenca. 

La resurrección de Cristo, Piero della Francesca, 1463-1465. Museo Civico de Sansepolcro.

La resurrección de Cristo, por su parte, es obra notable al utilizar diversas perspectivas. Se trata de una composición en tres planos: el paisaje, Cristo saliendo del sepulcro y los soldados dormidos.
Tiene una inenarrable solemnidad, que le da la composición piramidal y la hierática frontalidad de Cristo. La base del triángulo la forman los soldados dormidos y el ángulo superior por la cabeza de Cristo.
El foco de la composición está constituido por Jesucristo, de pie, saliendo de la tumba y mirando de frente al espectador. Con su mano levanta la toga rosa y el pie lo posa en el borde de la tumba. Todas sus heridas son aparentes.
La figura de Cristo divide el paisaje en dos partes: lo que queda a la derecha exuberante, con árboles frondosos, vivos, en primavera, simbolizando el nuevo nacimiento; lo que queda a la izquierda moribundo, árboles de invierno que simbolizan la muerte. Estos símbolos recuerdan a los frescos sobre el Bien y el Mal gobierno de Lorenzetti en Siena que tanto influyó sobre la pintura toscana.
A los pies, los soldados dormidos sobre la tierra quedan separados de Cristo por la línea horizontal del sarcófago. Piero se representa a sí mismo a los pies del sarcófago (el soldado a la derecha de Cristo). El asta de la bandera con la cruz de parte güelfa lo pone en contacto directo con la divinidad, como si ésta inspirase al Piero político. Otros consideran que se trata de una bandera simbólica de la resurrección, blanca con una cruz roja (la de los cruzados). Al juzgar por la posición, un soldado acaba de despertar, y contempla a Cristo resucitado. Además, existe una posible incongruencia anatómica en el soldado dormido que se apoya en la lanza, quien carece de piernas.
El marco pintado sigue el apoyo arquitectónico de las molduras y hace de transición entre el espacio mural y el espacio pictórico.
Aldous Huxley que admiraba las obras de Piero de la Francesca expuesta en Sansepolcro, calificaba al Cristo de la Resurrección como «atlético». 

La resurrección de Cristo, Rafael Sanzio, 1499-1502. Museo de Arte de São Paulo, São Paulo
La resurrección de Cristo, conocida también como Resurrección Kinnaird por haber formado parte de la colección de Lord Arthur Fitzgerald Kinnairdrthshire. Es, posiblemente, una de las primeras obras del artista, hecha entre 1499 y 1502 en pequeño formato (52 cm x 44 cm). Es probable que sea uno de los elementos de una predela que podría haber formado parte del Retablo Baronci, primer encargo documentado de Rafael y que quedó seriamente dañado tras un terremoto ocurrido en 1789; sus fragmentos se encuentran dispersos en varios museos.
En esta obra temprana se puede observar el dramatismo y compositivo del autor, en oposición al poético que empleaba su maestro Pietro Perugino. Está hecha con gran racionalidad mediante una compleja e ideal geometrización que une todos los elementos de la escena y les confiere una peculiar animación rítmica, al hacer participar a todos sus personajes en una única «coreografía». Es posible percibir en la obra la influencia estética de Bernardino di Betto y Melozzo da Forlì, aunque la orquestación espacial de la obra, tendente al movimiento, permite suponer el conocimiento por el artista del arte florentino de su tiempo.
La obra, cuya autoría ha tardado en concretarse por parte de la crítica, fue adquirida por el Museo de Arte de São Paulo en 1954. Pietro Maria Bardi, entonces director del museo, la consideró obra de Rafael basándose en la existencia de dos estudios preparatorios para la composición, lo que inició un acalorado debate sobre su autoría. Posteriormente, la atribución a Rafael ha sido generalmente aceptada por la crítica experta. Es la única obra del artista conservada en el Hemisferio Sur.
Las figuras de esta obra están resueltas siguiendo el recurso estético del hieratismo. Este método consiste en representar el tema acentuando la majestuosidad y rigidez así como eliminando aquellos aspectos que puedan suponer proximidad y cercanía afectiva de los personajes. Desde la antigüedad era habitual en representaciones divinas y se aprecia, sobre todo, en la emblemática figura de Cristo. En el cristianismo su empleo se remonta a las representaciones artísticas de la Alta Edad Media, documentadas a partir del siglo III. En el arte paleocristiano, la iconografía de Jesús se centraba casi exclusivamente en la figura de Cristo como el «buen pastor». El enriquecimiento de la cultura iconográfica cristiana después de la promulgación del Edicto de Milán permitió la ampliación de los ciclos narrativos.

En la Baja Edad Media, la figura de Cristo como el «buen pastor» fue sustituida progresivamente por la del «cordero del sacrificio», abriendo espacios a las representaciones del episodio de la resurrección. La fuente principal del tema era el Evangelio de Juan (20, 21), en el que se narra el fenómeno de la resurrección y la aparición de Jesús a María Magdalena:
La escena del Cristo resucitado sosteniendo el estandarte de la resurrección y elevándose sobre un sarcófago en presencia de cuatro soldados —retratados inconscientes, fascinados o espantados por el fenómeno que contemplaban—, se convirtió en algo relativamente frecuente en la cultura pictórica del Renacimiento.
La Resurrección de Cristo es la única representación de este tema conocida de Rafael. En su último año de vida, el artista recibió el encargo de una escena nocturna de resurrección para decorar la capilla funeraria de Agostino Chigi, importante personaje del Renacimiento, en Santa Maria della Pace, Roma. Debido a la muerte precoz del artista, a los 37 años, esta obra no fue realizada, aunque se conservan algunos de sus estudios para la encomienda. 

Resurrección de Cristo, Raffaellino del Garbo. Galería de la Academia. Florencia. 

Resurrección de Cristo, Tiziano 1542-44. Palacio Ducal de Urbino
Al igual que la Ultima Cena, este lienzo formaba parte del estandarte procesional de la Cofradía del Corpus Christi de Urbino. El estandarte fue dividido en una fecha tan temprana como 1546, dos años después de su realización. Tiziano repite en esta composición la tabla central del Políptico de la Resurrección de Brescia pero renunciando a la iluminación crepuscular para emplear una luz cálida que permite contemplar tanto a Cristo como a los soldados.

De la misma manera que para la Asunción recurrió a dos tipos de perspectiva, aquí también utiliza sólo la perspectiva de "soto in sù" para unificar la composición. Los soldados aparecen en posturas escorzadas, manifestando un apreciable contraste entre la quietud de Jesús y el forzado movimiento de los soldados. Los colores empleados son muy vivos, especialmente en los uniformes de los guardianes de la tumba. Estas tonalidades son aplicadas de manera rápida, anticipándose al estilo final denominado "impresionismo mágico".
Cristo es también el mensajero que ha revelado la verdad a los hombres y por ello ha muerto crucificado. ¡Este es el mensaje oculto! Y ahora hay que fijarse en los soldados; fue en la madrugada cuando resucitó; estaban de guardia en el sepulcro, casi dormidos. Les despierta el ruido y se incorporan. La luz crepuscular se refleja en sus armaduras y uno  se agarra a  aun tronco mientras el otro contempla la ascensión con un rostro preso de sorpresa. 

Resurrección de Cristo, Tintoretto (El) 1578-81. Scuola Grande di San Rocco de Venecia.

Esta escena es una de las más impactantes del conjunto decorativo que Tintoretto realizó para la Sala Superior de la Scuola Grande di San Rocco. Situado bajo la Visión de Ezequiel, el lienzo está protagonizado por la monumental figura de Cristo resucitado, portando la banderola en su mano izquierda, dejando ver su atlético cuerpo desnudo, a excepción del rojizo paño que le cubre la entrepierna. El escorzo de la figura queda reforzado por la disposición de los cuatro ángeles que levantan la losa de mármol que cerraba el sepulcro, dejando surgir una anaranjada luz sobrenatural. La zona inferior de la composición está ocupada por los soldados dormidos, quedando en la zona de penumbra. En la zona de la izquierda dos pías mujeres que discuten y se acercan a la tumba del Salvador completan la composición, iluminadas por una luz natural que destaca sus rojizas vestimentas. 

Resurrección de Cristo, El Greco 1577-79. Iglesia de Santo Domingo el Antiguo de Toledo.
En uno de los altares laterales de la iglesia del convento de Santo Domingo el Antiguo de Toledo pintó El Greco esta Resurrección, conservada in situ. La acompañaría una Adoración de los pastores, hoy propiedad de un coleccionista particular. Y es que el conjunto fue vendido en su mayoría por las monjas hacia el año 1827, manteniéndose en el lugar de origen sólo tres obras: ésta que contemplamos y los Santos Juanes. La Trinidad fue vendida a Fernando VII y está hoy en el Museo del Prado, mientras que la Asunción fue adquirida por el infante Don Sebastián Gabriel y se conserva en el Art Institute de Chicago. Todo el conjunto fue encargado a Doménikos por el deán de la catedral de Toledo, Don Diego de Castilla, primer mecenas y cliente del cretense. La Resurrección de Cristo representa la idea de que el sacrificio de Cristo será compartido por toda la Humanidad. Forma parte del complejo programa iconográfico diseñado por Don Diego, según reza en el contrato: "Y lo que dixere se a de cumplir, sin que ello pueda aver replica mas de la voluntad del dicho Dean" (sic).
La figura de Cristo preside la escena. Se eleva envuelto en una capa roja y porta una banderola blanca agitada al viento. La ausencia de paño de pureza se salva con la capa. Bajo sus pies están los soldados, unos dormidos y otros asustados ante la visión, intentando protegerse de la luz cegadora. En la zona izquierda se sitúa una figura vestida con hábitos blancos, el donante.
Doménikos emplea todos los recursos aprendidos en Venecia y Roma para realizar esta imagen. La zona inferior parece estar inspirada en un dibujo de Miguel Ángel propiedad de su amigo Giulio Clovio. La figura de Cristo procede de alguna obra de Tiziano. A pesar de ser un pintor innovador, Doménikos no tiene reparo en echar mano de posturas, gestos o composiciones enteras de otros artistas. Poseía una colección de 200 grabados y 150 estampas que utilizaba cuando era necesario. Los escorzos que emplea El Greco para las figuras de los soldados demuestran su interés por el movimiento, igual que los manieristas, con quienes también se relacionó en Roma. La fuerte luz empleada procede de la parte superior e indica el aspecto sobrenatural de la escena, iluminando la figura de Cristo y dejando en penumbra a los atléticos soldados, claramente miguelangelescos. Estas figuras preludian de alguna manera las que pintará Doménikos años después en el Martirio de San Mauricio para El Escorial de Felipe II. Los tonos son relativamente apagados, destacando el rojo y el blanco, junto con el amarillo de la coraza de uno de los soldados. El efecto dramático del conjunto parece inspirarse en la obra de Tintoretto, su principal maestro en la estancia veneciana. 

La Resurrección de Cristo, El Greco 1597-1600. Museo del Prado 

En la Resurrección Jesús se eleva glorioso y sereno sobre un grupo de soldados que observan entre asombrados y temerosos la prodigiosa aparición. En el Evangelio de san Mateo se describe someramente la escena: los soldados vigilaban el sepulcro donde había sido enterrado Jesús. Tras la aparición de un ángel que hizo rodar la piedra que cerraba la tumba, tan gran espanto tuvieron los guardias que sobresaltados quedaron como muertos (28, 4). La pintura presenta un amplio elenco de gestos que evidencian las distintas reacciones del grupo ante lo ocurrido. En opinión de Rudolf Wittkower, esta gestualidad quedó codificada en la pintura del Greco para manifestar los distintos grados de conocimiento de lo divino. Dios es percibido como una potente luz que primero deslumbra, luego asombra y finalmente se asume como acontecimiento dichoso que se recibe de forma entusiasta. El Greco resolvió de manera especialmente brillante el pie forzado que este formato estrecho y alargado representaba, tanto por la inclusión de las figuras como por la necesidad de crear dos planos espaciales. Encastró a los guardianes del sepulcro en un caótico apiñamiento y anuló deliberadamente las referencias espaciales convencionales. Todo el conjunto del retablo madrileño participa de una original ruptura naturalista. La sensación de profundidad se asegura por la ubicación misma de las figuras, auténticos hitos espaciales que a su vez rompen continuamente la lógica de los planos. La tela se convierte así en un prodigio de fuerza expresiva que, como ha señalado recientemente Victor Stoichita, emana una enorme energía basada en la retórica del exceso, tanto en la proyección del espacio, como de la iluminación o de representación de las formas humanas. 

La Resurrección, Juan Bautista Maino 1612-1614. Museo del Prado
Situada en el segundo cuerpo del retablo, esta composición representa uno de los episodios más importantes de la iconografía cristiana, la resurrección del Hijo de Dios y, con ella, la redención de todos los creyentes. Siguiendo el relato del evangelista San Mateo, Maíno ha simplificado el pasaje evangélico y ha obviado la presencia del ángel que describe Mateo y que suele ser un elemento habitual en la representación. Cristo ocupa la parte central de la tela, alzado sobre el sepulcro y apoyado en una minúscula nube grisácea. En la parte inferior de la composición se han situado cuatro figuras que flanquean al resucitado. La fórmula repite la iconografía al uso, aunque sólo dos de ellas son los guardias referidos en el Evangelio. Maíno los ha convertido en soldados del siglo XVII, vestidos con brillantes armaduras que recuerdan a las de los tercios españoles.

La Resurrección de Cristo, Murillo 1650-1660. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid)

Un gran resplandor ilumina el sepulcro, Cristo aparece flotante, al vuelo el sudario y la banderola, indican el movimiento de la elevación, mientras los ojos de Cristo también  se elevan hacia el cielo. Los soldados han quedado sumidos en un profundo sueño, adoptando posturas distintas, para reforzar el instante en que se han dormido.
Es una composición barroca, con pinceladas muy al detalle en la cual resalta el minucioso estudio de la anatomía de Cristo, (véase el detalle ampliado de los pies, en los cuales se aprecian hasta las venas, la pincelada detallista de los dedos y los orificios de los clavos.
El gesto de Cristo triunfante de la muerte aparece con todo el resplandor elevándose majestuoso.
Murillo crea en torno a la figura del Resucitado una especie de atmósfera etérea, lo que se corresponde con la etapa más madura del pintor.
La anatomía de Cristo enaltece el momento, así como el brazo en elevación y la mirada. El pelo está también indicando que se mueve al viento.
Una luz natural proveniente del lado derecho del sepulcro deja ver a los soldados, a los cuales se les aprecia también parte de su anatomía, los pliegues de las ropas, y el casco y sujeción del peto. Han sido sumidos en un profundo sueño, por lo que sus posiciones son las del momento, indicando la quietud de los mismos frente al dinamismo de la elevación de Cristo. 

La Resurrección de Cristo, Correa de Vivar 1532-1534 Museo  del Prado
La representación de Cristo resucitado, triunfante junto al sarcófago que acogió su cuerpo durante tres días tras su muerte en el Gólgota, fue un tema frecuente en la producción de Correa. El retablo del convento de clarisas de Griñón (Madrid), fechado hacia 1532-1534, conformaría la estructura compositiva esencial, con Cristo como eje central, situado sobre una escalinata de piedra sobre la que descansa el sarcófago y flanqueado por los soldados que custodiaban el sepulcro. Como es habitual en esta escena, el pintor plasmó las variadas y estereotipadas reacciones de los soldados, desde el sueño despreocupado, el estupor y la huida. Tal esquema se mantendrá casi inalterado en la versión para el retablo mayor del monasterio de San Martín de Valdeiglesias, conservado en el Museo del Prado, aunque el tema se enriqueció con la escena del encuentro de Jesús resucitado con María Magdalena. Esta otra versión, algo posterior y de mayores dimensiones, debió realizarse para algún retablo de estación, probablemente encastrado en un muro, como probarían las erosiones y daños que se detectan en el perímetro de la obra. Correa realizó una adaptación del modelo inicial que refuerza la impronta clasicista del tema, siguiendo un esquema triangular que entroncaría con la Resurrección de Rafael de la Pinacoteca Vaticana, pero aún más con la personal revisión que del tema hizo el maestro de Correa, Juan de Borgoña. A este se deben los murales de la Sala Capitular de la Catedral de Toledo (1509-1511) donde incluyó una Resurrección que hubo de tener presente Correa para todas sus versiones, pero especialmente para esta. Este ejemplar recupera la marcada frontalidad y disposición de la figura de Cristo, incluyendo el dibujo ondulante del manto púrpura; la concepción de la cercana gruta, ocupando un lateral de la obra que se contrapone a la luminosa visión del paisaje, bañado por una lírica luz de amanecer; la inclusión de un marco vegetal de ricos matices y pormenorizado dibujo y la representación de los soldados que completan la escena, son elementos que entroncan de manera directa con Borgoña. Se repiten incluso los tipos de corazas a la romana, las alabardas o la presencia del casco que descansa sobre uno de los peldaños, muy próximo a los pies de Cristo. El soldado del segundo término, sentado y visto de perfil con la cabeza apoyada en la mano izquierda, recuerda a uno de los que aparecen en la estampa del mismo tema de Durero, y que forma parte de la Pasión Pequeña. 

Cristo Resucitado, Juan de Juni – Retablo Mayor - Catedral de El Burgo de Osma (Soria).
Esta obra de Juan de Juni pone en evidencia su manierismo en la torsión del cuerpo de este Cristo triunfal salido del sepulcro, aunque quedan rasgos de clasicismo en el manto prolongado hasta la peana, lo cual tiene una explicación técnica y pragmática dado que ello facilita el apoyo de la figura sobre un solo pie.
"El cuerpo es atlético y musculoso, acomodándose al heroísmo clásico. Los paños forman masas blandas, redondeadas y muy abultadas. Con la cabeza levantada, inclinada, pone la atención en el Padre, hacia el que se dirige. Es una composición inspirada en el Laocoonte, pero en este casi sin tinte trágico", señala el catedrático Juna José Martín González.

"Está encarnado a pulimento, lo que acreciente el esplendor corporal. El manto es de color rojo bermellón, con ornamentación de grabado y a punta de cincel".
 

Otros temas que hacen referencia a la Resurrección.

·       Aparición de Cristo a María Magdalena (Noli me tangere).
·       Los peregrinos de Emaús.  

Mt  28, 8-10
Mc 16, 9-11
Jn  20, 11-18 

Lo narran todos los evangelistas menos San Lucas. Mt  28, 8-10; Mc 16, 9-11;

Jn  20, 11-18. María subió con los perfumes para embalsamar el cuerpo de Cristo, cuando llegó se encontró la sepultura abierta. Entristecida y asustada se encontró con una persona que no conocía, un jardinero y se pensó que había sido él quien había robado el cuerpo de Cristo, cuando él dijo “María” y reconoció que era Cristo. Le fue a besar los pies y él le dijo No me toques!  

Noli me tangere ("no me toques" en latín) es un texto de la Vulgata (versículo 17 del capítulo 20 del evangelio de San Juan): las palabras que Jesucristo dirige a María Magdalena después de su resurrección. 
Es un tema frecuente en el arte cristiano desde la Antigüedad tardía hasta la actualidad; e incluso sus convenciones formales se han utilizado en arte profano. 
La figura de Cristo se representa muy a menudo con atuendo o instrumentos de trabajo propios de un jardinero u hortelano, tal como sugiere la escena evangélica ("Ella, pensando que era el hortelano, le dijo" -versículo 15-). En otras ocasiones se representa parcialmente cubierto con el lienzo del sudario, permitiendo a los artistas la ejecución de un desnudo parcial. La postura de Magdalena suele ser arrodillada, extendiendo un brazo con intención de tocar a Cristo, que la esquiva, lo que da la oportunidad a los artistas de realizar composiciones más o menos dinámicas, muy habitualmente con una marcada línea diagonal.
En el segundo, más raro de encontrar representado, Cristo aparece tocando a Magdalena en la frente, algo extraño a la tradición evangélica. La escena se explica a partir de una leyenda provenzal relatada en un libro dominico del siglo XV llamado Aúrea Rosa. En esta narración la santa se aparece a Carlos II de Anjou para revelarle que Cristo resucitado la había marcado en la frente, y que esta marca –un resto de piel- se podía observar en el cráneo conservado en la iglesia de Saint Maximin de Provenza. 

Noli me Tangere, Hans Holbein el Joven (1524) Royal Collection, Hampton Cour.
Vemos la imagen de Holbein en la que aparecen ángeles recogiendo el sudario. Al fondo unas figuras que aparecen corriendo que son San Pedro y San Juan (llegó antes él, porque era más joven). Al fondo el Gólgota con las cruces. Cristo y María Magdalena aparecen con el tarro de los perfumes (para perfumar el cuerpo de Cristo). María reconoce a Cristo por el habla, pero no físicamente. Esto es porque tiene otra apariencia, pero iconográficamente aparece como siempre se representa a Cristo porque si no, no le reconoceríamos.  

Noli me Tangere Correggio (Ca. 1525) Museo del Prado.
Momento en el que ya ha reconocido a Cristo. Suele aparecer Cristo sin llagas.
Es un cuadro «noblemente patético, con su sentido lírico y sensual, que anima la figura de la Magdalena y las sinuosidades de los pliegues, y que trasciende en la sutil vibración cromática del fondo del paisaje, bañado en una luz apenas matutina» (M. Oliver). Cristo, con los pies cruzados en posición de inestabilidad, gesticula con los brazos y las manos, en una postura dinámica y estática a la vez. La Magdalena, por su parte, aparece dibujada con expresión de ardiente misticismo; sus labios se abren de manera ambigua, fijando intensamente su mirada en Cristo. Mientras, su cuerpo se estremece al oír las palabras «No me toques», de boca del Resucitado. La postura arrodillada y el rostro en escorzo forman el inicio de una diagonal que se prolonga en los brazos de Cristo, anticipando las dos figuras las composiciones diagonales típicas del Barroco. La cabellera suelta de la santa es un atributo típico de sus representaciones, en alusión al episodio evangélico en el que derrama lágrimas sobre los pies de Jesús y después los seca con su pelo. 

Noli me Tangere, Alonso Cano. Museo de Bellas Artes Budapest
Cano pinta esta obra, tomando como ejemplo un trabajo de Correggio sobre este asunto, aunque no se trata de una copia. Cano tuvo la oportunidad de estudiar en las colecciones reales la obra del maestro italiano, realizando algunas modificaciones que hacen este lienzo más humano, como el gesto de colocar la mano en la cabeza de la Magdalena, gesto con un sentido iconográfico al hacer alusión a la leyenda según la cual los dedos del Salvador quedaron marcados en su frente. Incluso gracias al diseño de la composición, repitiendo y oponiendo diagonales en la disposición de brazos y piernas, hace más cercana la escena al espectador, en la que se quiere resaltar la ternura del trágico momento. El solemne paisaje del fondo busca acentuar el sentimiento general de la tela.
Noli me tangere, Tiziano 1511-12. Palazzo Pitti
Tras el entierro de Cristo, María Magdalena se dirigió al lugar donde se le había sepultado y se halló la tumba vacía.
Al visitar la tumba de Jesús, María Magdalena se la encuentra vacía, por lo que al cruzarse con quien cree es el jardinero  pone una azada en manos de Jesús, le pregunta por el cuerpo de Cristo. Jesús resucitado, que le dijo "No me toques, que todavía no he subido al Padre, pero vete donde mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre". (Evangelio según San Juan, 20, 14-18).  

Esta temática será muy habitual en el Renacimiento y Tiziano lo tratará en los primeros años de la década de 1510, momento en el que el maestro veneciano se hace cada vez más receptivo a las experiencias que se estaban realizando en Florencia y Roma. La figura de Cristo está inspirada en la Leda de Leonardo interpretada por Rafael, apreciándose también ecos de Giorgione en el grupo de casas que aparecen tras las murallas de la derecha así como la inserción de las figuras en el paisaje. Sin embargo, Tiziano realiza sus aportaciones personales como será la mayor preocupación por la luz y el color, las riquezas táctiles de las telas o la belleza de los modelos elegidos para los personajes sacros. 

Noli me tangere, Jerónimo Cósida, 1570. Museo del Prado

Entonces Jesús se identifica, momento en el que María se agarra a Jesús, quién mientras con su mano derecha bendice, dice la célebre frase: “No me toques (o detengas)”. Como otros autores, Cósida pone en manos de Jesús una herramienta, en este caso un rastrillo, como Tiziano y Botticelli pusieron una azada.
Al fondo se percibe la tumba de Cristo vacía con dos ángeles custodiándola, el Calvario con las cruces de la ejecución de Jesús y la ciudad de Jerusalén al final del cuadro. Su pincelada es muy detallista, propia de un pintor que practicaba la miniatura y el dibujo. 
En el estricto terreno de las apariciones es el tema del "Noli me tangere" (No me toques) es el más difundido, por supuesto en mayor número que las apariciones a los discípulos que generalmente se asocian a los pasajes de la incredulidad de Tomás y de los discípulos de Emaús.
Los discípulos de Cristo habían sido testigos oculares de la vida de Cristo hasta su ascensión a la Cruz, así también como después de su resurrección. En el espacio de los cuarenta días que separaban su resurrección de su ascensión a los cielos, el Señor se les apareció once veces: a María Magdalena (Juan 20, 1-18; Marcos 16, 9-11), a las mujeres miroforas (Mateo 28, 9-10), a Pedro (Lucas 24, 34; I Corintios 15, 5), a los dos discípulos de Emaús (Lucas 24, 13-32; Marcos 16, 12-13), a los discípulos en Jerusalén sin la presencia de Tomás (Juan 20, 19-25), y ocho días después en su presencia (Juan 20, 26-31), a los once en Galilea (Mateo 28, 16), a los siete discípulos en el mar de Tiberíades (Juan 21, 1-14), a los once en Betania antes de subir a los cielos (Lucas 24, 50; Hechos 6, 1-11), además del testimonio de san Pablo que el Señor se apareció a más de quinientos hermanos, a Santiago y a sí mismo (I Corintios 15, 6-8). 

Los peregrinos  (discípulos) de Emaús.
La cena de Emaús o los discípulos de Emaús es el nombre con que se identifica un relato del Evangelio de Lucas (Lucas 24:13-35) que no guarda paralelismo con ningún otro del Nuevo Testamento, con la salvedad de una muy acotada referencia en Marcos 16:12-13. El pasaje narra la aparición de Jesús resucitado a dos discípulos suyos de camino a la aldea de Emaús, la forma en que lo invitaron a pernoctar y cómo lo reconocieron durante la cena, en la fracción del pan. Los matices psicológicos de sus personajes otorgan un carácter único al pasaje, que fue analizado y reflexionado largamente por biblistas, exégetas y místicos, y a través del tiempo tornó en un tema muy tratado en el arte.
Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan. Estaban hablando de éstas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: «¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?» Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos. Después les dijo: «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: "Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí."» Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas.
Evangelio según san Lucas 24, 35-48 

Tenemos dos momentos de gran importancia desde el punto de vista iconográfico. Una el ir caminando (camina junto a sus discípulos (Humanidad) aunque no le reconozcan (aunque no se le vean ni escuche)).
Y la segunda, la parte de la bendición sería simbología eucarística. Bendecir el pan igual que en la misa.  

Cristo y los peregrinos de Emaús, Pieter Coecke van Aelst Col. particular

Así, el Evangelio cuenta cómo dos de los discípulos de Cristo se dirigían, el día de la Resurrección, a Emaús, un pueblo cercano a Jerusalén cuando, por el camino, se les unió un tercer caminante, que les preguntó por qué estaban tan tristes, a lo que uno de ellos respondió que esperaban que Jesús, crucificado tres días antes, liberase a Israel, dado que unas mujeres habían encontrado su tumba vacía. Se acercaba la noche, por lo que los dos peregrinos rogaron a su acompañante que se quedara a cenar con ellos, como así fue. Justo en el momento en que éste partía el pan con las manos, ellos se dieron cuenta de que en realidad, la persona que los había estado acompañando no era otro que su Maestro, tras lo cual, desapareció.
Van Aelst apuesta por la representación de los tres momentos, con los dos peregrinos en la parte izquierda, ya en camino, el centro de la composición ocupado por el instante en que ya están acompañados por Cristo.
El momento de la cena es quizá el más representado. Vemos el cuadro de Caravaggio. “La cena de Emaús”. Aparece Cristo un poco más joven y sin barba. Se le reconoce pero es ligeramente diferente. Los peregrinos con su atuendo característico. Aparece el momento de la bendición y cómo se sorprenden los discípulos, pero el mesonero no se sorprende porque no le conoce.  

La cena de Emaús, Caravaggio (1601-1602) National Gallery, Londres 

Representa el momento cumbre de la acción del episodio descrito en el Evangelio de Lucas, 24:30-32:
Y esto sucedió. Mientras estaba en la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio y en ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero ya había desaparecido. Entonces se dijeron el uno al otro: «¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Se representa a los dos discípulos de Jesucristo: Cleofás a la izquierda y Santiago a la derecha, en el momento de reconocer al Cristo resucitado, que se había presentado como el viandante al que habían invitado a la cena. El cuadro representa el momento en el que bendice el pan, acto que forma parte del sacramento de la Eucaristía.
Cristo está representado con los rasgos del Buen Pastor, imagen frecuente en el Arte paleocristiano, un joven imberbe de aspecto andrógino, que simboliza la promesa de vida eterna, el renacimiento, y la armonía, entendida como unión de contrarios. Como San Marcos (16:12) dice que Jesús se les apareció «bajo distinta figura», Caravaggio le ha representado como joven, y no con barba en la edad de su crucifixión , como sí hace en cambio en La vocación de san Mateo, donde un grupo de cambistas sentados es interrumpido por Cristo. Es un tema recurrente en las pinturas de Caravaggio el que lo sublime interrumpa las tareas cotidianas.
Los dos discípulos muestran estupor, Cleofás se levanta de la silla y muestra en primer plano el codo doblado. La postura de espaldas funciona asimismo como recurso para involucrar más directamente al espectador en la escena. Lleva ropas rotas. Por su parte Santiago, vestido de peregrino con la concha sobre el pecho, alarga los brazos con un gesto que parece copiar simbólicamente la cruz, y une la zona de sombra con aquélla en la que cae la luz. Este discípulo gesticula extendiendo los brazos en un gesto que desafía la perspectiva, excediendo del marco de referencia. El brazo de Cristo, lanzado por delante, pintado en escorzo, da la impresión de profundidad espacial. El cuarto personaje, el posadero contempla la escena interesado, pero sin consciencia, no capta el significado del episodio al que está asistiendo, ya que sólo los discípulos son capaces de reconocerlo por su gesto de bendecir los alimentos.
El estilo con el que se narra esta escena evangélica es realista. Los discípulos tienen cara de trabajadores y la figura de Cristo es regordeta y ligeramente femenina. La Iglesia se opuso fuertemente a esta forma de tratar los temas religiosos.
La pintura es atípica por las figuras de tamaño natural y el fondo oscuro y vacío.

Como en la tradición de la pintura véneta y lombarda, Caravaggio resalta el bodegón sobre la mesa, con varios objetos descritos con gran virtuosismo, uniendo incluso a la vez realismo y simbolismo en un lenguaje único.
El pan y la jarra de vino aluden a la eucaristía. La jarra de vidrio y el vaso reflejan la luz, el pollo con las piernas estiradas ha sido interpretado como símbolo de la muerte, aunque no todos los expertos de iconografía están de acuerdo. La canastilla de mimbre con frutas, parecido al de otra célebre obra del pintor (el Cesto con frutas), pende peligrosamente sobre el borde de la tabla. Mediante este artificio del cesto que parece ir a caerse, como la postura de los brazos abiertos de Santiago se logra que el espectador acceda a la obra.
En este cesto hay diversas frutas, pintadas magistralmente con sus imperfecciones. En ellas se pueden encontrar significados teológicos: la uva negra indica la muerte, la uva blanca la resurrección, las granadas son símbolos de la pasión de Cristo, las manzanas pueden ser entendidas como frutas de gracia o llevar el significado del pecado original, en fin la sombra de la canastilla crea sobre la tabla la imagen del pez, otro signo cristológico.
En esta obra la luz divina, que ilumina un espacio en penumbra, está determinada por los efectos pictóricos y cromáticos. 

Los discípulos de Emaús, Caravaggio 1606. Pinacoteca de Brera, Milán
Caravaggio pintó en 1606 una segunda versión de la Cena de Emaús, que hoy se encuentra en la Pinacoteca de Brera, Milán.

Es un óleo prácticamente de la misma altura (141 frente a los 140 cm de la versión de Londres), pero más estrecho (175 cm frente a los casi dos metros de la primera).
Comparando ambas pinturas, resulta que los gestos de las figuras están más contenidos en esta segunda versión, haciendo que la presencia sea más importante que la interpretación. Esta diferencia posiblemente refleje las circunstancias de la vida de Caravaggio en ese momento (había huido de Roma como proscrito después de la muerte de Ranuccio Tomassoni), o posiblemente, después de comprender el sentido en el que evolucionaba su arte, había llegado a reconocer, en esos cinco años que median entre uno y otro cuadro, el valor de la sutileza.
La obra se emprendió en 1606 para el marqués Patrizi. Fue pintada, con toda probabilidad, durante la huida de Caravaggio de Roma, pues estaba acusado de asesinar a Ranuccio Tomassoni durante una pelea callejera. Todos estos acontecimientos dejarán su impronta en la obra de Caravaggio, pues este cuadro tiene muchos de los rasgos estilísticos del período: reducción de naturalezas muertas, los rostros adquieren la cualidad de parecer casi espectros en las sombras y se transforman en vivos retratos de los sentimientos y las energías. La pincelada y la delicadeza de las tonalidades permiten apreciar una obra cumbre del pensamiento artístico de Caravaggio. 

La cena de Emaús, Rubens (1638), Museo del Prado

Dos peregrinos en trayecto a Jerusalén se encuentran con un caminante a quien invitan a cenar. En el momento en que el desconocido bendice el pan en la mesa, reconocen en él a Cristo resucitado, según relata el Evangelio de San Lucas (24, 13-55). El pintor sitúa la escena en un espacio semiabierto a un paisaje arquitectónico, con una fortaleza y un edificio barroco por el que se asoma una figura, los cuales, junto con la calidez de la luz empleada, dan un cierto aire italianizante a la obra. Las figuras de los peregrinos, con sus gestos, muestran el dominio de la expresividad por parte del Rubens más maduro. A un lado, el grotesco posadero contempla la escena, ignorante de la trascendencia religiosa del acontecimiento.

Suele aparecer el pan y justo Cristo bendiciendo. En el cuadro de Rubens aparece un loro. Era la moda en el siglo XVII y XVIII (por el comercio con América).

La cena de Emaús Velázquez (ca. 1620) Metropolitan Museum of Art, Nueva York.
Cuando Velázquez fue nombrado pintor del rey en 1623 tuvo la oportunidad de contemplar la excelente colección de pintura que se guardaba en el Alcázar, entre la que destacaban las obras de Tiziano así como diversos pintores italianos contemporáneos. El estudio de estas obras permitió avanzar al sevillano en su aprendizaje, superando el naturalismo tenebrista que caracteriza su etapa sevillana. Gracias a estas nuevas influencias realiza esta Cena en Emaús, la única obra de asunto religioso que se conserva de esta primera etapa madrileña. A pesar de los deseos del joven maestro por superarse, encontramos algunos errores de bulto como el apelotonamiento de las figuras alrededor de la mesa, la ubicación de los dos discípulos en el mismo plano - para poder mostrar al del fondo lo ha elevado y ha desplazado al del primer plano - o la ausencia de espacio en la mesa. Satisfactorio resulta el realismo de los personajes y las calidades de las telas, cuyos pliegues recuerdan a Zurbarán, así como el colorido empleado al apreciarse una ampliación en la paleta. La figura ausente de Cristo contrasta con la expresividad de los dos apóstoles, interpretados como dos hombres del Madrid del siglo XVII. Cuando Rubens llegó a Madrid en 1628 y contempló estas obras que Velázquez estaba realizando animó al sevillano para que completara su formación en Italia, la cuna de la pintura, adquiriendo Velázquez la maestría que apuntaba años atrás. 

La composición muestra a Cristo (con la llaga en la mano) en la cabecera de una mesa a la que se sientan los dos peregrinos. Uno de ellos, con el brazo izquierdo extendido, parece señalar hacia un punto indeterminado que queda a su espalda, mientras que el gesto de la diestra del otro personaje expresa su actitud interrogante. Las superficies del mantel y de la túnica de Cristo se hallan bañadas por una luz clara, mientras que las manos y rostros de los peregrinos, en función de la iluminación lateral, están modelados con gran dureza. 

Escena de cocina con la cena de Emaús Velázquez («La mulata»), (ca. 1618), National Gallery of Ireland, Dublín. La cena de Emaús, también conocido como La mulata y Escena de cocina con la cena de Emaús. 

El cuadro presenta a una muchacha de tez oscura y cofia blanca situada tras una mesa de cocina que corta la figura de medio cuerpo. Con su mano izquierda coge un jarro de cerámica vidriada, quedando sobre la mesa otros cacharros de loza y bronce, entre ellos un almirez con su mano y un ajo. En la pared del fondo un cesto de mimbre cuelga de una escarpia con una servilleta blanca. Estos elementos propios de la pintura de bodegón han llevado a relacionar este cuadro con uno de los «bodegoncillos» descritos por Antonio Palomino entre las obras tempranas de Velázquez.

En 1933 al procederse a una limpieza se descubrió bajo un amplio repinte del fondo una ventana a través de la cual se ve a Cristo bendiciendo el pan y a un hombre barbado a su izquierda, faltando un segundo discípulo del que sólo queda una mano, dado el recorte sufrido por el lienzo en esta parte. La escena así representada, la Cena de Emaús según el relato de Lucas, 24, 13-35, transforma el bodegón de cocina en «bodegón a lo divino», haciendo de un género despreciado por los teóricos a causa de la bajeza de sus asuntos una obra digna de mayor respeto, a la vez que dignifica a la propia sirvienta, al entenderse la aparición de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús como una muestra de su presencia entre la gente común. A este respecto Julián Gállego recuerda la célebre afirmación de santa Teresa: «También Dios anda entre los pucheros».
La ventana del fondo con la escena sagrada, ha hecho que se hable de un «cuadro dentro del cuadro» o de un espejo, como el que mucho más tarde empleará en Las meninas, si bien el dibujo de la contraventana evidencia, de una forma más clara que en el Cristo en casa de Marta y María, que se trata de una abertura en el muro que comunica la cocina con una estancia situada tras ella. 

La Cena de Emaús según el relato de Lucas, transforma el bodegón de cocina en «bodegón a lo divino», haciendo de un género despreciado por los teóricos a causa de la bajeza de sus asuntos una obra digna de mayor respeto, a la vez que dignifica a la propia sirvienta, al entenderse la aparición de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús como una muestra de su presencia entre la gente común.  

La cena de Emaús, Hendrick ter Brugghen 1621. Pinacoteca del palacio de Sanssouci. Potsdam, Alemania.

Lucas nos narra uno de los episodios literarios más bellos de los evangelios: el abandono de Jerusalén de dos discípulos del Rabbí, tras la ejecución de éste. Los discípulos marchan decepcionados a su pueblo, distante tan solo un puñado de kilómetros de Jerusalén. Lo hacen caminando por el polvoriento sendero. Hemos de imaginar un paisaje abrupto en las cercanías dela ciudad Santa, con olivos, vides y las mieses abundantes, suavemente mecidas por la brisa. Ya va atardeciendo. Nuestros viajeros caminan cariacontecidos, pues en verdad amaban a su maestro. El sol va bajando y alarga las sombras. De pronto, otro caminante se pone a su vera y observa la tristeza en sus semblantes. Era Jesús resucitado, pero estos discípulos no lo reconocen. Tal vez por las sombras del atardecer, o simplemente, por lo inimaginable del suceso.
Cualquier caminante bien educado en los pueblos semitas, saludaría, e intentaría cortésmente iniciar una conversación.
Los pobres discípulos –lo tienen en su roto corazón- narran al desconocido la historia de Jesús crucificado, en el que habían confiado, incluso durante años y ahora no les queda nada. Vuelven al pueblo. Jesús les conforta y les habla de la conveniencia de que aquel maestro padeciera. Toma citas de las Escrituras. Razona, habla amablemente y convence. Aquellos dos –solo de uno de los cuales se conoce el nombre por el relato: Cleofas- quedan pasmados, ante lo aplastante del razonamiento. Sin embargo sus ojos siguen nublados por la pena. Ya se está poniendo el sol. Jesús hace el gesto de querer continuar caminando, pero estos hombres, que han sido al menos consolados, le piden que permanezca en su destino-la pequeña aldea de Emaús- haciendo honor a la hospitalidad hebrea y como excusa, para seguir oyendo palabras tan reconfortantes.
Llegados al pueblecito entran en su casa e invitan a cenar al extraño compañero de viaje. Por deferencia, dejan que el invitado parta el pan, como signo de afecto y hospitalidad.
Todo padre de familia tenía un modo concreto y personal –un sello de identidad- de partir y bendecir el pan. Era como una rúbrica. Estos discípulos sabían de memoria cómo era la forma en que el nazareno y sólo él lo solía hacer. Así, al tener el pan entre sus manos, quizá entornando los ojos, el Rabbi lo parte con su peculiar singularidad tal vez murmurando una bendición. En ese momento los discípulos caen en la cuenta de que el que con ellos parte el pan es el mismísimo Jesús a quien ellos han visto morir y ser enterrado. Se quedan atónitos.
En ese momento Jesús desaparece. Pero ya los discípulos lo han visto con sus propios ojos. Algo han debido intuir con anterioridad, pues dicen maravillados ”¿no ardía nuestro corazón cuando por el camino nos explicaba las escrituras?”. Tan felices están, que no soportan tanto contento y aun siendo ya de noche parten presurosamente de vuelta a Jerusalén para contar la increíble noticia cuanto antes a los temerosos apóstoles. 

La Cena de Emaús, Matthias Stom  1633-1639. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid
La escena de Stom está recogida en el Nuevo Testamento y se ciñe al texto con bastante exactitud: «[Ellos] obligáronle diciéndole: Quédate con nosotros, pues el día ya declina. Y entró para quedarse con ellos. Puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y le reconocieron, y desapareció de su presencia». 
Stom, siguiendo el relato, representa la escena en un interior iluminado por la céntrica luz de una vela. Los dos discípulos se colocan a la izquierda, mientras que Jesús lo hace a la derecha. El momento elegido es justo en el que los discípulos reconocen a Cristo, que todavía sostiene el pan que acaba de partir, y en que manifiestan su sorpresa, mirando fijamente a Jesús y abriendo y extendiendo sus manos como para tocarle. El testigo del hecho milagroso es una figura secundaria, la muchacha que sirve la mesa, que observa con curiosidad al personaje a su izquierda mientras lleva una fuente. La imagen de Stom está construida con un plástico claroscuro que más que dibujar esculpe a los personajes. La paleta utilizada es cálida, siendo especialmente cuidadosa la gama terrosa con la que se construyen el bodegón de la mesa y los dos discípulos. De este tema, muy repetido por Stom, se conocen ocho versiones.  

Al relato del encuentro de María y Jesús, sigue en el texto de Juan el encuentro de Jesús con los otros discípulos. El primer encuentro tiene lugar la tarde de aquel día, el primero de la semana. Jesús se aparece en medio de los discípulos en el lugar en que están encerrados por miedo a los judíos. “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.”  (Juan (SBJ) 20, 19-20). Esto ocurre en dos fases distintas en el tiempo en un intervalo de ocho días; “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré. Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con vosotros”.  (Juan (SBJ) 20, 24-26. No hay dudas y perplejidades en el grupo de los discípulos, que "se llenaron de alegría al ver al Señor".  

Cristo resucitado en el cenáculo, Mattia Pretti 1670. Museo de Bellas Artes, Sevilla.

Cristo después de resucitar, dice Mateo, se apareció a la Magdalena, quien fue a contarlo a los discípulos, que la tomaron por loca. También se apareció a otros dos discípulos que iban de camino (los de Emaús), volvieron a anunciarlo y tampoco los creyeron. Por último Jesús aparece a los once cuando estaban a la mesa y les reprochó su incredulidad por no creer el testimonio de los que anunciaron su resurrección. El encuentro directo con Cristo los fortalece y los reafirma con valentía y es aquí cuando el discipulado se cambia en apóstol. El mismo Maestro resucitado los hace apóstoles, (que significa enviado), y les ordena: Id,  sed propagadores de la doctrina, de la buena nueva del Evangelio.
Jesús, resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a anunciárselo a sus compañeros, que estaban de duelo y llorando.
Ellos, al oírle decir que estaba vivo y que lo había visto, no la creyeron.
Después se apareció en figura de otro a dos de ellos que iban caminando a una finca.
También ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero no los creyeron.
Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo:
ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. 

Ésta es una obra de grandes contrastes tenebristas en la que el pintor parece retomar la técnica ideada por por Caravaggio, "de la emergencia" consistente en aclarar progresiva e irregularmente el marrón negruzco del fondo, de manera que los colores emergen de éste. Los tonos ocres configuran el carácter sobrenatural de la escena, viéndose potenciada la luminosidad que irradia Cristo Resucitado. 
La distribución escalonada de los personajes y el punto de vista cercano al espectador, recuperan la tradición manierista de las grandes composiciones de Tintoretto y Veronés. 
Composición de gran dramatismo en la gesticulación de los personajes, se ve acentuada por la iluminación. 

Incredulidad de Santo Tomás, Caravaggio 1601-02. Museo: Neues Palais

El lienzo con la Incredulidad de Santo Tomás fue pintado para la familia Giuliani, que lo mantuvo en su colección hasta que pasó al Neue Palais de Postdam. La obra nos muestra el momento en que Cristo Resucitado se ha aparecido a sus discípulos, pero Tomás aún no cree en su identidad, por lo que Cristo mete uno de sus dedos en la llaga del costado. Este hecho, que podría parecer exageradamente prosaico, es la mayor prueba física del reconocimiento de Cristo, la definitiva demostración de su regreso desde el reino de los muertos. Caravaggio ha ejecutado una composición que converge completamente en el punto de la llaga con el dedo metido, de tal modo que la atención de los personajes del lienzo y la de los espectadores contemporáneos se ve irremisiblemente atraída por esta "prueba" física. El habitual naturalismo descarnado de Caravaggio se vuelve aquí casi de sentido científico: la luz fría cae en fogonazos irregulares sobre las figuras, iluminando el cuerpo de Cristo con un tono amarillento, que le hace aparecer como un cadáver, envuelto aún en el sudario (no es una túnica). El pecho todavía está hundido y pareciera que la muerte se resiste a dejarlo marchar al mundo de los vivos, manteniendo sus huellas en el cuerpo de Jesús. 

La incredulidad de Santo Tomás, Stom, Matthias. Museo del Prado

La representación corresponde al momento en el que al Apóstol Tomás introduce sus dedos en la llaga del costado derecho de Cristo para cerciorarse de su resurrección. Schneider (1923) y Nicolson (1977) sitúan esta obra en la etapa siciliana del pintor, cuando en su pintura se aúnan rasgos estilísticos nórdicos, como, por ejemplo, el riguroso plegado de los paños, con los propios de los pintores seiscentistas napolitanos. En efecto, los tipos populares, la expresividad de rostros y manos y su marcada rugosidad, las carnaciones amarillas, el modelado táctil del cuerpo y el rostro de Cristo, el tratamiento de los cabellos a base de pinceladas anchas y pastosas, el colorido y los fuertes contrastes lumínicos hablan de la asimilación por parte de Stom de la pintura de los seguidores de José de Ribera (1591-1652), que pudo conocer y estudiar durante su estancia en Nápoles. 
La figura de Cristo adquiere un protagonismo absoluto. A ello contribuye de forma definitiva el hecho de que aparezca distanciada de las de los Apóstoles y, sobre todo, el haber sustituido la vela, foco de luz artificial característico de algunos pintores por una fuerte iluminación lateral que transforma la figura de Cristo en foco luminoso que alumbra, a su vez, la escena. Esta transformación podía estar en relación tanto con su condición de cuerpo luminoso de resucitado -de ahí que no muestre en las manos las heridas de los clavos ni en la frente las de la corona de espinas- como con la nueva significación del Corpus Christi dentro de la doctrina contrarreformista. Quizá también por ello Stom, al contrario que Caravaggio, opta por mostrar el rostro de Cristo y el torso prácticamente despojado del manto.  

La Ascensión

La Ascensión de Jesús es la enseñanza cristiana sustentada por varios pasajes del Nuevo Testamento de que Jesucristo entró en la gloria con su cuerpo resucitado en presencia de once de sus apóstoles, cuarenta días después de la resurrección. En la narración bíblica, un ángel les dice a los discípulos que la segunda venida de Jesús se llevará a cabo de la misma manera que su Ascensión.
Los evangelios canónicos incluyen dos breves descripciones de la Ascensión de Jesús en Lucas 24:50-53 y Marcos 16:19. Una descripción más detallada de la Ascensión corporal de Jesús en las nubes se da en Hechos 1:9-11.
La Ascensión de Jesús es profesada en el Credo de Nicea y en el Credo de los Apóstoles. La Ascensión implica la humanidad de Jesús siendo tomada en el Cielo.
En el siglo VI se había establecido la iconografía de la Ascensión en el arte cristiano, y las escenas de la Ascensión en el siglo IX estaban siendo representadas en las cúpulas de las iglesias. Muchas escenas de la Ascensión tienen dos partes, una parte superior (celestial) y una parte inferior (terrenal). El Jesús ascendiendo es representado a menudo bendiciendo con la mano derecha, bendición dirigida hacia el grupo terrenal por debajo de él y que significa que él está bendiciendo a toda la Iglesia.
Hechos 1:9-12 indica que la Ascensión tuvo lugar en el Monte de los Olivos (el «Monte de los Olivos», en la que el pueblo de Betania se encuentra). Después de la Ascensión, los apóstoles son descritos como regresando a Jerusalén desde el monte que se llama del Olivar, el cual está cerca de Jerusalén, dentro de viaje de un sábado. La tradición ha consagrado este sitio como el Monte de la Ascensión. El Evangelio de Lucas dice que el evento se llevó a cabo «en las proximidades de Betania» y el Evangelio de Marcos no especifica ninguna ubicación.
Antes de la conversión de Constantino en el año 312 d. C., los primeros cristianos honraban la Ascensión de Cristo en una cueva en el Monte de los Olivos. Hacia el año 384, el lugar de la Ascensión fue venerado en el actual sitio abierto, cuesta arriba de la cueva.
La Capilla de la Ascensión en Jerusalén es hoy un lugar sagrado cristiano y musulmán que, se cree actualmente, marca el lugar desde donde Jesús ascendió al cielo. En la pequeña iglesia redonda/mezquita existe una piedra grabada con lo que algunos dicen ser las mismas huellas de Jesús. 
Alrededor del año 390 una mujer romana adinerada llamada Poimenia financió la construcción de la iglesia original llamada «Basílica de Eleona» (elaion en griego significa «jardín de olivos», de elaia «olivo», y tiene una similitud a menudo mencionada a eleos que significa «misericordia»). Esta iglesia fue destruida por los persas sasánidas en 614. Posteriormente fue reconstruida, destruida y reconstruida de nuevo por los cruzados. Esta iglesia final fue más tarde también destruida por los musulmanes, dejando sólo una estructura octogonal de 12x12 metros (llamado un martyrium, «memorial» o «edículo»), que se mantiene hasta nuestros días. 
La Ascensión ha sido un tema frecuente en el arte cristiano, así como un tema en los escritos teológicos. En el siglo VI se había establecido la iconografía de la Ascensión en el arte cristiano, y las escenas de Ascensión en el siglo IX estaban siendo representadas en las cúpulas de las iglesias. Los Evangelios Rabbula (c. 586) incluyen algunas de las primeras imágenes de la Ascensión. 
Muchas escenas de la Ascensión tienen dos partes, una parte superior (celestial) y una parte inferior (terrenal). El Jesús ascendiendo es representado a menudo bendiciendo con la mano derecha. El gesto de bendición de Cristo con su mano derecha se dirige hacia el grupo terrenal por debajo de él y significa que él está bendiciendo a toda la Iglesia.[8] En la mano izquierda, él podría sostener un Evangelio o un pergamino, lo que significa la enseñanza y la predicación.
La representación ortodoxa de la Ascensión es una metáfora importante para la naturaleza mística de la Iglesia. En muchos iconos orientales la Virgen María se coloca en el centro de la escena en la parte terrestre de la representación, con las manos levantadas hacia el cielo, a menudo acompañada por varios Apóstoles. La representación mirando hacia arriba del grupo terrenal coincide con la liturgia oriental en la Fiesta de la Ascensión: «Venga, vamos a elevarnos y levantar nuestros ojos y nuestros pensamientos [...]».

El texto más preciso
Cuando les dijo esto, le vieron elevarse; y una nube lo ocultó de su vista. Y como se quedasen mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, se les aparecieron dos varones con vestidos blancos, que les dijeron: “Varones galileos, ¿a qué seguís mirando al cielo? Este Jesús que os ha sido arrebatado al cielo, vendrá así tal como lo habéis visto irse al cielo (Ac, 1, 9-12) 

Elementos en la Ascensión de Cristo:
1.    Presencia de los once apóstoles (Falta Judas) y con frecuencia aparece la Virgen aunque los textos no lo indican).
2.    Jesús subiendo al cielo.
3.    Nube ocultando a Cristo.
4.    Dos ángeles. 

Lo vemos en el cuadro de Colaborador de Fernando Gallego “Ascensión” (Ca 1495) Iglesia parroquial de Arcenillas (Zamora). 

También pueden aparecer dos huellas en la roca desde la que ascendió, que son las huellas de Cristo y que dicen que ahí pondrá los pies el Anticristo cuando llegue.
Puede aparecer Cristo entre una nube o rodeado de angelitos (con forma de mandorla mística).

La Ascensión de Cristo Mantegna (1460-1464) Galleria degli Uffizi Florencia.

De sentido marcadamente vertical, todos los elementos de la composición de la tabla conducen la mirada del espectador hacia el Cristo que asciende al cielo, en cuerpo y alma, portado por una guirnalda de angelitos muy decorativos, de color rojo entre nubes azules, modelo que tuvo mucho éxito en España y Flandes. En el suelo, los apóstoles y la Virgen forman un corro que contempla asombrado el milagro, cada uno en una pose diferente según su propia reacción. Las cabezas elevadas y giradas hacia Cristo permiten al artista lucir su dominio del escorzo, que consiste en situar un objeto en diagonal y no de frente, ofreciendo una vista forzada y deformante que resultaba muy difícil en la época. Mantegna fue el mayor maestro en el dominio del escorzo y la perspectiva geométrica. 

Ascensión de Cristo, Benvenuto Tisi da Garofalo (1481–1559)



Señala el momento cumbre de la exaltación de Cristo antes de su segunda venida. Fue en la ascensión cuando Cristo entró en su gloria.
Jesús describió su partida de esta tierra como siendo mejor para nosotros que su presencia permanente. La primera vez que Jesús les anunció su pronta partida a sus discípulos, estos se entristecieron. Sin embargo, más adelante pudieron reconocer la importancia de este gran acontecimiento. Lucas nos registra la ascensión: y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo (Hechos 1:9-11).
Observamos que Jesús partió en una nube. Esta es probablemente una referencia a la Shekinah, la nube de la gloria de Dios. La Shekinah supera en resplandor a cualquier otra nube. Es la manifestación visible de la gloria esplendorosa de Dios. Por lo tanto, la manera de la partida de Jesús no fue para nada ordinaria. Fue un momento de asombroso esplendor. 

Ascensión, Rembrandt 1633 h. Alte Pinakothek (Munich)
Se conserva una carta de Rembrandt fechada en marzo de 1636 en la que informa de un próximo viaje a La Haya para ver si su Ascensión, recientemente colocada en su emplazamiento original, no desmerece ante los cuadros que ya había entregado. En efecto, el maestro ha intentado dotar de una cierta unidad a la serie empleando sus características iluminaciones doradas, creando bruscos contrastes entre zonas de luz y zonas de sombra, tomando como referencia a Caravaggio. Pero las figuras y las sensaciones atmosféricas conseguidas recuerdan más bien a Tiziano o Tintoretto, difuminándose los contornos de los personajes gracias al potente foco de luz clara que parte de la paloma del Espíritu Santo, impacta en Cristo y resbala por las figuras del primer plano. El esquema zigzagueante recuerda a Rubens, reforzando el dinamismo típico del Barroco. Los apóstoles que contemplan la Ascensión están tratados con absoluto naturalismo, creando una imagen de gran belleza en la que destaca la perspectiva baja empleada para conseguir un mayor efectismo durante su contemplación. 

Ascensión de Cristo, Pietro Perugino, 1496–1500
Siguiendo en un plano de dos dimensiones, la composición se organiza de forma simétrica alrededor de un eje central que va de la tierra al cielo, enlazando, con un juego de gestos y de miradas, la Virgen María, el Cristo y dios Padre. A ambos lados de la Virgen, están representados los doce apóstoles y San Pablo, figura importante de la iglesia primitiva. Encima de ellos, el Cristo aparece en una mandorla. Entre los diferentes niveles, los ángeles tocan música o rezan a Dios padre. Detrás, se despliega en la profundidad, un paisaje panorámico tratado según las reglas de la perspectiva aérea: en un conjunto de azules, se distingue una pequeña ciudad fortificada, al borde de un río que corre en el fondo de un valle rodeado de montañas. El ritmo regular de las figuras, las poses graciosas, la dulzura de los rostros de los personajes, y la luminosidad de los colores intensos y contrastados, componen una imagen a la vez imponente y sutil. Perugino concibe en este retablo un estilo clásico que prefigura el arte de su alumno Rafael. 

La Ascensión del señor, Giotto 1305. Capilla de los Scrovegni. Padua, Italia.
Cuenta el Nuevo Testamento (Hechos de los Apóstoles, 1, 9 y ss.) que Jesús, una vez resucitado, permaneció en Palestina unos cuarenta días. Se apareció a sus discípulos en varias ocasiones y llegó a presentarse, según los relatos del nuevo testamento, hasta a quinientas personas. Pero quiere hacer de su resurrección algo discreto. No se le verá más en olor de multitud. A partir de ahora se dedica a predicar exclusivamente a sus más allegados, a los cuales confortará, exhortará, y dará instrucciones sobre su futuro. (1 Corintios, 15, 3-8)
Al principio los apóstoles están estupefactos –y en ocasiones hasta incrédulos– y vislumbran la gloria de Jesús, pero ven su humanidad, que mantiene la señal de los clavos y la herida de su costado. Ante ellos, habla, come, conversa, pasea. Es cierto que presenta signos de gloria, pero también señales de humanidad, aunque con una mayor perfección.

Al cabo de aquellos días y después de avisarles de que iba a partir, se alejó con sus más allegados y con su madre (ésta destaca en la pintura, en un lugar relevante y con manto azul) y, tras bendecirles, ascendió en su presencia hacia lo alto hasta ocultarse. Los discípulos quedaron conmovidos y tristes en un principio, pero se presentaron dos ángeles que les confortaron y llenaron de alegría, tal y como lo dibuja Giotto. También nos enseña cómo es recibido Jesús en su morada celestial por multitud de ángeles.
Desde ese momento, los discípulos no se separaron, esperando una promesa que les hizo Jesús: vendrá sobre vosotros el Espíritu Santo. En el cenáculo aguardaron pacientemente el acontecimiento, a partir del cual se pusieron a divulgar el mensaje del Evangelio por todo el mundo conocido. Y a esos discípulos sucedieron otros hasta el día de hoy. 

La Ascensión, Tintoretto (El)  1578-81, Scuola Grande di San Rocco de Venecia.

Nos encontramos ante uno de los lienzos más atractivos de la serie pintada por Tintoretto para la Sala Superior de la Scuola Grande di San Rocco. La búsqueda de efectos luministas alcanza su momento álgido en esta tela, sin sacrificar la energía de las gamas cromáticas ni renunciar al naturalismo. Cristo asciende a los cielos rodeado de ángeles con las alas extendidas, portando ramos de palma y de olivo, dando la impresión de salirse del lienzo por su parte superior. Su vigorosa figura parece avanzar hacia el espectador mientras que el apóstol, en la zona inferior de primer plano, parece echarse hacia atrás ante la inesperada aparición, creando el efecto de reunirse con los compañeros que rodean la mesa, en un plano medio. Moisés y Elías hablando en la lejanía, en la soleada llanura, completan la escena. Como ocurre en el resto de escenas de la serie, la luz y el color dominan un conjunto en el que Tintoretto no renuncia a los escorzos ni a la monumentalidad de sus figuras, aportando una intensidad dramática a los asuntos bíblicos sólo superada por la siguiente generación de pintores barrocos.

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