Romanico en Zamora
Un siglo y algunas décadas bastaron para que
las gentes de Zamora dieran a la luz las principales manifestaciones de su más
que notable patrimonio románico. Las pertinentes y no menos precisas
observaciones cronológicas realizadas por Domingo Montero así lo ponen de
manifiesto. A su entender, no existen evidencias arqueológicas o documentales
sobre los templos románicos conservados anteriores al año 1093. Ni siquiera
para las partes más antiguas de la iglesia de San Cipriano en la capital. Y
antes de alcanzar el año 1250 ya se había eclipsado por completo el esplendor
que el arte románico conoció a lo largo del siglo XII, de manera muy particular
durante el reinado de Fernando II de León (1157-1188).
Por descontado, entre ambos límites
cronológicos no existía la provincia de Zamora tal como hoy la conocemos, al
menos como objeto unitario y homogéneo, históricamente analizable. Las actuales
circunscripciones provinciales no fueron diseñadas hasta bien avanzado el siglo
XIX por el ministro y académico Javier de Burgos. Que nadie imagine Zamora como
un conjunto perfectamente definido que evolucionó de manera uniforme en la
totalidad del territorio provincial durante el aproximadamente siglo y medio de
referencia. Y del mismo modo que su actual espacio es física, geográfica, y
comarcalmente diferente, su evolución y desarrollo político, económico, social
y cultural durante la Edad Media también fueron desiguales.
En las páginas que siguen intentaré trazar las
grandes líneas de la evolución de las estructuras materiales, sociales y
políticas de Zamora desde finales del siglo XI hasta mediados del siglo XIII.
Aunque, y siguiendo los pasos de Georges Duby, al que debemos el título que
encabeza esta presentación histórica, no se trata de explicar las formas
artísticas del románico zamorano mediante las mencionadas estructuras, sino de
situar a unas y otras en paralelo, con el propósito de comprender un poco mejor
las unas y las otras.
A fin de evitar equívocos y repeticiones
superfluas parece pertinente subrayar que la evolución general de las
estructuras zamoranas durante el período de referencia fue muy parecida a la
que experimentaron las restantes provincias de Castilla y León en la misma
época aunque, por descontado, con circunstancias y caracteres propios y
específicos que trataremos de identificar y definir a continuación. De la misma
manera que el románico castellano y leonés presenta cierto grado de uniformidad
de expresión y de formas arquitectónicas, escultóricas y pictóricas con el del
resto del occidente cristiano también la evolución de las estructuras
materiales, económicas, sociales y políticas sobre las que ambos se sustentan
ofrece cierto paralelismo
El despertar medieval
Nadie pone hoy en duda que el románico zamorano
es un producto artístico de colonización, de la que podemos considerar como
segunda repoblación de Zamora. Mas hablar de repoblación es hablar también de
reconquista y en último término del Islam y de al-Andalus.
Conforme a la escrupulosa investigación de
Felipe Maillo, el primer geógrafo árabe-islámico en mencionar el nombre de
Zamora sería el persa al-Istajri hacia el año 921. El hecho de que los
geógrafos e historiadores muslimes aludan tan tardíamente a esta capital de los
“gallegos” y que no incluyan en el dominio andalusí las tierras ubicadas
al norte del Duero hasta el siglo décimo de la era cristiana le sirve a Maíllo
para colegir que jamás se dio un dominio musulmán en la cuenca duriense. A
pesar de ello y como acertadamente subraya Domingo Montero la irrupción del
Islam y la rápida conquista de Hispania a partir del año 711 interrumpió el
incipiente desarrollo de la cultura hispanovisigoda, de la que el templo de San
Pedro de la Nave constituye un ejemplo notabilísimo sin el cual muy
probablemente no se hubiera desarrollado en Zamora lo románico local en la
forma y tiempo en que lo hizo. Aunque el peso de lo islámico en el valle del
Duero fuera bastante más liviano que al sur del Sistema Central, el dominio de
al-Andalus dificultó el enlace con la cultura cristiana medieval.
Más o menos abandonada a raíz de la invasión
ismaelita, la ciudad de Zamora, levantada no sabemos muy bien cuando en un
escarpado cerro rocoso sobre el Duero, no fue restaurada hasta finales del
siglo IX. Exactamente en el año 893, si creemos a Ibn Hayyan quien atribuye al
monarca Alfonso III (886-910) la reedificación y repoblación de la capital y su
tierra con gentes cristianas. ¿Se debieron al citado monarca cristiano las
siete murallas de magnífica factura, con taludes entre ellas y anchos fosos llenos
de agua que, al decir de Al-Masudi, imposibilitaron a Abd al-Rahman III
apoderarse de ella en el 939? Ninguna prueba documental ni arqueológica permite
afirmar con garantías suficientes que realmente existieran las mencionadas
murallas. El supuesto amurallamiento de Zamora por Alfonso III se considera,
junto con el de Toro conquistada hacia el año 900 y repoblada por el infante
García, como uno de los principales eslabones del proceso de fortificación y
repoblación de las fronteras meridionales del reino asturleonés sobrevenido a
finales del siglo X aprovechando momentos críticos del Califato cordobés. Todo
ello permitiría poco después a los reyes García I (910-914) y Ordoño II
(914-924) trasladar la capital del Reino de Oviedo a León. Incluso la ciudad de
Zamora, donde se estableció una sede episcopal ocupada por el obispo Atilano
entre los años 901 y 917, fue objeto de frecuentes estancias de los monarcas
cristianos, algunos de los cuales fallecieron en ella.
Asimismo, la ocupación y repoblación de Zamora
a partir de finales del siglo IX hay que verlas como los hitos más meridionales
de la repoblación de los Campos Góticos llevada a cabo por el rey Magno. Por
descontado, no debemos concluir estas rápidas alusiones a la primera
repoblación de Zamora sin subrayar la importancia que en la misma desempeñaron,
junto a los cristianos que acompañaron desde el norte a Alfonso III, los
mozárabes llegados desde Toledo, Coria o Mérida. Experimentados alarifes unos,
o simples agricultores y ganaderos los más, fueron quienes levantaron la citada
cerca urbana y comenzaron la reorganización y colonización del que un día sería
el alfoz o tierra de la ciudad de Zamora. Aunque la documentación disponible no
permita datar con precisión cronológica su fundación, topónimos como Coreses,
Madridanos, Merendeses o Toldanos hablan por sí solos de la presencia de los
mozárabes en la repoblación. Existe, incluso, testimonio documental del 905
sobre baños de origen árabe que muy bien pudieran deberse a los emigrantes
procedentes de al-Andalus. Verdad es que la toponimia norteño-cristiana es
bastante más abundante: Bercianos, Limianos, Gallegos, Asturianos, Navianos,
Manganeses, Castellanos, etc.
No sin ligereza, dada la inexistencia de
pruebas empírico-documentales suficientemente contrastadas, se ha hablado de un
elevado porcentaje de población árabe y judía en Zamora. Lo único cierto que
sabemos es que la población bereber que se estableció en la ciudad a raíz de la
conquista de Hispania por los árabes la abandonó décadas más tarde a raíz de la
gran hambruna y de los enfrentamientos árabe-bereberes.
Tradicionalmente la historiografía atribuye al
rey Ramiro II (ca. 931-950) el objetivo de anexionar a Zamora las tierras
meridionales del Duero. Según parece, tras la batalla triunfante contra los
moros en Simancas en el mes de agosto del año 939 –el geógrafo al-Bakri habla
de cincuenta mil musulmanes muertos–, logró situar las fronteras cristianas en
las riberas del Tormes restaurando entre otras las villas de Ledesma, Ribas y
los Baños. Pero apenas conocemos nada, ni la intensidad ni la duración de esta
ocupación de la Extremadura leonesa.
La importancia de Zamora como baluarte
defensivo y retaguardia segura de la frontera duriense, junto con el carácter
eminentemente militar y belicista de sus pobladores en la segunda mitad del
siglo X, puesto de manifiesto en las más que probables correrías depredadoras
en el interior de las fronteras muslimes, no fueron suficientes para hacer
frente con éxito a las repetidas campañas del amirida Almanzor contra la ciudad
y su tierra entre los años 981 y 986. Verdad es que no conocemos el auténtico
alcance y las consecuencias de las mismas. Igual que otras muchas ciudades del
Reino de León, también Toro fue objetivo prioritario de estos embates de los
andalusíes en las dos últimas décadas del siglo X.
Todos los indicios, incluida la pérdida por
Zamora de su obispado en beneficio del de Astorga cuando menos hasta el año
1102, apuntan a un evidente fracaso de los primeros intentos repobladores de
las riberas septentrionales del Duero. Fenómeno que contrasta con lo acaecido
en las tierras noroccidentales de la provincia, en la zona de Sanabria y en las
comarcas de Aliste y Sayago, donde está perfectamente comprobada la pervivencia
de un número significativo de sistemas castrales indígenas desde la Edad del Hierro
hasta el siglo VIII, núcleos que se convirtieron en referentes para a partir de
ellos articular la repoblación asturleonesa del siglo X. Alcañices, Alba de
Aliste, Fermoselle, Almeida, La Azmesnal o urbs Senabrie, vestigios, junto con
otros muchos más, de una red defensiva castral, la denominada “cultura de
los castros”, se comportaron como castros que acabarían convirtiéndose en
aldeas. Puede que tales lugares ejercieran, en el momento de sufrir el impacto
colonizador de los cristianos, un dominio sobre el territorio circundante, al
menos en el plano paisajístico y defensivo.
Algunos de los castros arriba aludidos se
transformaron, merced a la política repobladora de los monarcas astures, en
centros monásticos de cierta importancia desde los que los monjes mozárabes, y
otros que quizá llegaron desde La Liébana, contribuyeron a colonizar y
reorganizar el espacio de acuerdo con las pautas económicas y sociales que
marcaban los nuevos tiempos. Al menos así sucedió en Tábara donde se construyó
un monasterio que llegó a contar con 600 (?) monjes, entre los que se
encontraban el genial artista Magio y su discípulo el presbítero Emeterio,
iluminadores ambos en la segunda mitad del siglo X, de uno de los códices más
impactantes del Comentario al Apocalipsis de Beato de Liébana, el renombrado
Beato de Tábara. Pese a que desconozcamos la naturaleza y la historia del
dominio del monasterio de Tábara, así como el valor de su cabaña ganadera que,
obviamente, tuvo que ser importante habida cuenta la cantidad de pergaminos que
se utilizaron, en su scriptorium, dibujado al lado de la famosa y tantas veces
divulgada Torre de Tábara, se copiaron importantes manuscritos iluminados.
En territorio Senabriense se levantó el cenobio
de San Martín de Castañeda, cuyos fondos documentales constituyen la base más
segura para conocer las circunstancias –conflictos entre monjes y campesinos
por el aprovechamiento de las aguas y la explotación de los pagos de cultivo,
por ejemplo– de la repoblación de Sanabria durante el siglo X. Los documentos
conservados del Cartulario de San Martín de Castañeda demuestran que la comarca
sanabresa conoció un importante desarrollo aldeano y que los monjes se constituyeron
en activos agentes de la reorganización del territorio, o lo que es lo mismo,
de su repoblación. En una línea parecida deberá valorarse el papel de los
monasterios de San Miguel de Camarzana, Santa Marta de Tera, Santiago Apóstol,
San Pelayo, San Pedro de Zamudio, San Pedro de la Nave y Ageo en Ayóo de
Vidriales.
Es bastante probable que en Aliste y Sayago se
dieran prácticas económicas distintas que en Sanabria, dignas de ser
subrayadas: más ganaderas las dos primeras comarcas y más hortofrutícola y
cerealera la última. Por otra parte, la documentación de San Martín de
Castañeda permite comprobar la utilización por los monjes de ciertos mecanismos
que desembocaron en la feudalización de Sanabria. Con el transcurrir de los
años los monjes se hicieron con el control de diferentes bienes, fenómeno que
no parece se produjera con tanta intensidad e iguales características en Sayago
y Aliste por las mismas fechas. No sin resistencia por parte de los afectados,
los monjes sanabreses acapararon mediante donaciones y compras numerosas
explotaciones campesinas, poderes y complejos derechos jurisdiccionales sobre
las comunidades castrales preexistentes.
Tiempo de épica en Zamora
Nuevos tiempos para el nuevo milenio en
Castilla y León. Para Zamora también. La inversión en la relación de fuerzas
entre cristianos y musulmanes en las primeras décadas del siglo XI va a dar un
vuelco a la situación anterior y origina un proceso que, al menos en
apariencia, tuvo mucho que ver con lo sucedido en al-Andalus. ¿Imaginarían los
cristianos castellano-leoneses del año mil, atribulados por los constantes
saqueos, correrías y castigos militares producidos por Almanzor en vísperas del
segundo milenio, que el poderoso y temido califato cordobés acabaría
desintegrándose a partir de 1031 en múltiples taifas cuyos reyezuelos serían
incapaces de constituir un frente unitario contra los cristianos? La llegada
del nuevo milenio acabó poniendo fin al miedo y a los continuos ataques de los
muslimes que en unos pocos años se convirtieron, gracias al pago de las
llamadas parias –abundantes cantidades de dinero y de metales preciosos–, en
una fuente importantísima de ingresos para los reyes, nobles, caballeros y
clérigos de todo tipo de Castilla y León. Para quienes se beneficiaron directa
o indirectamente de las parias “el siglo XI fue literalmente un siglo de oro”.
Afortunada imagen ideada por Angus Mackay quien, reconociendo que quizá sea
difícil aceptar que la arquitectura románica en España estuvo subvencionada por
las parias, subraya con tino que gracias a ellas se hicieron substanciosas
donaciones de oro a los centros religiosos.
Siglo de oro y siglo de unificación política.
Por vez primera un rey, don Fernando I (1037- 1065), lo será de Castilla y de
León. Su padre Sancho III el Mayor de Navarra (1000-1032), que se coronó con el
título leonés de imperator, tuvo mucho que ver con los nuevos aires de apertura
a Europa, con la sustitución de la antigua liturgia mozárabe por la romana y de
la letra visigoda por la carolina, así como con las renovadoras corrientes
artísticas. Siglo de conquistas y de expansión. Don Fernando llegaría hasta las
mismísimas puertas de Valencia y su hijo Alfonso VI (1065-1109) coloca de
manera irreversible las fronteras del reino castellanoleonés en el Tajo. Siglo
de épica y de heroicos sucesos.
Para los historiadores que escribieron en el
siglo XIII, de modo muy particular para don Rodrigo Jiménez de Rada, no existía
duda de que únicamente olvidándose de la “feroz sangre de los godos”,
que corría por sus venas y las de sus descendientes más directos, pudo el rey
don Fernando I repartir su reino entre sus tres hijos varones: Castilla para
don Sancho, León para don Alfonso y Galicia para don García. A sus dos hijas,
las infantas doña Urraca y doña Elvira, les dejó las rentas de los monasterios
reales mientras se mantuvieran célibes. Semejante reparto y sus dramáticas
consecuencias con el transcurrir del tiempo alcanzó categoría épica y convirtió
a la ciudad de Zamora en el escenario donde acaecieron algunos de los episodios
más significativos de memorables gestas. Doña Urraca y sus hermanos los reyes
don Sancho y don Alfonso; Rodrigo Díaz el Cid Campeador; don Arias Gonzalo y
Bellido Dolfos. Héroes y traidores.
Personajes de leyenda que hicieron historia. El
cerco de Zamora recreado en épico cantar; la trágica muerte de don Sancho a
manos de un ¿traidor?; el “campo de la verdad” donde se dirimieron los
conflictos entre leoneses y castellanos; un héroe castellano, simple hijodalgo,
que exige a su rey, don Alfonso VI, juramento sobre la no participación en la
infamante muerte de su hermano. Y muchísimo más material épico imposible de
analizar aquí. Lugares de la memoria de un tiempo heroico, tiempo de épicas
gestas, que aún hoy recuerdan los zamoranos cuando pasan por la Puerta de doña
Urraca, el Postigo de la Traición o las casas del Cid cercanas a la Puerta de
Olivares. Qué sorprendente casualidad que el restaurador de la diócesis de
Zamora al comenzar el siglo XI fuera nada más y nada menos que don Jerónimo
Visque de Périgord, el aguerrido obispo del Cantar de mío Cid. Así al menos se
afirma en una más que sospechosa donación, quién sabe si falsificada veinte
años más tarde de la fecha que figura en el pergamino conservado en el archivo
catedralicio de Salamanca, que habría realizado el conde don Raimundo de
Borgoña y su esposa la infanta doña Urraca el año 1102.
Tiempo de épica que tiene como protagonista a
Zamora y que, curiosamente, fue recreado oralmente primero y finalmente se puso
por escrito coincidiendo con los años en los que se produjeron las
manifestaciones de la arquitectura y de la imaginería románicas. No por
casualidad, los primeros ejemplos del románico zamorano se remontan a la época
del rey Alfonso VI en cuyo haber está el hecho de conseguir que Alcádir le
entregara la ciudad de Toledo en la primavera del año 1085. La capitulación del
reino taifa de Toledo no tiene nada de baladí puesto que el avance de la
frontera cristiana hasta la capital del Tajo facilitó la que muy bien podemos
llamar segunda repoblación de Zamora.
Repoblación que pudo comenzar con la
restauración de la capital por el rey don Fernando en el año 1063. Pese a que
no se conserve el documento original, los historiadores reiteran la concesión
de un fuero real a la ciudad. A don Fernando atribuyen los especialistas la
primera fortificación de Zamora para la que aprovechó los muros o cuando menos
la cimentación realizada en tiempos de Alfonso III. La llamada porta optima,
conocida como de Olivares, próxima al puente romano que daba continuidad a la
vetusta calzada que desde Mérida subía hasta Astorga, daría fe de la obra de
fortificación de la ciudad promovida por don Fernando I, aunque será la
intervención del rey don Alfonso VI (1065-1109), por medio de su yerno Raimundo
de Borgoña, la que más huellas visibles deje en el primer recinto fortificado.
¿Cómo no hablar de considerable ampliación del recinto urbano de la ciudad de
Zamora y, por consiguiente, de su población? Una población, en esta ocasión, de
procedencia más norteña que andalusí, que se asentará en los nuevos barrios o
colaciones creados en torno a las iglesias donde recibirá atención religiosa.
Junto a quienes llegan desde Asturias, León y Galicia aparecen, cada vez en
mayor número, otras gentes venidas desde Gascuña, Poitiers, Poitou, Périgord,
Montpellier, Provenza y Lombardía. ¿Dónde se aposentaron todos estos
inmigrantes? Realmente conocemos bastante poco al respecto y la, con bastante
frecuencia, llamada “rúa de los francos” nunca recibió tal nombre en los
siglos XII y XIII a pesar de la importancia de los repobladores provenientes
del otro lado de los Pirineos. La arteria principal de la ciudad en los siglos
XII y XIII, la que la dividía en dos estrechas mitades, fue el “carral maior”
que desde la Puerta de Olivares dejaba atrás el castillo y la catedral y se
dirigía hacia la puerta Nueva. A sus lados surgieron, entre otras, las
colaciones de San Cebrián, San Pedro y San Simón o la iglesia de la Magdalena.
La abundante documentación conservada en los
archivos catedralicio y diocesano de Zamora, los numerosos diplomas procedentes
de los monasterios de San Martín de Castañeda, Moreruela o Valparaíso, amén del
amplio conjunto de cartas pueblas y fueros conservados, permiten al
medievalista desenmarañar y seguir con cierta seguridad el proceso repoblador
del espacio comprendido en la actual provincia de Zamora al norte y al sur del
Duero. A partir de tan completa base diplomática, los estudiosos han elaborado
una cartografía y un elenco de más de trescientos topónimos o lugares
documentados hasta mediados del siglo XII que ellos interpretan como un indicio
claro del incremento demográfico que se produjo a raíz de la repoblación
iniciada por el rey don Fernando I al amparo de los muros de Zamora y de Toro.
La cronología del proceso, que se puede establecer con ciertas garantías a
partir de los últimos años del reinado de Alfonso VI, transcurre paralela en
sus grandes hitos a la evolución y a los cambios políticos experimentados por
la monarquía de Castilla y León y con los intereses de los respectivos
monarcas.
La reunificación de los tres reinos creados a
su muerte por Fernando I en la persona de Alfonso VI y la conquista por éste de
Toledo en 1085 supusieron que Zamora dejara de ser tierra de frontera y, en
consecuencia, fuera posible organizar y avanzar en la colonización de su
espacio siguiendo la dirección que marca la Calzada de la Plata conocida
durante la Edad Media como de la Guinea, eje central de la progresión hacia el
mediodía, donde los límites diocesanos Zamora-Salamanca marcan el final de
dicha progresión.
La nueva división del reino de Castilla y León
realizada por Alfonso VII (1126-1157) convierte a la frontera
castellano-leonesa en límite oriental del espacio zamorano mientras que la
consolidación de la monarquía portuguesa delimita la frontera occidental. Tanto
el rey don Fernando II de León (1157-1188) como Alfonso IX (1188-1229),
enfrentados con Castilla y con Portugal, independizada definitivamente, por la
hegemonía de la Península Ibérica, contribuyeron de manera determinante a la
colonización del espacio de Zamora mediante la fundación de nuevas villas a las
que concedieron cartas forales que incluían importantes privilegios pensados
para atraer pobladores. La concesión a Benavente el año 1164 de un fuero
extraído del de León es un buen ejemplo de dicha política. Puede decirse que en
las primeras décadas del siglo XIII ha quedado delimitado el espacio sobre el
que se ha ejercido una acción repobladora intensiva durante algo más de ciento
cincuenta años. Los templos románicos surgidos acá y allá se alzan todavía como
excelente testimonio y producto de dicha repoblación y de la consiguiente
reorganización social del espacio cuyos beneficiarios más significados fueron
los magnates nobles más próximos a la Corte regia de los que el conde Poncio
Cabrera, príncipe de Zamora, es el más conocido prototipo, los grandes concejos
y los grupos sociales privilegiados que los controlaban, el obispo y el cabildo
catedralicio de Zamora, los monjes cistercienses y las órdenes militares, con
dominios en el territorio provincial.
Tiempo de privilegio jurídico y
desigualdades sociales: tiempo de feudalismo
Como en otras muchas partes, también en la
provincia de Zamora el arte románico quedó limitado en gran parte a los núcleos
de población más importantes. Arte de repoblación, el románico está
significativamente unido a los núcleos articulantes del espacio social. No en
balde, el mayor número de templos románicos se concentran principalmente en
Zamora, Toro, Benavente y Villalpando y en dominios monásticos como Santa Marta
de Tera, San Martín de Castañeda y Moreruela, dado que tanto las villas citadas
como los monasterios fueron importantes núcleos articuladores de la repoblación
y desempeñaron un activo papel en el establecimiento y desarrollo de lo que se
ha dado en llamar feudalismo, sin el que, como dijera Georges Duby, “sería
imposible comprender el surgimiento del arte románico ni los caracteres
específicos que adoptó”.
En el desarrollo de los grandes concejos de
villa y tierra zamoranos, igual que en los del resto de Castilla y León, jugó
un papel determinante la concesión de privilegios de todo tipo por los reyes.
Privilegios expresados en términos jurídicos en los correspondientes fueros y
que se encuentran en el origen de desigualdades sociales fácilmente observables
tanto en el interior de las sociedades urbanas como en el de las campesinas.
Fernando II y Alfonso IX, mediante la creación de concejos dotados de tierra y
fuero, contribuyeron de manera decisiva a la estructuración de la sociedad
tanto en la ciudad como en las principales villas. Los fueros actuaban como
instrumentos de cohesión de la variopinta población que vivía dentro de los
límites jurisdiccionales del concejo. La observación de los criterios jurídicos
utilizados en los fueros para diferenciar y distinguir a los diversos grupos de
gentes resulta decisiva para comprobar la polarización y la desigualdad de las
estructuras sociales, habida cuenta de que el derecho foral medieval utiliza
criterios jurídicos para determinar la pertenencia a los diferentes grupos
sociales. El fuero extenso otorgado y confirmado a la ciudad de Zamora por el
rey Alfonso IX el año 1208, como derecho propio de los zamoranos, nos va a
permitir desentrañar más detalladamente y observar con mayor claridad lo que a
algunos pudiera parecer puro reduccionismo de resonancias marxistas. El
panorama social que el fuero refleja y configura es en sus rasgos esenciales
muy parecido al de las restantes ciudades y tierras de Castilla y León. El
poder, la riqueza y el trabajo se repartían en Zamora y en su tierra de manera
desigual entre los diferentes grupos sociales caracterizados por el fuero.
Quienes viven en Zamora son vecinos o simples
moradores. Una distinción no precisamente baladí desde una perspectiva
económica y social. A los primeros se les supone una familia; la propiedad de
una casa y de unos bienes inmuebles; la residencia estable en la ciudad o en
cualquiera de las aldeas del alfoz; y la capacidad económica para pagar los
correspondientes pechos o tributos concejiles: los directos y los indirectos.
Los simples moradores residían en la ciudad pero vivían en casa ajena. Eran
albergueros que vivían en alberguería. El fuero apenas si les presta atención
alguna.
Pagar impuestos concejiles y reales generaba
para quienes lo hacían y sólo para ellos un conjunto de ventajas y privilegios
en contra de lo que aparentemente pudiera parecer. Entre las más significativas
se encontraban el derecho a participar directamente en el concejo, a disfrutar
del conjunto de bienes comunales y a gozar de diferentes exenciones
tributarias. La base mínima para ser pechero de acuerdo con el Fuero de 1208
era una valia de diez maravedís.
Quien los poseía era considerado vecino postor,
es decir, vecino de pleno derecho. Determinados vecinos podían quedar exentos
de tributar bien por privilegio bien por carecer de medios para hacerlo. Los
cabañeros o pastores, los yugueros, los mancebos ajenos, los hortelanos y los
molineros que trabajaban para los grandes propietarios del concejo podían gozar
de la protección de la ciudad y ser juzgados como vecinos siempre que pecharan
al concejo.
Los que moraban en la ciudad, pero no
satisfacían tributos por no alcanzar la suma de diez maravedís eran
considerados vecinos mezquinos. Con toda probabilidad se trataba de gentes
pobres que quedaban excluidas de las ventajas del vecino de pleno derecho.
Por descontado, los vecinos exentos de pechar
por prestar al concejo servicios militares a caballo o por ser clérigos se
encontraban en las partes más altas de la escala social.
Si algo deja meridianamente claro el fuero es
que los vecinos pecheros constituían la base y el nervio del armazón social de
la ciudad y de las aldeas del alfoz de Zamora. Ellos eran quienes aportaban los
ingresos más sustanciosos de la hacienda municipal; de ellos se surtía la
infantería de la milicia concejil y formaban la reserva laboral de la ciudad y
de las aldeas. No podía ser de otra manera puesto que, en definitiva, el
conjunto de los vecinos de Zamora constituía un conjunto fragmentado y socialmente
jerarquizado.
Fueron los caballeros, nobles o no, los más
encumbrados de la sociedad. El mismo término caballeros, que se multirrepite en
el Fuero de Zamora y en otros de la provincia, indica por sí solo la dedicación
profesional de quienes eran calificados de tales. Por poseer un caballo
adiestrado para la práctica de la guerra y estar capacitados para el manejo de
la lanza y de la espada, en una situación de “reconquista” y de guerra
casi permanente, los caballeros zamoranos gozaron de un status muy por encima
de sus convecinos, de una posición política y social tan elevada como la
montura desde la que miraban a quienes se movían cotidianamente a pie. Como en
el resto de las ciudades de Castilla y León, los conocidos como “caballeros
villanos” se atribuyeron la prerrogativa de la defensa de la ciudad y de su
tierra. Exentos de pechar, eran herederos en los términos del concejo;
disponían de yugueros, por lo general sumisos, que trabajaban sus campos y de
pastores que se ocupaban de sus rebaños, lo que les daba libertad para lanzarse
a las guerras de rapiña o de conquista en cuanto apuntaba la primavera.
Definitivamente, se trataba de auténticos guerreros profesionales en un mundo y
en una sociedad cada día más feudalizados.
Formar parte de la milicia del concejo y
participar de manera activa en la guerra, además de prestigio social, suponían
para los caballeros los sustanciosos beneficios económicos anejos al servicio
militar y al reparto del botín. A cambio estaban obligados a garantizar la
seguridad de la ciudad y de su tierra y, cuando fueran convocados, debían
acudir al fonsado del rey.
Por si no fuera poco, las supremas
magistraturas concejiles quedaron reservadas por derecho a los caballeros, lo
que les permitía someter y explotar al común de los vecinos. Sólo quien era
caballero podía aspirar a ser juez del concejo, cargo que suponía participar en
el ejército del rey como portaestandarte de la seña del concejo al frente de la
milicia concejil. Asimismo, entre los caballeros se nombraba a los alcaldes del
concejo, los cuales desempeñaban las más importantes y privilegiadas funciones concejiles.
Durante el siglo XII la riqueza y poderes de los caballeros no habían dejado de
crecer gracias a la expansión de la agricultura, de la ganadería y de los
beneficios derivados del desarrollo del comercio y de las actividades
artesanales, aunque ellos no se dedicaran directamente tales actividades en la
mayoría de los casos.
Nos encontramos en el Fuero de Zamora con otro
grupo especialmente privilegiado que constituía el grupo más selecto y
privilegiado de la minoría oligárquica. A ellos correspondió la dirección
efectiva de la ciudad y del concejo. De un nivel económico y social superior al
de la mayoría de los vecinos se les conocía como hombres buenos. El fuero les
atribuye importantes funciones fiscales, criminales, penales y de
representación de la ciudad. Puede que dichos hombres buenos integraran de
manera estable el concejo. De lo que no cabe duda es de que los hombres buenos
asumieron la representación de la ciudad en las Cortes del Reino, primero de
León y, después, de Castilla y León. Grupo muy reducido, los boni homines
constituían, junto con los caballeros, la oligarquía que desde mediados del
siglo XII, cuando menos, controló a su antojo el poder y el gobierno
municipales. La frecuencia con la que los documentos y diplomas de la época se
refieren a los hombres buenos y a los caballeros deja suficientemente claro que
se estaban muy por encima del común de los vecinos pecheros y de los simples
moradores. Nada tiene de extraño, pues, que la situación económica y el estilo
de vida de estos grupos minoritarios y privilegiados se aproximara
paulatinamente a los de los nobles cuyo estatuto acabarían consiguiendo muchos
de sus integrantes.
Aunque no podamos prestarles la atención que se
merecen por carecer de espacio, la situación de los caballeros de las
principales villas de Zamora, como Toro, Benavente, Villalpando o Sanabria, era
muy similar a la de los que vivían y actuaban en la ciudad y tierra de la
capital.
Y de los pobres y marginados que, a no dudar,
existirían en número nada despreciable en la ciudad de Zamora y en las
restantes villas ¿qué? Ni la más mínima alusión en el fuero ni en los
documentos que, sin embargo y significativamente, se refieren a los malhechores
y ladrones.
Tiempo de señoríos
Como acaparadores de las riquezas generadas por
el crecimiento y desarrollo económicos, principalmente de naturaleza agraria y
ganadera, que acompañaron a la repoblación, todos los nobles y no pocos
caballeros acabaron por acceder a la condición de señores propietarios de
latifundios más o menos extensos sobre los que ejercían sus facultades
jurisdiccionales. Otro tanto sucedió con el obispado de Zamora, con los más
importantes monasterios de la provincia como San Martín de Castañeda, Santa
María de Moreruela y Santa María de Valparaíso, y con las órdenes militares con
dominios en el espacio zamorano. Durante el tiempo del románico los señores,
laicos y eclesiásticos, se apropiaron, sin ningún tipo de piedad, de los
excedentes de todo tipo generados por los campesinos que trabajaban las tierras
y cuidaban de los ganados, sometidos al régimen del señorío. Fundamento
primario del sistema social, el régimen señorial acabó imponiéndose en la mayor
parte del espacio zamorano y sobre la práctica totalidad de quienes un día
trabajaron libremente sus explotaciones agrarias y ganaderas. Las aldeas y
comunidades de campesinos libres de cargas señoriales fueron cada vez más
escasas.
Ni las comunidades autóctonas de grupos
gentilicios asentados en los primitivos castros de Sanabria, la Carballeda,
Sayago o Aliste, ni las comunidades de aldea de pequeños propietarios, creadas
más o menos espontáneamente o bajo la dirección de los nobles y de los agentes
reales por familias de presores, más o menos libres, en Tierra de Campos, en
las riberas del Esla y del Valderaduey o al sur del Duero, pudieron resistir
los embates señorializadores. Por supuesto el proceso de feudalización fue
largo y desigual, más irreversible desde el siglo XI. Poco importa que los
mecanismos de formación del señorío fueran distintos según se tratara de
señoríos catedralicios o monásticos, nobiliarios, urbanos o concejiles o de
realengo. El tiempo del románico en Zamora fue un tiempo de señores y de
campesinos feudalmente sometidos y, por qué no decirlo, económicamente
explotados.
Sirviéndose de diferentes normas
jurisdiccionales y utilizando contratos de la más variada naturaleza, los
señores exigían a sus dependientes, en definitiva a sus vasallos como con
frecuencia les denominan los textos, un conjunto de prestaciones de lo más
diversas que, en el caso del obispado de Zamora y de los monasterios de San
Martín de Castañeda, Moreruela, Valparaíso y de las órdenes militares, hicieron
posible la construcción de los edificios románicos que, en su mayor parte,
todavía hoy es posible admirar.
¿Nos hemos preguntado, siquiera alguna vez,
mientras nos deleitamos con la contemplación del monumental cimborrio de la
catedral de Zamora o de las hermosas arquivoltas esculpidas de la portada
septentrional de la colegiata de Santa María la Mayor de Toro qué hay detrás de
tanto arte? Quizá nuestros sentimientos ante semejante monumentalidad serían
otros si conociéramos cuánto trabajo y sudor, cuánta hambre y miseria de tantas
y tantas familias campesinas, ocultan los edificios, las esculturas y las realizaciones
pictóricas del románico. Sin la sistemática y legitimada depredación de los
campesinos dependientes –conforme con la estructura social y el orden
jurisdiccional dominantes– el brillante arte románico de Zamora habría sido,
que nadie lo dude, imposible.
No es cuestión de explicar ahora cómo las
comunidades de aldea y los cultivadores directos cayeron bajo la dependencia
señorial y por qué quienes un día explotaban libremente sus propios predios
agrarios se convirtieron en trabajadores de unas tenencias cuya propiedad ya no
les pertenecía. Donaciones religiosas con las que los fieles creyentes
aspiraban a conseguir la divina clemencia y la salvación eterna; ventas a los
poderosos realizadas con mayor o menor libertad, puesto que en no pocas
ocasiones eran la fórmula para satisfacer una deuda con el personaje o la
institución compradora; “renovos y pignoraciones”. Todos esos mecanismos
y otros más se encuentran en el origen de la depauperación y en la pérdida de
libertad de los campesinos y en la ampliación de los dominios señoriales,
particularmente de los eclesiásticos. No podemos ahora profundizar más en las
auténticas razones por las que los pequeños cultivadores libres se
desprendieron de sus propiedades y se convirtieron en los hombres o vasallos de
sus señores. Arrendatarios o foreros, los campesinos zamoranos del tiempo del
románico fueron, por encima de cualquiera otra condición, vasallos sometidos a
la jurisdicción de un señor, obligados a satisfacer anualmente, en las fechas
determinadas, una serie de cargas, foros y gabelas que constituían las rentas
feudales de los privilegiados.
Rentas pagadas no pocas veces por entonces
mediante trabajos realizados en las explotaciones que los señores se reservaron
para su cultivo directo. En los fueros y contratos agrarios dichas cargas
recibían el nombre de serna, gera y opera. Aparecen ya en el Fuero de Santa
Cristina de 1062 y, todavía, en 1234 las exigía el abad de Carracedo a los
pobladores de Cañizo de Valderaduey. Fueros y contratos agrarios regulaban en
qué ocasiones y durante cuántos días los campesinos vasallos debían arar,
sembrar y cosechar las tierras, podar, excavar y vendimiar las viñas que se
había reservado el señor de forma gratuita. En algunos contratos se establece
que los señores mantengan a sus vasallos los días que cumplieran con las
sernas. Con frecuencia, los campesinos debían acudir con sus animales de tiro y
con sus aperos e instrumentos a realizar los trabajos debidos al señor. Y si
alguna vez incumplían las imposiciones señoriales se les castigaba de acuerdo
con las penas establecidas en el fuero o carta de población.
Además de los trabajos gratuitos, los
campesinos vasallos estaban obligados a entregar a los señores determinadas
cantidades de productos agrarios y/o ganaderos y/o de dinero. Semejantes
exacciones recibieron en la documentación de la época nombres como foro,
oferción, fumazga, martiniega, servicio, petito, fosado, fosadera o yantar.
Para garantizar el cumplimiento de todas las
cargas, los fueros prohibían que los vasallos abandonaran la aldea o la villa
donde vivían, o vendieran la tenencia que explotaban, a nadie que no se
comprometiese a hacerse vasallo del señor y a satisfacer las cargas y
gravámenes establecidos.
Entre las exacciones señoriales y no de las
menos onerosas se hallaba todo lo que percibían los señores por la resolución y
penalización de los delitos cometidos por los campesinos dependientes y por
todos aquellos que estaban sometidos a la jurisdicción del señor. No deberíamos
menospreciar su cuantía.
No debemos concluir este capítulo sobre las
exacciones a los campesinos sin referirnos a una que desde el primer momento
alcanzó carácter universal y que, como es bien sabido, resultó decisiva para la
construcción y el mantenimiento de los templos. Nos referimos, por descontado,
a los diezmos, a la detracción del diez por ciento de la producción
agrovitivinícola. Dicho porcentaje del diez por ciento se mantuvo estable a lo
largo de todo el período y se repartían en partes iguales entre la obra de la
iglesia, el clérigo encargado del culto y el propietario titular del templo. De
la importancia económica de las rentas decimales hablan por sí solos los
problemas y enfrentamientos que se produjeron entre las diócesis, monasterios y
órdenes militares por el cobro y el reparto de los diezmos. Con harta
frecuencia, monjes y freires se negaban a satisfacer a las sedes episcopales
correspondientes los diezmos y primicias, invocando privilegios papales que les
eximían de hacerlo.
Hablamos de diócesis en plural y no sólo de la
diócesis y del obispado de Zamora. Y es que la administración y la jurisdicción
episcopal sobre la actual provincia se las disputaron y atribuyeron a lo largo
de la Edad Media diferentes mitras aunque con éxito desigual. En un principio
fue el obispo de Astorga quien organizó los arciprestazgos de Sanabria,
Carballeda, Tábara y Villalpando; el de León ejerció su jurisdicción sobre los
arciprestazgos de Castroverde, Villalobos y Villavicencio; y de las diócesis más
alejadas de Santiago de Compostela y de Oviedo dependían los arcedianatos de
Alba y Aliste y de Benavente, respectivamente. Aunque, por supuesto, fue la
diócesis de Zamora la que mayor penetración alcanzó: además de en la ciudad y
en la tierra de Zamora, la jurisdicción del obispo zamorano se extendía por
Toro y su tierra, Fuentesaúco y Sayago.
Pero el obispado y la diócesis de Zamora
merecen una atención mayor puesto que, no en balde, el obispo y el cabildo
catedralicio estuvieron estrechamente comprometidos con la construcción de
algunos de los ejemplos más notables del románico zamorano y muy en particular
con el más emblemático de todos, con el que ningún otro de la provincia puede
compararse, con la catedral. Su construcción se prolongó, cuando menos, durante
toda la segunda mitad del siglo XII, coincidiendo con la expansión y
consolidación del dominio episcopal. La hermosa catedral es, por encima de
cualquier otra consideración sociológica o religiosa, el símbolo y la
manifestación del poderío y la gloria del gran patrón religioso de la ciudad y
la diócesis: el señor obispo.
Restaurada definitivamente a comienzos del
siglo XII, los límites diocesanos de Zamora fueron establecidos el año 1107 por
el rey Alfonso VI. El obispo y el cabildo catedralicio eran los símbolos y los
representantes de la mitra y de la jurisdicción diocesana. La formación y
evolución de sus dominios siguieron un proceso muy parecido al de los
monasterios por lo que a los mecanismos de formación y desarrollo se refiere.
Es suficiente echar un simple vistazo a los fueros y posturas concedidos por
los obispos desde las primeras décadas del siglo XII para hacerse una idea
bastante aproximada de la importancia del señorío jurisdiccional de la mitra:
Fresno de la Ribera, Fradejas, Almendra, Almaraz de Duero, Puebla del Obispo,
Morales de Toro y Manganeses de la Lampreana al norte del río Duero; Venialbo,
Fuentesaúco, Santa Clara de Avedillo, Villamor de los Escuderos, Fermoselle y
Fresno de Sayago, al sur del río. En los Tumbos Blanco y Negro, abundan los
testimonios documentales a la espera de que alguien los estudie
sistemáticamente y reconstruya los dominios territoriales y jurisdiccionales de
la catedral, desentrañando su naturaleza y funcionamiento, que hasta ahora sólo
han sido analizados de modo fragmentario y parcial. Acaso entonces conozcamos
algo mejor los secretos que, a no dudar, todavía esconde la historia de la
catedral.
Tiempo de conflictos
Por lo general, se tiende a pensar que los
únicos episodios y conflictos dignos de análisis durante los siglos del
románico en Castilla y León son los que se produjeron entre cristianos y
musulmanes, expresado con otras palabras, las batallas propias de un tiempo de
“reconquista”, o los enfrentamientos más aparatosos que se dieron entre
los mismos cristianos, entre castellanos y leoneses, por disputas relacionadas
con la gran política en la que se vieron implicados principalmente los reyes y
la nobleza, o por litigios fronterizos entre los reinos. No son escasos los
libros de historia que se despreocupan de un tipo de conflictividad menos
noticiable, esa que ni siquiera hoy recibiría titulares en primera plana, pero
que en realidad fue bastante más persistente y crónica, por estructural que las
primeras. Una conflictividad consustancial al sistema social que, sólo en
alguna ocasión, dio lugar a llamativos episodios convertidos, en el caso de
Zamora, en lugares comunes de la memoria histórica, en auténticas leyendas.
¿Acaso no lo es el motín de la trucha y Benito Pellitero su protagonista más
conocido?.
Nadie duda hoy que el proceso de formación y
expansión del feudalismo, del régimen señorial, produjo a lo largo y ancho del
espacio castellano-leonés, y por consiguiente también en Zamora, tensiones,
resistencias y luchas entre los diferentes grupos sociales. Los más
persistentes y fáciles de observar tuvieron lugar entre señores y campesinos
dependientes, pero también existieron otros que enfrentaron a los señores entre
ellos mismos, a los laicos con los clérigos o a los clérigos entre sí.
De manera individual o solidariamente desde los
concejos aldeanos, los campesinos zamoranos hicieron frente a bastantes de las
presiones y exigencias de los señores. Ejemplo de semejante actitud y conducta
es lo que sucedió en la tercera década del siglo X entre los pobladores de
Galende y el cenobio de San Martín de Castañeda quienes litigaron entre sí con
motivo de la propiedad y explotación de las pesquerías y de las aguas del lago
de Sanabria. Por el contenido de los conocidos entre los especialistas de la
historia del derecho medieval como “buenos fueros” sabemos de las
resistencias de los campesinos a prestar las sernas, negándose en ocasiones a
trabajar en las tierras del señor y a cumplir con otras prestaciones mal vistas
por los vasallos señoriales. Hasta el punto de que, es sólo un ejemplo entre muchos
documentados, en el fuero concedido a Bamba en 1124, el obispo de Zamora
castigaba con dos sueldos y cuatro denarios cada día de incumplimiento de las
sernas. Semejante actitud de rechazo a las cargas feudales explica que los
monjes de Santo Tomé dejaran a la libre voluntad de los pobladores de Venialbo
el cumplimiento de las sernas o el servicio de bestias en carrera o mandadería.
Que no conozcamos expresamente ningún ejemplo de enfrentamientos violentos
entre señores y campesinos no significa, como atinadamente ha matizado Isabel
Alfonso en su estudio sobre el señorío de Moreruela, que no se produjeran.
Existen evidencias claras de comunidades campesinas que resistieron cuanto les
fue posible antes de perder sus derechos de pastos. Bajo distintas formas y
manifestaciones, es posible que la resistencia fuera la actitud habitual de un
campesinado menos sumiso de lo que en ocasiones se piensa y se nos quiere hacer
creer. ¿Por qué motivos si no los cistercienses de Moreruela pidieron con tanta
frecuencia lealtad y obediencia a sus dependientes?.
Una de las formas al alcance de los campesinos
para liberarse de la opresión señorial era huir hacia las villas y concejos de
realengo, considerados espacios de libertad. Debieron utilizarlo con
frecuencia, hasta el punto de que Alfonso IX trataría de poner freno a estas
huidas de vasallos señoriales, prohibiendo a los concejos de Benavente,
Castrotorafe y Castronuevo que recibieran como vecinos propios a los pobladores
de Manganeses vasallos del obispo de Zamora. A su vez, tuvo que ordenar a este
último que no acogiera a hombres de otros señores.
Además de los aludidos conflictos, la historia
de la Iglesia de Zamora está llena de un amplio número de pleitos entre los
obispados para fijar los límites diocesanos. En bastantes de tales conflictos
interdiocesanos fue precisa la intervención papal. Por ejemplo, durante el
siglo XII los obispos zamoranos mantuvieron enconados litigios con los
titulares de Salamanca y Ciudad Rodrigo. En el fondo, no eran más que
enfrentamientos por el cobro de los diezmos. Dicho cobro y su reparto
ocasionaron frecuentes tensiones y enfrentamientos: entre los clérigos que a
veces se disputaron los diezmos de determinadas parroquias; y de los clérigos
con los campesinos siempre reacios a entregar a los clérigos los diezmos y
primicias.
Un suceso legendario, convertido por la
tradición y la historiografía en acontecimiento “histórico” que viene siendo
repetido generación tras generación, constituye un ilustrativo ejemplo del
potencial conflictivo de una sociedad articulada sobre las bases del
privilegio. Acaeció en la ciudad de Zamora y el mercado del pescado, conocido
tiempo después como la “red del pescado”, junto con una de las primeras
iglesias románicas fueron los dos principales escenarios donde tuvo lugar. Por
supuesto, hubo violencia y corrió la sangre.
Transcurría el año 1158. Por entonces Zamora ya
tenía el aspecto y muchas de las características que configuraban una ciudad
medieval: una sólida muralla de piedra de cantería, un castillo, una catedral
todavía en construcción, una arteria o calle principal que comunicaba la Puerta
de Olivares, la porta optima, con la Puerta Nueva y dividía prácticamente el
plano urbano en dos mitades. Por el carral maior circulaban cada día activos
comerciantes que estable-cían en ella sus pequeñas tiendas. Aunque según parece,
donde más abundaban las tiendas, albergues y talleres artesanos de todo tipo
era en la aglomeración que se creó en la collación de Santa María la Nueva y en
la rúa del Mercadillo que transcurría entre la calle principal y la muralla.
Según el fuero era aquí donde se celebraban las reuniones del concejo en el que
participaban la generalidad de los vecinos reunidos a toque de campana.
Agrupados por oficios, los artesanos dejaban notar su presencia cada vez más
por las callejuelas de una Zamora día a día más dinámica. “Un lucido cortejo
de iglesias o monasterios, completaban el cuadro de la ciudad”.
Del templo de Santa María la Nueva baste ahora
señalar que se trata de uno de los más vetustos, levantado en las primeras
décadas del siglo XII. Su ábside con arquería de siete arcos sobre esbeltas
columnillas se construyó por la misma época. No cabe la menor duda de que Santa
María la Nueva es uno de los más armoniosos productos del románico de la ciudad
de Zamora.
Lo que se dice sucedió en el año 1158 puede que
no sea cierto pero, en cualquier caso, resulta perfectamente verosímil.
Primero, porque los hechos coinciden a grandes rasgos con otros similares
sucedidos por las mismas fechas en otras ciudades próximas a Zamora como
Salamanca, Ávila o Medina. Segundo, el llamado Motín de la Trucha encaja en
todos sus detalles con la lógica propia del sistema de privilegio contemplado
en el Fuero de la ciudad.
En el primer acto de la trama, el hijo de un
zapatero, que ha pagado la última trucha que le quedaba a un pescadero, ve cómo
el despensero del noble don Gómez Álvarez de Vizcaya intenta arrebatarle por la
fuerza el pez que había comprado para su padre, conocido por Benito el
Pellitero. Quienes lo observan, gentes del común de los vecinos, se ponen de
inmediato de parte del chaval e impiden que el servidor del noble se apodere de
la trucha. Naturalmente semejante osadía y desprecio hacia un personaje tan importante
en la ciudad no podía quedar sin castigo. Aquel mismo día el hijo de Pellitero
y sus valedores fueron apresados por las fuerzas de Gómez Álvarez de Vizcaya y
mantenidos en prisión bajo la amenaza de ser ejecutados.
En el segundo acto, mientras Gómez Álvarez se
encuentra reunido en la iglesia de Santa María la Nueva con otros caballeros
para ver qué pena se aplicaba a quienes habían osado afrentar al servidor de un
privilegiado, una multitud del pueblo de Zamora acaudillada por Benito el
Pellitero pone fuego al templo. En el incendio, según la leyenda recogida en un
manuscrito que se remonta al siglo XV, habría perecido lo más selecto de la
oligarquía de la ciudad, incluido el hijo primogénito de Ponce Cabrera, mayordomo
real y tenente de Zamora.
Para evitar la reacción y las represalias de
los oligarcas, en el tercer acto los amotinados escapan de la ciudad y se van
hasta la frontera de Portugal de donde sólo regresan cuando el rey Sancho III y
el Papa les otorgan su perdón que ellos aceptarán sólo cuando se cumpla su
condición de que los nobles zamoranos abandonen Zamora.
Sin duda, para ejemplo de historiadores y
gacetilleros, la historia está bien inventada.
El final de un sueño
En uno de sus libros más hermosos Georges Duby
afirma de manera expresa que el arte cisterciense, ampliamente difundido a lo
largo y ancho de Europa desde mediados del siglo XII, fue el fruto del trabajo
de miles de hombres, repartidos en pequeños equipos, que constituyeron el gran
cuerpo de la Orden del Cister. Prácticamente todos los abades contemporáneos de
San Bernardo, auténtico artífice del éxito de los cistercienses, fueron
constructores que compitieron por los primeros puestos de la creación artística
y, en una política de patronazgo sin precedentes en Europa, se disputaron a los
mejores escultores y a los más destacados vidrieros del momento. En tanto que
expresión de una moral y de una forma particular de interpretar la teología, en
tiempos de crecimiento económico y desarrollo social generalizados, los monjes
del Cister consideraron que el principal deber de su oficio era levantar los
santuarios más bellos en conformidad con las directrices trazadas en los “sermones”
redactados por Bernardo de Claraval que dieron origen al Cantar de los
Cantares. De ahí que el arte cisterciense sea sobre todo un arte mariano
dedicado a la esposa del Cantar. Dicha actitud condujo, según la expresión de
Joan Sureda, a una “depuración formal del arte románico acorde con la
austeridad de los reformadores”.
La historia sobre los orígenes cistercienses en
la provincia de Zamora y las fechas de las fundaciones de Moreruela y
Valparaíso, tradicionalmente atribuidas al rey y emperador de “la España”
Alfonso VII, se mueven en un terreno de estériles polémicas que no llevan a
parte alguna que ni merecen el interés de los amantes de la verdadera historia.
En especial las disputas mantenidas sobre el origen del monasterio de Moreruela
al que no pocos autores convirtieron en la primera fundación cisterciense de la
Península aunque ya prácticamente nadie dé por buena la fecha de 1131, que
señaló Antonio Yepes allá por el año 1614. Cualquiera que sea el momento
fundacional parece seguro que los monjes blancos se establecieron, tanto en
Moreruela como en Valparaíso, antes del año 1160. Una fecha en la que, según
entiende Georges Duby, los cistercienses estaban en vísperas de traicionar el
espíritu de pobreza que había inspirado la obra de los reformadores del
monacato benedictino. Beneficiarios como pocos del crecimiento económico de la
época, los cistercienses estaban a punto de convertirse en poderosos y ricos
señores feudales. Isabel Alfonso sitúa la época de ampliación del patrimonio
dominical de Moreruela entre 1170 y 1230 y la de máxima expansión, entre 1200 y
1230. Mediante los mecanismos tradicionales de formación de los patrimonios
eclesiásticos cayeron en poder de los cistercienses de Valparaíso y Moreruela
iglesias y monasterios, villas-explotación y villas-aldea, pagos cerealísticos,
viñas, prados, derechos sobre pastos y montes comunales en las riberas del Esla
y Valderaduey, en Sanabria y la Carballeda, o entre los ríos Duero y Tormes.
Moreruela llegó a contar con veinticuatro granjas esparcidas por los
alrededores del monasterio, las cuales hacían posible la explotación de los
bienes del dominio y la práctica de la vida religiosa de los campesinos
conversos bajo la dirección del magister grangiae, que era un monje profeso.
Considerada por no pocos autores como uno de
los primeros ejemplos de nuestro gótico, la abadía de Moreruela representa, al
entender de Domingo Montero, “el último, y magnífico, testimonio de la
vitalidad del románico”.
De Valparaíso sabemos bastante poco. Al parecer
un grupo de confratres establecidos en una alberguería en el lugar de Peleas, a
medio camino de Zamora y Salamanca, indujeron al rey Alfonso VII a que fundara
una casa cisterciense en honor de la Virgen María. Se da por supuesto que fue
Martín Cid el abad fundador, de acuerdo con los términos literales de la
donación, efectuada en 1143 por don Alfonso y su esposa doña Berenguela, de las
villas del Cubo y Cubeto, desiertas y abandonadas, para que levantara en sus
términos la abadía que habían solicitado los confratres de Peleas. Aunque
existen documentos para hacerlo, nadie ha abordado todavía de manera
sistemática y rigurosa el estudio de la abadía de Valparaíso y la evolución de
su dominio. Por su parte, San Martín de Castañeda, donde puede admirarse una
hermosa cabecera románica comenzada en torno al año 1150, no se incorporaría a
la obediencia cisterciense hasta 1245.
Todos los indicios conocidos hasta el momento
apuntan a que, como sucedió en otras partes de Europa, la afluencia de riquezas
a las abadías reformadas o fundadas de acuerdo con el espíritu de San Bernardo
en Castilla y León fue tal que, en no muchas décadas, hablar de los
cistercienses era hablar de ricos señores titulares de extensos dominios,
explotados con gran eficacia de acuerdo con los métodos y sistemas de cultivo
más productivos, merced al trabajo y dedicación de los hermanos conversos. Por
entonces los monjes ya habían abandonado la práctica personal del trabajo en el
campo, el cual volvió a tener un carácter meramente ritual y simbólico como
antes de la reforma. Los sueños de Bernardo de Claraval habían resultado un
fiasco a consecuencia de las tendencias desarrollistas del conjunto de la
economía y de la sociedad en Europa a las que no fueron ajenas Castilla y León.
Por descontado, también la actual provincia de Zamora se vio inmersa en
parecidos procesos.
Características del Románico de
Zamora
La actual provincia zamorana perteneció al
reino de León en sus diferentes circunstancias de unión y separación de
Castilla durante los siglos románicos, además de ser uno de los enclaves
fuertes cristianos de defensa del Duero en los primeros siglos de la
Reconquista.
Los focos de este reino durante el medievo
fueron la capital, León, y el propio Camino de Santiago, que pasa no muy lejos
de sus tierras.
La primera característica del románico zamorano
es que es relativamente tardío, como queda de manifiesto, por ejemplo en las
iglesias de San Juan y Santa María de Azogue de Benavente. Aunque esto se
reitere casi siempre cuando hablamos del románico castellano.
Por ello, son escasas las iglesias del siglo
XI. Sólo Santa Marta de Tera y algunas iglesias de la ciudad de Zamora, como
Santa María la Nueva, Santo Tomé, San Cipriano, etc. son de la segunda mitad
del siglo XI con ciertas notas arcaizantes, como los ábsides
rectangulares, de tradición mozárabe - visigótica.
Esta característica prerrománica que
seguramente arraigó fuertemente en estas tierras de manera intensa antes de la
llegada del románico hará que incluso en época tardorrománica se levantaran
iglesias con testero recto.
La mayoría de las construcciones románicas,
como en el resto del arte español, son de la segunda mitad del siglo XII y
comienzos del siglo XIII y muchas acusan ya influencias cistercienses.
Este hecho es especialmente comprensible en
Zamora si tenemos en cuenta la influencia del magnífico monasterio de
Moreruela, hoy lamentablemente en ruinas pero con una de las cabeceras más
soberbias del arte medieval español.
Aunque la nota más exótica y característica de
este románico es de origen bizantino, que se se advierte particularmente en los
cimborrios de las catedrales de Zamora, Salamanca y la Colegiata de Toro.
Son estas construcciones tan peculiares, y que
se extenderán incluso a Plasencia (Cáceres), las aportaciones más originales
del románico Zamorano al estilo en España.
El románico mudéjar es la consecuencia de la
adaptación de estéticas y formas de construir musulmanas pero siguiendo
estructuras románicas de origen europeo.
En Castilla y León hubo dos zonas en que
proliferó el románico - mudéjar: Toledo y su comarca, con más acento en lo
musulmán, y la de la meseta norte, que floreció particularmente en las
provincias de León, Zamora, Salamanca, Valladolid, Segovia y Ávila y tuvo su
foco en Sahagún, paradójicamente a la vera del más influyente monasterio
cluniacense.
En la provincia las áreas de mayor difusión del
románico-mudéjar tienen como focos Villalpando (Tierra de Campos) y Toro
(Tierra del Vino). Dentro de las variedades de templos de este estilo que se
extienden por las provincias citadas, Toro dictó una manera de decorar
los ábsides con largas arquerías ciegas que ocupan el muro totalmente, en
contraposición con otros focos como Cuéllar y Arévalo donde la articulación se
desarrolla mediante varios pisos de arquerías más cortas de altura.
Las portadas del mudéjar Zamorano no difieren
especialmente del de otras provincias, pues se articulan a base de arquerías de
ladrillo -normalmente apuntadas- apoyadas sobre jambas con impostas de perfil
anacelado.
Zamora
Murallas
“Zamora la bien cercada de una parte la
cerca del Duero de otra peña tajada de otra la morería una cosa muy preciada".
Con estas palabras describe a la ciudad El
Romancero Viejo, dentro del ciclo épico que cuenta el sitio a que fue sometida
por las tropas castellanas de Sancho II en el año 1072, aunque los hechos que
ahí se relatan tengan un valor más literario que histórico.
La ciudad de Zamora se asentó en su más viejo
emplazamiento, en un farallón de roca arenisca, de cortadas vertientes, en la
confluencia del río Duero con el arroyo de Valderrey o de Valorio. Aunque en el
solar más primitivo se han localizado algunos vestigios que se remontan a época
visigoda, lo cierto es que los restos constructivos más antiguos que aún se
conservan se datan ya en la Edad Media, período en el que la ciudad, desde su
núcleo originario en torno a la catedral, va creciendo hacia el este, ocupando
toda la plataforma rocosa y rodeándose a lo largo de todo ese período de tres
sucesivos recintos amurallados.
Son muchos los autores que han dedicado su
atención al estudio de estas fortificaciones, entre ellos el propio
Gómez-Moreno, Amando Represa, Guadalupe Ramos o M.ª Luisa Bueno, aunque el
análisis más detallado y reciente ha venido de la mano de José Avelino
Gutiérrez González, expresado en diversas publicaciones y cuyas pautas han
seguido otros.
Las primeras noticias acerca de la repoblación
de la Zamora medieval provienen de la Crónica de Ibn Hayyan, quien dice que en
el año 89 3, Alfonso III "se dirigió a la ciudad de Zamora, la
despoblada, y la construyó y urbanizó, y la fortificó y pobló con cristianos, y
restauró todos sus contornos. Sus constructores eran gente de Toledo, y sus
defensas fueron erigidas a costa de un hombre agemí de entre ellos".
Aunque parece verosímil la existencia de ese antiguo recinto, nada de las
actuales murallas puede identificarse con él e incluso no puede pensarse que lo
que hoy conocemos como primer recinto pueda ser su heredero, ya que parece
demasiado extenso para una época tan temprana.
En el año 939, después de la batalla de
Simancas, Abderramán III conquista la ciudad, aunque por breve tiempo pues
inmediatamente pasa de nuevo a manos cristianas, si bien años después sufre un
nuevo asedio y conquista por parte de Ataquen II y posteriormente por Almanzor,
hasta que con Alfonso V (999-1027) queda definitivamente en manos cristianas.
Hacia 1063 Fernando I, dentro de su política reorganizadora del Reino, otorga
fueros a la ciudad y probablemente sea en estos momentos cuando se empieza con
la renovación y ampliación de las defensas, dando lugar a ese primer recinto,
cuya más antigua mención se remonta al 20 de febrero de 1082, cuando Dulcidio
Sarracéniz dona al presbítero Rodrigo una heredad junto a la portae obtima
zamorensse qui oocitant Olivares. J. A. Cutiérrez, opina que, al margen de
las noticias poco fiables que hacen referencia a las murallas en los episodios
del cerco de la ciudad por Sancho II, la verdadera obra de esa antigua
fortificación, tal como la conocemos, sería obra de Alfonso VI, por delegación
en su yerno Raimundo de Borgoña, aunque sobre ella se han incorporado también
numerosas reformas.
Este primer recinto abarca una superficie de
25,5 ha y su trazado, desde la Puerta Optima, de Olivares o del Obispo -como
hoy se la conoce-, junto a la catedral, pasa ante la Casa del Cid y comienza a
descender por las Peñas de Santa Marta, en cuya parte más alta se halla un
postigo descubierto hace escasos años. Discurre después ante la iglesia de San
Pedro y San Ildefonso -donde hubo otra puerta, de la que se conservan leves
restos-, enlazando con San Cipriano -con otra puerta más, también con algunos
restos- y dirigiéndose hacia la calle de los Herreros, donde giraba,
discurriendo entre esta última calle y la de Balbonaz, para dirigirse hacia la
iglesia de San Juan de Puerta Nueva, donde se hallaba precisamente esa Puerta
Nueva. Desde aquí se dirigía hacia el norte, siguiendo la actual calle Ramón
Álvarez, para girar de nuevo hacia el oeste, recorriendo la calle Mesones para
llegar a la plaza de la Leña -llamada así por ser el lugar en que se vendía
este material-, donde se abre un postigo e inmediatamente después la Puerta de
doña Unaca, en un tramo salpicado de cubos semicirculares, que se prolongaban
por todo el flanco norte de la ciudad, donde más lienzos se conservan. Hacia la
mitad de este sector, donde recientemente se ha construido un aparcamiento
subterráneo, se hallaba la Puerta de San Martín, completamente desaparecida,
pero cuyos lienzos se pueden seguir prácticamente hasta la Puerta del
Mercadillo, adaptándose perfectamente a los escarpes rocosos. Un muro
prácticamente liso continúa en adelante, dando lugar, cerca de la iglesia de
San Isidoro, al pequeño acceso conocido como Postigo de la Traición, vinculado
a la leyenda de la muerte de Sancho II por Bellido Dolfos. El último tramo del
muro bordea el espigón delante de Santiago el Viejo y del Barrio de Olivares,
envolviendo el castillo -en cuya fábrica está integrado el postigo de Santa
Columba- y discurriendo ante la catedral, en los límites del palacio episcopal.
La construcción de los muros es bastante
compleja, sobre todo porque existen múltiples reconstrucciones y modernas
restauraciones, todas ellas detenidamente analizadas por]. A. Cutiérrez.
En general la fábrica se hizo a base de
mampostería y sillería de arenisca local, empleándose aquélla preferentemente
en los sectores del sur, mientras que los sillares son más característicos de
los paramentos del norte. Se remató probablemente a base de merlones
rectangulares, desaparecidos en buena parte y sustituidos en otros tramos por
otros posteriores. Se conserva en una altura en torno a los 8 m y su anchura
era muy variable, cerca de los 4 m en tomo a la Plaza Mayor o en las
inmediaciones de la Puerta de San Martín, y 2,80 m en los alrededores de la
Casa del Cid. En cuanto al foso, sólo se ha documentado un pequeño sector en
las excavaciones que se hicieron junto a la iglesia de San Juan de Puerta
Nueva.
En total este primer recinto tuvo once accesos:
Puerta del Obispo, Postigo junto a la Casa del Cid, Puerta de San Pedro, Puerta
de San Cebrián, Puerta Nueva, Postigo de la Reina, Puerta de doña Urraca,
Puerta de San Martín, Puerta del Mercadillo, Postigo de la Traición y Postigo
de Santa Columba, este último integrado ya en el castillo. De todos ellos han
desaparecido por completo la Puerta Nueva y la de San Martín, aunque otras han
sufrido graves mutilaciones. Entre el resto podemos destacar la de doña Urraca,
y la del Obispo.
La Puerta de doña Urraca, parcialmente
reconstruida y conocida también como Puerta de Zambranos, está formada por dos
arcos de medio punto -uno de ellos preparado para albergar un rastrillo-, entre
los que se dispone una corta bóveda de cañón. Al exterior el cuerpo de la
puerta queda flanqueado por dos potentes cubos semicirculares, mientras que al
interior la calle se ha tallado parcialmente en la propia roca, suavizando así
un recorrido que tuvo que abrirse sobre escarpes naturales. Los remates originales
se han perdido y el relieve que se halla sobre el arco se encuentra en tal
estado de erosión que ha dado lugar a controvertidas interpretaciones. Junto a
ella se ve aún una pequeña y sencilla puerta, cegada ahora pero citada desde
1248 como el Postigo de la Reina; pudo ser también un acceso al palacio de doña
Urraca, situado intramuros, un edificio que Guadalupe Ramos considera
construido ya en la Baja Edad Media.
Puerta de Doña Urraca (Zamora).
Similar a la Puerta de doña Urraca debió ser la
Puerta del Mercadillo, de la que se llegan a conocer fotografías pero de la que
sólo queda su cubo oriental; y tal vez lo fueran también las de San Cebrián y
San Pedro, aunque estas dos últimas desaparecieron casi por completo.
más sencillos son los postigos, de
variada forma y dimensión pero constituyendo siempre un simple arco abierto en
el muro, un tipo que en cierto modo es el que caracteriza también a la Puerta
del Obispo, conocida en la Edad Media con los nombres de Puerta Óptima
-seguramente por la importancia de la misma, junto al centro político y
religioso de la ciudad- o Puerta de Olivares, por la comunicación directa con
este arrabal. Su actual estructura es un cubo que debió tener un adaive
almenado, aunque las distintas reformas han alterado su forma; aun así esta
puerta es el resultado de una renovación llevada a cabo en el año 1230,
colocándose entonces una inscripción conmemorativa cuya creciente erosión
dificulta la lectura, aunque todavía en 1861, cuando la transcribió Quadrado,
se conservaba completa. Se articula en ocho renglones interlineados, con letra
gótica, cuyo texto actual podemos completar con la que aportó aquel autor:
[ERA : MILLESIMA : DUCENTESIMA :
SEXAGESIMA : OCTAVA) [ALFONSUS : REX : LEGIONIS : CEPIT: CACERES : ET:
MONTANCHES : ET) [MERITAM ET BA)DAIOZ: ET: VICIT: A[BENFUIT) [RE]GEM:
MAUROR(um) : Q(u)I : TENEBAT: XX: MlLIA] EQUJTVM : ET: LX: MILIA: PEDITVM: ET:
ZAM[OREN) SES : FUERUNT: UICTORES : IN: PRIMA : ACI[E : ET) EO: ANNO: IPSE:
REX: VIII: K(a)L(endas) : OCTOB(r)IS: OBII[T : ET XLII) ANNIS : REGNAVIT : ET :
EO : ANNO : FACTVM : FVIT : HOC : POR[ TALE).
Cuya traducción es:
"En la era milésima ducentésima
sexagésima octava (año 1230), Alfonso, rey de León, tomó Cáceres y Montánchez y
Mérida y Badajoz, y venció a Aben Hut, rey de los moros, que tenía veinte mil
caballeros y sesenta mil peones, y los zamoranos fueron vencedores en primera
línea. Y este año murió el mismo rey, el día octavo de las calendas de octubre
(24 de septiembre). Y reinó 42 años. Y este año se hizo esta puerta".
Este dato confirma la constante renovación de
los recintos defensivos de las villas medievales, cuyas destrucciones, bien por
causas naturales, bien por campañas militares, estaban a la orden del día, de
modo que los restos que han llegado hasta nosotros son un verdadero
rompecabezas, muchas veces difícil de interpretar y de fechar. José Avelino
Cutiérrez se inclina por considerar a todas las puertas y portillos más o menos
de la primera mitad del XIII, considerando que el lienzo que más visos tiene de
ser original es el de mampuesto que se halla en torno a la Casa del Cid, cuyo
postigo, a nuestro entender perfectamente integrado en el muro, se puede
remontar también a esos momentos fundacionales de tiempos de Fernando I y
Alfonso VI.
De todos modos este recinto, trazado en la
segunda mitad del siglo XI y renovado intensamente y de forma constante a lo
largo de los siglos siguientes, debió quedarse rápidamente pequeño pues pronto
empiezan a surgir arrabales extramuros. Es muy posible que esta obra dejara
extramuros, incluso ya en el mismo momento de su construcción, alguna zona
poblada, como podían ser los entornos de Santiago el Viejo o Santo Tomé
-iglesias cuya fábrica se remonta también a fines del siglo XI- o el propio
barrio de Olivares. No obstante la cita del año 1082, a que antes hemos hecho
alusión, donde a la Puerta del Obispo se le llama "de Olivares",
no indica necesariamente que fuera una zona poblada, pues bien podía ser
precisamente eso, una vega dedicada al cultivo del olivo.
El rápido crecimiento de la ciudad dio lugar a
nuevos barrios extramuros, constituyendo primero espacios abiertos, con
numerosos campos de cultivo entre las distintas colaciones, para, hacia fines
del siglo XII, conformar un abigarrado núcleo que se iba extendiendo hacia el
extremo oriental de la plataforma rocosa sobre la que se asentaba la ciudad, un
ensanche sumido en una fiebre constructiva y que es conocido genéricamente como
El Burgo. Hay muchas dudas acerca del momento en que se todos estos barrios quedaron
encerrados dentro de una nueva muralla, la que constituye el Segundo Recinto,
aunque se ha considerado que debe coincidir con el período en que los reinos de
Castilla y de León están separados y además enfrentados, unas circunstancias a
las que los reyes leoneses Fernando 11 (1157-1188) y Alfonso IX (1188-1230)
responden con la fortificación y nueva repoblación de muchas de sus villas
importantes, como Toro, Villalpando o Castrotorafe, sospechándose también que
en Zamora se llevarían a cabo iniciativas similares. Según A. Represa la
expansión de El Burgo coincidiría con su amurallamiento y a favor de tal idea
esgrime la noticia datada en 113 8 en la que se menciona el monasterio de San
Torcuato, situado inter ambos muros, aunque Fernández Duro sostenía que en 1139
ese monasterio quedaba extramuros. Alude igualmente Represa a otra referencia
de 1164, en la que el arcediano Juan dona al monasterio de San Martín de
Castañeda una corte, situada en la colación de San Miguel del Burgo, cuya
salida se hallaba in illa corredoira qui pergit ad portam sancti Michaelis,
una puerta que identifica con la que después se llamará de Santa Clara, pero
que J. A. Cutiérrez entiende que puede referirse también a la puerta del propio
monasterio de San Miguel. Cuando ya en 1299 se habla de "la puerta del
castiello de sant Andrés", junto a la parroquia de este nombre, nadie
discute que se están refiriendo a la nueva muralla.
Inscripción en la Puerta del Obispo
Un recorrido por lo poco que queda de este
Segundo Recinto podemos comenzarlo desde la misma Puerta de doña Urraca, que ya
quedará incluida, por muy pocos metros, dentro de la nueva muralla. Siguiendo
en dirección norte bajaba por la costanilla de San Bartolomé, donde se conserva
un pequeño lienzo, ya renovado en tiempos antiguos y que enlazaba con la
desaparecida Puerta de la Feria. Seguía por la ronda de la Feria -donde ha
desaparecido por completo-, para quebrar hacia el este, con un lienzo aún conse1vado,
hasta enlazar con la calle de Santa Ana, donde se hallaba la puerta de este
nombre, aún en pie cuando Gómez-Moreno redactó su Catálogo Monumental de la
provincia de Zamora. Entre la Puerta de Santa Ana y la de San Torcuato, situada
al cabo de esta calle, se conserva también otro pequeño tramo de sillería, y
más adelante, al comienzo de la calle de Alfonso IX, encontramos algunos metros
más, dentro del escaparate de un moderno edificio. Hasta el siglo XX se
conservó a lo largo de toda esta calle un buen tramo, uno de los más completos
de todo el recinto, salpicado de cubos semicirculares o semicirculares
prolongados, pero de él sólo nos han quedado algunas fotografías y la
descripción que hizo Gómez-Moreno, quien veía aquí similitudes con las murallas
de Ávila; antes que el muro, en 1883 y 1888, se demolió también la Puerta de
Santa Clara "a despecho de las Academias", según apostilla el
mismo autor-, sin duda la más importante de la ciudad bajomedieval. Siguiendo
ya en dirección sur, en el encuentro de la calle de San Pablo con la avenida de
Portugal se hallaba la Puerta de San Pablo, a cuyo costado sur aún se conserva
un lienzo que remata en un cubo rectangular, en el inicio de la ronda del
Degolladero, donde el muro gira bruscamente hacia el oeste, siguiendo un
trazado quebrado a través de esta calle, encaramándose de nuevo sobre la roca.
Aquí la muralla está muy rehecha en distintos momentos, con aparejos de la más
diversa factura, precedida actualmente por un espacio ajardinado donde se puede
ver el encuentro con el tercer recinto. Desde este punto, siguiendo una
trayectoria hacia el oeste, aún se conservan algunos pequeños retales, entre
ellos, en la confluencia de la Cuesta del Caño y de la calle Monforte,
fatcuentro del segundo y tercer ~cinto en la Ronda del Dego!ladero restos de la que debió ser aquella "Puerta
del castillo de San Andrés" de que habla el documento de 1299 y que
aparece en el dibujo de la ciudad que en el siglo XVI hiciera Anton Van den
Wyngaerde. Finalmente atravesaba la calle Balborraz buscando el encuentro con
el Primer Recinto en la parte baja de la calle de los Herreros.
En total este Segundo Recinto, según J. Avelino
Gutiérrez, tenía 1.970 m de trazado, encerrando una extensión en torno a las 32
ha, con una altura máxima conservada de 6 m y una anchura en torno a los 3 m,
contando con unos lienzos de sillería y otros de mampostería. A lo largo de sus
muros se abrían siete puertas: la de la Feria o de San Bartolomé, de Santa Ana,
San Torcuato, Santa Clara -llamada antaño San Miguel del Burgo-, San Pablo, San
Andrés y de Balborraz. Generalmente su estructura era similar a algunas de las
del Primer Recinto -como la del Mercadillo o la de doña Urraca-, enmarcadas por
cubos semicirculares de flanqueo, aunque en el dibujo de Van den Wyngaerde se
ve la de San Andrés compuesta por un torreón. Su desaparición comenzó ya en
1555, cuando se manda derribar el Arco de Balborraz debido a su estado ruinoso
y no mucho después debió ocurrir lo mismo con la de San Andrés; hacia 1732
desaparece la de San Bartolomé y el cubo que en 1872 quedaba de la de San
Torcuato es demolido poco después; en 1883, en medio de una fuerte polémica, se
desmantela la de Santa Clara y en 1897 la de San Pablo; finalmente, de la de
Santa Ana, aún visible en los planos municipales de 1892-1905, hoy sólo quedan
algunos restos.
Paralelamente al crecimiento de El Burgo van
surgiendo otras pueblas en distintas direcciones: La Vega, Sancti Spiritus, Las
Eras, Olivares, San Frontis, Cabañales o la Puebla del Valle. De todas esta
última será la más importante, asentada entre la margen derecha del río y las
peñas y donde ya en 1126 se hallaba el monasterio de Santo Tomé, al que después
se sumarán las parroquias de San Julián del Mercado (fundada en 1167), Santa
Lucía, San Leonardo y Santa María de la Horta.
Hacia 1325, durante el tumultuoso reinado de
Alfonso XI, de nuevo se produce una renovación de fortificaciones en muchas
ciudades, entre ellas las de Toro y Zamora, donde según cuenta la Crónica de
Alfonso Onceno "se comenzaron luego a labrar et a enderezar los muros e
a fazer otras labores nuevas con que se fortalescieron más de lo que estaban",
una noticia que se ha interpretado en relación con la construcción del Tercer
Recinto, el que encierra a la Puebla del Valle, obras que lógicamente irían
acompañadas también de nuevas intervenciones en las viejas fortificaciones.
El tercer recinto abarca una extensión
aproximada de 13 ha, con unos muros de sillarejo que se elevan hasta los 6 m de
altura y con un espesor en torno a los 5
m. Se unía al Primer Recinto en las Peñas de Santa Marta, a oriente de la
iglesia de San Pedro y San Ildefonso y recorría la orilla del río -cuyo trazado
ha desaparecido por completo- hasta encontrarse con la ronda del Degolladero,
donde hoy nos encontramos sus restos; por esta calle ascendía, en dirección
norte, hasta encontrarse con el Segundo Recinto. De las cinco puertas que tuvo
-la del Pescado, la del Puente, la de las Ollas, la del Tajamar y la Puerta
Nueva, sólo ha sobrevivido un flanco de esta última, en la calle que lleva su
nombre, ante la ronda del Degolladero. No lejos de ella, entre la menuda
mampostería de los merlones, se aprecia la parte superior de un capitel, cuya
traza nos induce a pensar en la posibilidad de que se trate de una pieza
románica, tallada en las cuatro caras.
Formando parte de las defensas de la ciudad se
halla también el castillo, ubicado en el extremo occidental, sobre las peñas
que dominan el barrio de Olivares y la iglesia de Santiago el Viejo. Presenta
planta romboidal, con tres recintos, más foso en el lado que mira a la ciudad,
presentando en el recinto interior, el más sólido y regular, torres
pentagonales en cada uno de los extremos del eje mayor, y otra torre heptagonal
en lienzo oriental. El segundo recinto, la Barbacana, es más irregular, sin torres
y en los lados norte y oeste se corresponde con el Primer Recinto de la muralla
de la ciudad, donde se encuentra la Puerta de Santa Columba, citada
documentalmente en 1168 y compuesta por un arco apuntado, de cronología más
tardía, con impostas de nacela, hoy tabicado. Por el lado de la ciudad precede
al foso, abierto en la roca, con la puerta principal, salvada mediante un
puente. El tercer recinto, al otro lado del foso, era un revellín estrellado,
de época moderna, del que apenas quedan algunos restos. No cabe duda que el
origen de esta fortaleza debe vincularse con la repoblación más antigua de la
ciudad, aunque las reformas son una constante a lo largo de su historia,
especialmente las acometidas entre los siglos XVI y XV, que dotaron al castillo
de la estampa que hoy podemos contemplar, sobreviviendo de época plenomedieval
y sobre todo de la bajomedieval la puerta principal y algún lienzo, como el
oriental de la barbacana, donde se aprecia una antigua puerta con arco apuntado.
Su vinculación al período románico viene confirmada también por un fragmento de
jamba -depositado en el Museo de Zamora-, decorado a base de boceles y
mediascañas en disposición de zig-zag vertical, de formato idéntico a las que
decoran alguno de los arcos interiores de la iglesia de Santa María del Azogue,
en Benavente, aunque el motivo que se puede encontrar igualmente en tierras
leonesas y asturianas.
En resumen, puede decirse que el conjunto de
defensas de la ciudad -al margen de posibles amurallamientos llevados a cabo a
fines del siglo IX o durante el siglo X-, tal como lo conocemos hoy, se van
conformando desde la segunda mitad del XI, con sucesivas ampliaciones a lo
largo de la Edad Media, con interminables renovaciones de estructuras y
paramentos a lo largo de ese período y durante toda la Edad Moderna, para
llegar a los siglos XIX y XX, cuando sucumben bajo la piqueta muchas de las
defensas. Que el Primer Recinto fue levantado en tiempos de Fernando I y de
Alfonso VI no parece ponerlo en duda ningún autor, aunque la mayor parte de sus
puertas serían rehechas en la primera mitad del siglo XIII. Dentro de sus muros
se hallaban los centros del poder, el castillo y la catedral, con las gentes
vinculadas a estos oficios, en medio de una gran densidad de población ya a
comienzos del siglo XII, según atestiguan diversos documentos; aquí ZAMORA f
365 estaban igualmente las colaciones de Santa Colomba, San Isidoro, San Martín
el Antiguo, San Marcos, San Miguel de Mercadillo, San Pedro, otro San Martín,
Santa María Magdalena, Santa María la Nueva, San Cebrián, San Juan de Puerta
Nueva y San Simón. Un eje longitudinal, el Carral Mayor, discurría de oeste a
este y se conoce la existencia de pobladores de origen astur-leonés, mozárabe y
numerosos francos, siendo el lugar de residencia de la élite local durante toda
la Edad Media y, al menos durante los últimos siglos de este período, el lugar
donde se hallaba la aljama judía, con su sinagoga, en el entorno de las
colaciones de San Cebrián y San Simón.
Más problemática resulta la fecha de
construcción del Segundo Recinto, por la sutil lectura de las fuentes
históricas y por la desaparición de buena parte de su recorrido. Para Represa y
la mayor parte de los autores, se construiría seguramente en la primera mitad
del siglo XII, pero J. A. Gutiérrez pone en duda la interpretación de las
fuentes que sostienen tal teoría, quedándose con la fecha de 1299 como la de la
primera mención segura; no obstante cabe destacar el enorme parentesco que
parece que tuvieron sus puertas y cubos con los que se reconstruyeron en el
Primer Recinto a comienzos del XIII, por lo que en consecuencia cabría llevar a
esos mismos años toda la obra del Segundo Recinto. Esta ampliación de la
muralla encierra ahora al burgo comercial, organizado urbanísticamente en torno
a cuatro largas calles, cuatro ejes radiales que llegaban a otras tantas
puertas: Santa Ana, San Torcuato, Santa Clara y San Andrés-San Pablo. Dentro
estaban las colaciones de San Bartolomé, San Sebastián, San Antolín, San
Esteban, San Torcaz, San Vicente, Santiago del Burgo, Santo Tomás de
Canterbury, San Miguel del Burgo, San Salvador de la Vid, San Polo, San Andrés
y Santa Eulalia del Burgo. También en esta ampliación se conoce la presencia de
la comunidad hebraica, cuya "judería nueva" se hallaba en el
extremo norte, en la zona conocida como Puebla de la Lana.
Finalmente la última ampliación se lleva a cabo
en la primera mitad del siglo XIV, encerrando el populoso sector de la ciudad
en torno al río, donde vivían los artesanos, cuyas diferentes actividades han
quedado rememoradas en la denominación de las calles. Aquí estaba la "judería
vieja" y se hallaban las colaciones de Santa Lucía, San Julián del
Mercado, San Leonardo, Santa María de la Horta y Santo Tomé, siendo el eje
principal el formado por las calles Puerta Nueva y Zapatería, que en paralelo
al río ponían en comunicación esa puerta de la muralla con la plaza de Santa
Lucía.
Pero la Zamora medieval no fue sólo la de
intramuros. Si los diversos nombres con que aparecen algunas iglesias o
colaciones en la documentación -por ejemplo San Martín, San Martín el Viejo,
San Martín de los Caballeros, San Martín el Pequeñino, San Martín Eremus- a
veces hacen complicada la labor de identificación, de lo que no cabe duda es
que la ciudad contó con un nutrido grupo de iglesias, casi todas surgidas
durante el período románico y que no sólo se hallaban dentro de los distintos
recintos amurallados, sino distribuidas en una serie de pequeñas pueblas del
entorno, a modo de aldeas satélite. Es el caso de los templos del Santo
Sepulcro (conocido en 1167), San Frontis, Santiago el Viejo, de los Caballeros
o de las Eras (de comienzos del siglo Xll), el Espíritu Santo, Santa María de
la Vega (citada en 1150), Santa Olaya de la Vega, Santa Susana de Campluma,
Santo Domingo del Vayo, Santa María del Camino o San Claudio de Olivares, que
desde sus orígenes y a lo largo de casi toda su historia fueron parroquias
básicamente de artesanos y de labradores.
El Puente Viejo y el Puente de Piedra
Para salvar el ancho cauce del río Duero, desde
tiempos bien tempranos la ciudad se dotó de un puente que unía el arrabal de
San Frontis y el cogollo urbano conformado por el Primer Recinto de la muralla
y, bajo él, el arrabal de Olivares, una ruta que en realidad formaba parte de
la vieja calzada romana de la Plata. Se desconoce el momento en que construyó
tal paso, situado en la zona más vadeable del río, pero lo cierto es que
también muy pronto, en plena época románica, se elevó un nuevo puente a poca distancia,
aguas arriba.
El 28 de febrero de 1157 el rey Alfonso VII y
su esposa Rica, con sus hijos Sancho, Fernando, Constanza y Sancha, hacen una
serie de donaciones a la catedral de San Salvador y al obispo Esteban, entre
las que aparece la zuda de Olivares, situada sub veteri ponte. La cita
es interesante pues pone de manifiesto que ya entonces este puente era
considerado de notable antigüedad. Gómez-Moreno considera sin embargo que el
apelativo de (“/viejo" lo habría tomado en recuerdo de una
construcción más antigua, ya que los restos que de él se conservan, según ese
autor, serían más o menos contemporáneos del Puente Nuevo, conocido hoy, desde
que se construyó otro de estructura metálica, como el Puente de Piedra.
El mal estado de aquel antiguo puente hizo que
se reforzara hacia el año 1200 pero su debilidad, y seguramente el desuso que
iría sufriendo en favor del otro, provocaron su ruina hacia el año 131 O. Desde
entonces aparece representado como tal en cualquier imagen de la ciudad tomada
desde el río, como en el conocido plano de Van den Wyngaerde, aunque
gradualmente sus restos vayan desapareciendo. Hoy aún se conservan algunos
muñones junto a la orilla meridional del río, testimonio de lo que en tiempos
debió ser, a pesar de todo, una obra sólida, compuesta por una estructura de
cal y canto, con paramentos de sillería, de los que sólo llegamos a apreciar
los tajamares triangulares.
El Puente Nuevo es mencionado por primera vez
el 28 de abril de 1167, cuando el obispo Esteban otorga facultad a Pedro Díaz y
a otros comerciantes zamoranos, para fundar la iglesia de San Julián del
Mercado, iusta pontem nooum. Y es que la apertura de esta nueva ruta
hacia la zona más dinámica de la ciudad en ese momento -la Puebla del Valle y
El Burgo- seguramente fue una necesidad que repercutiría favorablemente en la
evolución del sector más oriental del núcleo urbano.
Numerosas reformas ha sufrido este puente desde
aquellos tiempos, de modo que su estructura original está muy modificada,
siendo quizá los restos que hoy vemos ya de finales de la Edad Media, aunque
Gómez-Moreno supone que puedan llegar hasta el siglo XIII. Hecho en sillería,
consta, según su forma actual, de dieciséis arcos ligeramente apuntados, con
tajamares triangulares y aliviaderos ovalados, éstos sin duda resultado de las
más recientes modificaciones. Son constantes las noticias de reformas que se han
sucedido también desde el siglo XVI y que afectaron tanto a la estructura del
propio puente como a las dos torres con que contaba, situadas en ambos
extremos. Un periódico local recogía en septiembre de 1905 la noticia de que
"el próximo día 18, lunes, darán comienzo los trabajos previos para
llevar a cabo la reparación de tan importante obra en el río Duero de esta
capital ... Las obras del puente comenzaron por el desmonte de ambas torres y
por los pretiles, más la parte de tímpanos que amenazan ruina".
Algunos días después se llevó al ayuntamiento la veleta conocida como La
Gobierna, que remataba la torre sur y el 8 de noviembre se dice que las obras
avanzan con suma rapidez y que "la demolición de los dos torreones
puede estimarse terminada".
También este Puente Nuevo ha sido muchas veces
retratado en imágenes de la ciudad e incluso aparece aún con sus torres en
algunas fotografías. Es asimismo el puente que aparece en el escudo de armas
del concejo, aunque muchas veces se haya considerado que este emblema
representa al puente de Mérida. Así, en uno de los escudos que decoraban la
torre de La Gobierna, depositado hoy en el Museo de Zamora, se ve una imagen
-aunque sea simplificada- de su estado en el siglo XVI, con sus dos torres y
con el pretil recorrido por merlones con remate triangular. Pero sin duda la
representación más interesante es la que se puede ver en un famoso sello de
cera del concejo zamorano, fechado en 1273 y en el que aparece una vista de
toda la ciudad, con el Puente Viejo aún en pie y el Puente Nuevo sin torres, ya
que las dos almenadas que se ven sobre el mismo pertenecen en realidad al
recinto de la ciudad.
La catedral de Zamora
La catedral de Zamora está emplazada en lo alto
de un espigón rocoso cerca del río Duero, donde, dada su posición estratégica,
se ubicaron los más antiguos asentamientos humanos.
En los años 893 y siguientes el lugar fue
repoblado, urbanizado y fortificado por el rey Alfonso III el Magno,
convirtiéndolo en residencia favorita y en baluarte de frontera frente al
dominio islámico. Entonces se construyeron murallas, un palacio regio,
iglesias, casas, baños y aceñas, lo que hizo de Zamora una ciudad importante,
dinámica y pujante dentro de los reinos cristianos peninsulares en el siglo X.
A la estructuración político-administrativa y socioeconómica de la ciudad y su
entorno correspondió la creación de la diócesis zamorana en el año 901. A la
nueva diócesis correspondió un prelado, Atilano, monje procedente de Tarazona,
que fue consagrado en la catedral de León el día de Pascua de Pentecostés del
año 900, junto con su compañero Froilán, nombrado obispo de la sede leonesa. Y
al primer obispo o a sus más inmediatos sucesores debió corresponder la
construcción, posiblemente en estilo mozárabe, de la primitiva catedral
zamorana, dedicada al Salvador y a Todos los Santos.
La ciudad de Zamora se convirtió así en punto
de partida de las mesnadas cristianas que salían a razziar tierras musulmanas,
pero también en punto de llegada de las aceifas andalusíes en diversos momentos
de dicha centuria, hasta que fue repetidamente atacada y ocupada por Almanzor
en 986, durante el pontificado del obispo Salomón, quedando el territorio
diocesano desierto e interrumpida la sucesión episcopal.
Fue la sede astorganala que incorporó y
administró estos territorios hasta el año 1102, en que Jerónimo de Périgord
(1102-1120) comenzó a ejercer como obispo de Zamora a la vez que ocupaba la
sede salmantina. A su muerte le sucedió Bernardo de Périgord (1121-1149),
clérigo francés que el metropolitano de Toledo trajo a su archidiócesis, de
donde fue arcediano, y al que consagró obispo de Zamora, con el fin de
establecer la independencia de la diócesis zamorana de la salmantina y
mantenerla como sufragánea de Toledo. Durante el pontificado de Bernardo, la
diócesis fue restablecida mediante bula del papa Calixto II y el apoyo decidido
de Alfonso VII, no sin dificultades, ya que Braga, Toledo y Santiago de
Compostela pretendieron tenerla en sus respectivas jurisdicciones. A éste le
sucedió el obispo Esteban (1149-1174), con quien la sede quedó definitivamente
legitimada frente a las aspiraciones de las metrópolis mencionadas.
Restaurada la sede y restablecida la sucesión
episcopal, quedaba pendiente el asunto de la iglesia del obispo o catedral. De
marzo de 1135 existe un documento mediante el cual Alfonso VII hacía donación
de la iglesia de Santo Tomé al obispo Bernardo y al Cabildo para que se
trasladase a ella la sede episcopal, ya que la catedral no reunía las
condiciones adecuadas debido a sus reducidas dimensiones y a la imposibilidad
de construir los edificios comunitarios necesarios para los canónigos por las
edificaciones que la circundaban y constreñían. Sin embargo, el traslado no se
llegó a efectuar, de modo que la nueva catedral se erigió en el mismo solar que
ocupaba la anterior, lo que a la postre supuso la demolición paulatina del
caserío medieval.
En el muro oriental del brazo norte del
transepto existe una lápida de alabastro del siglo XVII, que copia dos
inscripciones del siglo XII en hexámetros leoninos:
“FIT DOMVS ISTA QVIDEM V ELVTI SALOMONICA
PRIDE[M] HVC ADHIBETE FIDEM DO MVS HAEC SVCCEDIT EIDEM SVMPTIBVS ET MAGNIS
VIGIN TI FIT TRIBVS ANNIS A QVO FVNDATVR DOMINO FACIENTE SACRATVR ANNO
MCLXXIIII COMPLETVR STEPHANVS QVI FECIT HABETVR”.
“Epitaphium Episcopi Vilielmi TERTIVS A
PRIMO QVI NUNC SE PELIRIS IN IMO PRAESVL SEDISTI PASTOR VIGILA[N]S QVE FVISTI
ANNIS BIS NONIS POST SVB FER VORE LEONIS MIGRANS AD CHRISTVM SIC MV[N] DVM
DESERIS ISTVM”.
“Aldephonsus Imperator Rex VIII fundauit”.
Lápida del siglo XVII recogiendo
inscripciones medievales
La lápida contiene, pues, tres inscripciones.
La primera recoge la consecratio de la catedral, en la que se afirma que el
edificio se levantó en veintitrés años, en tiempos del obispo Esteban, el mismo
que lo consagró en 1174. La segunda contiene el epitaphium poético del obispo
Guillermo, su sucesor. Y la tercera es una memoria del monarca Alfonso VII,
fundador del edificio.
La cronología ofrecida por esta lápida
fundacional –inicio de las obras en 1151 y consagración en 1174– coincide con
la que aporta la documentación conservada, según la cual durante las décadas de
1140 a 1170 se realizaron numerosas donaciones en favor de la iglesia y de su
obispo, dirigidas posiblemente a la financiación de las obras.
La celeridad de la ejecución brindó al edificio
una unidad de estilo y una armonía de las que carecen algunos templos
coetáneos, según Gómez-Moreno. Para Gudiol Ricart y Gaya Nuño se trata del
edificio “más homogéneo y trabado de nuestro románico tardío”. Por otro
lado, la rapidez impuesta por el obispo promotor, la hipotética influencia del
espíritu cisterciense, las limitaciones presupuestarias o la carencia de
artistas diestros en el arte escultórico, si no fue acaso la aplicación de una
preferencia estética, le ofrecieron una severidad decorativa nada habitual.
Sin embargo, la fecha de consagración no debe
tenerse como indicativa de la finalización de las labores constructivas. Cuando
se produjo la consagración sólo debía estar hecha la cabecera, edificadas en
parte las fachadas de los brazos del crucero y posiblemente indicado el
perímetro del templo y las basas de los pilares. El segundo impulso
constructivo correspondió al último cuarto del siglo XII, en que se culminaron
las fachadas del transepto y cubrieron con bóvedas de aristas las naves
laterales, según el proyecto original; además, se elevó el cimborrio y se
voltearon las bóvedas góticas de la nave central, que supusieron la
introducción firme de innovaciones respecto al planteamiento inicial. Las obras
se prolongarían durante más tiempo; así, la torre y el claustro alcanzarían el
siglo XIII, ajustándose aún entonces al gusto románico.
Planta
Por ahora, nada sabemos sobre el foráneo
arquitecto –posiblemente francés, pero conocedor de la arquitectura oriental–
que se encargó de realizar el proyecto del edificio, concebido según los
cánones del románico pleno, aunque a lo largo de su proceso constructivo la
idea original se fue adaptando a nuevas soluciones, aquí aplicadas con
resolución y destreza. El resultado final marcó un hito relevante en la
historia de la arquitectura española, ya que esta obra señera –“la perla del
siglo XII”, según expresión de Quadrado– significó un cambio profundo con
respecto a lo que hasta entonces se había construido y marcó el inicio de una
nueva etapa. Desbordando los límites locales, su traza y algunos de sus
elementos constructivos y decorativos fueron difundidos desde aquí y sirvieron
de modelo a varias iglesias locales (La Magdalena, San Ildefonso, San Isidoro,
San Juan de Puerta Nueva, San Vicente, Santa María de la Horta, Santiago del
Burgo, Espíritu Santo, Nuestra Señora de los Remedios y Santo Sepulcro), provinciales
(San Martín de Castañeda, Toro, Benavente, Moreruela) y foráneas (Salamanca,
Ciudad Rodrigo, Soria).

Vista de la catedral de Zamora desde la
playa de los Pelambres
Se trata de una catedral de pequeñas
dimensiones. Originalmente era un edificio con cabecera formada por tres
ábsides semicirculares, escalonados, con sus correspondientes tramos rectos,
dedicados al Salvador (central), la Virgen (norte) y San Nicolás (sur); un
crucero ligeramente marcado en planta, y tres naves de cuatro tramos cada una,
rectangulares los de la central y cuadrados los de las laterales. Su planta,
perfectamente replanteada, era la habitual en la época, y su trazado sirvió de
modelo a los proyectistas de la iglesia monasterial de San Martín de Castañeda
y de la colegiata de Toro.
Catedral de Zamora, desde la muralla SW
·
La
sustitución, durante los últimos años del siglo XV y los primeros de la
centuria siguiente, coincidiendo en parte con el pontificado de Diego Meléndez
Valdés, de la cabecera triabsidal románica por una maciza y austera cabecera
tardogótica, de mayores dimensiones y altura que el resto del edificio, y que
mutiló el templo románico, quebró su unidad, restó visión al cimborrio y
modificó los efectos lumínicos interiores; a cambio, convirtió su fragmentado
espacio en otro más diáfano y continuo, sin divisiones internas, formado por
una capilla mayor de ábside poligonal y dos capillas rectangulares de testero
plano flanqueando el tramo central.
·
La
construcción de la antesacristía y la sacristía menor o de los capellanes, de
la tribuna meridional del crucero y de los muros del coro, en torno a 1500.
·
La
adición de la sacristía mayor entre 1587 y 1589.
·
La
edificación de un pórtico y un claustro clasicistas, levantados entre 1592 y
1612, tras el incendio acaecido en 1591, que provocó la desaparición de la
portada norte y del claustro medieval.
Alzados
En el lado sur, junto a la Portada del Obispo,
podemos observar los costados meridionales de las naves central y de la
epístola, articulados con estribos con canales en la cornisa. El alero de la
nave central presenta arquillos semicirculares, mientras los del transepto y
las naves laterales son trilobulados, pero todos sobre canecillos
troncopiramidales con dos hojas levemente labradas en las aristas. En cada
tramo de la nave baja se abre un ventanal con arco de medio punto doblado, al
igual que en cada uno de los de la central, que son ligeramente apuntados.
Además, en el primer tramo se ve, cobijado por un arco de medio punto sobre una
pareja de columnas con capiteles vegetales, la antigua puerta que comunicaba la
catedral con el palacio episcopal, la denominada puerta chica, que fue cegada
en 1738.
Las naves laterales y los brazos del crucero
conservan sus cubiertas pétreas, formadas por bloques de piedra colocados en
hiladas solapadas, creando una suave escalinata. En la pendiente occidental del
brazo sur del crucero aún se conservan dos alquerques.
Respecto a otras iglesias románicas, su
interior sorprende por su austeridad decorativa y por su luminosidad, debido a
la luz proporcionada por los ventanales de la capilla mayor, del cimborrio, de
los hastiales del crucero, de las naves –algunos están cegados total o
parcialmente– y del hastial occidental.
Los robustos pilares, “de traza muy decidida
y vigorosa”, según Street, presentan una base prismática de sección
cuadrada sobre la que se elevan tres columnas adosadas en cada lado, más
saliente la central, con basas áticas decoradas con garras (hojas, cogollos,
volutas, pomas y cabezas de animales) las centrales de cada grupo y capiteles
de cesta lisa y remate almenado todas ellas, salvo los tres que preceden a las
capillas laterales de la cabecera, que son corintios con efectos de trépano. En
los tres primeros arcos de la nave central, coincidiendo con los dos tramos
correspondientes al coro, los fustes de las columnas apean en sencillas
ménsulas. Y en el primero de la nave septentrional todavía se aprecian restos
de las pinturas murales que lo cubrían.
Las impostas son de tipo zamorano, es decir,
formadas por escota y bocel.
Todos los arcos –torales, perpiaños y formeros–
son lisos, doblados, con clave entera o partida y apuntados con ligero peralte,
lo que supuso en su época una novedad en la arquitectura de la España
cristiana.
Las ventanas son lisas, con arcos doblados,
apuntados los de la nave central y de medio punto los de las naves laterales.
Los de los correspondientes a los hastiales apean sobre columnas con capiteles
corintios.
En los abovedamientos prima la variedad. En las
naves laterales se voltearon bóvedas de arista, levemente capialzadas. De cañón
apuntado, amoldándose al desarrollo de los arcos torales, son las de los brazos
del crucero, en los que se abrieron lunetos con ventanales en sus costados para
ofrecer luces directas. En la nave central, variando el proyecto inicial, se
aprovecharon hábilmente las columnas laterales de los pilares, destinadas en
origen a recibir las dobladuras de los arcos perpiaños, para apear diagonalmente
nervios moldurados –los arcos cruceros– y voltear bóvedas de arista
capialzadas, suprimiendo las dobladuras y reservando las columnas centrales
para recibir los arcos, según lo previsto. Estas bóvedas de ojivas o de
crucería, con molduraje agudo, peraltado y sin clave, parecen ser las más
tempranas en nuestro país y anuncian la irrupción e imposición del nuevo estilo
gótico.
El
cimborrio
Cúpula de gallones revestidos con
escamas de piedra de influencias borgoñonas y bizantinas, formando un todo
especial

Se trata del elemento más emblemático de la
catedral, “su preciosa diadema”, según acertada expresión de Quadrado. “Lleno
de gracia y pletórico de gentileza”, en palabras de Weyler. “Tanto por
su rareza como por su originalidad, no exagero nada al asegurar que no poseemos
en Inglaterra monumento alguno de la Edad Media que le supere en lo más mínimo”,
afirmaba el célebre arquitecto inglés Street. Similares elogios ofrecía a
principios del siglo pasado Gómez-Moreno: “Lo más bello y peregrino del
edificio resérvase por centro del crucero, constituyendo un cimborrio sin rival
en tierras occidentales... de construcción originalísima y sabia en alto grado”.
Para Camps Cazorla es “la creación más original de este edificio, cabeza de
una escuela que constituye el mayor timbre de gloria de nuestra arquitectura de
la segunda mitad del siglo XII”. Y sobre la impresión estética que produce
su contemplación escriben Gudiol Ricart y Gaña Nuño: “Cuando el sol estival
ciega en la ribera del Duero, la estampa es un espejismo absolutamente
levantino y diríase el espectador transportado a la cristiandad griega de donde
nos vino este maravilloso arbitrio”.
Respecto a su datación, el parecer de los
historiadores es casi unánime al afirmar que el cimborrio, así como los
soportes que aguantan su peso, se realizó con posterioridad a la consagración
de la iglesia en 1174.En c
anto a su estructura, composición y
decoración se le han querido buscar antecedentes y parecidos en la arquitectura
francesa, bizantina, musulmana y cruzada; sin embargo, aunque recoja sintética
o eclécticamente diversas influencias conceptuales y formales, tanto orientales
como occidentales, directas o indirectas, se trata de una obra sin paralelo en
la arquitectura medieval, que ofrece una genial, elegante y singular solución
al problema de cubrir con cúpula la intersección de la nave central con el crucero,
proporcionando luces al interior. La propuesta fue tan acertada y bella que
tuvo una fecunda continuidad, convirtiéndose en cabeza de serie de varias obras
semejantes en la Catedral Vieja de Salamanca (la denominada Torre del Gallo),
la colegiata de Santa María la Mayor de Toro y la antigua sala capitular de la
catedral de Plasencia.
Visto en su exterior, el cimborrio cabalga
sobre el círculo obtenido por las pechinas. Tiene un tambor cilíndrico con un
solo cuerpo de dieciséis ventanas guarnecidas con dobles arcos apuntados sobre
columnas con capiteles corintios de hojas lisas, al igual que en el interior.
La cúpula, semiesférica y algo peraltada, presenta dieciséis gallones
trasdosados, cuya curvada superficie se adorna con imbricaciones o escamas
semicirculares labradas en los mismos sillares, favoreciendo el desagüe. El
tambor y la cúpula van separados por una imposta de arquillos ciegos. Los
gallones van separados por ocho crestas, seis de ellas decoradas con arquillos
semicirculares –muchos de ellos ya perdidos– y dos formadas por escalones de
acceso a la esfera de remate, sobre la que hasta 1904 se elevaba una veleta en
forma de gallo, como era habitual.
En el centro de cada frente, coincidiendo con
los puntos cardinales, se dispusieron salientes formados por un cuerpo de
arquillos ciegos y agudos frontones triangulares o gabletes rematados en cruz
con doble anillo en su espacio interior, y que también desempeñan una leve
función activa de refuerzo del tambor.
Aunque no pertenecen al proyecto original,
según se observa en la labra completa de las partes hoy ocultas, su forzado
acoplamiento y la torpeza de su unión al tambor, cuando ya llegaba a la cornisa
de arquillos, se le adosaron cuatro torrecillas cilíndricas formadas por
tambores perforados por arcos sobre pares de columnas y cupulillas escamadas,
reproduciendo a pequeña escala la estructura central del cimborrio; éstas
sirven de débil contrarresto a los empujes de la cúpula y por su gravitación
cargan sobre las pechinas y dan mayor firmeza a los pilares del transepto. De
este modo, el ritmo uniforme ofrecido por la planta y la arquería del tambor se
tornó en otro más estético por su inusitada alternancia, con arcos en
diferentes zonas, ya entrantes (núcleo central), ya salientes (frontispicios y
torrecillas).
Dado que el material del cimborrio –como el de
todo el edificio– es una brecha cuarzosa, basta y desmoronadiza a la
intemperie, el paso del tiempo le había causado un gran deterioro. Por esta
razón y para evitar la filtración de las aguas pluviales, los cascos de la
cúpula y las cupulillas de las torrecillas estuvieron cubiertas con cal, lo que
producía una desagradable impresión estética. Por otro lado, para ofrecer más
luces directas al interior, doce de las ventanas, las que no correspondían con
las torrecillas, fueron mutiladas para ensancharlas. A partir de 1943 se retiró
el enlucido de la cúpula y se rehicieron los vanos del tambor hasta su anchura
originaria.
Visto en su interior, el cimborrio se eleva
sobre las pechinas que nacen de los cuatro arcos torales y permiten el paso del
cuadrado al círculo. Como ya advirtieran Gómez-Moreno y Lampérez, la curvatura
de las pechinas arranca desde los arcos mismos, o, dicho de otro modo, los
paramentos de los arcos apuntados forman parte de la superficie curvada o
abolsada de las pechinas, según la costumbre aquitana, al igual que el anillo
cilíndrico superior, ofreciendo un extraño perfil. Según Torres Balbás, los sillares
de las pechinas se labraron una vez colocados, lo que explica su forma
arbitraria y la continuidad y perfección que presentan.
El tambor tiene dieciséis columnas con basas
cuadradas y plintos, capiteles vegetales y cimacios unidos entre sí por una
cornisa superior. Entre las columnas se abren otras tantas ventanas cobijadas
por un arco doblado y apuntado sobre una pareja de columnillas con basas áticas
y capiteles vegetales.
Coincidiendo con las columnas se alzan ocho
arcos agudos con peralte que confluyen en la clave central, formando de este
modo la osamenta de la cúpula, entre cuyos nervios se alzan los sillares de los
dieciséis cascos que conforman la plementería cóncava o gallonada. Se ha
comprobado que el casco exterior de la cúpula, peraltado, es independiente del
casco interior, semiesférico, dejando entre ambas un hueco rellenado de piedras
y argamasa. Las aplicaciones doradas que aún se observan fueron añadidas por los
pintores-doradores Cristóbal Ruiz de la Talaya, Alonso de Remesal y Matías Ruiz
de Guraya en 1621-22.
La
portada del obispo
Así se denomina la fachada situada en el brazo
meridional del crucero, por estar frente al palacio episcopal y a una puerta de
la muralla llamada de Olivares, Óptima o del Obispo, por donde la célebre Vía
de la Plata, proveniente de Mérida, atravesaba la ciudad en dirección a
Astorga. Es la única fachada antigua de la catedral conservada íntegramente y
que se puede contemplar en su totalidad, mostrando lo que debieron ser las
portadas septentrional y occidental. Se caracteriza por su equilibrio compositivo
y su sobriedad decorativa, predominando el carácter arquitectónico sobre las
formas escultóricas. En ella confluyen y se integran armónicamente diversos
elementos compositivos, estilísticos y formales de procedencia clásica,
francesa, oriental e hispanomusulmana. Por otro lado, algunas de sus fórmulas
decorativas, como la arquería ciega, la cornisa de arquillos sobre canes y las
arquivoltas lobuladas, fueron adoptadas por el románico local.
Tramo o nivel inferior de la llamada
Puerta del Obispo, única puerta que se conserva de la catedral (s. XII). Cierra
el extremo del transepto sur, caracterizada por sus lóbulos cerrados y alto
podio, llegando a confundirse con manifestaciones artísticas del califato
cordobés. Esta portada y su hastial toma referencias de la Portada del
Perdón, Basílica de San Isidoro de León.
Va flanqueada por dos contrafuertes. Se
articula en tres pisos superpuestos. Los dos cuerpos inferiores presentan una
división vertical tripartita mediante dos semicolumnas de fuste acanalado y
capiteles almenados que se alzan desde el zócalo hasta la segunda cornisa.
El cuerpo superior remata a modo de piñón, con
una bola en el vértice y dos acróteras en los extremos, y alberga tres arcos,
uno por calle: ciegos los laterales y el central, con columnillas con capiteles
vegetales, cobijando un ventanal. La modificación de la organización de los
vanos respecto a los dos cuerpos restantes y el alero inferior que parece
rematar el cuerpo medial, parecen revelar en este punto cambios de mano o
diferentes fases de ejecución del proyecto de fachada.
El cuerpo intermedio está ocupado por cinco
arcos ciegos de medio punto que cobijan otros tantos con arista de nacela, tres
en el tramo central y uno en los laterales, que apean sobre columnas con
capiteles de hojas rizadas. Remata este cuerpo una cornisa con canes
troncopiramidales ornados con dos finas hojas en las aristas, bajo arquillos
trilobulados cuyo intradós va decorado con “labor de mocárabes simplificada”,
esto es, pequeños nichos lobulados con botón central cuadrado.
En el cuerpo inferior se incrementa la
decoración. En el tramo central se abre la puerta, abocinada y de medio punto,
sin tímpano, con cuatro arquivoltas decoradas con arquillos cerrados, creando
un original e intenso efecto de claroscuro en sus roscas y un perfil lobulado
en su intradós. Dichas arquivoltas descansan sobre una jamba y tres columnas
acodilladas de fuste liso a cada lado con plintos estriados y capiteles
corintios de hojas rizadas, todo sobre su correspondiente zócalo.
En las calles laterales se disponen arcos
peraltados flanqueados por columnas acodilladas con capiteles corintios –de
diversa factura, pues los correspondientes a la calle derecha tienen efectos de
trépano, lo que revela la actuación de dos canteros o talleres distintos– y
alzados sobre altos zócalos, a modo de puertas fingidas dotadas de tímpanos y
ornadas con casetones. Los casetones de la calle izquierda contienen un botón
floral y los de la calle derecha acogen un urogallo sobre una flor y una cabeza
masculina, ya muy erosionada, asomada a un arco. Una leyenda popular afirma que
este enigmático busto recuerda a un príncipe omeya, el fanático Ibn al-Qitt,
cuya cabeza estuvo colgada por orden del rey Alfonso III a las puertas de la
ciudad tras su der rota en la célebre batalla conocida como “Jornada del
Foso” o “Día de Zamora”, acaecida en julio de 901 ; según otra,
representa a un ladrón que entró en el interior del templo para sustraer el
dinero destinado a la fábrica, aún en obras, y que al salir quedó preso en la
ventana, pues ésta se estrechó impidiendo su huida . Por encima de los tímpanos
campean plafones cuadrados, formados por una piña central y doce gallones
cóncavos dispuestos radialmente, que sugieren el intradós de una cúpula
oriental y que también aparecen en obras del maestro Mateo y su círculo.
Bajo las molduradas arquivoltas del tímpano de
la izquierda se disponen las figuras de dos apóstoles en plena conversación
mientras caminan. San Pablo señala las páginas de un libro abierto en el que se
lee: “PAVLUS AP [OS ] T [ O ] L [ U ] S / SERVVS X [RIST ] I”. San Juan
Evangelista se vuelve hacia atrás para sostener el libro del apóstol de los
gentiles, mientras en su mano izquierda porta un libro cerrado. Otro epígrafe
grabado en el fondo del tímpano, en los ángulos de una cruz, repite el nombre
de San Pablo y añade el de San Juan: “PAVLVS / IOH[ANNE]S EV[AN]G[E]L[IS]TA”.
La composición destaca por su dinamismo, reflejado en la actitud de marcha de
los apóstoles y en los agitados y arrebolados pliegues de la indumentaria, y
por la búsqueda de la belleza, plasmada en la elegancia de las figuras, en la
cuidada decoración de las fimbrias y escotaduras de los ropajes y en la
esmerada encuadernación del libro de San Juan.
El tímpano de la derecha está dedicado a la
realeza y maternidad divina de la Virgen María, lo que indica el auge del culto
mariano en la época. La imagen de la Virgen sigue el tipo iconográfico de
Theotokos o Sedes Sapientiae. Aparece con porte mayestático, caracterizado por
su rigidez y frontalidad, vestida con túnica, tocada con amplio y largo velo
que le cubre gran parte del cuerpo y ceñida con corona. Apoya los pies en un
escabel con doce arquillos decorando su frente, semejando un puente. Va sentada
en un trono de patas torneadas y cubierto con baldaquino o ciborio rematado por
elementos arquitectónicos. En su mano derecha portaba un objeto, hoy perdido.
Sobre su rodilla izquierda sostiene al Niño Jesús, también sentado y dispuesto
en tres cuartos de perfil y bendiciendo. El grupo está flanqueado por dos
ángeles turiferarios. Este bello relieve evoca los del mismo tema labrados en
algunas catedrales francesas en la segunda mitad del siglo XII: puerta lateral
derecha del Pórtico Real de Chartres, Puerta de Santa Ana de Nôtre Dame de
París, portada septentrional de la catedral de Bourges y puerta lateral derecha
del transepto norte de Reims, entre otras. La arquivolta que lo cobija es una
guirnalda vegetal formada por hojas carnosas con frutos en forma de alcachofas
con largas puntas que se agitan en la parte central, por encima de la cual va
una imposta decorada con palmetas.
Virgen en la calle derecha de la portada
del Obispo de la catedral de Zamora
Estos extraordinarios altorrelieves constituyen la mano de un
maestro de transición, conocedor de las primeras soluciones de la escultura
protogóticala única muestra de escultura monumental decorativa conservada en la catedral, lo que viene a ser el contrapunto que atenúa en parte la sobriedad decorativa que la caracteriza, y son considerados la manifestación escultórica de más calidad artística de la provincia. Su diestro estilo evidencia francesa y caracterizado por un arte vitalista, que preludia ya el dinamismo
de la escultura gótica.
La torre
En el ángulo noroccidental del templo se
edificó la torre, que no formaba parte de la traza original, y fue levantada
finalizado el alzado del perímetro eclesial. Su construcción fue iniciada a la
par que el claustro primitivo, pues a comienzos del siglo XIII se hallaba en
obras, siendo objeto de mandas testamentarias hasta 1236; sin embargo, no se
concluyó hasta la segunda mitad de dicha centuria, mostrando la pervivencia de
formas arcaicas en estas tierras en fechas tan avanzadas, lo cual indica la indecisión
o la resistencia de su arquitecto a la vanguardia que representaba el gótico
hacia 1200. Se han identificado a varios maestros que trabajaron en ella
durante el primer tercio del siglo XIII Betegón (1208), Salvador (1225),
Cipriano (1226), Juan y Pedrelón (1229). Debió culminarse durante el
pontificado de Suero Pérez (1255-1286), pues al redactar su opúsculo
autobiográfico la recuerda con estas palabras: item, melioravi et feci
multas domas in episcopatu predicto, ut pote turrem multum suptuasam quam feci
Zamore cum apendiis suis.
Se trata de un auténtico baluarte de carácter
defensivo, como corresponde a su ubicación en una zona de frontera frente a la
avanzadilla musulmana, y que vendría a reforzar el sistema defensivo de las
murallas y la posición y función del alcázar, próximo a ella. Su situación
privilegiada permite observar una magnífica panorámica de la ciudad, como hizo
el viajero alemán Jerónimo Münzer en 1495: “subí a la elevada torre de esta
iglesia para ver la situación de la ciudad y el panorama de su campo,
espectáculo que me deleitó sobremanera”. Para el profesor Street es “de
tamaño y belleza poco frecuentes, el mejor ejemplar de su estilo que vi en
España”.
De planta cuadrada, con refuerzos desiguales en
sus ángulos, destaca sobre todo por su aspecto colosal, recio y macizo,
características que marcan el contrapunto volumétrico del cimborrio y del resto
del edificio catedralicio, a cuyo conjunto se insertó después de que éste fuese
concluido. Sus treinta y siete metros de altura están divididos en cinco
cuerpos, separados por impostas. Los dos inferiores son más altos que los
restantes y carecen de vanos. Los tres superiores van perforados por ventanas
en cada uno de sus lados, que aumentan en número –de una a tres– y reducen su
luz según se asciende96; sus arcos son de medio punto, doblados, de los cuales
los exteriores apean sobre columnas con capiteles vegetales de formas diversas.
Posiblemente estuvo almenada, pero el antepecho de remate que hoy se ve fue
añadido en la década de 1970.
El piso bajo funcionó como baptisterio, capilla
penitencial y cárcel del cabildo antes de su adquisición por Diego Arias de
Benavides para fundar la capilla de Santa Inés. Por encima de éste hay otro
piso, cuya altura aparece dividida al exterior en dos cuerpos mediante una
cornisa pero unificada en el interior, que se cubre con bóveda de cañón; a él
se accede por una puerta abierta en su lado oriental, al nivel de la cubierta
de la nave septentrional de la iglesia. El piso superior, cubierto con bóveda
de crucería cuyos moldurados nervios, con clave circular lisa, apean en
ménsulas de gallones convexos, lo forman los tres tramos restantes, destinados
a cuerpo de campanas.
La antigua iglesia parroquial de San Cipriano
se sitúa en la parte antigua de Zamora, dentro del primer recinto y junto a la
muralla, pues en sus inmediaciones se abría la puerta "de San Cebrián",
derribada en el siglo XVIII (1726). Pasa por ser uno de los edificios más
antiguos de la ciudad, aunque las sucesivas reformas, añadidos y
restauraciones, se han encargado de complicar su interpretación, rasgo que
comparte con la mayoría de las iglesias urbanas zamoranas.
Un primer documento, aunque curiosamente no se
refiere al templo que nos ocupa, lo proporciona una maltrecha inscripción hoy
encastrada en uno de los arcosolios del muro norte de la nave y antiguamente,
según Gómez-Moreno, "puesta en el suelo, fuera de la iglesia, junto a
la puerta de su sacristía", hecho que explica lo desgastado de sus
caracteres. Mide la losa de mármol blanco 27 cm de alto por 37 cm de ancho,
siendo su transcripción y traducción, siguiendo a Maximino Gutiérrez, la
siguiente:
Es decir, "En el nombre de Dios. En
honor del apóstol San Andrés este lugar recibió los cimientos el día 2 de
febrero de 1093. En primer lugar el maestro de obra fue Sancho, con mano firme.
(Siguió) Ildefonso con la ayuda de todo el concejo y puso la techumbre el maestro
de obra Raimundo. Hermanos, orad por sus almas".
La inscripción plantea no pocos interrogantes,
no tanto respecto a su fecha, en la era de 1131 (año 1093), sino en cuanto a la
dedicación del edificio a San Andrés Apóstol. Abunda en este hecho otro
enigmático relieve, actualmente embutido en el exterior del arco de la ventana
del ábside central y que antes de la última restauración formaba parte, como
material constructivo, del muro norte de la nave (vid. G. Ramos de Castro,
1977, lám. XLVII). Representa a tres personajes, los dos de la izquierda femeninos,
ataviados con tocas con barboquejo y en el caso del central ricamente vestida,
y el derecho masculino, barbado, que ase por la muñeca la mano de la mujer, la
cual se lleva la mano al mentón, gestos ambos de dolor. Sobre ellos, y en la
parte derecha de la lápida, se desarrolla una inscripción, donde a duras penas
se lee: ... SANTI A ... EE .. ./ APOSTOLI ......... XXXII lil .. ./CIMENTA
... ISTO LOCO EST AB ILIFONSO /ET E ... ACTA EST/ CUM ALIO/ CONCEL ET/ CVM
MAJE/ STER SAN/ C!VS ET/ RAIMUNDU/ QVI FECJT/JSTA FRS/ ORATE/ PRO ANI/ MAS
ILL!S. La transcripción que propone Maximino Gutiérrez es: "[In Dei
Nomine] SANTI A[ndr]EE [honorem] / APOSTOLI [in era MCJ XXXII [[[ [.] /
CIMENTA[ to] !STO LOCO EST AB ILIFONSO ET E[x]ACTA EST / CVM ALIO / CONCEL ET/
CVM MA!ES /TER SAN/ Cl VS ET/ RAIMUNDUS / QVI FECIT !STA./ FR[atre]s ORATE/ PRO
ANI /MAS ILLIS". Según esto, su traducción sería: "[En el
nombre de Dios. En honor] del apóstol San Andrés, en el día[ ... ] del año
1094, este lugar lo cimentó Alfonso (posiblemente el mismo Ildefonso de la
inscripción anterior) y (la iglesia) se terminó con la ayuda del resto del
concejo y con el maestro Sancho y con Raimundo, quien hizo esta (inscripción).
Hermanos, orad por sus almas".
Es clara la alusión a los maestros Ildefonso,
Sancho y Raimundo, ya citados en el anterior epígrafe, trabajando en la fábrica
de una iglesia dedicada a san Andrés Apóstol en la era de 1132 (año 1094). La
conexión con el texto anterior, realizado por el mismo Raimundo, es clara. Se
ha especulado sobre si la referida iglesia de San Andrés corresponde a una
anterior advocación de este templo de San Cipriano o bien si ambas lápidas
fueron trasladadas desde la cercana iglesia dedicada al apóstol. Parece más lógico
pensar que, en el transcurso de las obras de demolición de la antigua parroquia
románica de San Andrés, realizada a mediados del siglo XVI, parte de sus
materiales de derribo se trasladasen a la, por entonces en obras, iglesia de
San Cipriano, incluyendo las dos inscripciones y, posiblemente, algunos de los
relieves encastrados en el muro meridional.
El actual aspecto del templo es fruto de
múltiples intervenciones a lo largo de los siglos. Del primitivo edificio resta
en pie, además de la torre y retazos murarios de la nave, su cabecera triple
-profundamente alterada- de ábsides rectangulares, mayor y ligeramente
destacado el central. Este tipo de cabecera de testeros planos, cuya serie
quizá inicie esta iglesia y que hunde sus raíces en modelos altomedievales,
hará fortuna en el románico de la capital zamorana hasta el final del estilo,
pues una similar disposición muestran las iglesias de Santo Tomé, San Esteban,
Santiago del Burgo y San Juan de Puerta Nueva, pudiendo suponerla del mismo
tipo en la muy alterada de San Vicente.En San
Cipriano, los ábsides laterales se
cubren con bóvedas de cañón y el central con bóveda de cañón sobreelevada y
netamente apuntada, todas de aspecto rehecho, siendo visibles las rozas de la
primitiva cubierta en el testero de la capilla mayor. Pese a mantener la traza
original, también en alzado son patentes las reconstrucciones, de cuya
radicalidad sólo parece escapar la capilla del evangelio.
La nave fue totalmente transformada a finales
del siglo Xlll o inicios del XIV, eliminando la previsible estructura de tres
naves que parece marcar la cabecera, por la actual nave única cubierta por
armadura sobre dos arcos diafragma, apuntados y doblados, de notable luz. Ambos
arcos, de perfil achaflanado, apean en potentes responsiones con cortas
semicolumnas en sus frentes, de capiteles y basas lisos. En el chaflán del
machón occidental del muro norte vemos una ilegible y breve inscripción, en
caracteres góticos. A la misma campaña gótica responde la apertura de la
capilla rectangular abierta en el primer tramo del muro norte de la nave, hoy
cubierta a un agua y originalmente abovedada. En ella se practicaron dos
arcosolios apuntados sobre impostas de nacela y pilares fasciculados, en cuyo
fondo se reutilizaron impostas románicas ornadas con tres filas de billetes.
Además, en la enjuta de los lucillos, se encastró un tosco relieve, encalado,
con dos personajes; uno de ellos se lleva la mano al vientre y ase con su
diestra el brazo alzado, en amenazadora actitud, de su compañero. Acompañan a
este relieve, empotrados en los muros de la capilla, un canecillo con un
sonriente rostro, otro probable fragmento de can con un rostro masculino y
parte de un cimacio con rosetas hexapétalas en clípeos. Contemporáneos de esta
capilla deben ser los vestigios de pintura mural que decoran la ventana
occidental del muro norte de la nave, con un fragmentario Pantocrátor y
Tetramorfos, datado hacia 1300 por Luis Crau.
Las nuevas intervenciones que se produjeron
-probablemente en el siglo XVI, a tenor de del referido traslado de las lápidas
de San Andrés- actuaron en el tramo oriental de los muros laterales de la nave
románica, forrando el paramento meridional y desplazando la primitiva portada.
Sólo los dos tramos orientales de la nave
responden a la citada campaña gótica, pues el sumamente irregular de los pies,
en cuyo muro norte, levantado en mampostería, se embuten tambores de fustes y
otros restos románicos, es obra del siglo XVIII, con la fachada del hastial
levantada en sillería y acceso adintelado.
Posiblemente erigida en época bajomedieval,
aunque reformada a finales del siglo XVI, es la capilla dispuesta al sur del
tramo de los pies de la nave, con acceso desde ésta y cuya construcción condenó
el pasaje bajo la torre. Se divide en dos tramos cubiertos con bóvedas de
lunetas y custodia un sepulcro bajo arcosolio con la leyenda: AQUÍ YACE
CHRISTOBAL CONZALEZ DE FER/MOSEL(LE) GENTIL HOMBRE DE LA CASA DEL REY/ DON
FELIPE (II) NUESTRO SEÑOR, EL CUAL COMPRO ESTA/ CAPILLA, Y LA MANDO DOTAR DE
UNA MISA PERIPETUA, CADA DIA A LAS DIEZ, y ONCE (H)ORAS. En el testero hay un
bello retablo renacentista de talla y pintura, de fines del siglo XVI.
Dieciochescas serían las bóvedas, probablemente
de lunetas, que cubrieron las naves sustituyendo al primitivo artesonado
gótico, de las que sabemos por las rozas en los muros laterales. La
restauración de 1975 liberó al templo de los aditamentos modernos que habían
ido añadiéndose durante los siglos XVIII y XIX, en los que funcionó como
capilla del antiguo hospicio provincial, hoy Parador Nacional de Turismo y
primitivamente palacio de los condes de Alba y Aliste. Las transformaciones
-constatables en las fotografías que publicó Ramos de Castro- fueron
especialmente notables en la cabecera, pues significaron la prácticamente total
refección de las partes altas de la capilla mayor -liberado ahora del camarín
elevado que lo cerraba- y el ábside de la epístola.
Pese a tan compleja sucesión de intervenciones,
que hemos sólo simplemente resumido, resulta evidente que los vestigios
románicos de San Cipriano responden a una duplicidad de campañas.
De la primera conservamos la traza de la
cabecera triple de ábsides con testero plano, ligeramente avanzado el mayor y
sin tramo recto marcado, sobre notables bancos de fábrica.
Tanto su disposición como las arquerías ciegas
de medio punto que animan los paramentos interiores nos remiten a un modelo de
vieja raigambre prerrománica propio de la arquitectura alfonsí y las primeras
construcciones leonesas, del que también participa la cabecera de Santo Tomé.
El ábside central conserva, aunque remozados, los tres arcos de los muros
laterales y los dos del testero; los del ábside del evangelio están rehechos,
al igual que los dobles laterales de la capilla meridional.
El ábside del evangelio es el que mejor
conserva su estructura original. La rehecha bóveda parte de una imposta con
perfil de listel y nacela decorada con bolas más variados motivos, como un león
pasante que vuelve la cabeza, un prótomo de cánido de fauces rugientes, dos
cabecitas, piñas, etc. En el testero se abre una saetera abocinada al interior,
que exteriormente se cierra con una reja románica de simple vástago central del
que parten deformados roleos. Rodean el vano sendos arcos abocelados de medio
punto y chambrana con tres filas de billetes.
El arco interior apea en dos columnas
acodilladas cuyos fustes, ornados con anillos, reposan en basas molduradas con
tres toros, el inferior sogueado, la derecha y perfil ático la izquierda, ambas
sobre plintos con bolas. Los cimacios presentan entrelazo y los capiteles
motivos vegetales de hojas lanceoladas y rizadas rematadas por caulículos y
hojitas nervadas, de rancia tradición. Sobre el vano, a modo de tímpano, se
incrustó un relieve rectangular, en el que se disponen una serie de figuras
entre un esquemático encuadre dentado.
Acertamos a ver, de izquierda a derecha a un
personaje masculino recostado llevándose una mano a la sien, en actitud
pensativa o adormilada y, sobre él, otra figura que parece dirigirse a dos
mujeres que realizan una un gesto de sorpresa, y la otra junta sus manos sobre
su pecho. La escena podría querer representar a las tres Marías ante el
sepulcro (en este caso dos), o bien -como sugirió Gómez-Moreno- la Ascensión de
Cristo, aunque la escasa definición del relieve y su deterioro no permite ser
tajante. En la parte derecha de la pieza vemos una bárbara figuración del
Sacrificio de Isaac, con Abraham sujetando la cabeza de su hijo, desnudo y
juntando las manos sobre el pecho, ante un ara de tipo romano, mientras un
ángel que surge de la parte alta detiene el brazo que, portador de una gran
espada o cuchillo, se preparaba para la inmolación. Junto a Isaac aparece una
descabezada y hoy irreconocible figurilla, en la que Gómez-Moreno veía al
portador del cordero que sustituyó al joven en el sacrificio.
Las dos ventanas de la capilla mayor y del
ábside de la epístola fueron rehechas en la última restauración, restando sólo
algunas dovelas de los arcos, de idéntica molduración al anterior.
En la del ábside central se incrustó el ya
descrito relieve con la edificación de San Andrés y en la del ábside de la
epístola se empotró otro relieve, muy erosionado, en el que se disponen cuatro
figurillas, una alzando los brazos y otra portadora de una cruz (Ramos de
Castro dice que se trata de un vaciado, op. cit., p. 146). Rivera de las Heras
apunta la posibilidad de que represente a los apóstoles Santiago, Tomás, Pedro
y Felipe.
Dan paso a los ábsides respectivos arcos
triunfales de medio punto moldurados con bocel, baquetones y mediacaña en su
dobladura hacia la nave, en el caso de los laterales y alancetado el central,
rehecho en época gótica y con el mismo chaflán que los de la nave. Los torales
reposan en semicolumnas que apoyan en el zócalo, de rehechas basas de perfil
ático, salvo las de la capilla norte, que parecen originales y se alzan sobre
un fino plinto decorado con banda de perlado y cadeneta. El capitel del lado del
evangelio del ábside central se decora con una ruda representación de la
Epifanía, en la que los tres Magos avanzan, portando sus presentes en una
especie de alargados vasos, hacia la representación de la Virgen con el Niño en
su regazo, a la que acompaña un ángel aparentemente turiferario.
La impericia define el estilo del escultor,
plagado de convencionalismos tanto en los rostros como en la incorrecta
perspectiva de las figuras, de torsos y rostros frontales y piernas en visión
lateral, el canon chaparro, el abuso de recursos caligráficos para paliar la
falta de volumen de las figuras, etc., no teniendo reparo en colocar la
estrella que guió a los reyes sobre el rostro de uno de ellos. Mayor soltura
demuestra, no obstante, en la decoración de rosetas inscritas en clípeos del
cimacio. El capitel frontero, labrado en reserva, muestra una bárbara
representación en la que se sintetiza el Pecado Original y la expulsión del
Paraíso, completada sobre el árbol del Paraíso por la enroscada serpiente que
campea en el cimacio. Como ya dijimos, el paramento interior de la capilla
mayor aparece animado por dos series de arcos ciegos en los muros laterales y
dos en el testero. Las primeras apean en columnas adosadas de sección poligonal
-algunas restauradas- sobre basas de grueso toro inferior, en algún caso
sogueado. Los capiteles se encuentran en pésimo estado, destacando entre ellos
el central del muro norte, anteriormente empotrado en el muro meridional de la
nave, decorado con una sirena-pez que alza la cola con su mano izquierda
mientras en la derecha sostiene un pez, según un tipo bien conocido para
simbolizar la lujuria; entre su cabeza y el caulículo superior se dispone un
pequeño cuadrúpedo, compañero de la especie de leoncillo que se sitúa sobre la
rasurada ave o arpía que ocupa el frente de la cesta. En otro capitel del muro
sur vemos un personaje, vestido con ropa talar y portando una especie de báculo
o cruz.
Los dos arcos del testero, por su parte,
reposan en una pilastra coronada por una imposta de rosetas inscritas en
clípeos y en su enjuta se conserva una pintura mural con una cruz griega con
astil, de brazos flordelisados, rodeada por cuatro granas e inscrita en un
círculo, de apariencia bajomedieval.
El capitel del muro norte del triunfal del
ábside del evangelio presenta, sobre el grueso collarino, un piso de hojas
nervadas rematadas en caulículos, sobre el que se dispone un felino de cuello y
patas encadenadas en cuyas fauces introduce sus manos un personaje, y otra
figurilla humana encadenada a un rugiente león. La composición y talla
recuerdan a un capitel del interior de Santiago el Viejo. El cimacio se decora
con entrelazo de banda de contaría. El capitel frontero, seguramente el mejor
ejecutado, presenta el collarino con doble sogueado y la cesta cubierta por una
maraña de triples tallos entrelazados y anillados de los que brotan hojitas
rizadas. En los prominentes cuernos de su ábaco vemos bolas con caperuza bajo
caulículos, y el cimacio recibe palmetas inscritas en clípeos.
El ábside de la epístola, pese a estar
prácticamente rehecho por la restauración de 1975, conserva las semicolumnas de
su toral y vestigios de la imposta sobre la que volteaba la bóveda. El capitel
del lado del evangelio, bajo cimacio con las consabidas rosetas en clípeos
perlados, se figura con un personaje entre dos columnas, una de las cuales
agarraba con su fracturado brazo derecho, mientras se lleva la otra mano al
abdomen. Viste túnica corta ornada con perlado e incisiones y aparece tocado
por un extraño bonete; a su derecha se dispone un tosco león y a su izquierda
una cabecita y un ave de puntiagudo pico, sin que alcancemos a determinar una
identificación del tema aquí plasmado. Frente a él, el capitel del muro sur nos
presenta a tres personajes, el que mira al altar con peinado a cerquillo,
vestido con un rico manto y alzando en su mano izquierda un báculo; el central,
entrecruza sus piernas y sostiene un libro, y el de la cara que mira a la nave
es un guerrero armado con un escudo almendrado blandiendo una espada. A ambos
lados de esta enigmática escena se disponen un águila y un león de heráldico
aspecto, coronando el conjunto un cimacio con ornamentación de trama romboidal
y tallos. Conservan los capiteles y fustes de este absidiolo vestigios de pinturas
murales de imprecisa cronología, aunque la flor de arum que distinguimos bien
pudiera corresponder a la fase gótica antes señalada.
Capitel del ábside izquierdo. Un
personaje sujeta a un cuadrúpelo por las fauces y éste se agarra a su pierna.
Otra fiera contempla la escena.
El capitel opuesto cubre su
cesta con elementos vegetales en forma de tallos entrelazados al modo de la
labor de cestería y hojas que forman volutas. En el cimacio se alinean palmetas
inscritas en círculos.
Parte de la estructura románica se mantiene
-pese a las refecciones y notorias rupturas de hiladas- en el tramo oriental de
las colaterales, sobre todo en el del muro norte, donde se abre una ventana de
similar tipología a las de los testeros: arco abocelado con tres junquillos en
la rosca sobre columnas acodilladas y tornapolvos con tres hileras de billetes.
El arco que corona la saetera, abocinada al interior, se orna con círculos
secantes; el capitel izquierdo, único que conserva medianamente su relieve,
representa una pareja de aves afrontadas bajo cimacio de tetrapétalas en
clípeos. La cornisa de este muro, decorada con tres filas de tacos y en parte
restaurada, mantiene parte de los canecillos originales que la soportaban,
sumariamente decorados con ajedrezado, finos rollos, un mascarón monstruoso, un
encadenado exhibicionista de rasgos grotescos, así como dos personajillos de
bárbara talla, cuyos rasgos -ojos de párpados muy marcados, nariz trapezoidal,
cabellos en mechones paralelos- recuerdan a los que vemos en Santa María de la
Nueva.
Ábside lado de la epístola
Ábside lado de la epístola
El muro meridional del tramo oriental de la
nave se mantiene en su estado original, al interior, hasta aproximadamente 3 m
de altura. Al exterior, suponemos que a finales del siglo XVI, se realzó y
dobló el paramento exterior, trasladando y remontando aquí la portada de la que
acto seguido nos ocuparemos, cuya ubicación original desconocemos. Consta de
arco de medio punto liso con doble arquivolta, la interior igualmente lisa y la
exterior ornada con un bocel, el conjunto rodeado por una muy desgastada chambrana
decorada con palmetas y tallo ondulante con brotes, apeando en jambas lisas con
imposta de nacela. La sencillez de este acceso contrasta con el extraordinario
interés de la inscripción labrada en la rosca del arco, que recuerda la muerte
de Alfonso VII. Su texto, disgregado por el arbitrario remonte de las dovelas,
debe leerse, una vez ordenado y desarrolladas las abreviaturas, del modo
siguiente:
ADEFONSVS INPERATOR TOC!VS SPANIE OBllT
DUODECIMA KALENDAS SEPTEMBR!S IN ERA MlillSIMA CENTESIMA NONAGESIMA QUINTA.
REQUIESCAT IN PACE. AMEN (Christus)
es decir,
"Alfonso (VII), emperador de toda
España, murió el día 21 de agosto de 1157. Descanse en paz. Amén
(Cristus)".
La inscripción, labrada con casi total
seguridad sobre el arco ya montado, nos proporciona una datación que aunque
relativa y no concluyente, podemos asimilar a una segunda campaña románica en
el edificio, de la que la torre cuadrada adosada al sur del tramo central de la
nave es el elemento mejor conservado.
Al exterior muestra el cuerpo inferior liso y
en él se abre un pasaje, abovedado en cañón apuntado sobre una imposta decorada
con gruesos billetes y friso de secas palmetas, pasadizo cegado al instalarse
la capilla meridional. La imposta continuaba por el exterior del cuerpo de la
torre, habiendo sido en parte rasurada.
En el ángulo sudeste de la torre se dispuso, ya
en época gótica, una bella hornacina que cobijó antiguamente una imagen bajo
arco trilobulado, sobre columnas de erosionados capiteles y chambrana con friso
de palmetas similares a las de la imposta del pasaje. El piso superior muestra
en cada lienzo dos vanos apuntados para campanas, apreciándose bien al interior
su carácter románico, con impostas abilletadas. Hacia la nave, el piso superior
supuso un regruesamiento del muro, soportado por gruesos canes abiselados salvo
uno con un deteriorado animal, mientras que el inferior remata en talud.
La iglesia de San Cipriano conserva, junto a
los fragmentarios restos de su fábrica, una interesante y extensa serie de
relieves descontextualizados, entre los que destacan tres crismones. El
encastrado en la fábrica del altar Ábside central. Capitel de la arquerfa
ZAMORA f 379 aparece inscrito en un clípeo interiormente lobulado, rodeado por
el Tetramorfos y cuatro representaciones angélicas. El monograma de Cristo, del
que penden el Alfa y el Omega, se rodea además de la leyenda dOMINE. Otra pieza
similar aparece hoy empotrada en el muro meridional de la capilla central, pero
son dos aves las que acompañan al Tetramorfos, además de una pequeña cruz y una
serpiente enroscada que se muerde la cola junto al símbolo de Marcos. El tercer
crismón decora uno de los relieves encastrados en el rehecho muro meridional de
la nave, sobre la portada, y junto a la leyenda MARQVM ET MATEV[m] LVCAS ET
IOANNES rodean al monograma las casi perdidas figuras de los evangelistas.
En este muro se integran, sin orden alguno, una
serie de relieves cuya procedencia desconocemos, pues, aunque lógicamente
pertenecerían a la obra románica de San Cipriano, quizá alguno proceda del
derribo de San Andrés, al igual que las dos inscripciones estudiadas al
principio. Sin dud, la más famosa de estas piezas es la que representa a un
herrero martilleando sobre un yunque una pieza que sostiene con unas tenazas,
junto a la inscripción: VERMV /do: FERAIRIO; QVI FE/CIT MEMIORIA dE / SVA
FRA/VICA. A su lado, otro relieve muestra al apóstol San Pedro, de rechoncho
canon e incorrecta perspectiva, ataviado con túnica y capa, alzando las llaves,
con el letrero: PE/TRVS / APOS/TO/LVS. Tras el ya referido crismón aparece otra
plaza de arenisca figurada con la bestia apocalíptica de siete cabezas y, en la
enjuta derecha de la portada, una muy erosionada representación de Daniel en el
foso de los leones. Completa la serie una fracturada plaquita de mármol o
caliza blanca con -como apunta José Ángel Rivera- la Resurrección de Cristo: un
ángel turiferario ante un sepulcro en cuya tapa se dispuso la inscripción
MANOMENTV, una figura postrada y ataviada con túnica de zigzagueantes pliegues
paralelos -la Magdalena- y otra en actitud de marcha, quizás el propio Cristo
resucitado.
Aunque mucho se ha escrito sobre el estilo de
estas piezas, vinculando su talla a bisel y en reserva, así como los rasgos que
determina la impericia del artífice, a una supuesta cronología prerrománica, un
detenido análisis de su seco estilo nos lleva a relacionarlo con el de los
relieves empotrados en las ventanas absidales y los capiteles figurados de la
cabecera, es decir, con la decoración escultórica de la primera campaña
románica de San Cebrián. La analogía de estos torpes relieves con obras
coetáneas del primer impulso constructivo y decorativo en la capital -cabeceras
de Santa María la Nueva, Santo Tomé y Santiago de los Caballeros-, que debemos
datar entre los años finales del siglo XI y las primeras décadas del Xll, no
deja lugar a dudas sobre su progenie y cronología. Más compleja resulta la
datación de la segunda fase constructiva de San Cipriano (portada y torre), que
de modo impreciso debemos situar en la segunda mitad del siglo XII.
El tipo de cabecera de San Cipriano, junto a la
de Santo Tomé, representa así un temprano eslabón entre los probables orígenes
prerrománicos de cierta arquitectura zamorana y la fórmula que reiterativamente
se reproduce, ya a finales del siglo XII e inicios del XIII en las cabeceras de
San Esteban, San Juan de Puerta Nueva y Santiago del Burgo.
Cabecera
La cabecera es la parte más antigua del
edificio y corresponde a la primera fase de construcción llevada a cabo a
finales del siglo XI. Está muy restaurada, siendo el ábside septentrional el
menos manipulado. La componen tres capillas de planta rectangular, siendo la
central algo mayor en longitud y altura pero careciendo, en contra de lo que es
habitual, de un tramo precedente destinado a presbiterio. Se cubren los
tres ábsides con sus respectivas bóvedas de cañón; al exterior, el ábside
central presenta cubierta a doble vertiente y los laterales a una sola. En los
testeros rectos y lisos no destacan otros elementos que sendas ventanas
de aspillera. Este estilo de cabecera recta se repite en otras iglesias
zamoranas como pueden ser las de Santiago del Burgo, San Juan de Puerta
Nueva, San Esteban o Santo Tomé.
Esta ventana del ábside meridional está rehecha
en buena parte. Está formada por un vano estrecho y alargado bajo un arco de
medio punto de doble arquivolta y chambrana. La rosca interior
descansa sobre columnas de cuyos capiteles no se conservan las cestas
originales pero sí los altos cimacios con ornamentación de cestería,
estando formadas las basas por una triple moldura tórica. En el
frontón se incrustó un relieve que muestra cuatro figuras bastante deterioradas.
Una de ellas lleva una cruz, mientras otra levanta los dos brazos.
La ventana del ábside principal ha perdido las
columnas completas y de su chambrana sólo restan algunos fragmentos maltrechos.
Sobre el vano de la misma se embutió en la última restauración
un sillar con tres figuras humanas talladas en él y una inscripción a
la que se ha hecho alusión al principio que hace referencia al año 1094 en que
se cimentó la iglesia en honor de San Andrés y que da cuenta de los maestros
que la construyeron. Esta piedra estuvo antes reutilizada en el muro norte de
la nave con supuesta procedencia de la iglesia de San Andrés derruida en el
siglo XVI.
De las tres ventanas absidales ésta es la que
permanece prácticamente inalterada con casi todos sus elementos originales,
incluso la reja metálica constituida por un nervio vertical del que
crecen caulículos espirales. La chambrana es abilletada y
los fustes de las columnillas van profusamente ornamentados. Los
capiteles muestran motivos decorativos vegetales y los cimacios trabajos de
cestería. También en el tímpano de esta ventana se ha embebido un relieve en el
que suelen distinguirse dos escenas: la que conforman las cuatro figuras de la
izquierda, que pudiera ser la Resurrección de Jesucristo (segundo por
la izquierda) que parece elevarse sobre otra figurilla caída en tierra ante la
mirada de los otros dos personajes, pensativo el uno con la mano bajo el
mentón, y orante el otro que junta las manos sobre el pecho. En la zona de la
derecha otro grupo de figuras pueden estar representando el sacrificio de Isaac
con la presencia central de Abraham al que un ángel detiene cuando va a
proceder al sacrificio de su hijo.
La Portada
En el muro sur de la nave, en el primer tramo
de la misma, se reubicó la portada cuya disposición primitiva se desconoce.
Esta portada permanece cegada toda vez que la que permite el acceso al templo
se encuentra en el imafronte, tratándose de un hueco adintelado cuya apertura
data del siglo XVIII. La portada románica en desuso corresponde a la segunda
fase de construcción de la iglesia.
Está formada por arco de triple arquivolta y
chambrana cargando sobre las jambas escalonadas. Todo es muy sencillo
y carente de ornamentación. De que esta portada ha sido remontada no queda
duda, pues la inscripción existente en su arco interior alusiva a la muerte de
Alfonso VII no guarda el debido orden literal al haberse trastocado la posición
de las dovelas.
En las enjutas de la portada, sin que
tengan relación con ella, se encuentran incrustadas algunas piedras talladas en
relieve provenientes de lugares y orígenes desconocidos. Tal es el caso de esta
representación del profeta Daniel en el foso de los leones, figurados éstos por
los dos cuadrúpedos rampantes laterales, o las dos figuras humanas de
la enjuta izquierda que representan respectivamente a un herrero con el
martillo en alto ante el yunque y a San Pedro portando las llaves e
identificado por el rótulo PETRUS APOSITOLUS.
La torre
La torre constituye uno de los componentes
primitivos de la iglesia de San Cipriano. Se levantó en la segunda de las fases
constructivas a mediados del siglo XII, adosándose al muro sur del tramo
central de la nave.
Bajo la torre discurre un pasadizo que se anuló
como tal al construirse la capilla que ocupa el espacio contiguo a la torre a
poniente de la misma. El cuerpo superior está horadado por pares de huecos
campaneros de arcos apuntados sobre imposta corrida. En el ángulo
suroriental se instaló en época gótica una hornacina exenta sobre
plataforma volada que hoy permanece sin uso.
Iglesia de Santo Tomé
La iglesia de Santo Tomé se sitúa en la Puebla
del Valle, arrabal inmediato al Duero por la parte oriental de la urbe, no
lejos de Santa María de la Harta. El hallazgo de restos cerámicos islámicos de
la décima centuria en las inmediaciones del templo parece avalar una temprana ocupación
de esta Puebla, dedicándose sus moradores a actividades artesanales y
comerciales, aunque carecerán de fuero hasta finales del siglo XI (1094) y no
serán protegidos por una cerca sino con el tercer Recinto murado de la ciudad,
ya en el siglo XIV.
Parece indudable que el origen del templo fue
monástico ya que, en 1126, el monasterio de Santo Tomé -nouiter edificato-,
su abad Pedro y la comunidad de monjes, recibieron de Alfonso VII la donación
de las aldeas de Venialbo y Congosto. Este mismo abad Pedro, al mes siguiente
de recibir Venialbo dotó de fueros a la localidad. En 1128, el Emperador y su
esposa donaron a Santo Tomé la heredad de Santa María de Venialbo, declarándola
exenta, privilegio que conceden al resto de propiedades del monasterio. En ese
mismo año Santo Tomé recibió en donación la iglesia de Santa María de Matilla
la Seca con sus propiedades, de manos de la infanta Sancha.
La vida monástica concluye en 1135, según
parece deducirse del documento de donación de Alfonso VII al obispo Bernardo y
sus canónigos, fechado en marzo de ese año, por el cual éstos reciben la
iglesia de Santo Tomé con sus pertenencias, para traslado de la iglesia
episcopal, por falta de espacio en la vieja sede de San Salvador. En cualquier
caso, y pese a no hacerse efectivo el traslado de la sede, a partir de su
incorporación al patrimonio del cabildo catedralicio el devenir del templo
permanecerá unido a éste. Así se deduce tanto de la manda testamentaria
establecida por un canónigo en 1175, por la que deja la tercia de sus bienes a
la iglesia de Venialbo mihi commissam, como de la carta foral otorgada
por Alfonso X a los pobladores de Santo Tomé y Santo Domingo de Vaya en julio
de 1256. Es así el obispo don Suero quien, en noviembre de dicho año, autoriza
al canónigo Pedro Pérez a poblar el herreñal sito ante la iglesia, propiedad
del cabildo.
Los datos facilitados por esa cesión del
monasterio o canónica al cabildo catedralicio se revelan preciosos a la hora de
delimitar cronológicamente la primera campaña constructiva del edificio, máxime
dada la parquedad o inexistencia de fuentes documentales que envuelve los
orígenes de la mayoría del primer románico Zamora.
La iglesia de Santo Tomé -que hoy aparece
exenta salvo por su costado meridional- se levantó en aparejo de sillería
utilizando el omnipresente y deleznable conglomerado de arenisca local. Las
recientes excavaciones arqueológicas (Ana Viñé y Mónica Salvador, 1996) han
venido a dilucidar, al menos parcialmente, la problemática interpretación del
proyecto original, dado que, excepto la cabecera, su estructura muraria y
organización espacial se vieron alteradas por al menos dos intervenciones de
época posmedieval.
Con anterioridad a dichas investigaciones, las
interpretaciones planimétricas del templo se dividían entre quienes, como Gómez-Moreno,
pensaban en una posible planta cruciforme al estilo de Santa Marta de Tera, y
los que consideraban más probable la existencia una planta basilical de tres
naves, caso de Guadalupe Ramos. Ambas opiniones -y vaya esto en descargo del
historiador granadino- reconocían la reconstrucción del cuerpo del templo, así
como la "tradición española, que aquí en Zamora prevaleció generalmente
sobre los ábsides".
Por todo ello, siendo la cabecera la estructura
mejor conservada de la primera campaña, su análisis resulta determinante a la
hora de establecer las filiaciones y cronología del edificio, consonantes con
la documentación conservada. El arcaizante esquema de cabecera triple de
ábsides con testero plano, más amplio y avanzado el central, encuentra sus
indudables referentes en la arquitectura altomedieval, siendo fórmula de éxito
-como en ningún otro lugar- en lo zamorano, pues esta organización absidal se
prolongará hasta el románico final de fines del siglo XII e inicios del Xlll
(Santiago del Burgo, San Juan de Puerta Nueva, San Esteban). De las iglesias
del primer período que siguen estos postulados sólo conservamos la muy
transformada cabecera de San Cipriano, modelo de las tardías citadas más que la
que nos ocupa. Y es que en Santo Tomé, pese a responder al esquema tripartito
de testeros planos, la capilla central se desarrolla más que en las otras,
motivado este hecho quizá por una mayor necesidad de espacio a la que no sería
ajeno su carácter conventual. Como han señalado todos los autores que se han
ocupado del templo, el ábside central de Santo Tomé resulta un trasunto del de
Santa Marta de Tera, "copia servil y bárbara del modelo" como
afirmaban demasiado peyorativamente Gaya y Gudiol (op. cit., p. 229)
refiriéndose a la organización del hastial, antojándosenos así esta cabecera un
compromiso entre la fórmula de Santa Marta y la tradicional de San Cipriano.
El referido hastial de la capilla mayor,
rematado a piñón, se distribuye en tres niveles delimitados por dos impostas
con tres filas de billetes, una bajo la ventana del eje y la otra prologando la
línea de sus cimacios. Verticalmente, siguiendo el esquema visto en la iglesia
del valle del Tera, los esquinales del muro se refuerzan con dos finas
semicolumnas adosadas que rematan en capiteles vegetales a la altura de la
imposta superior, dando paso sobre ésta a pilastras de sección prismática que
alcanzan el alero.
Las numerosas reparaciones que manifiesta el
muro sustituyeron las muy desgastadas basas de estas columnas -apoyadas en un
breve basamento sobresaliente del zócalo rematado en chaflán- y buena parte de
los fustes, conservándose los capiteles, el más meridional con dos pisos de
hojas apalmetadas de nervio central perlado y caulículos, y el otro de hojas
lisas con bolas y caulículos. En el eje del muro se abre una ventana de vano
excepcionalmente amplio, sin la tradicional aspillera, que recuerda la disposición
de ventanas de San Isidoro de Léon. En cualquier caso, las fotografías antiguas
(Gómez-Moreno, 1927 (1980), 11, láms. 45-46) nos muestran las transformaciones
sufridas por este elemento, antes cegado y restaurado por las intervenciones de
1975 y fines del siglo XX, que eliminaron el transparente practicado bajo ella
y repusieron los fragmentos de cornisa más erosionados. Se compone la ventana
de doble arco de medio punto con faja de billetes y perlado entre ambos, y
chambrana decorada con tallos rematados en volutas anilladas y trifolias,
idénticas a las que ornan la imposta de la parte derecha (la izquierda se
decora con cogollos inscritos en clípeos anillados). El arco reposa en sendas
columnas acodilladas de sencillos capiteles vegetales de hojas apalmetadas con
bolas y remate de caulículos, y basas áticas sobre fino plinto. Es al interior
donde esta ventana absidal recibe una más profusa decoración, pues en torno al
arco liso se dispone una hilera de crochets de nervio perlado con bolas en las
puntas exornando un bocel y junquillo sogueado, un baquetón taqueado con puntas
de clavo en los escaques y un bocel con banda de contario helicoidal,
rodeándose el conjunto con una rasurada chambrana con tallo ondulante y
hojarasca. Esta decoración se repite de modo fiel en la portada septentrional,
corroborando su contemporaneidad.
El arco exterior reposa en sendas columnas
acodilladas, rematadas por capiteles vegetales de hojas partidas con bolas y
caulículos.
Como en Santa Marta de Tera, ciñen por su medio
los muros laterales del ábside central dos contrafuertes prismáticos que
alcanzan la cornisa. Ésta, por su parte, recibe tres hileras de billetes y
perlado en el muro norte y en el hastial, y simple chaflán en el muro sur. La
sustenta un interesante conjunto de canecillos, la mayoría decorados con
pencas, bolas con caperuza, volutas perladas y rollos con "guarnición
de bastones atravesados" al estilo cordobés, aunque hay algunos
figurados, como los que muestran un león, un ave, un personaje acuclillado
portador de barrilillo, una fémina sedente de larga cabellera partida
sosteniendo en su regazo un objeto circular, una máscara monstruosa que engulle
un personajillo del que sobresalen las piernas o un atlante con una serpiente
enroscada.
Al interior, los ábsides se cubren con bóvedas
de medio cañón -todas restauradas conservando sólo los riñones originales- que
parten de impostas con ajedrezado en los laterales y lisa en el central. Éste,
como en Santa Marta de Tera, reforzaba su bóveda con un fajón pegado al testero
que reposa en dos columnas acodilladas, cuyos deteriorados capiteles reciben
decoración de helechos y crochets, el del lado de la epístola y de aves
afrontadas el norte. Los muros laterales de la capilla mayor se animan en la zona
inmediata al triunfal con dos parejas de arcos ciegos de medio punto que
parecen querer delimitar un inexistente presbiterio. Estos arcos reposan en
impostas achaflanadas, lisas o con decoración de zigzag y hojitas trilobuladas,
que Interior de la iglesia continúan la imposta de la que parte la bóveda. Otra
muy rasurada línea de imposta corría bajo la arquería.
Los arcos torales que dan paso a las capillas
son todos peraltados y levemente ultrapasados, doblándose hacia la nave con un
bocel ornado de fina banda helicoidal de contario -salvo el del ábside central,
con entrelazo de cestería, mediacaña y junquillo sogueado- y tornapolvos de dos
hileras de billetes. Recaen estos arcos en semicolumnas adosadas el muro, de
las que sólo conserva las basas el central, con perfil ático con bolas y sobre
basamento.
Los capiteles que las coronan concentran el
máximo interés escultórico del templo, aunque curiosamente los dos de la
capilla mayor son los más insignificantes, ambos vegetales.
El del lado del evangelio presenta helechos con
bolas en sus puntas y remate superior de volutas, y en el frente una palmeta
pinjante y tallo enredado; en el del lado de la epístola vemos dos grandes y
carnosas hojas partidas, una lobulada y la otra con banda helicoidal, bajo un
curioso ábaco con incisiones geométricas, todo de factura algo tosca.
El triunfal del ábside de la epístola presenta
dos cestas vegetales de similar factura, con las grandes hojas lobuladas
partidas con bolas o granas en sus puntas y palmetas de nervio central perlado
que recuerdan los modelos vegetales de Santa Marta de Tera.
El capitel del lado norte presenta el collarino
sogueado y los cimacios repiten los tallos ondulantes con volutas y hojarasca
que vimos en el exterior. La pareja de capiteles del ábside del evangelio,
ambos iconográficos, es la más interesante y elaborada plásticamente.
El capitel del lado sur se decora con una
representación de la Epifanía duplicada por motivos compositivos. En el centro
del frente se dispone la Virgen, ataviada con túnica y la cabeza cubierta con
una toca, sedente y con el Niño coronado sobre su regazo. Jesús se dirige a
unos de los magos, que le ofrece uno de los presentes en una especie de cuenco,
y tras él se dispone el resto de los reyes oferentes, que portan sus dones en
cofrecillos. También se duplicó la representación de la estrella, apareciendo ambas
a los lados de la cabeza de María. Idéntica sumisión al principio de simetría
manifiesta el capitel frontero, en el que se desarrolla el tema de la Adoración
de los pastores, tres por lado, que aparecen sobre las ya vistas hojas partidas
con pomas como personajillos portadores de objetos circulares -quizá quesos o
panes- que ofrecen a la Virgen, nimbada y con el Niño en su regazo, ocupando la
parte central de la cesta. La composición es idéntica a la de un capitel del
exterior del testero de Santa Marta de Tera. Estilísticamente caracterizan a
estos relieves los rostros de ojos almendrados y saltones, con marcadas arrugas
nasolabiales, la cierta rigidez de actitudes y el hieratismo, demostrando el
escultor un mayor dominio de lo vegetal que de lo figurativo, aunque las
composiciones y cánones resultan correctos.
Los ábsides laterales han sufrido más que el
central las sucesivas reformas y añadidos. En el ángulo formado por la capilla
mayor y la del lado del evangelio se adosaron, sucesivamente, dos sacristías:
una minúscula cuya cimentación fue descubierta durante la excavación de 1996 y
otra de mayores dimensiones -a la que se accedía por un vano del muro norte del
ábside central-, demolida a mediados del siglo XX y que aparece en las
fotografías publicadas en el Catálogo Monumental.
El ábside norte manifiesta en su aparejo las
huellas de estos postizos, conservando únicamente retazos de la ventana que se
abre en el eje, con su arco de medio punto con ajedrezado y los capiteles de
las columnas acodilladas que lo recibían: vegetal y muy destrozado el izquierdo
y el otro con dos aves de cuellos vueltos picoteando granas flanqueando una
palmeta de nervio partido. Al interior conserva el bocel con taqueado del arco
y una de las columnas, con sencillo capitel vegetal. En el muro sur de esta capilla
se conserva también una credencia de medio punto. Del ábside de la epístola
sólo es visible al exterior su testero, rehecho en altura con mampostería. La
ventana, cuyo arco fue recreado en ladrillo, conserva la pareja de capiteles,
uno con dos fracturados leones afrontados y el otro, sumamente erosionado, con
un personaje acuclillado atacado por dos serpientes. Los cimacios reciben
decoración de tallos ondulantes con brotes y hojitas avolutadas, de tratamiento
similar a las impostas de la ventana del central.
Al interior, esta ventana ha perdido la pareja
de columnas, manteniendo sólo el arco doblado, con hojarasca y bocel taqueado
respectivamente. En el arranque de la bóveda, junto al testero, se conserva un
sillar horadado con un vano estrellado y en esviaje, a modo de extraño óculo
cuya función ignoramos.
Hoy son visibles, tras el desencalado de los
paramentos interiores de la iglesia, las rozas de los desaparecidos arcos
formeros inmediatos a la cabecera, e incluso el arranque de uno de ellos junto
a la capilla norte con una banda de abilletado, que certifican la estructura
tripartita del cuerpo del templo. En una segunda campaña constructiva, datada
por Viñé y Salvador en torno al siglo XV, dichas autoras piensan que se produjo
un replanteo tanto del muro norte del cuerpo de la iglesia -a partil' del contrafuerte
que ciñe el toral del ábside del evangelio- como de la estructura interior del
edificio.
Las excavaciones vinieron a confirmar el
remontaje de este muro norte -que mezcla la mampostería junto a una desordenada
silleríaretranqueándolo y solapando parcialmente la semicolumna del toral del
ábside del evangelio. Incluso la portada románica, abierta entre dos potentes
contrafuertes en el segundo tramo de la nave, fue ligeramente trasladada y
remontada, hecho que explica el desorden en la colocación de sus dovelas.
Consta de arco de medio punto decorado con finos rollos (dos por dovela) que
apoya en imposta rasurada y jambas muy deterioradas, molduradas con un haz de
boceles. Rodean el arco tres arquivoltas de menuda decoración, en todo igual a
la del interior de la ventana de la capilla mayor: la interior con sucesión de
crochets de nervio perlado acogiendo bolas y sobre ellos una hilera de puntas
de diamante y un bocel rodeado de lazo helicoidal con contario y bolas; el arco
central recibe un tallo ondulante que acoge hojarasca y la arquivolta externa
debía recibir abilletado, hoy apenas reconocible por estar casi totalmente
rasurado, al igual que la chambrana. Sobre la portada se dispuso, en época
moderna, una hornacina avenerada apoyada en una repisa con perfil de gola.
Frente a ella, y en el muro de lo que sería la colateral meridional, se abría otra
portada, aunque no podemos sino certificar su presencia al estar oculta esta
zona del muro por las viviendas adosadas.
Esta reforma integral del templo configuró la
actual estructura, de nave única dividida en tres tramos delimitados por arcos
diafragma de medio punto que apean en amplios machones. Por su aspecto nos
parecen algo posteriores a la datación relativa avanzada por las autoras de la
excavación, debiendo quizá considerarlos obra de la tercera campaña
constructiva de Santo Tomé, ya en el siglo XVIII, que es la que determina la
disposición del hastial occidental del templo, con la total reconstrucción en
mampostería del sector correspondiente a la primitiva nave central,
sustituyendo la previsible portada oeste por la actual adintelada. En el
aparejo de esta reforma se reutilizan materiales constructivos de la obra
románica, fundamentalmente sillares labrados a hacha, alguna dovela con
decoración de abilletado y un relieve en el interior de la jamba de la nueva
portada. Posteriormente, en 1832, se alzó sobre este hastial la espadaña
neoclásica de sillería que lo corona. Esta reforma forró también los paramentos
interiores de las naves, ocultando la portada meridional antes citada.
El aspecto del ábside mayor de Santo Tomé
resulta algo más airoso de proporciones que la ciertamente masiva arquitectura
de su modelo, variando además el diseño de la decoración arquitectónica del
testero, que en Santa Marta de Tera consiste en tres ventanas, las dos
laterales ciegas y la central albergando una saetera. Salvo estos detalles, la
deuda de Santo Tomé respecto a la coqueta iglesia del norte de la provincia no
se queda en lo constructivo, sino que se extiende a la iconografía y estilo de
su decoración. Tal cercanía parece más fruto de una identidad de artífices que
de mera copia o inspiración, pudiendo pensarse que nuestra iglesia es obra de
parte del taller que, en los años iniciales del siglo XII, había erigido bajo
presupuestos leoneses -que debemos calificar de isidorianos a tenor de lo
conservado-, la iglesia monástica a orillas del Tera. Y decimos de parte de ese
taller debido a que en el templo zamorano no detectamos la actividad del
excepcional escultor que labra, entre otros, los capiteles del triunfal de
aquél, con los característicos rostros mofletudos y cabellos acaracolados
propios del mejor estilo del románico pleno en San Isidoro de León. En cambio,
tanto los capiteles de hojas apalmetadas y partidas con caulículos, como los de
helechos y los figurativos de Santo Tomé, e incluso el ornato de los
canecillos, encuentran su motivo similar en Santa Marta, cuya cronología -a
caballo entre los años finales del siglo XI y la primera década del XII, sitúa
la construcción de esta iglesia en la primera o segunda década del siglo XII,
pudiendo así calificarla de nooiter edificata el anteriormente citado documento
de 1126.
Las excavaciones realizadas en 1996 con motivo
de la restauración pusieron al descubierto, además de la necrópolis, un foso de
fundición de campanas de cronología medieval (entre el siglo Xll y el XV) y
restos de las primitivas tenerías. En el lapidario del templo se conservan
también, sin que sepamos en qué momento fueron recuperadas, varias piezas
procedentes de la fábrica románica. Entre ellas destaca un capitel entrego
decorado con motivos de tallos entrelazados acogiendo piñas y hojas, así como
helechos con pomas en las puntas. Podemos suponer por su tamaño que
pertenecería a los desaparecidos pilares que soportaban los formeros de las
naves, siendo su factura similar a la de los capiteles del triunfal de la
capilla mayor. Junto a él se conserva un fragmento de imposta o cimacio
decorado con friso de palmetas inscritas en clípeos anillados.
Portada principal
Se sitúa en la fachada norte, centrada en el
segundo tramo y flanqueada por sendos contrafuertes. Aunque se trata de la
portada original denota haber sido desplazada en el curso de alguna de las
reformas, con lo que supone de desmontaje y montaje de sus elementos, algunos
de los cuales parecen estar desubicados de su prístina posición. Es de arco de
medio punto con arquivoltas que descansarían sobre tres pilastras y
otras tantas desaparecidas columnas acodilladas por cada lado.
Aquí se aprecia la composición ornamental de la
portada. El arco presenta su cara frontal lisa y una sucesión de rollos en el
intradós. Le sigue una arquivolta con bolas sobre puntas de diamante perladas,
una baqueta en la que va enrollada una cinta, roleos anillados cuyos
tallos terminan en hojas nervadas, una última arquivolta arrasada en la que se
percibe un borde en zigzag y una chambrana también arrasada que debió de ser
ajedrezada.
Bibliografía
ALFONSO ANTÓN, María Isabel: La colonización
cisterciense en la meseta del Duero. El ejemplo de Moreruela. Siglos XII-XV, 2
tomos, tesis doctoral, Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Universidad
Complutense de Madrid, Madrid, 1983.
ALONSO LUENGO, José: “Intervenciones en la
catedral de Zamora”, en SANCHO, Ángel (dir.), Las catedrales de España,
Jornadas técnicas de conservadores de catedrales, Alcalá de Henares, 7 y 8 de
noviembre de 1997, Madrid 1997, pp. 371-373.
ÁLVAREZ MARTÍNEZ, Ursicino: Historia General,
Civil y Eclesiástica de la Provincia de Zamora, Zamora, 1889 (Madrid, 1965).
ÁLVAREZ MARTÍNEZ, Ursicino: “Pedro Mato y La
Gobierna”, Zamora Ilustrada, 35, 1881, pp. 4-5.
ÁLVAREZ MARTÍNEZ, Ursicino: “Puerta del
Mercadillo y Portillo de la Traición”, Zamora Ilustrada, 36, 1881, pp. 1 y 6-7.
ÁLVAREZ MARTÍNEZ, Ursicino: “Iglesia Catedral
de Zamora (Puerta llamada del Obispo)”, Zamora Ilustrada, 40, 1881, pp. 1 y
4-5.
ÁLVAREZ MARTÍNEZ, Ursicino: “San Juan de Puerta
Nueva”, Zamora Ilustrada, 48, 1882, pp. 1 y 4-5.
ÁLVAREZ MARTÍNEZ, Ursicino: “Un detalle de la
iglesia de San Cipriano”, Zamora Ilustrada, 45, 1883, pp. 353 y 358-359.
ÁLVAREZ MARTÍNEZ, Ursicino: “Atrio y pasadizo
en la base de la torre de San Cipriano”, Zamora Ilustrada, 49, 1883, pp. 385 y
391.
ÁLVAREZ MARTÍNEZ, Ursicino: “Arco toral de la
iglesia de San Cipriano”, Zamora Ilustrada, 50, 1883, pp. 393 y 398.
ÁLVAREZ MARTÍNEZ, Ursicino: “Iglesia de Santo
Tomé”, Zamora Ilustrada, 31, 1883, pp. 265 y 268-269.
ANTÓN Y CASASECA, Francisco: El arte románico
zamorano, Valladolid, 1918.
ANTÓN Y CASASECA, Francisco: “De arte románico.
Los relieves de San Cipriano de Zamora”, BSEE, XXXIV, 1926, pp. 167-175.
ÁVILA DE LA TORRE, Álvaro: Escultura románica
en la ciudad de Zamora (col. “Cuadernos de Investigación Florián de Ocampo”,
15), Zamora, 2000.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: “Monasterio de
Santa María de Moreruela”, SZ, Anejos 1, Arte Medieval en Zamora, 1988, pp.
61-116.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: “Arquitectura y
Escultura”, en AA.VV., Historia del Arte de Castilla y León. Tomo II. Arte
Románico, Valladolid, 1994, pp. 11-212.
BANGO TORVISO, Isidro Gonzalo: El arte románico
en Castilla y León, Madrid, 1997.
BENITO MARTÍN, Félix: La formación de la ciudad
medieval. La red urbana en Castilla y León, Valladolid, 2000
BUENO DOMÍNGUEZ, María Luisa: Historia de
Zamora. Zamora de los siglos XI-XIII, Zamora, 1988.
BUENO DOMÍNGUEZ, María Luisa: Historia de
Zamora. Zamora en el siglo X, Zamora, 1983.
CABALLERO ZOREDA, Luis: “Zamora en el tránsito
de la Edad Antigua a la Edad Media. Siglos V-X”, en AA.VV., Historia de Zamora.
T. I. De los orígenes al final del Medievo, Zamora, 1995, pp. 341-430.
CALVO BRIOSO, Bernardo et alii: Itinerarios
artísticos sobre el románico zamorano, Zamora, 1989.
CAMPS CAZORLA, Emilio: El arte románico en
España, Barcelona, 1935.
CALVO MADROÑO, Ismael: Descripción geográfica,
histórica y estadística de la provincia de Zamora, Madrid, 1914.
CARRERO SANTAMARÍA, Eduardo: “El claustro
medieval de la Catedral de Zamora: Topografía y función”, AIEZFO, 1996, pp.
107-127.
CARRERO SANTAMARÍA, Eduardo: “Arquitectura y
espacio funerario entre los siglos XII y XVI: la Catedral de Zamora”, AIEZFO,
1998, pp. 201-252.
CARRERO SANTAMARÍA, Eduardo: “Arquitectura y
espacio funerario entre los siglos XII y XVI: la Catedral de Zamora”, AIEZFO,
1998, pp. 201-252.
COBOS GUERRA, Fernando y CASTRO FERNÁNDEZ, José
Javier de: Castilla y León. Castillos y Fortalezas, León, 1998.
CRUZ Y MARTÍN, Ángel: El románico zamorano,
Zamora, 1981.
DIEGO BARRADO, Lourdes: Nacido del fuego. El
arte del hierro románico en torno al Camino de Santiago, Huesca, 1999.
DUBOURG-NOVES, Pierre: “Des mausolées antiques
aux cimborios romans d’Espagne. Évolution d’une forme architecturale”, CCM,
XXIII, 1980, pp. 323-360.
ENRÍQUEZ DE SALAMANCA, Cayetano: Rutas del
Románico en la provincia de Zamora, Valladolid, 1998.
ERRO E IRIGOYEN, Casimiro de: “Apuntes
históricos sobre la parroquia de Santo Tomás”, Zamora Ilustrada, 32, 1881, pp.
2-4.
ESTEPA DÍEZ, Carlos: “Las Cortes del reino de
León”, en AA.VV., El Reino de León en la Alta Edad Media. I. Cortes, concilios
y fueros (col. “Fuentes y Estudios de Historia Leonesa”, 48), León, 1988, pp.
181-282.
FERNÁNDEZ DURO, Cesáreo: Romancero de Zamora,
Madrid, 1880.
FERNÁNDEZ DURO, Cesáreo: Memorias Históricas de
la ciudad de Zamora, su provincia y su Obispado, 4 tomos, Madrid, 1882-1883.
FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Etelvina: “Presencia de
Oriente y Occidente en la ‘Portada del Obispo’ de la Catedral de Zamora”,
Estudios humanísticos. Geografía, Historia y Arte, X, 1988, pp. 225-274.
GARCÍA MERCADAL, José: Viajes de extranjeros
por España y Portugal desde los tiempos más remotos hasta fines del siglo XVI,
I, Madrid, 1952.
GARCÍA ROZAS, Rosario: Museo de Zamora. Guía,
Valladolid, 1999.
GARCÍA RUBIO, José Manuel: Zamora (s. XX).
Comienzos, Zamora, 1984.
GOLDSCHMIDT, Werner: “El sepulcro de San
Vicente, en Ávila", en Archivo Español de Arte y Arqueología XII, 34,
1936, pp. 161-170.
GÓMEZ MARTÍNEZ, Amado: Guía artística de Zamora
y su provincia, Barcelona, 1958.
GÓMEZ-MORENO, Manuel: Catálogo Monumental de
España. Provincia de Zamora, 2 tomos, Madrid, 1927 (ed. facs., León, 1980).
GÓMEZ-MORENO, Manuel: Iglesias mozárabes. Arte
Español de los siglos IX a XI, Madrid, 1919 (Granada, 1998).
GONÇALEZ DÁVILA, Gil: Guía de la Diócesis de
Zamora, Zamora, 1975 (reimpr.).
GUDIOL RICART, José y GAYA NUÑO, Juan Antonio:
Arquitectura y escultura románicas (col. “Ars Hispaniae”, V), Madrid, 1948.
GUTIÉRREZ ÁLVAREZ, Maximino: Zamora. Colección
Epigráfica (col. “Corpus Inscriptionum Hispaniae Mediaevalium”, I/1, dir. por
Vicente García Lobo), Turnhout-León, 1997.
GUTIÉRREZ ÁLVAREZ, Maximino: “La noticia de la
muerte de Alfonso VII en una inscripción zamorana”, en AA.VV., Santo Martino de
León. Ponencias del I Congreso Internacional sobre Santo Martino en el VIII
Centenario
GUTIÉRREZ ÁLVAREZ, Maximino y PÉREZ GONZÁLEZ,
Maurilio: Zamora. Estudios (col. “Corpus Inscriptionum Hispaniae Mediaevalium”,
I/2, dir. por Vicente García Lobo), Turnhout-León, 1999.
GUTIÉRREZ ÁLVAREZ, Maximino: Zamora. Colección
Epigráfica (col. “Corpus Inscriptionum Hispaniae Mediaevalium”, I/1, dir. por
Vicente García Lobo), Turnhout-León, 1997.nario de su obra literaria,
1184-1985, León, 1987, pp. 123-130.
GUTIÉRREZ ÁLVAREZ, Maximino y PÉREZ GONZÁLEZ,
Maurilio: Zamora. Estudios (col. “Corpus Inscriptionum Hispaniae Mediaevalium”,
I/2, dir. por Vicente García Lobo), Turnhout-León, 1999.
GUTIÉRREZ ÁLVAREZ, Maximino: Zamora. Colección
Epigráfica (col. “Corpus Inscriptionum Hispaniae Mediaevalium”, I/1, dir. por
Vicente García Lobo), Turnhout-León, 1997.
GUTIÉRREZ GONZÁLEZ, José Avelino: Las
fortificaciones de la ciudad de Zamora. Estudio arqueológico e histórico (col.
“Cuadernos de Investigación”, 6), Zamora, 1990.
GUTIÉRREZ GONZÁLEZ, José Avelino: “Orígenes y
evolución urbana de Zamora”, en AA.VV., CIVITAS. MC Aniversario de la ciudad de
Zamora, Zamora, 1993, pp. 20-33.
GUTIÉRREZ GONZÁLEZ, José Avelino:
Fortificaciones y feudalismo en el origen y formación del Reino Leonés (siglos
IX-XIII), Valladolid, 1995.
HERAS HERNÁNDEZ, David de las: Catálogo
artístico-monumental y arqueológico de la diócesis de Zamora, Zamora, 1973.
HERSEY, Carl Kenneth: The Salmantine Lanterns:
Their Origins and Developpment, Cambridge, 1937.
IGLESIAS DEL CASTILLO, Luis et alii:
“Intervención arqueológica en el castillo de Zamora”, AIEZFO, 1992, pp.
135-147.
LAMBERT, Élie: El arte gótico en España. Siglos
XII y XIII, Madrid, 1931 (1977).
LAMPÉREZ Y ROMEA, Vicente: Historia de la
Arquitectura Cristiana Española en la Edad Media según el estudio de los
Elementos y los Monumentos, 2 tomos, Madrid, 1908-1909 (Valladolid, 1999).
LARRÉN IZQUIERDO, Hortensia: “La evolución
urbana de la ciudad de Zamora a través de los vestigios arqueológicos”, en
Actas del III Curso sobre la Península Ibérica y el Mediterráneo entre los
siglos XI y XII (28-31 de julio de 1998), publicadas en CAqv, 15, 1999, pp.
91-118.
LERA MAÍLLO, José Carlos de: Catálogo de los
documentos medievales de la catedral de Zamora, Zamora, 1999.
LERA MAÍLLO, José Carlos de: “Aceñas de
Olivares”, en AA.VV., CIVITAS. MC Aniversario de la ciudad de Zamora, n.º 120,
Zamora, 1993, pp. 234-235.
LERA MAÍLLO, José Carlos de: “Los procesos de
erección y restauración de la Diócesis de Zamora (siglos XI-XII)”, en XI
Centenario de la fundación de la Diócesis de Zamora (901-2001). Ciclo de
conferencias, Zamora, 2002, pp. 7-19.
LOBATO VIDAL, José Carlos: Castillos y murallas
de la provincia de Zamora, Zamora, 1997.
LUIS CORRAL, Fernando: “Feudalismo y molinos:
la posesión de aceñas en Zamora en el siglo XII”, SZ, 2.ª época, III, 1996, pp.
53-75.
LUIS REAL, Manuel: “O românico português na
perspectiva das relações internacionais”, en AA.VV., El Arte Románico en
Galicia y Portugal, La Coruña, 2001, pp. 30-55.
MADOZ, Pascual: Diccionario
Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar.
Zamora, Madrid, 1845-1850 (Valladolid, 1984).
MANSILLA REOYO, Demetrio: “Disputas diocesanas
entre Toledo, Braga y Compostela en los siglos XII al XV”, Anthologica Annua,
3, 1955, pp. 89-143.
MAÍLLO SALGADO, Felipe: “Zamora y los zamoranos
en las fuentes arábigas medievales”, SZ, Anejos 2, 1990.
MARTÍN ARIJA, Ana M.ª et alii: “Nuevos datos
arqueológicos en el entorno de la Catedral de Zamora”, AIEZFO, 1994, pp.
109-122.
MARTÍNEZ DE LA OSA, José Luis: Aportaciones
para el estudio de la cronología del románico en los reinos de Castilla y León,
Madrid, 1986.
MENÉNDEZ PIDAL, Luis: “Restauración del
cimborrio y de las cubiertas pétreas de la Catedral de Zamora”, AEA, XXXIV,
1961, pp. 193-213.
MIGUEL HERNÁNDEZ, Fernando: “Aproximación
arqueológica al Monasterio de Santa María de Moreruela”, AIEZFO, 1994, pp.
59-76
MÍNGUEZ FERNÁNDEZ, José María: Colección
diplomática del monasterio de Sahagún (siglos IX y X) (col. “Fuentes y Estudios
de Historia Leonesa”, 17), León, 1976.
MOMPLET MÍNGUEZ, Antonio E.: “Caracteres
islámicos en la arquitectura medieval castellano-leonesa: abovedamientos
1090-1220”, en Homenaje al profesor Hernández Perera, Madrid, 1992, pp. 93-104.
MONTERO APARICIO, Domingo: “Arte medieval en
Zamora”, en AA.VV., Historia de Zamora. T. I. De los orígenes al final del
Medievo, Zamora, 1995, pp. 755-821.
MORETA VELAYOS, Salustiano: “La sociedad
zamorana en los siglos X-XIII”, en AA.VV., Historia de Zamora. T. I. De los
orígenes al final del Medievo, Zamora, 1995, pp. 543-587.
NAVARRO TALEGÓN, José: “El entierro de Cristo
en la escultura y pintura zamoranas de la Edad Moderna”, en Actas del tercer
encuentro para el estudio cofradiero: en torno al Santo Sepulcro, Zamora, 10/13
noviembre 1993, Zamora, 1995, pp. 31-43.
NAVARRO TALEGÓN, José: “Manifestaciones
artísticas de la Edad Moderna”, en AA.VV., Historia de Zamora, vol. II, Zamora,
1995.
NAVARRO TALEGÓN, José: “La catedral de Zamora”,
en AA.VV., Aquellas blancas catedrales, Valladolid, 1996, pp. 91-97.
NAVARRO TALEGÓN, José: “Iconografía de los
santos zamoranos”, en XI Centenario de la fundación de la Diócesis de Zamora
(901-2001). Ciclo de conferencias, Zamora, 2002, pp. 67-86.
PIJOÁN, José: El arte románico. Siglos XI y XII
(col. “Summa Artis”, IX), Madrid, 1973.
QUADRADO, José María y PARCERISA, Francisco J.:
Recuerdos y Bellezas de España. Zamora, Madrid, 1861 (Valladolid, 1990).
PIÑUELA XIMÉNEZ, Antonio: Descripción histórica
de la ciudad de Zamora, su provincia y obispado, Zamora, 1987.
RAMOS DE CASTRO, Guadalupe: El románico en
Zamora, Zamora, 1986.
RAMOS DE CASTRO, Guadalupe: Las murallas de
Zamora, Zamora, 1978.
AMOS DE CASTRO, Guadalupe: “Un inventario de
la catedral de Zamora”, BSAA, 1971, pp. 464-471.
RAMOS DE CASTRO, Guadalupe: El arte románico de
la provincia de Zamora, Zamora, 1977.
REPRESA RODRÍGUEZ, Amando: “Génesis y evolución
urbana de la Zamora Medieval”, Hispania, XXXII, 1972, pp. 525-545.
RIVERA BLANCO, Javier (coord.): Catálogo
Monumental de Castilla y León. Bienes inmuebles declarados. Vol. 2. Salamanca,
Segovia, Soria, Valladolid, Zamora, Salamanca, 1995
SÁINZ SÁIZ, Javier: El Románico en Zamora,
León, 1999.
SÁNCHEZ HERRERO, José: “Historia de la Iglesia
de Zamora. Siglos V al XV”, en AA.VV., Historia de Zamora. T. I. De los
orígenes al final del Medievo, Zamora, 1995, pp. 687-753.
SÁNCHEZ HERRERO, José: “La Diócesis de Zamora
en su Historia”, en AA.VV., Las Edades del Hombre. Remembranza. Catálogo de la
exposición celebrada en la catedral de Zamora, Zamora, 2001, pp. 33-52.
SÁNCHEZ HERRERO, José: “La Diócesis de Zamora,
hogar de vida cultural y benéfico asistencial”, en XI Centenario de la
fundación de la Diócesis de Zamora (901-2001). Ciclo de conferencias, Zamora,
2002, pp. 21-66.
SÁNCHEZ RODRÍGUEZ, Marciano: Tumbo Blanco de
Zamora, Salamanca, 1985.
SAN MIGUEL MATÉ, Luis Carlos y VIÑÉ ESCARTÍN,
Ana Isabel: “Excavación arqueológica en las murallas de Zamora. ‘La Bajada de
San Martín’”, AIEZFO, 1989, pp. 111-121.
TORRES BALBÁS, Luis: “Los cimborrios de Zamora,
Salamanca y Toro”, Arquitectura, 4, 1922, pp. 137-153 (ahora en Anales de
Arquitectura, 7, 1996, pp. 124-137).
VACA LORENZO, Ángel: “Población y poblamiento
de Zamora en la Edad Media”, en AA.VV., Historia de Zamora. T. I. De los
orígenes al final del Medievo, Zamora, 1995, pp. 431-505.
VIÑÉ ESCARTÍN, Ana I. y SALVADOR VELASCO,
Mónica: “La iglesia de Santo Tomé (Zamora): documentación arqueológica de su
entorno”, AIEZFO, 1996, pp. 67-79.
VELASCO RODRÍGUEZ, Victoriano:
Catálogo-inventario del Museo Provincial de Bellas Artes de Zamora, Zamora,
1958.
VELASCO RODRÍGUEZ, Victoriano: Guía turística
de la provincia de Zamora, Zamora, 1960.
YARZA LUACES, Joaquín: La Edad Media (col.
“Historia del Arte Hispánico”, II), Madrid, 1988.
YZQUIERDO PERRÍN, Ramón: Reconstrucción del
coro pétreo del Maestro Mateo, Santiago de Compostela, 1999.
No hay comentarios:
Publicar un comentario