Románico en la provincia de León
A comienzos del siglo XI Europa conoce la
culminación de un proceso evolutivo de las formas plásticas anteriores, lo que
supuso, pese a su diversidad, la unificación cultural europea, con el
desarrollo de un fenómeno artístico que conocemos como románico. Es el fruto
del sincretismo, entre otros factores, de los ensayos efectuados en los
períodos prerrománicos, de la influencia bizantina y oriental, del recuerdo de
ciertos elementos del mundo clásico y del papel unificador de la orden
benedictina. Esta cultura y arte románicos, de carácter esencialmente
religioso, abarcaron los siglos XI y XII, si bien, en algunas ocasiones, sus
formas de hacer se proyectaron hasta los primeros años de la centuria
siguiente. Los monjes cluniacenses, el culto a las reliquias que fomentó el
fenómeno de las peregrinaciones, la movilidad de los talleres artísticos, entre
otros factores, contribuyeron a su difusión por la Europa occidental.
Las tierras de León conocieron la eclosión de
este fenómeno artístico, favorecido también por la necesidad de adecuación del
espacio religioso, de la décima centuria, a la liturgia romana en detrimento de
la hispana que, hasta finales del siglo XI, estuvo vigente en la Iglesia
leonesa.
El arte románico, de lo que hoy es la provincia
de León, dejó su impronta a través de buen número de edificios distribuidos a
lo largo de su extensa geografía y cómo podemos constatar por las escuetas
alusiones documentales. Sin embargo, las obras arquitectónicas y los restos que
llegaron hasta nuestros días no son demasiado abundantes. Se trata,
esencialmente, de monumentos religiosos y de algunos restos de carácter civil.
El poder de la Iglesia leonesa, en el período que nos ocupa, explicaría tales
hechos. Buena prueba de ello fueron, sin duda, las dos sedes episcopales del
territorio, la de León y la de Astorga, con sus respectivas fábricas
catedralicias, lamentablemente desaparecidas, y el papel de las casas
monásticas benedictinas, como lo fueron las de Sahagún, San Pedro de las
Dueñas, San Pedro de Montes o San Andrés de Vega de Espinareda. A ellas tenemos
que añadir los monasterios que, para la Orden del Cister, se erigieron, entre
otros lugares, en Nogales, Gradefes, Sandoval, Carrizo o San Miguel de las
Dueñas.
Al mismo tiempo hay que recordar los templos
parroquiales que se levantaron en algunos burgos. Sirvan de ejemplo la iglesia
del Mercado o del Camino en León, San Salvador de Destriana, Santiago de
Villafranca o San Esteban de Corullón. Tampoco faltaron las edificaciones
rurales, de las que hoy conservamos algunos restos o estructuras templarias,
remodeladas y de claro diseño románico, en la cuenca del Cea o en las tierras
de la Reina.
Mención especial merece la iglesia hospitalaria
de Santa María de Arbas, en el puerto de Pajares, donde se acogían a peregrinos
y enfermos que se encaminaban a la capital del Reino o se dirigían hacia San
Salvador de Oviedo. Recordemos, por último, la Real Colegiata de San Isidoro de
León, vinculada a la Corona y cuya vida comunitaria se regía por la regla de
San Agustín.
Desde el punto de vista arquitectónico, el
románico responde a unas estructuras templarias de índole muy diversa. Ello
depende del poder económico de sus comitentes, de la calidad de los materiales
utilizados en su factura, así como de la pericia de sus artífices. Por estas y
otras muchas razones, los modelos estructurales de los edificios románicos
adoptan diseños plantarios y estructuras volumétricas muy variadas. Se
encuentran desde las fórmulas muy sencillas, de templos de nave única y
cabecera cuadrada, abovedada, como San Vicente Mártir de Candanedo de Boñar,
hasta formas más complejas y elaboradas, con presbiterio semicircular,
precedido de un tramo recto, que abundan en las tierras bercianas, como es el
caso de la iglesia de Santiago de Villafranca. No faltan tampoco soluciones en
las que se advierten pervivencias de elementos altomedievales, que son bien
visibles en la parroquial de La Asunción de Villarmún, donde la disposición
ultrasemicircular de la cabecera, inscrita en un diseño trapezoidal, recuerda
formas simplificadas de edificios del siglo X. Pudo servirle de modelo la
iglesia monástica de San Miguel de Escalada, ubicada a pocos kilómetros de la
referida parroquial de Villarmún. La cubierta común para estos modelos combina
la bóveda de cañón para el tramo recto y la de horno para el semicircular.
Mención especial merece la bóveda gallonada de la capilla central del templo de
Arbas, cuyas fuentes más próximas nos remiten a la cúpula sobre el cimborrio de
la catedral de Zamora y a los ejemplos que de ella se han derivado.
Por lo general, en las iglesias de nave única,
el recinto ocupado por los fieles se cubre con sencillas estructuras de madera
vista. No obstante, hay alguna construcción en la que los vestigios conservados
apuntan hacia una cubierta de bóveda de cañón, reforzada por arcos fajones que descansan
en columnas, adosadas al paramento interior, de lo que dan fe los tramos más
antiguos de San Martín de Valdetuéjar.
Por otro lado, en edificios de mayor porte se
utilizó la planta de tres naves con cabecera tripartita, semicircular y
escalonada, modelo generalizado a partir de los templos monásticos
benedictinos. No obstante, aunque no todos los ejemplos llegaron completos
hasta nuestros días, bien porque no se terminaron, porque conocieron notables
alteraciones en su fábrica primitiva o porque desaparecieron, en su totalidad,
bajo construcciones posteriores, tenemos ejemplos de interés en: San Salvador
de Destriana, San Pedro de las Dueñas, San Juan de Montealegre, San Isidoro de
León, San Benito de Sahagún y en las fábricas románicas, ya aludida y
desaparecidas, de Santa María de León y de Astorga respectivamente. Así mismo,
podemos recordar la cabecera de San Pedro de Montes, novedosa en el territorio
leonés, que ofrece una capilla central con disposición semioctogonal,
flanqueada por otras dos semicirculares, que emula modelos de la costa
atlántica francesa y de tierras palentinas, y el caso de Santa María de Arbas,
ya tardía, que combina, en su cabecera tripartita, la disposición semicircular
para la capilla central, y las dos laterales cuadrangulares y profundas, como
el ejemplo asturiano de San Vicente de Serrapio y cuyo modelo tuvo amplia
resonancia entre las construcciones armenias y sirias en torno al siglo VI.
El templo románico, así concebido, como lugar
de oración, es un espacio armónico en el cual cada elemento tiene su función
específica y simbólica. En él, arquitectura, escultura y pintura adoptan un
sincretismo perfecto, en el cual, estas dos últimas manifestaciones plásticas
rebasan el sentido meramente ornamental y cromático, buscando la armonía y la
belleza, para convertirse en un medio de expresión docente y para enseñar a los
fieles, mediante imágenes, las principales verdades de la fe.
En el caso leonés que nos ocupa, la Real
Colegiata de San Isidoro de León es el mejor ejemplo para entender este
sentido, común en muchas etapas artísticas del medievo, en general, y del
románico en particular. Desde el punto de vista arquitectónico es un centro
espiritual que ofrece diferentes ámbitos espaciales, edificados a lo largo del
tiempo, a los que se une un nutrido repertorio escultórico y un excepcional
conjunto pictórico. Al mismo tiempo, conserva un rico tesoro, y un buen
conjunto de libros litúrgicos, dotación concedida por la Casa Real, quien la
había acogido bajo su patrocinio.
En los albores del siglo X, la antigua Legio
VII Gemina, conoció momentos de gran actividad constructiva para adecuar la
vieja urbe a las necesidades de la Corte recién instalada en ella. Como era
habitual en situaciones similares, unas construcciones se remozarían y otras se
efectuarían ex novo. En este contexto oscuro hay que buscar los orígenes del
edificio que nos ocupa, al norte de la urbe y sobre el solar que ocuparon
edificaciones monásticas en las que se custodiaron las reliquias de San Pelayo,
el niño mártir cordobés, cuando éstas llegaron a León en el año 966. En torno
al año 1000 Almanzor asoló la ciudad, el edificio fue arruinado y, para evitar
su profanación, las reliquias pelagianas se trasladaron a Oviedo. Tras estos
lamentables sucesos Alfonso V (999-1027) reconstruyó la ciudad, el arruinado
monasterio y edifica con materiales pobres: ladrillo y barro, la iglesia de San
Juan Bautista. El soberano, en palabras de Lucas de Tuy, “...cogió los
cuerpos de los reyes y obispos que estaban en la ciudad y los enterró en esta
iglesia...”. De todo ello se desprende que la construcción no sería muy
lujosa, que estaría en relación con la problemática arquitectónica que se
cierne sobre la arquitectura leonesa de la décima centuria y conectada además a
la tradición de la Corte astur. Al mismo tiempo, el hecho de haber reunido al
amparo de este lugar santo los restos de algunos familiares, permite suponer el
interés que el monarca tenía por el mencionado templo, así como el deseo de
prestigiar la dinastía reinante, al respetar con ello la memoria de sus
antepasados.
Se desconoce el lugar en el que ubicaron los
referidos enterramientos. En todo caso no sería muy arriesgado suponer que tal
vez se creó un ámbito especial, a modo de panteón, a los pies del edificio,
como antes habían efectuado sus ancestros en Santianes de Pravia y en la
iglesia de Santa María en Oviedo.
El Reino leonés conoce desde entonces un
período histórico no demasiado estable. Llegamos así a mediados del siglo XI,
al reinado de Fernando I y doña Sancha. Es posible que, tras su victoria en
Atapuerca (1054), pacificado el territorio y saneadas las arcas, ambos
soberanos se hayan interesado por los asuntos artísticos que aquí nos ocupan.
Construyen en piedra, como se grabó en el
epitafio del monarca que facit ecclesiam hanc lapideam quae olim fuit lutea
una nueva iglesia de San Juan. Además, deciden erigir en León su panteón
familiar, traen de Sevilla las reliquias de San Isidoro para reemplazar las ya
perdidas de San Pelayo, y cambian de advocación al templo. Desde entonces, el
santo visigodo se convirtió en el protector de la Casa Real y defensor del
Reino.
El viejo templo de Fernando I fue consagrado
solemnemente el 21 de diciembre de 1063. Aunque no conocemos su disposición
formal, sí podemos intuirla a partir de diversas campañas de excavación
efectuadas en su solar. Todo parece indicar que se trataba de una construcción
inspirada en los modelos de la monarquía asturiana, más concretamente en San
Salvador de Valdediós. Tenía tres naves, altas y estrechas, otras tantas
capillas cuadrangulares y se cubría con bóvedas.
Del aprecio que el soberano tenía por el lugar
santo se da buena fe en la Crónica Silense. En su texto se lee que cuando el
rey muy enfermo volvió del campo de batalla, asistió al culto en el templo
isidoriano y que, en la Navidad del año 1065 hizo penitencia en la iglesia,
despojado de sus preseas reales y con la cabeza cubierta de ceniza. Días más
tarde, murió en León y recibió sepultura.
A los pies de esa iglesia se construyó un
recinto destinado a Panteón Real, cuyos precedentes hay que buscar en la
tradición que, desde antaño, habían puesto en uso los reyes ovetenses y cuya
fórmula pervive en el ámbito similar de la iglesia de San Pedro de Teverga. Se
trata de un espacio cuadrangular, dividido en seis tramos, mediante dos gruesas
columnas centrales y está abovedado. Un segundo cuerpo, también tripartito,
conocido como Panteón de Infantes, enlaza con el lienzo de la muralla. Este
emplazamiento lo convierte en un lugar recóndito, cerrado al público y
comunicado con la iglesia por una puerta, hoy cegada. Posteriormente se abrió
un segundo vano que comunica el recinto funerario con el templo actual.
La historiografía reciente, basándose en
diversos aspectos, entre ellos en el análisis de sus elementos escultóricos y
en la estética de los mismos, plenamente consolidada para la concepción
plástica del románico de finales del siglo XI, retrasa su fábrica a la época de
la infanta doña Urraca (1033-1101), quien erigiría el recinto a la muerte de su
progenitor. Tal vez ello se desprenda del texto que reza en su epitafio: haec
ampliavit ecclesiam istam.
Al norte del edificio hoy se conserva un
Pórtico, en el costado abierto del Panteón. No resulta fácil saber si, desde el
momento que se edificó, era tal o si formaba parte de un desaparecido claustro
románico. En todo caso, hay precedentes de estructuras similares en San
Salvador de Valdediós y en San Miguel de Escalada. Dentro del románico burgalés
y segoviano también se construyeron ámbitos de este tipo.
Sobre el Panteón Real se levantó una tribuna o
palco regio, que bien pudo ser contemporáneo al referido pórtico. Un gran arco,
hoy cegado, permitía asistir a la celebración litúrgica desde lo alto. Emulaba
la estancia similar que tuvieron los templos asturianos del siglo IX y que aún
se conserva en San Miguel de Lillo y en San Salvador de Valdediós. Las
remodelaciones efectuadas, a finales del siglo XII, no permiten solventar la
duda y dilucidar si constaba de tres recintos, al igual que los templos astures
mencionados o, como hoy vemos, uno solo abovedado. En la actualidad se
prolonga, sobre el Panteón de Infantes, para unirse al lienzo de la torre. Su
recinto, conocido también como cámara de doña Sancha, custodia hoy el tesoro de
la colegiata.
La nueva iglesia, también románica, ocupa el
solar sobre el que se levantó el templo de Fernando I. Desconocemos cuáles
fueron los motivos que impulsaron su construcción. Tal vez resultaba pequeña
para las oleadas de peregrinos que cada vez en mayor número visitaban la
ciudad, o se consideraba anticuada ante los magníficos resultados plásticos
conseguidos en el Panteón y en las fábricas templarias que se estaban haciendo
en los albores del siglo XII. Muy pocas son las referencias que hacen mención
de este hecho. El nuevo templo fue consagrado el 6 de marzo de 1149 en una
solemne ceremonia presidida por Alfonso VII y su hermana la infanta doña
Sancha.
La remodelación de su estructura fue fruto de
diversas campañas constructivas, no siempre bien meditadas, como lo demuestran
varios desajustes constructivos bien visibles en su interior, y que obligaron a
llevar a cabo soluciones incomprensibles, desde el punto de vista estético,
pero que permitieron contrarrestar los empujes de las bóvedas. Es el hecho, por
ejemplo, de haber dispuesto dos columnas adosadas al paramento, en ciertas
partes del mismo, en cuya zona alta se abrieron ventanas, lo que no fue impedimento
para su artífice, ya que tales apeos discurrieron hacia lo alto, al encuentro
de los arcos de la cubierta y se montaron sobre la luz de las saeteras. Al
concluir la fábrica, de mayor anchura que el templo fernandino, fue necesario
también abrir la ya citada puerta de comunicación con el Panteón, lo que motivó
la destrucción de parte de las pinturas de este recinto correspondientes a la
escena de la Natividad. Fruto de todo ello es la iglesia que hoy podemos
contemplar, con tres capillas semicirculares en la cabecera –la central rehecha
posteriormente–, otras tantas naves y crucero.
En el interior podemos apreciar reminiscencias
del pasado, en el uso de arcos de medio punto peraltados, en las arquerías de
separación de naves. De recuerdo islámico son los arcos de medio punto
lobulados de la zona del crucero y la puerta de herradura, también lobulada,
que da paso al recinto funerario.
En la fase final de la nueva iglesia intervino
el maestro Petrus Deustambem que super edificavit ecclesiam hanc y quien, por
su buen hacer, según consta en su epitafio, recibió el honor de ser enterrado,
por expreso deseo de Alfonso VII y su hermana doña Sancha, al amparo de esos
viejos muros.
A los pies del Panteón, sobre la muralla, se
edificó una torre de planta cuadrada, dividida en tres cuerpos y otros tantos
recintos superpuestos que también parecen corresponder a campañas sucesivas. El
cuerpo alto o de campanas se cala con amplios vanos, flanqueados por
columnillas que, estilísticamente, emulan los modelos plásticos de finales del
siglo XII.
En todo caso, lo que sí parece claro es el
interés por conservar intacto el espacio funerario que prestigiaba la
colegiata, al custodiar, al amparo de sus muros, los restos de la familia
reinante y mantener el prestigio que le otorgaba el patronazgo de la Corona.
Al llegar a este punto, vistos los aspectos
generales del románico en León, pasaremos a comentar, brevemente, ciertas
peculiaridades referidas al recinto del templo de San Benito de Sahagún ya que,
en la renovación efectuada en el monasterio durante el período de Alfonso VI
(1065-1109), se plantean ciertas similitudes con el centro isidoriano. Durante
su reinado el monasterio de los Santos Facundo y Primitivo se convirtió en un
centro político y religioso indiscutible. Las reformas impulsadas desde aquí en
favor de la liturgia romana, la llegada de clero francés y la vinculación del
mismo a la casa francesa de Cluny, así como la elección del monje Bernardo de
la Sauvetat, para el cargo de abad, lo convirtieron en un centro de especial
relevancia en todos los órdenes. Sin duda, la vieja iglesia, existente desde el
siglo X, erigida bajo el patrocinio de Alfonso III, ya no sería funcional,
iniciándose una reedificación más en consonancia con las necesidades del
momento y más acorde con las soluciones artísticas del románico.
Por otro lado, su prestigio le vino dado,
además, como en el caso de San Isidoro, por su vinculación a la Corona. Es bien
conocido el dato transmitido por la Primera Crónica Anónima, en el que se
relata cómo el rey, probablemente antes de la toma de Toledo (1085), “...conjuró
a sus hermanas, conviene saber, a doña Urraca y a doña Elvira, e aún a todos
los de su parentela, y mayorales de su casa, por adon quiera que el postrimero
día se fallase el suo cuerpo, fuese enterrado acerca de Sant Fagun...”. Las
escasas referencias documentales al respecto, las excavaciones llevadas a cabo
a principios del siglo XX, publicadas por don Manuel Gómez-Moreno, así como los
recientes estudios efectuados sobre el monasterio sahagunino, permiten apuntar
que Alfonso VI edificó a los pies de aquella vieja fábrica templaria su
Panteón. En él sabemos que se acogieron los cuerpos del soberano y la reina
doña Constanza, así como los cuerpos de algunos abades del monasterio, nobles y
santos locales. La disposición, a juzgar por los vestigios descubiertos y
vueltos a cubrir, reproducían el modelo ya visto en el Panteón de León y, como
él estaría cubierto de pinturas.
También a finales del siglo XI se proyectó un
nuevo templo, del que parece se inició la cabecera, en forma de tres ábsides
semicirculares y escalonados. Sin embargo, la fábrica no llegó a buen puerto.
Las revueltas políticas y sociales que conocieron los primeros años de la
subida al trono de la reina doña Urraca, las revueltas burguesas contra el
monasterio y el apoyo que éstos tuvieron por parte de Alfonso I de Aragón
arruinaron los comienzos de lo que, sin duda, se había iniciado con buenos
auspicios. Con la llegada al trono de Alfonso VII (1126-1157), las relaciones
entre el monasterio benedictino y la Corona parecen óptimas y el monarca es
generoso con la mesa abacial, por lo que cabe suponer que se inicia una
reanudación de la fábrica monástica. Esto se continuó haciendo, en sucesivas
campañas, tras la muerte del rey. En 1184, se llevó a cabo la solemne
consagración de un altar en honor de San Benito, cuando la cabecera, el crucero
y parte de las naves ya estarían en pie. Alfonso IX, a finales del siglo XII,
continúa dispensando su patronazgo al monasterio benedictino, así como también
lo hicieron algunos pontífices. En los primeros años de la centuria siguiente,
los últimos tramos de la nave darán alcance al recinto funerario, que emulando
el enterramiento leonés, conservó a los pies del templo la vieja tradición
altomedieval y el modelo de enterramientos reales que habían impuesto los reyes
de la Corte asturiana.
El modelo de planta de este templo pudo ser
similar al que se adoptó en las estructuras catedralicias de León y Astorga.
El papel que jugó la escultura en el templo
románico fue singular. Perfectamente integrada en su estructura se dispuso en
las basas, capiteles, canecillos, cornisas y sobre diferentes molduras
distribuidas en el paramento. Especialmente indicado como soporte escultórico
fueron los tímpanos de las portadas. Desde el punto de vista técnico, teniendo
en cuenta el momento cronológico de su factura, los materiales, la riqueza del
monumento o la pericia de su artífice, encontramos desde relieves toscos y sencillos,
trabajados a bisel, a dos planos, propios de los ámbitos rurales, que recuerdan
formas de hacer del pasado, hasta otros de medio y alto relieve, en los que se
busca la proporción, la belleza formal y sutiles calidades táctiles. En este
caso, nos sirven de ejemplo algunas piezas, ya tardías, como la imagen del
Caballero Victorioso y la Dama, de la catedral de León, donde se apunta la
nueva estética tardorrománica de finales del siglo XII o principios de la
centuria siguiente.
Por otro lado, en la escultura románica del
ámbito leonés observamos reminiscencias tanto plásticas como iconográficas que
relacionan estas esculturas con otras de los territorios limítrofes, como
Zamora, Palencia y las tierras de Asturias; y también con otras áreas geográficas
más lejanas, tales como Navarra o Compostela, sin olvidar otros contactos
ultrapirenaicos, que pudieron llegar, a estos territorios, a través de la
movilidad, ya mencionada, de los talleres artísticos medievales.
Pero, ¿cuáles son los temas que se esculpieron
en las construcciones románicas? El ideario ornamental, de fuerte contenido
simbólico, se combina con un nutrido grupo de temas decorativos de carácter
geométrico, más o menos utilizados y zoomórficos inspirados, con frecuencia en
los Bestiarios; pero, junto a ellos, los más sugestivos, plásticamente, con un
fin didáctico inestimable, son los iconográficos en su doble faceta: la sacra y
la profana.
En el románico de la provincia leonesa, el
conjunto escultórico más importante se conserva en San Isidoro de León, sin
olvidar los restos que se conservan in situ, en los edificios mencionados así
como los que se hallan dispersos en el Museo Arqueológico Nacional, en el Museo
de León, en el Catedralicio Diocesano de dicha localidad, en el de la Real
Colegiata de San Isidoro o en el Museo de la Catedral de Santa María de
Astorga. Por todo ello, nada mejor para comprender el significado de la
escultura, integrada en la obra arquitectónica, que dedicarle unas breves
palabras a la que reviste la fábrica de la colegiata isidoriana.
Si comenzamos nuestro recorrido por la parte
más antigua, por el Panteón, observamos un conjunto muy variado de temas que
cubren sus capiteles, tales como los animales fantásticos, afrontados a la
fuente de la vida, aludiendo a la salvación. También se esculpieron otros
historiados entre los que se distinguen pasajes del Antiguo Testamento,
inspirados en el Génesis y el Éxodo. Del ciclo de la vida pública de Cristo son
los relieves de los capiteles que flanqueaban la primitiva puerta, hoy cegada,
que comunicaba el recinto funerario con la iglesia edificada por Fernando I. En
ellos se escenificaron la Resurrección de Lázaro y la Curación del leproso. En
una lectura global del simbolismo de los referidos relieves se alude a la idea
de muerte y resurrección, de salvación, que desde la época paleocristiana se
representó en escultura y pintura funerarias, por lo que tal programa
iconográfico resulta especialmente adecuado para el recinto que nos ocupa. Por
lo que se refiere a la escultura del interior del templo, no parece que esté
definido de forma tan clara su programa iconográfico, si bien, por lo que
concierne a algunos temas, se puede intuir una continuidad con los aspectos que
hemos definido al tratar del Panteón.
Sin embargo, donde la escultura del templo de
San Isidoro tiene su mejor expresión es en las dos portadas del costado sur, la
que se abre en el paramento y la que se practicó en el hastial de este brazo
del crucero. La primera, conocida como Portada del Cordero, está presidida por
la imagen del Cordero apocalíptico, que sostiene, con su pata doblada el
lábaro. Se inscribe en un círculo de la eternidad perlado, flanqueado por dos
ángeles tenantes. Bajo esta composición, en un registro continuo que podemos leer,
de derecha a izquierda, se narra con detalle la historia del Sacrificio de
Isaac. Se completa la ornamentación de la portada con una serie de relieves
reutilizados, con figuras del Zodíaco, así como las imágenes de dos santos: San
Isidoro, titular del templo y San Vicente de Ávila, que en ocasiones, se ha
interpretado como San Pelayo.
La Portada del Perdón, forma parte de un
esquema compositivo del hastial sur en el que se advierte un recuerdo clásico.
En su paramento se combina la puerta enmarcada por una gran moldura
semicircular con una arquería triple, en la zona superior. Es un modelo
ornamental que se adoptó, más tarde, en San Miguel de Corullón. Preside la
composición escultórica del tímpano, el Descendimiento, flanqueado, en la parte
superior, por dos ángeles turiferarios. A ambos lados de la cruz se esculpieron
las Tres Marías ante el Sepulcro vacío, después de la Resurrección de Cristo.
El ángel les muestra éste. A su vez, se enmarcan bajo un potente arco que,
simbólicamente, alude a la cúpula que cubría el Santo Sepulcro de Jerusalén. En
el lado opuesto, Cristo sube a los cielos. En un texto explicativo se clarifica
la escena con estas palabras grabadas en la piedra: “ASCENDO PATREM MEUM ET
PATREM VESTRUM”.
A ambos lados del tímpano se colocaron dos
placas esculpidas con las figuras de Pedro y Pablo y sus correspondientes
atributos.
n el románico leonés encontramos otros tímpanos
de interés, como son los de Ruiforco y Matueca de Torío, ornados con la imagen
del Cordero apocalíptico, ya comentado, flanqueado por dos ángeles tenantes y
los de Castroquilame y Santa María de Carracedo en los que se ha esculpido la
Maiestas, la imagen señera de Cristo según el texto del Apocalipsis. Ha sido un
tema iconográfico presente en todos los ámbitos del arte medieval, tanto
bizantino como del Occidente europeo. En ella, el Salvador se efigia en posición
frontal, sentado en el trono, sosteniendo en su mano izquierda el libro de la
Ley, abierto, que muestra hacia el espectador. Con la diestra bendice. Va
enmarcado en la mandorla o almendra mística y flanqueado por los cuatro
evangelistas que, habitualmente, adoptan el aspecto formal de su
correspondiente animal e imagen simbólicos. Curiosamente, la referida
representación iconográfica se dispuso también sobre el vano geminado de la
ventana de la parroquial de Nuestra Señora de Lagunas de Somoza.
Dada la brevedad de espacio concedido para esta
introducción, resulta imposible abordar con mayor profundidad el capítulo
correspondiente a la escultura. No obstante, no nos resistimos a mencionar otra
serie de piezas magníficas como son: el relieve de la Virgen con el Niño y la
lápida sepulcral de Alfonso Ansúrez, pertenecientes al monasterio de San Benito
de Sahagún, que hoy se custodian en el Museo Arqueológico Nacional. La primera
es el reflejo fiel del modelo bizantino conocido como Theotocos. En él, la
Virgen, sentada en el trono, sirve, a su vez, de trono al Niño sentado en su
regazo, en posición frontal, bendiciendo y con el libro en su mano. Debió ser
una pieza muy rica, como lo demuestra el plegado y tratamiento de la
indumentaria y los huecos de las coronas y vestiduras en las que se insertaría
pedrería o vidrios coloreados y pulidos. En la otra pieza funeraria del
mencionado noble, cuyo óbito aconteció en 1093, se esculpieron jerarquías
angélicas, así como las imágenes de los evangelistas y diferentes alusiones al
Paraíso, lo que le confiere a este complejo programa iconográfico claras
alusiones a la resurrección de los bienaventurados. Desde el punto de vista
cronológico se podrían fechar en torno a 1100.
Más tardías son las variadas piezas que hoy se
conservan en el Museo Catedralicio y Diocesano de León, en cuya factura
plástica se advierten las formas de hacer de finales del siglo XII o principios
de la centuria siguiente. Recordemos, entre otras varias, las imágenes de dos
obispos, que ataviados con el atuendo y los atributos que les son propios, se
inscriben en arquillos de herradura. También merece la pena señalar cómo en
ellos aún se aprecian abundantes restos de policromía, lo que nos permite captar
cómo se entendía el acabado de la piedra en los siglos medievales; es decir,
con una capa de enlucido y sobre ella los correspondientes pigmentos
colorantes. Otro bellísimo ejemplo lo comporta el relieve que representa a la
Virgen con el Niño que recibe la ofrenda de un edículo por parte de un donante,
retratado arrodillado, en actitud de respeto, como corresponde a este tipo de
escenas en los siglos medievales. Igualmente, por su belleza, naturalismo y
perfección formal, hay que recordar la ya citada escena del Caballero
Victorioso y la Dama.
En el caso de la catedral de Santa María de
Astorga, llama nuestra atención una cabeza masculina, barbada, con el cabello
partido por una raya central y sujeto con una cinta. Su rostro debió tener una
gran expresividad, como se puede deducir del tratamiento de los ojos,
excavados, para ser rellenos con pasta vítrea, coloreada, o bien para disponer
en ellos incrustaciones de azabache.
No faltan en el románico de la provincia de
León algunos ejemplos de tallas en madera, como el magnífico Crucificado que
hoy se custodia en el Museo Catedralicio y Diocesano de León. La imagen, de
gran belleza formal y proporciones muy correctas para la época, muestra a
Cristo sobre la cruz, de acuerdo con las características propias del momento,
con cuatro clavos, coronado, con los ojos abiertos, reinando desde el madero.
La estructura lígnea, estofada y policromada, es un magnífico ejemplo de este
tipo de piezas cristológicas de finales del románico.
El edificio románico, como hemos apuntado con
anterioridad, se recubría en su totalidad con pintura, que no servía solamente
para colorear paramentos y cubiertas, sino también para cubrir la escultura y
para ofrecer a los fieles interesantes programas iconográficos con finalidad
docente. En el románico leonés se conservan muy pocos ejemplos de pintura. La
más significativa es la que recubre las bóvedas y parte de los muros del
Panteón isidoriano. Además, quedan vestigios de interés, aunque incompletos, en
una de las dependencias claustrales de la catedral de León.
Las pinturas del recinto funerario isidoriano
se inspiran en fuentes de índole muy diversa, entre las que proliferan las que
reproducen pasajes bíblicos, como son: ciclos de la Infancia y Pasión de Cristo
y del Apocalipsis.
En las bóvedas se han dispuesto a Cristo
apocalíptico, junto a las Siete Iglesias de Oriente; la Maiestas; el Anuncio a
los Pastores; escenas de la Pasión; la Última Cena y la Matanza de los
Inocentes. En los paramentos se han colocado una magnífica Crucifixión, con los
retratos orantes de Fernando I y su esposa; la Natividad, La Anunciación y
Visitación, junto con la Huida a Egipto y distintos pasajes ligados a la
historia de los Magos. Al mismo tiempo, sobre los arcos se han representado
temas geométricos y vegetales, figuras zodiacales, la Mano de Dios, arcángeles,
profetas, Padres de la Iglesia y santos. Además, hay un famoso mensario con
escenas interpretadas con gran naturalismo. Desde el punto de vista técnico es
un conjunto de magnífica factura que, estilísticamente, se puede vincular a
obras del sur y centro de Francia y a una cronología de los primeros decenios
del siglo XII. La complejidad del conjunto, indica, de forma bien clara, que se
trata de un programa iconográfico, muy meditado, que no debemos entender
independientemente de la obra escultórica, reforzando el sentido de redención y
perdonanza, ya referido y sumamente adecuado para recubrir el ámbito funerario
que nos ocupa.
En el lienzo sur del Panteón de Infantes,
quedan vestigios de una Crucifixión, bastante deteriorada, enmarcada por roleos
y pájaros, a la manera de los que ornaron buen número de códices miniados en
torno a 1200.
A finales del siglo XI y en la centuria
siguiente, en tierras francesas, partiendo de la Regla de San Benito se creó un
nuevo concepto monástico, basando la vida en comunidad, en unas rígidas normas
de ascetismo, pobreza, meditación y trabajo. La gran figura que llevó a cabo
esta reforma fue San Bernardo quien, antes de 1125, escribió la famosa Apología
ad Guillelmum, en la que se sentaron las bases del ideario y espíritu que
debían regir las reformas de la nueva Orden, del Cister.
La llegada de los monjes cistercienses a la
provincia de León fue tardía, a partir del reinado de Alfonso VII. Se fundaron
nueve casas para los monjes blancos. De ellas, “Toldanos, Villanueva y Otero
de las Dueñas han desaparecido prácticamente; Nogales, Sandoval y Carracedo
están deshabitadas y Carrizo, San Miguel de las Dueñas y Gradefes continúan con
sus monjas bernardas al frente”.
Los trazados generales de estos centros
monásticos sufrieron grandes transformaciones a lo largo del tiempo. Como era
preceptivo por los estatutos de la orden y para poder llevar a cabo la vida en
comunidad, las construcciones se disponían en torno al claustro. En la panda
norte se ubicaba la iglesia, y abiertos a las tres restantes, la sala
capitular, el refectorio, las cocinas, locutorios y demás ámbitos necesarios
para la vida de los monjes.
En el conjunto de las mencionadas casas del
Cister en la provincia de León, sólo tres de ellas conservan la mayor parte de
su fábrica primitiva. No obstante, advertimos pocas innovaciones de las
introducidas por los Estatutos de la Orden, siendo habitual que se sigan
empleando soluciones que ya se habían asumido, plenamente, en las
construcciones religiosas románicas.
Por lo que concierne a la iglesia del
monasterio de Santa María de Carrizo, es preciso señalar que el diseño de la
planta, con tres naves y cabecera semicircular y tripartita, no difiere
demasiado de los usos habituales difundidos por los monjes de Cluny por toda
Europa y adoptados, de forma generalizada, en la Península. A ella se ha hecho
ya mención, por lo que al románico de la provincia de León se refiere, en
varias ocasiones. Es posible que se haya asumido tal modelo debido a que la
aludida fábrica se había erigido con anterioridad a 1174, cuando aún no estaba
asignada esta casa religiosa a la Orden de San Bernardo. Es posible que la
iglesia monástica de Carracedo haya tenido una disposición similar.
El segundo edificio que llama nuestra atención
es Santa María de Sandoval. Aunque no llegó a concluirse siguiendo una
planificación global, su estructura es de gran interés. Dispone de planta de
tres naves, con tres capillas semicirculares en la cabecera. La innovación más
interesante, respecto a los ejemplos anteriores, es el hecho de haber
introducido un espacioso crucero. En su diseño, soluciones volumétricas y en
diversos aspectos relacionados con la exigua escultura que se añadió al mismo,
se advierten no pocas relaciones con la iglesia del monasterio de Santa María
de Valdediós en Asturias. A través de los restos conservados, da la impresión
que la iglesia de Santa María de Nogales disponía de unas trazas similares al
modelo plantario que nos ocupa.
Finalmente, debemos referirnos a la iglesia de
Santa María de Gradefes. Ésta es la más novedosa de todas. De la fábrica que
llegó hasta nuestros días se deduce que corresponde a tres momentos distintos.
La parte más antigua, como suele ser habitual en las construcciones de esa
época, es la cabecera. También medieval y, más tardío, lo es el crucero.
Finalmente, se le añadió un cuerpo posterior a modo de nave.
La peculiaridad de la cabecera radica en su
diseño. Se trata de un presbiterio semicircular, con girola y tres capillas
radiales. Esta fórmula es inusual en el Cister femenino, si bien se conserva,
en territorio francés, algún ejemplo posterior al momento que nos ocupa. La
girola tampoco fue habitual en cenobios masculinos. No obstante, hay un ejemplo
cercano en la iglesia del desaparecido conjunto monasterial zamorano de
Moreruela y en otras fábricas gallegas. El uso escaso de la girola en los
monasterios de los monjes blancos se puede documentar a partir de 1153, después
de la muerte de San Bernardo.
Aunque en la Apologia ad Guillielmum y en los
Estatutos Generales de la orden se atacaba duramente al lujo, a la ostentación
y a la representación figurada en las casas monásticas, no siempre se cumplió
con todo rigor dicha normativa. En los complejos leoneses, pese a su
austeridad, hay relieves en los que se esculpieron motivos geométricos,
vegetales y alguna que otra representación figurada: cuadrúpedos y aves.
También hay que mencionar varios pasajes iconográficos como la Adoración de los
Magos y la ¿Dormición de la Virgen? en el monasterio de Carracedo; la Huida a
Egipto en el de Gradefes y la imagen de la Virgen con el Niño y seis apóstoles
de San Miguel de las Dueñas.
Finalmente, debemos prestar atención a un
conjunto de templos de Tierra de Campos que presentan una serie de aspectos
novedosos, entre los que es preciso destacar, en primer lugar, el uso del
ladrillo. Se trata de un conjunto de obras que se incluyen dentro de un
fenómeno artístico y cultural que se ha dado en denominar mudéjar. Esa
actividad constructiva de lo mudéjar tuvo su principal ámbito de expansión en
las tierras de Sahagún. A ella se vinculan modelos estéticos de las fábricas de
piedra con la labor de alarifes y carpinteros, buenos conocedores del uso de
materiales baratos, que permiten su elaboración a pie de obra y una factura
rápida: ladrillo, yeso y madera.
Se trata de obras modestas y de marcado
carácter rural. Los ejemplos de mayor interés se encuentran en la localidad de
Sahagún. Las iglesias de San Tirso y San Lorenzo poseen una planta de tres
naves, la primera de ellas con un crucero, apenas insinuado en la planta. Se
cubren de madera. Las cabeceras son tripartitas, semicirculares y escalonadas.
La capilla central de San Tirso se inició en piedra, con medias columnas
adosadas, lo que evidencia un planteamiento inicial siguiendo las pautas de
diseño generalizadas en el románico. Algo similar aconteció en San Pedro de las
Dueñas, donde la fábrica de ladrillo sustituye a la de piedra en un estadio ya
avanzado.
Uno de los elementos más significativos en
estos templos es la presencia de potentes estructuras turriformes, de planta
cuadrada y tres pisos, calados con ventanas los dos superiores. Se erigen sobre
el tramo cuadrangular de las capillas centrales y no sobre el espacio central
del crucero, como sería habitual, para el caso de los cimborrios de las
construcciones románicas contemporáneas. Es evidente que se buscan, como
soporte, las estructuras de las cabeceras, mucho más sólidas y estables que los
ligeros y esbeltos pilares, de ladrillo y sección cruciforme, utilizados como
apeos de las arquerías de separación de naves.
El repertorio ornamental es muy escueto y viene
dado por el ladrillo. La decoración de los muros se efectúa con arcos ciegos,
recuadros, nacelas y frisos en esquinilla; con ellos se moldura el paramento,
consiguiendo efectos plásticos inusuales en las fábricas contemporáneas
pétreas. Las portadas, ya tardías, son muy sencillas. El arco que remata el
vano, ya sea de medio punto o apuntado, se enmarca en recuadros y las enjutas
se realzan con frisos en esquinilla y fajas verticales, a la manera de las que
pueden aparecer en las cabeceras y en los muros.
Otros ejemplos de interés, en la localidad de
Sahagún, son los restos de la cabecera de Santiago, la cabecera del santuario
de la Peregrina y la ermita del Puente en el alfoz de la villa. Además, también
merecen nuestro recuerdo, las parroquiales de Arenillas y Renedo de
Valderaduey, las de Saelices del Río y Gordaliza del Pino.
Sirvan estas breves reflexiones de aproximación
al conocimiento del fructífero período artístico que conoció la provincia de
León en los siglos del Románico.
Arte y monarquía en León
Durante toda la Edad Media el fenómeno de la
creación artística aparece vinculado a una serie de promotores entre los que
destacaron, principalmente, la iglesia y la monarquía; durante los últimos
siglos del medievo jugará, también, un papel destacado la nobleza. El caso
hispano no es ajeno a esta circunstancia y los soberanos desarrollarán una
importante actividad en tanto que comitentes de obras de arte. Este fenómeno se
manifestó con fuerza durante la época altomedieval, baste recordar la
significativa labor de soberanos como Carlomagno, quien en la ciudad de
Aquisgrán creó un complejo religioso y palaciego de particular importancia. En
el caso hispano también se produjo un fenómeno similar, primero durante la
monarquía visigoda, pero particularmente destacado en tiempos de los soberanos
asturianos; sirvan como ejemplo los magníficos complejos áulicos erigidos en
Oviedo por los reyes Fruela I, Alfonso II y Ramiro I, el primero en Oviedo, el
segundo en Santullano y el último en el monte Naranco.
Durante las dos centurias del románico la
situación no sufrió cambios notables, en todo caso se acentuó, aún más, la
intervención de la monarquía en la promoción de la creación artística. Este
período en el caso hispano se desarrolla durante los siglos XI y XII, pero se
prolonga, aproximadamente, hasta las tres primeras décadas de la centuria
siguiente. Se trata de unos años, desde el punto de vista histórico, de sumo
interés, pues la institución monárquica se va afianzando en su poder, a la vez
que el proceso de recuperación de territorios ocupados por los musulmanes
experimenta un gran avance.
En el caso del Reino de León, coincide el final
del románico con la muerte, en 1230, del último rey privativo de León: Alfonso
IX; a partir de este momento la historia de Castilla y de León discurrirá,
definitivamente, bajo la misma Corona. Los siglos XI y XII fueron, para el
Reino leonés y para la ciudad de León, un momento de esplendor, con un gran
desarrollo de las actividades artísticas, con ejemplos tan notables en la
actual provincia, como las desaparecidas catedrales de Astorga y León, el
monasterio de Sahagún o el conjunto de San Isidoro.
No podemos, dadas las limitaciones de espacio
que se imponen en un trabajo de estas características, analizar en profundidad
el papel jugado por la monarquía en la promoción artística llevada a cabo por
los monarcas leoneses en lo que hoy es la provincia de León, por eso nos
ceñiremos a la puesta en relieve de las intervenciones más destacadas,
principalmente la de Fernando I y su esposa Sancha en San Isidoro de León y a
la de Alfonso VI en Sahagún, atendiendo tanto a las obras arquitectónicas más
notables, como al interés que mostraron hacia otras creaciones como la
orfebrería, la eboraria o la producción de manuscritos iluminados.
La llegada de las fórmulas románicas a los
reinos occidentales de la Península no se produjo hasta bien entrado el siglo
XI. En el caso de León coincide con el reinado de Fernando I (1037-1065).
Desconocemos las características de las construcciones promovidas por Alfonso V
(999-1028), como fueron las intervenciones en la iglesia de San Juan Bautista y
San Pelayo o en la catedral leonesa; pero, sin duda, se enmarcarían dentro de
las fórmulas existentes en estos territorios en la centuria anterior. De especial
importancia, por el significado que adquirirá en las décadas siguientes, será
el hecho de que, según recoge Lucas de Tuy, tomase los cuerpos de reyes y
obispos que estaban en la ciudad y los enterrase en esta iglesia.
Pero será Fernando I, monarca de origen
navarro, quien sentó las bases de una apertura política, social y cultural que
supuso una gran renovación del reino cristiano leonés y que encontró una de sus
mejores expresiones en la promoción y creación de obras artísticas; a esta
labor no debió permanecer ajena su esposa, Sancha, a quien la historiografía
más reciente atribuye un papel muy destacado y activo. La apertura
ultrapirenaica, las relaciones que estableció con la abadía borgoñona de Cluny
y el auge experimentado por el fenómeno de las peregrinaciones a Compostela,
resultaron fundamentales para la incorporación del léxico románico a los
territorios del noroeste peninsular.
Como símbolo de toda esta renovación elegirá la
capital del reino, que se convertirá en la urbs regia, en la expresión de su
teoría política. En este sentido hay que enmarcar su intervención en la iglesia
de San Juan Bautista y San Pelayo, que reedificará y consagrará en 1063, bajo
la advocación de San Isidoro, coincidiendo con el traslado de las reliquias del
obispo hispalense a la ciudad de León. Decidirá también que este centro sea el
panteón real, tal y como su predecesor ya había dispuesto. Parece lógico que la
iglesia de Alfonso V, construida en ladrillo y barro, no sirviese a los
propósitos renovadores del monarca y que decidiese la construcción de una nueva
que, según se dispuso en su epitafio, fue realizada hanc lapideam quae olim
fuit lutea. No es el momento de analizar las posibles características de este
edificio, pero a tenor de las excavaciones realizadas en los años sesenta y
setenta del pasado siglo, guardaría, todavía, una estrecha relación con los
modelos de la arquitectura asturiana, en concreto con la iglesia de San
Salvador de Valdediós. No parece casual que se dirija la atención hacia estos
modelos de construcciones áulicas, dado el carácter regio que se desea imprimir
a estas obras, y no a otras estructuras arquitectónicas más próximas en el
espacio, como es el caso de San Miguel de Escalada, pero cuya fábrica responde
a unas necesidades monásticas.
Pero, tal vez, la actividad de los soberanos
fue más significativa en el campo de las artes suntuarias, puesto que a ellos
se debe una excepcional donación de piezas, realizada en el año 1063,
coincidiendo con la consagración de la nueva iglesia y el traslado de los
restos de Isidoro de Sevilla. En el documento se recoge, además, la concesión a
San Juan Bautista de monasterios y villas, con sus fueros y derechos. No todas
las piezas han llegado hasta nuestros días y muchas de ellas se encuentran
dispersas en diferentes museos y colecciones; con todo, las custodiadas en la
colegiata de San Isidoro y en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid
conforman un conjunto sumamente expresivo. En el documento se relacionan las
obras de la siguiente manera:
(...) in predicto loco ornamenta
altariorum id est frontale ex auro puro opere digno cum lapidibus zmaragdiis
saffiris et omni genere preciosis et olouitreis. Alios similiter tres frontales
argenteos singulis altaribus. Coronas (sic) tres aureas, una ex his cum sex
alfas in giro et corona de alaules intus in ea pendens alia est de annemates
cum olouitreo aurea. Tercia uero est diadema capitis mihi aureum et arcellina
de cristallo auro cooperta et crucem auream cum lapidibus conpertam olouitream
et aliam eburneam in similitudinem nostri redemptoris crucifixi, turibulos duos
aureis cum inferturia aurea et alium turibulum argenteum magno pondere
conflatum et calicem et patenam ex auro cum olouitreo, stolas aureas cum
amoxerce argenteo et opera ex auro et aliud argenteum ad amorcece habet opera
olouitrea et capsam eburneam operatam cum auro et alias duas eburneas argento
laboratas: in una ex eis sedent intus tres alie capselle in eodem opere facte
et dictacos culpertiles eburneos. Frontales tres auri frisos uelum de templo
Lotzori Maiore cum alios duos minores arminios, mantos duos auri frisos, alio
alguexi auro texto cum alio grizisco in dimisso cardeno. Casula aurifrisa cum
dalmaticis duabus aurofrisis et alia aluexi auro texta servicio de mensa id est
salare inferturia, tenaces, trullione cum coclearibus X ceroferales duos
deauratos anigma exaurata et arrotoma. Omnia haec uasa argentea deaurata cum
predicta arrotoma binas habent ansas [...]
Del conjunto conservado sobresalen algunas
piezas que evidencian la importancia que los soberanos concedían a estas obras;
es el caso del arca de las reliquias de San Isidoro o el Cristo de Fernando I y
doña Sancha. El valor material de estas piezas es muy significativo, pero
también lo es el artístico y el alto contenido simbólico que tenían este tipo
de obras. Resulta evidente que los monarcas buscan la renovación del culto a
las reliquias con la incorporación de los restos del prelado hispalense, a los
que hay sumar una serie de contenedores adecuados a los dignos restos a los que
se destinan. Hay que tener en cuenta que una obra como el Crucifijo del Museo
Arqueológico Nacional cuenta con una pequeña estauroteca practicada en la
espalda del Crucificado. No se escatimaron recursos en la elaboración o encargo
de estas obras, al ya citado valor de los materiales –marfil, plata, oro, ricas
telas, azabache...– hay que sumar el interés mostrado por la modernidad de todo
este aparato suntuario, que se expresa en una estética muy cuidada, de depurada
técnica y que puede considerarse a un nivel tan elevado como el de cualquier
otra creación artística que se esté llevando a cabo en esos momentos en Europa.
En el caso del Cristo de marfil, no parece
exagerado clasificarlo como una de las creaciones más logradas de la eboraria
cristiana de la undécima centuria. Algo similar se puede señalar con respecto
al arca de plata, que no deja de ser una mínima expresión de lo que el conjunto
original debió de presentarse ante los ojos de los reyes, pues la que hoy se
custodia en la colegiata isidoriana habría estado protegida en el interior de
otra revestida de oro; a pesar de todo, lo conservado es un buen ejemplo de esa
apertura hacia lo ultrapirenaico, tal y como numerosos especialistas han puesto
de relieve al relacionar los relieves que ornan este arca con los de las
puertas de bronce de San Miguel de Hildesheim.
El arca de los marfiles de la Real Colegiata de
San Isidoro también es fruto de la promoción de los reyes Fernando y Sancha,
pero habría sido donada por los soberanos con anterioridad al traslado de los
restos de Isidoro, siendo su finalidad la de contener los restos de San Juan
Bautista y San Pelayo. Todos estos datos los facilitaba una inscripción que
corría por la parte inferior de la tapa y que Ambrosio de Morales transcribió
en su Viage; en ella se podía leer: Arcula Sanctorum micat haec sub honore
duorum Baptiste Sancti Joannis, sive Pelagij. Ceu Rex Fernandus Reginaque
Santia fieri jussit. Era millena septena seu nonagena (año 1059). Morales
nos dejó, además, una detallada descripción que nos aproxima al aspecto que
debió presentar la obra: “[...] y en la del lado de la Epístola está un arca
de marfil con tanta guarnición de oro, que tiene más de metal que de hueso”.
Desgraciadamente, hoy se encuentra despojada de toda la labor aurífera con la
que se decoraba, con todo, quedan las marcas de las estructuras arquitectónicas
que emularían y algunos restos de filigrana. Nos encontramos, por lo tanto,
ante una pieza concebida para una finalidad puntual, en un momento en el que
todavía se quiere potenciar el culto a las reliquias de los santos a los que
estaba dedicada la iglesia; culto que pocos años después se verá desplazado
hacia los restos del prelado sevillano.
Tanto en esta arqueta de marfil, como en el
Cristo del Museo Arqueológico Nacional, queda patente el interés de los
soberanos por el hecho de que su nombre figurara, de manera explícita y visible
en las obras; el valor propagandístico y de legitimación resulta, por tanto,
evidente.
Algo similar ocurre con el Cáliz de doña
Urraca; la hija de Fernando y Sancha aportó, también, esta pieza excepcional al
conjunto otorgado por sus progenitores, si bien no se puede precisar con
exactitud su cronología. Habitualmente se sitúa su donación en torno a 1063,
coincidiendo con la traslación de los restos de Isidoro. Nuevamente la
inscripción identifica a su otorgante, en este caso se lee: “+ IN NOMINE
D[OM]NI URRACA FREDINA[N]DI”. La originalidad de esta pieza y el cuidado de
los materiales empleados, como es el caso del reaprovechamiento de dos vasos de
ágata romanos, el uso del oro y las piedras preciosas, hacen de ella una de las
obras maestras de la orfebrería románica europea.
De lo expuesto hasta este momento se puede
deducir que el empeño de los monarcas, y de su hija, en la incorporación al
conjunto isidoriano de una serie de obras de gran calidad, es indicativo del
valor que le concedían a las mismas. Para ello se seleccionaron un conjunto de
piezas que respondían a las características de los planteamientos estéticos que
se estaban desarrollando en esos momentos en Centroeuropa, conscientes del
testimonio de poder y legitimación que este tipo de creaciones pueden transmitir.
Un campo muy interesante para el estudio de la
actividad de promoción artística desempeñada por Fernando I y su esposa es el
de la producción de manuscritos iluminados. La supuesta biblioteca real debió
contener un nutrido grupo de manuscritos, algunos con ricas miniaturas; entre
ellos destacan unos Comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana, custodiado
en la Biblioteca Nacional de Madrid. Se trata del único Beato, que conozcamos
con certeza, que no estuvo destinado a un monasterio. Su carácter áulico se
manifiesta en la suntuosidad del mismo, con abundante uso del oro y unas
iluminaciones de gran calidad; nuevamente, nos encontramos ante una obra que
prestigia a quien la encarga. Para que no quede ninguna duda al respecto, en el
folio 7 se puede leer: Fredenandus rex dei gra mra l(iber) y Sancia regina
mra libri. La fecha de conclusión del mismo, tal y como se indica en el
colofón, fue el año 1074; esta cronología parece que justifica el hecho de que
todavía la tradición pictórica de la décima centuria se muestre con claridad en
esta obra.
No ocurre lo mismo con el conocido como Diurno
de Fernando I, custodiado en la Biblioteca de la Universidad de Santiago de
Compostela; en una de sus miniaturas más interesantes fueron representados los
soberanos y otro personaje que se podría identificar como uno de los artífices.
Pero son, nuevamente, algunos de los textos contenidos en el códice los que nos
ofrecen una información precisa sobre los promotores del mismo; así, en el
folio 6 se incluye un ex-libris en el que se puede leer: FREDINANDI REGIS SUM
LIBER y FREDINANDI REGIS NECNON ET SANCIA REGINA SUM LIBER y en folio 285:
Sancia ceu uoluit / quod sum regina paregit / era millena nouies / dena quoque
terna / Petrus erat scriptor / Fructuosus denique pictor. De aquí se
deduciría, como señala el profesor Díaz y Díaz, que fue Sancha quien encargó el
manuscrito, posiblemente, para obsequiárselo al soberano. Su cronología habría
que situarla en torno a 1055, apenas diez años más tardío que el Beato, pero
con una diferencia fundamental, pues en esta ocasión la estética de las
miniaturas del códice ya participa, plenamente, de las fórmulas que podemos
definir como románicas.
Vinculables a estos monarcas son también un Liber
canticorum et orarum, de la Biblioteca General de la Universidad de
Salamanca, en el que se recoge la confesión de Sancha, con su nombre raspado y
sobre el que se colocó el de Urraca; así como un libro que contiene las
Etimologías de Isidoro, además de otros textos, en cuyo laberinto se puede
leer: Sancio et Sancia librum (se refiere al futuro Sancho II, rey de Castilla
y León). Sin embargo, ambos manuscritos distan mucho de la riqueza y
suntuosidad de los dos primeros.
Sorprende, con todo, tamaño despliegue de
medios, que aparentemente son muy superiores a los empleados en la construcción
de la iglesia, que como ya señalamos, no asumió las novedades que al otro lado
de los Pirineos se estaban produciendo. No parece extraño, por lo tanto, que
pronto las obras de remodelación y construcción de la nueva iglesia se pusiesen
en marcha. El edificio más significativo de la monarquía necesitaba “actualizarse”.
Desconocemos con precisión las fases, pero a tenor de los estudios de las
últimas décadas, que analizan las evidencias constructivas y que han tenido en
cuenta los aportes de las excavaciones, se podría establecer la siguiente
secuencia: en tiempos muy cercanos a la consagración de la iglesia fernandina,
y tal vez promovidas las obras por su hija Urraca, se habría construido el
actual Panteón a los pies de la iglesia, como así parece atestiguarlo la
articulación entre las dos construcciones. Se trataría de una construcción
inmediatamente posterior a la de Fernando I, pero no podemos asegurar que fuese
llevada a cabo por su hija; no obstante, Urraca sí que debió de intervenir de
manera significativa en el edificio ya que en su epitafio se puede leer: haec
ampliavit ecclesiam istam. La necesidad de adecuar un espacio tan significativo
para la monarquía, en el que el propio Fernando I hizo penitencia y que eligió
como enterramiento, parece evidente, como también lo serían las diferentes
obras que se acometieron en el edificio desde finales del siglo XI y a lo largo
de toda la duodécima centuria, como la torre, la tribuna, las pinturas del
panteón, la nueva iglesia, consagrada por Alfonso VII en 1149, o la capilla de
la Trinidad.
Como señalábamos, no siempre resulta fácil
establecer la secuencia cronológica, sin embargo, creemos oportuno reseñar aquí
que la historiografía más reciente parece coincidir en el adelanto de la
cronología de las pinturas murales del panteón a la primera mitad del siglo
XII, justificable tanto por la estética de las mismas, muy próxima a algunos
aspectos del Libro de los Testamentos de la catedral de Oviedo, como por la
iconografía, con la presencia de un soberano orante identificable con el propio
Fernando I o por la apertura de un vano de comunicación con la nueva iglesia
que rompió alguna de las composiciones pictóricas. En esta ocasión pudo haber
sido la reina Urraca, madre del futuro Alfonso VII, la promotora de esta
decoración pictórica.
Si la obra de San Isidoro se puede considerar
como paradigmática de la relación entre la monarquía y la creación artística en
tiempos del románico, no menos importante es el caso del monasterio de San
Benito de Sahagún; desgraciadamente no ha llegado a nuestros días nada más que
una mínima parte de la construcción románica y su estado ruinoso no permite que
lleguemos a formarnos una imagen muy precisa del edificio románico. Con todo,
recientes estudios, basados fundamentalmente en la documentación de la época,
han logrado reconstruir el primitivo edificio, recuperándolo del olvido secular
al que se había visto sometido. Pero, de nuevo es la vinculación de la fábrica
a la figura de un soberano leonés lo que justifica el que le dediquemos un
mínimo de atención en esta visión global. Se trata de Alfonso VI (1065-1109),
quien a lo largo de su dilatado reinado, prestó particular atención a este
cenobio, como su padre lo había hecho con San Isidoro, de manera que lo
convirtió, también, en un centro político-religioso de primer orden, tal y como
señalan en su reciente estudio los doctores Herráez, Cosmen, Fernández y Valdés
–de este documentado trabajo hemos extraído la mayor parte de la información a
la que aludiremos en los siguientes párrafos–.
La relación del monarca con el monasterio fue
siempre estrecha, sin olvidar que se ubicará en él, también, el panteón de la
familia. Con la finalidad de que el edificio estuviese a la altura de las
necesidades de la Corte y pudiese servir también a los nuevos planteamientos
litúrgicos que supuso la introducción del rito romano, Alfonso VI llevó a cabo
toda una serie de obras, durante la segunda mitad del siglo XI, en el primitivo
monasterio de los Santos Facundo y Primitivo. No hay que olvidar, además, que este
cenobio se convertirá en el principal centro de la reforma cluniacense en la
península Ibérica; debemos también recordar, como señala Bishko, que había sido
Fernando I el iniciador de la relación-dependencia respecto a la abadía
borgoñona. Es, precisamente, este carácter de apertura hacia lo europeo, ya
iniciado por su predecesor, uno de los factores definitorios de la nueva
arquitectura, que se expresará mediante la renovación de las formas,
incorporándose las novedades que se estaban produciendo al otro lado de los
Pirineos.
Resulta, sin embargo, difícil precisar las
características de esta nueva arquitectura promovida por el rey; en estas
mismas fechas se está iniciando la fábrica de la catedral compostelana, la
iglesia de San Pedro de Arlanza, la del monasterio de Silos, San Martín de
Frómista o la catedral de Braga. En principio, debemos pensar en una fábrica
similar a la de los edificios que acabamos de referir, pero son pocos los datos
que nos ayudan a esclarecer este punto. Sin duda, se debe al monarca la
realización de un espacio para ser enterrado en él, tal y como se atestigua
tanto en la documentación de la época como en la Primera Crónica Anónima, donde
se señala: “... conjuró a sus hermanas, conviene a saber; a doña Urraca y a
doña Elvira, e aún a todos los de su parentela, y mayorales de su casa, que
adon quiera que el prostimero día se fallase el suo cuerpo, fuese enterrado
acerca de Sant Fagun. En un documento de 1080 se señala: elegí allí el lugar
donde descansar tras mi muerte, de manera que lo que había amado extremadamente
en mi vida, yo difunto, también fuese a más”.
La construcción de este espacio pudo llevarse a
cabo en las últimas décadas del siglo; de planta cuadrangular, con dos grandes
pilares en el centro, con una disposición muy similar a la del panteón
isidoriano, pero de mayores proporciones. El espacio contaba con dos puertas,
una en el lado occidental, que comunicaba con el exterior, y otra en el
opuesto, realizada una vez que la fábrica de la iglesia llegó a ese punto, en
una época ya muy posterior.
Si la arqueología ofrece algunas luces sobre la
estructura del panteón es más parca por lo que se refiere a la iglesia; la
documentación señala que el edificio fue consagrado en 1099; coincide que en
torno a esas fechas el monasterio recibe una gran cantidad de donaciones que
parecen confirmar este punto. El propio soberano concederá importantes
prerrogativas y exenciones al monasterio, llegando a otorgarle fuero en 1085,
quedando la villa bajo el señorío del abad. Las primeras obras de la basílica
no parece que llamasen demasiado la atención, sin embargo a partir de 1106, en
la documentación, se exalta la nueva construcción con las siguientes palabras:
ecclesia mira opere fabricata. Como señalábamos poco se conoce de la estructura
alfonsí, sin embargo se puede deducir que pudo llegar a los tramos más próximos
al crucero; su cabecera sería triple, tal y como se puede colegir de los restos
conservados; a estos ábsides se accedería por medio de los respectivos arcos de
triunfo. A los restos arquitectónicos hay que sumar algunos escultóricos, muy
dispersos, cuyas características coinciden con las de la escultura que en estos
momentos se está desarrollando en la Península.
Al igual que ocurrió en San Isidoro, el monarca
realizó numerosas donaciones de piezas para el ornamento litúrgico de la
iglesia; las descripciones de Escalona y Morales nos ofrecen datos de sumo
interés relativos a estas obras de carácter suntuario; así se describe una cruz
de oro cercada de piedras preciosas, donada en 1093, tras la muerte de su
esposa Constanza; en 1100, ofrecerá al cenobio, tras el óbito de su mujer
Berta, “otra cruz de oro con muchas piedras preciosas guarnecida”; y en
1102 donaba al monasterio un lignum crucis que le había regalado el emperador
Alexis de Constantinopla y que estaba recubierta de “labor griega muy sutil”.
Ambrosio de Morales describe con detenimiento otro lignum crucis, ofrecido a
Alfonso VI por el Emperador anteriormente citado, y que detalla como: “una
cruz de cuatro dedos de ancho por más de tres cuartas de alto con engastes de
piedras finas, semipreciosas. La reliquia de un dedo de larga y medio de ancha,
estaba en medio de la cruz”; también llamó su atención un frontal de altar
“con encasamientos y figuras de santos de medio relieve”, que también habría
sido mandado hacer por el soberano. Nos encontramos, por tanto, ante un
conjunto similar al isidoriano, más reducido y del que no han llegado a
nuestros días ninguna de las piezas. Sin embargo, la idea que subyace parece
ser la misma, con la particularidad de que en este caso no parece que se trate
de un hecho tan planificado como el llevado a cabo por Fernando y su esposa
Sancha.
El siglo XII constituirá el núcleo central del
desarrollo del románico en León; durante este período se concluirán, en su
mayor parte, las fábricas de San Isidoro, del monasterio de Sahagún o
experimentarán importantes cambios las catedrales de León y Astorga. Sin
embargo, la estrecha relación que hemos venido señalando entre la institución
monárquica y la promoción de obras artísticas no es tan evidente. Resulta
evidente el interés de Alfonso VII (1126-1157) en la consagración de la nueva
iglesia isidoriana, presidida por él en el año 1149; hecho, que como señala la
profesora Fernández González “se llevó a cabo en un entorno de connotaciones
políticas y de exaltación de la figura del referido monarca, quien afirmó,
definitivamente, la idea imperial leonesa o del Imperio Hispánico, ya que él
fue Emperador en ejercicio, rey superior a otros por reconocimiento y vasallaje”.
Por su parte, Fernando II (1157-1188),
realizará también una importante labor de promoción artística; fuera de los
límites de la actual provincia de León destaca su interés por la catedral de
Compostela, pero no dejó de lado la capital del reino, con intervenciones en la
catedral leonesa, como también hará su sucesor, Alfonso IX (1188-1230), y en la
fábrica de San Isidoro, que a pesar de estar consagrada no estaba concluida,
como se deduce de la donación de un operario ad construccionem ecclesiae
Sancti Ysidori u obras puntuales como el dictamen de un nuevo trazado de acceso
mandado hacer por el rey ad gloriam et decorem domus beati Ysidori.
También fue importante su participación en el
templo catedralicio astorgano, concediendo donaciones, derechos y privilegios.
Esta actividad la recoge Lucas de Tuy, cuando en su Crónica señala: rex
Fernandus cupiens civitatem Astoricam decorare, transtulit corpus Ramiri [...]
et [...] in ecclesia cathedrali ipsum honorifice sepelevit.
Estas intervenciones, junto a su labor de
promoción y protección del Camino de Santiago, constituyen una singular
aportación de este soberano leonés, tal y como han señalado las doctoras Cosmen
y Herráez en su estudio sobre la figura de este monarca como promotor de la
Ruta Jacobea.
Finalmente, resta hacer una breve referencia a
las obras desarrolladas durante el reinado de Alfonso IX, último soberano
leonés, cuya muerte, acaecida en 1230, supone el límite cronológico de nuestro
análisis. No hay que olvidar que a lo largo de la decimotercera centuria las
obras que pueden ser consideradas como románicas son aún muchas, si bien
conviven, frecuentemente, con las nuevas fórmulas plenamente góticas.
Al igual que había hecho su predecesor,
realizará numerosas donaciones a favor de las dos fábricas catedralicias de la
provincia. Testimonio de las intervenciones que se están llevando a cabo en
ambas catedrales son los magníficos ejemplos, en algunos casos muy
fragmentarios, de escultura que han llegado hasta nuestros días. Algunas de
estas obras pueden clasificarse, cronológicamente, en torno al año 1200, dentro
de la corriente renovadora que se esté produciendo en estos años en toda Europa
y que en el caso de la península Ibérica encuentra sus mejores expresiones en
el Pórtico de la Gloria compostelano, en los conjuntos escultóricos de Carrión
o en algunas obras de Silos. Tanto en León como en Astorga, los relieves
conservados, así como algunos grupos escultóricos, testimonian una intensa
actividad, que se corresponde con los datos que ofrece la documentación,
alusivos a las generosas donaciones realizadas por el soberano a las
respectivas fábricas, en particular a la leonesa. Parece que también pudo intervenir
en la obra de Santa María de Arbas, puesto que un documento otorgado por el
soberano en 1214, recoge ciertas donaciones con la obligación de que se
construyese una capilla.
Pero no será únicamente el rey quien participe
de estas obras. El caso de su esposa, doña Berenguela, también resulta
sumamente ilustrativo. Según Lucas de Tuy, quien a comienzos del siglo XIII
escribe un texto en el que se narran los milagros de San Isidoro, la reina
habría colaborado en la labor scriptoria que se estaba desarrollando en esos
momentos en el cenobio isidoriano, debida en su mayor parte al canónigo
Martino. En el capítulo LXIII se refiere con las siguientes palabras a su obra:
“[...] y quisiese ordenar los dos libros grandes de la concordia entre el nuevo
y el viejo Testamento, según que de suso está escrito, era ya tanta su
flaqueza, que no podía escribir ni sostener los brazos para ello, y por eso
hizo en su escritorio atar una viga, que estaba alta, unos cordeles con ciertos
lazos, los cuales echaba por debajo de las espaldas y de los brazos, de manera
que estaba como colgado para que su cuerpo flaco pudiese más ligeramente
soportar aquel trabajo. Y así escribía él su obra en ciertas tablas de cuerno,
las cuales, así escritas de su mano daba a ciertos escribanos que tenía
consigo, y ellos trasladábanlo en pergamino [...]”.
En el capítulo siguiente se recoge la noticia
de la colaboración de la reina Berenguela en esta tarea: “[...] y como este
santo pobre de Jesucristo ninguna cosa de riquezas del mundo poseyese, ni
pudiese sin ayuda de otros componer los libros susodichos [...] el abad de San
Isidro, Don Facundo, que a la sazón era, que le diese licencia para tener
consigo ciertos escribanos con los cuales pudiese hacer aquellos libros [...].
Y como la reina Berenguela supo el deseo y propósito del santo varón mandóle
dar todo lo necesario para hacer y acabar sus libros”.
Por último, en el capítulo LXV se informa,
incluso, del número de clérigos destinados a esta tarea: “Así que tenía
Santo Martino continuamente consigo siete clérigos para escribir sus libros y
hacer el oficio divino”.
Parece clara, por lo tanto, la labor
desempeñada para la elaboración de una obra tan importante como son los códices
conocidos como Obras de Santo Martino, que sobresalen por el rico conjunto de
iniciales ornadas, de cuidada factura y abundante uso de oro, que constituyen
una de las más logradas expresiones de la miniatura hispana en torno al año
1200.
También sería de justicia hacer aquí una
referencia, aunque sea mínima, a una pieza textil de indudable valor artístico,
como son las estolas custodiadas en la colegiata de San Isidoro y que, según
reza la inscripción tejida sobre las mismas, fueron regaladas por la reina
Leonor, esposa de Alfonso VIII, rey de Castilla : ALIENOR REGINA CASTELLE
FILIA HENRICI REGIS ANGLIE ME FECIT SUB ERA MCCXXV ANNOS (la otra estola
presenta la misma inscripción, pero la fecha consignada es la del año
siguiente, es decir, 1198). Resulta muy significativo que la esposa del
soberano castellano realice un regalo que habría sido realizado o encargado por
ella misma, lo que sería un argumento más que ratifica la importancia que tiene
este cenobio, incluso, para los soberanos no leoneses.
Por último, nos referiremos a una obra cuya
vinculación a la monarquía no es tan evidente como en algunos de los casos que
venimos analizando, al menos si tomamos como punto de referencia principal el
hecho de que los monarcas hayan sido los promotores de la misma; tampoco parece
que fueran los destinatarios, pero resulta evidente que hacia ellos se dirigía,
al menos en parte. Nos referimos el Libro de las Estampas de la catedral de
León. Se trata de un pequeño cartulario, que no alcanza los cincuenta folios,
en el que se recogen numerosas donaciones de siete reyes –desde Ordoño II hasta
Alfonso VI– y de la condesa doña Sancha. Los documentos originales se custodian
en el archivo catedralicio y en el siglo XII se había realizado una copia de
los mismos, conocida como el Tumbo. Por lo tanto, la elaboración de este
códice, en torno al año 1200, debe responder a otras necesidades que no son las
meramente administrativas. Además los textos han sido trasladados sin demasiado
cuidado y se observan numerosos errores, que no parecen intencionados.
Es probable que se trate de una obra promovida
por el obispo Manrique, con una finalidad propagandística y legitimadora,
similar a la que tuvieron el Libro de los Testamentos ovetense o el Tumbo de la
catedral compostelana. Con estos códices se pretendería llamar la atención
sobre las posesiones catedralicias, así como incitar a los soberanos
contemporáneos a continuar con las prácticas generosas que hacia la sede habían
tenido sus predecesores. En el caso ovetense parece que se lograron los fines
perseguidos por Pelayo; posiblemente este éxito motivó a los compostelanos a
iniciar la misma tarea, creándose un libro abierto, que se ampliaba conforme
las donaciones de los diferentes soberanos se acumulaban. El caso leonés
presenta algunas diferencias, en particular por el carácter de obra incompleta,
ya que ninguno de los soberanos más próximos a la realización del manuscrito
aparecen consignados, nos referimos a Alfonso VII, Fernando II y Alfonso IX, a
pesar de las significativas donaciones que realizaron a Santa María. Da la
impresión de que la obra se interrumpió, por razones que desconocemos, en un
momento determinado, quedando el proyecto limitado al pequeño manuscrito que
hoy se expone en el Museo Catedralicio y Diocesano.
Pero no por ello se trata de una obra de
carácter secundario; los artífices que realizaron sus miniaturas eran buenos
conocedores de la producción artística de la Europa del momento; su calidad es
similar a la de algunas iluminaciones de los códices isidorianos; incluso se
han puesto en relación con las Obras de Santo Martino, no descartándose que
sean obras de la misma mano.
De esta rápida visión del panorama artístico
leonés en los siglos del románico, bajo la óptica del patrocinio regio, parece
evidente que la trascendencia del papel jugado por la monarquía es muy grande,
tanto que sin estas intervenciones difícilmente se habrían dado unos focos de
actividad creativa tan relevantes. Se podría, incluso, decir que se trata de un
hecho diferenciador del románico leonés, aunque no exclusivo.
La música
La provincia de León es un territorio que nos
ha legado algunos de los mejores testimonios del arte románico musical en la
península Ibérica. El antifonario visigótico mozárabe, copiado en algún momento
del ancho espacio de tiempo que precede a la llegada del arte románico pleno,
siglos X y XI, es testigo inapreciable de la extraordinaria relevancia de la
música litúrgica de este período en los reinos de León y de Castilla. Los
estudiosos del canto litúrgico no han dudado en considerar este códice como la
“joya de los antifonarios latinos”.
No es posible entender los principales
monumentos del arte románico en su conjunto si no se conoce la liturgia que se
celebraba dentro de ellos ni se percibe la atmósfera de la música que resonaba
en su recinto. La liturgia y la música inherente a la alabanza del oficio
divino era la razón de ser de tales monumentos, de sus espacios
arquitectónicos, de su iconografía. Por otro lado, la música fue una de las
disciplinas más importantes entre las antiguas artes liberales. En ellas no
tenían cabida las artes que son hoy objeto de dicha historia, la arquitectura,
la pintura y la escultura, a no ser como aplicación de dos de las siete artes:
la aritmética y la geometría.
En la apología de Carlomagno dedicada a
Luitprando, obispo de Aquisgrán, que aparece como libro IV dentro del Códice
Calixtino, Turpín relata que en el palacio que el emperador se mandó construir
al lado de la iglesia de Santa María estaban representadas estas siete artes.
El célebre obispo de Reims en su fantástico relato no nos refiere cómo estaba
allí representada la música, pero la define como “ciencia de cantar bien y
correctamente, con la que también se celebran y adornan los oficios divinos de
la iglesia”. Y prosigue: “Por ella se hicieron todos los instrumentos
musicales. Este arte fue creado en un principio por las voces y los cantos
divinos de los ángeles, pues ¿quién duda que las voces de los que en la iglesia
cantan ante el altar de Cristo, emitidas con dulzura, se mezclan en los cielos
con las de los ángeles?”. Este documento del siglo XII pone bien a las
claras el lugar de la música en el mundo sacralizado en el que surge el arte
románico.
Pero el estudio de la música de un período tan
lejano se encuentra con enormes dificultades metodológicas derivadas del propio
objeto, dificultades que las demás artes tienen por completo allanadas. Los
archivos musicales han conservado un importante número de documentos musicales
de épocas antiguas, también del período románico, como los pueblos conservan
edificios, y los museos guardan obras de arte. Mas los objetos de unas y otras
obras no son convertibles, no son de la misma naturaleza. Mientras una escultura
románica es una obra de arte que por sí misma se exhibe plásticamente en el
espacio al espectador, una partitura no transmite los sonidos artísticos sino,
con notable impropiedad, es cierto, a través de la escritura musical, cuyos
símbolos gráficos realizados en el espacio deben trasladarse a una secuencia
temporal de sonidos para que la música pueda ser oída y apreciada como tal.
Esta diferencia tan honda entre las artes plásticas y la música, arte dinámico,
es la que lleva a consideraciones muy diversas respecto a la condición de
patrimonio histórico artístico entre aquéllas y ésta.
La música producida durante el período en que
se practica el arte románico sólo puede ser materia de descripción y estudio a
través de los manuscritos musicales, de los escritos históricos y literarios y
de otros testigos oblicuos, como son algunos objetos propios de la arqueología
y de la iconografía, por ejemplo, los instrumentos musicales. La movilidad de
los libros manuscritos poseedores de contenido artístico musical ha propiciado
el que estos objetos pensados y creados para el desarrollo de la actividad
artística en determinados lugares, hayan terminado enriqueciendo archivos muy
alejados del lugar de destino. Los archivos eclesiásticos de la Comunidad
castellano-leonesa conservan todavía importantes colecciones de manuscritos que
exhiben las más depuradas formas del arte románico musical, notablemente
destinado a la liturgia cristiana.
Música para el culto
Durante la época en que nace y se desarrolla el
arte románico, apenas es posible distinguir entre música religiosa y profana.
Ambas se encuadran en una cosmología teocéntrica en la que el hombre cristiano
y cada uno de sus actos, sagrados, profanos y hasta perversos, tendrán un lugar
propio y unas consecuencias determinadas. Así, pues, en la medida en que la
sociedad estaba plenamente sacralizada todos los productos humanos, incluidos
los artísticos y los musicales, comportaban alguna dimensión religiosa. Más
aún, la música y el canto, según los Santos Padres de la Iglesia, no tendrán un
carácter funcional, para edificar o servir a ciertos actos esenciales de la
vida cristiana, sino serán en sí mismos actos sustantivos sin otra finalidad
ulterior, pues son la traslación temporal de la actividad que ejercen los
bienaventurados y ángeles en el cielo por toda la eternidad:
Modo incipe laudare si in aeternum
laudaturus es. Qui laudare non vult in
transitu huius saeculi, obmutescet cum venerit saeculum saeculi.
Se entiende, pues, que la música en sentido
pleno es la que se practica en la liturgia divina, mientras la que se realiza
fuera de ella tiene un carácter funcional, secundario o accesorio, al servicio
de actos, liturgias, celebraciones o fiestas terrenales. El canto litúrgico
será la música que va a representar en sentido propio el período románico. Su
naturaleza sacra va a tener como consecuencia inmediata su fijación en códices
para garantizar su perdurabilidad y su inmutabilidad, ya que se cree ha sido inspirado
directamente por Dios como fiel reflejo del canto de los bienaventurados en el
cielo. La incorporación al repertorio litúrgico de nuevos cantos producidos por
el uso de nuevas técnicas compositivas sólo podrá efectuarse en la medida en
que quede intangible el canto tradicional.
La alabanza divina, el canto litúrgico, serán
por esta razón la causa material y formal de los recintos sagrados en los que
la arquitectura, la escultura y las demás artes contribuirán decisivamente a la
puesta en escena de la liturgia que tiene lugar dentro de ellos.
El tropo y el discanto
El período románico desarrolla una música
litúrgica característica: el discanto. Éste, a su vez, era consecuencia natural
de la evolución del tropo y, mucho antes, de la ornamentación del recitativo
litúrgico. Era el tropo una composición original, comúnmente con texto
versificado, que se insertaba en ciertos cantos del repertorio tradicional.
Aunque hay precedentes muy antiguos de estos
tropos, entre los que hemos de contar los himnos litúrgicos, este procedimiento
literario musical aparece realmente en el siglo IX como un fenómeno que
rápidamente se extiende a todos los lugares que han aceptado el canto
gregoriano propiciado por los carolingios. Del tropo, que era un canto
introducido horizontalmente dentro de otro, se pasó al discanto, esto es, al
canto que era interpretado simultáneamente con la música de determinadas piezas
del repertorio tradicional. Se trataba, por tanto, de un procedimiento
polifónico, pues la melodía añadida debía conectar sus sonidos con los del
canto tradicional, llamado posteriormente cantus firmus, produciendo
consonancias y un resultado armónico. La técnica polifónica moderna tiene sus
raíces precisamente en estos discantos.
El primitivo discanto va a tener dos estilos
principales, uno muy adornado, otro más sencillo. Aquél será designado con el
nombre de organum, donde la melodía superpuesta (vox organalis, duplum
o triplum, si son una o dos las voces superpuestas) desarrolla
larguísimos melismas, mientras se mantiene, a modo de nota pedal, el sonido del
canto llano. El otro desembocará en el conductus, en el que la voz
polifónica actúa nota contra nota sobre la melodía del canto litúrgico. El
progresivo perfeccionamiento del discanto y la superposición de más de una voz
darán lugar a una cierta diversidad de estilos y de formas en la llamada ars
antiqua, característica del primer gótico, en que se abandona la vieja
técnica del organum y del conductus.
La ornamentación mediante la técnica del
discanto se desarrollará en el norte de España, como en el resto de Europa,
durante la época románica. Pero antes de practicarse en la liturgia romano
carolingia, debió haberse practicado en el ámbito hispano visigótico. El
Antifonario de la catedral de León recoge el ejemplo, probablemente, más
antiguo conocido de organum polifónico.
Los repertorios litúrgicos musicales en
Castilla León
a) Canto mozárabe
Los principales scriptoria castellano-leoneses
donde se escribieron manuscritos con canto mozárabe son los siguientes29: en
León, San Isidoro y otros monasterios; en Burgos, San Pedro de Berlanga o
Valeránica (hoy desaparecido), San Pedro de Cardeña, San Salvador de Oña, Santo
Domingo de Silos; en Palencia, Valcavado (aunque no conservamos ningún códice
musical salido de este escriptorio, en él se copió el Beato iluminado por el
monje Oveco que se guarda en la Biblioteca de Santa Cruz de Valladolid) y San Zoilo
de Carrión.
b) El canto llano tradicional
La implantación del canto gregoriano se vio
favorecida por la repoblación llevada a cabo en el norte de la Meseta
castellano-leonesa y por la peregrinación a Santiago de Compostela. Gracias a
los cantores llegados del otro lado de los Pirineos con los repobladores
monásticos y los códices traídos por ellos o copiados en los escriptoria
castellano-leoneses, se efectuó el cambio con asombrosa rapidez. Don
Rodrigo Jiménez de Rada en su De rebus Hispaniae escrito a principios del siglo
XIII, nos refiere que don Bernardo, el primer arzobispo de Toledo después de la
conquista de esta ciudad por Alfonso VI en 1085, se trajo cantores que luego
fueron titulares de diversas sedes episcopales: Gerardo arzobispo de Braga y
Bernardo de Agen, obispo de Sigüenza.
Entre los códices mandados traer por el
cluniacense don Bernardo de Sahagún, posteriormente arzobispo de Toledo, está
el Antifonario 44.1 y el 44.2 de la Biblioteca Capitular toledana, cuyo
santoral es totalmente francés, si bien a este último ya se le incluye fuera de
su lugar propio la fiesta de algún santo del calendario español como San
Antonino, patrono de Palencia. Entre los testimonios manuscritos castellanos
más importantes del repertorio recién traído a España destacan el códice de
Silos, hoy en Londres BL. Mss. Add. 30850. Este último contiene en notación
visigótica el antifonario del oficio completo, más un libellus con el
oficio completo de las fiestas de Santo Domingo de Silos y un tonale
palimpsesto con notación de puntos. El magnífico breviario notado ms. 9 de
Silos, siglo XIII, procede de San Rosendo de Celanova. En la región
castellano-leonesa los maestros de gran parte de las iglesias y catedrales
siguieron utilizando durante varios siglos estos manuscritos antiguos y otros
copiados con el mismo tipo de notación arcaica de puntos sobrepuestos sin otra
pautada que una raya a punta seca o de color, para cantar el canto llano, si
bien para el repertorio polifónico ya disponían de manuscritos con pautada y
notación cuadrada. Todavía en el siglo XVI, el maestro de canto llano de
Burgos, Gonzalo Martínez de Bizcargui, se queja de ello en su Arte de canto
llano y contrapunto, Burgos 1511. Los archivos diocesanos, catedralicios y
parroquiales de Castilla y León guardan algunos códices y numerosos fragmentos.
Es frecuente encontrar estos fragmentos en encuadernaciones antiguas de códices
de todo tipo conservados en las bibliotecas españolas y muy señaladamente en
los protocolos notariales. El archivo provincial de Zamora y el Archivo
Diocesano de Burgos, entre otros, conservan, después de haber sido recuperados,
una apreciable cantidad de estos fragmentos.
c) Fuentes de los tropos y discantos
Los manuscritos castellano-leoneses de canto
llano poseen tropos insertos entre las piezas del repertorio tradicional. Hay
que señalar, sin embargo, que la repoblación monástica en el Reino
castellano-leonés, por influjo del rey Alfonso VI, fue realizada
mayoritariamente por los cluniacenses, y que éstos no admitían los tropos en la
liturgia. Los escasos ejemplos de tropos o farsas que encontramos se deben a
que la repoblación fue llevada a cabo por monjes o clérigos no adscritos a
Cluny, como es el caso de Silos cuyo antifonario (Londres BL Add. 30.850)
contiene el primer caso de drama litúrgico conocido en España, por haber
recibido la observancia de la Congregación de San Víctor de Marsella. Más
tarde, la llegada de las nuevas órdenes religiosas activarán la producción de
libros litúrgicos.
Los cistercienses, establecidos en España
avanzado el siglo XII (la primera fundación de que se tiene noticias, Moreruela
en Zamora, 1132, o Fitero en Navarra, 1140), poseían una gran uniformidad
impuesta desde Citeaux, donde desde 1185 existía un modelo al que debían
someterse todas las copias repartidas por las diversas fundaciones. En las
primeras décadas del siglo XIII se asentarán las órdenes mendicantes.
El uso de tropos, prosas, secuencias y del arte
polifónico se extenderá con el flujo de estas corrientes. Pero también tendrá
extraordinaria importancia la reorganización de los clérigos que sirven en la
iglesia episcopal. El Concilio de Coyanza, del año 1055, ya había legislado
sobre la vida canónica de estos clérigos. Pero será a lo largo del siglo XII
cuando los concilios nacionales establecerán la vida común del obispo y de su
clero, bien como canónigos seculares cuya vida comunitaria se reducía en los actos
litúrgicos y administrativos de la catedral, o bien como canónigos regulares
sometidos enteramente a una regla, generalmente la de San Agustín. En esta
corriente hay que situar a los premonstratenses, llegados a España en 1146. Sus
monasterios dúplices, monjes y monjas presididos por un abad, seguían la regla
de San Agustín, y no llevaban una disciplina tan rigurosa. En Castilla
brillaron los monasterios de La Vid (Burgos) y Aguilar de Campoo (Palencia). La
liturgia de los canónigos no era tan austera como la monástica. De hecho el
obispo, el arcediano o el abad de los canónigos, seculares o regulares,
disponía de amplia licencia para solemnizar la liturgia con trapos y otros
cantos nuevos. De la época románica no hay noticia de haberse conservado, en
Castilla y León, troparios y prosarios propiamente dichos, esto es libros
específicos que recopilan este tipo de cantos de reciente composición. Pero
muchos graduales y antifonarios que no proceden de la observancia cluniacense
los incorporan en las fiestas y cantos respectivos.
Asimismo, la práctica del discanto y del
organum polifónico debió ser corriente en ciertas iglesias más importantes para
solemnizar la liturgia de las fiestas más importantes. No nos ha llegado
polifonía documentada en esta época. Sin embargo, el repertorio de música
polifónica de códices escritos en época claramente gótica, como es el
manuscrito polifónico del monasterio de Las Huelgas de Burgos contiene piezas
que, por su estilo, pertenecen a época anterior, como es una parte de la
colección de organa contenida en la primera parte del códice, y algunos tropos
de Benedicamus Domino al final. En efecto, algunas de las piezas contenidas en
este códice poseen las mismas características que las que aparecen en el códice
Calixtino, cuya polifonía fue copiada hacia el año 1180.
La música en el ámbito civil
Para el hombre del románico la estabilidad y
perennidad de la música en el culto sagrado debía contrastar con la naturaleza
transitoria de la música en los espacios civiles. El canto litúrgico era
trasunto de la alabanza de los bienaventurados en el cielo. No así la música
utilizada por los humanos en los asuntos terrenales. Pero en éstos no había una
sino muchas liturgias, actos y situaciones a las que servía la música.
La herencia de los histriones se prolonga
durante el románico como demuestra el libelo ya citado De saltationibus
respuendis insertado en un manuscrito de la catedral de León (ms. 22, fol.
156), terrible diatriba contra todo tipo de danza y de jolgorio37. De esta
herencia no quedan vestigios si no son los que pueden rastrearse en la
tradición oral a lo largo de la historia y en la actualidad.
A principios del siglo XII nace el movimiento
trovadoresco en lengua occitana. Los precedentes del mismo se encuentran en la
canción árabe y en la latina tradicional. Al reino castellano-leonés traerán la
lírica occitana los propios trovadores que, o bien buscaban en la Corte real o
en la de los nobles mejores condiciones de vida, o bien se refugiaban en ellas
tras un obligado exilio. Podemos citar entre los trovadores que pasaron por las
Cortes castellanoleonesas y cuya actividad trovadoresca se desarrolló en la
segunda mitad del siglo XII, a Rigaut de Berbesilh, Peire d’Alvernha, Giraud de
Bornelh, y muy en especial a Peire Vidal. Los trovadores occitanos, sin
embargo, no dejaron huella, que nosotros podamos percibir, de su actividad
musical. Por el contrario, entrado ya el gótico, se practicará una lírica
trovadoresca en lengua galaico-portuguesa, cuyo máximo exponente en el terreno
musical serán las Cantigas de Santa María del rey Alfonso X el Sabio y las
Cantigas de Amigo de Martín Códax.
Por lo que se refiere a la canción en lengua
castellana, ni un solo documento musical nos ha llegado de esta época ni de las
siguientes, hasta el Cancionero de la Colombina, escrito hacia 149038. Pero tan
ostensible laguna documental no es sinónimo de inexistencia histórica, pues su
brusca eclosión en el Renacimiento y los profundos sedimentos que se advierten
en el riquísimo folclore castellano-leonés no pueden explicarse si no hubiera
existido una práctica ancestral. En otro lugar he intentado explicar las
razones de la ausencia de documentos que testifiquen la música de la canción en
lengua castellana durante la Edad Media. He aquí los términos con los que
intentaba situar la lírica musical en lengua castellana durante la Edad Media.
Señalemos, en primer lugar, la amplia trama
social donde se desarrolla la canción lírica en España. Como en el resto de
Europa, la música, llamémosla así, culta, erudita o virtuosa, se había
refugiado en la liturgia de las iglesias y monasterios. En Europa el feudalismo
creaba y generalizaba una “liturgia” civil cortesana, con sus
celebrantes o protagonistas, con su música y sus canciones, ajenos y distantes
del mundo social de nivel inferior que les rodeaba. En España dos mundos
distintos, incluso antagónicos, propiciaban la intercomunicación de hábitos o
formas de cantar, de bailar, etcétera, entre unas clases y otras: la cultura
musulmana, más tolerante, abierta y horizontal, por un lado, y por otro, los
reinos cristianos agobiados con los problemas de la repoblación, las guerras
intestinas, y la común cruzada contra el moro.
En segundo lugar, la presencia de la cultura
popular o de clases menos altas, sólidamente asentada y protegida por los
largos y anchos cauces de la tradición oral en todos los estamentos de la
sociedad, hacía innecesaria su puesta por escrito mientras estaba viva y
palpitante en la memoria de todos. He aquí, pues, la diferencia. Las canciones
de los trovadores se hallaban sometidas a las leyes de la retórica, la cual
imponía una técnica depurada y exigía una música y un lenguaje adecuados. Las
canciones transmitidas por la tradición oral en la sociedad del Reino
castellano-leonés obedecían a otros patrones bien distintos, los que había
establecido la costumbre y la mera funcionalidad de las cosas. La lengua era
aquélla, según Gonzalo de Berceo, “en cual suele el pueblo fablar a su
veçino”, y la música era aquella que estaba instalada en su tradición y en
su memoria colectiva.
La presencia de la canción trovadoresca sería
temprana en el Reino de Aragón y se manifestaría allí en la lengua poética de
prestigio, la occitana. En Castilla y León, en tiempos de Alfonso X el Sabio,
la lengua poética de prestigio sería la galaico-portuguesa, y por eso la “canción
trovadoresca” tuvo su particular realización en dicha lengua. Alfonso X el
Sabio se siente auténtico trovador de la Dama del Cielo, Santa María, cantando
sus milagros en cantigas que son tan de loor como las decenas y centenas de su
rico repertorio. La canción castellana seguiría mientras tanto encontrando su
cauce propio en la tradición oral.
Por fin, la continuidad y viveza de la canción
castellana refugiada en la tradición oral se hará patente en dos hechos
fundamentales: (a) en la solidez de dicha tradición oral, la cual se advierte
ya, desde época antigua, en el aprovechamiento de las cancioncillas romances en
las muwashahas judeo-árabes, y en todos los tiempos hasta el día de hoy,
en el rico folklore musical español; (b) en la vigencia de dicha canción
durante la época en que los compositores de los siglos XV y XVI la dotan de una
superestructura polifónica, tal como puede apreciarse en tantas piezas de
autores famosos contenidas en los cancioneros de la Colombina y de Palacio, y
en otras obras que alcanzaron su madurez algo más tarde como las ensaladas.
Este aprovechamiento de la canción tradicional por los compositores españoles
de los siglos XV y XVI será uno de sus signos de identidad, que marcará su
distancia con la chanson française.
Para concluir hemos de volver a las reflexiones
con que iniciábamos esta descripción. La naturaleza fluyente del arte musical
hace imposible la fijación plástica de su objeto propio. La escritura es un
medio inadecuado para plasmar en un soporte estable los ricos y huidizos
sonidos musicales, pero al fin y al cabo es el mejor, por no decir el único,
que en los siglos modernos permite a la música traspasar la barrera del tiempo.
No se puede fotografiar la música como se fotografía un capitel románico o se
dibuja el plano de una iglesia. La grandeza del arte musical consiste
precisamente en que aquella capacidad creadora que, según la doctrina de
Aristóteles, se activa en todo aquel que contempla una obra de arte es mucho
mayor precisamente en la música y necesita una perpetua activación o
recreación. La música de las partituras antiguas, las del románico, son sólo
una virtualidad que no se hace arte más que cuando el intérprete la realiza, la
recrea.
León
La vieja capital del reino leonés se enclava
aproximadamente en el centro del sector oriental de la actual provincia, en la
confluencia de los ríos Bernesga y Torío, afluentes del Esla por su margen
derecha.
La vieja capital del reino leonés se enclava
aproximadamente en el centro del sector oriental de la actual provincia, en la
confluencia de los ríos Bernesga y Torío, afluentes del Esla por su margen
derecha.
Pero, a nuestro modo de ver, si la coqueta
elegancia de la Pulchra Leonina, pese a los desafueros restauradores del
pasado, encuentra un digno rival artístico en San Isidoro, no menos atractiva
resulta la fragmentaria corte de edificios y restos dispersos que aún conserva
la capital. Algunos nos remiten a la décima centuria, el período dorado del
Reino leonés, el de la asunción de la capitalidad y de la intelectualidad de
horizontes sureños, época convulsa y fecunda. Pensamos en Palat del Rey, el
primitivo panteón regio. Otros vestigios, como la llamada Torre de Doña
Berenguela, nos informan del modo de vida de la nobleza, fuese ésta cortesana o
catedralicia. Santa María del Camino, como epígono artístico de la cantería
isidoriana, da con sus piedras fe de la expansión que conoce la ciudad hacia el
este y sudeste al iniciarse el siglo XI, desbordando los límites del primitivo
recinto romano con los barrios de San Martín y de los francos. Los vestigios de
la catedral tardorrománica, de refinamiento gotizante, completan un panorama
que, aunque plagado de lagunas, sí alcanza a sintetizar todos los momentos de
la evolución del estilo.
Real Colegiata de San Isidoro
En el ángulo noroeste interior de la muralla
romana de la ciudad de León se asientan las edificaciones de la Real Colegiata
de San Isidoro; toda la parte occidental del edificio se adosa y superpone al
muro romano. Todavía se conserva en buen estado este trozo de la antigua
fortificación de diez metros de altura con sus torres o cubos que le dan un
aspecto de fortaleza inexpugnable. Ya desde los tiempos de la Legión VII Gémina
la estructura de este muro es doble: una elegante construcción de pequeños sillares
rectangulares que formaban el primer baluarte del campamento militar; éste
quedó de forro cuando, en los últimos tiempos de la dominación romana, ante el
peligro de las invasiones bárbaras, se levantó una nueva muralla de mucha mayor
anchura y altitud. Es la que, con muchas reconstrucciones y reformas, ha
llegado hasta nosotros.
Todo el subsuelo de la colegiata es romano, con
gruesos muros de ladrillo soterrados, alcantarillas abovedadas, atarjeas de
láteres con el sello de la Legión VII, tégulas, cerámica... También se
recuperaron lápidas votivas con inscripciones que ahora figuran en la sección
romana del Museo Isidoriano.
No queda ningún vestigio ni constancia del
período visigótico; tampoco del árabe, ni de los dos primeros siglos cristianos
de la Reconquista. Es a partir de mediados del siglo X cuando comienzan a
aparecer las referencias cronísticas y documentales a las iglesias de San Juan
y San Pelayo que, por estas fechas, empiezan a figurar, atendidas por una
comunidad de monjas y clérigos.
Según la historiografía antigua y aun la de
comienzos del siglo XX –Yepes, Risco, Gómez-Moreno– el rey leonés Sancho el
Gordo (956-966) mandó levantar, junto a otro muy anterior, dedicado a San Juan
Bautista, que Gómez-Moreno no duda en afirmar ser “fundación de Ordoño I,
acaso”, (850-866), un templo en honor de San Pelayo, martirizado en Córdoba
en 925, para recoger en él los restos del niño mártir, traslado que gestionaba
con la corte cordobesa de la que Sancho había sido huésped. Sancho no pudo
lograr sus propósitos, porque moría asesinado en 966.
Su hermana Elvira, monja en el monasterio
leonés de Palaz del Rey, se hizo cargo de la regencia del Reino en nombre de su
sobrino Ramiro III, niño de cinco años, hijo del difunto rey Sancho. Elvira y
la reina madre viuda fueron las que consiguieron la entrega de los restos del
niño Pelayo y los depositaron en la nueva iglesia. Y aun se afirma que la
regente Elvira, abadesa de San Salvador de Palaz del Rey, se trasladó con su
comunidad al monasterio de San Pelayo, sirviendo también al templo de San Juan.
Razón por la que en la documentación posterior aparezcan unidos el templo de
San Juan y el de San Pelayo, con la titularidad compartida, regidos por la
comunidad femenina y atendidos por otra masculina de canónigos. Las primeras
noticias sobre el traslado de los restos de San Pelayo de Córdoba a León nos
las proporciona el cronista Sampiro que escribía su crónica unos cincuenta años
después. A Sampiro copian el Pseudo-silense, Pelayo de Oviedo y otros cronistas
que les siguen, entre ellos, don Lucas de Tuy, conocedor especial del tema,
como morador que había sido en León en el solar de San Pelayo. También
encontramos documentos del siglo X suscritos por las monjas de San Pelayo.
Sólo unos veinte años se desarrolló la vida de
la comunidad de San Pelayo y San Juan. Hacia 988 avanzó sobre León Almanzor con
sus tropas y destruyó la ciudad. Elvira, la primera abadesa, ya había
desaparecido sin que sepamos en qué fecha. Le sucedió Teresa, la reina viuda,
que había intervenido en el traslado del cuerpo de San Pelayo, antes de que
Almanzor entrara en León, huyó con toda la comunidad y los restos del niño
mártir a Oviedo y se acogió a un monasterio también llamado de San Juan que
desde entonces cambió el título por el de San Pelayo y así sigue hasta el día
de hoy.
A comienzos del siglo XI ocupa el trono
legionense Alfonso V, que trató de reconstruir la ciudad de León. Entre las
tempranas reconstrucciones de este rey se cuentan el monasterio de San Pelayo y
la iglesia de San Juan, al que trasladó casi todos los cuerpos de los reyes
leoneses, sus antecesores, junto con los de sus padres, Vermudo II y Elvira.
También dio sepultura en esta iglesia de San Juan a los restos de varios
obispos. En torno a estos dos templos se reorganizó nuevamente la comunidad de
monjas y aparece junto a ellas, y dependiendo de ellas, la comunidad de
varones. Todos bajo la dependencia de la infanta Teresa, hermana de Alfonso V,
que acababa de regresar de Córdoba, viuda de Almanzor.
El caudillo musulmán, para humillar al rey de
León, Vermudo II, había tenido el capricho de reclamarle una de las hijas para
su harén cordobés. Al fin, la hizo su esposa legítima y había ordenado que,
cuando él muriese, la devolvieran a León, cargada de honores y riquezas. Doña
Teresa ingresó en el monasterio de San Pelayo que acababa de reconstruir su
hermano, movida, sin duda, por devoción al niño mártir y para acompañar sus
restos se trasladó al monasterio de San Pelayo de Oviedo, quizá en 1028 a la muerte
de su hermano Alfonso V; allí falleció y allí recibió sepultura.
También se constituyó en San Pelayo de León el
Infantado, por traslado desde Palaz del Rey en los tiempos de doña Elvira. El
Infantado leonés suele definirse como la dote de una infanta, que debe
permanecer soltera, consistente en monasterios, lugares y otras posesiones,
sobre las que la infanta o infantas poseedoras ejercían señorío independiente.
Esta célebre institución a la que se dio el título de Infantado de San Pelayo,
tenía por cabeza el monasterio de este Santo y por domina a la infanta. Después
se lo atribuyó el conde Luna y perdura hoy como título de nobleza.
Doña Sancha, la hija de Alfonso V, ingresó muy
joven en el monasterio de San Pelayo ejerciendo como abadesa y domina del
Infantado. Cuando en 1037, casada con el conde-rey de Castilla, Fernando
Sánchez de Navarra, heredó el Reino de León, trató de engrandecer el monasterio
de San Pelayo y convenció a su esposo Fernando para que éste eligiera para su
sepultura el Panteón que ya había erigido en la iglesia leonesa de San Juan su
suegro Alfonso V, donde éste estaba enterrado con sus antecesores y su hijo
Vermudo III.
Fernando I se olvidó de las promesas de
entregar su cuerpo a los monasterios castellanos de Oña y Arlanza y ordenó
tirar la iglesia de su suegro Alfonso V, construida de pobres materiales –ex
luto et latere, barro y ladrillos– y levantar un nuevo templo y el contiguo
Panteón de sillares, introduciendo por primera vez en sus reinos el arte
románico. Dotó su iglesia con espléndidas donaciones, tanto en heredades como
en joyas, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros. Para mayor dignidad
de la iglesia de San Juan, que quedó constituida en iglesia palatina, procuró
dotarla de reliquias insignes. Así hizo trasladar desde Sevilla el cuerpo de
San Isidoro, Doctor de las Españas, celebrando con grandes solemnidades la
consagración de la iglesia y la fiesta de la traslación (21-22 de diciembre de
1063).
El monasterio de San Pelayo y la iglesia de San
Juan cambiaron su titularidad por la de San Isidoro, nombre con el que se
conoce todo el complejo hasta el día de hoy.
La hija de Fernando y Sancha, la infanta
Urraca, domina del Infantado, hizo ampliar la iglesia de su padre, y también la
enriqueció con extraordinarias alhajas. La infanta Urraca no logró ver
terminadas las nuevas obras, que concluyeron el emperador Alfonso VII y su
hermana la infanta Sancha, domina asimismo del Infantado. Para mejor atenderla
trajeron del pueblo de Carvajal la comunidad de Canónigos Regulares de San
Agustín para sustituir a las monjas benedictinas a las que entregaron el
monasterio de Carvajal abandonado por los canónigos. En esta nueva etapa el
monasterio de San Isidoro fue constituido en célebre abadía sujeta directamente
a la Sede Romana. Como a partir del siglo XIII cesaron en ella las
construcciones románicas, no encaja aquí la continuación de la historia de la
gran Abadía.
De las construcciones con las que Fernando I
(1037- 1065) y Sancha dieron comienzo en el reino al estilo románico sólo nos
quedan los muros septentrional y occidental de la iglesia, el nártex convertido
desde sus orígenes en cementerio, la tribuna real, los pórticos adosados y los
dos primeros tramos de la torre.
La iglesia primitiva
Conocemos la planta de esta iglesia primitiva,
rectangular de 16 m de larga, con tres naves con anchuras de 3,10 m la central
y 1,83 las laterales, rematadas en cabeceras cuadradas, saliente la central.
Destacaba por su altura de 11,60 m la nave mayor y 6,80 las dos menores,
cubiertas con bóvedas de medio cañón, apoyadas sobre los muros. Por el ángulo
noroccidental que permanece incorporado a la nueva iglesia, sabemos que éstos
eran de sillares rejuntados con encintado sobresaliente. En el muro del norte
se abre una puerta de gran altura; a los pies de la nave central otra que
comunica con el nártex o pórtico, tabicada desde el siglo XII y, en lo alto,
otra que deja ver el templo desde la tribuna real. En este mismo muro
occidental se abre sobre cada cubierta de las naves laterales un óculo que da
luz a la tribuna.
Fachada meridional de la iglesia con las
portadas románicas de Portada del Cordero y Portada del Perdón.
De los tres ábsides sólo se conservan
los dos laterales, que están inspirados en los de la Catedral de Jaca. El
ábside central fue sustituido por una construcción gótica a fines del siglo XV.
El panteón de reyes
Es el pórtico o nártex pegado al muro
occidental de la iglesia de Fernando y Sancha con la que se comunicaba por una
puerta con arco de medio punto, tímpano liso, columna con su capitel por cada
banda que más adelante describiremos. Esta puerta quedó oculta en el interior
del templo por la arquería de la iglesia nueva y tapiada al exterior.
En el hueco que quedaba bajo el dintel de esta
puerta por el lado del pórtico, se dedicó un altar a Santa Catalina, la
filósofa mártir de Alejandría. Sobre la puerta, por el lado del pórtico, colocó
la reina doña Sancha, ya viuda, la siguiente inscripción latina, que da cuenta
de la construcción de la iglesia, de la dotación de reliquias y de la muerte
del rey Fernando I. Traducida al castellano dice así:
“Esta iglesia de San Juan Bautista que
contemplas, anteriormente era de barro. Recientemente el Excelentísimo Fernando
Rey y la Reina Sancha la construyeron de piedra. Seguidamente trasladaron aquí
desde la ciudad de Sevilla el cuerpo de Isidoro Obispo, en el día de la
dedicación de este templo, 21 de diciembre de 1063. Después, en el año de 1065
a 10 de mayo, trasladaron aquí de la ciudad de Ávila el cuerpo de san Vicente,
hermano de Sabina y Cristeta. En dicho año el mencionado rey, al regreso de la
guerra de la ciudad de Valencia, llegó a este lugar un día de sábado. Falleció
el martes 27 de diciembre de 1065. La reina Sancha, consagrada a Dios, la
concluyó”.
La planta del Panteón es sensiblemente
cuadrada, de unos 8 m de lado, la mitad de la iglesia a la que servía. Se adosa
al muro occidental del templo, en él que hubo de abrirse una puerta en el
ángulo de mediodía hacia la iglesia nueva, cuando se tabicó la de la antigua.
Cierra el recinto, por el sur, el muro del antiguo palacio real en el que se
inscriben dos arcos ciegos y se abre, en el rincón de occidente una pequeña
puerta adintelada que da paso al caracol que comunica con la tribuna real.
Cerca por el poniente y septentrión una arquería, de tres vanos por la parte
occidental y dos grandes arcos por la septentrional. Apoya esta arquería en un
rebanco de piedra de unos 35 cm de alto. En el centro del Panteón, dos recias y
achaparradas columnas exentas de fustes monolíticos de mármol sostienen siete
arcos sencillos de medio punto, peraltados los laterales; queda así dividido el
volumen en tres naves y seis bóvedas. Las bóvedas, todas ellas esquifadas,
están construidas de piedra toba; las laterales son de arista, remedo lombardo.
La obra representa el Panteón de Reyes de la Basílica de San Isidoro de León, y recrea una visita que el rey Felipe III de España realizó a dicho templo a principios del siglo XVII.
La labor escultórica del cementerio real se
limita a la colección espléndida de sus veintiún capiteles que, con sus
diecisiete gemelos del pórtico que lo rodea, forman una de las más célebres
colecciones del románico primitivo. A ellos podemos añadir las molduras de
basas y zócalos. Comencemos la serie por los dos que rematan las columnas
centrales y, por lo mismo, exentos. Son de gran tamaño, de piedra que en León
se conoce como de Boñar. El de izquierda –mirando desde el fondo hacia la
iglesia– presenta dos filas de manzanas, fruto considerado como maldito, piñas
el de la derecha, símbolo de fecundidad, entre grandes hojas y tallos, bajo
finos caulículos, los collarinos con contario, singularidad que sólo pertenece
a estos dos, entre todos los del nártex; los cimacios, de roleos y sarmientos;
los fustes monolíticos son de mármol; las basas áticas. Como queda de
manifiesto, estos dos capiteles como el resto, tanto los del Panteón como los
de los pórticos adosados, tienen sus ascendientes en el capitel corintio; su
forma de tronco de pirámide invertido se prestaba para esculpir en sus cuatro
caras historias o simular macetas vegetales.
Dos sorprendentes capiteles son los de las
columnas de la puerta de ingreso a la iglesia que ya hemos mencionado. Parece
que son los primeros en el románico español con historias del Evangelio.
El de la izquierda reproduce la Resurrección de
Lázaro, mediante un sepulcro románico con arquillos de medio punto y seis
figuras: Cristo con nimbo crucífero, Marta y María con tocas, dos discípulos,
uno de ellos levanta la tapa sepulcral, y Lázaro que asoma por el hueco.
El capitel de la derecha va dedicado a la
curación del leproso: el enfermo, postrado en tierra, con el manto flotando al
viento como si llegase a la carrera; delante de él, Cristo con nimbo crucífero
y el nombre identificativo IHS, detrás dos discípulos, de los que es fácil
reconocer a Pedro portando una gran llave; entre el leproso y Cristo un rótulo
explica la escena, VBI TETIGIT LEPROSVM ET DISTI VOLO MVNDARE. Decoran
las esquinas de los capiteles caulículos rematados en espiral y los coronan
cimacios de palmetas. Los fustes monolíticos son de mármol y, sin duda,
aprovechados de algún monumento romano, ya que tienen el collarino incorporado
y no se ajustan en diámetro a los capiteles.
Los otros diecisiete capiteles de la serie del
Panteón van distribuidos por los arcos ciegos del muro meridional y por la
arquería abierta del poniente y septentrión. Siguiendo el sentido de la marcha
de las agujas del reloj, comenzaremos la descripción por el muro de mediodía.
Son cuatro los capiteles correspondientes a los
dos arcos ciegos del paramento, los más pequeños de toda la serie y están
acodillados en los rincones. El más próximo a la puerta nueva de comunicación
con la iglesia se adorna con una doble fila de hojas de acanto y palmetas con
los correspondientes caulículos; sarmientos en el cimacio. El correspondiente
del otro lado efigia dos extraños personajes con amplia capucha colgando a la
espalda, entretenido el uno en sujetar y oprimir un unicornio al que hace vomitar
un gran pez, que sujeta por las agallas el otro individuo. En el arco de al
lado, el capitel de la izquierda presenta dos palomas bebiendo en un jarro de
factura visigótica. En el correspondiente de la derecha ocupa el centro, entre
follaje, una cabeza humana con otra de lobo a cada lado. Los cuatro se adornan
de caulículos y sus cimacios de sarmientos y palmetas.
La arquería abierta de la parte occidental la
forman dos pilares cruciformes con semicolumnas entregas en los frentes,
apoyando todo el conjunto en el rebanco. Sostienen, con las correspondientes
columnas de los pilares de las esquinas, tres arcos de medio punto con apoyos
en los ocho capiteles que pasamos a describir. Se ha tener en cuenta que
originariamente la arquería de cerramiento del Panteón no tenía al exterior
columnas adosadas ni capiteles. Muy pronto se las adosaron en la parte de
poniente para formar el ángulo del pórtico adosado que, a su tiempo,
estudiaremos.
De los ocho capiteles de esta banda, dos
corresponden a las medias columnas de los extremos y los otros seis a las
columnas de los pilares exentos del centro. Siguiendo la dirección que hemos
anteriormente establecido, en el primer arco que forma ángulo con el muro de
mediodía junto a la puerta del caracol, el capitel de la izquierda presenta dos
cabezas de lobo entre follaje, con el cimacio de simples molduras; el de la
derecha se adorna con doble fila de grandes hojas y cimacio de sarmientos. El
capitel de esta columna, que mira al centro del Panteón y sostiene uno de los
salmeres del arco que por el otro extremo apoya en la columna central sobre el
capitel de las piñas, dos grifos con alas, pico y garras picotean en un jarro,
ancho por los extremos y cintura estrecha en el centro; el cimacio es de
sarmientos. En el arco central, el capitel de la izquierda muestra una doble
fila de hojas, de acanto la de abajo y de palmas la de arriba; el cimacio
desarrolla tallos con hojas; el capitel de la derecha esculpe dos grandes hojas
de acanto coronadas de cuatrifolias. En el capitel central de esta segunda
columna un hombre clava su lanza en el pecho de una fiera; el cimacio es de
palmetas.
El arco último de esta sección ostenta en el
capitel de la izquierda un hombre en cuclillas entre dos leones; el cimacio es
de palmetas; en el capitel de la derecha, leones follaje; el cimacio va
esculpido con palmetas en la cara inclinada y con rosas en la recta. El último
arco de esta banda ostenta sus dos capiteles florales, con doble fila de hojas
de acanto el de la izquierda y cimacio de palmetas y flores; dos grandes hojas
de acanto y cimacio de palmetas y flores el de la derecha.
El pórtico o pórticos y su obra
escultórica.
Por la parte exterior de la arquería del norte
y occidente del Panteón le adosaron, poco después de la construcción de éste,
un pórtico en forma de L. En realidad puede ser considerado como un doble
pórtico: el septentrional se pega al muro norte de la iglesia de Fernando y
Sancha y recorre toda la arquería de este lado del Panteón hasta entestar con
la muralla romana. Una serie de incongruencias, especialmente entre la
diferencia de alturas de los salmeres de los arcos que unen la arquería del
pórtico septentrional con la del Panteón y otras no menos notables, nos
aseguran que el pórtico en ángulo fue construido algún tiempo después del
nártex, aunque los capiteles parecen de la misma mano, si bien hemos de notar
que los del pórtico del norte, a diferencia de los del Panteón, exceptuando en
éste los dos centrales, tienen el collarino con contario. También debemos
señalar que esta ala del pórtico fue destruida en parte y oculta por un grueso
muro de ladrillo de un claustro del siglo XVI. Descubierto a comienzos del
siglo XX, fue restaurado en 1960, aunque algunos de los capiteles desaparecidos
fueron copiados de otros de la serie y señalados con una R. Digamos también que
sólo las medias columnas de los pilares del paramento exterior de esta ala del
pórtico rematan en capiteles, porque la cara externa de ambas arquerías del
nártex o Panteón carecía originariamente de columnas adosadas y capiteles.
El ala septentrional arranca con un pequeño
ingreso que se corresponde con la puerta correspondiente de la iglesia y se
continúa hacia la muralla con otros cuatro vanos. Por razones de economía de
espacio describiremos conjuntamente algunos de los elementos de la escultura.
Así diremos que estos arcos son de doble rosca, apoyando la exterior en los
pilares y la interior en la media columna adosada. Como ya queda indicado,
todos estos capiteles llevan contario en el collarino, del que carecen los
normales del Panteón. Impostas y cimacios ostentan ornamentación vegetal, como
la ya anteriormente señalada; la cornisa que apareció sobre el último vano
muestra canecillos con cabezas de lobo, como los asturianos de San Pedro de
Teverga, y las cobijas se adornan con ajedrezado de billetes, modalidad que
aparece por primera vez en el arca de los marfiles, todavía en San Isidoro,
donada en 1059 por Fernando y Sancha.
En cuanto a los capiteles comencemos por el
ingreso enfrente de la puerta de la iglesia. Bajo un arco doblado que sostienen
dos columnitas por cada haz, de fustes muy delgados y acodillados, en la parte
izquierda, contemplando desde el exterior, sólo es auténtico el de afuera,
representando un par de pavos reales bebiendo de un jarro; en las columnillas
de la derecha en el exterior aparece un mono, levantándose sobre las patas
traseras y recogiendo hojas con las delanteras; en el interior, dos leones afrontados.
El arco siguiente ha sido rehecho y sólo es
auténtico el capitel de la derecha, en él un cazador embiste con su lanza a un
unicornio, mientras que el perro del cazador muerde a la bestia. En el vano a
continuación que forma rincón con el ala de occidente del claustro procesional,
en el capitel de la izquierda aparecen dos monos en cuclillas, uno en cada
vértice y en el plinto de la basa se lee una inscripción funeraria del siglo
XII; el capitel de la derecha presenta dos filas de palmetas y bolas. El vano siguiente,
que enlaza con el claustro procesional, ha sido rehecho en su totalidad, pero
sus dos capiteles son auténticos; en el oriental dos figuras humanas sostienen
una serpiente; en el occidental dos filas de hojas y piñas.
En el pilar de occidente de este vano una media
columna adosada en su frente de mediodía sostiene un arco que enlaza con el
último pilar del Panteón o nártex y remata en un capitel de doble fila de
hojas; el salmer de la parte del nártex apoya sobre el pilar, ya que, como
hemos indicado, la arquería del Panteón no tiene capiteles en la cara exterior.
En el último vano, que enlaza con la muralla,
el capitel oriental es de talla ruda simulando hojas y caulículos; el
occidental es también de hojas pero de labra fina. En total, once capiteles,
tan bellos como los del Panteón, de los que poco más se diferencian que en el
contario del collarino, como venimos repitiendo.
Entre el cerramiento occidental del Panteón o
nártex de la iglesia y la muralla quedaba un espacio que fue intervallum del
campamento romano y que estaría convertido en calle en la alta Edad Media y en
simple callejón en el período que estamos estudiando toda vez que permanecía
taponado a mediodía por el muro del palacio real. Una vez construido el pórtico
de la iglesia quedaba un espacio vacío e inútil, por eso determinaron cubrirlo
para aprovechar el recinto resultante y edificar encima. Para ello pegaron tres
semicolumnas a los pilares exteriores de este lado del pórtico y otras tantas
en correspondencia al muro campamental. Sobre ellos voltearon tres arcos
fajones escarzanos. Las medias columnas rematan en capiteles de la misma
factura que los del Panteón y los de la otra ala del pórtico, sólo se
diferencian de estos últimos en que carecen de contario.
Son seis estos capiteles y comenzaremos a
estudiarlos por el arco septentrional, advirtiendo que este arco es doblado y a
él se adosa por fuera una rosca excéntrica.
El capitel del lado del pórtico es historiado
con dos escenas bíblicas: en primer término, un caminante lleva a un niño a
horcajadas sobre el cuello; delante de éstos, un caminante con báculo en la
mano derecha, sostiene con la izquierda un libro abierto en el que se lee TABVLAS
MOISE ILI; en la otra cara Balaam caballero en su borrica, adornada ésta
con todo lujo de arreos, cabezada, albarda, baticola y hasta estribos para el
caballero, los primeros, según dicen, que aparecen en el arte cristiano
español; el personaje empuña una garrota en la mano derecha; ante los ojos de
la pollina está plantado el ángel enfundado en su manto, y en una de las plumas
del ala izquierda se lee: ANGELVS; detrás de la grupa nueva
identificación: BALAAM SVPER ASINA SEDENS.
El capitel frontero del lado de la muralla se
adorna con dos cabezas de perro que asoman por entre el follaje; la basa
correspondiente es la única de todas las series que tiene garras. En el arco
del medio, el capitel del Panteón muestra una fila de grandes hojas, en el de
la muralla dos serpientes muerden en los pechos a una mujer. Los capiteles del
último arco, que es el de mediodía, se adornan ambos con una doble fila de
hojas. Cubrieron los espacios vacíos en el techo sobre estos arcos perpiaños
con bóvedas de arista de piedra toba sin encalar. Más adelante tabicaron la
arquería del pórtico y quedó convertida la estancia en espacio cerrado al que
dieron el nombre de capilla de los arcos y la dedicaron a osario.
Valoración y cronología.
La descripción de cada uno y el reportaje
fotográfico serán los mejores elementos para valorar y catalogar esta
excepcional colección de capiteles que designamos del primitivo románico que
otros prefieren llamar del románico pleno. Su rudeza, su naturalismo, su forma
de ejecución son muestras de su arcaísmo, sin que se les hayan asignado claros
precedentes. Ello ha supuesto la constante controversia sobre su cronología
siempre en referencia al románico francés, porque como escribió don Manuel
Gómez-Moreno, “ciertos críticos al tropezar ante lo español con fechas que
rompen sus normas clasificadoras, se escandalizan”. Se daba como segura la
fecha de 1063 para la inauguración del pórtico-cementerio real y se admitía su
arquitectura en paralelo con el pórtico de la torre francesa de Saint-Benoit-sur-Loire
y la contemporaneidad de la escultura de ambos edificios. Últimamente un “escéptico
historiador del arte” se propuso “acabar con una teoría de siglos de San
Isidoro”, retrasando la cronología del Panteón en más de cincuenta años. No
todos aceptan sus “evidencias” y “hechos indiscutibles”. Sigue la
controversia.
La decoración pictórica
En fecha todavía no averiguada, pero muy
probablemente a finales del siglo XI, si es que fue la infanta doña Urraca
(†1101), como se dice ahora, quien ordenó la decoración y, en todo caso, a
comienzos del XII, antes de la apertura de la nueva puerta que las mutiló,
bóvedas y paramentos del Panteón se cubrieron de pinturas con escenas
inspiradas en el Nuevo Testamento y en la liturgia.
Sufrieron el oscurecimiento y hasta el
desprecio –como todo lo románico– durante siglos, hasta que, a comienzos del
XX, el benemérito don Manuel Gómez-Moreno las “descubrió” y valoró “como
obra la más importante de su género conocida en España”. Llovieron después
los encomios, tanto de críticos españoles como extranjeros, se bautizó el
conjunto como Capilla Sixtina del arte románico.
Se fijó a continuación la fecha en la segunda
mitad del siglo XII como inamovible, toda vez que un historiador había visto
dos letras –CA– que supuso era la última sílaba de URRACA, nombre de una de las
dos esposas de este nombre del rey Fernando II (1157-1188), letras que nadie
más ha visto. Últimamente se afanan los críticos en buscar el origen del
programa pictórico y descubrir su mensaje. Aquí surgen interpretaciones para
todos los gustos y mentalidades: las hay criptográficas inspiradas en libros de
muertos, homilías de los Santos Padres, en leyendas paleocristianas,
apocalípticas y también poéticas y subliminales.
La imaginación es libre y creadora; lo
importante es que coincida con la del autor de las pinturas. Yo llevo cuidando
y contemplando más de cuarenta años el conjunto de esta decoración y tratando
de acercarme al tiempo y a la mentalidad del pintor. Me parece buena
metodología tratar de llegar a lo difícil por lo fácil, y no al revés. Por ello
estoy plenamente convencido de que los autores quisieron adoctrinar a los
fieles con testimonios conocidos y al alcance de todas las inteligencias; en
consecuencia utilizaron las descripciones del Evangelio y del Apocalipsis
escuchadas en las lecturas de la misa visigótico-mozárabe que todavía se
conservaba en la memoria de los leoneses y, muy particularmente, en la de la
infanta Urraca, que en este rito había sido bautizada, y en él creció y vivió
hasta alcanzar los cincuenta años. Bien pudo ser ella la ordenadora e
inspiradora del programa pictórico del Panteón.
Lo que comprobamos es que todas las bóvedas y
muros del recinto presentan solamente las historias de la Infancia, la Pasión,
la Muerte y la glorificación de Cristo, es decir, los ciclos de Adviento a
Pentecostés del calendario mozárabe, que se resumen en las nueve partes y
nombres de la fracción del pan en la misa mozárabe: Encarnación, Nacimiento,
Circuncisión, Epifanía, Pasión, Muerte, Resurrección, Gloria, Reinado. Todas
las demás historias que encontramos en las pinturas son personajes anecdóticos
recluidos en el intradós de los arcos. Ésos son los hechos y a ellos queremos
atenernos, mejor que dejarnos llevar de imaginarias elucubraciones, que para
poco más sirven que para dar a conocer la erudición de sus autores. Con ello no
queremos negar que en estas expresiones artísticas no haya incluso influencias
precristianas, que los artistas recibieron de la tradición, sin conocer ni
darse cuenta de su procedencia.
En cuanto a las técnicas empleadas en estas
pinturas corrientemente se alude a ellas como frescos cuando fueron ejecutadas
al temple, prueba de ello es que alguno de los cuadros ha sufrido deterioros al
desaparecer el adhesivo y convertirse en polvo los pigmentos, cosa que no
hubiera ocurrido si éstos hubiesen penetrado en los estucos, que continúan en
buen estado. Sobre las superficies encaladas, recortaron con líneas negras las
figuras y rellenaron los espacios acotados con colores ocres, amarillos, rojos
y variada gama de grises. En los muros se sobreponen las escenas. En el techo
hay una inteligente adaptación a las complejidades de las bóvedas esquifadas.
Además de los personajes y sus ocupaciones, acude el artista a rellenar los
vacíos con líneas geométricas y adornos florales, y alguna que otra
manifestación zoológica.
Hechas estas puntualizaciones, pasemos a
recorrer las escenas siguiendo su orden cronológico y litúrgico, que es el que
utilizó el artista –o artistas– en su ejecución.
Ciclo de Adviento-Navidad.
Se le dedica toda la nave meridional, muros y
bóvedas. Da comienzo en el arco ciego del muro sur contiguo a la iglesia. Tres
columnas simuladas, que sostienen cuatro arcos, acotan cuatro espacios
dedicados a la Encarnación y Visitación. El campo más amplio está dedicado a la
Anunciación. El arcángel Gabriel, con nimbo, túnica talar granate, manto gris
que pudo ser azul, alas desplegadas, descalzo, báculo en la mano izquierda,
bendice a María con la derecha. La Señora se levanta de un amplio faldistorio;
viste túnica, manto y toca, y se corona de nimbo. Entre ambos el saludo
angélico: AVE MARIA GRACIA PLENA DOMINVS TECVM. Al costado del arcángel,
su identificación: GABRIEL.
Notemos desde el comienzo la gran afición del
artista a rotular personas y objetos con grandes letras mayúsculas en negro y
en latín. A la derecha –del espectador– la Visitación de María a su prima
Isabel. Ambas con aureola, se funden en un abrazo. Los vestigios de un amplio
rótulo, hoy ilegible, explicarían la escena. En cada uno de los espacios
laterales una dama, sin nimbo y sentada en un rico faldistorio. Pudieran ser
las criadas o pedisecuas de María e Isabel. Así parecen sugerirlo las dos
únicas letras de un letrero desaparecido: AN(cilla?).
Reservaron para el Nacimiento el muro cabecero
de esta nave meridional. Al abrir, a comienzos del siglo XII, la actual puerta
de comunicación entre la iglesia y el pórtico, mutilaron la pintura. Parecería
un excelente rincón para simular la Cueva de Belén, pero el artista la
transformó en palacio; partió el espacio en dos mediante una columna de la que
arrancan dos arcos, de ellos colgó un cortinón. Por encima de los arcos se
contempla la cubierta del edificio simulado. Bajo la arcada de la izquierda, el
Infante en el pesebre y las cabezas del buey y la mula exhalándole el aliento.
El consabido letrero informa: PRESEPIO DOMINI. Al otro lado aparece el
rostro de la Virgen, que se supone recostada en el lecho. A su derecha el
inevitable rótulo: SANCTA VIRGO MARIA. A su izquierda asoman los ojos,
frente y toca de una joven, sin duda, la conocida sirviente. La figura de san
José la hicieron desaparecer íntegramente; sólo se leen las dos letras del
inicio de su nombre a la cabecera del pesebre: IO(seph). Debemos suponer que en
la parte baja del muro también habría pinturas que destrozó la apertura de la
puerta.
Contiguo al Nacimiento, y formando escena con
él, se encuentra el Anuncio a los Pastores, obra cumbre de la pintura románica
española. Ocupa toda la primera bóveda, pegada a la iglesia, de la nave
meridional. Es el primer desarrollo completo del belén hispano, en el que
aparecen el vaquerillo, sus instrumentos musicales y sus ganados: vacas y
ovejas; el cabrero, su perro y sus cabras; el porquerizo, su cuerna y los
cerdos; se insinúan las montañas y aparecen los árboles en la campiña.
Dominándolo todo el ángel sobre un montículo,
anunciando el acontecimiento a los pastores y señalando el lugar del
Nacimiento. Para situar esta complejidad de elementos en una superficie tan
irregular como la de esta bóveda esquifada y con aristas, el pintor rellenó los
rincones acotando parcelas con trazos gruesos, ya simulando rocas, ya dejando
espacios para colocar figuras. En el rincón que forman el encuentro de la
bóveda, el muro septentrional y el meridional aparece al ángel, descalzo, sobre
una roca, viste brial rojo y manto azul, bate todavía las alas desplegadas y
con ambas manos señala el Pesebre.
A ambos lados del ángel un hato de ovejas
ramonea las matas de hierba, mientras un carnero, portador del cencerro, mira
absorto la celestial aparición, mientras el pastor, sentado en una roca, a la
vera de un árbol, arranca sonidos a un cuerno. En el centro, un gentil
vaquerillo, sentado sobre el manto y vistiendo el brial, sopla un silbato de
cañas y sostiene con la mano izquierda un enorme cayadón, especie de trompa
sonora, el alpenhorn de uso todavía en los Alpes; tras él, la vacada
pasta en la floresta. Entre el ángel y el vaquero un gran letrero explica la
escena: ANGELVS A PASTORES. En la parte occidental de la escena el
artista unió los dos rincones de la bóveda mediante trazos gruesos ondulados
simulando un altozano; sentado sobre él cenaba el cabrero, empuñando el mango
de la escudilla de madera, distraído ahora contemplando el mensajero divino,
descuido que aprovecha un enorme perrazo –mastín leonés– para zapar la cena
pastoril. A la derecha del cabrero, dos furiosos machos cabríos, armados de
enorme cornamenta, se acometen erguidos sobre la roca. En el campo abierto,
donde surge un roble, de un lado pacen dos cabras y del otro hociquean tres
cerdos las bellotas que se desprenden; bajo el mastín, en un espacio acotado,
alcanza tallos una cabra. Por la genialidad de la composición, por lo logrado
de las figuras, por las escenas bucólicas y campesinas, es el cuadro más
admirado de este conjunto de pinturas.
De la Circuncisión de Jesús pueden
interpretarse unas figuras, apenas perceptibles en el muro meridional, en el
que casi toda la pintura está deteriorada. Debajo de un arco simulado, se
encuentran cuatro personajes que pudieron representar a María con el Niño en
brazos, a José y otra persona que bien pudiera ser un sacerdote.
La Epifanía o Adoración de los Magos, que en la
liturgia mozárabe se le da el título de Aparición del Señor, la encontramos en
el arco ciego, debajo de la escena de la Anunciación. Aunque la pintura está
destrozada allí aparecen las siluetas de tres caballos en marcha.
También la escena de la Huida a Egipto se
encuentra muy deteriorada, como casi todas las de este muro, pero todavía se
aprecian bien sobre el arco de la Circuncisión los personajes del misterio:
José rompe la marcha, María va sentada sobre una cabalgadura con el Niño en el
regazo, detrás una mujer los despide. Ha desaparecido el rótulo identificativo,
lo mismo que en las escenas de la Circuncisión y Epifanía.
La historia de la Degollación de los Inocentes
ocupa toda la bóveda occidental de esta nave de mediodía y está realizada con
gran teatralidad y realismo. Cuatro columnas, que se apoyan cada una en uno de
los ángulos de la bóveda, sostienen seis arcos, tres por cada banda que, a su
vez, aguantan la cúpula y los techos de un palacio. En el centro, en un a modo
de patio abierto, sentado sobre un lujoso escaño con escabel, aparece Herodes y
el letrero: GEROSOLIMEN CVM EO. Detrás del monarca, empuñando espada y escudo
puntiagudo, el guardaespaldas; al otro lado, un sicario descabeza a un niño.
Bajo los arcos orientales, cuatro soldados,
cada uno con su infante desnudo, la espada desenvainada en actitud de golpear
con ella; uno de los esbirros clava el hierro de una lanza en los ijares del
inocente; el consabido letrero da la explicación: ISTI SVNT INOCENTES QVI
PROPTER DEVM OCCISI SVNT. Bajo el trono del tirano una madre abraza a su
hijo que le arrebata un soldado blandiendo en alto la espada, sin que falte el
rótulo: RAHEL PLORANS FILIOS SVOS. Los verdugos visten brial ajustado, largo
hasta las rodillas y con adornos en los bordes; es el ropaje usual en esta
decoración de soldados y seglares, reservándose la túnica talar para los santos
y las mujeres.
Ciclo de Pasión.
Se le consagran un par dos bóvedas, las dos
últimas de las naves central y septentrional y el muro oriental de esta última:
en la primera se desarrolla la Cena, en la segunda varias escenas de la Pasión
y se reserva el muro para la Crucifixión.
La Santa Cena se organiza en la última bóveda
de la nave central. También aquí se simula un palacio inverosímil sobre arcadas
que sostienen el techo de un gran palacio, pero que dejan a la vista la sala
del Cenáculo y a los comensales. A lo largo de la estancia se extiende una
banda que pretende ser la mesa cubierta con su mantel; sobre ella, las viandas,
las copas y demás menaje. Detrás se sienta el Señor con nimbo crucífero; a su
derecha Pedro empuñando un gran cuchillo, y Juan a la izquierda recostado sobre
el pecho de Jesús; a la derecha de Pedro se encuentran tres apóstoles, y cuatro
a la izquierda de Juan. Todos se adornan con nimbo y se identifican por su
nombre en grandes letras; mientras cenan, copa y cazuela en mano, hablan y
gesticulan. Del lado de acá de la mesa, Judas, sin nimbo, recibe de Cristo “el
bocado”. Sentados en los extremos y ocupados en la comida, SANCTVS SIMON y
SANCTVS MACIA. En los rincones septentrionales, ocupando espacios acotados y
sin nimbo, TADEVS que hubo de ceder el asiento a Macía, sirve en pie un gran
pez en recipiente de barro y MARCIALIS PINCERNA, con un ánfora en la
mano derecha y un cuenco en la izquierda, sirve el vino; es la leyenda del
patrono de Limoges, convertido en apóstol por su presencia de escanciador en el
Cenáculo. No falta el gallo cantarín y, para que no haya duda, al lado figura
el letrero: GALLVS.
Varias escenas pasionarias rellenan la bóveda
occidental de la nave del norte. Se desarrolla en el centro el Prendimiento de
Jesús en el Huerto de los Olivos, que presenta el rostro a Judas para el beso
de la traición y tiende las manos a los soldados que proceden a atárselas. A la
derecha del Señor se acaballa Pedro sobre Malco y le secciona la oreja. Detrás
de Judas un grupo de soldados enarbolan lanzas; a la espalda de Pedro unos
paisanos blanden garrotes.
En el rincón de poniente, a septentrión, las
Negaciones de Pedro. El apóstol, con nimbo y más que regular tonsura, se sienta
sobre un taburete y dialoga con la criada, elegantemente vestida. Los rótulos
reproducen el diálogo: MVLIER ANCILLA. ET TV CVM GALILEO ERAS. NON SVM.
Detrás de Pedro un gallo agresivo cacarea; sobre la cresta el ineludible
rótulo: GALLVS CANTABIT, y debajo: ET CONTRISTATVS EST PETRVS.
En el rincón occidental de mediodía, el
Lavatorio de Pilatos. El gobernador, sentado en un imponente trono, presenta
las manos sobre las que un sirviente vierte agua con una extraña regadera, que
recoge en una palangana; el rótulo anuncia: PILATVS PONTIFEX PRINCES
IVDEORVM.
En el rincón oriental a septentrión, el Cireneo
portando la Cruz, y la identificación: CIRENENSE.
En el lado opuesto, a mediodía, el Llanto de
Pedro. Llora el pecador con la cabeza apoyada en la mano derecha, y el artista
nos asegura: PETRVS FLEVIT.
Para la composición del Calvario se eligió por
motivos estéticos y prácticos el muro de la iglesia, cabecero de la nave
septentrional; acaso también por correspondencia con el Nacimiento, situado en
el testero de la otra nave lateral. El espacio se parte en dos por una franja
horizontal. En la parte de arriba aparece la Cruz y el Crucificado con nimbo
crucífero, los brazos horizontales, amplio faldellín, los pies clavados por
separado sobre el supedáneo; encima del travesaño, el sol y la luna; a la derecha
de Jesús, Longinos con su lanza, y María; a la izquierda, el soldado del
vinagre y el apóstol Juan.
En la parte inferior, arrodillados, FREDENANDO
REX y su mujer Sancha, que perdió la cartela con el letrero. Detrás del rey, el
armiger, y de la reina, la pedisecua en pie, con un tarro de perfumes. En medio
de ambos monarcas, la calavera de Adán.
Llena las dos primeras bóvedas de las naves
septentrional y central, y el tímpano de la puerta primitiva que comunicaba con
el templo, decorados con escenas del Apocalipsis, el libro de lectura
obligatoria en el tiempo pascual, y los tres misterios recordados en la
fracción del pan de la liturgia mozárabe: resurrectio, gloria, regnum.
La Entronización del Cordero se efigia en el
tímpano de la puerta, clausurada desde comienzos del siglo XII, como ya se ha
dicho. Se presenta el Cordero místico dentro de un círculo que sostienen dos
arcángeles. A nuestra derecha todavía alcanzamos a leer: SANCTVS GABRIEL.
A la izquierda sólo aparece la letra L, la última de “(Gabrie)L”. Por encima,
en el plano de la primera rosca del arco, se desarrolla un Zodíaco, con los
símbolos, ya muy borrosos, inscritos en círculos; sólo se identifica bien
Piscis.
La primera bóveda de la nave del norte presenta
la Glorificación de Cristo, mediante varias escenas inspiradas en el capítulo
primero del Apocalipsis.
También aquí muestra el pintor su maestría para
acomodar las escenas a la superficie irregular. Acota las esquinas en dos
edículas y pinta en siete de ellas una de las iglesias mencionadas en el texto
apocalíptico: EPHESVM, PERGAMVM, TIATHIRE, SMIRNAM, SARDIS, FILADELFIE,
LAVDOCIE. En el centro, entronizado en un majestuoso trono, el Viviente,
con la espada de doble filo en la boca, cabellos como lana blanca, siete
estrellas sobre su mano derecha y la inscripción: IHS. VII STELLAS IN
DEXTERA SVA; desapareció otra cartela a la izquierda. Por este mismo lado
izquierdo un ángel presenta el libro cerrado: ANGELVS A DOMINO. Por la
derecha, el vidente Juan se postra en tierra: HIC IOANNES CECIDIT AD PEDES
DOMINI. Un arco simulado e irregular independiza cada uno de los lados
menores de la bóveda; sobre la cabeza del Viviente y encima del Calvario,
organiza un altar con siete candelabros; entre ellos corre un rótulo del
Apocalipsis: IN MEDIO SEPTEM CANDELABRORVM AVREORVM SIMILEM FILIO HOMINIS,
texto que continúa en el frontal del altar: PRAECINTVS AD MAMILLAS ZONA
AVREA. En el espacio reservado de occidente el ángel presenta a Juan el
libro abierto; en sus páginas se lee: LIBER DOMINI, y a los pies de
ambos personajes se dice: VBI FACTVS MVTVS IOANNES CVM ANGELO LOCVTVS EST.
Bóveda
central del Panteón Real (ca. 1149). Extraordinaria pintura, de influencias
francesas, al temple sobre estuco blanco de Cristo en Majestad
La imponente figura de Cristo en Majestad
remata el ciclo en la primera bóveda de la nave central. Dentro de la mandorla
simbólica, en un cielo azul tachonado de estrellas, se sienta sobre el Iris el
Pantocrátor. Levanta la mano derecha en actitud de bendecir y sostiene con la
izquierda un libro abierto con la inscripción: EGO SVNT LVX MVNDI. Sobre
sus hombros cuelgan el A y la W; gruesas líneas onduladas de distintos colores
rodean la mandorla; de cada uno de los ángulos surge un evangelista presentando
su Evangelio. Son cuerpos humanos con la cabeza del animal simbólico y el
rótulo de identificación: IOHANNES AQVILA, MATEVS HOMO, MARCVS LEO, LVCAS
VITVLO. Meandros ondulados circunscriben todo el conjunto y lo envuelven en
solemnidad y misterio.
Otros símbolos y personajes van distribuidos
por el recinto. En el intradós del arco que separa las dos bóvedas centrales, DEXTERA
DOMINI, flanqueada por las figuras de ENOC y ELIA, los dos bíblicos
personajes arrebatados vivos al cielo y que volverán al mundo al final de los
tiempos, bendice los sepulcros; bajo cada uno de los inmortales, SANCTVS
GREGORIVS EPISCOPI Y SANCTVS MARTINVS DIXIT: VADE SATANAS. En el arco de
separación entre las dos bóvedas de la nave septentrional la Paloma del SPIRITVS
SANCTVS inscrita en un círculo que sostienen los arcángeles SANCTVS
RAFAEL y SANCTVS GABRIEL; debajo de los arcángeles, uno a cada lado en los
arranques del arco, SANCTVS GEORGI, caballero luchando con el dragón, y
un alfarero que se ha interpretado como San Gil de Languedoc. Grecas, follajes,
pavos reales, pajarillos, cuadrúpedos monstruos, mascarones, completan la
ornamentación.
También en el intradós del arco que separa las
bóvedas del Pantocrátor y del Apocalipsis, el Calendario agrícola, quizá la
ilustración más divulgada de todo el conjunto pictórico del Panteón. Se
representan cada uno de los meses por medio de un labriego en la faena propia
del mes respectivo. GENVARIVS, Jano bifronte iniciando el año; FEBRVARIVS
se calienta al fuego; MARCIVS poda las vides; APRILIS planta árboles;
MAGIVS monta a caballo y marcha a la guerra; IVNIVS siega cebada; IVLII
siega el trigo; AGVSTVS maja el cereal en la era; SETENBER
vendimia la uva; OCTOBER sacude bellotas a los cerdos; NOVENBER
sacrifica el sanmartino; DECENBER, sentado al fuego saborea el pan y el
vino.
Los sepulcros del Panteón son sencillas arcas
de piedra, en las que reposaban once reyes, doce reinas, infantes y condes;
fueron violados en la guerra de la Independencia y destrozadas sus
inscripciones románicas. Sólo tres epitafios quedan completos: el de Alfonso V,
el del último conde de Castilla, don García, con su figura esgrafiada en el
cobertor y el de la infanta-reina doña Sancha Raimúndez. En otro de los
sepulcros aparece un escudo con un león rampante.
La Tribuna Real
Es la planta situada encima del pórtico, que
comunica con él por medio del caracol y que con él comparte muros y
dimensiones. Probablemente estuvo también dividida en tres naves y cubierta de
madera. En el siglo XII la convirtieron en dos estancias y la cubrieron con una
gran bóveda sobre arcos fajones. Queda de lo antiguo las saeteras derramadas
hacia el interior, el gran vano de medio punto y doble rosca que comunicaba con
la iglesia, capiteles historiados muy mutilados, otras dos pequeñas puertas, la
que comunica con el caracol y la que da paso al adarve de la muralla, dos ojos
de buey que daban luz a la estancia por encima de las cubiertas de las naves
laterales de la iglesia, y algún canecillo como los del pórtico lateral. Es
tradición que en esta estancia habitó la infanta doña Sancha Raimúndez, por eso
hoy lleva el nombre de Cámara de doña Sancha. A finales del siglo XII el
canónigo santo Martino la convirtió en capilla de la Santa Cruz y en su propia
celda y escritorio. Hoy guarda parte del tesoro de la colegiata.
La pila bautismal
Es pieza singular y muy discutida su
cronología. Críticos hay que la consideran visigótica y quienes, seguramente
con más acierto, la fijan en el siglo XI. Es cuadrada, cavada en un solo bloque
de piedra caliza, de 1,11 m de lado en la base y 0,63 de altura. Tres de sus
frentes están decorados con relieves del Nacimiento, y en el otro dos leones
afrontados, apoyados en unos extraños zancos. Unos letreros de muy difícil
lectura esclarecen las escenas: ERAT IOSEF MARIA MATER DEI IN EGIPTVN LE /
ERAT A ILLOS IO ANNES BASTA. ZACARIAS / ABEL ET XPS ET IOANNES BAPTISTE.
Hay otro letrero ilegible.
Es exenta y levantada sobre un cubo de la
muralla. De sus cuatro cuerpos sólo los dos primeros pertenecen al tiempo de la
iglesia primitiva. El primer cuerpo es ciego y no tiene de románico más que
tres muros con pequeños contrafuertes que cubren la obra romana. Sobre este
primer cuerpo levantaron una estancia abovedada con un arco fajón central sobre
columnas y capiteles troncopiramidales invertidos. Recibe luz por cuatro
saeteras, derramadas hacia dentro como las de la tribuna. Dos pequeñas puertas
dan paso a la ronda de la muralla. Los otros dos cuerpos son de la época de la
iglesia nueva. El primero de ellos, tercero de la torre, es también una
estancia abovedada de defensa, sin cerramiento por la parte que daba al
monasterio, cubierto por un gran arco de medio punto. Al exterior lleva
contrafuertes, columnillas acodilladas en las esquinas y tres ventanales ciegos
en cada uno de los tres muros exteriores, con una pequeña saetera en el del
centro. El tramo cuarto es el de las campanas, con ocho grandes vanos de arco
de medio punto, dos por cada frente, adornados con columnillas y capiteles de
hojas; en las esquinas están simuladas columnas acodilladas.
En todo lo alto puede apreciarse la
réplica del gallo-veleta que se custodia en el museo del claustro como una
pieza muy preciada.
Todavía se conserva una campana, con fecha de
1086 y fama de ser la más antigua de Europa. Remata la torre en un ático que
nada tiene de románico, construido en el siglo XVIII.
Tampoco es románico, sino árabe, el gallo de
cobre de la torre, en funciones de veleta. No se le había dado importancia
hasta hace muy poco tiempo, en que hubo de ser desmontado. Estudios muy
complejos llevados a cabo por especialistas –arqueólogos, palinólogos,
entomólogos, paleógrafos– están dando por resultado la valoración de la pieza
como muy antigua, extraordinaria y llegada a León desde tierras lejanas.
La iglesia nueva
Se le llama así en relación con la antigua de
Fernando y Sancha, consagrada en 1063. La nueva fue dedicada ochenta y seis
años más tarde, en 1149, así lo dice la lápida de consagración. La mandó
construir a finales del siglo XI la infanta doña Urraca Fernández (†1101),
porque la de su padre se había quedado pequeña. Así lo consignaba su epitafio:
ampliavit ecclesiam istam. Así lo afirman las crónicas antiguas y la tradición
de la casa.
Su planta es de cruz latina de tres naves,
separadas por una arquería de seis tramos, crucero, cabecera de tres capillas
con sus ábsides semicirculares, sobresaliendo las laterales un tercio sobre la
línea de las naves. No es de grandes dimensiones: 24,65 m desde el hastial
occidental hasta el crucero, otros 6,70 m de crucero, y 7,10 la cabecera
central. En cuanto a la anchura, 6,65 m la nave mayor, y 4,05 las laterales.
Los brazos del crucero a partir de las naves laterales 5,60 y 6,70 de ancho.
Planos con la secuencia constructiva del
Periodo IIa (la trama de colores corresponde a las Etapas de este periodo),
alzado meridional de la nave sur y alzado occidental del transepto
Resulta complicado determinar las etapas de su
construcción. A partir de los pocos datos que se nos han transmitido y las
evidencias que presentan su planta y alzado, podemos concebir así las cosas: la
infanta doña Urraca comenzó la nueva iglesia por la parte delantera, dejando
intacta la de su padre, proyectando cubrirla de madera; al llegar la obra a la
cabecera de la antigua y proceder a derribarla, juzgaron conveniente respetar
de ésta los muros septentrional y occidental, viéndose obligados a estrechar
las naves laterales, permitiendo que las sobrepasase en un tercio la anchura de
las capillas cabeceras de la nueva. Se paró la obra a la altura del arranque de
las ventanas de la nave mayor, sin que conozcamos el nombre del arquitecto.
Ya entrado el siglo XII se reanudaron las obras
que dirigía el arquitecto-pontonero Pedro Deustamben. Éste modificó el plan y
proyectó cubrir la nave central con bóveda de medio cañón, para ello hubo de
reforzar el segundo pilar de cada lado, a contar del crucero, muy sencillos,
adosando una media columna por la cara de las naves laterales y metiendo la
correspondiente del lado opuesto por el centro de una ventana y volteando sobre
ellas un arco perpiaño. Todavía fue mayor su audacia al hacer rebasar el grosor
de los muros altos de la nave mayor sobre los asientos de la arquería y
apoyándolos sobre las bóvedas de las naves laterales. Como pretendió una gran
altura para la nave central y darle luz directa sobre las cubiertas de las
naves bajas, quedaron mal contrarrestados los empujes de la bóveda central; el
resultado fue la deformación de todo lo construido, una hendidura a todo lo
largo de la bóveda alta, la inclinación de los muros hacia fuera hasta 35 cm
con la vertical y la permanente amenaza de ruina que, a lo largo de los siglos,
fueron contrarrestando levantando un fuerte muro por la parte septentrional,
gruesos contrafuertes y un gran contrapeso por la meridional y acodando los
tres últimos tramos de la arquería con la construcción de un coro pétreo. Como
los desplazamientos seguían avanzando, últimamente fue necesario sujetar los
desplomes con notables obras de ingeniería y atirantar los muros a la altura de
los hombros de la bóveda.
El ábside central fue derribado y sustituido
por la actual capilla mayor en el siglo XVI; del románico sólo se salvaron los
muros rectos del espacio rectangular con una gran hornacina en cada uno,
adornada de columnas y capiteles. Los laterales presentan una capilla
rectangular y cerramiento semicircular, con una ventana en el centro. Se abren
al crucero con un arco doblado sobre pilar cruciforme.
Forman el centro del crucero dos pilares
cuadrados en la embocadura de la capilla mayor y otros dos cruciformes en la
nave, todos con medias columnas adosadas en los frentes y sostienen los cuatro
arcos torales, doblados, con la particularidad de ser lobulados con ocho
lóbulos cada uno, según la pauta mozárabe. Los brazos del crucero quedan
divididos en dos partes desiguales por un perpiaño, apoyado en medias columnas
adosadas a los muros.
Situada
a los pies de la basílica, comunicaba con el primitivo nártex.
Probablemente construida en tiempos de Alfonso I de Aragón (h. 1115),
con interesante crismón en su tímpano.
Crismón situado en el tímpano de la
puerta interior de la iglesia, acceso al primitivo nártex (h. 1115). Conserva
restos de policromía.
La arquería de separación de las naves la
forman arcos doblados y peraltados que se apoyan en seis pilares compuestos por
cada banda, con rincones los impares y cuadrados los pares; a ellos se adosan
columnas entregas por cada frente, con la excepción, como ya hemos señalado, de
los segundos pilares de adelante que son sencillos con sólo medias columnas
para sostener el arco correspondiente de la arquería. Las naves laterales van
divididas, en correspondencia con la arquería central, por arcos de medio punto
doblados, que apoyan en semicolumnas entregas adosadas a los pilares centrales
y al muro exterior, menos la columna que queda señalada en las primeras
ventanas y en los tres últimos tramos de la nave menor del norte que conserva
el muro de la iglesia primitiva y sobre él descansan los salmeres de los
respectivos arcos.
Perforan los muros ventanas de notable tamaño.
En la parte baja tres en la nave de mediodía, y sólo una en la de norte, tres
en los muros del crucero; se supone que el desaparecido ábside central tuvo
tres; una en el centro de los ábsides laterales, aunque al exterior la
acompañan dos ciegas, una a cada lado; en la parte alta dan luz a la nave mayor
seis ventanas por cada lado, otra en cada uno de los muros septentrional y
meridional del crucero. Todas estas ventanas están derramadas al interior con
arco de medio punto doblado por uno y otro frente con columnas y capiteles
acodillados por ambas haces. A las ventanas mencionadas hemos de añadir otra
grande en el hastial de poniente sobre la ya descrita de la tribuna real y sin
guarnición.
Las cubiertas se forman con bóvedas de medio
cañón en la nave central, crucero y capillas, de cascarón en los ábsides, y de
arista en las naves laterales.
Tres autores diferentes distinguen los críticos
en la ornamentación interior de la iglesia: primeros tramos de las naves hasta
las ventanas altas, cabecera y puerta de mediodía, resto del edificio. Es
sumamente interesante la colección de capiteles –más de doscientos entre
pequeños y grandes– repartidos al interior y exterior del templo. Los tres
artistas reconocidos como escultores de los capiteles son: el maestro del
tímpano del Cordero, cuyo nombre desconocemos, el maestro Esteban, que
trabajaba en Pamplona y las Platerías de Santiago, y Deustamben, el que
superedificó la iglesia hasta su final, restaurador, asimismo, por el año 1120
de la Puente Miña. Cada uno de los tres muestra sus preferencias. El primero
gusta de burlas y anécdotas, de seres y animales fantásticos y juguetones, aves
afrontadas, se entretiene con hojas finas y entrelazos. El maestro Esteban se
inspira en temas religiosos y busca el simbolismo de leones y serpientes y se
complace en esconder cabecitas entre el ramaje.
Deustamben busca la simplicidad y estilización
y abusa de las grandes hojas. Como no nos es posible describir uno por uno
todos los capiteles, señalemos que aquí se dan modelos muy variados, aunque
abundan más los fitológicos y zoomorfos con sirenas, arpías y quimeras, simios,
cuadrúpedos, con preponderancia de leones. Pero también hay ejemplares muy
notables de capiteles historiados e, incluso, iconográficos. Así el Salvador en
Majestad con Libro y ángeles y la cartela. BENEDICAT NOS DOMINVS / DE SEDE
MAIESTATIS, San Miguel pesando almas, ángeles transportándolas, Sacrificio
de Isaac, Daniel entre los leones... Hay varios con acróbatas en posturas
inverosímiles, cabalgando leones, luchadores, hombres y mujeres con serpientes,
músicos con instrumentos, taurobolio.
Son también interesantes los cimacios con sus
múltiples variedades: nacelas, bolas, estrellas, palmetas, sarmientos,
cuatrifolios, filas de tacos. Abundante es también la decoración de tacos y
ajedrezado en tornapolvos, impostas y cornisas.
Este precioso capitel románico de la
nave central de la Basílica de San Isidoro de León (Spain), es conocido con el
nombre de los acróbatas, vemos a dos de ellos arrodillados y desnudos con el
cuerpo doblado hacia atrás y cogiéndose los pies con las manos; sobre ellos,
apoyando un pié en el pecho de cada uno, otro acróbata en cuclillas. Un músico
toca el laúd en el lateral del capitel y una preciosa decoración superior
adorna el capitel.
Estamos en la parte alta de la nave
central, en el coro, donde el maravilloso capitel románico, denominado la
Salvación del Alma, muestra una figura humana que aparece desnuda, estando
dentro de una mandorla que llevan dos ángeles; una gran mano sale de lo alto y
tira del brazo derecho del alma.
Los aleros guardan, asimismo, cuidada labor de
decoración: metopas con estrellas y cuatrifolias; cobijas con flores,
sarmientos y filas de tacos. Variedad de canecillos: rollos de inspiración
mozárabe, figuras grotescas de toda clase de hombres y animales en las más
fantásticas figuras, colgando de aleros y tejaroces. Todo el mundo medieval, en
parte simbólico y en parte anecdótico.
He dejado para el final, silenciando otras
puertas, las tres grandes portadas por su valor escultórico excepcional, que se
corresponden al ingreso principal en el centro de la nave de mediodía y las de
los dos hastiales del crucero: Puerta del Cordero, del Perdón y Capitular.
La Puerta del Cordero se llama así porque
figura en el tímpano la entronización del Cordero Místico. Es la principal de
la iglesia y está centrada en la nave del mediodía. Es un portal con resalto
sobre la fachada, aunque perdió el tejaroz para colocar en su lugar una estatua
ecuestre de San Isidoro. Es de arco de medio punto de tres roscas, con molduras
en baquetón las dos primeras y lisa la tercera, con los intradoses muy
decorados, el guardapolvo es de tres filas de tacos. Sostienen las dos primeras
roscas columnas acodilladas de fustes monolíticos y capiteles con figuras
quiméricas, cimacios con mucha decoración, dintel descansando sobre modillones
con cabezas de carnero, modalidad que aquí se inicia y de aquí se expande.
Es célebre el tímpano, en el que por primera
vez en el románico hispano se insertan varias escenas. En lo alto figura el
Cordero místico sosteniendo una cruz, inscrito en un círculo que sostienen dos
ángeles, mientras otros dos asisten con cruces en las manos.
La banda inferior reproduce el Sacrificio de
Isaac, con varias escenas que enumeramos comenzando por la derecha de
espectador: Sara se asoma a la puerta de su tienda, un criado monta un asno,
otro, quizá el mismo Isaac, se descalza, Isaac descalzo y semidesnudo ocupa la
piedra del sacrificio, Abraham empuña el cuchillo, en lo alto aparece la mano
de Dios, un ángel presenta un cordero, un personaje contempla la escena, al
final un caballero –Ismael?– montado en su cabalgadura, dispara el arco.
En las enjutas, sobre cabezas de toro, a la
izquierda, San Isidoro sentado con báculo y ornamentos pontificales y el rótulo
grabado en un sillar del muro: ISIDORVS; a la derecha, también sentado,
el adolescente San Pelayo; son figuras de mármol, aprovechadas y mal situadas,
ya que detrás del obispo sevillano colocaron un verdugo, espada en mano, que
debe representar el sicario que cortó la cabeza del mártir Pelayo. Sobre la
cabeza del prelado, David con seis músicos, empuñando todos diversos
instrumentos musicales; al lado opuesto, dos mujeres, una con laúd y la otra
con un pandero cuadrado; rematando la composición, las figuras, seis por cada
lado, de un Zodíaco invertido, sin que sepamos el motivo: comienza aries por
nuestra derecha y termina con piscis por la izquierda; desaparecieron los
rótulos que identificaban los símbolos; alguno está aprovechado en el pedestal
de la estatua ecuestre del remate.
La Puerta del Perdón, así llamada porque en
ella se reciben los peregrinos, se abre en el hastial sur del crucero y sigue
el diseño de las puertas de este templo: arco de medio punto de dos roscas, con
moldura de bocelón, media caña y tornapolvo de tres filas de tacos. Apoyan las
arquivoltas en columnas acodilladas de fustes monolíticos, capiteles iguales de
entrelazos; los cimacios se prolongan en forma de imposta a todo lo ancho del
hastial.
Las jambas son cuadradas con la arista
moldurada y rematan en dos modillones, cabeza de perro uno y de león el otro,
que sostienen el dintel. Sobre éste carga el tímpano, dividido en tres escenas
verticales. Representa la central el desenclavo de Cristo de la Cruz con la
intervención de María, que besa amorosamente la mano derecha ya desenclavada de
su Hijo, Juan abrazado al cuerpo del Maestro, y un discípulo arrancando con
grandes tenazas el clavo de la mano izquierda. A este mismo lado las tres
Marías ante el Sepulcro, que un ángel se lo muestra vacío levantando la tapa.
Al otro flanco el Resucitado sube al cielo llevado por dos ángeles. Grandes
letras grabadas en la arquivolta dan cuenta del suceso: ASCENDO AD PATREM
MEVM ET PATREM VESTRVM. Es la obra del maestro Esteban, inconfundible por
los pliegues amorcillados de las vestiduras y las crenchas de las cabelleras.
La
puerta del Perdón, también llamada del Descendimiento, es posterior a la puerta
del Cordero.El tímpano muestra escenas de la
Ascensión, el Descendimiento y las Marías. A los lados se encuentran
representados Pedro y Pablo.
Esta puerta solo se abre los Años Santos
o Jacobeos, y otorga el Jubileo a todas aquellas personas que no puedan llegar
hasta Santiago de Compostela.
Todo el hastial del Perdón conserva la
estructura primitiva. Lo divide el tejaroz que se extiende a lo ancho de todo
el espacio y lo forman once canecillos de figuras grotescas que sostienen
cobijas de dos filas de tacos. Debajo, inscrios en una imposta semicircular de
rosas, una a cada lado del arco de la puerta, las figuras en altorrelieve de
San Pablo –PAVLVS– a poniente, y San Pedro a oriente, sin inscripción,
pero bien identificado por las llaves. Sobre el tejaroz se abre una arquería de
tres arcos de medio punto con columnas, capiteles y tornapolvo ajedrezado,
vacío el centro, sirviendo de ventana; sobre este vano central, un altorrelieve
que, por su mal estado de conservación, no es posible identificar.
La Puerta Capitular es la del crucero norte y
daba paso a la sala de reuniones del capítulo. Se la supone del mismo maestro
que la del Cordero, aunque le falta el tímpano. Como las otras dos reseñadas es
de arco de medio punto de dos roscas, arquivoltas en baquetón, ajedrezados,
cuatro columnas acodilladas de fustes monolíticos y cuatro capiteles, una de
las mejores obras del maestro del Cordero: ramajes, aves fantásticas, monstruos
y serpientes. Es también sobresaliente el tejaroz por sus motivos y por el buen
estado de conservación. Bajo la cornisa de dos filas de tacos cuelgan las
fantasías de los doce canecillos: personas desnudas, cuadrúpedos, vegetales.
Otras dependencias y enterramientos
Pegada al muro exterior del crucero
septentrional se construyó a finales del siglo XII la sala capitular, de planta
rectangular, con dos ingresos, la puerta de comunicación con la iglesia, ya
descrita y la principal en el claustro, de tres arcos, sustituida por la
renacentista actual. Recibía luz por dos ventanas abiertas en el muro oriental
y derramadas hacia la sala, son de arco de medio punto con doble rosca,
columnillas acodilladas y capiteles de ornamentación vegetal y zoomorfa. Es
singular la cubierta de bóveda de ojivas, que descansa sobre dos grades arcos
de cuatro líneas de bocelones en zig-zag que se cruzan en la clave y apoyan los
extremos en un atlante desnudo.
La capilla de la Santísima Trinidad la hizo
construir el canónigo de la casa, Santo Martino, detrás del ábside
septentrional de la iglesia. Es de humildes dimensiones y materiales:
paramentos de hiladas de canto rodado y ladrillos, bóveda de medio cañón y
cabecera semicircular con cubierta de cascarón. Tenía entrada desde el claustro
por medio de una puerta de arco de medio punto en el costado septentrional;
sobre él grabaron la siguiente inscripción: CONSECRATA FUIT HEC ECCLESIA ERA
M CC XX VIII. En el exterior colocó Santo Martino dos bellas inscripciones
latinas; consta en una de ellas la lista de reliquias y pide en la otra al
cabildo cuide de la limpieza del lugar y haga arder allí dos lámparas, para lo
que deja abundante dotación.
Además de los del Panteón Real, abundan los
enterramientos en el claustro. Señalaremos tres románicos por la importancia de
los personajes y la ornamentación de los sepulcros. El de Pedro Deustamben,
arquitecto que superedificó la iglesia. Lo mandaron enterrar en el templo el
emperador Alfonso VII y su hermana doña Sancha. Por razones de conservación hoy
se encuentra este sepulcro en una de las capillas del claustro procesional.
Sobre la tapa de piedra del sarcófago mandaron grabar la imagen del difunto que
inciensan dos ángeles y una inscripción en la que se dice que Pedro Deustamben
fue pontonero, de gran virtud y esclarecido en milagros. También han llegado
hasta nosotros los sepulcros del primer prior de San Isidoro, Pedro Arias
(†1150), y el del primer abad don Menendo, su imagen, vestida de ornamentos
pontificales e inscripción (†1167).
Todavía quedan otros muchos restos de
esculturas románicas que han sido recogidos y expuestos, pero que, por razones
de espacio, no podemos incluirlos aquí.
El tesoro: joyas y códices románicos
Se le da el nombre de Tesoro de León, con
piezas excepcionales, árabes y románicas, que proceden de donaciones de reyes e
infantas; en su mayor parte, se utilizaron como relicarios, sin que para ello
fuera obstáculo la procedencia islámica de varias de ellas. En el ámbito del
románico están representadas las diversas tendencias y materiales: marfiles,
oro, plata, ónice, telas, bordados, miniatura... El lote más valioso por su
número y representación en la historia del arte fueron las donaciones de los reyes
Fernando y Sancha en 1063 en la consagración de la iglesia y traslación de los
restos de san Isidoro. Al cabo de los siglos fue disminuyendo este fabuloso
tesoro, robadas o destruidas algunas de sus mejores joyas por las tropas de
Napoleón y expoliadas y trasladadas otras al Museo Arqueológico Nacional en el
siglo XIX entre ellas el célebre crucifijo de marfil. A pesar de tanto robo,
expoliación y desamortización, todavía se exhibe en la colegiata un tesoro de
fama mundial. Enumeraremos sólo algunas de las joyas más representativas.
Marfiles: portapaz, arca de reliquias de San Juan y San Pelayo; oro y plata:
arca de las reliquias de San Isidoro, cáliz de ágata donación de la infanta
doña Urraca, ara donación de la infanta doña Sancha; esmaltes: arqueta de
Limoges; códices miniados: Biblia de 1162, breviarios, homiliarios, etc.
Ésta ha sido una visita acelerada al conjunto
románico de la Real Colegiata de San Isidoro de León, donde los reyes Fernando
y Sancha iniciaron este nuevo estilo en sus reinos a mediados del siglo XI que,
un siglo después, sus biznietos, el emperador Alfonso VII y su hermana la
infanta-reina Sancha, elevaron al máximo esplendor
Iglesia de Santa María del Camino o del
Mercado
La iglesia de Santa María de los Francos, desde
1259 denominada Nuestra Señora del Camino la Antigua y desde 1675 y hasta la
actualidad como Santa María del Mercado –por cerrar su cabecera uno de los
laterales de la plaza del Mercado o del Grano– se sitúa extramuros del
primitivo recinto cercado, el de la “ciudad vieja”. El origen de este
barrio hay que buscarlo en los años iniciales del siglo XI, cuando se acomete
la revitalización de la ciudad tras el atormentado fin de la décima centuria y
las destrucciones de Almanzor.
El proceso se iniciaría, según Represa, con la
ocupación del entorno del antiguo mercado, agrupándose allí población
eminentemente artesana en torno a la iglesia de San Martín. La expansión del
poblamiento hacia el este hizo que, en la segunda mitad del siglo XI, se
constituyese junto al de San Martín el barrio de los Francos, cuyo núcleo lo
constituyó la iglesia de Sancte Marie de vico francorum, que debió erigirse en
las últimas décadas del siglo, pues aparece citada en 1092 con ese carácter (ecclesia
que in Uico Francorum uidetur esse statuta) y en 1120 como Ecclesia
Sanctæ Mariæ de Vico Francorum. En 1122 debía estar ya articulado el burgo,
pues se citan testigos pertenecientes al consilio francorum en el
documento de donación de la iglesia del Santo Sepulcro de León (omnium
francorum Sancte Marie de Camino Sancti Iacobi). La consolidación del espacio
entre los barrios de San Martín y de los Francos se materializó a partir de la
constitución de un mercado en la actual plaza del Grano (o quizá mejor en la de
don Gutierre), que aparece citado en el último cuarto del siglo XII, lo cual
empujó a proveerlo de una muralla terrera, ya a finales de la centuria. En la
primera mitad del siglo XIV la endeble defensa fue sustituida por otra de
mampostería.
Así pues, la ocupación tardía de los dos
barrios citados y su disposición en torno a un templo acercan esta área de León
al sistema de asentamiento articulado en collaciones al modo de otras ciudades
más meridionales como Zamora, Salamanca o Soria.
La iglesia de Santa María del Camino
constituye, aún hoy y pese a los numerosos avatares de la fábrica que pasaremos
inmediatamente a referir, el monumento románico más destacado de la ciudad,
tras San Isidoro.
El proyecto original planteó un edificio de
planta basilical y tres naves distribuidas en cuatro tramos, hoy convertidos en
tres al eliminarse una pareja de pilares, aunque restan las rozas de los
responsiones en los muros de las colaterales, coronadas por cabecera triple de
ábsides semicirculares, destacado el central por un profundo presbiterio.
Machaconamente se ha acudido al apelativo de “planta de tipo sarcófago”
para explicar la irregularidad de la caja de muros de las naves, notablemente
más estrecha hacia el oeste, como si tal convergencia constituyese una
característica constructiva y no un mero defecto, responsable, eso sí, de buena
parte de los problemas de estabilidad que llevaron a la fábrica a numerosos
procesos de ruina. Soportaban formeros y fajones de las primitivas bóvedas
pilares de sección prismática con semicolumnas en los frentes, cuyas basas
presentan perfil ático de toro inferior más desarrollado, quizá sobre plintos,
aunque la elevación del suelo original no permite adivinarlo. Estos soportes
fueron remontados y prolongados en altura en las sucesivas reformas sufridas
por el edificio ya desde época gótica, pudiendo afirmarse, aunque sin
certidumbre, que las únicas cubiertas originales son hoy las de la capilla de
la epístola.
Veamos sintéticamente las principales
intervenciones en el edificio, fruto la mayoría de los problemas estructurales
de los que adolecía desde su fundación: entre 1364 y 1371 se rehizo el
campanario, así como varios arcos de la iglesia; entre 1404 y 1409 se cubriría
la zona occidental con las bóvedas que hoy vemos; hacia 1419 se construyó una
sacristía, hoy desaparecida pero que suponemos se abría en el tramo oriental
del muro del evangelio; en 1410 y 1430 vuelven a rehacerse arcos del interior;
en 1484 se reformó la capilla mayor, obra de la que resta la actual bóveda del
presbiterio de la misma; en 1598 Felipe de la Cajiga inicia la obra de la
torre, que será rematada con el chapitel realizado en 1758 por Fernando
Compostizo (el mismo que realizó el pórtico de la colegiata de Arbas en 1734);
en 1691 se transforma el antiguo cementerio, situado al norte, por un atrio
cercado con un pretil; en 1704 se encontraba trabajando en el camarín de la
Virgen y actual sacristía J. de la Lastra, obra finalizada en 1740 que supuso
la eliminación del ábside medieval (ya reformado a fines del siglo XV).
En 1710, y ante la amenaza de ruina, se
realizaron diversas obras en la nave, como constata un testimonio epigráfico en
el pilar más oriental de la colateral sur, pese a lo cual, en 1853, se
hundieron las bóvedas de la nave, provocando un colapso de los muros laterales.
Esta ruina motivó la eliminación de los pilares que delimitaban el segundo y
tercer tramo de las naves, unificados en la restauración de 1883. Nuevas
intervenciones restauratorias tienen lugar a inicios del siglo XX, con la
intervención del arquitecto diocesano Juan Crisóstomo Torbado Flores y su
ayudante Julio del Campo, quien firma los elementos miméticamente repuestos en
el ábside del evangelio y, finalmente, actúan en el edificio Eduardo García
Mercadé, quien en 1979 elimina el sobreábside del evangelio del siglo XVIII,
obra de Lastra, y Martínez del Cerro, quien en 1987 dirige obras de
consolidación.
A pesar de tal avalancha de intervenciones, el
templo mantiene de su origen románico partes sustanciales, aunque muy
alteradas.
El ábside central, pese a la eliminación del
hemiciclo, conserva retazos de los muros laterales del presbiterio, abierto
éste a la nave mediante un arco de medio punto doblado y rehecho, al igual que
la bóveda de cañón que cierra el tramo, hacia 1484, según inscripción pintada
en ella. Observamos aún las impostas que, en tres niveles, articulaban el
paramento, ornadas con triple hilera de billetes y listel, así como las
semicolumnas que recogen el arco triunfal, coronadas con capiteles de idéntica
factura, decorados con una pareja de leones que asen con una de sus patas
alzadas un tallo, que ellos mismos vomitan y que surge de una cabecita felina
invertida en la parte inferior de la cesta, sobre el astrágalo. Los cimacios se
decoran con tetrapétalas y palmetas inscritas el clípeos vegetales anillados.
Al añadir el camarín de la Virgen y la sacristía del siglo XVIII, este antiguo
tramo recto presbiterial pasó a funcionar como capilla mayor.
Los absidiolos presentan breve tramo recto
abovedado con medio cañón, cuyos paramentos se dividen en dos pisos mediante
impostas de tres hileras de billetes, una bajo las ventanas abiertas en el eje
y otra, rasurada, en el arranque de la bóveda. Los rematan hemiciclos cubiertos
con bóveda de horno y en cuyo eje se abren ventanas rasgadas abocinadas al
interior, con arcos de medio punto sobre columnas, exornados por chambranas de
tres filas de finos tacos. Las columnas de la ventana del ábside de la epístola,
de basas de perfil ático sobre fino plinto, se coroan con capiteles vegetales
de aire isidoriano y cimacios de palmetas en clípeos de tallos anudados,
decorados con dos niveles de hojas lanceoladas, interiormente lobuladas, y
ábaco con volutas. El ábside del evangelio fue miméticamente restaurado en la
intervención de Torbado, hasta poder considerarlo prácticamente rehecho. En la
basa de una de las reintegradas columnas dejó su firma “Julio del Campo,
Aydte. de J. C. Torbado”.
Se abren a las colaterales estos ábsides
secundarios mediante arcos de medio punto doblados que reposan en semicolumnas.
Resulta curiosa la basa conservada en el absidiolo meridional, moldurada con
toro superior, escocia y doble toro inferior, que se transforma en toro y fino
bocelillo sogueado en las del ábside norte.
Los capiteles que coronan los triunfales de los
absidiolos reciben, por parejas, idéntica decoración vegetal, de espléndida
factura. Los de la capilla de la epístola muestran dos niveles de hojas de
acanto incurvadas acogiendo bolas y volutas con hojitas en el ábaco,
disponiéndose sobre ellos cimacios de palmetas muy excavadas inscritas en
clípeos. Los del ábside del evangelio, igualmente vegetales y de similar
diseño, manifiestan un tratamiento algo más espinoso y los cimacios muestran
carnosas rosetas y hojarasca.
El muro meridional de la nave de la epístola
mantiene, aunque notablemente alteradas, las cuatro ventanas que daban luz al
templo, abiertas en el centro de cada tramo, con vano rasgado abocinado al
interior y arco de medio punto sobre columnas acodilladas de sencillos
capiteles vegetales de crochets y hojarasca. El aparejo del muro septentrional
conserva apenas la zona inferior de sillería original, con numerosas
alteraciones y reparaciones en mampuesto y ladrillo. Igualmente recrecidos y
alterados se presentan los pilares que se conservan, encapiteladas sus
semicolumnas ya en el siglo XVIII, época a la que deben corresponder los
formeros y bóvedas de arista y lunetos de los tres tramos más orientales de las
naves.
El cuerpo occidental de la iglesia aún
mantiene, junto a los vestigios primitivos, parte de las intervenciones de
época gótica, responsable de las bóvedas de crucería del primer tramo de las
naves. Los formeros de este tramo reposan, hacia el hastial occidental, en
capiteles románicos decorados con dos coronas de carnosas hojas lisas de nervio
central (una con un helecho), el del tramo norte, y redecilla romboidal de
tallos y remate de crochets y hojita lobulada el del sur. Los capiteles
fronteros de éstos, en los primeros pilares, presentan ya la típica hojarasca
gotizante, mostrando su talla a trinchante. Tan sólo resta un muy mutilado
capitel vegetal en la semicolumna que recogería en fajón del primer tramo de la
nave de la epístola.
El hastial occidental, pese a las reformas,
mantiene parte de su estructura románica, con una portada de arco de medio
punto doblado y liso sobre reutilizadas impostas ornadas con palmetas anilladas
de seco tratamiento y jambas con bocel en la arista. Sobre la portada, en el
interior de la actual estructura de la torre iniciada a finales del siglo XVI,
restan dos arcos ciegos, decorativos, de medio punto con chambrana de tacos que
convergen en un capitel-ménsula decorado con una ascensión de alma. Muestra, inscrita
en la mandorla decorada con banda de contario, una figurilla femenina desnuda
en actitud orante que es elevada por dos ángeles.
Bajo los arcos –que acogían restos pictóricos
prácticamente suprimidos en una reciente y desafortunada intervención– corre
una imposta decorada con dos hileras de billetes, que se convierte, sobre el
capitel, en un cimacio ornado con una banda ondulante, engullida por mascarones
monstruosos en los ángulos, de la que brotan hojitas. La factura de este
capitel, el único figurativo de los conservados, refuerza los vínculos
estilísticos de esta obra respecto al taller de San Isidoro. Aunque adolece de
cierta rigidez compositiva, la ejecución es cuidada, alcanzando cierto
preciosismo en la resolución de los rostros, las alas y los plegados de las
túnicas. Además de en el tratamiento, el mismo tema de la ascensión del alma
encuentra su referente en un capitel de San Isidoro.
Al exterior, pero sobre todo en la estancia
moderna dispuesta al sur del vestíbulo de entrada, con función de trastero, se
observa cómo el muro meridional de la nave se prolongaba prácticamente hasta la
línea de fachada actual, atestiguando su antigüedad una ilegible inscripción,
probablemente funeraria, grabada en el talud del zócalo. Confirmaría este
vestigio la hipótesis de una primitiva estructura porticada, y probablemente
torreada, rematando el primitivo hastial occidental del templo, al estilo, quizás,
de la de Santiago de Carrión de los Condes. Sólo un más detenido estudio, que
se escapa de las posibilidades de este trabajo, podría verificar tal hipótesis.
Exteriormente, la lectura de los paramentos nos
corrobora las agitadas vicisitudes de la fábrica de Santa María del Mercado.
En el muro meridional se plasma el primitivo
trazado románico, levantado en deleznable sillería arenisca con predominio de
sogas y en mal estado, junto a las reparaciones modernas en el aparejo, con
sillares de caliza y ladrillo, así como las reparaciones de las ventanas
románicas que iluminaban la colateral, de arcos de medio punto sobre columnas
acodilladas con sencillos capiteles de crochets.
En el segundo tramo de este muro sur se abría
una de las tres portadas originales del templo, ésta remontada y coronada por
dos arquivoltas, la interior lobulada –al estilo de las zamoranas– y la
exterior ornada con un grueso bocel, sobre jambas lisas y cimacios de nacela.
Restan aún en esta parte del edificio –probablemente la que de un modo más
traumático sufrió los colapsos de principios del siglo XVIII y mediados del
XIX– vestigios de la imposta de tacos que recorría el paramento bajo el cuerpo
de ventanas. Muy alterados aparecen los tres contrafuertes y moderna es la zona
alta del muro, de mampostería con verdugadas de ladrillo, contemporánea de las
bóvedas actuales de la nave.
El muro septentrional conserva parte de su
aparejo románico, así como una portada coetánea –descubierta en 1976– cegada y
dispuesta en el tramo más oriental de la nave. Se compone de arco doblado de
medio punto con chambrana de nacela y dos columnas acodilladas con basas de
perfil ático sobre plinto y coronadas por capiteles de hojas carnosas y volutas
e imposta de palmetas inscritas en clípeos.
Otra portada, labrada a trinchante y ya gótica,
se abrió en el segundo tramo de la nave, demostrando el hecho de que su umbral
se sitúe aproximadamente 1,5 m por encima del de la románica la rápida
colmatación de la zona norte del templo.
La cabecera, al exterior, ofrece en el ábside
de la epístola su estructura mejor conservada, pese a síntomas de haber sido
rehecha en altura. Conserva, parcialmente restaurada, la imposta con perfil de
nacela que corre bajo a ventana. Ésta, que mantiene la reja original,
manifiesta una disposición similar a la del interior, habiéndose sólo
preservado el capitel izquierdo, decorado con entrelazo vegetal. Los cimacios
presentan friso de hexapétalas de botón central inscritas en clípeos. La
cornisa, ornada con tres hileras de tacos, es soportada por modillones, la
mayoría de cinco rollos y progenie altomedieval matizada por lo isidoriano, y
sólo tres, muy deteriorados, figurados.
De la capilla mayor sólo se conserva, como
arriba vimos, el presbiterio, avanzado sobre los absidiolos. Se articulaba en
tres pisos delimitados por dos líneas de imposta, la inferior con perfil de
nacela y la otra con tetrapétalas en clípeos. La cornisa, igual que la del absidiolo
meridional, es soportada por canecillos de rollos y otros con un mascarón
felino sobre un helecho, grotescas representaciones de simios acuclillados, un
personaje alopécico mesándose las barbas, otro acuclillado y sosteniendo un barrilillo
sobre sus hombros, una hoja lobulada y un ave rapaz que se apoya sobre su
presa. En el extremo oriental del tramo recto, donde se iniciaría la presumible
curva del hemiciclo, se dispusieron sendas columnas acodilladas coronadas por
un capitel vegetal idéntico a los del toral del ábside del evangelio, en la
sur, y un espléndido capitel con dos parejas de aves afrontadas picoteando una
palmeta pinjante, con dos rosetas en clípeos y remate de volutas, en la
semicolumna correspondiente al muro norte.
El ábside del evangelio fue radicalmente
restaurado por Torbado y desembarazado de añadidos por Mercadé, por lo que poco
resta de original en él. Destacamos en el alero su cornisa de tres hileras de
finos billetes e interiormente decorada con rosetas octopétalas inscritas en
clípeos perlados, al igual que parte de las metopas –remedo de las del brazo
sur del transepto de San Isidoro– entre los canes que la soportan, decorados
éstos con crochets, contorsionistas y personajes en actitudes grotescas y exhibicionistas.
Junto a otras inscripciones ya góticas,
conserva el interior del templo dos testimonios epigráficos interesantes de la
primera mitad del siglo XIII.
En dos sillares del muro occidental de la nave
del evangelio se grabó la inscripción funeraria siguiente: + IN : HOC :
TUMVLO : RE / QVIESCIT : FAMVLA DEI : MIESOL : Q(uæ) OBIIT : E(ra) MCC : LXX :
M(e)NSE / S(ep)T(em)BR(i), es decir, “en este túmulo descansa la sierva de
Dios Miesol, que murió el mes de septiembre, en la era de 1270” (año 1232).
En el muro norte del segundo tramo se dispuso,
bajo un arcosolio apuntado moldurado con tres cuartos de bocel en esquina
retraído que descansa en sendos machones ornados con columnillas rematadas por
sencillos capitelillos de pencas, un sarcófago en cuya caja se grabó la
inscripción: + HIC : REQVIESCIT : FAMUL(u)S : DEI : GIRALDVS : ANDREAS :
CIUIS : LEGION(ensis) : QUI / OBIIT : IN : ERA : MCCLXXVIIII … [N]OTO : VI :
IDUS : AUGUSTI. Es decir, “Aquí reposa el siervo de Cristo Giraldo Andrés,
ciudadano de León, que murió en la era de 1279, en el día 6 de los idus de
agosto” (año 1241). Este Giraldo Andrés aparece confirmando un documento del
fondo documental de los bachilleres de San Marcelo, en 1232.
Destaquemos, finalmente, la presencia de varias
rejas románicas, algunas in situ, como las de dos ventanas del muro sur o la
del absidiolo meridional, y otras reutilizadas, así las de los dos arcos
laterales de la fachada occidental.
Se componen de vástagos verticales de los que
brotan volutas y tallos y manifiestan una notable calidad. Reflejan similar
diseño que las de San Isidoro y, según Gómez-Moreno, se aproximan a las de San
Vicente de Ávila.
Santa María del Camino representa, en síntesis,
un jalón importante dentro de la evolución del románico pleno en tierras
leonesas, íntimamente ligado al monumento más sobresaliente del estilo, que es
San Isidoro. Desde el punto de vista formal, parece clara la conexión con tan
importante y cercano referente, y lo mismo podríamos decir en cuanto a su
cronología. Como la zamorana iglesia de Santa Marta de Tera, con la que los
paralelismos derivan del modelo común citado, su cronología debe rondar la
segunda o tercera década del siglo XII, coincidiendo así con la consolidación
del burgo de los francos de la que fue parroquia.
Bibliografía
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