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martes, 30 de septiembre de 2025

Capítulo 121, Románico en León

 

Románico en la provincia de León
A comienzos del siglo XI Europa conoce la culminación de un proceso evolutivo de las formas plásticas anteriores, lo que supuso, pese a su diversidad, la unificación cultural europea, con el desarrollo de un fenómeno artístico que conocemos como románico. Es el fruto del sincretismo, entre otros factores, de los ensayos efectuados en los períodos prerrománicos, de la influencia bizantina y oriental, del recuerdo de ciertos elementos del mundo clásico y del papel unificador de la orden benedictina. Esta cultura y arte románicos, de carácter esencialmente religioso, abarcaron los siglos XI y XII, si bien, en algunas ocasiones, sus formas de hacer se proyectaron hasta los primeros años de la centuria siguiente. Los monjes cluniacenses, el culto a las reliquias que fomentó el fenómeno de las peregrinaciones, la movilidad de los talleres artísticos, entre otros factores, contribuyeron a su difusión por la Europa occidental.
Las tierras de León conocieron la eclosión de este fenómeno artístico, favorecido también por la necesidad de adecuación del espacio religioso, de la décima centuria, a la liturgia romana en detrimento de la hispana que, hasta finales del siglo XI, estuvo vigente en la Iglesia leonesa.
El arte románico, de lo que hoy es la provincia de León, dejó su impronta a través de buen número de edificios distribuidos a lo largo de su extensa geografía y cómo podemos constatar por las escuetas alusiones documentales. Sin embargo, las obras arquitectónicas y los restos que llegaron hasta nuestros días no son demasiado abundantes. Se trata, esencialmente, de monumentos religiosos y de algunos restos de carácter civil. El poder de la Iglesia leonesa, en el período que nos ocupa, explicaría tales hechos. Buena prueba de ello fueron, sin duda, las dos sedes episcopales del territorio, la de León y la de Astorga, con sus respectivas fábricas catedralicias, lamentablemente desaparecidas, y el papel de las casas monásticas benedictinas, como lo fueron las de Sahagún, San Pedro de las Dueñas, San Pedro de Montes o San Andrés de Vega de Espinareda. A ellas tenemos que añadir los monasterios que, para la Orden del Cister, se erigieron, entre otros lugares, en Nogales, Gradefes, Sandoval, Carrizo o San Miguel de las Dueñas.
Al mismo tiempo hay que recordar los templos parroquiales que se levantaron en algunos burgos. Sirvan de ejemplo la iglesia del Mercado o del Camino en León, San Salvador de Destriana, Santiago de Villafranca o San Esteban de Corullón. Tampoco faltaron las edificaciones rurales, de las que hoy conservamos algunos restos o estructuras templarias, remodeladas y de claro diseño románico, en la cuenca del Cea o en las tierras de la Reina.
Mención especial merece la iglesia hospitalaria de Santa María de Arbas, en el puerto de Pajares, donde se acogían a peregrinos y enfermos que se encaminaban a la capital del Reino o se dirigían hacia San Salvador de Oviedo. Recordemos, por último, la Real Colegiata de San Isidoro de León, vinculada a la Corona y cuya vida comunitaria se regía por la regla de San Agustín.
Desde el punto de vista arquitectónico, el románico responde a unas estructuras templarias de índole muy diversa. Ello depende del poder económico de sus comitentes, de la calidad de los materiales utilizados en su factura, así como de la pericia de sus artífices. Por estas y otras muchas razones, los modelos estructurales de los edificios románicos adoptan diseños plantarios y estructuras volumétricas muy variadas. Se encuentran desde las fórmulas muy sencillas, de templos de nave única y cabecera cuadrada, abovedada, como San Vicente Mártir de Candanedo de Boñar, hasta formas más complejas y elaboradas, con presbiterio semicircular, precedido de un tramo recto, que abundan en las tierras bercianas, como es el caso de la iglesia de Santiago de Villafranca. No faltan tampoco soluciones en las que se advierten pervivencias de elementos altomedievales, que son bien visibles en la parroquial de La Asunción de Villarmún, donde la disposición ultrasemicircular de la cabecera, inscrita en un diseño trapezoidal, recuerda formas simplificadas de edificios del siglo X. Pudo servirle de modelo la iglesia monástica de San Miguel de Escalada, ubicada a pocos kilómetros de la referida parroquial de Villarmún. La cubierta común para estos modelos combina la bóveda de cañón para el tramo recto y la de horno para el semicircular. Mención especial merece la bóveda gallonada de la capilla central del templo de Arbas, cuyas fuentes más próximas nos remiten a la cúpula sobre el cimborrio de la catedral de Zamora y a los ejemplos que de ella se han derivado.
Por lo general, en las iglesias de nave única, el recinto ocupado por los fieles se cubre con sencillas estructuras de madera vista. No obstante, hay alguna construcción en la que los vestigios conservados apuntan hacia una cubierta de bóveda de cañón, reforzada por arcos fajones que descansan en columnas, adosadas al paramento interior, de lo que dan fe los tramos más antiguos de San Martín de Valdetuéjar.
Por otro lado, en edificios de mayor porte se utilizó la planta de tres naves con cabecera tripartita, semicircular y escalonada, modelo generalizado a partir de los templos monásticos benedictinos. No obstante, aunque no todos los ejemplos llegaron completos hasta nuestros días, bien porque no se terminaron, porque conocieron notables alteraciones en su fábrica primitiva o porque desaparecieron, en su totalidad, bajo construcciones posteriores, tenemos ejemplos de interés en: San Salvador de Destriana, San Pedro de las Dueñas, San Juan de Montealegre, San Isidoro de León, San Benito de Sahagún y en las fábricas románicas, ya aludida y desaparecidas, de Santa María de León y de Astorga respectivamente. Así mismo, podemos recordar la cabecera de San Pedro de Montes, novedosa en el territorio leonés, que ofrece una capilla central con disposición semioctogonal, flanqueada por otras dos semicirculares, que emula modelos de la costa atlántica francesa y de tierras palentinas, y el caso de Santa María de Arbas, ya tardía, que combina, en su cabecera tripartita, la disposición semicircular para la capilla central, y las dos laterales cuadrangulares y profundas, como el ejemplo asturiano de San Vicente de Serrapio y cuyo modelo tuvo amplia resonancia entre las construcciones armenias y sirias en torno al siglo VI.
El templo románico, así concebido, como lugar de oración, es un espacio armónico en el cual cada elemento tiene su función específica y simbólica. En él, arquitectura, escultura y pintura adoptan un sincretismo perfecto, en el cual, estas dos últimas manifestaciones plásticas rebasan el sentido meramente ornamental y cromático, buscando la armonía y la belleza, para convertirse en un medio de expresión docente y para enseñar a los fieles, mediante imágenes, las principales verdades de la fe.
En el caso leonés que nos ocupa, la Real Colegiata de San Isidoro de León es el mejor ejemplo para entender este sentido, común en muchas etapas artísticas del medievo, en general, y del románico en particular. Desde el punto de vista arquitectónico es un centro espiritual que ofrece diferentes ámbitos espaciales, edificados a lo largo del tiempo, a los que se une un nutrido repertorio escultórico y un excepcional conjunto pictórico. Al mismo tiempo, conserva un rico tesoro, y un buen conjunto de libros litúrgicos, dotación concedida por la Casa Real, quien la había acogido bajo su patrocinio.
En los albores del siglo X, la antigua Legio VII Gemina, conoció momentos de gran actividad constructiva para adecuar la vieja urbe a las necesidades de la Corte recién instalada en ella. Como era habitual en situaciones similares, unas construcciones se remozarían y otras se efectuarían ex novo. En este contexto oscuro hay que buscar los orígenes del edificio que nos ocupa, al norte de la urbe y sobre el solar que ocuparon edificaciones monásticas en las que se custodiaron las reliquias de San Pelayo, el niño mártir cordobés, cuando éstas llegaron a León en el año 966. En torno al año 1000 Almanzor asoló la ciudad, el edificio fue arruinado y, para evitar su profanación, las reliquias pelagianas se trasladaron a Oviedo. Tras estos lamentables sucesos Alfonso V (999-1027) reconstruyó la ciudad, el arruinado monasterio y edifica con materiales pobres: ladrillo y barro, la iglesia de San Juan Bautista. El soberano, en palabras de Lucas de Tuy, “...cogió los cuerpos de los reyes y obispos que estaban en la ciudad y los enterró en esta iglesia...”. De todo ello se desprende que la construcción no sería muy lujosa, que estaría en relación con la problemática arquitectónica que se cierne sobre la arquitectura leonesa de la décima centuria y conectada además a la tradición de la Corte astur. Al mismo tiempo, el hecho de haber reunido al amparo de este lugar santo los restos de algunos familiares, permite suponer el interés que el monarca tenía por el mencionado templo, así como el deseo de prestigiar la dinastía reinante, al respetar con ello la memoria de sus antepasados.
Se desconoce el lugar en el que ubicaron los referidos enterramientos. En todo caso no sería muy arriesgado suponer que tal vez se creó un ámbito especial, a modo de panteón, a los pies del edificio, como antes habían efectuado sus ancestros en Santianes de Pravia y en la iglesia de Santa María en Oviedo.
El Reino leonés conoce desde entonces un período histórico no demasiado estable. Llegamos así a mediados del siglo XI, al reinado de Fernando I y doña Sancha. Es posible que, tras su victoria en Atapuerca (1054), pacificado el territorio y saneadas las arcas, ambos soberanos se hayan interesado por los asuntos artísticos que aquí nos ocupan.
Construyen en piedra, como se grabó en el epitafio del monarca que facit ecclesiam hanc lapideam quae olim fuit lutea una nueva iglesia de San Juan. Además, deciden erigir en León su panteón familiar, traen de Sevilla las reliquias de San Isidoro para reemplazar las ya perdidas de San Pelayo, y cambian de advocación al templo. Desde entonces, el santo visigodo se convirtió en el protector de la Casa Real y defensor del Reino.
El viejo templo de Fernando I fue consagrado solemnemente el 21 de diciembre de 1063. Aunque no conocemos su disposición formal, sí podemos intuirla a partir de diversas campañas de excavación efectuadas en su solar. Todo parece indicar que se trataba de una construcción inspirada en los modelos de la monarquía asturiana, más concretamente en San Salvador de Valdediós. Tenía tres naves, altas y estrechas, otras tantas capillas cuadrangulares y se cubría con bóvedas.
Del aprecio que el soberano tenía por el lugar santo se da buena fe en la Crónica Silense. En su texto se lee que cuando el rey muy enfermo volvió del campo de batalla, asistió al culto en el templo isidoriano y que, en la Navidad del año 1065 hizo penitencia en la iglesia, despojado de sus preseas reales y con la cabeza cubierta de ceniza. Días más tarde, murió en León y recibió sepultura.
A los pies de esa iglesia se construyó un recinto destinado a Panteón Real, cuyos precedentes hay que buscar en la tradición que, desde antaño, habían puesto en uso los reyes ovetenses y cuya fórmula pervive en el ámbito similar de la iglesia de San Pedro de Teverga. Se trata de un espacio cuadrangular, dividido en seis tramos, mediante dos gruesas columnas centrales y está abovedado. Un segundo cuerpo, también tripartito, conocido como Panteón de Infantes, enlaza con el lienzo de la muralla. Este emplazamiento lo convierte en un lugar recóndito, cerrado al público y comunicado con la iglesia por una puerta, hoy cegada. Posteriormente se abrió un segundo vano que comunica el recinto funerario con el templo actual.
La historiografía reciente, basándose en diversos aspectos, entre ellos en el análisis de sus elementos escultóricos y en la estética de los mismos, plenamente consolidada para la concepción plástica del románico de finales del siglo XI, retrasa su fábrica a la época de la infanta doña Urraca (1033-1101), quien erigiría el recinto a la muerte de su progenitor. Tal vez ello se desprenda del texto que reza en su epitafio: haec ampliavit ecclesiam istam.
Al norte del edificio hoy se conserva un Pórtico, en el costado abierto del Panteón. No resulta fácil saber si, desde el momento que se edificó, era tal o si formaba parte de un desaparecido claustro románico. En todo caso, hay precedentes de estructuras similares en San Salvador de Valdediós y en San Miguel de Escalada. Dentro del románico burgalés y segoviano también se construyeron ámbitos de este tipo.
Sobre el Panteón Real se levantó una tribuna o palco regio, que bien pudo ser contemporáneo al referido pórtico. Un gran arco, hoy cegado, permitía asistir a la celebración litúrgica desde lo alto. Emulaba la estancia similar que tuvieron los templos asturianos del siglo IX y que aún se conserva en San Miguel de Lillo y en San Salvador de Valdediós. Las remodelaciones efectuadas, a finales del siglo XII, no permiten solventar la duda y dilucidar si constaba de tres recintos, al igual que los templos astures mencionados o, como hoy vemos, uno solo abovedado. En la actualidad se prolonga, sobre el Panteón de Infantes, para unirse al lienzo de la torre. Su recinto, conocido también como cámara de doña Sancha, custodia hoy el tesoro de la colegiata.
La nueva iglesia, también románica, ocupa el solar sobre el que se levantó el templo de Fernando I. Desconocemos cuáles fueron los motivos que impulsaron su construcción. Tal vez resultaba pequeña para las oleadas de peregrinos que cada vez en mayor número visitaban la ciudad, o se consideraba anticuada ante los magníficos resultados plásticos conseguidos en el Panteón y en las fábricas templarias que se estaban haciendo en los albores del siglo XII. Muy pocas son las referencias que hacen mención de este hecho. El nuevo templo fue consagrado el 6 de marzo de 1149 en una solemne ceremonia presidida por Alfonso VII y su hermana la infanta doña Sancha.
La remodelación de su estructura fue fruto de diversas campañas constructivas, no siempre bien meditadas, como lo demuestran varios desajustes constructivos bien visibles en su interior, y que obligaron a llevar a cabo soluciones incomprensibles, desde el punto de vista estético, pero que permitieron contrarrestar los empujes de las bóvedas. Es el hecho, por ejemplo, de haber dispuesto dos columnas adosadas al paramento, en ciertas partes del mismo, en cuya zona alta se abrieron ventanas, lo que no fue impedimento para su artífice, ya que tales apeos discurrieron hacia lo alto, al encuentro de los arcos de la cubierta y se montaron sobre la luz de las saeteras. Al concluir la fábrica, de mayor anchura que el templo fernandino, fue necesario también abrir la ya citada puerta de comunicación con el Panteón, lo que motivó la destrucción de parte de las pinturas de este recinto correspondientes a la escena de la Natividad. Fruto de todo ello es la iglesia que hoy podemos contemplar, con tres capillas semicirculares en la cabecera –la central rehecha posteriormente–, otras tantas naves y crucero.
En el interior podemos apreciar reminiscencias del pasado, en el uso de arcos de medio punto peraltados, en las arquerías de separación de naves. De recuerdo islámico son los arcos de medio punto lobulados de la zona del crucero y la puerta de herradura, también lobulada, que da paso al recinto funerario.
En la fase final de la nueva iglesia intervino el maestro Petrus Deustambem que super edificavit ecclesiam hanc y quien, por su buen hacer, según consta en su epitafio, recibió el honor de ser enterrado, por expreso deseo de Alfonso VII y su hermana doña Sancha, al amparo de esos viejos muros.
A los pies del Panteón, sobre la muralla, se edificó una torre de planta cuadrada, dividida en tres cuerpos y otros tantos recintos superpuestos que también parecen corresponder a campañas sucesivas. El cuerpo alto o de campanas se cala con amplios vanos, flanqueados por columnillas que, estilísticamente, emulan los modelos plásticos de finales del siglo XII.
En todo caso, lo que sí parece claro es el interés por conservar intacto el espacio funerario que prestigiaba la colegiata, al custodiar, al amparo de sus muros, los restos de la familia reinante y mantener el prestigio que le otorgaba el patronazgo de la Corona.
Al llegar a este punto, vistos los aspectos generales del románico en León, pasaremos a comentar, brevemente, ciertas peculiaridades referidas al recinto del templo de San Benito de Sahagún ya que, en la renovación efectuada en el monasterio durante el período de Alfonso VI (1065-1109), se plantean ciertas similitudes con el centro isidoriano. Durante su reinado el monasterio de los Santos Facundo y Primitivo se convirtió en un centro político y religioso indiscutible. Las reformas impulsadas desde aquí en favor de la liturgia romana, la llegada de clero francés y la vinculación del mismo a la casa francesa de Cluny, así como la elección del monje Bernardo de la Sauvetat, para el cargo de abad, lo convirtieron en un centro de especial relevancia en todos los órdenes. Sin duda, la vieja iglesia, existente desde el siglo X, erigida bajo el patrocinio de Alfonso III, ya no sería funcional, iniciándose una reedificación más en consonancia con las necesidades del momento y más acorde con las soluciones artísticas del románico.
Por otro lado, su prestigio le vino dado, además, como en el caso de San Isidoro, por su vinculación a la Corona. Es bien conocido el dato transmitido por la Primera Crónica Anónima, en el que se relata cómo el rey, probablemente antes de la toma de Toledo (1085), “...conjuró a sus hermanas, conviene saber, a doña Urraca y a doña Elvira, e aún a todos los de su parentela, y mayorales de su casa, por adon quiera que el postrimero día se fallase el suo cuerpo, fuese enterrado acerca de Sant Fagun...”. Las escasas referencias documentales al respecto, las excavaciones llevadas a cabo a principios del siglo XX, publicadas por don Manuel Gómez-Moreno, así como los recientes estudios efectuados sobre el monasterio sahagunino, permiten apuntar que Alfonso VI edificó a los pies de aquella vieja fábrica templaria su Panteón. En él sabemos que se acogieron los cuerpos del soberano y la reina doña Constanza, así como los cuerpos de algunos abades del monasterio, nobles y santos locales. La disposición, a juzgar por los vestigios descubiertos y vueltos a cubrir, reproducían el modelo ya visto en el Panteón de León y, como él estaría cubierto de pinturas.
También a finales del siglo XI se proyectó un nuevo templo, del que parece se inició la cabecera, en forma de tres ábsides semicirculares y escalonados. Sin embargo, la fábrica no llegó a buen puerto. Las revueltas políticas y sociales que conocieron los primeros años de la subida al trono de la reina doña Urraca, las revueltas burguesas contra el monasterio y el apoyo que éstos tuvieron por parte de Alfonso I de Aragón arruinaron los comienzos de lo que, sin duda, se había iniciado con buenos auspicios. Con la llegada al trono de Alfonso VII (1126-1157), las relaciones entre el monasterio benedictino y la Corona parecen óptimas y el monarca es generoso con la mesa abacial, por lo que cabe suponer que se inicia una reanudación de la fábrica monástica. Esto se continuó haciendo, en sucesivas campañas, tras la muerte del rey. En 1184, se llevó a cabo la solemne consagración de un altar en honor de San Benito, cuando la cabecera, el crucero y parte de las naves ya estarían en pie. Alfonso IX, a finales del siglo XII, continúa dispensando su patronazgo al monasterio benedictino, así como también lo hicieron algunos pontífices. En los primeros años de la centuria siguiente, los últimos tramos de la nave darán alcance al recinto funerario, que emulando el enterramiento leonés, conservó a los pies del templo la vieja tradición altomedieval y el modelo de enterramientos reales que habían impuesto los reyes de la Corte asturiana.
El modelo de planta de este templo pudo ser similar al que se adoptó en las estructuras catedralicias de León y Astorga.
El papel que jugó la escultura en el templo románico fue singular. Perfectamente integrada en su estructura se dispuso en las basas, capiteles, canecillos, cornisas y sobre diferentes molduras distribuidas en el paramento. Especialmente indicado como soporte escultórico fueron los tímpanos de las portadas. Desde el punto de vista técnico, teniendo en cuenta el momento cronológico de su factura, los materiales, la riqueza del monumento o la pericia de su artífice, encontramos desde relieves toscos y sencillos, trabajados a bisel, a dos planos, propios de los ámbitos rurales, que recuerdan formas de hacer del pasado, hasta otros de medio y alto relieve, en los que se busca la proporción, la belleza formal y sutiles calidades táctiles. En este caso, nos sirven de ejemplo algunas piezas, ya tardías, como la imagen del Caballero Victorioso y la Dama, de la catedral de León, donde se apunta la nueva estética tardorrománica de finales del siglo XII o principios de la centuria siguiente.
Por otro lado, en la escultura románica del ámbito leonés observamos reminiscencias tanto plásticas como iconográficas que relacionan estas esculturas con otras de los territorios limítrofes, como Zamora, Palencia y las tierras de Asturias; y también con otras áreas geográficas más lejanas, tales como Navarra o Compostela, sin olvidar otros contactos ultrapirenaicos, que pudieron llegar, a estos territorios, a través de la movilidad, ya mencionada, de los talleres artísticos medievales.
Pero, ¿cuáles son los temas que se esculpieron en las construcciones románicas? El ideario ornamental, de fuerte contenido simbólico, se combina con un nutrido grupo de temas decorativos de carácter geométrico, más o menos utilizados y zoomórficos inspirados, con frecuencia en los Bestiarios; pero, junto a ellos, los más sugestivos, plásticamente, con un fin didáctico inestimable, son los iconográficos en su doble faceta: la sacra y la profana.
En el románico de la provincia leonesa, el conjunto escultórico más importante se conserva en San Isidoro de León, sin olvidar los restos que se conservan in situ, en los edificios mencionados así como los que se hallan dispersos en el Museo Arqueológico Nacional, en el Museo de León, en el Catedralicio Diocesano de dicha localidad, en el de la Real Colegiata de San Isidoro o en el Museo de la Catedral de Santa María de Astorga. Por todo ello, nada mejor para comprender el significado de la escultura, integrada en la obra arquitectónica, que dedicarle unas breves palabras a la que reviste la fábrica de la colegiata isidoriana.
Si comenzamos nuestro recorrido por la parte más antigua, por el Panteón, observamos un conjunto muy variado de temas que cubren sus capiteles, tales como los animales fantásticos, afrontados a la fuente de la vida, aludiendo a la salvación. También se esculpieron otros historiados entre los que se distinguen pasajes del Antiguo Testamento, inspirados en el Génesis y el Éxodo. Del ciclo de la vida pública de Cristo son los relieves de los capiteles que flanqueaban la primitiva puerta, hoy cegada, que comunicaba el recinto funerario con la iglesia edificada por Fernando I. En ellos se escenificaron la Resurrección de Lázaro y la Curación del leproso. En una lectura global del simbolismo de los referidos relieves se alude a la idea de muerte y resurrección, de salvación, que desde la época paleocristiana se representó en escultura y pintura funerarias, por lo que tal programa iconográfico resulta especialmente adecuado para el recinto que nos ocupa. Por lo que se refiere a la escultura del interior del templo, no parece que esté definido de forma tan clara su programa iconográfico, si bien, por lo que concierne a algunos temas, se puede intuir una continuidad con los aspectos que hemos definido al tratar del Panteón.
Sin embargo, donde la escultura del templo de San Isidoro tiene su mejor expresión es en las dos portadas del costado sur, la que se abre en el paramento y la que se practicó en el hastial de este brazo del crucero. La primera, conocida como Portada del Cordero, está presidida por la imagen del Cordero apocalíptico, que sostiene, con su pata doblada el lábaro. Se inscribe en un círculo de la eternidad perlado, flanqueado por dos ángeles tenantes. Bajo esta composición, en un registro continuo que podemos leer, de derecha a izquierda, se narra con detalle la historia del Sacrificio de Isaac. Se completa la ornamentación de la portada con una serie de relieves reutilizados, con figuras del Zodíaco, así como las imágenes de dos santos: San Isidoro, titular del templo y San Vicente de Ávila, que en ocasiones, se ha interpretado como San Pelayo.
La Portada del Perdón, forma parte de un esquema compositivo del hastial sur en el que se advierte un recuerdo clásico. En su paramento se combina la puerta enmarcada por una gran moldura semicircular con una arquería triple, en la zona superior. Es un modelo ornamental que se adoptó, más tarde, en San Miguel de Corullón. Preside la composición escultórica del tímpano, el Descendimiento, flanqueado, en la parte superior, por dos ángeles turiferarios. A ambos lados de la cruz se esculpieron las Tres Marías ante el Sepulcro vacío, después de la Resurrección de Cristo. El ángel les muestra éste. A su vez, se enmarcan bajo un potente arco que, simbólicamente, alude a la cúpula que cubría el Santo Sepulcro de Jerusalén. En el lado opuesto, Cristo sube a los cielos. En un texto explicativo se clarifica la escena con estas palabras grabadas en la piedra: “ASCENDO PATREM MEUM ET PATREM VESTRUM”.
A ambos lados del tímpano se colocaron dos placas esculpidas con las figuras de Pedro y Pablo y sus correspondientes atributos.
n el románico leonés encontramos otros tímpanos de interés, como son los de Ruiforco y Matueca de Torío, ornados con la imagen del Cordero apocalíptico, ya comentado, flanqueado por dos ángeles tenantes y los de Castroquilame y Santa María de Carracedo en los que se ha esculpido la Maiestas, la imagen señera de Cristo según el texto del Apocalipsis. Ha sido un tema iconográfico presente en todos los ámbitos del arte medieval, tanto bizantino como del Occidente europeo. En ella, el Salvador se efigia en posición frontal, sentado en el trono, sosteniendo en su mano izquierda el libro de la Ley, abierto, que muestra hacia el espectador. Con la diestra bendice. Va enmarcado en la mandorla o almendra mística y flanqueado por los cuatro evangelistas que, habitualmente, adoptan el aspecto formal de su correspondiente animal e imagen simbólicos. Curiosamente, la referida representación iconográfica se dispuso también sobre el vano geminado de la ventana de la parroquial de Nuestra Señora de Lagunas de Somoza.
Dada la brevedad de espacio concedido para esta introducción, resulta imposible abordar con mayor profundidad el capítulo correspondiente a la escultura. No obstante, no nos resistimos a mencionar otra serie de piezas magníficas como son: el relieve de la Virgen con el Niño y la lápida sepulcral de Alfonso Ansúrez, pertenecientes al monasterio de San Benito de Sahagún, que hoy se custodian en el Museo Arqueológico Nacional. La primera es el reflejo fiel del modelo bizantino conocido como Theotocos. En él, la Virgen, sentada en el trono, sirve, a su vez, de trono al Niño sentado en su regazo, en posición frontal, bendiciendo y con el libro en su mano. Debió ser una pieza muy rica, como lo demuestra el plegado y tratamiento de la indumentaria y los huecos de las coronas y vestiduras en las que se insertaría pedrería o vidrios coloreados y pulidos. En la otra pieza funeraria del mencionado noble, cuyo óbito aconteció en 1093, se esculpieron jerarquías angélicas, así como las imágenes de los evangelistas y diferentes alusiones al Paraíso, lo que le confiere a este complejo programa iconográfico claras alusiones a la resurrección de los bienaventurados. Desde el punto de vista cronológico se podrían fechar en torno a 1100.
Más tardías son las variadas piezas que hoy se conservan en el Museo Catedralicio y Diocesano de León, en cuya factura plástica se advierten las formas de hacer de finales del siglo XII o principios de la centuria siguiente. Recordemos, entre otras varias, las imágenes de dos obispos, que ataviados con el atuendo y los atributos que les son propios, se inscriben en arquillos de herradura. También merece la pena señalar cómo en ellos aún se aprecian abundantes restos de policromía, lo que nos permite captar cómo se entendía el acabado de la piedra en los siglos medievales; es decir, con una capa de enlucido y sobre ella los correspondientes pigmentos colorantes. Otro bellísimo ejemplo lo comporta el relieve que representa a la Virgen con el Niño que recibe la ofrenda de un edículo por parte de un donante, retratado arrodillado, en actitud de respeto, como corresponde a este tipo de escenas en los siglos medievales. Igualmente, por su belleza, naturalismo y perfección formal, hay que recordar la ya citada escena del Caballero Victorioso y la Dama.
En el caso de la catedral de Santa María de Astorga, llama nuestra atención una cabeza masculina, barbada, con el cabello partido por una raya central y sujeto con una cinta. Su rostro debió tener una gran expresividad, como se puede deducir del tratamiento de los ojos, excavados, para ser rellenos con pasta vítrea, coloreada, o bien para disponer en ellos incrustaciones de azabache.
No faltan en el románico de la provincia de León algunos ejemplos de tallas en madera, como el magnífico Crucificado que hoy se custodia en el Museo Catedralicio y Diocesano de León. La imagen, de gran belleza formal y proporciones muy correctas para la época, muestra a Cristo sobre la cruz, de acuerdo con las características propias del momento, con cuatro clavos, coronado, con los ojos abiertos, reinando desde el madero. La estructura lígnea, estofada y policromada, es un magnífico ejemplo de este tipo de piezas cristológicas de finales del románico.
El edificio románico, como hemos apuntado con anterioridad, se recubría en su totalidad con pintura, que no servía solamente para colorear paramentos y cubiertas, sino también para cubrir la escultura y para ofrecer a los fieles interesantes programas iconográficos con finalidad docente. En el románico leonés se conservan muy pocos ejemplos de pintura. La más significativa es la que recubre las bóvedas y parte de los muros del Panteón isidoriano. Además, quedan vestigios de interés, aunque incompletos, en una de las dependencias claustrales de la catedral de León.
Las pinturas del recinto funerario isidoriano se inspiran en fuentes de índole muy diversa, entre las que proliferan las que reproducen pasajes bíblicos, como son: ciclos de la Infancia y Pasión de Cristo y del Apocalipsis.
En las bóvedas se han dispuesto a Cristo apocalíptico, junto a las Siete Iglesias de Oriente; la Maiestas; el Anuncio a los Pastores; escenas de la Pasión; la Última Cena y la Matanza de los Inocentes. En los paramentos se han colocado una magnífica Crucifixión, con los retratos orantes de Fernando I y su esposa; la Natividad, La Anunciación y Visitación, junto con la Huida a Egipto y distintos pasajes ligados a la historia de los Magos. Al mismo tiempo, sobre los arcos se han representado temas geométricos y vegetales, figuras zodiacales, la Mano de Dios, arcángeles, profetas, Padres de la Iglesia y santos. Además, hay un famoso mensario con escenas interpretadas con gran naturalismo. Desde el punto de vista técnico es un conjunto de magnífica factura que, estilísticamente, se puede vincular a obras del sur y centro de Francia y a una cronología de los primeros decenios del siglo XII. La complejidad del conjunto, indica, de forma bien clara, que se trata de un programa iconográfico, muy meditado, que no debemos entender independientemente de la obra escultórica, reforzando el sentido de redención y perdonanza, ya referido y sumamente adecuado para recubrir el ámbito funerario que nos ocupa.
En el lienzo sur del Panteón de Infantes, quedan vestigios de una Crucifixión, bastante deteriorada, enmarcada por roleos y pájaros, a la manera de los que ornaron buen número de códices miniados en torno a 1200.
A finales del siglo XI y en la centuria siguiente, en tierras francesas, partiendo de la Regla de San Benito se creó un nuevo concepto monástico, basando la vida en comunidad, en unas rígidas normas de ascetismo, pobreza, meditación y trabajo. La gran figura que llevó a cabo esta reforma fue San Bernardo quien, antes de 1125, escribió la famosa Apología ad Guillelmum, en la que se sentaron las bases del ideario y espíritu que debían regir las reformas de la nueva Orden, del Cister.
La llegada de los monjes cistercienses a la provincia de León fue tardía, a partir del reinado de Alfonso VII. Se fundaron nueve casas para los monjes blancos. De ellas, “Toldanos, Villanueva y Otero de las Dueñas han desaparecido prácticamente; Nogales, Sandoval y Carracedo están deshabitadas y Carrizo, San Miguel de las Dueñas y Gradefes continúan con sus monjas bernardas al frente”.
Los trazados generales de estos centros monásticos sufrieron grandes transformaciones a lo largo del tiempo. Como era preceptivo por los estatutos de la orden y para poder llevar a cabo la vida en comunidad, las construcciones se disponían en torno al claustro. En la panda norte se ubicaba la iglesia, y abiertos a las tres restantes, la sala capitular, el refectorio, las cocinas, locutorios y demás ámbitos necesarios para la vida de los monjes.
En el conjunto de las mencionadas casas del Cister en la provincia de León, sólo tres de ellas conservan la mayor parte de su fábrica primitiva. No obstante, advertimos pocas innovaciones de las introducidas por los Estatutos de la Orden, siendo habitual que se sigan empleando soluciones que ya se habían asumido, plenamente, en las construcciones religiosas románicas.
Por lo que concierne a la iglesia del monasterio de Santa María de Carrizo, es preciso señalar que el diseño de la planta, con tres naves y cabecera semicircular y tripartita, no difiere demasiado de los usos habituales difundidos por los monjes de Cluny por toda Europa y adoptados, de forma generalizada, en la Península. A ella se ha hecho ya mención, por lo que al románico de la provincia de León se refiere, en varias ocasiones. Es posible que se haya asumido tal modelo debido a que la aludida fábrica se había erigido con anterioridad a 1174, cuando aún no estaba asignada esta casa religiosa a la Orden de San Bernardo. Es posible que la iglesia monástica de Carracedo haya tenido una disposición similar.

El segundo edificio que llama nuestra atención es Santa María de Sandoval. Aunque no llegó a concluirse siguiendo una planificación global, su estructura es de gran interés. Dispone de planta de tres naves, con tres capillas semicirculares en la cabecera. La innovación más interesante, respecto a los ejemplos anteriores, es el hecho de haber introducido un espacioso crucero. En su diseño, soluciones volumétricas y en diversos aspectos relacionados con la exigua escultura que se añadió al mismo, se advierten no pocas relaciones con la iglesia del monasterio de Santa María de Valdediós en Asturias. A través de los restos conservados, da la impresión que la iglesia de Santa María de Nogales disponía de unas trazas similares al modelo plantario que nos ocupa.
Finalmente, debemos referirnos a la iglesia de Santa María de Gradefes. Ésta es la más novedosa de todas. De la fábrica que llegó hasta nuestros días se deduce que corresponde a tres momentos distintos. La parte más antigua, como suele ser habitual en las construcciones de esa época, es la cabecera. También medieval y, más tardío, lo es el crucero. Finalmente, se le añadió un cuerpo posterior a modo de nave.
La peculiaridad de la cabecera radica en su diseño. Se trata de un presbiterio semicircular, con girola y tres capillas radiales. Esta fórmula es inusual en el Cister femenino, si bien se conserva, en territorio francés, algún ejemplo posterior al momento que nos ocupa. La girola tampoco fue habitual en cenobios masculinos. No obstante, hay un ejemplo cercano en la iglesia del desaparecido conjunto monasterial zamorano de Moreruela y en otras fábricas gallegas. El uso escaso de la girola en los monasterios de los monjes blancos se puede documentar a partir de 1153, después de la muerte de San Bernardo.
Aunque en la Apologia ad Guillielmum y en los Estatutos Generales de la orden se atacaba duramente al lujo, a la ostentación y a la representación figurada en las casas monásticas, no siempre se cumplió con todo rigor dicha normativa. En los complejos leoneses, pese a su austeridad, hay relieves en los que se esculpieron motivos geométricos, vegetales y alguna que otra representación figurada: cuadrúpedos y aves. También hay que mencionar varios pasajes iconográficos como la Adoración de los Magos y la ¿Dormición de la Virgen? en el monasterio de Carracedo; la Huida a Egipto en el de Gradefes y la imagen de la Virgen con el Niño y seis apóstoles de San Miguel de las Dueñas.
Finalmente, debemos prestar atención a un conjunto de templos de Tierra de Campos que presentan una serie de aspectos novedosos, entre los que es preciso destacar, en primer lugar, el uso del ladrillo. Se trata de un conjunto de obras que se incluyen dentro de un fenómeno artístico y cultural que se ha dado en denominar mudéjar. Esa actividad constructiva de lo mudéjar tuvo su principal ámbito de expansión en las tierras de Sahagún. A ella se vinculan modelos estéticos de las fábricas de piedra con la labor de alarifes y carpinteros, buenos conocedores del uso de materiales baratos, que permiten su elaboración a pie de obra y una factura rápida: ladrillo, yeso y madera.
Se trata de obras modestas y de marcado carácter rural. Los ejemplos de mayor interés se encuentran en la localidad de Sahagún. Las iglesias de San Tirso y San Lorenzo poseen una planta de tres naves, la primera de ellas con un crucero, apenas insinuado en la planta. Se cubren de madera. Las cabeceras son tripartitas, semicirculares y escalonadas. La capilla central de San Tirso se inició en piedra, con medias columnas adosadas, lo que evidencia un planteamiento inicial siguiendo las pautas de diseño generalizadas en el románico. Algo similar aconteció en San Pedro de las Dueñas, donde la fábrica de ladrillo sustituye a la de piedra en un estadio ya avanzado.
Uno de los elementos más significativos en estos templos es la presencia de potentes estructuras turriformes, de planta cuadrada y tres pisos, calados con ventanas los dos superiores. Se erigen sobre el tramo cuadrangular de las capillas centrales y no sobre el espacio central del crucero, como sería habitual, para el caso de los cimborrios de las construcciones románicas contemporáneas. Es evidente que se buscan, como soporte, las estructuras de las cabeceras, mucho más sólidas y estables que los ligeros y esbeltos pilares, de ladrillo y sección cruciforme, utilizados como apeos de las arquerías de separación de naves.
El repertorio ornamental es muy escueto y viene dado por el ladrillo. La decoración de los muros se efectúa con arcos ciegos, recuadros, nacelas y frisos en esquinilla; con ellos se moldura el paramento, consiguiendo efectos plásticos inusuales en las fábricas contemporáneas pétreas. Las portadas, ya tardías, son muy sencillas. El arco que remata el vano, ya sea de medio punto o apuntado, se enmarca en recuadros y las enjutas se realzan con frisos en esquinilla y fajas verticales, a la manera de las que pueden aparecer en las cabeceras y en los muros.
Otros ejemplos de interés, en la localidad de Sahagún, son los restos de la cabecera de Santiago, la cabecera del santuario de la Peregrina y la ermita del Puente en el alfoz de la villa. Además, también merecen nuestro recuerdo, las parroquiales de Arenillas y Renedo de Valderaduey, las de Saelices del Río y Gordaliza del Pino.
Sirvan estas breves reflexiones de aproximación al conocimiento del fructífero período artístico que conoció la provincia de León en los siglos del Románico.

Arte y monarquía en León
Durante toda la Edad Media el fenómeno de la creación artística aparece vinculado a una serie de promotores entre los que destacaron, principalmente, la iglesia y la monarquía; durante los últimos siglos del medievo jugará, también, un papel destacado la nobleza. El caso hispano no es ajeno a esta circunstancia y los soberanos desarrollarán una importante actividad en tanto que comitentes de obras de arte. Este fenómeno se manifestó con fuerza durante la época altomedieval, baste recordar la significativa labor de soberanos como Carlomagno, quien en la ciudad de Aquisgrán creó un complejo religioso y palaciego de particular importancia. En el caso hispano también se produjo un fenómeno similar, primero durante la monarquía visigoda, pero particularmente destacado en tiempos de los soberanos asturianos; sirvan como ejemplo los magníficos complejos áulicos erigidos en Oviedo por los reyes Fruela I, Alfonso II y Ramiro I, el primero en Oviedo, el segundo en Santullano y el último en el monte Naranco.
Durante las dos centurias del románico la situación no sufrió cambios notables, en todo caso se acentuó, aún más, la intervención de la monarquía en la promoción de la creación artística. Este período en el caso hispano se desarrolla durante los siglos XI y XII, pero se prolonga, aproximadamente, hasta las tres primeras décadas de la centuria siguiente. Se trata de unos años, desde el punto de vista histórico, de sumo interés, pues la institución monárquica se va afianzando en su poder, a la vez que el proceso de recuperación de territorios ocupados por los musulmanes experimenta un gran avance.
En el caso del Reino de León, coincide el final del románico con la muerte, en 1230, del último rey privativo de León: Alfonso IX; a partir de este momento la historia de Castilla y de León discurrirá, definitivamente, bajo la misma Corona. Los siglos XI y XII fueron, para el Reino leonés y para la ciudad de León, un momento de esplendor, con un gran desarrollo de las actividades artísticas, con ejemplos tan notables en la actual provincia, como las desaparecidas catedrales de Astorga y León, el monasterio de Sahagún o el conjunto de San Isidoro.
No podemos, dadas las limitaciones de espacio que se imponen en un trabajo de estas características, analizar en profundidad el papel jugado por la monarquía en la promoción artística llevada a cabo por los monarcas leoneses en lo que hoy es la provincia de León, por eso nos ceñiremos a la puesta en relieve de las intervenciones más destacadas, principalmente la de Fernando I y su esposa Sancha en San Isidoro de León y a la de Alfonso VI en Sahagún, atendiendo tanto a las obras arquitectónicas más notables, como al interés que mostraron hacia otras creaciones como la orfebrería, la eboraria o la producción de manuscritos iluminados.
La llegada de las fórmulas románicas a los reinos occidentales de la Península no se produjo hasta bien entrado el siglo XI. En el caso de León coincide con el reinado de Fernando I (1037-1065). Desconocemos las características de las construcciones promovidas por Alfonso V (999-1028), como fueron las intervenciones en la iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo o en la catedral leonesa; pero, sin duda, se enmarcarían dentro de las fórmulas existentes en estos territorios en la centuria anterior. De especial importancia, por el significado que adquirirá en las décadas siguientes, será el hecho de que, según recoge Lucas de Tuy, tomase los cuerpos de reyes y obispos que estaban en la ciudad y los enterrase en esta iglesia.
Pero será Fernando I, monarca de origen navarro, quien sentó las bases de una apertura política, social y cultural que supuso una gran renovación del reino cristiano leonés y que encontró una de sus mejores expresiones en la promoción y creación de obras artísticas; a esta labor no debió permanecer ajena su esposa, Sancha, a quien la historiografía más reciente atribuye un papel muy destacado y activo. La apertura ultrapirenaica, las relaciones que estableció con la abadía borgoñona de Cluny y el auge experimentado por el fenómeno de las peregrinaciones a Compostela, resultaron fundamentales para la incorporación del léxico románico a los territorios del noroeste peninsular.
Como símbolo de toda esta renovación elegirá la capital del reino, que se convertirá en la urbs regia, en la expresión de su teoría política. En este sentido hay que enmarcar su intervención en la iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo, que reedificará y consagrará en 1063, bajo la advocación de San Isidoro, coincidiendo con el traslado de las reliquias del obispo hispalense a la ciudad de León. Decidirá también que este centro sea el panteón real, tal y como su predecesor ya había dispuesto. Parece lógico que la iglesia de Alfonso V, construida en ladrillo y barro, no sirviese a los propósitos renovadores del monarca y que decidiese la construcción de una nueva que, según se dispuso en su epitafio, fue realizada hanc lapideam quae olim fuit lutea. No es el momento de analizar las posibles características de este edificio, pero a tenor de las excavaciones realizadas en los años sesenta y setenta del pasado siglo, guardaría, todavía, una estrecha relación con los modelos de la arquitectura asturiana, en concreto con la iglesia de San Salvador de Valdediós. No parece casual que se dirija la atención hacia estos modelos de construcciones áulicas, dado el carácter regio que se desea imprimir a estas obras, y no a otras estructuras arquitectónicas más próximas en el espacio, como es el caso de San Miguel de Escalada, pero cuya fábrica responde a unas necesidades monásticas.
Pero, tal vez, la actividad de los soberanos fue más significativa en el campo de las artes suntuarias, puesto que a ellos se debe una excepcional donación de piezas, realizada en el año 1063, coincidiendo con la consagración de la nueva iglesia y el traslado de los restos de Isidoro de Sevilla. En el documento se recoge, además, la concesión a San Juan Bautista de monasterios y villas, con sus fueros y derechos. No todas las piezas han llegado hasta nuestros días y muchas de ellas se encuentran dispersas en diferentes museos y colecciones; con todo, las custodiadas en la colegiata de San Isidoro y en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid conforman un conjunto sumamente expresivo. En el documento se relacionan las obras de la siguiente manera:
(...) in predicto loco ornamenta altariorum id est frontale ex auro puro opere digno cum lapidibus zmaragdiis saffiris et omni genere preciosis et olouitreis. Alios similiter tres frontales argenteos singulis altaribus. Coronas (sic) tres aureas, una ex his cum sex alfas in giro et corona de alaules intus in ea pendens alia est de annemates cum olouitreo aurea. Tercia uero est diadema capitis mihi aureum et arcellina de cristallo auro cooperta et crucem auream cum lapidibus conpertam olouitream et aliam eburneam in similitudinem nostri redemptoris crucifixi, turibulos duos aureis cum inferturia aurea et alium turibulum argenteum magno pondere conflatum et calicem et patenam ex auro cum olouitreo, stolas aureas cum amoxerce argenteo et opera ex auro et aliud argenteum ad amorcece habet opera olouitrea et capsam eburneam operatam cum auro et alias duas eburneas argento laboratas: in una ex eis sedent intus tres alie capselle in eodem opere facte et dictacos culpertiles eburneos. Frontales tres auri frisos uelum de templo Lotzori Maiore cum alios duos minores arminios, mantos duos auri frisos, alio alguexi auro texto cum alio grizisco in dimisso cardeno. Casula aurifrisa cum dalmaticis duabus aurofrisis et alia aluexi auro texta servicio de mensa id est salare inferturia, tenaces, trullione cum coclearibus X ceroferales duos deauratos anigma exaurata et arrotoma. Omnia haec uasa argentea deaurata cum predicta arrotoma binas habent ansas [...]
Arqueta de las reliquias. San Isidoro de León
 

Del conjunto conservado sobresalen algunas piezas que evidencian la importancia que los soberanos concedían a estas obras; es el caso del arca de las reliquias de San Isidoro o el Cristo de Fernando I y doña Sancha. El valor material de estas piezas es muy significativo, pero también lo es el artístico y el alto contenido simbólico que tenían este tipo de obras. Resulta evidente que los monarcas buscan la renovación del culto a las reliquias con la incorporación de los restos del prelado hispalense, a los que hay sumar una serie de contenedores adecuados a los dignos restos a los que se destinan. Hay que tener en cuenta que una obra como el Crucifijo del Museo Arqueológico Nacional cuenta con una pequeña estauroteca practicada en la espalda del Crucificado. No se escatimaron recursos en la elaboración o encargo de estas obras, al ya citado valor de los materiales –marfil, plata, oro, ricas telas, azabache...– hay que sumar el interés mostrado por la modernidad de todo este aparato suntuario, que se expresa en una estética muy cuidada, de depurada técnica y que puede considerarse a un nivel tan elevado como el de cualquier otra creación artística que se esté llevando a cabo en esos momentos en Europa.
En el caso del Cristo de marfil, no parece exagerado clasificarlo como una de las creaciones más logradas de la eboraria cristiana de la undécima centuria. Algo similar se puede señalar con respecto al arca de plata, que no deja de ser una mínima expresión de lo que el conjunto original debió de presentarse ante los ojos de los reyes, pues la que hoy se custodia en la colegiata isidoriana habría estado protegida en el interior de otra revestida de oro; a pesar de todo, lo conservado es un buen ejemplo de esa apertura hacia lo ultrapirenaico, tal y como numerosos especialistas han puesto de relieve al relacionar los relieves que ornan este arca con los de las puertas de bronce de San Miguel de Hildesheim.
Arqueta de los marfiles. San Isidoro de León
 

El arca de los marfiles de la Real Colegiata de San Isidoro también es fruto de la promoción de los reyes Fernando y Sancha, pero habría sido donada por los soberanos con anterioridad al traslado de los restos de Isidoro, siendo su finalidad la de contener los restos de San Juan Bautista y San Pelayo. Todos estos datos los facilitaba una inscripción que corría por la parte inferior de la tapa y que Ambrosio de Morales transcribió en su Viage; en ella se podía leer: Arcula Sanctorum micat haec sub honore duorum Baptiste Sancti Joannis, sive Pelagij. Ceu Rex Fernandus Reginaque Santia fieri jussit. Era millena septena seu nonagena (año 1059). Morales nos dejó, además, una detallada descripción que nos aproxima al aspecto que debió presentar la obra: “[...] y en la del lado de la Epístola está un arca de marfil con tanta guarnición de oro, que tiene más de metal que de hueso”. Desgraciadamente, hoy se encuentra despojada de toda la labor aurífera con la que se decoraba, con todo, quedan las marcas de las estructuras arquitectónicas que emularían y algunos restos de filigrana. Nos encontramos, por lo tanto, ante una pieza concebida para una finalidad puntual, en un momento en el que todavía se quiere potenciar el culto a las reliquias de los santos a los que estaba dedicada la iglesia; culto que pocos años después se verá desplazado hacia los restos del prelado sevillano.
Tanto en esta arqueta de marfil, como en el Cristo del Museo Arqueológico Nacional, queda patente el interés de los soberanos por el hecho de que su nombre figurara, de manera explícita y visible en las obras; el valor propagandístico y de legitimación resulta, por tanto, evidente.
Algo similar ocurre con el Cáliz de doña Urraca; la hija de Fernando y Sancha aportó, también, esta pieza excepcional al conjunto otorgado por sus progenitores, si bien no se puede precisar con exactitud su cronología. Habitualmente se sitúa su donación en torno a 1063, coincidiendo con la traslación de los restos de Isidoro. Nuevamente la inscripción identifica a su otorgante, en este caso se lee: “+ IN NOMINE D[OM]NI URRACA FREDINA[N]DI”. La originalidad de esta pieza y el cuidado de los materiales empleados, como es el caso del reaprovechamiento de dos vasos de ágata romanos, el uso del oro y las piedras preciosas, hacen de ella una de las obras maestras de la orfebrería románica europea.
Cáliz de Doña Urraca
 

De lo expuesto hasta este momento se puede deducir que el empeño de los monarcas, y de su hija, en la incorporación al conjunto isidoriano de una serie de obras de gran calidad, es indicativo del valor que le concedían a las mismas. Para ello se seleccionaron un conjunto de piezas que respondían a las características de los planteamientos estéticos que se estaban desarrollando en esos momentos en Centroeuropa, conscientes del testimonio de poder y legitimación que este tipo de creaciones pueden transmitir.
Un campo muy interesante para el estudio de la actividad de promoción artística desempeñada por Fernando I y su esposa es el de la producción de manuscritos iluminados. La supuesta biblioteca real debió contener un nutrido grupo de manuscritos, algunos con ricas miniaturas; entre ellos destacan unos Comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana, custodiado en la Biblioteca Nacional de Madrid. Se trata del único Beato, que conozcamos con certeza, que no estuvo destinado a un monasterio. Su carácter áulico se manifiesta en la suntuosidad del mismo, con abundante uso del oro y unas iluminaciones de gran calidad; nuevamente, nos encontramos ante una obra que prestigia a quien la encarga. Para que no quede ninguna duda al respecto, en el folio 7 se puede leer: Fredenandus rex dei gra mra l(iber) y Sancia regina mra libri. La fecha de conclusión del mismo, tal y como se indica en el colofón, fue el año 1074; esta cronología parece que justifica el hecho de que todavía la tradición pictórica de la décima centuria se muestre con claridad en esta obra.
No ocurre lo mismo con el conocido como Diurno de Fernando I, custodiado en la Biblioteca de la Universidad de Santiago de Compostela; en una de sus miniaturas más interesantes fueron representados los soberanos y otro personaje que se podría identificar como uno de los artífices. Pero son, nuevamente, algunos de los textos contenidos en el códice los que nos ofrecen una información precisa sobre los promotores del mismo; así, en el folio 6 se incluye un ex-libris en el que se puede leer: FREDINANDI REGIS SUM LIBER y FREDINANDI REGIS NECNON ET SANCIA REGINA SUM LIBER y en folio 285: Sancia ceu uoluit / quod sum regina paregit / era millena nouies / dena quoque terna / Petrus erat scriptor / Fructuosus denique pictor. De aquí se deduciría, como señala el profesor Díaz y Díaz, que fue Sancha quien encargó el manuscrito, posiblemente, para obsequiárselo al soberano. Su cronología habría que situarla en torno a 1055, apenas diez años más tardío que el Beato, pero con una diferencia fundamental, pues en esta ocasión la estética de las miniaturas del códice ya participa, plenamente, de las fórmulas que podemos definir como románicas.
Vinculables a estos monarcas son también un Liber canticorum et orarum, de la Biblioteca General de la Universidad de Salamanca, en el que se recoge la confesión de Sancha, con su nombre raspado y sobre el que se colocó el de Urraca; así como un libro que contiene las Etimologías de Isidoro, además de otros textos, en cuyo laberinto se puede leer: Sancio et Sancia librum (se refiere al futuro Sancho II, rey de Castilla y León). Sin embargo, ambos manuscritos distan mucho de la riqueza y suntuosidad de los dos primeros.
Sorprende, con todo, tamaño despliegue de medios, que aparentemente son muy superiores a los empleados en la construcción de la iglesia, que como ya señalamos, no asumió las novedades que al otro lado de los Pirineos se estaban produciendo. No parece extraño, por lo tanto, que pronto las obras de remodelación y construcción de la nueva iglesia se pusiesen en marcha. El edificio más significativo de la monarquía necesitaba “actualizarse”. Desconocemos con precisión las fases, pero a tenor de los estudios de las últimas décadas, que analizan las evidencias constructivas y que han tenido en cuenta los aportes de las excavaciones, se podría establecer la siguiente secuencia: en tiempos muy cercanos a la consagración de la iglesia fernandina, y tal vez promovidas las obras por su hija Urraca, se habría construido el actual Panteón a los pies de la iglesia, como así parece atestiguarlo la articulación entre las dos construcciones. Se trataría de una construcción inmediatamente posterior a la de Fernando I, pero no podemos asegurar que fuese llevada a cabo por su hija; no obstante, Urraca sí que debió de intervenir de manera significativa en el edificio ya que en su epitafio se puede leer: haec ampliavit ecclesiam istam. La necesidad de adecuar un espacio tan significativo para la monarquía, en el que el propio Fernando I hizo penitencia y que eligió como enterramiento, parece evidente, como también lo serían las diferentes obras que se acometieron en el edificio desde finales del siglo XI y a lo largo de toda la duodécima centuria, como la torre, la tribuna, las pinturas del panteón, la nueva iglesia, consagrada por Alfonso VII en 1149, o la capilla de la Trinidad.
Como señalábamos, no siempre resulta fácil establecer la secuencia cronológica, sin embargo, creemos oportuno reseñar aquí que la historiografía más reciente parece coincidir en el adelanto de la cronología de las pinturas murales del panteón a la primera mitad del siglo XII, justificable tanto por la estética de las mismas, muy próxima a algunos aspectos del Libro de los Testamentos de la catedral de Oviedo, como por la iconografía, con la presencia de un soberano orante identificable con el propio Fernando I o por la apertura de un vano de comunicación con la nueva iglesia que rompió alguna de las composiciones pictóricas. En esta ocasión pudo haber sido la reina Urraca, madre del futuro Alfonso VII, la promotora de esta decoración pictórica.
Si la obra de San Isidoro se puede considerar como paradigmática de la relación entre la monarquía y la creación artística en tiempos del románico, no menos importante es el caso del monasterio de San Benito de Sahagún; desgraciadamente no ha llegado a nuestros días nada más que una mínima parte de la construcción románica y su estado ruinoso no permite que lleguemos a formarnos una imagen muy precisa del edificio románico. Con todo, recientes estudios, basados fundamentalmente en la documentación de la época, han logrado reconstruir el primitivo edificio, recuperándolo del olvido secular al que se había visto sometido. Pero, de nuevo es la vinculación de la fábrica a la figura de un soberano leonés lo que justifica el que le dediquemos un mínimo de atención en esta visión global. Se trata de Alfonso VI (1065-1109), quien a lo largo de su dilatado reinado, prestó particular atención a este cenobio, como su padre lo había hecho con San Isidoro, de manera que lo convirtió, también, en un centro político-religioso de primer orden, tal y como señalan en su reciente estudio los doctores Herráez, Cosmen, Fernández y Valdés –de este documentado trabajo hemos extraído la mayor parte de la información a la que aludiremos en los siguientes párrafos–.
La relación del monarca con el monasterio fue siempre estrecha, sin olvidar que se ubicará en él, también, el panteón de la familia. Con la finalidad de que el edificio estuviese a la altura de las necesidades de la Corte y pudiese servir también a los nuevos planteamientos litúrgicos que supuso la introducción del rito romano, Alfonso VI llevó a cabo toda una serie de obras, durante la segunda mitad del siglo XI, en el primitivo monasterio de los Santos Facundo y Primitivo. No hay que olvidar, además, que este cenobio se convertirá en el principal centro de la reforma cluniacense en la península Ibérica; debemos también recordar, como señala Bishko, que había sido Fernando I el iniciador de la relación-dependencia respecto a la abadía borgoñona. Es, precisamente, este carácter de apertura hacia lo europeo, ya iniciado por su predecesor, uno de los factores definitorios de la nueva arquitectura, que se expresará mediante la renovación de las formas, incorporándose las novedades que se estaban produciendo al otro lado de los Pirineos.
Resulta, sin embargo, difícil precisar las características de esta nueva arquitectura promovida por el rey; en estas mismas fechas se está iniciando la fábrica de la catedral compostelana, la iglesia de San Pedro de Arlanza, la del monasterio de Silos, San Martín de Frómista o la catedral de Braga. En principio, debemos pensar en una fábrica similar a la de los edificios que acabamos de referir, pero son pocos los datos que nos ayudan a esclarecer este punto. Sin duda, se debe al monarca la realización de un espacio para ser enterrado en él, tal y como se atestigua tanto en la documentación de la época como en la Primera Crónica Anónima, donde se señala: “... conjuró a sus hermanas, conviene a saber; a doña Urraca y a doña Elvira, e aún a todos los de su parentela, y mayorales de su casa, que adon quiera que el prostimero día se fallase el suo cuerpo, fuese enterrado acerca de Sant Fagun. En un documento de 1080 se señala: elegí allí el lugar donde descansar tras mi muerte, de manera que lo que había amado extremadamente en mi vida, yo difunto, también fuese a más”.
La construcción de este espacio pudo llevarse a cabo en las últimas décadas del siglo; de planta cuadrangular, con dos grandes pilares en el centro, con una disposición muy similar a la del panteón isidoriano, pero de mayores proporciones. El espacio contaba con dos puertas, una en el lado occidental, que comunicaba con el exterior, y otra en el opuesto, realizada una vez que la fábrica de la iglesia llegó a ese punto, en una época ya muy posterior.
Si la arqueología ofrece algunas luces sobre la estructura del panteón es más parca por lo que se refiere a la iglesia; la documentación señala que el edificio fue consagrado en 1099; coincide que en torno a esas fechas el monasterio recibe una gran cantidad de donaciones que parecen confirmar este punto. El propio soberano concederá importantes prerrogativas y exenciones al monasterio, llegando a otorgarle fuero en 1085, quedando la villa bajo el señorío del abad. Las primeras obras de la basílica no parece que llamasen demasiado la atención, sin embargo a partir de 1106, en la documentación, se exalta la nueva construcción con las siguientes palabras: ecclesia mira opere fabricata. Como señalábamos poco se conoce de la estructura alfonsí, sin embargo se puede deducir que pudo llegar a los tramos más próximos al crucero; su cabecera sería triple, tal y como se puede colegir de los restos conservados; a estos ábsides se accedería por medio de los respectivos arcos de triunfo. A los restos arquitectónicos hay que sumar algunos escultóricos, muy dispersos, cuyas características coinciden con las de la escultura que en estos momentos se está desarrollando en la Península.
Al igual que ocurrió en San Isidoro, el monarca realizó numerosas donaciones de piezas para el ornamento litúrgico de la iglesia; las descripciones de Escalona y Morales nos ofrecen datos de sumo interés relativos a estas obras de carácter suntuario; así se describe una cruz de oro cercada de piedras preciosas, donada en 1093, tras la muerte de su esposa Constanza; en 1100, ofrecerá al cenobio, tras el óbito de su mujer Berta, “otra cruz de oro con muchas piedras preciosas guarnecida”; y en 1102 donaba al monasterio un lignum crucis que le había regalado el emperador Alexis de Constantinopla y que estaba recubierta de “labor griega muy sutil”. Ambrosio de Morales describe con detenimiento otro lignum crucis, ofrecido a Alfonso VI por el Emperador anteriormente citado, y que detalla como: “una cruz de cuatro dedos de ancho por más de tres cuartas de alto con engastes de piedras finas, semipreciosas. La reliquia de un dedo de larga y medio de ancha, estaba en medio de la cruz”; también llamó su atención un frontal de altar “con encasamientos y figuras de santos de medio relieve”, que también habría sido mandado hacer por el soberano. Nos encontramos, por tanto, ante un conjunto similar al isidoriano, más reducido y del que no han llegado a nuestros días ninguna de las piezas. Sin embargo, la idea que subyace parece ser la misma, con la particularidad de que en este caso no parece que se trate de un hecho tan planificado como el llevado a cabo por Fernando y su esposa Sancha.
El siglo XII constituirá el núcleo central del desarrollo del románico en León; durante este período se concluirán, en su mayor parte, las fábricas de San Isidoro, del monasterio de Sahagún o experimentarán importantes cambios las catedrales de León y Astorga. Sin embargo, la estrecha relación que hemos venido señalando entre la institución monárquica y la promoción de obras artísticas no es tan evidente. Resulta evidente el interés de Alfonso VII (1126-1157) en la consagración de la nueva iglesia isidoriana, presidida por él en el año 1149; hecho, que como señala la profesora Fernández González “se llevó a cabo en un entorno de connotaciones políticas y de exaltación de la figura del referido monarca, quien afirmó, definitivamente, la idea imperial leonesa o del Imperio Hispánico, ya que él fue Emperador en ejercicio, rey superior a otros por reconocimiento y vasallaje”.
Por su parte, Fernando II (1157-1188), realizará también una importante labor de promoción artística; fuera de los límites de la actual provincia de León destaca su interés por la catedral de Compostela, pero no dejó de lado la capital del reino, con intervenciones en la catedral leonesa, como también hará su sucesor, Alfonso IX (1188-1230), y en la fábrica de San Isidoro, que a pesar de estar consagrada no estaba concluida, como se deduce de la donación de un operario ad construccionem ecclesiae Sancti Ysidori u obras puntuales como el dictamen de un nuevo trazado de acceso mandado hacer por el rey ad gloriam et decorem domus beati Ysidori.
También fue importante su participación en el templo catedralicio astorgano, concediendo donaciones, derechos y privilegios. Esta actividad la recoge Lucas de Tuy, cuando en su Crónica señala: rex Fernandus cupiens civitatem Astoricam decorare, transtulit corpus Ramiri [...] et [...] in ecclesia cathedrali ipsum honorifice sepelevit.
Estas intervenciones, junto a su labor de promoción y protección del Camino de Santiago, constituyen una singular aportación de este soberano leonés, tal y como han señalado las doctoras Cosmen y Herráez en su estudio sobre la figura de este monarca como promotor de la Ruta Jacobea.
Finalmente, resta hacer una breve referencia a las obras desarrolladas durante el reinado de Alfonso IX, último soberano leonés, cuya muerte, acaecida en 1230, supone el límite cronológico de nuestro análisis. No hay que olvidar que a lo largo de la decimotercera centuria las obras que pueden ser consideradas como románicas son aún muchas, si bien conviven, frecuentemente, con las nuevas fórmulas plenamente góticas.
Al igual que había hecho su predecesor, realizará numerosas donaciones a favor de las dos fábricas catedralicias de la provincia. Testimonio de las intervenciones que se están llevando a cabo en ambas catedrales son los magníficos ejemplos, en algunos casos muy fragmentarios, de escultura que han llegado hasta nuestros días. Algunas de estas obras pueden clasificarse, cronológicamente, en torno al año 1200, dentro de la corriente renovadora que se esté produciendo en estos años en toda Europa y que en el caso de la península Ibérica encuentra sus mejores expresiones en el Pórtico de la Gloria compostelano, en los conjuntos escultóricos de Carrión o en algunas obras de Silos. Tanto en León como en Astorga, los relieves conservados, así como algunos grupos escultóricos, testimonian una intensa actividad, que se corresponde con los datos que ofrece la documentación, alusivos a las generosas donaciones realizadas por el soberano a las respectivas fábricas, en particular a la leonesa. Parece que también pudo intervenir en la obra de Santa María de Arbas, puesto que un documento otorgado por el soberano en 1214, recoge ciertas donaciones con la obligación de que se construyese una capilla.
Pero no será únicamente el rey quien participe de estas obras. El caso de su esposa, doña Berenguela, también resulta sumamente ilustrativo. Según Lucas de Tuy, quien a comienzos del siglo XIII escribe un texto en el que se narran los milagros de San Isidoro, la reina habría colaborado en la labor scriptoria que se estaba desarrollando en esos momentos en el cenobio isidoriano, debida en su mayor parte al canónigo Martino. En el capítulo LXIII se refiere con las siguientes palabras a su obra: “[...] y quisiese ordenar los dos libros grandes de la concordia entre el nuevo y el viejo Testamento, según que de suso está escrito, era ya tanta su flaqueza, que no podía escribir ni sostener los brazos para ello, y por eso hizo en su escritorio atar una viga, que estaba alta, unos cordeles con ciertos lazos, los cuales echaba por debajo de las espaldas y de los brazos, de manera que estaba como colgado para que su cuerpo flaco pudiese más ligeramente soportar aquel trabajo. Y así escribía él su obra en ciertas tablas de cuerno, las cuales, así escritas de su mano daba a ciertos escribanos que tenía consigo, y ellos trasladábanlo en pergamino [...]”.
En el capítulo siguiente se recoge la noticia de la colaboración de la reina Berenguela en esta tarea: “[...] y como este santo pobre de Jesucristo ninguna cosa de riquezas del mundo poseyese, ni pudiese sin ayuda de otros componer los libros susodichos [...] el abad de San Isidro, Don Facundo, que a la sazón era, que le diese licencia para tener consigo ciertos escribanos con los cuales pudiese hacer aquellos libros [...]. Y como la reina Berenguela supo el deseo y propósito del santo varón mandóle dar todo lo necesario para hacer y acabar sus libros”.
Por último, en el capítulo LXV se informa, incluso, del número de clérigos destinados a esta tarea: “Así que tenía Santo Martino continuamente consigo siete clérigos para escribir sus libros y hacer el oficio divino”.
Parece clara, por lo tanto, la labor desempeñada para la elaboración de una obra tan importante como son los códices conocidos como Obras de Santo Martino, que sobresalen por el rico conjunto de iniciales ornadas, de cuidada factura y abundante uso de oro, que constituyen una de las más logradas expresiones de la miniatura hispana en torno al año 1200.
También sería de justicia hacer aquí una referencia, aunque sea mínima, a una pieza textil de indudable valor artístico, como son las estolas custodiadas en la colegiata de San Isidoro y que, según reza la inscripción tejida sobre las mismas, fueron regaladas por la reina Leonor, esposa de Alfonso VIII, rey de Castilla : ALIENOR REGINA CASTELLE FILIA HENRICI REGIS ANGLIE ME FECIT SUB ERA MCCXXV ANNOS (la otra estola presenta la misma inscripción, pero la fecha consignada es la del año siguiente, es decir, 1198). Resulta muy significativo que la esposa del soberano castellano realice un regalo que habría sido realizado o encargado por ella misma, lo que sería un argumento más que ratifica la importancia que tiene este cenobio, incluso, para los soberanos no leoneses.
Por último, nos referiremos a una obra cuya vinculación a la monarquía no es tan evidente como en algunos de los casos que venimos analizando, al menos si tomamos como punto de referencia principal el hecho de que los monarcas hayan sido los promotores de la misma; tampoco parece que fueran los destinatarios, pero resulta evidente que hacia ellos se dirigía, al menos en parte. Nos referimos el Libro de las Estampas de la catedral de León. Se trata de un pequeño cartulario, que no alcanza los cincuenta folios, en el que se recogen numerosas donaciones de siete reyes –desde Ordoño II hasta Alfonso VI– y de la condesa doña Sancha. Los documentos originales se custodian en el archivo catedralicio y en el siglo XII se había realizado una copia de los mismos, conocida como el Tumbo. Por lo tanto, la elaboración de este códice, en torno al año 1200, debe responder a otras necesidades que no son las meramente administrativas. Además los textos han sido trasladados sin demasiado cuidado y se observan numerosos errores, que no parecen intencionados.
Es probable que se trate de una obra promovida por el obispo Manrique, con una finalidad propagandística y legitimadora, similar a la que tuvieron el Libro de los Testamentos ovetense o el Tumbo de la catedral compostelana. Con estos códices se pretendería llamar la atención sobre las posesiones catedralicias, así como incitar a los soberanos contemporáneos a continuar con las prácticas generosas que hacia la sede habían tenido sus predecesores. En el caso ovetense parece que se lograron los fines perseguidos por Pelayo; posiblemente este éxito motivó a los compostelanos a iniciar la misma tarea, creándose un libro abierto, que se ampliaba conforme las donaciones de los diferentes soberanos se acumulaban. El caso leonés presenta algunas diferencias, en particular por el carácter de obra incompleta, ya que ninguno de los soberanos más próximos a la realización del manuscrito aparecen consignados, nos referimos a Alfonso VII, Fernando II y Alfonso IX, a pesar de las significativas donaciones que realizaron a Santa María. Da la impresión de que la obra se interrumpió, por razones que desconocemos, en un momento determinado, quedando el proyecto limitado al pequeño manuscrito que hoy se expone en el Museo Catedralicio y Diocesano.
Pero no por ello se trata de una obra de carácter secundario; los artífices que realizaron sus miniaturas eran buenos conocedores de la producción artística de la Europa del momento; su calidad es similar a la de algunas iluminaciones de los códices isidorianos; incluso se han puesto en relación con las Obras de Santo Martino, no descartándose que sean obras de la misma mano.
De esta rápida visión del panorama artístico leonés en los siglos del románico, bajo la óptica del patrocinio regio, parece evidente que la trascendencia del papel jugado por la monarquía es muy grande, tanto que sin estas intervenciones difícilmente se habrían dado unos focos de actividad creativa tan relevantes. Se podría, incluso, decir que se trata de un hecho diferenciador del románico leonés, aunque no exclusivo.

La música
La provincia de León es un territorio que nos ha legado algunos de los mejores testimonios del arte románico musical en la península Ibérica. El antifonario visigótico mozárabe, copiado en algún momento del ancho espacio de tiempo que precede a la llegada del arte románico pleno, siglos X y XI, es testigo inapreciable de la extraordinaria relevancia de la música litúrgica de este período en los reinos de León y de Castilla. Los estudiosos del canto litúrgico no han dudado en considerar este códice como la “joya de los antifonarios latinos”.
No es posible entender los principales monumentos del arte románico en su conjunto si no se conoce la liturgia que se celebraba dentro de ellos ni se percibe la atmósfera de la música que resonaba en su recinto. La liturgia y la música inherente a la alabanza del oficio divino era la razón de ser de tales monumentos, de sus espacios arquitectónicos, de su iconografía. Por otro lado, la música fue una de las disciplinas más importantes entre las antiguas artes liberales. En ellas no tenían cabida las artes que son hoy objeto de dicha historia, la arquitectura, la pintura y la escultura, a no ser como aplicación de dos de las siete artes: la aritmética y la geometría.
En la apología de Carlomagno dedicada a Luitprando, obispo de Aquisgrán, que aparece como libro IV dentro del Códice Calixtino, Turpín relata que en el palacio que el emperador se mandó construir al lado de la iglesia de Santa María estaban representadas estas siete artes. El célebre obispo de Reims en su fantástico relato no nos refiere cómo estaba allí representada la música, pero la define como “ciencia de cantar bien y correctamente, con la que también se celebran y adornan los oficios divinos de la iglesia”. Y prosigue: “Por ella se hicieron todos los instrumentos musicales. Este arte fue creado en un principio por las voces y los cantos divinos de los ángeles, pues ¿quién duda que las voces de los que en la iglesia cantan ante el altar de Cristo, emitidas con dulzura, se mezclan en los cielos con las de los ángeles?”. Este documento del siglo XII pone bien a las claras el lugar de la música en el mundo sacralizado en el que surge el arte románico.
Pero el estudio de la música de un período tan lejano se encuentra con enormes dificultades metodológicas derivadas del propio objeto, dificultades que las demás artes tienen por completo allanadas. Los archivos musicales han conservado un importante número de documentos musicales de épocas antiguas, también del período románico, como los pueblos conservan edificios, y los museos guardan obras de arte. Mas los objetos de unas y otras obras no son convertibles, no son de la misma naturaleza. Mientras una escultura románica es una obra de arte que por sí misma se exhibe plásticamente en el espacio al espectador, una partitura no transmite los sonidos artísticos sino, con notable impropiedad, es cierto, a través de la escritura musical, cuyos símbolos gráficos realizados en el espacio deben trasladarse a una secuencia temporal de sonidos para que la música pueda ser oída y apreciada como tal. Esta diferencia tan honda entre las artes plásticas y la música, arte dinámico, es la que lleva a consideraciones muy diversas respecto a la condición de patrimonio histórico artístico entre aquéllas y ésta.
La música producida durante el período en que se practica el arte románico sólo puede ser materia de descripción y estudio a través de los manuscritos musicales, de los escritos históricos y literarios y de otros testigos oblicuos, como son algunos objetos propios de la arqueología y de la iconografía, por ejemplo, los instrumentos musicales. La movilidad de los libros manuscritos poseedores de contenido artístico musical ha propiciado el que estos objetos pensados y creados para el desarrollo de la actividad artística en determinados lugares, hayan terminado enriqueciendo archivos muy alejados del lugar de destino. Los archivos eclesiásticos de la Comunidad castellano-leonesa conservan todavía importantes colecciones de manuscritos que exhiben las más depuradas formas del arte románico musical, notablemente destinado a la liturgia cristiana.

Música para el culto
Durante la época en que nace y se desarrolla el arte románico, apenas es posible distinguir entre música religiosa y profana. Ambas se encuadran en una cosmología teocéntrica en la que el hombre cristiano y cada uno de sus actos, sagrados, profanos y hasta perversos, tendrán un lugar propio y unas consecuencias determinadas. Así, pues, en la medida en que la sociedad estaba plenamente sacralizada todos los productos humanos, incluidos los artísticos y los musicales, comportaban alguna dimensión religiosa. Más aún, la música y el canto, según los Santos Padres de la Iglesia, no tendrán un carácter funcional, para edificar o servir a ciertos actos esenciales de la vida cristiana, sino serán en sí mismos actos sustantivos sin otra finalidad ulterior, pues son la traslación temporal de la actividad que ejercen los bienaventurados y ángeles en el cielo por toda la eternidad:
Modo incipe laudare si in aeternum laudaturus es. Qui laudare non vult in transitu huius saeculi, obmutescet cum venerit saeculum saeculi.
Se entiende, pues, que la música en sentido pleno es la que se practica en la liturgia divina, mientras la que se realiza fuera de ella tiene un carácter funcional, secundario o accesorio, al servicio de actos, liturgias, celebraciones o fiestas terrenales. El canto litúrgico será la música que va a representar en sentido propio el período románico. Su naturaleza sacra va a tener como consecuencia inmediata su fijación en códices para garantizar su perdurabilidad y su inmutabilidad, ya que se cree ha sido inspirado directamente por Dios como fiel reflejo del canto de los bienaventurados en el cielo. La incorporación al repertorio litúrgico de nuevos cantos producidos por el uso de nuevas técnicas compositivas sólo podrá efectuarse en la medida en que quede intangible el canto tradicional.
La alabanza divina, el canto litúrgico, serán por esta razón la causa material y formal de los recintos sagrados en los que la arquitectura, la escultura y las demás artes contribuirán decisivamente a la puesta en escena de la liturgia que tiene lugar dentro de ellos.

El tropo y el discanto
El período románico desarrolla una música litúrgica característica: el discanto. Éste, a su vez, era consecuencia natural de la evolución del tropo y, mucho antes, de la ornamentación del recitativo litúrgico. Era el tropo una composición original, comúnmente con texto versificado, que se insertaba en ciertos cantos del repertorio tradicional.
Aunque hay precedentes muy antiguos de estos tropos, entre los que hemos de contar los himnos litúrgicos, este procedimiento literario musical aparece realmente en el siglo IX como un fenómeno que rápidamente se extiende a todos los lugares que han aceptado el canto gregoriano propiciado por los carolingios. Del tropo, que era un canto introducido horizontalmente dentro de otro, se pasó al discanto, esto es, al canto que era interpretado simultáneamente con la música de determinadas piezas del repertorio tradicional. Se trataba, por tanto, de un procedimiento polifónico, pues la melodía añadida debía conectar sus sonidos con los del canto tradicional, llamado posteriormente cantus firmus, produciendo consonancias y un resultado armónico. La técnica polifónica moderna tiene sus raíces precisamente en estos discantos.
El primitivo discanto va a tener dos estilos principales, uno muy adornado, otro más sencillo. Aquél será designado con el nombre de organum, donde la melodía superpuesta (vox organalis, duplum o triplum, si son una o dos las voces superpuestas) desarrolla larguísimos melismas, mientras se mantiene, a modo de nota pedal, el sonido del canto llano. El otro desembocará en el conductus, en el que la voz polifónica actúa nota contra nota sobre la melodía del canto litúrgico. El progresivo perfeccionamiento del discanto y la superposición de más de una voz darán lugar a una cierta diversidad de estilos y de formas en la llamada ars antiqua, característica del primer gótico, en que se abandona la vieja técnica del organum y del conductus.
La ornamentación mediante la técnica del discanto se desarrollará en el norte de España, como en el resto de Europa, durante la época románica. Pero antes de practicarse en la liturgia romano carolingia, debió haberse practicado en el ámbito hispano visigótico. El Antifonario de la catedral de León recoge el ejemplo, probablemente, más antiguo conocido de organum polifónico.

Los repertorios litúrgicos musicales en Castilla León
a) Canto mozárabe
Los principales scriptoria castellano-leoneses donde se escribieron manuscritos con canto mozárabe son los siguientes29: en León, San Isidoro y otros monasterios; en Burgos, San Pedro de Berlanga o Valeránica (hoy desaparecido), San Pedro de Cardeña, San Salvador de Oña, Santo Domingo de Silos; en Palencia, Valcavado (aunque no conservamos ningún códice musical salido de este escriptorio, en él se copió el Beato iluminado por el monje Oveco que se guarda en la Biblioteca de Santa Cruz de Valladolid) y San Zoilo de Carrión.

b) El canto llano tradicional
La implantación del canto gregoriano se vio favorecida por la repoblación llevada a cabo en el norte de la Meseta castellano-leonesa y por la peregrinación a Santiago de Compostela. Gracias a los cantores llegados del otro lado de los Pirineos con los repobladores monásticos y los códices traídos por ellos o copiados en los escriptoria castellano-leoneses, se efectuó el cambio con asombrosa rapidez. Don Rodrigo Jiménez de Rada en su De rebus Hispaniae escrito a principios del siglo XIII, nos refiere que don Bernardo, el primer arzobispo de Toledo después de la conquista de esta ciudad por Alfonso VI en 1085, se trajo cantores que luego fueron titulares de diversas sedes episcopales: Gerardo arzobispo de Braga y Bernardo de Agen, obispo de Sigüenza.
Entre los códices mandados traer por el cluniacense don Bernardo de Sahagún, posteriormente arzobispo de Toledo, está el Antifonario 44.1 y el 44.2 de la Biblioteca Capitular toledana, cuyo santoral es totalmente francés, si bien a este último ya se le incluye fuera de su lugar propio la fiesta de algún santo del calendario español como San Antonino, patrono de Palencia. Entre los testimonios manuscritos castellanos más importantes del repertorio recién traído a España destacan el códice de Silos, hoy en Londres BL. Mss. Add. 30850. Este último contiene en notación visigótica el antifonario del oficio completo, más un libellus con el oficio completo de las fiestas de Santo Domingo de Silos y un tonale palimpsesto con notación de puntos. El magnífico breviario notado ms. 9 de Silos, siglo XIII, procede de San Rosendo de Celanova. En la región castellano-leonesa los maestros de gran parte de las iglesias y catedrales siguieron utilizando durante varios siglos estos manuscritos antiguos y otros copiados con el mismo tipo de notación arcaica de puntos sobrepuestos sin otra pautada que una raya a punta seca o de color, para cantar el canto llano, si bien para el repertorio polifónico ya disponían de manuscritos con pautada y notación cuadrada. Todavía en el siglo XVI, el maestro de canto llano de Burgos, Gonzalo Martínez de Bizcargui, se queja de ello en su Arte de canto llano y contrapunto, Burgos 1511. Los archivos diocesanos, catedralicios y parroquiales de Castilla y León guardan algunos códices y numerosos fragmentos. Es frecuente encontrar estos fragmentos en encuadernaciones antiguas de códices de todo tipo conservados en las bibliotecas españolas y muy señaladamente en los protocolos notariales. El archivo provincial de Zamora y el Archivo Diocesano de Burgos, entre otros, conservan, después de haber sido recuperados, una apreciable cantidad de estos fragmentos.

c) Fuentes de los tropos y discantos
Los manuscritos castellano-leoneses de canto llano poseen tropos insertos entre las piezas del repertorio tradicional. Hay que señalar, sin embargo, que la repoblación monástica en el Reino castellano-leonés, por influjo del rey Alfonso VI, fue realizada mayoritariamente por los cluniacenses, y que éstos no admitían los tropos en la liturgia. Los escasos ejemplos de tropos o farsas que encontramos se deben a que la repoblación fue llevada a cabo por monjes o clérigos no adscritos a Cluny, como es el caso de Silos cuyo antifonario (Londres BL Add. 30.850) contiene el primer caso de drama litúrgico conocido en España, por haber recibido la observancia de la Congregación de San Víctor de Marsella. Más tarde, la llegada de las nuevas órdenes religiosas activarán la producción de libros litúrgicos.
Los cistercienses, establecidos en España avanzado el siglo XII (la primera fundación de que se tiene noticias, Moreruela en Zamora, 1132, o Fitero en Navarra, 1140), poseían una gran uniformidad impuesta desde Citeaux, donde desde 1185 existía un modelo al que debían someterse todas las copias repartidas por las diversas fundaciones. En las primeras décadas del siglo XIII se asentarán las órdenes mendicantes.
El uso de tropos, prosas, secuencias y del arte polifónico se extenderá con el flujo de estas corrientes. Pero también tendrá extraordinaria importancia la reorganización de los clérigos que sirven en la iglesia episcopal. El Concilio de Coyanza, del año 1055, ya había legislado sobre la vida canónica de estos clérigos. Pero será a lo largo del siglo XII cuando los concilios nacionales establecerán la vida común del obispo y de su clero, bien como canónigos seculares cuya vida comunitaria se reducía en los actos litúrgicos y administrativos de la catedral, o bien como canónigos regulares sometidos enteramente a una regla, generalmente la de San Agustín. En esta corriente hay que situar a los premonstratenses, llegados a España en 1146. Sus monasterios dúplices, monjes y monjas presididos por un abad, seguían la regla de San Agustín, y no llevaban una disciplina tan rigurosa. En Castilla brillaron los monasterios de La Vid (Burgos) y Aguilar de Campoo (Palencia). La liturgia de los canónigos no era tan austera como la monástica. De hecho el obispo, el arcediano o el abad de los canónigos, seculares o regulares, disponía de amplia licencia para solemnizar la liturgia con trapos y otros cantos nuevos. De la época románica no hay noticia de haberse conservado, en Castilla y León, troparios y prosarios propiamente dichos, esto es libros específicos que recopilan este tipo de cantos de reciente composición. Pero muchos graduales y antifonarios que no proceden de la observancia cluniacense los incorporan en las fiestas y cantos respectivos.
Asimismo, la práctica del discanto y del organum polifónico debió ser corriente en ciertas iglesias más importantes para solemnizar la liturgia de las fiestas más importantes. No nos ha llegado polifonía documentada en esta época. Sin embargo, el repertorio de música polifónica de códices escritos en época claramente gótica, como es el manuscrito polifónico del monasterio de Las Huelgas de Burgos contiene piezas que, por su estilo, pertenecen a época anterior, como es una parte de la colección de organa contenida en la primera parte del códice, y algunos tropos de Benedicamus Domino al final. En efecto, algunas de las piezas contenidas en este códice poseen las mismas características que las que aparecen en el códice Calixtino, cuya polifonía fue copiada hacia el año 1180.

La música en el ámbito civil
Para el hombre del románico la estabilidad y perennidad de la música en el culto sagrado debía contrastar con la naturaleza transitoria de la música en los espacios civiles. El canto litúrgico era trasunto de la alabanza de los bienaventurados en el cielo. No así la música utilizada por los humanos en los asuntos terrenales. Pero en éstos no había una sino muchas liturgias, actos y situaciones a las que servía la música.
La herencia de los histriones se prolonga durante el románico como demuestra el libelo ya citado De saltationibus respuendis insertado en un manuscrito de la catedral de León (ms. 22, fol. 156), terrible diatriba contra todo tipo de danza y de jolgorio37. De esta herencia no quedan vestigios si no son los que pueden rastrearse en la tradición oral a lo largo de la historia y en la actualidad.
A principios del siglo XII nace el movimiento trovadoresco en lengua occitana. Los precedentes del mismo se encuentran en la canción árabe y en la latina tradicional. Al reino castellano-leonés traerán la lírica occitana los propios trovadores que, o bien buscaban en la Corte real o en la de los nobles mejores condiciones de vida, o bien se refugiaban en ellas tras un obligado exilio. Podemos citar entre los trovadores que pasaron por las Cortes castellanoleonesas y cuya actividad trovadoresca se desarrolló en la segunda mitad del siglo XII, a Rigaut de Berbesilh, Peire d’Alvernha, Giraud de Bornelh, y muy en especial a Peire Vidal. Los trovadores occitanos, sin embargo, no dejaron huella, que nosotros podamos percibir, de su actividad musical. Por el contrario, entrado ya el gótico, se practicará una lírica trovadoresca en lengua galaico-portuguesa, cuyo máximo exponente en el terreno musical serán las Cantigas de Santa María del rey Alfonso X el Sabio y las Cantigas de Amigo de Martín Códax.
Por lo que se refiere a la canción en lengua castellana, ni un solo documento musical nos ha llegado de esta época ni de las siguientes, hasta el Cancionero de la Colombina, escrito hacia 149038. Pero tan ostensible laguna documental no es sinónimo de inexistencia histórica, pues su brusca eclosión en el Renacimiento y los profundos sedimentos que se advierten en el riquísimo folclore castellano-leonés no pueden explicarse si no hubiera existido una práctica ancestral. En otro lugar he intentado explicar las razones de la ausencia de documentos que testifiquen la música de la canción en lengua castellana durante la Edad Media. He aquí los términos con los que intentaba situar la lírica musical en lengua castellana durante la Edad Media.
Señalemos, en primer lugar, la amplia trama social donde se desarrolla la canción lírica en España. Como en el resto de Europa, la música, llamémosla así, culta, erudita o virtuosa, se había refugiado en la liturgia de las iglesias y monasterios. En Europa el feudalismo creaba y generalizaba una “liturgia” civil cortesana, con sus celebrantes o protagonistas, con su música y sus canciones, ajenos y distantes del mundo social de nivel inferior que les rodeaba. En España dos mundos distintos, incluso antagónicos, propiciaban la intercomunicación de hábitos o formas de cantar, de bailar, etcétera, entre unas clases y otras: la cultura musulmana, más tolerante, abierta y horizontal, por un lado, y por otro, los reinos cristianos agobiados con los problemas de la repoblación, las guerras intestinas, y la común cruzada contra el moro.
En segundo lugar, la presencia de la cultura popular o de clases menos altas, sólidamente asentada y protegida por los largos y anchos cauces de la tradición oral en todos los estamentos de la sociedad, hacía innecesaria su puesta por escrito mientras estaba viva y palpitante en la memoria de todos. He aquí, pues, la diferencia. Las canciones de los trovadores se hallaban sometidas a las leyes de la retórica, la cual imponía una técnica depurada y exigía una música y un lenguaje adecuados. Las canciones transmitidas por la tradición oral en la sociedad del Reino castellano-leonés obedecían a otros patrones bien distintos, los que había establecido la costumbre y la mera funcionalidad de las cosas. La lengua era aquélla, según Gonzalo de Berceo, “en cual suele el pueblo fablar a su veçino”, y la música era aquella que estaba instalada en su tradición y en su memoria colectiva.
La presencia de la canción trovadoresca sería temprana en el Reino de Aragón y se manifestaría allí en la lengua poética de prestigio, la occitana. En Castilla y León, en tiempos de Alfonso X el Sabio, la lengua poética de prestigio sería la galaico-portuguesa, y por eso la “canción trovadoresca” tuvo su particular realización en dicha lengua. Alfonso X el Sabio se siente auténtico trovador de la Dama del Cielo, Santa María, cantando sus milagros en cantigas que son tan de loor como las decenas y centenas de su rico repertorio. La canción castellana seguiría mientras tanto encontrando su cauce propio en la tradición oral.
Por fin, la continuidad y viveza de la canción castellana refugiada en la tradición oral se hará patente en dos hechos fundamentales: (a) en la solidez de dicha tradición oral, la cual se advierte ya, desde época antigua, en el aprovechamiento de las cancioncillas romances en las muwashahas judeo-árabes, y en todos los tiempos hasta el día de hoy, en el rico folklore musical español; (b) en la vigencia de dicha canción durante la época en que los compositores de los siglos XV y XVI la dotan de una superestructura polifónica, tal como puede apreciarse en tantas piezas de autores famosos contenidas en los cancioneros de la Colombina y de Palacio, y en otras obras que alcanzaron su madurez algo más tarde como las ensaladas. Este aprovechamiento de la canción tradicional por los compositores españoles de los siglos XV y XVI será uno de sus signos de identidad, que marcará su distancia con la chanson française.
Para concluir hemos de volver a las reflexiones con que iniciábamos esta descripción. La naturaleza fluyente del arte musical hace imposible la fijación plástica de su objeto propio. La escritura es un medio inadecuado para plasmar en un soporte estable los ricos y huidizos sonidos musicales, pero al fin y al cabo es el mejor, por no decir el único, que en los siglos modernos permite a la música traspasar la barrera del tiempo. No se puede fotografiar la música como se fotografía un capitel románico o se dibuja el plano de una iglesia. La grandeza del arte musical consiste precisamente en que aquella capacidad creadora que, según la doctrina de Aristóteles, se activa en todo aquel que contempla una obra de arte es mucho mayor precisamente en la música y necesita una perpetua activación o recreación. La música de las partituras antiguas, las del románico, son sólo una virtualidad que no se hace arte más que cuando el intérprete la realiza, la recrea.

 

León
La vieja capital del reino leonés se enclava aproximadamente en el centro del sector oriental de la actual provincia, en la confluencia de los ríos Bernesga y Torío, afluentes del Esla por su margen derecha.
La vieja capital del reino leonés se enclava aproximadamente en el centro del sector oriental de la actual provincia, en la confluencia de los ríos Bernesga y Torío, afluentes del Esla por su margen derecha.
Pero, a nuestro modo de ver, si la coqueta elegancia de la Pulchra Leonina, pese a los desafueros restauradores del pasado, encuentra un digno rival artístico en San Isidoro, no menos atractiva resulta la fragmentaria corte de edificios y restos dispersos que aún conserva la capital. Algunos nos remiten a la décima centuria, el período dorado del Reino leonés, el de la asunción de la capitalidad y de la intelectualidad de horizontes sureños, época convulsa y fecunda. Pensamos en Palat del Rey, el primitivo panteón regio. Otros vestigios, como la llamada Torre de Doña Berenguela, nos informan del modo de vida de la nobleza, fuese ésta cortesana o catedralicia. Santa María del Camino, como epígono artístico de la cantería isidoriana, da con sus piedras fe de la expansión que conoce la ciudad hacia el este y sudeste al iniciarse el siglo XI, desbordando los límites del primitivo recinto romano con los barrios de San Martín y de los francos. Los vestigios de la catedral tardorrománica, de refinamiento gotizante, completan un panorama que, aunque plagado de lagunas, sí alcanza a sintetizar todos los momentos de la evolución del estilo.

Real Colegiata de San Isidoro
En el ángulo noroeste interior de la muralla romana de la ciudad de León se asientan las edificaciones de la Real Colegiata de San Isidoro; toda la parte occidental del edificio se adosa y superpone al muro romano. Todavía se conserva en buen estado este trozo de la antigua fortificación de diez metros de altura con sus torres o cubos que le dan un aspecto de fortaleza inexpugnable. Ya desde los tiempos de la Legión VII Gémina la estructura de este muro es doble: una elegante construcción de pequeños sillares rectangulares que formaban el primer baluarte del campamento militar; éste quedó de forro cuando, en los últimos tiempos de la dominación romana, ante el peligro de las invasiones bárbaras, se levantó una nueva muralla de mucha mayor anchura y altitud. Es la que, con muchas reconstrucciones y reformas, ha llegado hasta nosotros.
Todo el subsuelo de la colegiata es romano, con gruesos muros de ladrillo soterrados, alcantarillas abovedadas, atarjeas de láteres con el sello de la Legión VII, tégulas, cerámica... También se recuperaron lápidas votivas con inscripciones que ahora figuran en la sección romana del Museo Isidoriano.
No queda ningún vestigio ni constancia del período visigótico; tampoco del árabe, ni de los dos primeros siglos cristianos de la Reconquista. Es a partir de mediados del siglo X cuando comienzan a aparecer las referencias cronísticas y documentales a las iglesias de San Juan y San Pelayo que, por estas fechas, empiezan a figurar, atendidas por una comunidad de monjas y clérigos.
Según la historiografía antigua y aun la de comienzos del siglo XX –Yepes, Risco, Gómez-Moreno– el rey leonés Sancho el Gordo (956-966) mandó levantar, junto a otro muy anterior, dedicado a San Juan Bautista, que Gómez-Moreno no duda en afirmar ser “fundación de Ordoño I, acaso”, (850-866), un templo en honor de San Pelayo, martirizado en Córdoba en 925, para recoger en él los restos del niño mártir, traslado que gestionaba con la corte cordobesa de la que Sancho había sido huésped. Sancho no pudo lograr sus propósitos, porque moría asesinado en 966.
Su hermana Elvira, monja en el monasterio leonés de Palaz del Rey, se hizo cargo de la regencia del Reino en nombre de su sobrino Ramiro III, niño de cinco años, hijo del difunto rey Sancho. Elvira y la reina madre viuda fueron las que consiguieron la entrega de los restos del niño Pelayo y los depositaron en la nueva iglesia. Y aun se afirma que la regente Elvira, abadesa de San Salvador de Palaz del Rey, se trasladó con su comunidad al monasterio de San Pelayo, sirviendo también al templo de San Juan. Razón por la que en la documentación posterior aparezcan unidos el templo de San Juan y el de San Pelayo, con la titularidad compartida, regidos por la comunidad femenina y atendidos por otra masculina de canónigos. Las primeras noticias sobre el traslado de los restos de San Pelayo de Córdoba a León nos las proporciona el cronista Sampiro que escribía su crónica unos cincuenta años después. A Sampiro copian el Pseudo-silense, Pelayo de Oviedo y otros cronistas que les siguen, entre ellos, don Lucas de Tuy, conocedor especial del tema, como morador que había sido en León en el solar de San Pelayo. También encontramos documentos del siglo X suscritos por las monjas de San Pelayo.
Sólo unos veinte años se desarrolló la vida de la comunidad de San Pelayo y San Juan. Hacia 988 avanzó sobre León Almanzor con sus tropas y destruyó la ciudad. Elvira, la primera abadesa, ya había desaparecido sin que sepamos en qué fecha. Le sucedió Teresa, la reina viuda, que había intervenido en el traslado del cuerpo de San Pelayo, antes de que Almanzor entrara en León, huyó con toda la comunidad y los restos del niño mártir a Oviedo y se acogió a un monasterio también llamado de San Juan que desde entonces cambió el título por el de San Pelayo y así sigue hasta el día de hoy.
A comienzos del siglo XI ocupa el trono legionense Alfonso V, que trató de reconstruir la ciudad de León. Entre las tempranas reconstrucciones de este rey se cuentan el monasterio de San Pelayo y la iglesia de San Juan, al que trasladó casi todos los cuerpos de los reyes leoneses, sus antecesores, junto con los de sus padres, Vermudo II y Elvira. También dio sepultura en esta iglesia de San Juan a los restos de varios obispos. En torno a estos dos templos se reorganizó nuevamente la comunidad de monjas y aparece junto a ellas, y dependiendo de ellas, la comunidad de varones. Todos bajo la dependencia de la infanta Teresa, hermana de Alfonso V, que acababa de regresar de Córdoba, viuda de Almanzor.
El caudillo musulmán, para humillar al rey de León, Vermudo II, había tenido el capricho de reclamarle una de las hijas para su harén cordobés. Al fin, la hizo su esposa legítima y había ordenado que, cuando él muriese, la devolvieran a León, cargada de honores y riquezas. Doña Teresa ingresó en el monasterio de San Pelayo que acababa de reconstruir su hermano, movida, sin duda, por devoción al niño mártir y para acompañar sus restos se trasladó al monasterio de San Pelayo de Oviedo, quizá en 1028 a la muerte de su hermano Alfonso V; allí falleció y allí recibió sepultura.
También se constituyó en San Pelayo de León el Infantado, por traslado desde Palaz del Rey en los tiempos de doña Elvira. El Infantado leonés suele definirse como la dote de una infanta, que debe permanecer soltera, consistente en monasterios, lugares y otras posesiones, sobre las que la infanta o infantas poseedoras ejercían señorío independiente. Esta célebre institución a la que se dio el título de Infantado de San Pelayo, tenía por cabeza el monasterio de este Santo y por domina a la infanta. Después se lo atribuyó el conde Luna y perdura hoy como título de nobleza.
Doña Sancha, la hija de Alfonso V, ingresó muy joven en el monasterio de San Pelayo ejerciendo como abadesa y domina del Infantado. Cuando en 1037, casada con el conde-rey de Castilla, Fernando Sánchez de Navarra, heredó el Reino de León, trató de engrandecer el monasterio de San Pelayo y convenció a su esposo Fernando para que éste eligiera para su sepultura el Panteón que ya había erigido en la iglesia leonesa de San Juan su suegro Alfonso V, donde éste estaba enterrado con sus antecesores y su hijo Vermudo III.
Fernando I se olvidó de las promesas de entregar su cuerpo a los monasterios castellanos de Oña y Arlanza y ordenó tirar la iglesia de su suegro Alfonso V, construida de pobres materiales –ex luto et latere, barro y ladrillos– y levantar un nuevo templo y el contiguo Panteón de sillares, introduciendo por primera vez en sus reinos el arte románico. Dotó su iglesia con espléndidas donaciones, tanto en heredades como en joyas, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros. Para mayor dignidad de la iglesia de San Juan, que quedó constituida en iglesia palatina, procuró dotarla de reliquias insignes. Así hizo trasladar desde Sevilla el cuerpo de San Isidoro, Doctor de las Españas, celebrando con grandes solemnidades la consagración de la iglesia y la fiesta de la traslación (21-22 de diciembre de 1063).
El monasterio de San Pelayo y la iglesia de San Juan cambiaron su titularidad por la de San Isidoro, nombre con el que se conoce todo el complejo hasta el día de hoy.
La hija de Fernando y Sancha, la infanta Urraca, domina del Infantado, hizo ampliar la iglesia de su padre, y también la enriqueció con extraordinarias alhajas. La infanta Urraca no logró ver terminadas las nuevas obras, que concluyeron el emperador Alfonso VII y su hermana la infanta Sancha, domina asimismo del Infantado. Para mejor atenderla trajeron del pueblo de Carvajal la comunidad de Canónigos Regulares de San Agustín para sustituir a las monjas benedictinas a las que entregaron el monasterio de Carvajal abandonado por los canónigos. En esta nueva etapa el monasterio de San Isidoro fue constituido en célebre abadía sujeta directamente a la Sede Romana. Como a partir del siglo XIII cesaron en ella las construcciones románicas, no encaja aquí la continuación de la historia de la gran Abadía.
De las construcciones con las que Fernando I (1037- 1065) y Sancha dieron comienzo en el reino al estilo románico sólo nos quedan los muros septentrional y occidental de la iglesia, el nártex convertido desde sus orígenes en cementerio, la tribuna real, los pórticos adosados y los dos primeros tramos de la torre.

La iglesia primitiva
Conocemos la planta de esta iglesia primitiva, rectangular de 16 m de larga, con tres naves con anchuras de 3,10 m la central y 1,83 las laterales, rematadas en cabeceras cuadradas, saliente la central. Destacaba por su altura de 11,60 m la nave mayor y 6,80 las dos menores, cubiertas con bóvedas de medio cañón, apoyadas sobre los muros. Por el ángulo noroccidental que permanece incorporado a la nueva iglesia, sabemos que éstos eran de sillares rejuntados con encintado sobresaliente. En el muro del norte se abre una puerta de gran altura; a los pies de la nave central otra que comunica con el nártex o pórtico, tabicada desde el siglo XII y, en lo alto, otra que deja ver el templo desde la tribuna real. En este mismo muro occidental se abre sobre cada cubierta de las naves laterales un óculo que da luz a la tribuna.

Síntesis de la evolución en planta de la iglesia de San Isidoro
Fachada meridional de la iglesia con las portadas románicas de Portada del Cordero y Portada del Perdón.
De los tres ábsides sólo se conservan los dos laterales, que están inspirados en los de la Catedral de Jaca. El ábside central fue sustituido por una construcción gótica a fines del siglo XV.
San Isidoro de León. Cabecera. 

El panteón de reyes
Es el pórtico o nártex pegado al muro occidental de la iglesia de Fernando y Sancha con la que se comunicaba por una puerta con arco de medio punto, tímpano liso, columna con su capitel por cada banda que más adelante describiremos. Esta puerta quedó oculta en el interior del templo por la arquería de la iglesia nueva y tapiada al exterior.
En el hueco que quedaba bajo el dintel de esta puerta por el lado del pórtico, se dedicó un altar a Santa Catalina, la filósofa mártir de Alejandría. Sobre la puerta, por el lado del pórtico, colocó la reina doña Sancha, ya viuda, la siguiente inscripción latina, que da cuenta de la construcción de la iglesia, de la dotación de reliquias y de la muerte del rey Fernando I. Traducida al castellano dice así:
Esta iglesia de San Juan Bautista que contemplas, anteriormente era de barro. Recientemente el Excelentísimo Fernando Rey y la Reina Sancha la construyeron de piedra. Seguidamente trasladaron aquí desde la ciudad de Sevilla el cuerpo de Isidoro Obispo, en el día de la dedicación de este templo, 21 de diciembre de 1063. Después, en el año de 1065 a 10 de mayo, trasladaron aquí de la ciudad de Ávila el cuerpo de san Vicente, hermano de Sabina y Cristeta. En dicho año el mencionado rey, al regreso de la guerra de la ciudad de Valencia, llegó a este lugar un día de sábado. Falleció el martes 27 de diciembre de 1065. La reina Sancha, consagrada a Dios, la concluyó”.
La planta del Panteón es sensiblemente cuadrada, de unos 8 m de lado, la mitad de la iglesia a la que servía. Se adosa al muro occidental del templo, en él que hubo de abrirse una puerta en el ángulo de mediodía hacia la iglesia nueva, cuando se tabicó la de la antigua. Cierra el recinto, por el sur, el muro del antiguo palacio real en el que se inscriben dos arcos ciegos y se abre, en el rincón de occidente una pequeña puerta adintelada que da paso al caracol que comunica con la tribuna real. Cerca por el poniente y septentrión una arquería, de tres vanos por la parte occidental y dos grandes arcos por la septentrional. Apoya esta arquería en un rebanco de piedra de unos 35 cm de alto. En el centro del Panteón, dos recias y achaparradas columnas exentas de fustes monolíticos de mármol sostienen siete arcos sencillos de medio punto, peraltados los laterales; queda así dividido el volumen en tres naves y seis bóvedas. Las bóvedas, todas ellas esquifadas, están construidas de piedra toba; las laterales son de arista, remedo lombardo. 

La obra representa el Panteón de Reyes de la Basílica de San Isidoro de León, y recrea una visita que el rey Felipe III de España realizó a dicho templo a principios del siglo XVII.


La escultura del Panteón.
La labor escultórica del cementerio real se limita a la colección espléndida de sus veintiún capiteles que, con sus diecisiete gemelos del pórtico que lo rodea, forman una de las más célebres colecciones del románico primitivo. A ellos podemos añadir las molduras de basas y zócalos. Comencemos la serie por los dos que rematan las columnas centrales y, por lo mismo, exentos. Son de gran tamaño, de piedra que en León se conoce como de Boñar. El de izquierda –mirando desde el fondo hacia la iglesia– presenta dos filas de manzanas, fruto considerado como maldito, piñas el de la derecha, símbolo de fecundidad, entre grandes hojas y tallos, bajo finos caulículos, los collarinos con contario, singularidad que sólo pertenece a estos dos, entre todos los del nártex; los cimacios, de roleos y sarmientos; los fustes monolíticos son de mármol; las basas áticas. Como queda de manifiesto, estos dos capiteles como el resto, tanto los del Panteón como los de los pórticos adosados, tienen sus ascendientes en el capitel corintio; su forma de tronco de pirámide invertido se prestaba para esculpir en sus cuatro caras historias o simular macetas vegetales.

Dos sorprendentes capiteles son los de las columnas de la puerta de ingreso a la iglesia que ya hemos mencionado. Parece que son los primeros en el románico español con historias del Evangelio.
El de la izquierda reproduce la Resurrección de Lázaro, mediante un sepulcro románico con arquillos de medio punto y seis figuras: Cristo con nimbo crucífero, Marta y María con tocas, dos discípulos, uno de ellos levanta la tapa sepulcral, y Lázaro que asoma por el hueco.
El capitel de la derecha va dedicado a la curación del leproso: el enfermo, postrado en tierra, con el manto flotando al viento como si llegase a la carrera; delante de él, Cristo con nimbo crucífero y el nombre identificativo IHS, detrás dos discípulos, de los que es fácil reconocer a Pedro portando una gran llave; entre el leproso y Cristo un rótulo explica la escena, VBI TETIGIT LEPROSVM ET DISTI VOLO MVNDARE. Decoran las esquinas de los capiteles caulículos rematados en espiral y los coronan cimacios de palmetas. Los fustes monolíticos son de mármol y, sin duda, aprovechados de algún monumento romano, ya que tienen el collarino incorporado y no se ajustan en diámetro a los capiteles.
Los otros diecisiete capiteles de la serie del Panteón van distribuidos por los arcos ciegos del muro meridional y por la arquería abierta del poniente y septentrión. Siguiendo el sentido de la marcha de las agujas del reloj, comenzaremos la descripción por el muro de mediodía.
Son cuatro los capiteles correspondientes a los dos arcos ciegos del paramento, los más pequeños de toda la serie y están acodillados en los rincones. El más próximo a la puerta nueva de comunicación con la iglesia se adorna con una doble fila de hojas de acanto y palmetas con los correspondientes caulículos; sarmientos en el cimacio. El correspondiente del otro lado efigia dos extraños personajes con amplia capucha colgando a la espalda, entretenido el uno en sujetar y oprimir un unicornio al que hace vomitar un gran pez, que sujeta por las agallas el otro individuo. En el arco de al lado, el capitel de la izquierda presenta dos palomas bebiendo en un jarro de factura visigótica. En el correspondiente de la derecha ocupa el centro, entre follaje, una cabeza humana con otra de lobo a cada lado. Los cuatro se adornan de caulículos y sus cimacios de sarmientos y palmetas.

La arquería abierta de la parte occidental la forman dos pilares cruciformes con semicolumnas entregas en los frentes, apoyando todo el conjunto en el rebanco. Sostienen, con las correspondientes columnas de los pilares de las esquinas, tres arcos de medio punto con apoyos en los ocho capiteles que pasamos a describir. Se ha tener en cuenta que originariamente la arquería de cerramiento del Panteón no tenía al exterior columnas adosadas ni capiteles. Muy pronto se las adosaron en la parte de poniente para formar el ángulo del pórtico adosado que, a su tiempo, estudiaremos.
De los ocho capiteles de esta banda, dos corresponden a las medias columnas de los extremos y los otros seis a las columnas de los pilares exentos del centro. Siguiendo la dirección que hemos anteriormente establecido, en el primer arco que forma ángulo con el muro de mediodía junto a la puerta del caracol, el capitel de la izquierda presenta dos cabezas de lobo entre follaje, con el cimacio de simples molduras; el de la derecha se adorna con doble fila de grandes hojas y cimacio de sarmientos. El capitel de esta columna, que mira al centro del Panteón y sostiene uno de los salmeres del arco que por el otro extremo apoya en la columna central sobre el capitel de las piñas, dos grifos con alas, pico y garras picotean en un jarro, ancho por los extremos y cintura estrecha en el centro; el cimacio es de sarmientos. En el arco central, el capitel de la izquierda muestra una doble fila de hojas, de acanto la de abajo y de palmas la de arriba; el cimacio desarrolla tallos con hojas; el capitel de la derecha esculpe dos grandes hojas de acanto coronadas de cuatrifolias. En el capitel central de esta segunda columna un hombre clava su lanza en el pecho de una fiera; el cimacio es de palmetas.
El arco último de esta sección ostenta en el capitel de la izquierda un hombre en cuclillas entre dos leones; el cimacio es de palmetas; en el capitel de la derecha, leones follaje; el cimacio va esculpido con palmetas en la cara inclinada y con rosas en la recta. El último arco de esta banda ostenta sus dos capiteles florales, con doble fila de hojas de acanto el de la izquierda y cimacio de palmetas y flores; dos grandes hojas de acanto y cimacio de palmetas y flores el de la derecha.

El pórtico o pórticos y su obra escultórica.
Por la parte exterior de la arquería del norte y occidente del Panteón le adosaron, poco después de la construcción de éste, un pórtico en forma de L. En realidad puede ser considerado como un doble pórtico: el septentrional se pega al muro norte de la iglesia de Fernando y Sancha y recorre toda la arquería de este lado del Panteón hasta entestar con la muralla romana. Una serie de incongruencias, especialmente entre la diferencia de alturas de los salmeres de los arcos que unen la arquería del pórtico septentrional con la del Panteón y otras no menos notables, nos aseguran que el pórtico en ángulo fue construido algún tiempo después del nártex, aunque los capiteles parecen de la misma mano, si bien hemos de notar que los del pórtico del norte, a diferencia de los del Panteón, exceptuando en éste los dos centrales, tienen el collarino con contario. También debemos señalar que esta ala del pórtico fue destruida en parte y oculta por un grueso muro de ladrillo de un claustro del siglo XVI. Descubierto a comienzos del siglo XX, fue restaurado en 1960, aunque algunos de los capiteles desaparecidos fueron copiados de otros de la serie y señalados con una R. Digamos también que sólo las medias columnas de los pilares del paramento exterior de esta ala del pórtico rematan en capiteles, porque la cara externa de ambas arquerías del nártex o Panteón carecía originariamente de columnas adosadas y capiteles.
El ala septentrional arranca con un pequeño ingreso que se corresponde con la puerta correspondiente de la iglesia y se continúa hacia la muralla con otros cuatro vanos. Por razones de economía de espacio describiremos conjuntamente algunos de los elementos de la escultura. Así diremos que estos arcos son de doble rosca, apoyando la exterior en los pilares y la interior en la media columna adosada. Como ya queda indicado, todos estos capiteles llevan contario en el collarino, del que carecen los normales del Panteón. Impostas y cimacios ostentan ornamentación vegetal, como la ya anteriormente señalada; la cornisa que apareció sobre el último vano muestra canecillos con cabezas de lobo, como los asturianos de San Pedro de Teverga, y las cobijas se adornan con ajedrezado de billetes, modalidad que aparece por primera vez en el arca de los marfiles, todavía en San Isidoro, donada en 1059 por Fernando y Sancha.
En cuanto a los capiteles comencemos por el ingreso enfrente de la puerta de la iglesia. Bajo un arco doblado que sostienen dos columnitas por cada haz, de fustes muy delgados y acodillados, en la parte izquierda, contemplando desde el exterior, sólo es auténtico el de afuera, representando un par de pavos reales bebiendo de un jarro; en las columnillas de la derecha en el exterior aparece un mono, levantándose sobre las patas traseras y recogiendo hojas con las delanteras; en el interior, dos leones afrontados.
El arco siguiente ha sido rehecho y sólo es auténtico el capitel de la derecha, en él un cazador embiste con su lanza a un unicornio, mientras que el perro del cazador muerde a la bestia. En el vano a continuación que forma rincón con el ala de occidente del claustro procesional, en el capitel de la izquierda aparecen dos monos en cuclillas, uno en cada vértice y en el plinto de la basa se lee una inscripción funeraria del siglo XII; el capitel de la derecha presenta dos filas de palmetas y bolas. El vano siguiente, que enlaza con el claustro procesional, ha sido rehecho en su totalidad, pero sus dos capiteles son auténticos; en el oriental dos figuras humanas sostienen una serpiente; en el occidental dos filas de hojas y piñas.



En el pilar de occidente de este vano una media columna adosada en su frente de mediodía sostiene un arco que enlaza con el último pilar del Panteón o nártex y remata en un capitel de doble fila de hojas; el salmer de la parte del nártex apoya sobre el pilar, ya que, como hemos indicado, la arquería del Panteón no tiene capiteles en la cara exterior.
En el último vano, que enlaza con la muralla, el capitel oriental es de talla ruda simulando hojas y caulículos; el occidental es también de hojas pero de labra fina. En total, once capiteles, tan bellos como los del Panteón, de los que poco más se diferencian que en el contario del collarino, como venimos repitiendo.
Entre el cerramiento occidental del Panteón o nártex de la iglesia y la muralla quedaba un espacio que fue intervallum del campamento romano y que estaría convertido en calle en la alta Edad Media y en simple callejón en el período que estamos estudiando toda vez que permanecía taponado a mediodía por el muro del palacio real. Una vez construido el pórtico de la iglesia quedaba un espacio vacío e inútil, por eso determinaron cubrirlo para aprovechar el recinto resultante y edificar encima. Para ello pegaron tres semicolumnas a los pilares exteriores de este lado del pórtico y otras tantas en correspondencia al muro campamental. Sobre ellos voltearon tres arcos fajones escarzanos. Las medias columnas rematan en capiteles de la misma factura que los del Panteón y los de la otra ala del pórtico, sólo se diferencian de estos últimos en que carecen de contario.
Son seis estos capiteles y comenzaremos a estudiarlos por el arco septentrional, advirtiendo que este arco es doblado y a él se adosa por fuera una rosca excéntrica.
El capitel del lado del pórtico es historiado con dos escenas bíblicas: en primer término, un caminante lleva a un niño a horcajadas sobre el cuello; delante de éstos, un caminante con báculo en la mano derecha, sostiene con la izquierda un libro abierto en el que se lee TABVLAS MOISE ILI; en la otra cara Balaam caballero en su borrica, adornada ésta con todo lujo de arreos, cabezada, albarda, baticola y hasta estribos para el caballero, los primeros, según dicen, que aparecen en el arte cristiano español; el personaje empuña una garrota en la mano derecha; ante los ojos de la pollina está plantado el ángel enfundado en su manto, y en una de las plumas del ala izquierda se lee: ANGELVS; detrás de la grupa nueva identificación: BALAAM SVPER ASINA SEDENS.
El capitel frontero del lado de la muralla se adorna con dos cabezas de perro que asoman por entre el follaje; la basa correspondiente es la única de todas las series que tiene garras. En el arco del medio, el capitel del Panteón muestra una fila de grandes hojas, en el de la muralla dos serpientes muerden en los pechos a una mujer. Los capiteles del último arco, que es el de mediodía, se adornan ambos con una doble fila de hojas. Cubrieron los espacios vacíos en el techo sobre estos arcos perpiaños con bóvedas de arista de piedra toba sin encalar. Más adelante tabicaron la arquería del pórtico y quedó convertida la estancia en espacio cerrado al que dieron el nombre de capilla de los arcos y la dedicaron a osario.

Valoración y cronología.
La descripción de cada uno y el reportaje fotográfico serán los mejores elementos para valorar y catalogar esta excepcional colección de capiteles que designamos del primitivo románico que otros prefieren llamar del románico pleno. Su rudeza, su naturalismo, su forma de ejecución son muestras de su arcaísmo, sin que se les hayan asignado claros precedentes. Ello ha supuesto la constante controversia sobre su cronología siempre en referencia al románico francés, porque como escribió don Manuel Gómez-Moreno, “ciertos críticos al tropezar ante lo español con fechas que rompen sus normas clasificadoras, se escandalizan”. Se daba como segura la fecha de 1063 para la inauguración del pórtico-cementerio real y se admitía su arquitectura en paralelo con el pórtico de la torre francesa de Saint-Benoit-sur-Loire y la contemporaneidad de la escultura de ambos edificios. Últimamente un “escéptico historiador del arte” se propuso “acabar con una teoría de siglos de San Isidoro”, retrasando la cronología del Panteón en más de cincuenta años. No todos aceptan sus “evidencias” y “hechos indiscutibles”. Sigue la controversia.

La decoración pictórica
En fecha todavía no averiguada, pero muy probablemente a finales del siglo XI, si es que fue la infanta doña Urraca (†1101), como se dice ahora, quien ordenó la decoración y, en todo caso, a comienzos del XII, antes de la apertura de la nueva puerta que las mutiló, bóvedas y paramentos del Panteón se cubrieron de pinturas con escenas inspiradas en el Nuevo Testamento y en la liturgia.
Sufrieron el oscurecimiento y hasta el desprecio –como todo lo románico– durante siglos, hasta que, a comienzos del XX, el benemérito don Manuel Gómez-Moreno las “descubrió” y valoró “como obra la más importante de su género conocida en España”. Llovieron después los encomios, tanto de críticos españoles como extranjeros, se bautizó el conjunto como Capilla Sixtina del arte románico.
Se fijó a continuación la fecha en la segunda mitad del siglo XII como inamovible, toda vez que un historiador había visto dos letras –CA– que supuso era la última sílaba de URRACA, nombre de una de las dos esposas de este nombre del rey Fernando II (1157-1188), letras que nadie más ha visto. Últimamente se afanan los críticos en buscar el origen del programa pictórico y descubrir su mensaje. Aquí surgen interpretaciones para todos los gustos y mentalidades: las hay criptográficas inspiradas en libros de muertos, homilías de los Santos Padres, en leyendas paleocristianas, apocalípticas y también poéticas y subliminales.
La imaginación es libre y creadora; lo importante es que coincida con la del autor de las pinturas. Yo llevo cuidando y contemplando más de cuarenta años el conjunto de esta decoración y tratando de acercarme al tiempo y a la mentalidad del pintor. Me parece buena metodología tratar de llegar a lo difícil por lo fácil, y no al revés. Por ello estoy plenamente convencido de que los autores quisieron adoctrinar a los fieles con testimonios conocidos y al alcance de todas las inteligencias; en consecuencia utilizaron las descripciones del Evangelio y del Apocalipsis escuchadas en las lecturas de la misa visigótico-mozárabe que todavía se conservaba en la memoria de los leoneses y, muy particularmente, en la de la infanta Urraca, que en este rito había sido bautizada, y en él creció y vivió hasta alcanzar los cincuenta años. Bien pudo ser ella la ordenadora e inspiradora del programa pictórico del Panteón.
Lo que comprobamos es que todas las bóvedas y muros del recinto presentan solamente las historias de la Infancia, la Pasión, la Muerte y la glorificación de Cristo, es decir, los ciclos de Adviento a Pentecostés del calendario mozárabe, que se resumen en las nueve partes y nombres de la fracción del pan en la misa mozárabe: Encarnación, Nacimiento, Circuncisión, Epifanía, Pasión, Muerte, Resurrección, Gloria, Reinado. Todas las demás historias que encontramos en las pinturas son personajes anecdóticos recluidos en el intradós de los arcos. Ésos son los hechos y a ellos queremos atenernos, mejor que dejarnos llevar de imaginarias elucubraciones, que para poco más sirven que para dar a conocer la erudición de sus autores. Con ello no queremos negar que en estas expresiones artísticas no haya incluso influencias precristianas, que los artistas recibieron de la tradición, sin conocer ni darse cuenta de su procedencia.
En cuanto a las técnicas empleadas en estas pinturas corrientemente se alude a ellas como frescos cuando fueron ejecutadas al temple, prueba de ello es que alguno de los cuadros ha sufrido deterioros al desaparecer el adhesivo y convertirse en polvo los pigmentos, cosa que no hubiera ocurrido si éstos hubiesen penetrado en los estucos, que continúan en buen estado. Sobre las superficies encaladas, recortaron con líneas negras las figuras y rellenaron los espacios acotados con colores ocres, amarillos, rojos y variada gama de grises. En los muros se sobreponen las escenas. En el techo hay una inteligente adaptación a las complejidades de las bóvedas esquifadas. Además de los personajes y sus ocupaciones, acude el artista a rellenar los vacíos con líneas geométricas y adornos florales, y alguna que otra manifestación zoológica.
Hechas estas puntualizaciones, pasemos a recorrer las escenas siguiendo su orden cronológico y litúrgico, que es el que utilizó el artista –o artistas– en su ejecución.

Ciclo de Adviento-Navidad.
Se le dedica toda la nave meridional, muros y bóvedas. Da comienzo en el arco ciego del muro sur contiguo a la iglesia. Tres columnas simuladas, que sostienen cuatro arcos, acotan cuatro espacios dedicados a la Encarnación y Visitación. El campo más amplio está dedicado a la Anunciación. El arcángel Gabriel, con nimbo, túnica talar granate, manto gris que pudo ser azul, alas desplegadas, descalzo, báculo en la mano izquierda, bendice a María con la derecha. La Señora se levanta de un amplio faldistorio; viste túnica, manto y toca, y se corona de nimbo. Entre ambos el saludo angélico: AVE MARIA GRACIA PLENA DOMINVS TECVM. Al costado del arcángel, su identificación: GABRIEL.
Notemos desde el comienzo la gran afición del artista a rotular personas y objetos con grandes letras mayúsculas en negro y en latín. A la derecha –del espectador– la Visitación de María a su prima Isabel. Ambas con aureola, se funden en un abrazo. Los vestigios de un amplio rótulo, hoy ilegible, explicarían la escena. En cada uno de los espacios laterales una dama, sin nimbo y sentada en un rico faldistorio. Pudieran ser las criadas o pedisecuas de María e Isabel. Así parecen sugerirlo las dos únicas letras de un letrero desaparecido: AN(cilla?).

Reservaron para el Nacimiento el muro cabecero de esta nave meridional. Al abrir, a comienzos del siglo XII, la actual puerta de comunicación entre la iglesia y el pórtico, mutilaron la pintura. Parecería un excelente rincón para simular la Cueva de Belén, pero el artista la transformó en palacio; partió el espacio en dos mediante una columna de la que arrancan dos arcos, de ellos colgó un cortinón. Por encima de los arcos se contempla la cubierta del edificio simulado. Bajo la arcada de la izquierda, el Infante en el pesebre y las cabezas del buey y la mula exhalándole el aliento. El consabido letrero informa: PRESEPIO DOMINI. Al otro lado aparece el rostro de la Virgen, que se supone recostada en el lecho. A su derecha el inevitable rótulo: SANCTA VIRGO MARIA. A su izquierda asoman los ojos, frente y toca de una joven, sin duda, la conocida sirviente. La figura de san José la hicieron desaparecer íntegramente; sólo se leen las dos letras del inicio de su nombre a la cabecera del pesebre: IO(seph). Debemos suponer que en la parte baja del muro también habría pinturas que destrozó la apertura de la puerta.
Contiguo al Nacimiento, y formando escena con él, se encuentra el Anuncio a los Pastores, obra cumbre de la pintura románica española. Ocupa toda la primera bóveda, pegada a la iglesia, de la nave meridional. Es el primer desarrollo completo del belén hispano, en el que aparecen el vaquerillo, sus instrumentos musicales y sus ganados: vacas y ovejas; el cabrero, su perro y sus cabras; el porquerizo, su cuerna y los cerdos; se insinúan las montañas y aparecen los árboles en la campiña.
Dominándolo todo el ángel sobre un montículo, anunciando el acontecimiento a los pastores y señalando el lugar del Nacimiento. Para situar esta complejidad de elementos en una superficie tan irregular como la de esta bóveda esquifada y con aristas, el pintor rellenó los rincones acotando parcelas con trazos gruesos, ya simulando rocas, ya dejando espacios para colocar figuras. En el rincón que forman el encuentro de la bóveda, el muro septentrional y el meridional aparece al ángel, descalzo, sobre una roca, viste brial rojo y manto azul, bate todavía las alas desplegadas y con ambas manos señala el Pesebre.
A ambos lados del ángel un hato de ovejas ramonea las matas de hierba, mientras un carnero, portador del cencerro, mira absorto la celestial aparición, mientras el pastor, sentado en una roca, a la vera de un árbol, arranca sonidos a un cuerno. En el centro, un gentil vaquerillo, sentado sobre el manto y vistiendo el brial, sopla un silbato de cañas y sostiene con la mano izquierda un enorme cayadón, especie de trompa sonora, el alpenhorn de uso todavía en los Alpes; tras él, la vacada pasta en la floresta. Entre el ángel y el vaquero un gran letrero explica la escena: ANGELVS A PASTORES. En la parte occidental de la escena el artista unió los dos rincones de la bóveda mediante trazos gruesos ondulados simulando un altozano; sentado sobre él cenaba el cabrero, empuñando el mango de la escudilla de madera, distraído ahora contemplando el mensajero divino, descuido que aprovecha un enorme perrazo –mastín leonés– para zapar la cena pastoril. A la derecha del cabrero, dos furiosos machos cabríos, armados de enorme cornamenta, se acometen erguidos sobre la roca. En el campo abierto, donde surge un roble, de un lado pacen dos cabras y del otro hociquean tres cerdos las bellotas que se desprenden; bajo el mastín, en un espacio acotado, alcanza tallos una cabra. Por la genialidad de la composición, por lo logrado de las figuras, por las escenas bucólicas y campesinas, es el cuadro más admirado de este conjunto de pinturas.
De la Circuncisión de Jesús pueden interpretarse unas figuras, apenas perceptibles en el muro meridional, en el que casi toda la pintura está deteriorada. Debajo de un arco simulado, se encuentran cuatro personajes que pudieron representar a María con el Niño en brazos, a José y otra persona que bien pudiera ser un sacerdote.
La Epifanía y Huída a Egipto
 

La Epifanía o Adoración de los Magos, que en la liturgia mozárabe se le da el título de Aparición del Señor, la encontramos en el arco ciego, debajo de la escena de la Anunciación. Aunque la pintura está destrozada allí aparecen las siluetas de tres caballos en marcha.
También la escena de la Huida a Egipto se encuentra muy deteriorada, como casi todas las de este muro, pero todavía se aprecian bien sobre el arco de la Circuncisión los personajes del misterio: José rompe la marcha, María va sentada sobre una cabalgadura con el Niño en el regazo, detrás una mujer los despide. Ha desaparecido el rótulo identificativo, lo mismo que en las escenas de la Circuncisión y Epifanía.
La historia de la Degollación de los Inocentes ocupa toda la bóveda occidental de esta nave de mediodía y está realizada con gran teatralidad y realismo. Cuatro columnas, que se apoyan cada una en uno de los ángulos de la bóveda, sostienen seis arcos, tres por cada banda que, a su vez, aguantan la cúpula y los techos de un palacio. En el centro, en un a modo de patio abierto, sentado sobre un lujoso escaño con escabel, aparece Herodes y el letrero: GEROSOLIMEN CVM EO. Detrás del monarca, empuñando espada y escudo puntiagudo, el guardaespaldas; al otro lado, un sicario descabeza a un niño.
Matanza de los inocentes
Detalle
 

Bajo los arcos orientales, cuatro soldados, cada uno con su infante desnudo, la espada desenvainada en actitud de golpear con ella; uno de los esbirros clava el hierro de una lanza en los ijares del inocente; el consabido letrero da la explicación: ISTI SVNT INOCENTES QVI PROPTER DEVM OCCISI SVNT. Bajo el trono del tirano una madre abraza a su hijo que le arrebata un soldado blandiendo en alto la espada, sin que falte el rótulo: RAHEL PLORANS FILIOS SVOS. Los verdugos visten brial ajustado, largo hasta las rodillas y con adornos en los bordes; es el ropaje usual en esta decoración de soldados y seglares, reservándose la túnica talar para los santos y las mujeres.

Ciclo de Pasión.
Se le consagran un par dos bóvedas, las dos últimas de las naves central y septentrional y el muro oriental de esta última: en la primera se desarrolla la Cena, en la segunda varias escenas de la Pasión y se reserva el muro para la Crucifixión.
Última cena
 

La Santa Cena se organiza en la última bóveda de la nave central. También aquí se simula un palacio inverosímil sobre arcadas que sostienen el techo de un gran palacio, pero que dejan a la vista la sala del Cenáculo y a los comensales. A lo largo de la estancia se extiende una banda que pretende ser la mesa cubierta con su mantel; sobre ella, las viandas, las copas y demás menaje. Detrás se sienta el Señor con nimbo crucífero; a su derecha Pedro empuñando un gran cuchillo, y Juan a la izquierda recostado sobre el pecho de Jesús; a la derecha de Pedro se encuentran tres apóstoles, y cuatro a la izquierda de Juan. Todos se adornan con nimbo y se identifican por su nombre en grandes letras; mientras cenan, copa y cazuela en mano, hablan y gesticulan. Del lado de acá de la mesa, Judas, sin nimbo, recibe de Cristo “el bocado”. Sentados en los extremos y ocupados en la comida, SANCTVS SIMON y SANCTVS MACIA. En los rincones septentrionales, ocupando espacios acotados y sin nimbo, TADEVS que hubo de ceder el asiento a Macía, sirve en pie un gran pez en recipiente de barro y MARCIALIS PINCERNA, con un ánfora en la mano derecha y un cuenco en la izquierda, sirve el vino; es la leyenda del patrono de Limoges, convertido en apóstol por su presencia de escanciador en el Cenáculo. No falta el gallo cantarín y, para que no haya duda, al lado figura el letrero: GALLVS.
San Pedro y San Bartolomé
San Juan y San Mateo
 

Varias escenas pasionarias rellenan la bóveda occidental de la nave del norte. Se desarrolla en el centro el Prendimiento de Jesús en el Huerto de los Olivos, que presenta el rostro a Judas para el beso de la traición y tiende las manos a los soldados que proceden a atárselas. A la derecha del Señor se acaballa Pedro sobre Malco y le secciona la oreja. Detrás de Judas un grupo de soldados enarbolan lanzas; a la espalda de Pedro unos paisanos blanden garrotes.
Prendimiento
 

En el rincón de poniente, a septentrión, las Negaciones de Pedro. El apóstol, con nimbo y más que regular tonsura, se sienta sobre un taburete y dialoga con la criada, elegantemente vestida. Los rótulos reproducen el diálogo: MVLIER ANCILLA. ET TV CVM GALILEO ERAS. NON SVM. Detrás de Pedro un gallo agresivo cacarea; sobre la cresta el ineludible rótulo: GALLVS CANTABIT, y debajo: ET CONTRISTATVS EST PETRVS.
En el rincón occidental de mediodía, el Lavatorio de Pilatos. El gobernador, sentado en un imponente trono, presenta las manos sobre las que un sirviente vierte agua con una extraña regadera, que recoge en una palangana; el rótulo anuncia: PILATVS PONTIFEX PRINCES IVDEORVM.
En el rincón oriental a septentrión, el Cireneo portando la Cruz, y la identificación: CIRENENSE.
En el lado opuesto, a mediodía, el Llanto de Pedro. Llora el pecador con la cabeza apoyada en la mano derecha, y el artista nos asegura: PETRVS FLEVIT.
Para la composición del Calvario se eligió por motivos estéticos y prácticos el muro de la iglesia, cabecero de la nave septentrional; acaso también por correspondencia con el Nacimiento, situado en el testero de la otra nave lateral. El espacio se parte en dos por una franja horizontal. En la parte de arriba aparece la Cruz y el Crucificado con nimbo crucífero, los brazos horizontales, amplio faldellín, los pies clavados por separado sobre el supedáneo; encima del travesaño, el sol y la luna; a la derecha de Jesús, Longinos con su lanza, y María; a la izquierda, el soldado del vinagre y el apóstol Juan.
Crucifixión
 

En la parte inferior, arrodillados, FREDENANDO REX y su mujer Sancha, que perdió la cartela con el letrero. Detrás del rey, el armiger, y de la reina, la pedisecua en pie, con un tarro de perfumes. En medio de ambos monarcas, la calavera de Adán.

Ciclo de Pascua.
Llena las dos primeras bóvedas de las naves septentrional y central, y el tímpano de la puerta primitiva que comunicaba con el templo, decorados con escenas del Apocalipsis, el libro de lectura obligatoria en el tiempo pascual, y los tres misterios recordados en la fracción del pan de la liturgia mozárabe: resurrectio, gloria, regnum.
La Entronización del Cordero se efigia en el tímpano de la puerta, clausurada desde comienzos del siglo XII, como ya se ha dicho. Se presenta el Cordero místico dentro de un círculo que sostienen dos arcángeles. A nuestra derecha todavía alcanzamos a leer: SANCTVS GABRIEL. A la izquierda sólo aparece la letra L, la última de “(Gabrie)L”. Por encima, en el plano de la primera rosca del arco, se desarrolla un Zodíaco, con los símbolos, ya muy borrosos, inscritos en círculos; sólo se identifica bien Piscis.
La primera bóveda de la nave del norte presenta la Glorificación de Cristo, mediante varias escenas inspiradas en el capítulo primero del Apocalipsis.
Apocalipsis
 

También aquí muestra el pintor su maestría para acomodar las escenas a la superficie irregular. Acota las esquinas en dos edículas y pinta en siete de ellas una de las iglesias mencionadas en el texto apocalíptico: EPHESVM, PERGAMVM, TIATHIRE, SMIRNAM, SARDIS, FILADELFIE, LAVDOCIE. En el centro, entronizado en un majestuoso trono, el Viviente, con la espada de doble filo en la boca, cabellos como lana blanca, siete estrellas sobre su mano derecha y la inscripción: IHS. VII STELLAS IN DEXTERA SVA; desapareció otra cartela a la izquierda. Por este mismo lado izquierdo un ángel presenta el libro cerrado: ANGELVS A DOMINO. Por la derecha, el vidente Juan se postra en tierra: HIC IOANNES CECIDIT AD PEDES DOMINI. Un arco simulado e irregular independiza cada uno de los lados menores de la bóveda; sobre la cabeza del Viviente y encima del Calvario, organiza un altar con siete candelabros; entre ellos corre un rótulo del Apocalipsis: IN MEDIO SEPTEM CANDELABRORVM AVREORVM SIMILEM FILIO HOMINIS, texto que continúa en el frontal del altar: PRAECINTVS AD MAMILLAS ZONA AVREA. En el espacio reservado de occidente el ángel presenta a Juan el libro abierto; en sus páginas se lee: LIBER DOMINI, y a los pies de ambos personajes se dice: VBI FACTVS MVTVS IOANNES CVM ANGELO LOCVTVS EST.
Bóveda central del Panteón Real (ca. 1149). Extraordinaria pintura, de influencias francesas, al temple sobre estuco blanco de Cristo en Majestad
 

La imponente figura de Cristo en Majestad remata el ciclo en la primera bóveda de la nave central. Dentro de la mandorla simbólica, en un cielo azul tachonado de estrellas, se sienta sobre el Iris el Pantocrátor. Levanta la mano derecha en actitud de bendecir y sostiene con la izquierda un libro abierto con la inscripción: EGO SVNT LVX MVNDI. Sobre sus hombros cuelgan el A y la W; gruesas líneas onduladas de distintos colores rodean la mandorla; de cada uno de los ángulos surge un evangelista presentando su Evangelio. Son cuerpos humanos con la cabeza del animal simbólico y el rótulo de identificación: IOHANNES AQVILA, MATEVS HOMO, MARCVS LEO, LVCAS VITVLO. Meandros ondulados circunscriben todo el conjunto y lo envuelven en solemnidad y misterio.
Otros símbolos y personajes van distribuidos por el recinto. En el intradós del arco que separa las dos bóvedas centrales, DEXTERA DOMINI, flanqueada por las figuras de ENOC y ELIA, los dos bíblicos personajes arrebatados vivos al cielo y que volverán al mundo al final de los tiempos, bendice los sepulcros; bajo cada uno de los inmortales, SANCTVS GREGORIVS EPISCOPI Y SANCTVS MARTINVS DIXIT: VADE SATANAS. En el arco de separación entre las dos bóvedas de la nave septentrional la Paloma del SPIRITVS SANCTVS inscrita en un círculo que sostienen los arcángeles SANCTVS RAFAEL y SANCTVS GABRIEL; debajo de los arcángeles, uno a cada lado en los arranques del arco, SANCTVS GEORGI, caballero luchando con el dragón, y un alfarero que se ha interpretado como San Gil de Languedoc. Grecas, follajes, pavos reales, pajarillos, cuadrúpedos monstruos, mascarones, completan la ornamentación.
También en el intradós del arco que separa las bóvedas del Pantocrátor y del Apocalipsis, el Calendario agrícola, quizá la ilustración más divulgada de todo el conjunto pictórico del Panteón. Se representan cada uno de los meses por medio de un labriego en la faena propia del mes respectivo. GENVARIVS, Jano bifronte iniciando el año; FEBRVARIVS se calienta al fuego; MARCIVS poda las vides; APRILIS planta árboles; MAGIVS monta a caballo y marcha a la guerra; IVNIVS siega cebada; IVLII siega el trigo; AGVSTVS maja el cereal en la era; SETENBER vendimia la uva; OCTOBER sacude bellotas a los cerdos; NOVENBER sacrifica el sanmartino; DECENBER, sentado al fuego saborea el pan y el vino.
Los sepulcros del Panteón son sencillas arcas de piedra, en las que reposaban once reyes, doce reinas, infantes y condes; fueron violados en la guerra de la Independencia y destrozadas sus inscripciones románicas. Sólo tres epitafios quedan completos: el de Alfonso V, el del último conde de Castilla, don García, con su figura esgrafiada en el cobertor y el de la infanta-reina doña Sancha Raimúndez. En otro de los sepulcros aparece un escudo con un león rampante.

La Tribuna Real
Es la planta situada encima del pórtico, que comunica con él por medio del caracol y que con él comparte muros y dimensiones. Probablemente estuvo también dividida en tres naves y cubierta de madera. En el siglo XII la convirtieron en dos estancias y la cubrieron con una gran bóveda sobre arcos fajones. Queda de lo antiguo las saeteras derramadas hacia el interior, el gran vano de medio punto y doble rosca que comunicaba con la iglesia, capiteles historiados muy mutilados, otras dos pequeñas puertas, la que comunica con el caracol y la que da paso al adarve de la muralla, dos ojos de buey que daban luz a la estancia por encima de las cubiertas de las naves laterales de la iglesia, y algún canecillo como los del pórtico lateral. Es tradición que en esta estancia habitó la infanta doña Sancha Raimúndez, por eso hoy lleva el nombre de Cámara de doña Sancha. A finales del siglo XII el canónigo santo Martino la convirtió en capilla de la Santa Cruz y en su propia celda y escritorio. Hoy guarda parte del tesoro de la colegiata.

La pila bautismal
Es pieza singular y muy discutida su cronología. Críticos hay que la consideran visigótica y quienes, seguramente con más acierto, la fijan en el siglo XI. Es cuadrada, cavada en un solo bloque de piedra caliza, de 1,11 m de lado en la base y 0,63 de altura. Tres de sus frentes están decorados con relieves del Nacimiento, y en el otro dos leones afrontados, apoyados en unos extraños zancos. Unos letreros de muy difícil lectura esclarecen las escenas: ERAT IOSEF MARIA MATER DEI IN EGIPTVN LE / ERAT A ILLOS IO ANNES BASTA. ZACARIAS / ABEL ET XPS ET IOANNES BAPTISTE. Hay otro letrero ilegible.

La torre, la campana y el gallo
Es exenta y levantada sobre un cubo de la muralla. De sus cuatro cuerpos sólo los dos primeros pertenecen al tiempo de la iglesia primitiva. El primer cuerpo es ciego y no tiene de románico más que tres muros con pequeños contrafuertes que cubren la obra romana. Sobre este primer cuerpo levantaron una estancia abovedada con un arco fajón central sobre columnas y capiteles troncopiramidales invertidos. Recibe luz por cuatro saeteras, derramadas hacia dentro como las de la tribuna. Dos pequeñas puertas dan paso a la ronda de la muralla. Los otros dos cuerpos son de la época de la iglesia nueva. El primero de ellos, tercero de la torre, es también una estancia abovedada de defensa, sin cerramiento por la parte que daba al monasterio, cubierto por un gran arco de medio punto. Al exterior lleva contrafuertes, columnillas acodilladas en las esquinas y tres ventanales ciegos en cada uno de los tres muros exteriores, con una pequeña saetera en el del centro. El tramo cuarto es el de las campanas, con ocho grandes vanos de arco de medio punto, dos por cada frente, adornados con columnillas y capiteles de hojas; en las esquinas están simuladas columnas acodilladas.
En todo lo alto puede apreciarse la réplica del gallo-veleta que se custodia en el museo del claustro como una pieza muy preciada.
Torre románica de la Real Basílica Colegiata de San Isidoro de León
 

Todavía se conserva una campana, con fecha de 1086 y fama de ser la más antigua de Europa. Remata la torre en un ático que nada tiene de románico, construido en el siglo XVIII.
Tampoco es románico, sino árabe, el gallo de cobre de la torre, en funciones de veleta. No se le había dado importancia hasta hace muy poco tiempo, en que hubo de ser desmontado. Estudios muy complejos llevados a cabo por especialistas –arqueólogos, palinólogos, entomólogos, paleógrafos– están dando por resultado la valoración de la pieza como muy antigua, extraordinaria y llegada a León desde tierras lejanas.

La iglesia nueva
Se le llama así en relación con la antigua de Fernando y Sancha, consagrada en 1063. La nueva fue dedicada ochenta y seis años más tarde, en 1149, así lo dice la lápida de consagración. La mandó construir a finales del siglo XI la infanta doña Urraca Fernández (†1101), porque la de su padre se había quedado pequeña. Así lo consignaba su epitafio: ampliavit ecclesiam istam. Así lo afirman las crónicas antiguas y la tradición de la casa.
Su planta es de cruz latina de tres naves, separadas por una arquería de seis tramos, crucero, cabecera de tres capillas con sus ábsides semicirculares, sobresaliendo las laterales un tercio sobre la línea de las naves. No es de grandes dimensiones: 24,65 m desde el hastial occidental hasta el crucero, otros 6,70 m de crucero, y 7,10 la cabecera central. En cuanto a la anchura, 6,65 m la nave mayor, y 4,05 las laterales. Los brazos del crucero a partir de las naves laterales 5,60 y 6,70 de ancho.
Alzado interior del muro septentrional de San Isidoro
Alzado interior del testero occidental de San Isidoro
Alzado exterior del muro septentrional de San Isidoro
Alzado exterior del testero occidental de San Isidoro
Planos con la secuencia constructiva del Periodo IIa (la trama de colores corresponde a las Etapas de este periodo), alzado meridional de la nave sur y alzado occidental del transepto
Alzado interior del muro meridional de San Isidoro
Alzado meridional de la arquería norte de San Isidoro
 

Resulta complicado determinar las etapas de su construcción. A partir de los pocos datos que se nos han transmitido y las evidencias que presentan su planta y alzado, podemos concebir así las cosas: la infanta doña Urraca comenzó la nueva iglesia por la parte delantera, dejando intacta la de su padre, proyectando cubrirla de madera; al llegar la obra a la cabecera de la antigua y proceder a derribarla, juzgaron conveniente respetar de ésta los muros septentrional y occidental, viéndose obligados a estrechar las naves laterales, permitiendo que las sobrepasase en un tercio la anchura de las capillas cabeceras de la nueva. Se paró la obra a la altura del arranque de las ventanas de la nave mayor, sin que conozcamos el nombre del arquitecto.
Ya entrado el siglo XII se reanudaron las obras que dirigía el arquitecto-pontonero Pedro Deustamben. Éste modificó el plan y proyectó cubrir la nave central con bóveda de medio cañón, para ello hubo de reforzar el segundo pilar de cada lado, a contar del crucero, muy sencillos, adosando una media columna por la cara de las naves laterales y metiendo la correspondiente del lado opuesto por el centro de una ventana y volteando sobre ellas un arco perpiaño. Todavía fue mayor su audacia al hacer rebasar el grosor de los muros altos de la nave mayor sobre los asientos de la arquería y apoyándolos sobre las bóvedas de las naves laterales. Como pretendió una gran altura para la nave central y darle luz directa sobre las cubiertas de las naves bajas, quedaron mal contrarrestados los empujes de la bóveda central; el resultado fue la deformación de todo lo construido, una hendidura a todo lo largo de la bóveda alta, la inclinación de los muros hacia fuera hasta 35 cm con la vertical y la permanente amenaza de ruina que, a lo largo de los siglos, fueron contrarrestando levantando un fuerte muro por la parte septentrional, gruesos contrafuertes y un gran contrapeso por la meridional y acodando los tres últimos tramos de la arquería con la construcción de un coro pétreo. Como los desplazamientos seguían avanzando, últimamente fue necesario sujetar los desplomes con notables obras de ingeniería y atirantar los muros a la altura de los hombros de la bóveda.
Nave central de la iglesia
El altar mayor ocupa la capilla tardogótica de Juan de Badajoz (1513).
 

El ábside central fue derribado y sustituido por la actual capilla mayor en el siglo XVI; del románico sólo se salvaron los muros rectos del espacio rectangular con una gran hornacina en cada uno, adornada de columnas y capiteles. Los laterales presentan una capilla rectangular y cerramiento semicircular, con una ventana en el centro. Se abren al crucero con un arco doblado sobre pilar cruciforme.
Forman el centro del crucero dos pilares cuadrados en la embocadura de la capilla mayor y otros dos cruciformes en la nave, todos con medias columnas adosadas en los frentes y sostienen los cuatro arcos torales, doblados, con la particularidad de ser lobulados con ocho lóbulos cada uno, según la pauta mozárabe. Los brazos del crucero quedan divididos en dos partes desiguales por un perpiaño, apoyado en medias columnas adosadas a los muros.
Brazo norte del transepto. Puerta de la Capilla de Santo Martino.
Situada a los pies de la basílica, comunicaba con el primitivo nártex. Probablemente construida en tiempos de Alfonso I de Aragón (h. 1115), con interesante crismón en su tímpano.
Crismón situado en el tímpano de la puerta interior de la iglesia, acceso al primitivo nártex (h. 1115). Conserva restos de policromía.
 

La arquería de separación de las naves la forman arcos doblados y peraltados que se apoyan en seis pilares compuestos por cada banda, con rincones los impares y cuadrados los pares; a ellos se adosan columnas entregas por cada frente, con la excepción, como ya hemos señalado, de los segundos pilares de adelante que son sencillos con sólo medias columnas para sostener el arco correspondiente de la arquería. Las naves laterales van divididas, en correspondencia con la arquería central, por arcos de medio punto doblados, que apoyan en semicolumnas entregas adosadas a los pilares centrales y al muro exterior, menos la columna que queda señalada en las primeras ventanas y en los tres últimos tramos de la nave menor del norte que conserva el muro de la iglesia primitiva y sobre él descansan los salmeres de los respectivos arcos.
Perforan los muros ventanas de notable tamaño. En la parte baja tres en la nave de mediodía, y sólo una en la de norte, tres en los muros del crucero; se supone que el desaparecido ábside central tuvo tres; una en el centro de los ábsides laterales, aunque al exterior la acompañan dos ciegas, una a cada lado; en la parte alta dan luz a la nave mayor seis ventanas por cada lado, otra en cada uno de los muros septentrional y meridional del crucero. Todas estas ventanas están derramadas al interior con arco de medio punto doblado por uno y otro frente con columnas y capiteles acodillados por ambas haces. A las ventanas mencionadas hemos de añadir otra grande en el hastial de poniente sobre la ya descrita de la tribuna real y sin guarnición.
Las cubiertas se forman con bóvedas de medio cañón en la nave central, crucero y capillas, de cascarón en los ábsides, y de arista en las naves laterales.

Transepto y nave lateral
 
Nave lateral
 
El crucero desde el transepto del evangelio, apreciándose los arcos polibulados
 

Tres autores diferentes distinguen los críticos en la ornamentación interior de la iglesia: primeros tramos de las naves hasta las ventanas altas, cabecera y puerta de mediodía, resto del edificio. Es sumamente interesante la colección de capiteles –más de doscientos entre pequeños y grandes– repartidos al interior y exterior del templo. Los tres artistas reconocidos como escultores de los capiteles son: el maestro del tímpano del Cordero, cuyo nombre desconocemos, el maestro Esteban, que trabajaba en Pamplona y las Platerías de Santiago, y Deustamben, el que superedificó la iglesia hasta su final, restaurador, asimismo, por el año 1120 de la Puente Miña. Cada uno de los tres muestra sus preferencias. El primero gusta de burlas y anécdotas, de seres y animales fantásticos y juguetones, aves afrontadas, se entretiene con hojas finas y entrelazos. El maestro Esteban se inspira en temas religiosos y busca el simbolismo de leones y serpientes y se complace en esconder cabecitas entre el ramaje.
Deustamben busca la simplicidad y estilización y abusa de las grandes hojas. Como no nos es posible describir uno por uno todos los capiteles, señalemos que aquí se dan modelos muy variados, aunque abundan más los fitológicos y zoomorfos con sirenas, arpías y quimeras, simios, cuadrúpedos, con preponderancia de leones. Pero también hay ejemplares muy notables de capiteles historiados e, incluso, iconográficos. Así el Salvador en Majestad con Libro y ángeles y la cartela. BENEDICAT NOS DOMINVS / DE SEDE MAIESTATIS, San Miguel pesando almas, ángeles transportándolas, Sacrificio de Isaac, Daniel entre los leones... Hay varios con acróbatas en posturas inverosímiles, cabalgando leones, luchadores, hombres y mujeres con serpientes, músicos con instrumentos, taurobolio.
Son también interesantes los cimacios con sus múltiples variedades: nacelas, bolas, estrellas, palmetas, sarmientos, cuatrifolios, filas de tacos. Abundante es también la decoración de tacos y ajedrezado en tornapolvos, impostas y cornisas.
Capitel Cristo entre ángeles. En la derecha vemos águilas atrapadas en una red enmarañada
Hombre en cuclillas
Este precioso capitel románico de la nave central de la Basílica de San Isidoro de León (Spain), es conocido con el nombre de los acróbatas, vemos a dos de ellos arrodillados y desnudos con el cuerpo doblado hacia atrás y cogiéndose los pies con las manos; sobre ellos, apoyando un pié en el pecho de cada uno, otro acróbata en cuclillas. Un músico toca el laúd en el lateral del capitel y una preciosa decoración superior adorna el capitel.
Serpientes y cabezas entre el ramaje
Estamos en la parte alta de la nave central, en el coro, donde el maravilloso capitel románico, denominado la Salvación del Alma, muestra una figura humana que aparece desnuda, estando dentro de una mandorla que llevan dos ángeles; una gran mano sale de lo alto y tira del brazo derecho del alma.





Los aleros guardan, asimismo, cuidada labor de decoración: metopas con estrellas y cuatrifolias; cobijas con flores, sarmientos y filas de tacos. Variedad de canecillos: rollos de inspiración mozárabe, figuras grotescas de toda clase de hombres y animales en las más fantásticas figuras, colgando de aleros y tejaroces. Todo el mundo medieval, en parte simbólico y en parte anecdótico.
He dejado para el final, silenciando otras puertas, las tres grandes portadas por su valor escultórico excepcional, que se corresponden al ingreso principal en el centro de la nave de mediodía y las de los dos hastiales del crucero: Puerta del Cordero, del Perdón y Capitular.

La Puerta del Cordero se llama así porque figura en el tímpano la entronización del Cordero Místico. Es la principal de la iglesia y está centrada en la nave del mediodía. Es un portal con resalto sobre la fachada, aunque perdió el tejaroz para colocar en su lugar una estatua ecuestre de San Isidoro. Es de arco de medio punto de tres roscas, con molduras en baquetón las dos primeras y lisa la tercera, con los intradoses muy decorados, el guardapolvo es de tres filas de tacos. Sostienen las dos primeras roscas columnas acodilladas de fustes monolíticos y capiteles con figuras quiméricas, cimacios con mucha decoración, dintel descansando sobre modillones con cabezas de carnero, modalidad que aquí se inicia y de aquí se expande. 


Detalle de la portada de la Colegiata de San Isidoro de León
Mocheta y capiteles en la Puerta del Cordero.
Capiteles y mocheta en la Puerta del Cordero.
 

Es célebre el tímpano, en el que por primera vez en el románico hispano se insertan varias escenas. En lo alto figura el Cordero místico sosteniendo una cruz, inscrito en un círculo que sostienen dos ángeles, mientras otros dos asisten con cruces en las manos.
La banda inferior reproduce el Sacrificio de Isaac, con varias escenas que enumeramos comenzando por la derecha de espectador: Sara se asoma a la puerta de su tienda, un criado monta un asno, otro, quizá el mismo Isaac, se descalza, Isaac descalzo y semidesnudo ocupa la piedra del sacrificio, Abraham empuña el cuchillo, en lo alto aparece la mano de Dios, un ángel presenta un cordero, un personaje contempla la escena, al final un caballero –Ismael?– montado en su cabalgadura, dispara el arco.
En las enjutas, sobre cabezas de toro, a la izquierda, San Isidoro sentado con báculo y ornamentos pontificales y el rótulo grabado en un sillar del muro: ISIDORVS; a la derecha, también sentado, el adolescente San Pelayo; son figuras de mármol, aprovechadas y mal situadas, ya que detrás del obispo sevillano colocaron un verdugo, espada en mano, que debe representar el sicario que cortó la cabeza del mártir Pelayo. Sobre la cabeza del prelado, David con seis músicos, empuñando todos diversos instrumentos musicales; al lado opuesto, dos mujeres, una con laúd y la otra con un pandero cuadrado; rematando la composición, las figuras, seis por cada lado, de un Zodíaco invertido, sin que sepamos el motivo: comienza aries por nuestra derecha y termina con piscis por la izquierda; desaparecieron los rótulos que identificaban los símbolos; alguno está aprovechado en el pedestal de la estatua ecuestre del remate.


La Puerta del Perdón, así llamada porque en ella se reciben los peregrinos, se abre en el hastial sur del crucero y sigue el diseño de las puertas de este templo: arco de medio punto de dos roscas, con moldura de bocelón, media caña y tornapolvo de tres filas de tacos. Apoyan las arquivoltas en columnas acodilladas de fustes monolíticos, capiteles iguales de entrelazos; los cimacios se prolongan en forma de imposta a todo lo ancho del hastial.
Puerta del Perdón
 

Las jambas son cuadradas con la arista moldurada y rematan en dos modillones, cabeza de perro uno y de león el otro, que sostienen el dintel. Sobre éste carga el tímpano, dividido en tres escenas verticales. Representa la central el desenclavo de Cristo de la Cruz con la intervención de María, que besa amorosamente la mano derecha ya desenclavada de su Hijo, Juan abrazado al cuerpo del Maestro, y un discípulo arrancando con grandes tenazas el clavo de la mano izquierda. A este mismo lado las tres Marías ante el Sepulcro, que un ángel se lo muestra vacío levantando la tapa. Al otro flanco el Resucitado sube al cielo llevado por dos ángeles. Grandes letras grabadas en la arquivolta dan cuenta del suceso: ASCENDO AD PATREM MEVM ET PATREM VESTRVM. Es la obra del maestro Esteban, inconfundible por los pliegues amorcillados de las vestiduras y las crenchas de las cabelleras.
La puerta del Perdón, también llamada del Descendimiento, es posterior a la puerta del Cordero.
El tímpano muestra escenas de la Ascensión, el Descendimiento y las Marías. A los lados se encuentran representados Pedro y Pablo.
Esta puerta solo se abre los Años Santos o Jacobeos, y otorga el Jubileo a todas aquellas personas que no puedan llegar hasta Santiago de Compostela.
Segundo cuerpo de la fachada sur.
Tímpano románico de la Puerta del Perdón de la Basílica de San Isidoro de León
Capiteles y mocheta en la Puerta del Perdón.
 

Todo el hastial del Perdón conserva la estructura primitiva. Lo divide el tejaroz que se extiende a lo ancho de todo el espacio y lo forman once canecillos de figuras grotescas que sostienen cobijas de dos filas de tacos. Debajo, inscrios en una imposta semicircular de rosas, una a cada lado del arco de la puerta, las figuras en altorrelieve de San Pablo –PAVLVS– a poniente, y San Pedro a oriente, sin inscripción, pero bien identificado por las llaves. Sobre el tejaroz se abre una arquería de tres arcos de medio punto con columnas, capiteles y tornapolvo ajedrezado, vacío el centro, sirviendo de ventana; sobre este vano central, un altorrelieve que, por su mal estado de conservación, no es posible identificar.
San Pablo
San Pedro
 

La Puerta Capitular es la del crucero norte y daba paso a la sala de reuniones del capítulo. Se la supone del mismo maestro que la del Cordero, aunque le falta el tímpano. Como las otras dos reseñadas es de arco de medio punto de dos roscas, arquivoltas en baquetón, ajedrezados, cuatro columnas acodilladas de fustes monolíticos y cuatro capiteles, una de las mejores obras del maestro del Cordero: ramajes, aves fantásticas, monstruos y serpientes. Es también sobresaliente el tejaroz por sus motivos y por el buen estado de conservación. Bajo la cornisa de dos filas de tacos cuelgan las fantasías de los doce canecillos: personas desnudas, cuadrúpedos, vegetales.

Otras dependencias y enterramientos
Pegada al muro exterior del crucero septentrional se construyó a finales del siglo XII la sala capitular, de planta rectangular, con dos ingresos, la puerta de comunicación con la iglesia, ya descrita y la principal en el claustro, de tres arcos, sustituida por la renacentista actual. Recibía luz por dos ventanas abiertas en el muro oriental y derramadas hacia la sala, son de arco de medio punto con doble rosca, columnillas acodilladas y capiteles de ornamentación vegetal y zoomorfa. Es singular la cubierta de bóveda de ojivas, que descansa sobre dos grades arcos de cuatro líneas de bocelones en zig-zag que se cruzan en la clave y apoyan los extremos en un atlante desnudo.
La capilla de la Santísima Trinidad la hizo construir el canónigo de la casa, Santo Martino, detrás del ábside septentrional de la iglesia. Es de humildes dimensiones y materiales: paramentos de hiladas de canto rodado y ladrillos, bóveda de medio cañón y cabecera semicircular con cubierta de cascarón. Tenía entrada desde el claustro por medio de una puerta de arco de medio punto en el costado septentrional; sobre él grabaron la siguiente inscripción: CONSECRATA FUIT HEC ECCLESIA ERA M CC XX VIII. En el exterior colocó Santo Martino dos bellas inscripciones latinas; consta en una de ellas la lista de reliquias y pide en la otra al cabildo cuide de la limpieza del lugar y haga arder allí dos lámparas, para lo que deja abundante dotación.
Además de los del Panteón Real, abundan los enterramientos en el claustro. Señalaremos tres románicos por la importancia de los personajes y la ornamentación de los sepulcros. El de Pedro Deustamben, arquitecto que superedificó la iglesia. Lo mandaron enterrar en el templo el emperador Alfonso VII y su hermana doña Sancha. Por razones de conservación hoy se encuentra este sepulcro en una de las capillas del claustro procesional. Sobre la tapa de piedra del sarcófago mandaron grabar la imagen del difunto que inciensan dos ángeles y una inscripción en la que se dice que Pedro Deustamben fue pontonero, de gran virtud y esclarecido en milagros. También han llegado hasta nosotros los sepulcros del primer prior de San Isidoro, Pedro Arias (†1150), y el del primer abad don Menendo, su imagen, vestida de ornamentos pontificales e inscripción (†1167).
Todavía quedan otros muchos restos de esculturas románicas que han sido recogidos y expuestos, pero que, por razones de espacio, no podemos incluirlos aquí.

El tesoro: joyas y códices románicos
Se le da el nombre de Tesoro de León, con piezas excepcionales, árabes y románicas, que proceden de donaciones de reyes e infantas; en su mayor parte, se utilizaron como relicarios, sin que para ello fuera obstáculo la procedencia islámica de varias de ellas. En el ámbito del románico están representadas las diversas tendencias y materiales: marfiles, oro, plata, ónice, telas, bordados, miniatura... El lote más valioso por su número y representación en la historia del arte fueron las donaciones de los reyes Fernando y Sancha en 1063 en la consagración de la iglesia y traslación de los restos de san Isidoro. Al cabo de los siglos fue disminuyendo este fabuloso tesoro, robadas o destruidas algunas de sus mejores joyas por las tropas de Napoleón y expoliadas y trasladadas otras al Museo Arqueológico Nacional en el siglo XIX entre ellas el célebre crucifijo de marfil. A pesar de tanto robo, expoliación y desamortización, todavía se exhibe en la colegiata un tesoro de fama mundial. Enumeraremos sólo algunas de las joyas más representativas. Marfiles: portapaz, arca de reliquias de San Juan y San Pelayo; oro y plata: arca de las reliquias de San Isidoro, cáliz de ágata donación de la infanta doña Urraca, ara donación de la infanta doña Sancha; esmaltes: arqueta de Limoges; códices miniados: Biblia de 1162, breviarios, homiliarios, etc.
Ésta ha sido una visita acelerada al conjunto románico de la Real Colegiata de San Isidoro de León, donde los reyes Fernando y Sancha iniciaron este nuevo estilo en sus reinos a mediados del siglo XI que, un siglo después, sus biznietos, el emperador Alfonso VII y su hermana la infanta-reina Sancha, elevaron al máximo esplendor

Iglesia de Santa María del Camino o del Mercado
La iglesia de Santa María de los Francos, desde 1259 denominada Nuestra Señora del Camino la Antigua y desde 1675 y hasta la actualidad como Santa María del Mercado –por cerrar su cabecera uno de los laterales de la plaza del Mercado o del Grano– se sitúa extramuros del primitivo recinto cercado, el de la “ciudad vieja”. El origen de este barrio hay que buscarlo en los años iniciales del siglo XI, cuando se acomete la revitalización de la ciudad tras el atormentado fin de la décima centuria y las destrucciones de Almanzor.
El proceso se iniciaría, según Represa, con la ocupación del entorno del antiguo mercado, agrupándose allí población eminentemente artesana en torno a la iglesia de San Martín. La expansión del poblamiento hacia el este hizo que, en la segunda mitad del siglo XI, se constituyese junto al de San Martín el barrio de los Francos, cuyo núcleo lo constituyó la iglesia de Sancte Marie de vico francorum, que debió erigirse en las últimas décadas del siglo, pues aparece citada en 1092 con ese carácter (ecclesia que in Uico Francorum uidetur esse statuta) y en 1120 como Ecclesia Sanctæ Mariæ de Vico Francorum. En 1122 debía estar ya articulado el burgo, pues se citan testigos pertenecientes al consilio francorum en el documento de donación de la iglesia del Santo Sepulcro de León (omnium francorum Sancte Marie de Camino Sancti Iacobi). La consolidación del espacio entre los barrios de San Martín y de los Francos se materializó a partir de la constitución de un mercado en la actual plaza del Grano (o quizá mejor en la de don Gutierre), que aparece citado en el último cuarto del siglo XII, lo cual empujó a proveerlo de una muralla terrera, ya a finales de la centuria. En la primera mitad del siglo XIV la endeble defensa fue sustituida por otra de mampostería.


Así pues, la ocupación tardía de los dos barrios citados y su disposición en torno a un templo acercan esta área de León al sistema de asentamiento articulado en collaciones al modo de otras ciudades más meridionales como Zamora, Salamanca o Soria.
La iglesia de Santa María del Camino constituye, aún hoy y pese a los numerosos avatares de la fábrica que pasaremos inmediatamente a referir, el monumento románico más destacado de la ciudad, tras San Isidoro.
El proyecto original planteó un edificio de planta basilical y tres naves distribuidas en cuatro tramos, hoy convertidos en tres al eliminarse una pareja de pilares, aunque restan las rozas de los responsiones en los muros de las colaterales, coronadas por cabecera triple de ábsides semicirculares, destacado el central por un profundo presbiterio. Machaconamente se ha acudido al apelativo de “planta de tipo sarcófago” para explicar la irregularidad de la caja de muros de las naves, notablemente más estrecha hacia el oeste, como si tal convergencia constituyese una característica constructiva y no un mero defecto, responsable, eso sí, de buena parte de los problemas de estabilidad que llevaron a la fábrica a numerosos procesos de ruina. Soportaban formeros y fajones de las primitivas bóvedas pilares de sección prismática con semicolumnas en los frentes, cuyas basas presentan perfil ático de toro inferior más desarrollado, quizá sobre plintos, aunque la elevación del suelo original no permite adivinarlo. Estos soportes fueron remontados y prolongados en altura en las sucesivas reformas sufridas por el edificio ya desde época gótica, pudiendo afirmarse, aunque sin certidumbre, que las únicas cubiertas originales son hoy las de la capilla de la epístola.
Veamos sintéticamente las principales intervenciones en el edificio, fruto la mayoría de los problemas estructurales de los que adolecía desde su fundación: entre 1364 y 1371 se rehizo el campanario, así como varios arcos de la iglesia; entre 1404 y 1409 se cubriría la zona occidental con las bóvedas que hoy vemos; hacia 1419 se construyó una sacristía, hoy desaparecida pero que suponemos se abría en el tramo oriental del muro del evangelio; en 1410 y 1430 vuelven a rehacerse arcos del interior; en 1484 se reformó la capilla mayor, obra de la que resta la actual bóveda del presbiterio de la misma; en 1598 Felipe de la Cajiga inicia la obra de la torre, que será rematada con el chapitel realizado en 1758 por Fernando Compostizo (el mismo que realizó el pórtico de la colegiata de Arbas en 1734); en 1691 se transforma el antiguo cementerio, situado al norte, por un atrio cercado con un pretil; en 1704 se encontraba trabajando en el camarín de la Virgen y actual sacristía J. de la Lastra, obra finalizada en 1740 que supuso la eliminación del ábside medieval (ya reformado a fines del siglo XV).
En 1710, y ante la amenaza de ruina, se realizaron diversas obras en la nave, como constata un testimonio epigráfico en el pilar más oriental de la colateral sur, pese a lo cual, en 1853, se hundieron las bóvedas de la nave, provocando un colapso de los muros laterales. Esta ruina motivó la eliminación de los pilares que delimitaban el segundo y tercer tramo de las naves, unificados en la restauración de 1883. Nuevas intervenciones restauratorias tienen lugar a inicios del siglo XX, con la intervención del arquitecto diocesano Juan Crisóstomo Torbado Flores y su ayudante Julio del Campo, quien firma los elementos miméticamente repuestos en el ábside del evangelio y, finalmente, actúan en el edificio Eduardo García Mercadé, quien en 1979 elimina el sobreábside del evangelio del siglo XVIII, obra de Lastra, y Martínez del Cerro, quien en 1987 dirige obras de consolidación.

A pesar de tal avalancha de intervenciones, el templo mantiene de su origen románico partes sustanciales, aunque muy alteradas.
El ábside central, pese a la eliminación del hemiciclo, conserva retazos de los muros laterales del presbiterio, abierto éste a la nave mediante un arco de medio punto doblado y rehecho, al igual que la bóveda de cañón que cierra el tramo, hacia 1484, según inscripción pintada en ella. Observamos aún las impostas que, en tres niveles, articulaban el paramento, ornadas con triple hilera de billetes y listel, así como las semicolumnas que recogen el arco triunfal, coronadas con capiteles de idéntica factura, decorados con una pareja de leones que asen con una de sus patas alzadas un tallo, que ellos mismos vomitan y que surge de una cabecita felina invertida en la parte inferior de la cesta, sobre el astrágalo. Los cimacios se decoran con tetrapétalas y palmetas inscritas el clípeos vegetales anillados. Al añadir el camarín de la Virgen y la sacristía del siglo XVIII, este antiguo tramo recto presbiterial pasó a funcionar como capilla mayor.
Capitel del arco triunfal
Absidiolo del evangelio
 
Absidiolo de la epístola
 

Los absidiolos presentan breve tramo recto abovedado con medio cañón, cuyos paramentos se dividen en dos pisos mediante impostas de tres hileras de billetes, una bajo las ventanas abiertas en el eje y otra, rasurada, en el arranque de la bóveda. Los rematan hemiciclos cubiertos con bóveda de horno y en cuyo eje se abren ventanas rasgadas abocinadas al interior, con arcos de medio punto sobre columnas, exornados por chambranas de tres filas de finos tacos. Las columnas de la ventana del ábside de la epístola, de basas de perfil ático sobre fino plinto, se coroan con capiteles vegetales de aire isidoriano y cimacios de palmetas en clípeos de tallos anudados, decorados con dos niveles de hojas lanceoladas, interiormente lobuladas, y ábaco con volutas. El ábside del evangelio fue miméticamente restaurado en la intervención de Torbado, hasta poder considerarlo prácticamente rehecho. En la basa de una de las reintegradas columnas dejó su firma “Julio del Campo, Aydte. de J. C. Torbado”.
Se abren a las colaterales estos ábsides secundarios mediante arcos de medio punto doblados que reposan en semicolumnas. Resulta curiosa la basa conservada en el absidiolo meridional, moldurada con toro superior, escocia y doble toro inferior, que se transforma en toro y fino bocelillo sogueado en las del ábside norte.
Los capiteles que coronan los triunfales de los absidiolos reciben, por parejas, idéntica decoración vegetal, de espléndida factura. Los de la capilla de la epístola muestran dos niveles de hojas de acanto incurvadas acogiendo bolas y volutas con hojitas en el ábaco, disponiéndose sobre ellos cimacios de palmetas muy excavadas inscritas en clípeos. Los del ábside del evangelio, igualmente vegetales y de similar diseño, manifiestan un tratamiento algo más espinoso y los cimacios muestran carnosas rosetas y hojarasca.
El muro meridional de la nave de la epístola mantiene, aunque notablemente alteradas, las cuatro ventanas que daban luz al templo, abiertas en el centro de cada tramo, con vano rasgado abocinado al interior y arco de medio punto sobre columnas acodilladas de sencillos capiteles vegetales de crochets y hojarasca. El aparejo del muro septentrional conserva apenas la zona inferior de sillería original, con numerosas alteraciones y reparaciones en mampuesto y ladrillo. Igualmente recrecidos y alterados se presentan los pilares que se conservan, encapiteladas sus semicolumnas ya en el siglo XVIII, época a la que deben corresponder los formeros y bóvedas de arista y lunetos de los tres tramos más orientales de las naves.
El cuerpo occidental de la iglesia aún mantiene, junto a los vestigios primitivos, parte de las intervenciones de época gótica, responsable de las bóvedas de crucería del primer tramo de las naves. Los formeros de este tramo reposan, hacia el hastial occidental, en capiteles románicos decorados con dos coronas de carnosas hojas lisas de nervio central (una con un helecho), el del tramo norte, y redecilla romboidal de tallos y remate de crochets y hojita lobulada el del sur. Los capiteles fronteros de éstos, en los primeros pilares, presentan ya la típica hojarasca gotizante, mostrando su talla a trinchante. Tan sólo resta un muy mutilado capitel vegetal en la semicolumna que recogería en fajón del primer tramo de la nave de la epístola.
El hastial occidental, pese a las reformas, mantiene parte de su estructura románica, con una portada de arco de medio punto doblado y liso sobre reutilizadas impostas ornadas con palmetas anilladas de seco tratamiento y jambas con bocel en la arista. Sobre la portada, en el interior de la actual estructura de la torre iniciada a finales del siglo XVI, restan dos arcos ciegos, decorativos, de medio punto con chambrana de tacos que convergen en un capitel-ménsula decorado con una ascensión de alma. Muestra, inscrita en la mandorla decorada con banda de contario, una figurilla femenina desnuda en actitud orante que es elevada por dos ángeles.
Bajo los arcos –que acogían restos pictóricos prácticamente suprimidos en una reciente y desafortunada intervención– corre una imposta decorada con dos hileras de billetes, que se convierte, sobre el capitel, en un cimacio ornado con una banda ondulante, engullida por mascarones monstruosos en los ángulos, de la que brotan hojitas. La factura de este capitel, el único figurativo de los conservados, refuerza los vínculos estilísticos de esta obra respecto al taller de San Isidoro. Aunque adolece de cierta rigidez compositiva, la ejecución es cuidada, alcanzando cierto preciosismo en la resolución de los rostros, las alas y los plegados de las túnicas. Además de en el tratamiento, el mismo tema de la ascensión del alma encuentra su referente en un capitel de San Isidoro.

Al exterior, pero sobre todo en la estancia moderna dispuesta al sur del vestíbulo de entrada, con función de trastero, se observa cómo el muro meridional de la nave se prolongaba prácticamente hasta la línea de fachada actual, atestiguando su antigüedad una ilegible inscripción, probablemente funeraria, grabada en el talud del zócalo. Confirmaría este vestigio la hipótesis de una primitiva estructura porticada, y probablemente torreada, rematando el primitivo hastial occidental del templo, al estilo, quizás, de la de Santiago de Carrión de los Condes. Sólo un más detenido estudio, que se escapa de las posibilidades de este trabajo, podría verificar tal hipótesis.
Exteriormente, la lectura de los paramentos nos corrobora las agitadas vicisitudes de la fábrica de Santa María del Mercado.
En el muro meridional se plasma el primitivo trazado románico, levantado en deleznable sillería arenisca con predominio de sogas y en mal estado, junto a las reparaciones modernas en el aparejo, con sillares de caliza y ladrillo, así como las reparaciones de las ventanas románicas que iluminaban la colateral, de arcos de medio punto sobre columnas acodilladas con sencillos capiteles de crochets.
En el segundo tramo de este muro sur se abría una de las tres portadas originales del templo, ésta remontada y coronada por dos arquivoltas, la interior lobulada –al estilo de las zamoranas– y la exterior ornada con un grueso bocel, sobre jambas lisas y cimacios de nacela. Restan aún en esta parte del edificio –probablemente la que de un modo más traumático sufrió los colapsos de principios del siglo XVIII y mediados del XIX– vestigios de la imposta de tacos que recorría el paramento bajo el cuerpo de ventanas. Muy alterados aparecen los tres contrafuertes y moderna es la zona alta del muro, de mampostería con verdugadas de ladrillo, contemporánea de las bóvedas actuales de la nave.
El muro septentrional conserva parte de su aparejo románico, así como una portada coetánea –descubierta en 1976– cegada y dispuesta en el tramo más oriental de la nave. Se compone de arco doblado de medio punto con chambrana de nacela y dos columnas acodilladas con basas de perfil ático sobre plinto y coronadas por capiteles de hojas carnosas y volutas e imposta de palmetas inscritas en clípeos.

Portada norte.
 

Otra portada, labrada a trinchante y ya gótica, se abrió en el segundo tramo de la nave, demostrando el hecho de que su umbral se sitúe aproximadamente 1,5 m por encima del de la románica la rápida colmatación de la zona norte del templo.

Hastial occidental
La cabecera, al exterior, ofrece en el ábside de la epístola su estructura mejor conservada, pese a síntomas de haber sido rehecha en altura. Conserva, parcialmente restaurada, la imposta con perfil de nacela que corre bajo a ventana. Ésta, que mantiene la reja original, manifiesta una disposición similar a la del interior, habiéndose sólo preservado el capitel izquierdo, decorado con entrelazo vegetal. Los cimacios presentan friso de hexapétalas de botón central inscritas en clípeos. La cornisa, ornada con tres hileras de tacos, es soportada por modillones, la mayoría de cinco rollos y progenie altomedieval matizada por lo isidoriano, y sólo tres, muy deteriorados, figurados.

Ábside correspondiente a la nave de la Epístola (s. XII)



Ventana absidiolo de la epístola
 
Ábside de la epístola
 
Modillones
 
Modillones
 
Modillones
 
Modillones
 
Modillones
 

De la capilla mayor sólo se conserva, como arriba vimos, el presbiterio, avanzado sobre los absidiolos. Se articulaba en tres pisos delimitados por dos líneas de imposta, la inferior con perfil de nacela y la otra con tetrapétalas en clípeos. La cornisa, igual que la del absidiolo meridional, es soportada por canecillos de rollos y otros con un mascarón felino sobre un helecho, grotescas representaciones de simios acuclillados, un personaje alopécico mesándose las barbas, otro acuclillado y sosteniendo un barrilillo sobre sus hombros, una hoja lobulada y un ave rapaz que se apoya sobre su presa. En el extremo oriental del tramo recto, donde se iniciaría la presumible curva del hemiciclo, se dispusieron sendas columnas acodilladas coronadas por un capitel vegetal idéntico a los del toral del ábside del evangelio, en la sur, y un espléndido capitel con dos parejas de aves afrontadas picoteando una palmeta pinjante, con dos rosetas en clípeos y remate de volutas, en la semicolumna correspondiente al muro norte.
El ábside del evangelio fue radicalmente restaurado por Torbado y desembarazado de añadidos por Mercadé, por lo que poco resta de original en él. Destacamos en el alero su cornisa de tres hileras de finos billetes e interiormente decorada con rosetas octopétalas inscritas en clípeos perlados, al igual que parte de las metopas –remedo de las del brazo sur del transepto de San Isidoro– entre los canes que la soportan, decorados éstos con crochets, contorsionistas y personajes en actitudes grotescas y exhibicionistas.

Junto a otras inscripciones ya góticas, conserva el interior del templo dos testimonios epigráficos interesantes de la primera mitad del siglo XIII.
En dos sillares del muro occidental de la nave del evangelio se grabó la inscripción funeraria siguiente: + IN : HOC : TUMVLO : RE / QVIESCIT : FAMVLA DEI : MIESOL : Q(uæ) OBIIT : E(ra) MCC : LXX : M(e)NSE / S(ep)T(em)BR(i), es decir, “en este túmulo descansa la sierva de Dios Miesol, que murió el mes de septiembre, en la era de 1270” (año 1232).
En el muro norte del segundo tramo se dispuso, bajo un arcosolio apuntado moldurado con tres cuartos de bocel en esquina retraído que descansa en sendos machones ornados con columnillas rematadas por sencillos capitelillos de pencas, un sarcófago en cuya caja se grabó la inscripción: + HIC : REQVIESCIT : FAMUL(u)S : DEI : GIRALDVS : ANDREAS : CIUIS : LEGION(ensis) : QUI / OBIIT : IN : ERA : MCCLXXVIIII … [N]OTO : VI : IDUS : AUGUSTI. Es decir, “Aquí reposa el siervo de Cristo Giraldo Andrés, ciudadano de León, que murió en la era de 1279, en el día 6 de los idus de agosto” (año 1241). Este Giraldo Andrés aparece confirmando un documento del fondo documental de los bachilleres de San Marcelo, en 1232.
Destaquemos, finalmente, la presencia de varias rejas románicas, algunas in situ, como las de dos ventanas del muro sur o la del absidiolo meridional, y otras reutilizadas, así las de los dos arcos laterales de la fachada occidental.
Se componen de vástagos verticales de los que brotan volutas y tallos y manifiestan una notable calidad. Reflejan similar diseño que las de San Isidoro y, según Gómez-Moreno, se aproximan a las de San Vicente de Ávila.
Reja
Detalle de la reja
 

Santa María del Camino representa, en síntesis, un jalón importante dentro de la evolución del románico pleno en tierras leonesas, íntimamente ligado al monumento más sobresaliente del estilo, que es San Isidoro. Desde el punto de vista formal, parece clara la conexión con tan importante y cercano referente, y lo mismo podríamos decir en cuanto a su cronología. Como la zamorana iglesia de Santa Marta de Tera, con la que los paralelismos derivan del modelo común citado, su cronología debe rondar la segunda o tercera década del siglo XII, coincidiendo así con la consolidación del burgo de los francos de la que fue parroquia.

 

 



 

 

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