La tantas veces referida influencia silense se
diluye en cuanto profundizamos en los aspectos iconográficos y estilísticos. No
alcanzando el preciosismo del segundo taller de Silos, el escultor de Soto se
muestra más original e imaginativo que éste en las representaciones animales.
Siempre en relación a Silos y a las obras claramente ligadas a su estilo –Ahedo
del Butrón, Gumiel de Hizán, Moradillo de Sedano, Hermosilla, Butrera, etc.–,
la claridad compositiva e incluso la cierta torpeza de la escultura de Soto nos
hablan de un estadio estilístico menos recargado. El barroquismo de los
plegados y el amaneramiento de gestos y actitudes de los relieves silenses se
manifiesta de un modo mucho más sencillo, primario si se quiere, en las grandes
figuras humanas de nuestra iglesia. El mismo perfil de los pliegues, con
aristas vivas y un tratamiento geométrico, junto al caligrafismo de los
plegados de la Virgen, sitúan la relación estilística del taller respecto al
claustro de Silos más en un plano de coincidencias ambientales que de
dependencia o inspiración directa. Algo similar puede decirse respecto a las
relaciones con el taller escultórico que trabaja en la cabecera de la catedral
de Santo Domingo de la Calzada, especialmente evidentes en los recursos expresivos de algunos rostros y en la antes
citada figura femenina de la segunda arquivolta. No hay duda que durante el
último tercio del siglo X I I la plástica hispana sufrió una auténtica
revolución estética de la mano de una serie de talleres y maestros de origen
francés –como bien han demostrado en sus tesis autores como Michael Ward o
Jacques Lacoste–, cuyas obras cumbres podemos admirar en Santiago de
Compostela, Carrión, Sangüesa, Santo Domingo de Silos, Ávila, Aguilar de
Campoo, etc. Sin embargo creemos empobrecedor intentar reducir el estudio de la
plástica tardorrománica sólo a la menor o mayor dependencia respecto de tales
edificios, pues las pro p i a s obras se encargan de demostrarnos que las
inspiraciones y movilidad de los talleres rara vez siguen una sola dirección.
ESTE BLOG ESTÁ DEDICADO A TODAS AQUELLAS PERSONAS QUE SIENTEN LA HISTORIA Y EL ARTE
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martes, 17 de junio de 2025
Capítulo 69, Románico en la Bureba
Románico en la Bureba
La Bureba es una de las comarcas más
definidas y de mayor personalidad que tiene Burgos.
Es tierra llana, situada al noreste de la
provincia, recorrida por el río Oca y rodeada de crestas montañosas.
Se la ha comparado a una “Castilla en miniatura”, con un importante
patrimonio cultural.
Una profusión de pueblecitos se afanan en
conservar sus templos y la herencia monumental de sus mayores. Y es que la
Bureba, como otras tantas comarcas de Burgos, conserva un patrimonio románico
verdaderamente envidiable.
Se han elegido -dentro de la especial
abundancia y calidad de arquitectura románica de esta comarca burgalesa- seis
monumentos románicos de importancia: el Monasterio de Rodilla y las
iglesias de Navas de Bureba, Soto de Bureba, Aguilar de Bureba, Castil
de Lences.
Monasterio de Rodilla
La pequeña localidad de Monasterio de Rodilla
se encuentra emplazada en plena comarca de La Bureba y tiene un fácil acceso:
desde Burgos, por la N-I, y bajando ya el puerto de la Brújula, un desvío a
mano izquierda nos conducirá directamente a ella. La “ermita” –que es
como se la conocen los naturales del lugar– de Nuestra Señora del Valle, está
situada a unos dos kilómetros y a ella podemos acceder en coche por un camino
que, desde la carretera local que conduce a las poblaciones de Temiño y
Rioseras, fue inaugurado en 1954 con motivo del centenario de la proclamación,
por parte de Pío IX, del dogma de la Inmaculada Concepción o bien dando un
agradable paseo de apenas un par de kilómetros.
Monasterio, la Tritium Augtrigonum romana –una
de las mansiones del Itineriario de Antonino en la vía que unía Braga con
Burdeos–, reaparece en la Edad Media de la mano del “Privilegio de los Votos”
–un documento supuestamente ligado al conde Fernán González pero en realidad
interpolado hacia 1200– y con distintas denominaciones, entre otras las de
Monesterio, Fenosa y Nava Fenosa, topónimos de origen prerromano que hacen
referencia a una tierra de cultivo rica en pastos altos (Nava) y a una
población (Fenosa) dedicada al cultivo del Feno (del heno). Topónimos que aún
perduran muy cerca de Caborredondo (Camredondo), con quien Fenosa tuvo que
delimitar sus términos en 1199: Nava Henosa, Nava Fenosa, un despoblado situado
al norte de Monasterio de Rodilla (al otro lado del castillo), en el que
todavía se conocen los restos de un poblado y Henosa o Fenosa, un terreno
próximo ya al vecino término municipal de Temiño.
El primer pergamino en el que aparece la villa
data del 12 de febrero del año 1011. Publicado por Juan del Álamo, recoge la
fundación, por el conde castellano Sancho y su mujer Urraca, del monasterio
benedictino de San Salvador de Oña. En él se nos informa de la existencia,
además, de un castillo. Ambos, villa y fortaleza, fueron dominados, a lo largo
del siglo XI, unas veces por Castilla y otras por Pamplona (al sennior Aznar
Fortúnez en 1040 y a su hijo López en 1043 y 1048; a Aznar Sánchez en 1044,
1050, 1054 y 1063, etc.) pues La Bureba fue un punto estratégico codiciado
por Castilla, Navarra y Aragón. Quizá fueran esas luchas por hacerse con su
dominio las que pusieron fin a la existencia del castrum o castellum,
definitivamente desmantelado para la construcción de la carretera local que
conduce a Temiño. Probablemente (pues los datos sobre los que partimos fueron
tomados por Argáiz de un documento desaparecido y sin fecha) sus ya muy escasos
restos procedan de una reconstrucción del antiguo (destruido hacia 1050)
efectuada entre los años 1161 y 1170 por el conde Gonzalo Rodríguez
(1155-1202), hijo del conde Rodrigo Gómez y de doña Elvira, que dio dos sernas
a Santa María de Rodilla como agradecimiento por la piedra recibida para
edificar allí un castillo; piedra que tal vez pudo acarrearse desde la “cantera
de Santa Marina”, a la que se accedía por un camino situada al sur de la
ermita de Nuestra Señora del Valle.
Cabeza de alfoz castellano de Monasterio ya en
el segundo cuarto del siglo XII (según consta en un documento de Alfonso VII
datado el 10 de enero de 1133), otras noticias relativas a la villa proceden de
una documentación muy heterogénea –repartida principalmente entre los archivos
de la catedral de Burgos y de los monasterios de Oña, Las Huelgas Reales y San
Millán de la Cogolla entre otros– en la que predominan las concesiones, como la
realizada al monasterio de San Cristóbal de Ibeas por parte de doña Sancha Díaz
realizada el 9 de julio de 1160 –documento en el que por primera vez
encontramos mencionada la heredad de Monasterio de Rodella– o la donación, el 1
de junio de 1187 por el monarca Alfonso VIII, de dicha heredad al monasterio de
Las Huelgas Reales de Burgos (donación que será confirmada el 12 de mayo de ese
mismo año en Letrán por el papa Clemente III y ratificada el 11 de noviembre de
1219 en Rieti por Honorio III) y de la “Carta de arras y capitulaciones
sucesorias concertadas por Federico I de Alemania y Alfonso VIII de Castilla”
(1188), por la que el monarca castellano dota a su hija Berenguela
–comprometida en matrimonio con Conrado, hijo de Federico I– con una serie de
villas, entre la que se encuentra la de Monasterio de Rodilla, que al menos
hasta 1273, fue una más de las posesiones del todopoderoso monasterio de Las
Huelgas.
Ermita de Nuestra Señora del Valle
El primer edificio de culto del que se tiene
noticia en Monasterio (año 1011) fue la iglesia de Santa María, que –como la
villa– también fue donada por el conde de Castilla al recientemente fundado
monasterio de San Salvador de Oña. Y a él perteneció hasta que en el año 1050
–según consta en un documento recogido por Antonio Ubieto– el rey de Pamplona,
García “el de Nájera” la entregó en donación al monasterio riojano de
San Millán de la Cogolla con motivo de la consagración de su abad Gonzalo.
Probablemente se tratase entonces de un pequeño monasterio familiar, con alguna
que otra propiedad, dedicado a Santa María (Santa María de Monasterio), tal y
como aparece recogido en la concesión que de la villa de Naba Fenosa hizo el
rey García al abad Gonzalo en el año1043; un pequeño cenobio –“... lugar de
Santa María fundado en el valle de Monasterio...”– que veinte años más
tarde (el 11 de marzo de 1063) vuelve a ser objeto de donación, esta vez a
perpetuidad, por el susodicho abad, a Íñigo, abad del monasterio benedictino de
San Salvador de Oña. Un abad, Gonzalo, y una comunidad que, según consta en el
documento publicado por Juan del Álamo, “...(re)construyeron aquella (casa,
monasterio) que fue de sus antepasados y en la que durante mucho tiempo no hubo
otro abad a no ser de su generación...”, probablemente entre los años 1050 y
1063.
Durante un siglo las referencias documentales a
la iglesia de Santa María desaparecen, reapareciendo en la bula otorgada por
Alejandro III el 6 de junio de 1163 en Tours por la que se confirman las
posesiones del monasterio de Oña. Entonces se habla de la cella –nombre con el
que también aparece designado el edificio cultual en la documentación medieval–
de Santa María y de una iglesia puesta bajo la advocación de la Beata María
siempre Virgen sita en Monasterio. Diez años más tarde (1170) Alfonso VIII dona,
como limosna, una serna y un prado para la iglesia “que se ha de hacer” (ut
prefata ecclesia) y un año después (1171) donará otra serna al monasterio
de Oña y a la iglesia de la Beata María, “sita en la villa que llaman
Monasterio”. Será en el siglo XIII (según un documento de 1237 ya
desaparecido y citado por el padre Gregorio Argáiz, cronista benedictino)
cuando entre en juego una nueva advocación: la de Santa María del Valle.
En otro documento, datado en 1270, que trata de
un pleito iniciado cinco años atrás entre el monasterio de Oña y Gonzalo Ruiz
de Atienza –también recogido por Argáiz– se ordena que tanto la “casa”
de Santa María de Monasterio de Rodilla como la aldea de Fenosa, sean devueltas
a Oña. Pero será en 1291 –si hacemos caso de otro documento también
desaparecido– cuando por vez primera se hable de tres lugares distintos,
Navahenosa, Nuestra Señora del Valle y Monasterio de Rodilla, mientras que la
última noticia data de 1317, cuando a Santa María del Valle, iglesia propiedad
del abad de Oña, iban a “diezmar”, a pagar el diezmo, los vecinos de
Fenosa y Monasterio de Rodilla.
Monasterio, Monasterio de Rodilla, iglesia de
Santa María, de Santa María del Monasterio, de la Beata María siempre Virgen,
de Santa María de Rodilla, de Santa María del Valle, de Nuestra Señora del
Valle... Mientras que la denominación de Santa María de Rodilla únicamente la
recoge otro cronista benedictino, fray Antonio de Yepes –partiendo también de
documentos desaparecidos–, la iglesia/monasterio de Santa María, fundada en el
valle de Monasterio, ya aparece en pergaminos de la primera mitad del siglo XI
(años 1011 y 1050). Dicho monasterio no debió ser de una gran entidad, más bien
todo lo contrario, pues su reaparición documental data de un siglo más tarde,
en la bula del papa Alejandro III (1163).
Será en esa segunda mitad del siglo XII (1170)
cuando encontremos por vez primera alusión a la iglesia/monasterio de la Beata
María siempre Virgen, un edificio “que se ha de hacer”. Su período de
construcción hemos de llevarlo al menos hasta el año 1223, pues en un documento
datado el 21 de marzo de dicho año se hace referencia a la construcción de una
aceña para las obras (aceniam ad opus monasterium Beate Marie). Pero no
será hasta los siglos XIII-XIV que comienza a aparecer en la documentación la
denominación de Nuestra Señora (o Santa María) del Valle, que hemos de
identificar con la conocida como “casa” o “palacio” de Santa María de
Monasterio de Rodilla, a cargo –ya antes de 1276– de un capellán de nombre
Fernando. Una tradición que perduró hasta principios del siglo XX, pues allí
vivió –en unas pequeñas dependencias adosadas a la parte noroccidental de la
ermita– un “ermitaño” y su familia.
Probablemente Monasterio y Monasterio de
Rodilla fueran dos entidades poblacionales distintas que en 1160 ya estaban
reunificadas bajo la denominación de esta última, una diferenciación que se ha
perpetuado en el tiempo pues actualmente el núcleo poblacional aparece disperso
en dos barrios, el “Barrio de Arriba” o “Barrio de Santa Marina”
y el “Barrio de Abajo”, Monasterio de Rodilla. El primero hemos de
identificarlo con la antigua villa de Monasterio; allí, y a finales del siglo
XIII únicamente permanecerían algunas casas y solares propiedad de Oña, pues el
grueso de la población ya se habría trasladado al “Barrio de Abajo”. Si
realmente fue así el monasterio e iglesia conocidos como de Santa María y Santa
María del Monasterio harían referencia al edificio que dio origen al nacimiento
de la villa de Monasterio (ahora conocido como Santa Marina), distinto por
tanto al erigido a partir de 1170: el de la Beata María siempre Virgen, Santa
María del Valle o Nuestra Señora del Valle. La respuesta al por qué se produjo
este trasvase de población es también económica ya que la ubicación del nuevo
poblamiento a la sombra de una “roda” (peaje, camino) –“Rodilla”
es su diminutivo– responde a la importancia que desde mediados del siglo XII
alcanzó la vía Bayona-Burgos (una de las principales rutas jacobeas del siglo
XIII), cuyo trazado discurría en parte por lo que ahora es la N-I. Importancia
económica de la que también tenemos constancia por un documento de 1221 por el
que el rey Fernando III cede al monasterio de Las Huelgas Reales el portazgo
que, sobre la circulación de la sal, se percibía en Monasterio de Rodilla.
En conclusión, y para aclarar un poco la
intrincada trama documental que se cierne sobre villas e iglesias podemos
afirmar, aunque no sin ciertas dudas, que al menos en el año 1043 ya no existía
monasterio alguno en la villa, aunque la toponimia nos indique que la villa
nació a partir de un enclave monástico que a mediados del siglo XI subsistiría
únicamente como iglesia. El único resto arquitectónico perteneciente a la Alta
Edad Media se encontraría, según Luciano Huidobro, bajo la torre. Abandonada a su
suerte la iglesia presenta, en efecto, recuerdos de actuaciones constructivas
que van desde la Alta Edad Media hasta el siglo XVII (celosías de clara
inspiración prerrománica, canecillos, arcos de medio punto con arquivoltas
ajedrezadas, etc.).
La restauración del monasterio corrió a cargo
del abad Gonzalo y muy probablemente la donación a dicho abad de la villa de
Nava Fenosa, efectuada por el rey García en 1043, estuviera encaminada a
favorecer económicamente su reconstrucción, tarea que fue realizada por dicho
abad entre los años 1050 y 1063. De ser ciertas las noticias ofrecidas por
Argáiz y Yepes, que nos informan de que fue en el monasterio de Santa María de
Rodilla donde tomó el hábito la condesa Elvira Ramírez tras la muerte de su
marido, el conde Rodrigo Gómez (fallecido en 1153), nos encontraríamos con que
a mediados del siglo XII era un monasterio femenino. Pero en ninguno de los
documentos en los que aparece dicha condesa, redactados entre los años 1146 y
1161, se da noticia alguna de su estancia allí.
Desde el año 1001 y hasta el 1050 la
iglesia/monasterio de Santa María perteneció –al menos teniendo en cuenta la
documentación conservada– al monasterio de San Salvador de Oña, mientras que
desde 1050 hasta 1063 pasaría a formar parte del patrimonio del de San Millán
de la Cogolla y, temporalmente, a Castilla y Navarra pues no podemos olvidar
que tanto San Millán como Oña pertenecieron al reino de Navarra desde el
reinado de Sancho III el Mayor (desde 1030 aproximadamente) hasta 1054, año en
el que tuvo lugar la victoria de Fernando I de Castilla sobre su hermano García
el de Nájera en Atapuerca, que significó la anexión a Castilla de aquella parte
de la comarca de La Bureba en la que se encontraba San Salvador de Oña. Y poco
después, en el 1063, el abad Gonzalo redactaría el documento, con carácter
testamentario, por el que lo dona a perpetuidad al monasterio de Oña.
Para hablar de las fechas de construcción de la
ermita de Nuestra Señora del Valle tenemos que partir de otra noticia
conflictiva ofrecida por Argáiz, el documento de 1270, en el que uno de los
testigos que lo confirman afirma que fue el abad de Oña, don Pedro Sánchez, el
que la había construido hacía ya más de cincuenta años, es decir, al menos en
1220. Durante el siglo XII hubo en Oña dos abades de nombre Pedro: Pedro I, que
finaliza su abadiato en 1168 y Pedro II, que lo ejerce desde 1187 hasta 1207.
Si tenemos en cuenta el testimonio de Alfonso VIII en 1170 (que nos habla de “la
iglesia que se ha de construir”) puede deducirse –al menos desde la
perspectiva documental– que su fábrica comenzó a erigirse, como muy pronto, a
partir de 1187, y que en 1223 todavía estaba en marcha la empresa constructiva,
pues un documento de ese año recoge cómo Oña cambia la tierra denominada
Redondella por la de Molino Quemado con el objetivo de construir allí una aceña
para “la obra del monasterio de Beata María”. Su conclusión habríamos de
situarla pues entre los años 1223 y 1237 ya que en una pesquisa ordenada ese
año por Fernando III parece ser que la “hermita de Santa María del Valle”,
perteneciente al monasterio de Oña ya estaba concluida. Desgraciadamente este
documento, que podría arrojar muchas luces al respecto, ya estaba en paradero
desconocido en 1986, tal y como señala Isabel Oceja.
Sobre el motivo de su fundación podría decirse
que, además de los puramente devocionales, el económico tuvo una gran
relevancia: una vez desaparecido el monasterio de Santa María localizado en la
villa de Monasterio –lo que debió ocurrir hacia 1180, que es cuando desaparece
de la documentación dicho cenobio– el monasterio de Oña necesitaba de otro
lugar en el que sus vasallos de Monasterio y los campesinos de Fenosa fueran a
satisfacer el diezmo; por eso se construye Nuestra Señora del Valle, su “casa”
o “palacio” de Santa María, puesta al cuidado de un capellán, de un
clérigo, que era el encargado de recibirlas y, posteriormente, de hacérselas
llegar al monasterio de Oña. De hecho hasta principios del siglo XX, los
vecinos todavía entregaban fanegas de trigo al “ermitaño” al que
anteriormente hacíamos alusión, que vivía allí junto con su familia en una
serie de dependencias anexas conocidas como “la casa del ermitaño”.
Aunque destruidas hacia 1920 estas han dejado huellas de su existencia tanto en
el exterior de sus muros como en el suelo (planta).
La ermita se encuentra situada a unos 200 m del
“Barrio de Arriba”, en un bello y tranquilo paraje que rinde homenaje al
topónimo “del Valle” con el que se la conoce, presenta una tipología
planimétrica que guarda grandes similitudes con otros dos templos burgaleses:
San Pedro de Tejada (erigido hacia el año 1150) y, muy especialmente, la
iglesia de Arlanzón, aunque ésta no fuera concluida en época románica (al menos
la torre y el husillo).
Erigida con sillería caliza, su silueta
exterior viene marcada por la torre situada sobre el tramo cupulado y por un
husillo o torre circular (de una altura de casi 15 m) dotada de tres pequeños
vanos y coronada por una cubierta semiesférica decorada con puntas de diamante.
Los muros norte y sur de la nave se articulan verticalmente en varios paños
gracias a la presencia de contrafuertes escalonados que, en el caso de la nave,
llegan hasta una cornisa decorada con puntas de diamante, mientras su muro de
cierre occidental remata en un frontón decorado con puntas de diamante.
El ábside exteriormente aparece organizado por
una triple arquería ciega de medio punto –cuyos arcos se ornamentan con una
moldura de doble hilera de billetes– que apoya sobre cuatro pilastras de
sección rectangular que a su vez descansan sobre un banco corrido que recorre
todo el perímetro exterior; cada uno de estos arcos cobija un vano, también de
medio punto sobre columnas acodilladas y muy estilizado, que a la altura del
cimacio se prolonga en una moldura también de doble billete que recorre
horizontalmente su exterior hasta llegar al tramo del falso crucero.
Eliminados los aditamentos que ocultaban su
estructura románica (la “casa del ermitaño” y una sacristía añadida en
el lado sur del ábside que llegó a publicar Lampérez), el edificio consta de
una sola nave dividida en tres tramos (los dos primeros cubiertos con bóveda de
medio cañón apuntada y el más cercano al ábside con una cúpula semiesférica
sobre pechinas y arcos torales doblados) mediante arcos fajones doblados que se
prolongan en pilastras con columnas entregas y de un ábside semicircular
peraltado cubierto por una bóveda de medio cañón ligeramente apuntada en el
tramo peraltado y de horno en el semicircular.
La nave consta de dos accesos (el principal
abierto al norte, en el tramo intermedio de la nave, y otro en el muro
occidental, hoy parcialmente cegado y más tardía, que comunicaría la iglesia
con la “casa del ermitaño”) y su articulación en tramos se realiza
mediante dos pares de semicolumnas; éstos se cubren con una bóveda de cañón
ligeramente apuntada. El conjunto se completa con dos torres: una circular o
husillo –con acceso desde el interior y escalera de caracol interna– que da
paso a un pequeño pasadizo que permite acceder a la torre-campanario de planta
cuadrada (que alcanza una altura de 16,5 m) situada sobre el tramo de la nave
que ejerce las funciones de un falso crucero, pues carece de transepto. La
ermita adopta en el tramo que ejerce de falso crucero una solución estructural,
la de la cúpula semiesférica sobre pechinas, que en 1174 ya fue utilizada en la
catedral de Zamora y alcanzó amplia difusión en el ámbito rural burgalés, en
ocasiones con ciertas irregularidades como en San Pantaleón de Losa y Aguilar
de Bureba. Este elemento en Rodilla presenta su ojo central abierto, tal vez
por necesidades lumínicas o estructurales, y descansa sobre unas pechinas muy
estilizadas en los ángulos y dos arcos torales en los muros norte y sur.
Portada
Su portada o acceso norte (de 6 × 4,5 m)
muestra en su concepción general que no decorativa grandes afinidades con la
alavesa de Santa María de Estíbaliz, de finales del siglo XII; dispuesta en un
cuerpo ligeramente avanzado con respecto al muro de la nave y carente de
tímpano decorado, se organiza sobre dos pares de columnas exentas –con basa y
fustes lisos rematadas por capiteles decorados con bellas representaciones
animalísticas– situadas sobre un alto zócalo o podium. A la altura de los
cimacios aparece una moldura decorada con un entrelazado de triple cordón sobre
la que descansan tres arcos ligeramente apuntados y abocinados con arquivoltas
con decoración ajedrezada. En su conjunto –y salvo los canecillos y ménsulas,
de los que nos ocuparemos más adelante– también refleja la austeridad
decorativa, principalmente geométrica, que impera en el resto del edificio
(puntas de diamante, ajedrezados, etc.), una acusada inercia al románico pleno
que se encuentra en clara dependencia, como veremos al ocuparnos de su
escultura, con el foco silense. Y todo ello en un momento en el que ya se
apunta hacia nuevas soluciones. Como difusión del esquema adoptado en Nuestra
Señora del Valle puede señalarse la portada de la ermita de la Virgen del
Castillo, en la localidad de Los Ausines, aunque ésta en un tono más modesto.
Interior
Pero la auténtica singularidad arquitectónica
de Nuestra Señora del Valle radica en la presencia, en los muros norte y sur
del tramo de la nave que ejerce a modo de falso crucero, de unos nichos de 90
cm de profundidad que, como si de absidiolos o capillas se trataran –de los que
tan sólo se traducen al exterior los correspondientes arcos de descarga–,
presentan adosados y orientados al este sendos altares macizos asentados sobre
un pequeño basamento semicircular; unos detalles que aunque nos permiten hablar
de una posible economía de medios (pues esta solución resulta evidentemente
menos costosa que erigir una nave transepto o una cabecera tripartita) hablan
también de la pervivencia de ciertas reminiscencias litúrgicas y
arquitectónicas cristianas ya muy lejanas en el medievo castellano de finales
del siglo XII. Y no debió ser éste el único caso pues muy presumiblemente San
Pedro de Tejada también contó con “capillas” similares, ya que todavía
se conserva una de ellas –actualmente oculta por un retablo– en el tramo
cupulado.
Estos singulares nichos a modo de absidiolos
dotados de altares macizos o de bloque –tipología que también se constató para
el altar localizado en el ábside a raíz de la remodelación de su pavimento en
la segunda restauración llevada a cabo en 1968– aparecen resguardados por unos
semi-baldaquinos rematados por un frontón triangular de idéntica estructura en
ambos casos (arco de medio punto sobre columnas) con la función de realzar un
espacio litúrgico, como ocurre en San Juan de Duero (Soria) y en Santa María
Magdalena de Zamora. Por su ubicación lateral parece evidente que no fueron
destinados a celebraciones multitudinarias, pudiendo estar destinados a un
culto privado o semipúblico más esporádico y restringido. Sea como fuere nadie
puede negar su singularidad arquitectónica con respecto a la adecuación del
triple altar a una iglesia de una sola nave y un único espacio absidal que se observa
en otras iglesias españolas de finales del siglo XII y principios del XIII como
son las burgalesas de Butrera, Tabliega y Arlanzón, la palentina de San
Salvador de Cantamuda, la cántabra de Bareyo, la alavesa de Nuestra Señora de
Estíbaliz o las gallegas de San Miguel de Breamo y Santiago de Villar de Donas.
Los cuatro vanos abocinados que –rasgando el
muro de manera armónica– iluminan su nave, presentan arcos de medio punto sobre
un par de columnillas acodilladas (excepto el occidental que las ha perdido) y
una austera decoración, que se reduce a la presencia de volutas, dados y
zigzags en los capiteles y de una moldura –compuesta por triple hilera de
billetes, por una retícula o bien por simples cabezas de clavo– en la
arquivolta del arco. Una disposición ornamental y estructural que básicamente
se mantiene en los abiertos en los muros norte y sur del tramo cupulado y en
los tres del ábside.
Centrándonos ya en el apartado escultórico, la
ornamentación se localiza, principalmente, en capiteles (69), canecillos,
ménsulas, cimacios y relieves (2), predominando la decoración geométrica y
zoomórfica sobre la vegetal y figurativa. Respecto a su iconografía cabe
señalar el predominio de las representaciones de carácter fantástico propias
del Bestiario medieval (monstruos alados, quimeras, basiliscos, sirenas, etc.),
tanto en pareja como afrontadas. Pero también hay que destacar la presencia de
otros elementos, como la venera localizada en la portada, concretamente en la
moldura que corre sobre el capitel interior derecho, las “estrellas de mar”
que aparecen en alguno de los pedestales sobre los que apoyan las semicolumnas
del interior, las posibles algas que se balancean suavemente en uno de sus
capiteles interiores, y dos figuras –una masculina y otra femenina– que,
representadas en un canecillo de la portada, se vienen identificando como dos
caminantes o peregrinos. La cercanía de Monasterio de Rodilla con respecto al
monasterio de San Juan de Ortega, sin duda uno de los hitos constructivos más
importantes de la ruta jacobea en tierras burgalesas, acaso pueda explicar su
presencia en la decoración esculpida de la ermita.
Los capiteles se encuentran distribuidos entre
el ábside (arco triunfal apuntado, pilastras y semicolumnas), la nave y la
portada abierta en su muro norte; salvo los del ábside con cierto aire
prerrománico por su decoración geométrica (entramado reticular) y talla a bisel
los del exterior, en general los capiteles presentan una estructura o tipología
de raigambre clásica (volutas, roleos, dados, etc.), pudiéndose destacar como
una cierta singularidad la presencia en algunos de ellos de incisiones o perforaciones
decorativas en los collarinos de los capiteles de la portada, como se observa
también en Aguilar de Bureba y en Santa Eulalia (Barrio de Santa María,
Palencia).
En los capiteles del arco triunfal se denota
una gran tosquedad, lo que les diferencia del resto; ausentes de cualquier
intención naturalista, presentan un relieve prácticamente plano. Y separando el
resto de la nave del tramo crucero encontramos otros dos capiteles que aunque
toscos de talla no llegan al encorsetamiento y frialdad de los anteriores y sus
composiciones –más volumétricas– aparecen enmarcadas por palmetas y hojas de
acanto. Finalmente, y rematando las semicolumnas que dividen la nave en dos tramos,
encontramos otra pareja de capiteles que por su talla y plasticidad superan a
las dos parejas anteriores; su mayor calidad los acercaría a los de la portada,
aunque sin alcanzar su categoría.
En la portada, obra de un artista o taller
distinto, encontramos cuatro capiteles más muy distintos, en cuanto a talla y
volumen, al resto; tanto que podría hablarse de un “maestro de Rodilla” ligado
a Silos. En ellos las representaciones –aves afrontadas, leones, animales
fantásticos– alcanzan un gran protagonismo escultórico, son vigorosas,
refinadas y muy detallistas, sobre todo en el tratamiento de las alas; las
representaciones huyendo del relieve plano buscan el bulto redondo y la cesta
del capitel se nos muestra como un simple soporte. Unas características que –a
pesar de que la fragmentación en la que se encuentran los rostros de las
figuras hayan velado su expresividad– ponen la escultura de estos capiteles en
relación con la obra del segundo maestro de Silos. Como paralelos a este
“maestro de Rodilla” podríamos señalar un capitel de la portada de Cerezo de
Ríotirón (ahora en el Paseo de la Isla, en Burgos) en el que se representan dos
leones enfrentados. En cuanto a la iconografía de monstruos alados podemos
recordar los ejemplos de la Virgen del Castillo, en la localidad de Los
Ausines, y de Aguilar de Bureba, de finales del siglo XII.
Los veinticuatro canecillos que sustentan la
cornisa ajedrezada del ábside presentan, como los restantes del edificio, un
gran volumen, talla angulosa desigual y temática muy variada (animales
monstruosos, personales populares, etc.). Su tratamiento plástico, que apunta
una evidente frontalidad, inexpresividad y falta de naturalismo, contrasta con
los que aparecen en la portada y en los situados bajo las cornisas norte y sur
de la nave, obra muy presumiblemente de otro taller; en ellos se aprecia una mayor
vivacidad y naturalismo, pudiéndose entroncar en la órbita del segundo maestro
de Silos (segunda mitad del siglo XII), sobre todo por las figuras del
Bestiario localizadas en la fachada norte. Proliferan, en general, unas
actitudes expresivas que, aunque sin llegar a la calidad de los de la portada,
nos recuerdan a algunos otros canecillos de la iglesia de Soto de Bureba. Pero
serán los siete que sustentan el tejaroz de la portada los que nos muestren en
todo su esplendor al “maestro de Rodilla”, sobre todo en el tratamiento
expresivo de los rostros (especialmente uno que representa a una dama tocada
con un velo) y en los pliegues de los ropajes, todo ello de delicada factura.
En las jambas de la portada aparecen dos
grandes ménsulas cargadas de expresividad, con las bocas semiabiertas y grandes
ojos con pupilas almendradas muy acentuadas. Identificadas como leones, tal vez
estuvieron en un principio destinadas a sustentar un tímpano que nunca se llegó
a esculpir. Los cimacios alcanzan una gran belleza en su ejecución, mostrando
triples entrelazos con botones, mientras que la cornisa presenta una decoración
heterogénea (ajedrezada, lisa, con puntas de diamante) fruto quizá de las
sucesivas intervenciones “restauradoras” que, bajo la dirección de José
Antonio Arenillas, sufrió el edificio entre los años 1965 y 1968 y que fueron
aprovechadas para acondicionar su entorno –sobre todo la parte occidental, en
la que se encontraba “la casa del ermitaño”– como un espacio para el
ocio. Un espacio en el que, como consecuencia de una serie de obras emprendidas
entre los años 1954 y 1956, aparecieron varios sarcófagos que hoy se encuentran
dispersos por la zona utilizadas como abrevaderos.
Y también cabe destacar los dos únicos relieves
con representaciones sacras que encontramos en la ermita, localizados en las
fachadas norte y sur de la torre-campanario que se alza sobre la cúpula. Estos
relieves, que desde una perspectiva estilística y formal podríamos relacionar
con el maestro o taller que trabajó en la portada, se encuentran empotrados en
las enjutas de los vanos de medio punto sobre columnas que se abren en los
lados norte y sur de la torre, una localización nada ajena a la estética románica
como se puede observar en la torre de la iglesia de Santa María de Laguardia,
donde encontramos representada la figura del Salvador. En este caso tenemos, en
el lado sur, la figura de la Virgen entronizada con el Niño o Theotokos, tan
común en la imaginería de la época y en el norte una figura con bellas
vestiduras ejecutadas con una técnica similar a la de los artífices que
trabajaron en la portada (probablemente San Miguel y no San Gabriel pues la
presencia del Niño la hace incompatible con una representación de la
Anunciación).
Y junto a varias marcas de cantero, el ábside
de Nuestra Señora del Valle presenta –en un sillar (40 × 26 cm) situado en su
parte nororiental– la siguiente inscripción, cuya narratio fue redactada con
caracteres de unos 3 cm de altura distribuidos en siete líneas de pautado,
siendo inteligibles únicamente –y no sin albergar ciertas dudas– el inicio de
las tres primeras:
INVOCAT... PRESENTIS... ERA M.
El epígrafe no sólo se encuentra incompleto y
mutilado sino alterado por grafías modernas en épocas muy recientes. Señalar,
por último, la existencia de restos de pintura decorativa con elementos
geométricos en el intradós del semibaldaquino sur y recordar que en la actual
iglesia parroquial de Monasterio de Rodilla se custodian dos imágenes en madera
policromada y de bella factura (una Virgen entronizada y un Cristo crucificado)
procedentes de la ermita de Nuestra Señora del Valle, que pueden datarse en los
siglos XII-XIII.
Aguilar de Bureba
La localidad de Aguilar de Bureba se sitúa a
unos 5 km al norte de Briviesca, a cuyo alfoz pertenecía, accediéndose a través
de un desvío que parte de la carretera que lleva hasta Cornudilla y Oña.
La más antigua mención a Aguilar de Bureba se
remonta al año 947 y aparece recogida en el Cartulario de San Millán de la
Cogolla, en documento por el que Nuño y Condesa se entregan a San Juan y San
Millán de Hiniestra con diversas propiedades entre las que se encuentra una
viña junto al río Aguilar (latus via de Aquilar). En sus términos poseía
heredades el monasterio de San Millán del Hoyo, el de San Salvador de Oña y el
cabildo de Burgos. En 1151, aparece Aguilar entre las poblaciones mencionadas
en el Fuero de Cerezo de Riotirón, otorgado ese año por Alfonso VII.
Ignoramos sobre qué base apoyan algunos autores
la existencia en la localidad de un monasterio femenino, del mismo modo que no
comprendemos que Juan del Álamo, en el Cartulario de Oña, identifique al abbati
de Aguilar –que ratifica el convenio de 1227 entre este monasterio y los
clérigos de San Juan de Villanueva– con este pueblo. Sí aparece mencionado en
la documentación oniense, en 1247, un Gil Gómez de Aguilar, cuya viuda, doña
Teresa, arrienda junto a su sobrina, Teresa González, al abad y monasterio de
Oña varios bienes en Aguilar de Bureba.
En el interior del templo se conserva un escudo
nobiliario de los Salinas de Burgos, acompañado de inscripción de principios
del siglo XVII que hace referencia al enterramiento en esta iglesia de varias
hijas de dicha familia, “por haber muerto en este lugar”, donde además poseían
heredamientos y una casa-palacio.
Iglesia de La Asunción de Nuestra Señora
Monumento Nacional desde 1983, la iglesia
parroquial –que Madoz refiere como dedicada a San Guillermo de Aquitania– se
ubica en la parte oriental del caso urbano, sobre un recinto ligeramente
elevado. El primitivo templo románico presentaba planta de una sola nave con
cabecera semicircular y portada bajo la espadaña –ésta con tres pisos de dos
troneras cada uno a excepción del último donde se coloca el campanil– en el
hastial occidental. También en el hastial occidental se abre una ventana de
arco de medio punto, con guardapolvos y cimacios ornados de puntas de diamante,
sobre dos columnas acodilladas de capiteles vegetales de hojas lisas con
cogollos en las puntas. Los diferentes añadidos recibidos por la estructura
original determinaron la actual planta de cruz latina y el ocultamiento de la
estructura románica, a excepción del ábside semicircular y un retazo del
esquinal suroccidental, junto a la espadaña, en cuyo muro sur se adosó una
semicolumna rematada por capitel vegetal de hojas lisas con palmeta pinjante en
las puntas.
La portada, resguardada por un pórtico con
bóveda de arista epigráficamente datado en 1762, y probablemente remontada, se
compone de un arco de medio punto liso exornado por cadeneta en la que se
inscriben botones vegetales y tres arquivoltas. De éstas, la exterior es lisa,
y las otras dos van ornadas con menuda decoración de banda quebrada en zigzag,
cadeneta de entrelazo con puntas de diamante y dos filas de taqueado (la
interior), y mediacaña en la arista y banda de rombos que acogen hojitas de
tres y cuatro pétalos. El conjunto descansa sobre jambas escalonadas de arista
abocelada, coronadas por imposta de doble nacela.
Cabecera
Al exterior la cabecera es el elemento más
llamativo, debido a los numerosos añadidos antes referidos. Levantada en buena
sillería de tono dorado labrada a hacha, está formada por presbiterio y
retranqueado ábside semicircular, dividido éste en tres paños por dos columnas
adosadas, cuyos capiteles alcanzan la cornisa –moldurada también con dos
nacelas superpuestas–, integrándose en la línea de canes que la sustentan. Los
capiteles de estas columnas entregas son ambos vegetales, el más meridional
muestra, sobre una fina corona de palmetas, dos pisos de hojas lanceoladas y
profusamente nervadas de cuyas puntas penden brotes apalmetados, coronándose
por caulículos perlados y dados del ábaco con doble hilera de dientes de
sierra; el capitel de la columna septentrional, fracturado, muestra tres pisos
de anchas hojas de profundas acanaladuras y bordes vueltos, pendiendo de las
superiores pesados frutos esféricos. Muy interesante es la línea de canecillos
que sustenta la cornisa de ábside y presbiterio. Empezando por el muro sur del
tramo recto vemos, tras unos lisos, una curiosa cabeza o máscara de diablo,
cornudo y con alargada perilla y, ya en el ábside, un cuadrúpedo de rabo
enroscado –posiblemente un cerdo–, una deteriorada figura humana de ojos
almendrados y rehundidos y gesto grotesco que quizá representase un avaro, un
ave descabezada, un busto humano tocado con un bonete cónico, una cabeza
monstruosa de grandes fauces rugientes y aire maléfico, un can moldurado con un
bocel aplastado entre nacelas, otra ave o arpía descabezada, una liebre, un
prótomo de cáprido, otro prótomo monstruoso muy deteriorado y un pez.
Horizontalmente, el tambor absidal está
dividido en dos pisos por un leve retranqueo a media altura, sobre el que se
dispuso, en el lienzo central, una ventana en torno a una aspillera con derrame
al interior –hoy cegada–, coronada por cuádruple banda de contario. El arco que
la rodea, de medio punto con arista abocelada y chambrana de doble nacela,
descansa en dos columnas acodilladas de basas áticas con garras y sobre plinto.
Sus capiteles, bajo cimacios de doble hilera de dientes de sierra y vástago ondulante
con hojitas, muestran sendas escenas de combate. En el de la derecha, de
collarino sogueado, asistimos a la lucha de dos guerreros ataviados con cota de
malla y armados con rodelas y espadas cortas contra sendos dragones, mientras
que en el capitel de la izquierda aparece la lucha de dos pequeños cuadrúpedos
afrontados, bajo motivos vegetales de hojas con abultadas palmetas pinjantes
similares a las ya vistas. Muestra esta cabecera varias preocupantes grietas
rasgando sus muros, especialmente seria la del eje, que ha llegado a desplazar
el arco de la ventana absidal y poner en peligro tanto la propia estabilidad de
la capilla como la del retablo que cubre interiormente el altar.
La estructura interior nos muestra la nave
única dividida en dos tramos separados por un arco fajón apuntado que apea en
semicolumnas adosadas y sustenta la bóveda de cañón del mismo perfil. Tras
ellos, y como es recurrente en buena parte del románico del norte de Burgos y
sur de Cantabria, se destaca el tramo que antecede a la cabecera tanto en
superficie como en altura. Aprovechando la robustez del muro y de los recios
torales una reforma posmedieval dispuso sendas capillas a los lados de este
tramo, configurando así un transepto que determina una planta de cruz latina.
El crucero se cubre hoy con una cúpula sobre pechinas de amplia claraboya y
moderna linterna, resultando algo forzado el tránsito entre la superficie
circular y la cuadrada del tramo. Aunque Pérez Carmona y otros consideraban está
cubierta como románica, poniéndola en relación con las ciertamente similares de
San Pantaleón de Losa y Nuestra Señora del Valle de Monasterio de Rodilla,
varios indicios, ligados al apeo de la base de las pechinas en los pilares, nos
obligan a considerar si no su contemporaneidad a las capillas laterales sí al
menos su probable reconstrucción en ese momento.
En cualquier caso, el refuerzo y escalonamiento
de los soportes indica que el tramo fue preparado para recibir una cubierta
diferenciada del resto y con mayor desarrollo, quizá una cúpula.
Da paso a la cabecera desde el crucero un
robusto fajón de medio punto y triple rosca que apea en el responsión
escalonado, en cuyo frente recogen el arco interno una pareja de columnas
entregas. El presbiterio, en cuyos muros se abrían sendas ventanas de las que
hoy sólo resta la septentrional, se cubre con bóveda de cañón, mientras que el
hemiciclo recibe una bóveda de horno, oculta como el paramento interno por el
retablo. Dos impostas recorren el interior de la cabecera, la superior, que
marca el arranque de las bóvedas, moldurada con doble nacela y la inferior, a
la altura del alféizar de las citadas ventanas, con decoración de ajedrezado.
La ventana del muro norte del presbiterio,
similar a la absidal, es visible también desde el interior de la sacristía que
la condenó. En torno a una aspillera abocinada al interior se dispone un arco
de medio punto con guardapolvos de dos mediascañas, sobre una pareja de
columnas, coronada la izquierda por un capitel vegetal de hojas acogolladas y
otras menores con piñas, con abundantes puntos de trépano y bajo cimacio de dos
tallos ondulantes perlados; el capitel más oriental muestra dos leones andrófagos
afrontados que comparten cabeza en el ángulo y devoran a un personajillo,
mientras sobre ellos se disponen otras dos cabezas monstruosas. Su cimacio se
decora con friso de palmetas y una sonriente cabecita barbada en el ángulo.
Desde la sacristía y gracias al reciente desencalado podemos observar el
aspecto exterior de esta ventana, con un pseudotímpano ornado con dientes de
sierra incisos entre cordeles sogueados sobre el vano. Sólo resta la columna
más occidental que recibía el arco, coronada por un capitel vegetal de finas
hojas lobuladas con nervio central trepanado y rematadas en piñas.
Las semicolumnas que recogen el fajón oriental
de la nave se rematan, respectivamente, con un sencillo capitel vegetal de
hojas lisas resueltas en palmetas pinjantes, el del muro norte, mientras que el
meridional muestra una más complicada composición, con tres grandes anillos
concéntricos en los que se inscriben dos grandes rosetas y una especie de rueda
solar, separados por una figura humana y un prótomo de bóvido, mientras que una
carita simiesca se dispone sobre la gran roseta del frente.
El mayor interés iconográfico y plástico se
concentra en la pareja de capiteles del arco triunfal. Sobre el del lado de la
epístola, de espléndida composición, se dispusieron dos parejas de bellos
basiliscos afrontados cuyas incurvadas colas de reptil rematan en monstruosas
cabecitas de serpiente, con las alas plegadas y alzando los del frente de la
cesta sus patas interiores hasta apoyarlas en el dado central del ábaco. El
collarino recibe decoración incisa de zigzag, mientras que decora el cimacio
una sucesión de palmetas finamente labradas que brotan de las fauces abiertas
de dos mascarones monstruosos dispuestos en los ángulos. Su composición y
factura recuerdan los capiteles decorados con aves afrontadas que vemos en el
exterior del ábside de Castil de Lences y en las naves de Abajas y Escóbados de
Abajo.
Sobre el capitel del lado del evangelio del
triunfal se suceden dos escenas compositivamente diferenciadas pero que parecen
corresponder a un mismo ciclo. En la cara que mira al altar vemos, ante una
cabecita monstruosa bajo una roseta, un jinete tocado con yelmo y armado con
escudo de cometa y lanza; ante él, un personaje a pie, barbado y vestido con
saya larga, prepara una honda para dirigir el proyectil contra su oponente. En
la cara que mira a la nave observamos otro jinete que alza su diestra portando un
objeto irreconocible y sujeta las riendas de su montura, la cual con sus patas
delanteras aplasta la cabeza de un contrahecho personajillo que yace en tierra.
Ante el sometido se dispuso la figura barbada de un cautivo de larga melena que
inclina levemente su cuerpo hacia delante, atado como está por sus manos a una
especie de poyo. Esta escena es contemplada desde un balcón volado sobre
ménsulas por dos figurillas, una masculina y otra femenina, dispuestas bajo
arquillos en la parte alta de la cesta. El cimacio muestra un tallo ondulante
con zarcillos, y en los ángulos una cabeza masculina barbada y una rugiente
máscara felina.
Resulta dudosa la interpretación iconográfica
de este curioso capitel más allá de reconocer que plantea sendas escenas de
desigual combate y quizá consecutivo sometimiento, temas de compleja
traducción, al menos con meridiana certitud, a un plano simbólico en cualquier
caso no fácilmente identificable (¿aplastamiento del infiel?, ¿victoria de
David contra Goliat?)
A este edificio del último tercio del siglo XII
vinieron a sumarse importantes reformas en época bajomedieval, como el bello
coro tardogótico elevado que ocupa el tramo occidental de la nave, las dos
capillas renacentistas antes citadas, que configuraron una planta de cruz
latina y, ya en época moderna, el pórtico y las estancias adosadas por el
costado septentrional, como la troje que recupera elementos de una primitiva
ventana románica.
Soto de Bureba
La pequeña localidad de Soto de Bureba se sitúa
en el extremo septentrional de La Bureba, en la vertiente meridional de la
Sierra de Oña, próxima al pico Pan Perdido, a medio camino entre el valle del
Oca y las escarpadas cumbres de la sierra. Dista unos 800 m al norte de
Quintanaélez por camino recientemente asfaltado y otros tantos de Quintanilla
Cabe Soto. La iglesia de San Andrés, instalada sobre un pequeño promontorio
cercado, se encuentra a la entrada del acceso meridional a la localidad,
distante 20 km de Oña y 63 km de la capital provincial.
De la antigua ocupación del lugar dan prueba
los numerosos vestigios de época romana que nos han llegado y entre ellos
–quizá de origen prerromano– destaca un sistema defensivo, hoy apenas
reconocible, situado a unos 900 m al norte de Soto, en el pago denominado con
el expresivo nombre de “La Cerca”. Restos de una villa rustica,
recientemente excavada, eran aún identificables a principios de siglo a escasa
distancia del pueblo, en el lugar llamado “El Ortiguero”, que junto a
los vestigios constructivos proporcionó restos cerámicos y bronces. De “Los
Llanos” proceden dos interesantes lápidas romanas y quizá un ara –inédita y
anepígrafa– conservada hoy día en el depósito lapidario de la iglesia.
Durante toda la Alta Edad Media el silencio de
las fuentes sobre el lugar nos obliga a pensar en la inexistencia de un núcleo
habitado o en su modesta importancia, constituyendo la primera referencia la
proporcionada por la inscripción de la portada de la iglesia, con la fecha de
1176 y el nombre de sus autores, Pedro de Ega y Juan Miguélez.
Las noticias relativas a Soto proceden
fundamentalmente del fondo documental de San Salvador de Oña. En 1191 Martín
Fernández de Soto, adelantado del rey en Bureba, tomaba en encomienda del abad
y convento oniense el monte de Domingo Sánchez; en 1232 es un “Paschasius
Iohannes de Sotho” quien actúa como testigo en la venta por Acinario y su
esposa María López al abad Miguel de Oña de un prado y una tierra sitos en
Royales. En 1205 Juan López donó al monasterio de San Pedro de Tejada varias
heredades en Huéspeda, Valdeande y un linar en Soto. De 1281 data la ejecución
de la sentencia subsiguiente al pleito sostenido entre el monasterio y el
concejo de Frías sobre la titularidad de ciertos bienes; en dicha ejecutoria
firma como testigo un clérigo de Soto, Domingo García. De abril del mismo año
data la venta de una tierra en el Barrio de Santa María de Pancorbo al
monasterio de Oña por doña María y sus hijos, en la que testifica “Ferrant
Bermudez, fi de Ferrant Ferrandez de Soto”, como uno de los hidalgos. Este mismo
personaje vendió al abad Domingo un solar y medio en Valmayor, cerca de
Almendres, el 28 de febrero de 1281. En 1288, el monasterio burebano arrendó
por diez años a Pedro Martínez, clérigo de Soto, la heredad de Rodrigo Barlet
en el pueblo de Soto, por 16 fanegas anuales de pan. Y dos años después,
aparece en la documentación Martin Ferrandez de Soto, “alcallde del rey e
adelantado en Burueua e de Rioja” como compareciente por parte de su
hermano, Alfonso Ferrández, en la disputa que éste sostenía con el abad de Oña
a cuenta de unas heredades y la tercia de las rentas de San Esteban de Navas de
Bureba. La avenencia no debió ser definitiva, pues en 1295 Martín Fernández
encomendó a Pedro López de Fontecha la solución del pleito que enfrentaba a sus
sobrinos, Diego y Sancha, hijos de Ferrant Martínez, sobre la propiedad de la
casa de Navas. Este mismo Martín Fernández recibió en encomienda de Oña y de
por vida –en diciembre de 1291–, el monte “de Varzina, que fue de Domingo
Sancho”. En marzo del año siguiente actuó como testigo de una venta su hijo
Ferrant Martinez, “fi de Martín Ferrandez de Soto”. También en 1292, un
Alfonso de Soto arrendó una casa a Domingo, abad de Oña. Ya en julio de 1305,
el monasterio de San Salvador de Oña y su abad Domingo cambiaron con Juan
Martínez una era por una haza en término de Soto de Bureba. El Libro Becerro de
las Behetrías, recoge a un Sancho Ferrandez de Soto cuyos hijos poseían un
solar en Valmayor de la Losa (Burgos).
Hemos de esperar al siglo XV para encontrar
nuevas referencias a la localidad. A principios dicha centuria, Andrequina
Fernández de Soto vendió a Juan Fernández de Velasco sus bienes, casas fuertes
y heredamientos en éste y otros lugares cercanos. En 1458 el mayorazgo
principal de la casa de los Velasco, otorgado por el conde Pedro Fernández de
Velasco, cita entre otras muchas posesiones “las mis casas fuertes de La
Parte y de Quintana de Loranco y Soto...”, de las que él hace entrega a su
primogénito Pedro de Velasco y su mujer Beatriz Manrique. En el sepulcro
tardogótico y una lápida del interior del templo aparece el escudo de los
Velasco, exponentes de la nobleza más poderosa de la Castilla de finales de la
Edad Media. Aunque la identificación del clérigo que aquí se enterró resulta
complicada pensamos, a título de hipótesis, que pudiera corresponder con Juan
de Velasco, arcediano de Valpuesta en 1447 y que debió morir antes de 1472,
pues en ese año ya aparece ocupando tal dignidad Juan Manrique. Corrobora su
avanzada edad el verle en un documento del Archivo Catedralicio como camarero
del obispo de Burgos en 1415.
A partir de estas fechas, nuevamente el
silencio de las fuentes nos priva de datos históricos. A mediados del siglo XIX
Pascual Madoz recoge la presencia de 43 vecinos. Hoy día y tras la práctica
despoblación de la localidad a inicios del último decenio del siglo XX, parece
ésta recobrar vitalidad a costa de acoger residencias secundarias.
La inscripción grabada en reserva en dos de las
dovelas del arco de la portada meridional de la iglesia nos proporciona la
fecha de 1176, constituyendo así el primer testimonio escrito sobre el edificio
y la localidad, además de haber sido utilizada como argumento cronológico para
la datación de la escultura de este templo y otros conjuntos más importantes
con ella relacionados, por lo que nos detendremos en su análisis.
Ocupando una superficie de 77 cm de longitud ×
27 cm de anchura, la inscripción se desarrolla en una mezcla de capitales y
minúsculas con caracteres acordes a la fecha propuesta y separación de líneas
mediante bandas en relieve a modo de celdillas. La transcripción del texto, en
un latín deficiente, es la que sigue:
IN NOMINE / DOMINI / NOSTRI / IHES(u)
XR(ist)I / ISTA ECCL / ESIA CLA / MANT S(an)C(t)I ANDRE(æ) / ERA M / CCXIIII /
ISTE PORTAL / FECIT PETR / US DA EGA / IHOHANES / MICHAEL
Es decir: “En el nombre de nuestro Señor
Jesucristo. A esta iglesia la llaman de San Andrés. En el año de la era de
1214. Este portal hicieron Pedro de Ega y Juan Miguel”.
La inscripción nos proporciona la advocación
del edificio, así como la fecha de 1214 de la era, es decir, el año 1176. Las
cinco últimas líneas del texto establecen la autoría del “portal” por
Petrus da Ega y Johannes Michael. El texto deja bien claro que la obra que
podemos atribuir a estos dos artistas se reduce, en principio, a la portada y
no al conjunto del edificio. Portal sirve para designar tanto “portada”
como “pórtico”, debiendo aquí traducir el término por el primero de sus
significados. Recordemos que en la galería de Rebolledo de la Torre, una
inscripción testimonia igualmente la autoría de un portal (fecitistum
portale m), aunque allí se refiere al pórtico. Desde el punto de vista
cronológico, la fecha de 1176 proporcionada por la inscripción debemos
considerarla como una referencia válida para datar el conjunto, ya que el
reducido tamaño de la iglesia parece sugerir la elevación de los muros
perimetrales a un mismo tiempo. Avala igualmente este extremo la fecha de 1181
proporcionada por la datación de la ermita de San Facundo de Los Barrios de
Bureba, edificio arquitectónicamente análogo al de Soto.
Sobre una de las dovelas de la primera
arquivolta encontramos otra inscripción en bajorrelieve, con la misma talla en
reserva de la anterior, que precisa la identificación de un cuadrúpedo con el
unicornio (UNICORNIVM). La identidad de tal inscripción con la situada
en el arco es evidente. Ambos epígrafes se labraron utilizando una misma
técnica y tomando como soporte elementos esculpidos por el que denominaremos
taller local.
Iglesia de San Andrés Apóstol
La iglesia de Soto de Bureba–declarada
Monumento Histórico Artístico en 1981– presenta planta basilical de nave única
orientada, dividida en tres tramos cuadrados, y cabecera compuesta de
presbiterio rectangular y ábside en hemiciclo, todo ello abovedado, austera
estructura general muy frecuente en el románico rural castellano y que por
ciertos rasgos que inmediatamente veremos podemos calificar de arquetípica del
románico del actual norte de Burgos y sur de Cantabria. La portada se abre en
el muro meridional del segundo tramo de la nave, en un ligero antecuerpo que
prolonga aproximadamente en un tercio el grosor de dicho muro. El hastial se
presenta liso y rematado en piñón volado, y en él se abre un interesante óculo
tetralobulado. La división de los tramos de la nave se efectúa mediante fajones
apuntados, doblados en el caso de los que delimitan el tramo que precede al
presbiterio, que reposan en pilares rectangulares –prismáticos los occidentales
y semicruciformes, correspondiendo a fajones doblados, los que delimitan el
tramo más oriental de la nave– con semicolumnas adosadas en sus frentes.
Grandes arcos apuntados ciegos, a razón de uno por tramo, adelgazan y animan
los paramentos internos de la nave, disposición que encontramos también en la
iglesia de Nuestra Señora de la Oliva de Escóbados de Abajo, en Moradillo y
Gredilla de Sedano o en Quintanarruz. Un banco corrido de fábrica discurre,
aumentando la superficie de apoyo, a lo largo de los tres tramos.
Dentro del conjunto de tramos de la nave se
establece una jerarquía espacial determinada por la altura y tipología de las
cubiertas, llamando la atención la mayor elevación de la cabecera respecto a la
nave, circunstancia anómala que pudiera responder a una reconstrucción de las
cubiertas de esta última. Así, mientras los dos más occidentales reciben
bóvedas de cañón ligeramente apuntado –de las cuales sólo la primera es
original– reforzadas por un fajón sencillo, el tramo que antecede al
presbiterio, que soporta una estructura torreada, se cubre a mayor altura,
recibiendo además un sistema distinto de abovedamiento.
La actual bóveda esquifada que lo cubre es
producto de la reciente restauración y viene a sustituir a la antigua, de
idéntica morfología, destruida en la ruina del edificio de 1988. José Pérez
Carmona consideraba está cubierta como original y destacaba su carácter de
unicum dentro del románico burgalés, hecho hoy indemostrable al haberse
perdido. Basándonos en el cuadrado perfecto que determinan los dos formeros
doblados que delimitan el tramo, así como en analogías estructurales, podremos
suponer, caso de haber sido rehecha la bóveda hoy perdida, bien una cubierta
cupuliforme del tipo de las de San Pedro de Tejada, El Almiñé y Valdenoceda,
bien una bóveda de crucería similar a la de la iglesia de Santa María de
Siones, edificios todos ellos relativamente próximos a Soto y que destacan el
tramo de nave inmediatamente anterior a la cabecera.
Sobre el referido tramo se eleva una torre de
sección cuadrada que proporciona extradós a la bóveda esquifada. Adosada a ella
y cargando sobre el arco de triunfo, se alzaba la espadaña –no restituida en la
restauración aunque visible en fotografías antiguas–, que contaba con dos vanos
para campanas ligeramente apuntados, realzados por una sencilla chambrana y
remate apiñonado cobijando el campanil. Hemos de notar que el muro meridional
de la torre no se entrega al paramento del presbiterio sino que es patente la
discontinuidad entre ambos. Esta sorprenderte yuxtaposición de torre y espadaña
parece fundamentarse en un cambio de planes en plena obra. Así, la hipótesis
más plausible quiere que se proyectase una torre cuadrada, del tipo de las
visibles en El Almiñé, Valdenoceda y San Pedro de Tejada, torre que no parece
que llegase a concluirse, siendo sustituida a media altura por una espadaña que
carga sobre el arco de triunfo –al estilo de las de Los Barrios de Bureba o San
Pantaleón de Losa–, no preparado a tal efecto, por lo que debió ser reforzado
en el siglo XVIII.
Adosado al muro meridional de este tercer tramo
se sitúa un cubo albergando la escalera de caracol que da acceso a la torre.
Esta estructura no se entrega a la fábrica de la nave sino que se yuxtapone a
su paramento. El seguimiento de las hiladas de sillares nos revela este
extremo, además de advertirnos de una línea de discontinuidad en el lienzo
comprendido entre el antecuerpo de la portada y el cubo.
El óculo abierto en el hastial y una estrecha
saetera en el muro meridional del primer tramo son las únicas fuentes de
iluminación de la primitiva fábrica con las que cuenta la nave, no pudiendo
precisarse las correspondientes al muro septentrional al haber sido suprimido
éste con el añadido de una colateral.
La referida ventana se dispone en torno a un
estrecho vano abocinado que repite interior y exteriormente la misma
estructura, de tosco arco sin moldurar que descansa en sendas columnillas
rematadas por capiteles, figurados los externos y vegetales los interiores.
Un sencillo hastial con remate en piñón volado
sobre la cubierta de la nave cierra ésta por el oeste, al estilo de las
soluciones de El Almiñé y San Pedro de Tejada. En su parte alta se abre un
óculo profusamente decorado, que constituye uno de los elementos
arquitectónicos más significativos del edificio. El vano, compuesto de cuatro
bloques, presenta forma tetralobulada, y aparece exornado por dos arquivoltas
molduradas con sendos boceles rodeados, interior y exteriormente, por un
festoneado de semibezantes, motivo que volveremos a encontrar decorando el arco
de la ventana absidal. Una chambrana con decoración de dientes de sierra rodea
el conjunto, que repite idéntica disposición al interior. La estructura del
óculo se construye a partir de los cuatro círculos calados centrales; las
molduras que los contornan toman como centro el de estos círculos, trazando
sucesivos semicírculos secantes de un radio cada vez mayor. Las especie de
arquivoltas cuadrilobuladas presentan un perfil rectangular moldurado con sendas
mediascañas flanqueando el bocel central y sobre las mediascañas discurre la
cinta festoneada antes referida. Al interior, la chambrana, tangente al
intradós de la bóveda, aparece deteriorada en su lóbulo superior, fractura que
pudiera corresponder a una hipotética restauración en época imprecisa del tramo
de bóveda adyacente o bien simplemente a filtraciones de humedad. La presencia
de óculos en las construcciones románicas de época avanzada es relativamente
infrecuente en la Península Ibérica, excepción hecha de Galicia y lo zamorano.
Pérez Carmona señala los ejemplos burgaleses de Escóbados de Abajo, San Quirce
y San Vicentejo de Treviño, a los que podemos añadir los de Ahedo del Butrón y
San Martín de Piérnigas, todos ellos, salvo el primero, de mucha menor entidad
que este de Soto y presentando además morfologías bastante alejadas. El vano
calado con un tetralóbulo responde pues a una tipología extraña al románico
castellano, si exceptuamos el también burebano y tardío de San Martín de
Piérnigas.
Volviendo al interior, da paso de la nave a la
cabecera un restaurado arco de triunfo de medio punto, recrecido en fecha
imprecisa, al igual que los pilares que lo sustentan, para soportar el peso de
la espadaña. La presencia de molduras de perfil clásico parece confirmar este
aserto.
La cabecera se compone de presbiterio rectángular,
sobreelevado por dos peldaños respecto a la nave y cubierto con bóveda de cañón
ligeramente apuntada –rehecha en la restauración como bóveda de cañón y ya
dijimos que anómalamente más elevada que las bóvedas de la nave–, y ábside
semicircular nuevamente sobreelevado por sendos peldaños respecto al
presbiterio y cubierto con bóveda de horno generada por un arco igualmente
apuntado. Dos impostas recorren internamente el tambor del ábside, ambas
molduradas en bisel y la inferior decorada con taqueado; una señala el arranque
de la bóveda y la otra corre bajo el alféizar de la ventana abierta en el eje
de la nave. Las dos fueron deterioradas en el momento de la inclusión del
retablo del XVII –que, hoy desmontado, se conserva en Navas de Bureba– y se
continuaban a ambos lados del presbiterio. Restos del banco de fábrica sobre el
que apoyaba el retablo, en el que se abren dos profundos silos, ocupan parte
del interior del ábside.
El hemiciclo se eleva sobre un basamento de
sillería de grandes bloques, zócalo que alcanza aproximadamente un tercio de la
altura total del tambor. Como en otras partes del edificio y en varios ejemplos
burebanos, junto a sillares de arenisca se observan otros de piedra toba muy
deleznable, circunstancia ésta que, al perderse el enfoscado que la protegía,
ha favorecido el deterioro de las estructuras en las que se integra.
Cabecera
Exteriormente, el tambor del ábside se articula
en dos pisos separados por una imposta que corre bajo la ventana, del mismo
tipo de las descritas en el interior, y tres lienzos delimitados por dos
columnas adosadas en los codillos del tramo presbiteral, y dos haces de tres
columnas, el doble de ancha la central, a ambos lados del eje axial. Estos
haces de columnas, alzados sobre altos plintos, añaden a su función tectónica
como contrafuertes un rol estético, animando el paramento externo del ábside y aumentando
con los capiteles que las rematan la superficie apta para recibir decoración
escultórica. Haces de tres columnas del tipo de los señalados e n Soto los
encontramos en las iglesias burgalesas de Boada de Villadiego, Revillalcón y
las cercanas de Los Barrios y Navas de Bureba, así como en los ejemplos
aragoneses de San Miguel de Daroca y Santiago de Agüero. En Soto los capiteles
alcanzan la cornisa integrándose en la línea de canes que la soportan.
La ventana absidal se desarrolla en torno a una
estrecha saetera abocinada hacia el interior y flanqueada tanto interior como
exteriormente por sendas columnas con capiteles animalísticos, arco de medio
punto decorado con un grueso bocel y chambrana animada por una banda de
semibezantes, que ya vimos decorando el óculo del hastial y que volvemos a
encontrar con profusión en la cercana portada de Pino de Bureba. Los fustes de
estas columnas de ventana son monolíticos y en la parte exterior sus basas no forman
pareja sino que la derecha presenta perfil ático mientras que en la izquierda
la escocia queda reducida a una estrecha acanaladura y el toro inferior alcanza
un mayor desarrollo. Esta última tipología se repite en ambas basas interiores.
Del estudio de los elementos e hiladas de
sillería se deduce una misma campaña, claramente románica, en la construcción
del hemiciclo y presbiterio. Los añadidos posteriores, principalmente derivados
de la reciente restauración, no han desfigurado más que en lo estético su
primitivo aspecto.
Rivaliza en importancia con la bella cabecera
la portada del templo, abierta en un antecuerpo del muro meridional del segundo
tramo de la nave. Su ubicación al sur responde a una característica común a un
gran número de templos castellanos que buscan así proteger el acceso de los
fríos vientos del norte, en nuestro caso y dada la proximidad de los Montes
Obarenes, especialmente notables.
Portada
La portada de Soto concentra la mayor parte de
la decoración escultórica del edificio así como un buen número de interrogantes
sobre la cronología y fases decorativas del mismo. Desde un plano
arquitectónico se presenta como portada abocinada con tres arquivoltas
historiadas siguiendo el sentido longitudinal del arco, ligeramente apuntadas,
sobre jambas en arista viva que acogen tres pares de columnas acodilladas de
capiteles figurados. Dos placas esculpidas, siguiendo la línea decorativa de
los capiteles, coronan las jambas de la puerta.
El vano se remata actualmente con un arco
escarzano que determina un pseudotímpano en forma de media luna. Este arco se
compone de cuatro dovelas de tamaños desiguales decoradas con bajorrelieves
inscritos en medallones circulares. Las dovelas centrales recogen en su
intradós la inscripción. Una quinta dovela, del mismo tipo de las anteriores,
aparece encastrada sobre sus compañeras en el pseudotímpano. Las tres
arquivoltas, sin bandas decorativas entre ellas, se protegen por una chambrana
decorada con un motivo vegetal. De las columnas de la portada solamente los dos
fustes exteriores de la parte izquierda y los dos internos de la derecha se
mantienen in situ; uno de ellos es liso y los otros se decoran con trenzados,
motivos de cestería y entrelazos, especialmente frecuentes en la zona norte de
Burgos (Almendres, Bercedo, Colina de Losa, etc.), Álava (Estíbaliz, Urúnaga,
Argandoña, Lopidana), Navarr a (Puente la Reina, Learza, etc.) y Aragón (Santa
María de Uncastillo).
Los dos tambores del fuste interior de la parte
izquierda se conservan en el pequeño depósito lapidario sito en la colateral de
la iglesia; se trata de un fuste acanalado helicoidalmente cuyas estrías
cambian de dirección a la mitad del tambor, mismo tipo de decoración que
encontramos en la ventana absidal de Boada de Villadiego y en la portada de
Bercedo. La basa de la desaparecida columna extrema del lado derecho, muy
deteriorada, se conserva igualmente en la nave septentrional, mientras que el
fuste de la columna exterior del lado derecho había desaparecido ya en 1959.
Las basas, muy deterioradas, presentan perfil ático degenerado de toro inferior
aplastado y se instalan sobre plintos. Al interior la portada se corresponde
con uno de los grandes arcos que adelgazan los paramentos internos de la nave.
La impresión de cierto desorden en la
disposición de los elementos de la portada se ve confirmada, en primer lugar,
por el análisis del arco escarzano que enmarca el acceso. Efectivamente, las
dovelas extremas del mismo no funcionan como auténticos salmeres, ya que no
reposan sobre las impostas de la puerta sino que entre éstas y aquéllas hubo de
incluirse un relleno de argamasa; además, las juntas entre las dovelas se
realizan con dificultad, hecho que motivó la ruptura, creemos que intencionada,
de la pieza extrema de la derecha para completar el arco, dejando fuera del
mismo la referida quinta dovela, empotrada en el pseudotímpano y que forma
conjunto con las anteriores. Todo ello nos parece indicio suficientemente claro
como para considerar este arco como una readaptación moderna, solidaria de la
puerta del siglo XVIII que observamos en la actualidad, en cuyo tímpano de
madera aparece grabada la siguiente inscripción: IHS Mº / SAIN(t) A(n)DREA
AÑO 1749, siendo dudosa la lectura de la última cifra, que pudiera ser un “2”.
Por ello, y realizadas las mediciones comprobatorias oportunas, creemos que las
cinco dovelas citadas conformaban el arco original de la portada que, por otro
lado, se concibió sin tímpano. Efectivamente, la suma de las cuerdas externas
–extradoses– de las dovelas nos revela una longitud solidaria a la del intradós
de la primera arquivolta, con un margen de error aceptable que tiene en cuenta
una media de cuatro milímetros para las juntas entre las piezas. La fractura de
dos de las dovelas en la readaptación del arco nos ha obligado a realizar
ajustes en sus medidas, basándonos en las de las tres piezas intactas. De ello
resulta que a una longitud de 291 cm proporcionada por el intradós de la
primera arquivolta se sigue una cuerda externa del arco de ingreso de
aproximadamente 287,25 cm, con un margen de error despreciable. Coincide esta
opinión con la expresada por el arquitecto encargado de la rehabilitación del
edificio, el cual ofrece en los anexos de la memoria de restauración una restitución
del estado original de la portada, aunque diferimos en el orden de colocación
de las dovelas, pues el propuesto dejaría la inscripción en una posición que
dificultaría enormemente su lectura.
Un esquema decorativo similar lo encontramos en
las fachadas de las cercanas iglesias de Miñón y Almendres, en las que el arco
recibe igualmente una decoración inscrita en medallones circulares. Quizá la
portada de Bercedo ofreciese en origen un aspecto similar, pero aquí el arco ha
sido sustituido por otro moderno y liso.
El desorden en la disposición de las dovelas y
la presencia de dos estilos bien diferenciados nos podría hacer pensar en dos
campañas escultóricas en la portada. Sin embargo, un análisis detenido revela
una gran homogeneidad en la estereotomía de los sillares y dovelas que la
componen. Además, la perfecta ligazón entre los paramentos internos y externos
del tramo de la nave en relación a sus vecinos, salvo la ya citada intervención
en el lienzo entre la portada y el cubo de acceso a la torre, nos obligan a ser
prudentes y considerar la posibilidad de una misma campaña constructiva y quizá
decorativa para el edificio como la hipótesis más probable, siendo la presencia
de un motivo tan característico como los dents de loup o semibezantes decorando
la ventana absidal y el óculo del hastial un argumento más para apoyar esta
afirmación.
La estructura románica del edificio ha sufrido
reiteradas alteraciones que han variado y enmascarado en parte su aspecto
original. En fecha imprecisa, probablemente en torno a la primera mitad del
XVI, se añadió a la nave románica una colateral situada al norte, de menor
longitud, compuesta de tres tramos cubiertos con dos bóvedas de crucería y
acceso independiente, posiblemente algo posterior, abierto en el muro
occidental. Todo apunta a un fin funerario de este espacio, que solapa
parcialmente el ábside románico, financiado por los Fernández de Velasco,
familiares de los poderosos condestables de Castilla. Los dos tramos
occidentales de esta nave se cubrían con una sola bóveda. Para comunicar ambas
naves se abrieron tres arcos apuntados en el muro septentrional de la iglesia
del siglo XII. Asimismo, se añadió un coro alto de madera en el tramo
occidental de la nave románica, con acceso exterior mediante arco carpanel –que
corta arbitrariamente uno de los formeros ciegos de la nave– con una
molduración en su rosca y jambas similares a la de la puerta occidental de la
nave gótica y a la de acceso a la sacristía. Trazas de la viga del coro se
advierten horadando la semicolumna del pilar. El añadido de una sacristía,
adosada al sur del presbiterio, y el sepulcro conservado en el interior del
templo finalizan las intervenciones que podemos atribuir a la época
bajomedieval. La primera, levantada en mampostería y cubierta con bóveda de
terceletes, presenta planta rectangular y acceso desde el interior mediante un
vano rematado por arco conopial y las referidas molduras propias del gótico
tardío. Los trabajos realizados supusieron notables transformaciones en el
lienzo meridional del presbiterio, que se traducen en el caótico aspecto que
hoy presenta su aparejo, con inclusión de mampostería en la zona media del
muro.
Al siglo XVIII podemos atribuir una serie de
trabajos efectuados en distintos puntos del edificio. Por lo que respecta a la
nave románica las reformas consistieron en un recrecimiento de los soportes que
anteceden al presbiterio –a los que se dota de molduras clásicas– con el fin de
reforzar los apoyos de la espadaña, quedando configurados como sencillos
pilares adosados lisos, carentes de la semicolumna que aparece en el frente del
resto de los de la nave.
El arco de triunfo y la bóveda esquifada que
cubre el tramo que soporta la torre quizá sean también fruto de esta actuación.
Esta opinión contrasta con la de Pérez Carmona, para quien tanto la torre, el
cubo con la escalera de caracol como la bóveda esquifada pertenecían a época
románica. En opinión del arquitecto responsable de la restauración, Miguel
Ángel de la Iglesia, se trataría más de una bóveda de rincón de claustro que de
una auténtica esquifada. Tanto el arco de triunfo como la bóveda han sido reconstruidos
en la reciente restauración del templo.
El refuerzo de estructuras en el siglo XVIII es
también visible en la nave gótica, consistiendo aquí en la adición de un pilar
moldurado y en el doblamiento del arco que separaba los dos tramos. Se añadió
asimismo un tramo suplementario al oeste, prolongando la colateral hasta la
altura del hastial románico. Esta estructura, en mampostería, presenta planta
trapezoidal y condena una de las ventanas de esta nave. El acceso se realiza
desde el exterior a través de un vano rematado por un sencillo arco de medio
punto sin moldurar. Su función, además de albergar la escalera de acceso al
coro alto, parece haber sido la de trastero, aunque se le han supuesto también
funciones de baptisterio y cilla. En este mismo momento se dota al templo de un
pórtico de madera protegiendo la portada, no conservado, pero del que quedan
trazas en el paramento externo del muro meridional, así como en el murete bajo
que prolonga la línea del hastial hacia el sur, único vestigio del original,
visible en fotografías anteriores a la ruina, rematado en talud y que alcanzaba
casi la altura del arranque del piñón del hastial.
Adosado al paramento meridional del tramo que
antecede al presbiterio y no solidario respecto a él, se levanta un cubo, con
acceso desde el interior, que alberga la escalera de caracol de acceso al
campanario. Su aparejo en sillería de bloques regulares de arenisca con una
junta entre los sillares de mayor grosor que la observada en las partes
románicas nos acerca esta estructura al tipo de muro utilizado en la colateral
gótica. No obstante, su tosco acceso interno, arbitrariamente abierto en el
paramento románico y carente de decoración, así como su no solidaridad con
respecto a la sacristía sitúan su construcción en una campaña distinta a la
tardogótica referida. Las trazas visibles de un vano cegado por esta
estructura, desestiman su erección en una primera campaña románica del
edificio. El acceso a la escalera se realizaba, hasta la ruina del edificio,
por una puerta abierta al exterior.
En una situación similar de imprecisión se
encuentra el vano, hoy cegado, que se abría sobre la puerta de la sacristía.
Mayor importancia para nuestro estudio tiene la intervención en la portada, que
supuso el remontaje del arco de acceso y probablemente de parte de las dovelas
de las arquivoltas. El primitivo arco, que podemos suponer levemente apuntado,
se transformó en el escarzano y rebajado que actualmente cierra el vano,
delimitando un tímpano en forma de media luna. La puerta aparece datada por una
inscripción en el año 1749 y así, aunque no podamos establecer un determinismo
entre la reforma del arco y la puerta, sí podemos afirmar que tal reforma es
contemporánea o anterior a ésta.
La escultura monumental de la iglesia de Soto
de Bureba, que se concentra en el exterior –cabecera, portada y vanos–, alcanza
unos niveles de riqueza, plástica e iconográfica, ciertamente sorprendentes en
relación con el austero interior y la sobriedad arquitectónica descrita.
Tres capiteles por cada lado coronan las
columnas acodilladas de la portada, mientras que una serie de tres placas
esculpidas con relieves animalísticos adornan las jambas del arco, interior y
exteriormente en la parte derecha y únicamente al exterior en la izquierda. Los
capiteles del lado izquierdo muestran la siguiente iconografía: el interior,
bastante deteriorado, presenta un mascarón monstruoso flanqueado por dos arpías
opuestas por la cola; le sigue, en el central, un cuadrúpedo alado, especie de
equino, de cola erguida y orejas puntiagudas y, a su derecha, un mascarón
humano. A su izquierda vemos un capitel vegetal –muy similar a uno de la
portada de Bercedo – con tres filas de hojas planas que acogen piñas en sus
puntas, hojas ligeramente dobladas y resueltas en caulículos en el caso de las
de los vértices; en el centro de cada frente aparecen sendos mascarones humanos
del tipo visto en la cesta anterior y en la derecha de la ventana meridional.
En la parte superior de la jamba izquierda del
arco, un relieve tallado en reserva muestra una sirena - pájaro masculina de
melena suelta, bigote y alas explayadas, con cola rematada por un motivo
vegetal. El cimacio corrido que discurre sobre los capiteles de este lado
izquierdo se decora con un tallo vegetal ondulado que acoge pequeñas hojas
nervadas y piñas; el tallo brota de un mascarón de rasgos demoníacos –cabellos
llameantes y orejas puntiagudas– situado en el ángulo de la jamba del arco,
atacado por una serpiente alada que, en el intradós de la jamba, le muerde la
oreja.
La jamba derecha del arco muestra dos placas
esculpidas del mismo tipo de la ya vista. La del intradós se decora con una
pareja de aves de cuellos entrelazados, garras erguidas, alas replegadas y
colas rematadas por un motivo vegetal. El relieve del exterior de la portada
presenta una pareja de sirenas de torso humano desnudo y colas de pez
entrelazadas, marcándose la transición entre sus partes humanas y animales por
una especie de cinturón. La sirena izquierda es masculina y toca un olifante
con su mano izquierda, mientras que con la derecha se apresta a recoger el pez
que le ofrece su compañera; ésta, de larga melena, sostiene un segundo pescado.
Parece claro que el mensaje es de prevención ante la tentación del vicio de la
lujuria.
En los capiteles del lado derecho el escultor
vuelve a adoptar un eje de simetría axial en torno al cual afronta motivos
diversos. En el capitel interior, el eje aparece ocupado por un busto humano de
rostro masculino tocado con una especie de bonete cilíndrico adornado con una
banda de contario. A ambos lados se oponen sendos animales, una arpía a la
izquierda y un cuadrúpedo de rasgos felinos a la derecha, que entrelazan sus
colas bajo la máscara. Esta tipología de capitel la encontramos, con ligeras variantes,
en las portadas de Almendres y Bercedo. En el capitel central, una pareja de
serpientes aladas afrontadas se disponen bajo sendas hojas lisas rematadas por
caulículos, iconografía repetida fielmente en un capitel de la portada de
Bercedo. El desgaste sufrido por el capitel exterior ha borrado prácticamente
todo su relieve, apenas distinguiéndose en la parte derecha de la cesta una
figura humana reclinada y con el brazo izquierdo retrotraído en actitud de
clavar un objeto hoy perdido a un hipotético oponente. Como en la parte
izquierda de la portada, decora la imposta un friso decorado con tallos
perlados, ondulantes y retorcidos, que surgen de un mascarón monstruoso y
acogen brotes y hojitas; un diseño similar, en idéntico marco, lo encontramos
en la portada de Almendres, así como en la segunda arquivolta de la portada sur
del hastial de la basílica alavesa de Nuestra Señora de Estíbaliz.
Ya vimos cómo la parte superior de la portada
había sufrido importantes alteraciones que supusieron el remontaje del arco y
muy probablemente de parte de las dovelas de las arquivoltas. Ello explica
ciertas fracturas no justificadas por un desgaste normal de la piedra, que
afectan a zonas interiores de las dovelas, así como el desorden en la
disposición de algunas de ellas.
El remontado arco de la puerta se compone de
cinco dovelas decoradas con una serie de clípeos que acogen representaciones
humanas y animales en un bajorrelieve tallado en reserva. La primera dovela
presenta tres clípeos en los que se desarrolla un único motivo: una gran
serpiente enroscada que engulle a un personajillo del que son aún visibles la
cabeza y parte del torso y brazo derecho. El mismo motivo se repite, en
idéntico emplazamiento, en la portada de Almendres, ocupando aquí el monstruo
dos clípeos.
En la segunda dovela, dos aves curvan sus
cuerpos adaptándose a la forma circular de sus respectivos marcos, motivo que
volvemos a encontrar en Almendres y, con ciertas variantes, también en la
portada de Miñón.
La siguiente dovela acoge dos clípeos: en el
izquierdo un personaje representado en posición frontal, sentado y vestido con
capa y túnica bajo la que se aprecian sus diminutos pies, sostiene en su mano
izquierda un mascarón monstruoso, a su lado aparece un león rampante cuya cola
pasa entre sus piernas y remonta sobre el lomo, motivo que se recoge también en
Almendres, aunque allí el león es sustituido por un grifo. La pieza desplazada
muestra en sus dos clípeos un ave de cuerpo incurvado rematado por un motivo
vegetal, del tipo de las vistas en la segunda dovela, y una pareja de aves de
largos cuellos entrelazados.
En la primera arquivolta –la interior–, donde
las figuras están dispuestas en sentido longitudinal, se inicia la decoración
con un pequeño león de fauces rugientes y cola rematada por un motivo
acorazonado; a su lado vemos un pequeño cuadrúpedo barbado, especie de equino,
con la inscripción “UNICORNIVM” que lo identifica.
Sobre él, apoyado en una repisa saliente, una
representación masculina nimbada, barbada y de largos cabellos que caen sobre
su espalda, alza su brazo izquierdo mostrando la palma abierta, en actitud de
adoración, mientras que con su mano derecha –fracturada– señala al cordero que
se sitúa en el centro de la arquivolta. El personaje, que ha sido interpretado
como San Andrés y como San Juan Bautista, opinión esta última que compartimos,
viste una larga túnica que se adapta a su cuerpo y deja ver sus pies desnudos.
La representación del Agnus Dei ocupa el centro de la arquivolta,
desarrollándose en dos dovelas unidas por una tosca y gruesa junta de argamasa.
El tipo del cordero, con largos y voluminosos mechones, sosteniendo con su pata
derecha doblada una cruz patada y portando un nimbo crucífero, responde a un
tipo de iconografía derivada del Apocalipsis suficientemente conocido desde la
época paleocristiana. A la derecha del Agnus Dei se sitúa una figura femenina
con gesto de respeto y adoración hacia el Cordero, expresado mediante su brazo
derecho alzado mostrando la palma de la mano abierta y el brazo izquierdo en
similar actitud, pero pegado al costado y alzando la palma a la altura de la
cintura. Como San Juan, la Virgen se apoya en una especie de repisa. Viste una
larga y ceñida túnica escotada bajo la que surge el calzado puntiagudo con el
que cubre sus pies. Un manto, que recoge en su antebrazo derecho, cuelga de sus
hombros cayendo por la espalda. Aparece nimbada y porta barboquejo y corona,
por lo que sorprende que Pérez Carmona la identificara con Isaías, poniendo en
relación la iconografía con el tímpano de Armentia, pues parece claro que se
trata de la figura de la Virgen. Nos encontramos así ante el grupo trinitario
básico de la Deesis bizantina, tema infrecuente en el arte occidental, donde el
Precursor suele ceder su lugar a San Juan Evangelista, y ello en
representaciones del Calvario y Juicio Final. El grupo formado por el Bautista,
el Cordero y María de la portada de Soto de Bureba, bien que no responda a un
modelo de uso corriente, se relaciona, desde el punto de vista iconográfico,
con una amplia serie de obras de la plástica hispana de finales del siglo XII
del ámbito castellano y navarro, obras que tienen por denominador común la
exaltación de la divinidad-majestad con referencias y matices distintos en cada
caso. Citaremos así las Majestades trinitarias, como culmen de un rico y
completo programa en la fachada de Santo Domingo de Soria, bajo la apariencia
de la visión de San Juan y centrando una figuración del Juicio Final en San
Miguel de Estella, así como en San Nicolás de Tudela; las Maiestas Domini de
Moradillo, Santiago de Carrión, la Magdalena de Tudela, etc. Con gran
frecuencia estas teofanías incluyen a ambos lados del grupo central sendos
personajes, cuya identificación resulta en ocasiones dudosa, pero que en
cualquier caso testimonian o participan de la visión central. El ejemplo más
próximo al nuestro lo representa el tímpano reutilizado en el muro sur de la
iglesia alavesa de San Andrés de Armentia. En este contexto, debemos
interpretar la escena como una exaltación del sacrificio del Cordero-Cristo,
víctima inocente, y al mismo tiempo símbolo del poder de Dios. La revelación de
la divinidad bajo una tal apariencia es sancionada por la presencia del
Bautista, “testigo-precursor” y de María, “testigo-actor” en
tanto que madre de Cristo y testigo de su Pasión y de su Gloria y así, el
esquema de la teofanía visto en Soria, Tudela o Estella se encuentra aquí
representado con un contenido iconográfico similar al de Armentia o Aguilar de
Codes. Faltan en nuestro caso las alusiones al dogma de la Trinidad, una de las
particularidades más reseñables de la iconografía hispana de fines de la décima
centuria, presente en buen número de los casos señalados. Bajo la figura de
María se representa un dragón alado de cuya boca surgen dos tallos rematados
por sendas hojas nervadas, resolviéndose su cola con un motivo vegetal del
mismo tipo. Finalizando la arquivolta aparece la figura de una cabeza de serpiente
de afilados dientes que devora un pequeño cuadrúpedo.
En la segunda arquivolta se combinan
representaciones en sentido longitudinal con algunas radiales. Un pequeño lazo
en forma de ocho albergando dos estrellas de seis puntas inicia la decoración.
Sobre él, en sendas dovelas el escultor talló dos iniciales, una “H” y una “B”.
La representación de letras sin intención de componer un texto es infrecuente
en la escultura románica y su emplazamiento en la portada de Soto de Bureba
parece responder a un deseo de plasmar en piedra el decorativismo de la inicial
miniada, no siendo éste el único rasgo que los escultores de Soto tomaron
prestado del arte de la miniatura. Una representación demoníaca continúa la
línea del arco, bajo la apariencia de un ser antropomorfo desnudo, de cuerpo
cubierto por líneas de escamas, arrodillado y las manos atadas a la espalda con
una fuerte contorsión del tronco. Su rostro es humano, pero de rasgos grotescos
y de su estrecha frente surgen cabellos llameantes. Una serie de figuras
animales continúan la decoración, a saber: un cuadrúpedo, posiblemente un zorro
de larga cola, devorando un gallo, un prótomo de mamífero –quizá un jabalí– y
un trasgo alado de cuerpo de reptil, garras de ave y rostro maléfico.
Aproximadamente en el centro de la arquivolta aparece representada una figura
femenina de cuerpo entero –vestida con brial y corpiño– que apoya su mano
izquierda sobre su talle, siendo bien visible la amplísima manga de su vestido,
mientras con su diestra muestra al espectador un cinturón de paño; su larga
melena cae sobre sus hombros, no siendo posible advertir los detalles del
rostro debido a la usura de la piedra. Presenta sorprendentes similitudes con
las figuras de las vírgenes necias y las prudentes de sendos capiteles de la
girola de Santo Domingo de la Calzada. A su derecha se emplaza un acanto de
punta doblada acogiendo una piña –probablemente desplazado de la arquivolta
externa– e inmediatamente después la representación de un guerrero protegido
por una cota de malla bajo la cual se advierten los plisados de su túnica.
El soldado embraza un escudo “de cometa” y alza
el brazo derecho blandiendo una lanza, perdida por la fractura de la dovela. El
objeto de su ataque –un dragón alado, de cuerpo cubierto de escamas y larga
cola enroscada– no se encuentra como cabría esperar a sus pies, sino desplazado
hacia abajo, con la interposición entre ambos de una arpía de rostro de efebo,
frontal y con las alas extendidas. Este disgregado combate podría ser
interpretado como San Miguel alanceando al demonio, motivo derivado del combate
celeste descrito en Ap 12, 7-12 que simboliza la victoria de las fuerzas del
bien y la expulsión del “dragón grande, la antigua serpiente” sobre la
tierra. No obstante, la ausencia de rasgos angélicos en el soldado nos lleva a
buscar el sentido de la escena en un plano más general. A este respecto, la
descripción de la milicia cristiana recogida en el texto de San Pablo en su
epístola a los Efesios 6, 10-24 nos aporta la perspectiva necesaria para una
correcta interpretación. Efectivamente la escena representada en la arquivolta
de Soto, bajo la luz del texto de Pablo, se nos presenta como un reflejo del
combate simbólico de la virtud cristiana contra las fuerzas del mal, recogiendo
así de un modo sintético la idea desarrollada en extenso en el ciclo de la Psicomaquia
o combate entre vicios y virtudes que, partiendo del texto bíblico citado, se
materializará a principios del siglo V en la obra de Prudencio. El tema gozó de
un enorme éxito durante toda la Edad Media ilustrándose profusamente tanto en
las artes del color como en la escultura. Pero a esta lectura histórica debe
sucederle otra simbólica, pues la primera no explicaría satisfactoriamente la
ubicación en lugares destacados de un templo de una iconografía de este tipo.
De un modo general, el combate de caballeros se interpreta como la lucha del
soldado de Cristo –el miles christianus– contra el mal, éste no ya encarnado en
un animal simbólico o fantástico sino en un semejante.
Así entendido, el combate físico se asocia a un
combate espiritual, en el que el enemigo es el pecado o muerte del espíritu.
Dos motivos de entrelazos vegetales y hojas nervadas y dobladas, meros juegos
de simetría vegetal bastante deteriorados y que encuentran su copia literal en
la portada de Almendres, finalizan la decoración del arco.
La tercera arquivolta se inicia con la gran
figura de un hombre encadenado que ocupa las tres primeras dovelas de la
parte izquierda. El personaje, cuyos pies se han perdido, presenta una larga
melena acaracolada, aparece barbado, y viste una rica túnica ornada con
bordados en el escote, mangas y rebordes, bajo la que se aprecia el plisado de
su falda. Una gruesa argolla rodea su cuello y de ella parte una pesada cadena
de gruesos eslabones, que el personaje ase con ambas manos sobre su pecho, descendiendo
hasta sus tobillos, igualmente aprisionados por sendas argollas.
Parece hacer pareja con la figura femenina, de
una talla algo menor que su compañero, igualmente ataviada con una rica túnica
aunque no encadenada, que aparece en el otro extremo del arco. Su actitud es de
sorpresa o temor, con una mano sobre el vientre y apoyando la otra en el
mentón. La presencia de personajes encadenados en un contexto similar es
relativamente frecuente, así en Bercedo, Almendres, Vallejo de Mena y el
parteluz –hoy en Barcelona– de Tubilla del Agua. Sobre la interpretación de la
escena se ha aludido a la representación de prisionero s musulmanes, en
relación con el relieve silense, de un esclavo (aunque las ricas vestiduras de
los personajes parecen invalidar esta hipótesis), en un plano más simbólico al
pecador preso de sus vicios (Palma) o incluso el demonio encadenado por la
virtud (Pérez Carmona).
Un prótomo de grifo o ave rapaz, una arpía
encapuchada con cola de gallo, en posición lateral, y un pez continúan en
sentido longitudinal la línea de la arquivolta. El centro de la misma lo ocupan
tres acantos del tipo de los de Santiago de Agüero y el deambulatorio de Santo
Domingo de la Calzada, compañeros del desplazado a la segunda arquivolta,
seguidos de un pequeño monstruo con cabeza felina de orejas puntiagudas, cuerpo
de reptil, patas de ave y cola de pez. Tras él asistimos a una enigmática escena
en la que tres personajes establecen un diálogo de gestos cuyo sentido se nos
escapa. Los dos extremos se dirigen hacia la figura central, mujer tocada con
una especie de turbante, ricas vestiduras y un expresivo rictus de difícil
interpretación. El personaje masculino de la izquierda de voluminosa cabeza aún
más evidente por la desproporción expresiva que se le aplica, muestra la frente
surcada por las arrugas y una incipiente calvicie, atributo de sabiduría,
mientras que la expresión de su boca parece indicar el uso de la palabra; luce
barba corta y bigote y está ricamente ataviado, manifestando rasgos próximos a
los de algunas figuras de la cabecera de la seo calceatense. El personajillo de
la derecha, de un canon deliberadamente inferior, porta un tosco sayón y cubre
su cabeza con una puntiaguda capucha, carácter de rusticus que se suma a una
serie de desproporciones que lo acercan a la figura del enano deforme. El gesto
de su brazo izquierdo, pegado al pecho y mostrando el puño, responde a una
clara intención expresiva, difícil de precisar, pero en cualquier caso
negativa, ya sea signo de rechazo, incredulidad, cólera, discordia, burla, etc.
¿Qué relación une a los tres personajes?.
Indudablemente entre ellos se establece un
diálogo cerrado, a imagen de la misma composición simétrica en la que se
integran. Las ricas vestiduras y serena expresión de los dos personajes de la
izquierda nos indican su alto rango, del mismo modo que el gesto del brazo, el
atuendo, el rostro burlón y la deformidad de la figura de la derecha son
indicios de su baja estirpe, con connotaciones grotescas. La ausencia de
detalles definitorios impide, sin embargo, precisar el significado exacto de la
escena, tal como ocurre con otras escenas de Santa María de Uncastillo, Siones,
Lara de los Infantes, etc. Pérez Carmona afirmaba que “bien pudiera
representar la tentación”, aunque quizá el misterio de su lectura no haga
sino añadir atractivo a la escena. Un espléndido basilisco de cola rematada por
cabecita monstruosa –que mezcla así su naturaleza con la de la anfisbena– y la
ya citada representación femenina que hace pareja con el encadenado finalizan
el campo de la arquivolta. La chambrana que corona el conjunto de las
arquivoltas se decora con un friso de tallos ondulantes que acogen hojas
nervadas y rizadas.
Cuatro capiteles de bella factura ornan
interior y exteriormente la ventana del ábside. El izquierdo del exterior
muestra una pareja de dragones alados afrontados ocupando cada uno una cara de
la cesta y separados por un tallo que, a media altura, se divide en tres ramas;
la central se remata por un brote de hojas vueltas y caladas y las dos
laterales pasan entre las alas y el cuerpo de las bestias para dar lugar a
sendas hojas lisas trilobuladas. Los dragones presentan una especie de capucha
que cubre el cuello y cae en pliegues paralelos sobre el pecho.
Las alas, extendidas hacia atrás, surgen del
cuerpo escamoso del animal sobre sus patas de cabra. Una larga cola con
sucesivas filas de ventosas, del mismo tipo de las vistas en uno de los
dragones de la portada, se enrosca en una de las patas y cae sobre el
astrágalo. En el capitel parejo se representan dos arpías de rostro humano,
tocadas con una especie de bonete o corona y luciendo en el cuello sendos paños
con pliegues en tubo de órgano que caen sobre sus pechos. Sus cabezas ocupan el
centro de la parte cóncava del ábaco y se separan por el cuerno de éste, bajo
el cual se cobija, a modo de caulículo, un crochet. Las arpías presentan las
alas replegadas y su cuerpo escamoso se remata, al igual que sus patas por
gruesos tallos enroscados calados con puntos de trépano. En la parte inferior
del capitel estos tallos producen un rítmico efecto de curvas y contracurvas y
dos de ellos pasan sobre los flancos de los híbridos, dando lugar a sendas
hojas rematadas por flordelisados en la parte derecha del capitel y por un
crochet en la izquierda. Ambos cimacios se decoran con un motivo vegetal de
tallos ondulantes que albergan hojas nervadas de bordes vueltos y calados con
trépano, tallos que en el segundo caso nacen de las colas de dos pequeñas
arpías encapuchadas que se afrontan en la esquina.
Una gruesa capa de revoco y pintura dificulta
la lectura de los capiteles interiores de la ventana, ocultando gran parte de
los detalles. En el izquierdo vemos una pareja de cuadrúpedos afrontados, el
izquierdo un grifo, alado y con cabeza de ave. Sobre el capitel derecho, un
centauro-sagitario avanza y dispara una flecha contra un ciervo que se
encuentra frente a él. Ambos cimacios presentan la consabida decoración de
tallos ondulantes albergando hojas.
En la ventana meridional del primer tramo de la
nave rematan las columnas dos parejas de capiteles, los del interior vegetales
formados por tres hojas lisas, las centrales rematadas por caulículos y
acogiendo frutos en sus puntas. Los capiteles del exterior presentan motivos
animalísticos. En el izquierdo, sobre un fondo vegetal de hojas planas
resueltas en caulículos, una pareja de aves se oponen por sus colas y cabezas y
apoyan sus patas en los bordes de la cesta; entre ambos dejan un espacio
elíptico que se rellena con un motivo geométrico de volutas, recurrente
composición que vemos por ejemplo en un descontextualizado capitel de ángulo
hoy en el claustro de la catedral de Burgos.
En el capitel derecho un tosco león en posición
heráldica, con cola erguida de punta acorazonada, cabeza redonda y orejas
puntiagudas, vuelve su cuello, decorado con incisiones oblicuas, hacia el
espectador. En la parte izquierda de la cesta vemos un pequeño mascarón humano.
El tipo de representación del león, así como su actitud, encuentra paralelos
directos en sendos capiteles de las portadas de Almendres y Bercedo. Frente a
la sencilla molduración del resto de cimacios de esta ventana, el correspondiente
al último capitel descrito se decora profusamente con un friso de pequeñas
serpientes enroscadas en frutos –especie de granadas– que se muerden unas a
otras.
Comenzamos el análisis de los capiteles que se
sitúan bajo la cornisa del ábside siguiendo un orden de sur a norte. El primer
capitel, que remata la columna del codillo del presbiterio, ofrece en sus dos
caras visibles, respectivamente una arpía de rostro humano y paño anudado en el
cuello –del tipo recurrente en el tardorrománico castellano y navarro– cuya
cola se prolonga en un tallo vegetal enroscado en su cuerpo y rematado en hojas
trilobuladas entre sus patas, detrás de su cabeza y ante ella. En la cara
oriental del capitel se desarrolla el combate entre un guerrero a pie y un
dragón alado, de larga cola que pasa tras las piernas de su oponente y se alza
enroscándose en su vientre. El soldado protege su cuerpo con una vestimenta
guerrera ligera revestida de mallas redondas que le protege el torso, los
brazos, baja hasta las rodillas y se prolonga en una especie de capuchón que
cubre la cabeza, dejando descubiertos los ojos y la nariz (el haubergon
francés). Se arma con una espada corta que blande contra el monstruo en su
diestra mientras que con su mano izquierda tira de las barbas del dragón, como
sujetándole para asestarle el golpe definitivo.
El segundo capitel, correspondiente a la
columna izquierda del primer haz del tambor, se decora con sendas sirenas-pájaro
afrontadas sobre un fondo de crochets, de similares características a la antes
vista, salvo la ausencia del paño alrededor del cuello, una mayor torpeza en el
tratamiento del tallo vegetal que brota de su cola y la utilización del trépano
para destacar las comisuras de los labios. En la cesta central del haz, la
decoración se dispone a modo de friso corrido: en la cara oriental aparece la
escena principal, ligeramente descentrada hacia la izquierda, con el combate de
dos infantes, armados con sendas espadas cortas y escudos de cometa. El
avanzado deterioro del relieve ha significado la pérdida de numerosos detalles
de la indumentaria de los personajes. El guerrero de la izquierda embraza el
escudo con la izquierda y avanza el brazo derecho –con el que sujeta la espada–
y su pierna izquierda, mientras que retira su tronco con una torsión de la
cadera intentando evitar el arma de su contrincante. Difícilmente se aprecian
los re s t o s de la cota de malla que protege su cabeza. Su oponente, que
embraza el escudo con su izquierda, avanza su pierna derecha. A la izquierda de
esta escena de combate, ocupando la cara sur y el ángulo del capitel, aparecen
representadas dos rapaces afrontadas de alas explayadas. Su identificación como
águilas no ofrece dudas en el caso de la izquierda. La derecha, sin embargo,
presenta una cola de reptil que se e n rosca sobre su ala izquierda, único
aspecto en el que difiere de su compañera. Sobre el lateral norte del capitel
se presenta un cuadrúpedo con sus cuartos traseros en tierra y la cabeza
erguida en la actitud vigilante propia de un cánido. La correa que rodea su
cuello parece apoyar esta interpretación, que no podemos precisar debido al
deterioro de la cabeza del animal. En el capitel norte del mismo haz, la usura
del relieve y la escasa claridad compositiva dificultan el análisis de su
iconografía, distinguiéndose con meridiana claridad un cuadrúpedo,
probablemente un felino, que devora a otro animal, quizá un équido, al que mantiene
bajo sus patas mientras le muerde en el cuello. El caballo se presenta con el
lomo en el suelo y alzando las patas. Sobre su flanco se advierte un objeto
rectangular que, si aceptamos la interpretación avanzada, podría corresponder a
un tapiz de m o n t a r, del tipo de los que presentan las monturas del capitel
vecino. En cuanto al animal atacante, destacar su largo cuello, su cráneo
aplastado y las poderosas fauces, abiertas mostrando unos afilados caninos que
clava en el lomo de su víctima.
En el capitel izquierdo del triple haz
septentrional, a la derecha de la ventana absidal, aparece representada sobre
fondo vegetal una sirena-pájaro de cola de reptil afrontada a un águila de alas
explayadas. La sirena-pájaro presenta rostro masculino, prominente nariz frente
estrecha y cabellos lisos que se rematan por un pequeño bucle a la altura de la
mandíbula. Luce el paño anudado al cuello cayendo en pliegues paralelos sobre
el pecho y su cuerpo se remata por una larga cola, troncada por una fractura del
capitel, que se incurva y pasa entre las patas del animal. Todo él aparece
recorrido por líneas ondulantes a modo de escamas. Sus alas, replegadas hacia
arriba, poseen una articulación del plumaje similar a la ya vista en los
ejemplos estudiados; sin embargo, estas alas no nacen del flanco sino que
surgen de una especie de triple anillo sobre las patas. El águila, por su
parte, presenta una fina decoración de plumaje en todo su cuerpo, las alas
replegadas hacia atrás y un anillo perlado que enmarca la parte superior de su
pata izquierda. Este motivo del anillo marcando la transición entre las patas y
el ala lo encontramos representado únicamente en los capiteles de este haz
septentrional, siendo común a otros edificios como Hormaza, Bercedo, etc.
El capitel central del haz muestra una
disposición de figuras semejante a la del tercero: en el frente se desarrolla
el combate de dos jinetes, el situado a la derecha ocupa la cara corta norte de
la cesta, mientras que en la sur aparece una sirena-pájaro, híbrido de rostro,
brazos y torso humano, alado, con patas y cola de ave y en el que la transición
entre sus dos naturalezas, que se produce a la altura de la cadera, se marca
por un doble anillo. Los cabellos retirados hacia atrás en una especie de media
melena, las profundas incisiones que delimitan los ojos y la boca, el rictus
expresivo, los brazos doblados apoyando las manos sobre el vientre y los
diminutos pechos apenas reconocibles nos permiten reconocer su naturaleza
femenina y el carácter expresivo de la representación, frente al hieratismo de
las arpías anteriormente descritas. El deterioro de la parte inferior del
capitel no permite determinar la forma de sus garras, que asemejan más a patas
de cuadrúpedo que a auténticas patas de ave. En el frente del capitel se
desarrolla el combate de dos jinetes. Ambas monturas presentan características
similares: larga cola trenzada, tapices de montar –decorados con incisiones de
trépano– que se atan con una doble cinta bajo el vientre del caballo, bridas que
ambos jinetes sujetan con la mano derecha y los cuartos delanteros avanzados,
actitud típica de la montura en el momento de consumarse el ataque. El
caballero de la izquierda sujeta la lanza y las bridas con la derecha mientras
que avanza ligeramente su torso y su pierna derecha, cuyo pie se instala
decididamente en el estribo, espoleando a su montura. Este jinete protege su
rostro con cota de malla y la cabeza con un yelmo semiesférico que sujeta bajo
su mentón. Con su brazo izquierdo parece embrazar un escudo con el que repele
la lanza de su oponente, el cual aparece con la cabeza descubierta y la melena
cayendo sobre su espalda, con un escudo de cometa en su izquierda, sobre el
cual viene a estrellarse el arma de su contrincante. Como él, combate con una
larga lanza, que sujeta con su derecha. En el capitel de columna sencilla,
ligeramente desplazado de su primitivo emplazamiento por la reciente
restauración, se representa un extraño cuadrúpedo de larga cola que pasa entre
sus cuartos traseros y vuelve sobre su lomo, cuyo largo cuello se remata por
una cabeza humana bicéfala, lo que le convierte en una especie de centauro.
Frente a él, en la otra cara, un grifo en posición heráldica alza su pata
derecha, que apoya sobre el lomo del centauro de doble rostro. La
representación del grifo responde a la iconografía tradicional de este híbrido:
cuadrúpedo alado de cuerpo de león, busto y garras de águila. Su cabeza
presenta grandes ojos globulosos, pico puntiagudo y barba bajo él, cejas
prominentes y plumaje cubriendo el lomo y la pechuga. Las alas, extendidas
hacia atrás, surgen de un anillo perlado que corona su pata visible.
Por último, corona la columna del codillo
septentrional del ábside un capitel que ha sido emplazado en la reciente
restauración. Su tamaño, desproporcionadamente pequeño en relación al diámetro
del fuste que corona, así como la forma en la que la parte esculpida se integra
en el sillar, nos hacen reconocer en él un capitel de ventana, que formaría
pareja con otro del mismo tipo conservado hoy en el depósito lapidario de la
iglesia. El que nos ocupa presenta una pareja de híbridos afrontados, con
cuerpo de rapaz y colas de reptil entrelazadas y articuladas en bandas
longitudinales con filas de ventosas.
Las sucesivas transformaciones y traumatismos
que han afectado al edificio supusieron la pérdida de buen número de los
modillones, sobre todo los correspondientes al muro septentrional de la nave y
tramo recto del ábside, eliminados con el añadido de la colateral gótica.
Asimismo, la ruina de 1988 significó el deterioro o desaparición de parte de
los del muro sur. Únicamente los canes que soportan la cornisa de la cabecera
han llegado hasta nosotros en buen estado de conservación. En total señalamos
un número de 22 piezas originales in situ, de las cuales sólo media docena
corresponden a la nave y antecuerpo de la portada. Seis se sitúan en el lienzo
sur del presbiterio y el resto coronan el tambor del ábside, a razón de tres en
las calles laterales y cuatro en la central. Sus dimensiones son 30 cm de
altura, misma profundidad y 20 cm de ancho. Salvo dos con decoración de rollos,
uno liso de tipo proa de nave y otro decorado con una ancha hoja de grueso
nervio central acogiendo un cogollo en su punta, el resto presenta prótomos de
animales, máscaras humanas masculinas y femeninas, algunas de rasgos grotescos
o demoníacos, así como un cuadrúpedo, especie de felino, que vuelve su cabeza
hacia el espectador.
Una placa esculpida, a modo de metopa, se
integra en la línea de canes del ábside; en ella, pese al desgaste del relieve,
observamos un personaje que alarga su brazo derecho hacia un arbusto cargado de
frutos que se alza frente a él. Es la única pieza de este tipo que conserva el
edificio y se ha hablado de una posible representación, mutilada, del Pecado
Original.
Un grupo de piezas procedentes de la iglesia
románica y desplazadas de su primitiva ubicación se conservan en el pequeño
depósito lapidario situado en la colateral. De entre ellas destaca el capitel
de ventana con la representación de Sansón desquijarando el león y tres hojas
lisas de nervio marcado con puntas dobladas y rizadas. Probablemente formaría
pareja –con el hoy desplazado a la cornisa absidal– en una de las ventanas
románicas abiertas en el presbiterio o nave, a la que también deben
corresponder los fustes lisos que se guardan en el mismo depósito lapidario,
así como los cimacios. Se conservan igualmente los dos fragmentos de uno de los
capiteles vegetales de la nave, decorado con carnosas hojas lisas de nervio
central, lanceolada la central y resueltas en caulículos las laterales. Dos
fragmentos de imposta ornada con cuatro filas de billetes, procedentes del
interior del presbiterio, así como dos cimacios decorados con tallos ondulados
y hojas rizadas, del mismo tipo de los que ornan la ventana absidal, engrosan
el conjunto, que se completa con un tercer cimacio, decorado con un friso de
acantos y palmetas, y cuatro modillones ornados con dos prótomos –de cáprido y
cánido–, un busto humano muy deteriorado y un acanto de nervio central calado
con puntos de trépano.
Pese a los peregrinos intentos de traducir los
motivos anteriormente descritos como eslabones de un estructurado mensaje de
contenido simbólico, ningún programa iconográfico coherente parece desprenderse
del estudio de la escultura del edificio. Bien al contrario, tenemos la
impresión de asistir a la representación de una serie de motivos y asociaciones
de figuras extraídas de un libro de modelos, dando lugar a imágenes
significantes en sí mismas y mediante asociaciones parciales, que se yuxtaponen
sin integrarse en un discurso lógico, destacando la recurrencia a las escenas
de combate, bien entre el hombre y bestias, bien entre jinetes, que tanto
pueden considerarse como símbolos de la lucha entre el vicio y la virtud como
meros ornamentos.
En lo estilístico, dos son las maneras
representadas en la escultura del edificio. A la primera de ellas se deben los
relieves de los capiteles de la nave, de la ventana meridional y portada así
como la intervención en la zona inferior de las arquivoltas y chambrana que las
circunda. El segundo estilo es el responsable del conjunto de capiteles y
modillones de la cabecera, así como de las figuras centrales de las arquivoltas
del portal y varias piezas sueltas conservadas en el interior del edificio. Pese
a sus muy distintos recursos y fuentes que los nutren, ambos alcanzan en el
portal meridional –la única zona donde coinciden– una cierta armonía estética,
sin agresiones que alteren en lo esencial la contemplación del conjunto. Por
otro lado, entre los dos talleres se establece un diálogo a nivel iconográfico
y estilístico que pone en contacto no ya sólo sus expresiones concretas
plasmadas en el edificio sino también las desarrolladas en otras obras con las
que, individualmente, guardan relación.
Desde esta perspectiva, la escultura de Soto de
Bureba se presenta como el punto de encuentro de dos tradiciones –mejor que “escuelas”–,
una local y en cierto modo anclada en la plástica que hunde sus raíces en los
inicios del siglo XII, y la segunda imbuida de los aires renovadores que
configuraron las últimas expresiones de la escultura románica hispana. De su
actividad en la iglesia ambos talleres, pero de modo particular el primero
citado, extrajeron una lección a la que dieron continuidad en Bercedo y Almendres.
La producción del taller local trasluce una
cierta pobreza de recursos técnicos del artista o artistas. En efecto, la
construcción de las figuras y la misma manera de afrontar su talla responde a
un concepto lineal que difícilmente consigue despegarse del dibujo que lo
generó. Esta carencia de afirmación del volumen está en el origen de ciertos
rasgos de su estilo, principalmente el predominio del bajo y medio relieve, que
llega a la talla en reserva en las jambas de la portada, la problemática
integración de las figuras en su marco –que supone ya su yuxtaposición con
respecto a éste, ya la incapacidad de surgir de él–, y la concepción frontal o
lateral de las figuras, sin considerar la posición en tres cuartos. En el caso
de superficies curvas como las de los capiteles el artista pegó las figuras al
cuerpo troncocónico de la cesta, sin aprovechar para integrarlas el sumario
fondo vegetal con el que las dota. Ello produce la sensación de caída, de
despegue del soporte en ciertos capiteles, sobre todo aquellos a los que
imprime un mayor volumen. Para crear la sensación de profundidad se acudió a
dos recursos arcaizantes: la colocación de un elemento, en nuestro caso un
cuarto trasero del animal, directamente sobre el astrágalo, y la elevación de
la otra pata siguiendo el principio de perspectiva en altura. Cuando se trata
de acometer representaciones de gran tamaño situadas en superficies ligeramente
cóncavas como la de las arquivoltas, el resultado son figuras ligadas al
cilindro en las que sólo las cabezas se liberan del soporte, con el
consiguiente aplastamiento de los miembros y su plena sumisión a la curva de
las dovelas. Intentando matizar esta sensación de planitud y animar la
monotonía de un cuerpo que oculta su articulación bajo los vestidos, el escultor
recurrió al dibujo en bajo relieve de detalles ornamentales sobre ellos y al
escalonamiento en planos horizontales, ondulantes o rectos, de las diferentes
piezas de la indumentaria. La sumaria definición de los rostros, de ojos
almendrados marcados por incisiones, y de la anatomía es suplida por un cierto
detallismo en el tratamiento de los cabellos y el recurso a estereotipos para
dotar de expresión a las figuras.
Frente a estos arcaísmos y deficiencias en lo
figurativo, este taller o artista se muestra mucho más hábil en la
representación de elementos meramente decorativos. Aquí el sentido caligráfico
de su escultura alcanza niveles remarcables y podríamos decir que la torpeza en
la obtención del volumen se transforma en destreza en el calado. Los entrelazos
y caprichos vegetales constituyen sin duda lo más representativo de su
repertorio: iniciales y entrelazos de la segunda arquivolta, decoración de
cimacios y chambrana, etc. Precisamente, la presencia de dos representaciones
de iniciales nos sitúa la fuente principal de inspiración del artista en el
arte de la miniatura, no sólo ya en cuanto a repertorio de motivos sino
reflejándose en el mismo esquematismo de sus figuras. A la decoración de
manuscritos se vinculan igualmente los motivos de fantasía vegetal que rematan
las colas de sus animales, algunas de sus composiciones y la decoración
inscrita en clípeos que decora el arc o de la puerta, presente en otros edificios
de la región como Almendres y Miñón. Los caracteres hasta este punto enunciados
ponen en relación a este maestro con una tradición figurativa presente en el
norte de Burgos y sur de Cantabria, que hunde sus raíces en los años centrales
del siglo XII, manifestándose principalmente en los valles de Manzanedo,
Valdivieso y Mena. A este respecto la decoración de San Pedro de Tejada se
presenta como un posible modelo para los entrelazos y el tipo de cestas. Una
relación directa liga la escultura de Soto que nos interesa con las port a d a
s de Almendres y Bercedo, pudiendo afirmarse que tal relación es de identidad
en el primero de los casos citados.
Una serie de rasgos estilísticos de las
figuraciones de este artista escapan, sin embargo, al referido ambiente local
del norte de la provincia. Así, mientras que el tratamiento del plumaje de las
arpías y dragón de Soto, concebido a modo de hojas lisas lanceoladas o
fusiformes con nervio central marcado es conocido en la región (Tejada,
Almendres, Bercedo), el trabajo de las plumas con líneas oblicuas y, sobre
todo, el motivo del entrelazo de la parte derecha de la segunda arquivolta
–posiblemente inspirado en Abajas– introducen la posibilidad de un contacto
estilístico entre las dos tradiciones que trabajan en el edificio. Un posible
eco de la decoración de este escultor lo encontramos en la portada de Miñón,
aunque se trata en cualquier caso de una relación iconográfica y compositiva.
El seco tratamiento de la escultura de Miñón se relaciona en un plano
estilístico más con el grupo de iglesias de la región de Villadiego (San
Lorenzo) y Escalada que con los valles del noroeste de Burgos.
Si el taller local ligaba su producción a una
corriente comarcal con raíces en la primera mitad del siglo XII, las
producciones del más rico estilo se incluyen, por su parte, en el estilo que
generará las realizaciones más características de la plástica castellana del
último tercio de la centuria. Las obras que podemos atribuir al segundo estilo
se integran en los capiteles de la cabecera, el conjunto de los modillones y
las figuras centrales de las arquivoltas. En todas ellas los artistas probaron
un dominio del volumen y una habilidad para integrar las figuras en sus
soportes en fuerte contraste con los anteriores, y ello tanto en las de mayor
tamaño de las arquivoltas como en los relieves que pueblan los capiteles. En
cuanto a las primeras, el análisis detenido de las representaciones de San Juan
Bautista y la Virgen nos revelará de manera precisa las habilidades y carencias
del escultor. La figura de San Juan presenta el torso ligeramente proyectado
hacia delante, siguiendo la curva del arco, la pierna izquierda avanzada y
levemente flexionada con el pie abierto hacia el interior de la arquivolta y la
pierna derecha retraída, firmemente asentada en el zócalo. El movimiento
interno de la figura se complementa con el gesto de los brazos, el izquierdo
avanzado y doblado en ángulo recto y el derecho proyectado diagonalmente,
señalando al Cordero, y la posición de la cabeza, ligeramente alzada. Si bien
los detalles anatómicos aparecen ocultos por el evidente grosor que se supone a
las vestiduras, el artista sacará partido del efecto rítmico de los plegados
para afirmar el volumen de la figura y, sobre todo, subrayar el sentido
ascendente predominante en la representación. Fijémonos en el segundo de los
aspectos señalados.
La posición de piernas abiertas, la izquierda
avanzada y la otra hacia atrás, se traduce en la creación de dos contornos, uno
tenso –sobre el muslo derecho– y el otro más relajado. Entre ambos corre una
gruesa y efectista banda de pliegues que parte sobre el pie derecho y, en un
movimiento diagonal ascendente, enmarca la rodilla izquierda. Dos pliegues en
tubo de órgano de marcadas aristas caen entre las piernas, verticalmente el
derecho y levemente ascendente el izquierdo, solidario con la banda antes citada.
Una similar disposición de plegados aparece en las vestimentas de algunos de
los apóstoles del friso palentino de Santiago de Carrión de los Condes. La
organización de los plegados en el torso reafirma la tendencia ascensional
citada, al mismo tiempo que delimita su proyección, no sin recurrir a ciertos
arcaísmos que dificultan una clara lectura de la indumentaria. El manto,
recogido en una ancha faja de pliegues arrugados, realiza el contorno del
abdomen, remonta sobre el hombro derecho para caer en una cascada de pliegues
tras la espalda. A la altura del pecho, de esta faja surge una más que
arbitraria banda de tela que vela sobre la muñeca el brazo de San Juan. Los
registros expresivos citados proporcionan a la figura del Bautista un marcado
movimiento de elevación y, de hecho, asistimos aquí a la ejecución de una serie
de recursos frecuentes en la iconografía de la Ascensión, utilizados por otro
lado en numerosos trabajos en marfil contemporáneos. El acusado volumen que se
imprime a los pliegues que delimitan las líneas de tensión de la figura se
complementa con otros en cuchara, dibujados en bajo relieve sobre las piernas y
el brazo derecho. Su ubicación en las zonas del vestido que enmarcan los
miembros refleja el abombamiento y la tensión que soporta el tejido. Siguiendo
el borde interior de estos pliegues se dispone una serie de pequeñas incisiones
triangulares. Este rasgo, que encontramos igualmente aplicado a todas las
representaciones humanas del artista, pone en relación su estilo con el de un amplio
número de obras del ámbito navarro-aragonés y castellano, como Santiago de
Agüero, San Juan de la Peña, Tudela, seo de Zaragoza, San Vicente de Almazán,
Santo Domingo, San Juan de Duero y San Nicolás en Soria, Ahedo del Butrón,
Gredilla de Sedano, Butrera, claustro de Silos, etc. El motivo parece tener su
origen en la escultura en marfil, donde su presencia se atestigua,
independientemente de las regiones y estilos, desde inicios del siglo XI y se
aplica igualmente, en escultura y eboraria, a las representaciones animales.
Uno de los rasgos más característicos de este
taller, en relación a las figuraciones humanas, lo constituye la valoración del
ángulo de visión del relieve y las correcciones que, en función de la
perspectiva, se aplican a los miembros. La figura de San Juan fue concebida
para presentar una visión de perfil-tres cuartos. Su contemplación frontal nos
revela toda la serie de desproporciones aplicadas por el escultor. Así, vemos
cómo la figura bascula hacia el extradós de la arquivolta, la cabeza aparece descentrada
en relación al nimbo, el brazo derecho arranca arbitrariamente del tórax
mientras que el izquierdo parece despegarse del tronco; el pie izquierdo
muestra una perspectiva inverosímil, los plisados de los pliegues pierden
volumen y se muestran aplastados, etc. La figura muestra su visión más grata en
tres cuartos, la posición normal de visión en una observación no lejana del
portal. Ópticamente las deformaciones se atenúan, la cabeza aparece
perfectamente centrada en el nimbo, el brazo izquierdo muestra una perspectiva
correcta y la valoración del volumen de los plegados alcanza su máximo nivel.
La figura de la Virgen presenta unas características similares en cuanto a
correcciones ópticas, con el brazo izquierdo pegado al costado, el antebrazo
formando ángulo de 45° respecto a él y la mano erguida mostrando la palma,
actitud únicamente valorable en una visión en tres cuartos. En la figura
observamos el mismo amaneramiento de plegados que en San Juan. Sin embargo,
aquí el corpiño se ciñe a la anatomía trasluciendo el ensanchamiento de las
caderas y la curva del abdomen. Sendos pliegues enmarcan las piernas, que aparecen
recorridas por otros en cuchara con las incisiones triangulares anteriormente
señaladas, con una disposición similar a la de la Virgen del tímpano de Ahedo
del Butrón. Una cascada de pliegues, delimitados por dos gruesos en tubo de
órgano, desciende del vientre entre las piernas, disposición que se repite en
la figurilla femenina de la tercera arquivolta.
A la derecha de la Virgen, tras su pierna, cae
un pliegue que remonta y se resuelve en un artificioso plisado.
Los rostros de las figuras, tanto humanas como
arpías, muestran una serie de rasgos comunes: cejas prominentes, ojos
almendrados y ligeramente globulosos con tratamiento del iris, dos profundas
arrugas enmarcando el labio superior y utilización del trépano en las fosas
nasales, orejas y comisuras de ojos y labios, junto a una cierta dificultad en
la caracterización del sexo femenino. Este tratamiento, excepción hecha del
último de los rasgos citados, pone en relación la obra del taller con la
escultura de la cabecera de San Juan de Ortega y con las portadas de Hormaza y
Abajas. En este último edificio encontramos, en la figura del espinario, el
mismo tratamiento duro y geométrico de la barba, a base de incisiones
paralelas, que vemos en la figura de San Juan. Otros detalles como el uso del
trépano marcando líneas de puntos y el perfil seco, casi metálico de los
pliegues, ligan esta figura a la escultura de Soto. El escultor se complace en
las deformaciones expresivas de los rostros, ya sea para traducir su carácter
grotesco, estático o beatífico. En general, el canon de sus figuras es
aceptable, algo achaparrado –seis cabezas– y manifiesta un cierto gusto por el
contraposto.
En las figuras de animales e híbridos, donde
acomete tanto representaciones de perfil como frontales demostrando un buen
dominio en el plano compositivo, el escultor da prueba de su gran creatividad y
de la riqueza de su repertorio, con un gusto por el detalle que llega al uso
del bajo relieve e incisiones para diferenciar texturas. Su minuciosidad queda
plasmada en el tratamiento del pelaje del cordero en alargados mechones
triangulares trabajados y dotados de volumen independientemente, así como en el
diseño del plumaje. La máxima calidad se alcanza en los capiteles externos de
la ventana absidal, donde, frente a la subordinación del relieve a la cesta que
mostraba el otro escultor, aquí únicamente es visible el ábaco con cuernos y
ello para subrayar una compartimentación entre las figuras. En el derecho la
pareja de arpías puebla la superficie del capitel, integrándose en su volumen
gracias al constante recurso al calado y sus efectos de claroscuro y, en un
plano compositivo, al arabesco del remate vegetal de sus colas. Este taller
utiliza la decoración vegetal –crochets, tallos y hojas dobladas y caladas– con
una función integradora y delimitadora de las figuras en su marco, salvo en la
tercera arquivolta de la portada, donde –como en Moradillo de Sedano– concede
protagonismo exclusivo a los acantos. En el capitel izquierdo de la ventana
absidal, el tallo que surge en la arista, rematándose en un cogollo bajo el
cuerno del ábaco, actúa como eje de simetría y, al mismo tiempo, sirve para
integrar ambas figuras en un conjunto unitario a través de las dos ramas que
brotan del t ro n c o común y pasan entre las alas y el cuerpo de los dragones.
El mismo recurso lo encontramos en sendos capiteles de Ahedo del Butrón, en
otro del claustro de Silos, en Hormaza, Hermosilla y otros numerosos ejemplos,
aunque en los dos primeros monumentos citados el esquema se barroquiza y pierde
claridad compositiva. Insistimos en este aspecto porque, por lo que respecta a
la disposición de elementos en los capiteles, los de Soto mantienen una
sobriedad que los acerca más a los ejemplos de Abajas y Hormaza que a los
silenses.
Una serie de rasgos característicos en las
representaciones animales retendrá nuestra atención y nos llevará a precisar
más concretamente las afinidades estilísticas del taller. El uso del trépano en
las comisuras de labios y orejas, creando líneas de puntos en las sillas de los
caballos, aplicado a las capuchas, tallos y ventosas del basilisco de la
portada, si bien es recurso utilizado entre otros en el claustro de San Pedro
de Soria, en Moradillo de Sedano, etc. sitúa a nuestro escultor en contacto directo
con las portadas de Abajas y Hormaza, reforzando los vínculos iconográficos y
estilísticos hasta aquí señalados. Ello es particularmente evidente en el caso
de Hormaza. El edificio, situado en la zona central de Burgos, a 26 km al oeste
de la capital, presenta en la decoración de su portada dos estilos bien
diferenciados, siendo el que nos interesa el responsable de los capiteles de
las jambas y parte de las figuras de las arquivoltas. El escultor principal
parece haberse formado en Abajas, como da prueba la repetición de un cierto
número de motivos, apenas sin variaciones en ambas portadas y el mismo
tratamiento del relieve. Si esta relación con Abajas es evidente, sus analogías
con la producción del mejor taller de Soto nos hacen pensar en la participación
de un mismo equipo de escultores en ambos edificios. Tal identidad es
plenamente visible entre los capiteles de Hormaza y los de la ventana absidal
de Soto, así como entre algunas cabezas de la arquivolta y los modillones de
nuestro templo y las figuras de Sansón desquijarando al león de ambos
edificios. El mismo tratamiento de las colas y sillas de los caballos se
constata en Soto, Abajas y Hormaza, el diseño del plumaje partiendo de un
anillo perlado es el mismo, así como los detalles de las coronas y paños de las
arpías, el tipo de hojas trilobuladas, crochets y hojas dobladas y caladas y la
decoración de líneas de puntos de trépano en el nervio central de los acantos y
acantos y palmetas en los cimacios son detalles suficientemente significativos
como para elevar la relación entre ambos edificios a nivel de identidad de
talleres.
Castil de Lences
Al pie del páramo, en los inicios de la tierra
llana, recostado y recogido de los aires fríos del cierzo, se encuentra Castil
de Lences, cercana y nacida al abrigo de un viejo castro. Alejada de las
grandes vías de comunicación nos aproximamos a ella desde Poza y Abajas o,
viniendo de Burgos, por la carretera que conduce a la villa pozana.
La localidad aparece vinculada desde mediados
del siglo X al alfoz de Poza, cuya fortaleza será siempre el punto de
referencia jurisdiccional. La primera vez que aparece el nombre del lugar es en
el documento dotacional de San Salvador de Oña del año 1011 donde figura como “Castriello
de Lençes”. En el lugar tuvieron algunas posesiones los monasterios de Oña,
San Millán de la Cogolla y, ya a finales del siglo XII, el cisterciense de
Rioseco, el cual adquirió una heredad en 1213 por permuta con don Diego López
de Haro, otra por compra en 1226, un molino en 1249, etc. La fundación del
monasterio de monjas clarisas de Castil data del siglo XIII y al mismo estará
en alguna medida vinculada parte de la jurisdicción de la villa, que se incluye
dentro de la merindad de La Bureba como un lugar solariego.
Iglesia de Santa María
Los únicos restos románicos los encontramos en
la iglesia parroquial de Santa María de la que no encontramos documentación
alguna y únicamente los restos arqueológicos nos informan de su existencia ya
en el siglo XII.
Es un templo de una sola nave rematada en
capilla absidal semicircular, es decir, la habitual en muchos de los templos de
esta escuela, guardando grandes relaciones formales con la iglesia de Carcedo.
Sobre el muro occidental se levanta la espadaña que consta de tres cuerpos,
ciego el primero y con doble vano en los restantes. En el muro norte aún se
pueden apreciar los contrafuertes que recorren toda la nave, ocultos en el
meridional por los añadidos posteriores. Los muros son de sillería en piedra
toba. Se cubre la nave con bóveda de medio cañón articulada en tres tramos
mediante dos arcos fajones doblados que apean en haces de tres columnas.
Longitudinalmente se ve recorrido por arcos ciegos que animan y adelgazan el
muro, de similares características de los que podemos ver en Carcedo,
Quintanarruz y Valdearnedo.
Ábside
El ábside consta de presbiterio y capilla
absidal semicircular unidos mediante un codillo, esta última compartimentada al
exterior en tres paños por dos columnas entregas, cuyos capiteles se ornan con
hojas lisas con cogollos en sus puntas el septentrional y dos parejas de
águilas pareadas y afrontadas en los ángulos dos a dos cuyos cuerpos describen
elegantes ondulaciones. Cada lienzo tiene su correspondiente vano aunque sólo
el central se perfora con luz de aspillera, actualmente cegada. Las ventanas no
poseen columnas ni capiteles pero sí un guardapolvo que se continúa por el muro
a modo de cenefa decorativa en sentido horizontal. Un elemento interesante de
estas ventanas son los tres arquillos de medio punto que decoran su tímpano y
que, tal y como veremos más adelante, aparecen también en varios templos más.
Muy distinta es la ventana del muro oeste, con una arquivolta apeada en
columnas.
La portada se abre en el tramo central del muro
sur, enmarcada por dos contrafuertes, y no se puede apreciar en sus justas
proporciones pues la protege un pórtico. Presenta un aspecto muy abocinado, con
guardapolvo y seis arquivoltas de medio punto, aunque en las jambas alternan
columnas y secciones prismáticas por lo que el número de capiteles de cada una
es cuatro y no seis.
Coronan los muros de la nave y cabecera, bajo
cornisa de simple nacela o dos hileras de billetes, una rica serie de
canecillos, donde junto a los simplemente lisos vemos otros con pencas y
acantos, hojas dobladas, dos piñas a ambos lados de una flor, tallos
entrelazados rematados en hojas superpuestas, un florón de abultado botón
central, aves de cuellos entrelazados, dos elegantes aves similares a la del
capitel de la columna exterior del tambor absidal, leones, etc. Destacamos de
esta serie los tres bustos humanos que aparecen juntos en la zona meridional
del hemiciclo, dos masculinos y barbados y el central femenino.
La ventana abierta en el hastial occidental,
bajo la moderna espadaña, decora su guardapolvo con un ajedrezado y el arco con
hojitas tetrapétalas, reposando éste en sendas columnas acodilladas cuyos
toscos capiteles se decoran con una pareja de aves afrontadas y una hoja de
acanto dividida en cinco.
Portada
La portada es uno de los elementos principales
del edificio. Consta de arco baquetonado y seis arquivoltas, rodeadas por
guardapolvo con puntas de diamante. De las arquivoltas, sólo la segunda,
tercera y cuarta llevan decoración, recibiendo el resto boceles más o menos
gruesos.
En la segunda y la cuarta vemos un bocel ornado
con hojas duramente labradas a bisel, de estructura más bien triangular, que se
van ensamblando unas con otras, más carnosas y de tamaño algo más grande en la
segunda. La tercera presenta una serie de hojas de acanto radialmente
dispuestas que acaban sustentando un fruto. Los ocho capiteles que las
sustentan presentan variaciones sobre la hoja de acanto, todas ellas muy
estilizadas con un cuidadoso estudio de su entramado.
Los capiteles del interior son en realidad
triples puesto que, al ser el arco fajón doblado, descansa sobre triple
columna. En el más decorado, el capitel central –con tres caras esculpidas–
presenta motivos diferentes en cada cara: la frontal la ocupa un ángel de pie
desplegando sus alas de gran tamaño; la cara izquierda la ocupa un águila que
camina hacia el ángulo donde pica un objeto imposible de reconocer y en el
ángulo derecho un busto humano en actitud solemne; en la cara izquierda vemos
otro ángel similar al de la cara frontal. El capitel lateral izquierdo presenta
unas sencillas hojas de acanto y su compañero del otro lado tiene la decoración
prácticamente perdida. Los restantes cinco capiteles prácticamente repiten los
mismos temas: hojas de acanto completamente lisas que ocupan toda la base de la
cesta y se dividen en tres o más partes para acabar sustentando un fruto.
La ventana del muro norte del presbiterio
tapiada y probablemente ornamental como la de Abajas, muestra toscos capiteles,
uno con hojas de tratamiento espinoso y otro con una sirena abriendo en dos su
cola de pez sobre un fondo de volutas. Cierra el vano un tímpano exornado por
una cenefa ondulante y con una roseta calada inscrita en un clípeo con banda de
contario en su centro. El arco decoraba su nacela con puntas de diamante
rasuradas.
A pesar del elevado número de canecillos que
este templo posee, la portada y los seis capiteles del interior, la
ornamentación escultórica presenta muy poca variedad.
Hay un predominio claro de la temática vegetal,
presente en la mayoría de los capiteles, en muchos canecillos y prácticamente
en toda la portada. Las formas vegetales son por lo general muy simples
–únicamente en las arquivoltas de la portada las hojas se complican algo más–
de superficie lisa y con sus bordes claramente definidos por una labra a bisel
dura. No obstante, el escultor traza surcos limpios y seguros y sus motivos
vegetales, aunque sencillos, no están carentes de plasticidad.
En las hojas de los capiteles de la portada la
técnica que impera es la del modelado por facetas, con transiciones suaves de
unos planos a otros, sin bruscos contrastes lumínicos. A pesar del grado de
deterioro de estos capiteles, está claro que están labrados por una mano
diferente a los motivos vegetales del ábside y a los capiteles del interior;
posiblemente los labre el director del taller que trabaja en este templo.
Respecto a la temática animal, es mucho menos abundante que la vegetal, aunque
hay algunas cosas interesantes. Por ejemplo, el capitel de columna entrega del
ábside con aves afrontadas están realizadas con una labra dura pero muy
cuidada.
Atendiendo a las características de su
decoración escultórica, en el templo de Castil de Lences se ven dos manos
claramente diferenciadas: por un lado los canecillos y capiteles del ábside y
del interior, y por otro la portada. Los primeros, junto con ciertos elementos
arquitectónicos como las arcadas ciegas con las que se refuerzan internamente
los distintos tramos de los muros norte y sur, relacionan este templo con otros
como Escóbados de Abajo y Carcedo de Bureba. La estructura exterior del ábside
y el tipo de ventanas que en él se emplean son iguales a lo que podemos ver en
Abajas. Respecto a la portada, guarda una estrecha relación con la de Escalada,
Madrigal del Monte y algo menos con la de Lences.
Las formas constructivas de este templo
presentan una notable calidad a tono con lo que es habitual en muchas de las
construcciones de esta zona. Es particularmente interesante la forma de
articular los muros del interior en donde se siguen unas pautas que parecen
propias de un taller. Otro de los hechos notables lo vemos en el ábside, que
presenta una estructura muy esbelta y una articulación en donde una vez más se
ven las pautas del taller o escuela de algunas de las cuadrillas y maestros que
trabajaron en esta tierra. Este ábside, el Abajas y el de Quintanarruz parecen
obra de un mismo taller. Es muy probable que otros que han desaparecido como el
de Tobes y Rahedo tuvieran similares características.
En una capilla lateral del muro norte de la
nave se conserva un curioso ejemplar de pila bautismal románica, de copa
cuadrada y frentes ornados con simples arquillos dobles y otro central imitando
una fuente o puerta, simplemente incisos. Pilas cuadradas las encontramos
también en Castrovido y Valluércanes, siendo las dimensiones de ésta 81 cm de
lado × 74 cm de altura.
Nos parece un templo en el que tanto las trazas
constructivas como la decoración de los capiteles del interior y ábside hablan
un lenguaje de mediados del siglo XII. La portada parece obra de otro taller y
fechable en la segunda mitad de la centuria.
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