Románico
en la Bureba
Valdazo
de Bureba
La
población de Valdazo está situada a 5 km al sur de Briviesca, en la ladera de
un pequeño valle trazado por el arroyo del mismo nombre. El lugar bien merece
una visita, no sólo para contemplar su interesante iglesia románica, que luego
analizaremos, sino también la arquitectura tradicional de sus casas, apiñadas
éstas a lo largo de cortas pero empinadas calles.
Pocos
son los datos conocidos sobre su pasado medieval. Sabemos que dependió del
alfoz de Briviesca, al que ya pertenecía seguramente en 1078, cuando García
Fortuniones y su hermana Strocia ofrecieron a San Millán de la Cogolla las
heredades que tenían en esta zona, incluida una divisa en Balde Azu.
Posteriormente
pasó a formar parte del dominio monástico de Las Huelgas de Burgos que adquirió
en este lugar varias propiedades. Así, en 1218, García Pérez de Palenzuela
vendió a la abadesa doña Sancha una hacienda por 500 maravedís y al año
siguiente el rey Fernando III concedió la exención de portazgo a los vasallos
que el citado monasterio tenía allí. En 1229 la misma abadesa acordó con don
Martín de Briviesca y su esposa doña Toda la compra efectiva de una heredad que
éstos tenían en Valdazo y por la que ya habían recibido 120 maravedís en
concepto de usufructo y derecho de compra.
Además
de la actual iglesia hubo otro templo parroquial y dos ermitas (San Miguel y
Santa Eulalia) que debieron de desaparecer a lo largo del siglo XVIII o en la
primera mitad del XIX.
Iglesia de San Pelayo
Aunque
a primera vista la iglesia de San Pelayo ofrece una imagen acorde con la del
resto de edificaciones románicas de la zona, un análisis más detallado de su
fábrica permite apreciar alguna particularidad arquitectónica que hacen de ella
un ejemplo singular dentro del románico burebano. De este modo, a la estructura
habitual de nave única y cabecera semicircular se añade en este caso una
esbelta torre que coincide con el tramo más oriental de la nave provocando una
curiosa e irregular articulación de los muros y de los espacios que más
adelante tendremos ocasión de analizar.
El
ábside sigue un esquema muy parecido al de otras iglesias de la comarca.
Levantado
sobre un señalado zócalo, se articula en tres paños por medio de dos haces de
triple columna, como en otras iglesias burgalesas (Boada de Villadiego,
Revillalcón, Los Barrios, Nava de Bureba y Soto de Bureba) y aragoneses (San
Miguel de Daroca y Santiago de Agüero). Los capiteles son de rudimentaria
factura y se decoran con hojas de marcados nervios entre las que se intercala a
veces una figura humana de rasgos muy sumarios. Uno de estos capiteles muestra
una enigmática escena protagonizada por un personaje y dos seres fantásticos o
leones que con sus patas delanteras le tapan la boca. En el paño central se
abre una ventana formada por una aspillera cegada, un arco apuntado, una
chambrana de puntas de diamante y dos columnillas con capiteles de tipo
vegetal, similares a los anteriormente descritos. Los muros se rematan con una
cornisa biselada soportada por una colección de toscos canecillos decorados con
rollos, cabe zas antropomorfas y zoomorfas, figuras sedentes en actitud obscena
y un barril.
Abrazando
a todo el tambor absidal corre una imposta de doble nacela que se extiende
también por el presbiterio y el muro sur de la nave, enlazando directamente con
los cimacios de la portada que se abre en ese lado. Ésta se compone de un arco
liso de medio punto y seis arquivoltas adornadas con boceles, mediascañas,
puntas de diamante, botones florales y pequeñas bandas de zigzag. Apoyan sobre
tres pares de columnas colocadas entre jambas que decoran su arista con una
moldura de bocel. Los capiteles, de tosca ejecución y talla poco depurada,
exhiben motivos vegetales muy esquemáticos y geometrizados, salvo uno que
muestra a dos cuadrúpedos que comparten una misma cabeza.
A
la derecha de la portada, coincidiendo con una de las capillas abiertas en el
primer tramo de la nave (hoy baptisterio), se abre una ventana formada por una
aspillera casi cegada, un arco de medio punto y una chambrana de puntas de
diamante. Presenta también un tímpano liso en el que se grabaron tres
semicírculos incisos, similares en su disposición a los que aparecen en otros
edificios burgaleses (Abajas, Ahedo del Butrón, Castil de Lences, Escóbados de
Abajo y Hermosilla) y sorianos (Santo Domingo y San Nicolás, en la capital).
Sobre
el primer tramo de la nave se eleva una torre de tres cuerpos que constituye la
verdadera seña de identidad del edificio. Pérez Carmona apuntó la posibilidad
de que fuera anterior al resto del templo, cuestión que ha sido mantenida luego
por otros autores, más como argumento de autoridad que otra cosa.
El
primer cuerpo está perforado en sus cuatro lados por medio de arcos de medio
punto que alojan a su vez otros ajimezados, soportados por rechonchas columnas
cuyos capiteles se decoran con motivos figurados y geométricos, de talla muy
plana: un cuadrúpedo, un personaje con los brazos en alto, triángulos
contrapuestos por el vértice y semicírculos incisos. Su estilo parece diferente
al de los otros capiteles del edificio, si bien los semicírculos concéntricos
presentan idéntica factura que los del tímpano de la ventana meridional por lo
que debemos pensar en una misma secuencia cronológica para ambas partes.
Los
dos cuerpos superiores podrían obedecer a un segundo plan pues la torre así
concebida no guarda pro porción con la altura inicial de la iglesia,
observándose además una tonalidad diferente de la piedra, aunque este
particular puede ser indicio simplemente de un cambio en la procedencia del
material. Separado por una imposta biselada se levanta el segundo cuerpo, con
simples arcos de medio punto y una bóveda esquifada que descansa sobre dos
nervios cruzados apoyados en cuatro ménsulas. Encima, visible sólo desde el
exterior, se levanta un tercer nivel de menor altura, separado por una imposta
en talud y perforado por cuatro saeteras.
En
el interior, la cabecera se cubre con bóveda de horno en el ábside y de cañón
apuntado en el presbiterio, arrancando en ambos casos de una imposta biselada
que se extiende también por la nave. El arco triunfal, apuntado y de triple
rosca, descansa sobre una pareja de columnas rematadas en capiteles ornados con
un personaje flanqueado por dos fieros leones, una escena que se repite con
ligeros matices en uno de los capiteles del exterior y en la que algunos han
querido ver una representación de Daniel en el foso de los leones. La nave, por
su parte, se compartimenta en tres tramos cubiertos con bóveda de cañón
separados por dos arcos fajones que apean sobre columnas provistas de basas con
lengüetas y pequeños dientes de sierra. Los capiteles se decoran con hojas
planas rematadas en volutas y otras de nervios marcados entre las que se
intercalan figuras humanas.
El
primer tramo es el que mayor interés suscita debido a su anómala estructura,
provocada por la disposición sobre él de la torre. Presenta cuatro pilastrones
que soportan dos potentes arcos apuntados –más estrechos y de menor altura que
los fajones–, creando un angosto espacio que rompe la visual de la nave. Dos
impostas recorren estos soportes, una de tacos y otra con perfil de doble
nacela, idéntica a la que aparece en el exterior del edificio.
A
ambos lados de este tramo hay dos pequeñas capillas de descarga que en origen
se abrían a la nave a través de un gran arco cuyas jambas descansaban sobre
ménsulas, una de ellas decorada con un león recostado. Hacia finales del siglo
XIII o principios del XIV se cegaron estos arcos y se reformaron las estancias.
La del lado del evangelio alberga en su interior la antigua escalera de caracol
–ya inutilizada– y un habitáculo de menor altura cubierto con bóveda de
crucería. La capilla de la epístola se compartimentó en dos alturas, en la de
abajo, también con bóveda de crucería, se instaló la pila bautismal, mientras
que la superior quedó convertida en una cámara accesible sólo por un arco
apuntado al que se subía por una escalera de mano.
La
fábrica medieval se completó con la construcción de un pórtico gótico en el
lado sur formado por tres tramos cubiertos con bóvedas de crucería y una
sacristía en el lado norte que comunicaba a través de un arco, hoy cegado, con
una dependencia derruida de la que aún se conserva parte de sus muros y dos
aspilleras. Estos añadidos obligaron al recrecimiento del muro y tejado de la
cabecera que llegó hasta la base de las columnas del primer cuerpo de la torre.
En
mi opinión la iglesia de Valdazo obedece a un sencillo plan de nave única y
cabecera semicircular al que se intentó dotar de una torre elevada sobre el
primer tramo de la nave, al modo de otros templos de la provincia, como San
Pedro de Tejada, El Almiñé, Valdenoceda y Monasterio de Rodilla. Sin embargo,
el resultado final fue poco afortunado, pues no supieron resolver con acierto
los problemas estructurales que tal solución planteaba. En cualquier caso, las
características constructivas y decorativas del edificio apuntan hacia una
cronología cercana a los inicios del siglo XIII.
Los Barrios de Bureba
La
localidad de Los Barrios de Bureba se sitúa a unos 13 km al norte de Briviesca,
accediéndose desde la capital burebana por la carretera que nos lleva hasta las
villas Cornudilla y Oña.
Son
escasos los documentos escritos que encontramos sobre Los Barrios, localidad
perteneciente al alfoz de Poza de la Sal. La más antigua cita aparece recogida
en un documento del Cartulario de San Salvador de Oña, fechado en 1102, que
alude a varias donaciones realiza das por doña Mayor y doña Anderquina al
citado monasterio en varias localidades, entre ellas en la que nos ocupa (En
nos Barrios quantum ibi hacemus et sua ecclesia). Probablemente a nuestra
localidad se refiera el documento del Cartulario de Oña de 1194 por el que
Rodrigo Pérez de Briviesca cede al abad oniense Pedro, entre otros bienes unam
terram in Barrio de Sant Facundo, que scilicet terra est iuxta terram de
helemosinaria qui est iusta fontem.
Un
Pero Ortiz de los Varrios aparece como testigo de un documento de 1277
por el que el merino real de Bureba y Rioja, Roy Fernández, reconoce la
propiedad del heredamiento de Villaverde por el monasterio de Oña frente a las
pretensiones de doña Toda Ortiz.
Posteriormente,
la localidad pasó a depender del monasterio de Santa María la Real de Vileña,
quien entregó el usufructo del coto redondo para su explotación a diferentes
colonos, hasta que en época moderna los derechos recayeron en los propios
habitantes.
Ermita de San Facundo
La
ermita de San Facundo se encuentra alejada del pueblo, siguiendo la carretera
unos 800 m en dirección a Oña. Emplazada sobre un pequeño montículo, en la
actualidad no queda más que la cabecera de lo que fue en otro tiempo la iglesia
de una aldea –el “barrio de San Facundo”– hoy desaparecida.
El
pequeño templo se levanta en una magnífica sillería, a excepción del muro
moderno que cierra la iglesia por el lado oeste.
Al
exterior, el ábside se compone de presbiterio recto y el ábside semicircular,
además de la espadaña con remate a piñón y dos pisos cobijando dos troneras
cada uno, más un tercero donde se aloja el campanil. Se levanta a la altura del
arco triunfal reforzándose el muro con dos contrafuertes dobles que recogen los
empujes. A continuación aparece el tramo recto del presbiterio, en cuyo lado
sur se abre una aspillera enmarcada en un arco de medio punto con dos boceles
que descansan en una pareja de columnas acodilladas.
La
columna de la derecha presenta un capitel con una esquemática figura zoomorfa,
cuerpo de ave con las alas explayadas que culminan en una voluta, y cabeza
humana. En el lado contrario, el capitel se adorna con tres sencillas hojas que
se coronan en tres piñas. El cimacio en ambos capiteles es de dos mediascañas.
El
ábside, retranqueado respecto al presbiterio, divide su tambor en tres paños
mediante dos haces de triples columnas adosadas, el doble de ancha la central,
cuyos capiteles alcanzan la cornisa. La columna más meridional se corona con un
capitel en el que se representa una figura masculina con las manos unidas a la
altura del pecho y escoltada por dos cuadrúpedos, representación quizá de
Daniel en el foso de los leones. El capitel de la columna de la izquierda se
adorna con tres personajes ataviados con largas túnicas, una con la mano en el
pecho y otra con una mano en la cintura. Mientras, en la columna de la derecha
aparece un personaje cuyos brazos extendidos parecen convertirse en estrechas
alas.
En
el haz de columnas del lado norte, la columna central posee un capitel muy
deteriorado, prácticamente liso, en el que sólo en las esquinas se adivinan una
especie de volutas. A su izquierda aparece un capitel con tres hojas lisas, la
central con voluta superior, y en el capitel de la derecha una hoja gruesa
central entre dos de menor tamaño. En el eje del ábside se abrió una aspillera
bajo un arco de medio punto abocelado que descansa en dos columnas. Los
capiteles se adornan con sencillos motivos vegetales, de tres grandes hojas
lisas que terminan en una piña y entre ellas tres finas hojas. También en esta
calle central del ábside y bajo la ventana, aparece una inscripción, de difícil
lectura actual mente debido a su irremisible erosión. Según Luciano Huidobro,
quien dio a conocer el edificio, el texto completo decía: SVB [ERA
MCC]XVIIII ESSE CEPITIS DE[O] GRA(tia)S (empezaste a ser edificada en la
era 1219 gracias a Dios). Sospechamos que el texto era más extenso. El ábside
está recorrido por dos impostas de mediacaña, una a la altura de la base de la
ventana, y la otra a la altura de los cimacios de los capiteles de las ventanas.
Coronando
la cabecera y sustentando la cornisa se encuentra la línea de canecillos en la
que predominan los motivos de cabezas humanas y de animales.
Empezando
por el lado sur, en el presbiterio aparece una cabeza humana, un prótomo de
animal, tres rollos, un barril o cuba y otra cabeza humana. A continuación ya
en el tramo semicircular continúan los canes con otra cabeza humana, un
personaje con un barril, y un prótomo de cerdo.
En
el tramo central aparece de nuevo una cabeza humana de gruesos labios, un
prótomo de bóvido y un conejo. En el tercer tramo se representan otro bóvido,
un torso humano y un canecillo de nacelas superpuestas.
Por
último en el tramo norte del presbiterio se representan dos canes de nacela con
cabezas de clavo, otro de nacela con rectángulo inscrito y dos bustos humanos.
Al
interior del templo se accede a través del moderno muro que cierra la cabecera
a la altura del triunfal. Una vez dentro lo primero que observamos es el arco
de triunfo apuntado y doble, que se apoya en dos fuertes columnas.
En
la columna del evangelio, su capitel aparece decorado con un cuadrúpedo que
ocupa casi todo el frente, apoyado directamente sobre el collarino y, a su
lado, incrustado en el muro de cierre de la iglesia, asoma un personaje barbado
que sustenta un irreconocible objeto en sus manos.
En
la columna de la epístola, de nuevo en el capitel aparece un cuadrúpedo,
especie de león, acompañado en este caso por dos personajes de pie junto al
animal. El tramo del presbiterio se cubre con una bóveda de cañón apuntada. En
el lado sur se abre una interesante ventana con arco polilobulado –al estilo de
los de Navas de Bureba y otros ejemplos riojanos– que apoya en dos columnas
cuyos capiteles repiten los motivos ya representados en el exterior de la misma
ventana: en el capitel de la izquierda, apa rece un personaje con estrechas
alas explayadas, y en el de la derecha tres hojas lisas con una piña rematando
la parte superior. Seguidamente se encuentra el ábside semicircular, algo menos
elevado que el presbiterio y cubierto por una bóveda de horno. En el eje
central se abre la ventana, con arco trilobulado que descansa en dos sencillas
columnas de capiteles con motivos vegetales. Dos impostas de medias cañas
recorren todo el interior templo, una a la altura del alféizar de las ventanas
y otra a la altura de los cimacios de sus capiteles.
En
el muro norte del presbiterio vemos una inscripción que hoy se lee con mucha
dificultad. Huidobro creía leer:
IN HOC ALTARE SETR (servantur) RELIQUIE FONTINE IN
VERENATIONE ET EORUM QUORUM NOIA (nomina) SCRIPTA VIDENTUR,
que
traducía como, “En este altar se guardan las reliquias de Santa Fontina en
veneración y la de aquellos cuyos nombres se ven escritos”. Por nuestra parte,
nos parece meridianamente clara la transcripción como:
IN HOC ALTARE S(an)C(t)OR(um) [R]ELIQVIE CONTINENTUR
QVORV(m) NO(m)I(n)A SCRIPTA VIDENTVR,
es
decir, “En este altar están contenidas las reliquias de aquellos santos
cuyos nombres se ven escritos”.
Cronológicamente
el inicio de la obra de la ermita de San Facundo aparece marcado
epigráficamente en el año 1181, en consonancia con el grupo de edificios con
los que se relaciona, sobre todo los cercanos de Navas y Soto de Bureba.
Pino de Bureba
La
pequeña localidad de Pino, perteneciente al alfoz de Poza y a orillas del río
Oca, se encuentra ubicada a unos 60 km de Burgos, en el extremo noroccidental
de La Bureba. Desde la capital podemos acceder bien desde Briviesca,
dirigiéndonos luego en dirección a Oña por la N-232 o bien por la carretera de
Poza hasta Cornudilla, de donde dista Pino unos 3 km.
Por
su proximidad a la villa de Oña, entró de lleno el dominio del gran monasterio
benedictino, encontrando así la primera constancia documental en la carta
fundacional de dicho monasterio de San Salvador por los condes de Castilla el
12 de febrero de 1011. En las diversas versiones de este documento, analizado
por Zabalza, se cita entre su dotación, bien villa Pino, cum integritate, bien Uilla
Pinu cum ecclesia Sancti Martini et Sancti Saturnini, et cum suis adquisitio
nibus, ab omni integritate, de lo que se infiere la existencia de dos
iglesias diferenciadas. Una de ellas era prioral, pues Juan del Álamo,
siguiendo a Argáiz, refiere la donación de una heredad efectuada en 1012 por un
vecino de Cornudilla siendo abad de Oña don Juan y prior de Pino don Cristóbal.
Aparece nuevamente citado Pinum cum suis pertinenciis en las
confirmaciones de 1148 y 1163 de las bulas anteriores por Eugenio III y
Alejandro III, así como en la obligación de rendir a Oña los tributos (singulos
excusatus ad fabricationem alt[…] atque edificiorum, sub tali siqui dem pacto
et libertate damus illos excusatos) que se derivaban de la autorización a
poblar varias villas–entre ellas Pino– a la que se refiere un documento de
1153.
Alfonso
VIII, en documento expedido en Burgos el 23 de julio de 1190 por el que
incorporó al patrimonio oniense las villas de Pineda y Hontomín, dispuso que
quedasen exentas de todo gravamen las propiedades de San Salvador, entre ellas
Pino et Castellanos. El 17 de septiembre del mismo año se benefició Pino de los
fueros dados a los vasallos de Oña (omnibus collaciis Honie) por el abad
Pedro II, actuando como testigo del documento De Pino: Iohannes Iaguez,
y recibieron nuevos privilegios del abad Pedro III en 1218 los clérigos y
vecinos de Pino, junto a los de Cornudilla, Piérnigas, Terminón y otros
lugares. En 1220, dos vecinos de la localidad, Pedro Pérez y su mujer María
Pérez, fundaron dos aniversarios en Oña y donaron al monasterio nos tras
domos quas habemus in Onia, et illam hereditatem quam habemus in Pino,
entre ellas una tierra en “las Quintanas”, otra en “la Torre”, una más en “la
Redonda”, etc.
En
mayo de 1231, Fernando III prohibió a los vecinos de Pino y otras villas que
señala, todas del entorno de Oña, que se abstuvieran de vender ni empeñar
heredad ninguna “a omme del conceio de Onna”, so pena de perder dicha
heredad y pechar 100 maravedís.
Aunque
poco sabemos del devenir del priorato antes señalado, éste se mantenía a media
dos del siglo XIII, pues aparece como testigo de Pino un Domingo Perez el
abbat, en una carta de venta a Oña de cierta heredad en Terminón fechada en
1264. En la pesquisa de los comisionados papales sobre los bienes de Oña, de
hacia 1209, se refiere Pino entre los lugares donde el monasterio recibía las
procuraciones (illi clerici qui erant circa Pino dabant procurationem in
Pino, et istud recolit a XXXVIII annis retro), junto a Cillaperlata, San
Pedro de Tejada y el propio San Salvador de Oña.
Iglesia de San Martín Obispo
A
unos 50 m al este del caserío de Pino se emplaza la iglesia parroquial, aún hoy
dedicada a San Martín. Pese a tratarse de un edificio de limitadas ambiciones,
de nave única dividida en tres tramos, portada abierta al sur y cabecera
compuesta de tramo recto presbiterial y capilla absidal, destaca tanto por la
extraordinaria solidez de su fábrica como por la curiosa disposición del
ábside, semicircular interiormente y poligonal al exterior.
El
templo se levanta en buena sillería mezclando caliza con arenisca, habiendo
sido alterada la primitiva estructura por el añadido de sendas capillas al
norte y sur del presbiterio, cubiertas con bóvedas de crucería estrellada y
arista, que determinan así una planta de cruz latina. Tras la capilla
meridional se dispuso la sacristía, que enmascara al exterior parcialmente el
ábside. Éste constituye uno de los elementos más destacados y originales de
todo el románico burebano, al combinar una estructura exteriormente pentagonal
con el semicírculo interior. Alzado sobre un zócalo, una imposta de tres filas
de billetes divide el paramento absidal en dos pisos, animándose el inferior
por una arquería ciega y restando liso el superior. La citada arquería se
distribuye en dos arcos de medio punto por cada paño, donde los extremos apean
–en los ángulos– en semicolumnas de deterioradas cestas, mientras que en el
centro apeaban en hoy desaparecidas ménsulas o capiteles. De la decoración
vegetal de los capiteles de la arquería apenas si hoy la erosión nos permite
apreciar la banda inferior de roleos de uno de ellos o los crochets del más
meridional.
En
el paño central del piso superior del ábside se abre una hermosa ventana de
trastocado vano. Al exterior se compone de dos arcos de medido punto ornados
con baquetón y semibezantes, con chambrana de puntas de diamante, sobre dos
parejas de esbeltas columnas acodilladas, de basas áticas sobre plinto y
capiteles vegetales de dos pisos de hojas picudas, acantos y carnosas palmetas
y otros con cogollos en sus puntas, todos bajo cimacios de roleos. Corona esta
cabecera una cornisa ajedrezada sobre canes de aspecto más arcaico que los de
la nave, ornados con bolas, baquetones, rollos, grotescos bustos humanos y
prótomos, así como un tosco contorsionista.
Interiormente,
el ábside manifiesta su tradicional morfología semicircular, cubriéndose con
bóveda de horno sobre imposta achaflanada. Pese a las evidentes intervenciones
modernas, conserva las dos columnillas de la ventana abierta en el eje,
rematadas por sencillos capiteles de hojas ensiformes y de remate apalmetado,
víctimas como el resto del interior del templo de la bujarda.
El
amplio presbiterio, hoy transformado en crucero y cubierto como la nave con
bóveda de cañón, aparece desfigurado por la apertura a ambos lados de las
modernas capillas.
La
nave, cubierta con bóveda de cañón, se articula en tres tramos de desigual
longitud separados por gruesas responsiones con semicolumnas adosadas en los
frentes, sobre las que voltean arcos fajones doblados de medio punto. Estos
apoyos interiores se corresponden al exterior con estribos prismáticos –poco
desarrollados gracias a la potencia del muro– que alcanzan la cornisa, ésta de
perfil achaflanado ornado con tres filas de billetes y sobre canecillos
decorados con bustos humanos y monstruosos, de buena factura y aire gotizante.
También la nave ha sufrido alteraciones, con la apertura en el más que notable
espesor del muro de los dos tramos más orientales de dos pequeñas capillas
renacentistas que albergan altares y otra mayor, frente a la portada, cerrada
con una reja y con función bautismal. Este carácter masivo de la construcción
de San Martín de Pino relaciona esta iglesia con la también tardía ermita de
Piérnigas, aunque aquí a la poderosa arquitectura acompaña una concesión
decorativa.
Las
semicolumnas que recogen los fajones se coronan con capiteles vegetales a base
de hojas lanceoladas muy pegadas a la cesta, bien resueltas en caulículos y
volutas, bien lisas o acogiendo piñas o cogollos en sus puntas.
Este
recurrente repertorio vegetal encuentra su máximo desarrollo en la portada del
edificio, enmarcada por dos contrafuertes y abierta en el espesor del tramo
central del muro sur. En torno a un retallado arco –que transformó el original
de medio punto en el escarzano y rebajado actual– se disponen tres arquivoltas
molduradas con tres cuartos de bocel en esquina retraído flanqueado por un
festoneado de semibezantes. Apean los arcos en jambas escalonadas de aboceladas
aristas, en las que se acomodan tres parejas de columnas acodilladas coronadas
por impostas de roleos. Sus capiteles muestran variada decoración vegetal de
notable calidad, con carnosos acantos de puntas acogolladas, algunas acogiendo
frutos, y lobuladas palmetas entre ellos, hojas lanceoladas de pronunciadas
escotaduras resueltas en caulículos, hojas de palma de fino tratamiento o
gruesas pencas.
Pese
a que de forma recurrente se señalan los años centrales del siglo XII, e
incluso su primera mitad, como data de la construcción de esta iglesia, tanto
arquitectónica como sobre todo decorativamente muestra rasgos más propios de
fechas tardías de dicha centuria, e incluso el carácter ya gótico de los
canecillos de la nave nos hace pensar que ésta fue rematada, o al menos
modificada, en pleno siglo XIII. Algunos de los esquemas vegetales parecen
derivarse de los vistos en la sala capitular de San Salvador de Oña, fábrica
que debió actuar como modelo para buen número de templos de la comarca, donde
vemos repetirse elementos decorativos tales como la profusión del festoneado de
semibezantes, que vemos en la ventana absidal de Soto de Bureba, en la portada
de la Oliva de Escóbados de Abajo, etc. En cualquier caso, cabecera y nave son
plenamente contemporáneas.
Navas de Bureba
Navas
se sitúa en el extremo septentrional de La Bureba, al pie de los Montes
Obarenes y del Pico Pan Perdido. El acceso desde Burgos se realiza por
Briviesca a través de la carretera que une Santa María Ribarredonda con Oña y
Villarcayo, que abandonamos por un cruce a la derecha pasado Quintanaélez,
situándose Navas un kilómetro de la N-232.
La
primera mención a la localidad la encontramos recogida en un documento del
Cartulario de San Millán de la Cogolla de la temprana fecha de 1003, por el
cual el conde castella no Sancho concede al monasterio riojano la villa de
Quintanilla de Bureba, que dice sita inter Soto longo et Navas, otorgándola
comunidad de aprovechamiento de pastos y bosques junto con Solduengo, Navas y
Videvallejo y sus mismas exenciones. Como señalan García de Cortázar y Zabalza,
esta actuación, mediante el sistema de presura, vendría a intentar reforzar el
men guado poblamiento de la estratégica comarca burebana. Tres días después de
extender el documento fundacional de San Salvador de Oña, es decir, el 15 de
febrero de 1011, el mismo conde Sancho, junto con su esposa Urraca, hacen
donación al monasterio de nostram uillam de Sotolongo y las dos iglesias de
cada uno de sus dos barrios, estableciendo los límites de su término y citando
la localidad de Navas.
En
1070 recibió el monasterio de Oña diversas viñas y heredades en Navas, por don
Miguel y su mujer Sartuera. La reina Urraca, el 18 de enero de 1111, acrecentó
las heredades del monasterio oniense al entregarle mea hereditate in uilla
que dicitur Nauas, tam de terris quam de uineis et de solares pobolatos et
despobolatos et de molendinis et de defesis, et de uobis exitus et regressus et
quantus in ipsa uilla ad me pertinet ad integrum cum suo salione; la
imprecisión del diploma, sin embargo, no permite asegurar sin dudas que se
trate de Navas de Bureba, lo que se extiende a la confirmación de esta donación
en 1144 por Alfonso VII y a un privilegio de Alfonso VIII de 1176 que hace
alusión al “coto de las Nava” (quizá en alusión al valle de las Navas,
entre Peñahorada y Temiño). Absoluta certeza tenemos, en cambio, sobre otro
documento de octubre del mismo año, en el que Alfonso I de Aragón dona al
monasterio de San Juan de Entrepeñas –sito entre Navas y Barcina de los Montes
y dependiente de Oña– varias heredades en su entorno, algunas de las cuales se
extienden junto a la uia de Barçina ad Nauas. También recibió el abad
oniense Cristóbal II, en 1135 y de manos del conde Rodrigo, la villa de La Vid
de Bureba y su hacienda en Navas. Varios habitantes de Navas actúan como
testigos en documentos onienses, caso de la permuta realizada en 1200 entre el
monasterio y Juan Pérez y su mujer doña Sol.
En
1204 se data el documento de compra por parte del abad de Oña a Pedro Oriolo en
la villa de Navas, entre las que se incluyen illas domos que sunt super
ecclesiam Sancti Stephani, informándonos así de la advocación de uno de los
templos del lugar, cuya quinta parte es también objeto del acuerdo; entre los
testigos firma un Iohannes, presbiter, de Nauas. Con este mismo Pedro Oriolo
realizó el abad Munio un trueque de heredades en Navas el 1 de marzo de 1223,
informándonos el documento de la existencia de dos barrios en la villa–inter
uicum Sancti Stephani et uicum Beate Marie–, uno de ellos denominado de Santa
María. El acuerdo fue refrendado por omne concilium de Naua de uia Uallejo.
En noviembre del mismo año Pedro Oriolo acabó vendiendo a Oña todos sus bienes
en Navas: omnem hereditatem quam habeo in Nauas de patrimonio meo et totum
quod adquisiui et obtinui qualicumque de fratribus meis, incluido el
patronato que gozaba in ecclesia Sancti Ste phani et in rebus illius ecclesie,
aunque en 1229 el abad Miguel II se las dio en censo perpetuo a cambio de pagar
anualmente al monasterio 100 tabladas de pan con la medida de Oña –mitad centeno
y mitad trigo– y 10 maravedís. Ya en 1290 la documentación oniense recoge la
sentencia en la que se desestima la reclamación de Alfonso Fernández al
monasterio en relación a la tercia de la iglesia de San Esteban, que él argüía
haber comprado a su abuelo Pedro Oriolo.
El
incontestable dominio oniense sobre la localidad de Navas provocó pleitos entre
éste y el riojano de San Millán a causa de la titularidad de algunos bienes en
el pueblo (solariis que dicuntur de los Aluos) y la propiedad de la
iglesia de Altable, documentados en 1259-1260 y aún por resolver a finales del
siglo XIII.
Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción
La
iglesia parroquial de Navas se sitúa en el centro del caserío, presidiendo la
pequeña plaza que cierra por el norte. El edificio responde, pese a los
añadidos y reformas, al tipo característico de las iglesias románicas
burebanas, con su nave única dividida en tres tramos hoy cubiertos con bóvedas
de crucería simple, portada meridional y cabecera compuesta de tramo recto
presbiterial cubierto con cañón apuntado y ábside semicircular con cascarón
apuntado, ambas bóvedas sobre impostas de listel y nacela. La fábrica románica
se elevó en excelente sillería arenisca de grano fino y tono rojizo, mientras
que los numerosos añadidos y reformas posteriores utilizaron el mampuesto como
aparejo (salvo la mala sillería de la sacristía adosada al norte de la cabecera),
así en la cilla adosada al norte de la nave en el siglo XV–donde hoy se
conserva desmontado el maltrecho retablo de San Andrés de Soto de Bureba– y en
la capilla meridional.
La
cabecera se alza sobre un zócalo que salva el cierto desnivel norte-sur y
muestra al exterior un recrecido postmedieval de entramado y tapial.
El
tambor absidal, retranqueado respecto al presbiterio, queda dividido en tres
paños por dos rotundos haces de triples columnas, de casi el doble de diámetro
la central, al estilo de las cercanas iglesias de Soto, Los Barrios de Bureba y
Valdazo o las rio janas de Treviana y Junquera, estas últimas que, como en
Navas, alcanzan una excesiva notoriedad. Se alzan sobre basas de perfil ático,
de aplastado toro inferior y sus capiteles alcanzan la cornisa, ésta ornada con
una banda de zigzag en resalte. Los capiteles que las coronan muestran cestas
achatadas como los del interior, decorándose los del haz meridional con un
cortejo de tres ángeles ataviados con ropas talares y portando libros,
flanqueados por aves de cabeza humana y alas explayadas en los capiteles late
rales. Los capiteles del haz de columnas septentrional reciben,
respectivamente, una pareja de aves afrontadas alzando sus patas interiores,
una pareja de rugientes leones opuestos que alzan la cola sobre el ábaco y otra
arpía-ave similar a las anteriores, ésta barbada. La misma ruda talla de estos
relieves se repite en la variada serie de canecillos que soportan la cornisa en
el hemiciclo y tramo recto, decorados con bustos humanos, la mayoría grotescos
y gesticulantes, como el que porta una extraña cornamenta a modo de disfraz,
otro de llameantes cabellos o uno con grandes orejas a modo de liebre y una
cruz sobre la frente, prótomos de animales fantásticos y reales (bóvidos,
jabalí) y hojas de puntas incurvadas.
En
el eje del hemiciclo se abre una amplia ventana en torno a la estrecha saetera
que daba luz al altar, hoy cegada al encontrarse el interior del hemiciclo
recubierto por el retablo. Su curiosa estructura de arco doblado y
polilobulado, del tipo a los vistos en el interior de San Facundo de Los
Barrios de Bureba, en la ventana absidal de Encío y en las iglesias riojanas de
Treviana y Valgañón, remite más al artificioso juego decorativo de la
arquitectura de muy finales del siglo XII y principios del XIII que a una
inspiración musulmana, como se ha señalado. Apean estos exóticos arcos en una
pareja de columnas acodilladas y dispuestas en dos niveles, cuyas basas áticas
de toro inferior aplastado y capiteles vegetales de hojas lanceoladas de nervio
central o acogiendo caulículos en las puntas demuestran a las claras lo
avanzado de la cronología del edificio. En el muro meridional del presbiterio
se abría otra ventana de similares características –parcialmente solapada por
una capilla–, de arco interior trilobulado y externo pentalobulado, sobre dos
parejas de columnas coronadas por capiteles de arpías y vegetales similares a
los señalados.
La
nave aparece hoy dividida en tres tramos, aunque el descentramiento de la
portada y el cambio de aparejo, particularmente notorio en el muro
septentrional, nos indican que esta articulación y las propias bóvedas de
crucería que la cubren responden a una reforma posterior, probable mente de
época bajomedieval.
Conserva
aún así el robusto arco triunfal que da paso desde la nave al presbiterio,
apuntado y doblado, que reposa en dos gruesas semicolumnas. Sus basas presentan
el mismo perfil ático degenerado ya visto (fino toro superior, escocia y toro
inferior aplastado), alzándose sobre plintos y altos basamentos; en sus
achaparrados capiteles volvemos a encontrar, tras el grueso enfoscado que los
recubre, el rudo estilo de los exteriores. El del lado del evangelio es
vegetal, a base de hojas lanceoladas partidas de gruesos bordes, de cuyas
puntas avolutadas penden pequeñas palmetas acogolladas, ornándose el fondo con
una banda superior de triples hojitas puntiagudas. En la cesta de la epístola
se representó una tosca figuración de Daniel en el foso de los leones, con el
personaje bíblico en el centro de la escena, ataviado con larga túnica y las
dos bestias ante él, apoyando sus patas exteriores en su cintura.
La
portada, de extraordinario desarrollo, se abre en el muro meridional,
probablemente en un antecuerpo hoy solapado por las reformas posteriores, que
añadieron hacia el este un cuerpo para el mecanismo del reloj y hacia el oeste
un cubo que alberga la escalera de caracol que da servicio al coro alto del
fondo de la nave y a la angosta que se alza sobre este tramo central del muro
sur. Al confuso aspecto de este sector del edificio contribuye por último el
cerramiento con sillería y ladrillo del arco exterior de la portada, a ras con
los muros exteriores, que determina así, aprovechando el gran abocinamiento del
acceso, una especie de mínimo atrio.
La
portada se compone de arco apuntado ornado con un grueso bocel y cinco
arquivoltas igualmente baquetonadas, protegido el conjunto por chambrana ornada
con puntas de diamante. Apean en imposta de chaflán y en jambas escalonadas en
cuyas aristas se integran fustes sencillos en el arco y dobles –unidos por una
arista– en las arquivoltas.
En
los capiteles que coronan dichos fustes por el lado derecho, y de interior a
exterior, se suceden los motivos siguientes: un atlante que sujeta con sus
manos alzadas el ábaco de la cesta, un águila –o arpía– descabezada con las
alas explayadas, una cabeza barbada y coronada entre dos hojitas, una hoja
cóncava con remate avolutado y un prótomo monstruoso rugiente y con orejas
puntiagudas.
En
los capiteles del lado izquierdo del espectador se suceden temas similares: en
la cesta interior vemos otro atlante que parece soportar el peso con su espalda
mientras ase con ambas manos el astrágalo, el busto de un personaje barbado que
alza ambas manos, en actitud de bendecir con la diestra, un mascarón monstruoso
de rasgos felinos que muestra los dientes, la cabeza de un hombre barbado, de
gruesos labios y ojos almendrados entre dos hojitas y un capitel vegetal
similar al del lado del evangelio del triunfal.
Sobre
la portada se alza hoy una extraña torre que parece aprovechar la estructura de
una primitiva espadaña. No obstante, el más descuidado aparejo de la misma y
las evidencias de remontaje nos hacen dudar del carácter original de la misma.
Es posible que en principio se proyectase una espadaña sobre el arco triunfal,
al estilo de los cercanos ejemplos de Los Barrios, Soto, San Martín de
Piérnigas, etc., como parece indicar tanto la propia fortaleza del mismo como
el contrafuerte que aún hoy se observa en la fachada meridional alzándose sobre
la cornisa del presbiterio, aunque éste pudiera simplemente corresponder al
primitivo alzado de la nave. Sea como fuere, de la primitiva estructura se
reutilizaron las dos troneras apuntadas de arcos baquetonados al interior y
exterior, que apoyan en ambos lienzos en columnas adosadas a los codillos y
rematadas con capiteles en los que se repiten los temas ya vistos: máscaras
humanas barbadas de marcados pómulos y ojos almendrados, arpías de alas
explayadas y capiteles vegetales de hojas lisas rematadas en caulículos y
palmetas pinjantes.
Las
fechas aportadas por los templos arquitectónica mente vinculados a este de
Navas, es decir, la ermita de Los Barrios (1181) y San Andrés de Soto de Bureba
(1176), aparecen aquí como límites post quem para esta obra, que
demuestra tanto en el diseño de su portada como en la propia decoración su
dependencia de los talle res más inerciales del románico y, al mismo tiempo, el
conocimiento del nuevo lenguaje gótico que iba ganando terreno, por lo que quizá
su construcción haya que llevar la ya fines del primer tercio del siglo XIII.
Oña
Situada
a la vera del río Oca, afluente del Ebro, la localidad de Oña, uno de los
vértices de La Bureba, se enclava sobre una de las principales vías de conexión
entre Burgos y el Cantábrico. Desde la capital podemos acceder bien por la N-I
hasta Briviesca, donde tomamos la carre tera de Cornudilla y Oña (57 km), bien
por la carretera de Villarcayo (C-629) hasta el cruce a la derecha que nos
lleva a Poza de la Sal, Cornudilla y Oña (62 km).
La
historia de la villa va íntimamente ligada al centro monástico que albergaba,
uno de los más importantes de la Península durante los siglos medievales. A
finales del siglo XII su área territorial lo conectaba al sur con el Arlanza,
al oeste con el Pisuerga y al noreste con el Nervión y el condado de Treviño.
Su volumen de propiedades llegó a ser tal que de las dos mil iglesias
burgalesas de la época consiguió tener en propiedad cerca de trescientas.
En
el año 1011 el conde castellano Sancho García (995-1017) fundó un monasterio
dúplice de carácter familiar, bajo la única autoridad de su hija Tigridia. Ya
en 978 su padre, García Fernández, había creado el Infantado de Covarrubias
para su hija Urraca. Este acontecimiento encuentra paralelo en León, donde el
rey Ramiro II (931-951) erigió el monasterio de San Salvador de Palat del Rey
entre 946 y 950, regido por su hija Elvira y donde él mismo acabó sien do
enterrado. Sin embargo, a diferencia de su progenitor, y enlazando con la
fundación leonesa, Sancho García quizá albergó la idea de vincular el cenobio a
la memoria de su familia, creando lo que hoy conocemos como un panteón. En
estos mismos años Alfonso V (999-1027) fundamentó nuevamente la basílica de San
Juan Bautista de León, convirtiéndola en sepultura de sus antepasados.
Además,
se ha subrayado la estrecha vinculación del asentamiento con el conde funda
dor, que llegó a regir la zona noroccidental de Castilla tras rebelarse contra
su progenitor, mientras que éste pudo conservar el resto del territorio. Hay
que tener en cuenta que hasta 1011 Oña había sido una plaza fortificada que
dominaba el norte de La Bureba, dando lugar a una villa en la línea defensiva
del condado castellano. Obtenida una mayor seguridad fronteriza, derivada de la
desaparición de su propio padre (995) y del hijo de Al-Mansur, Abd al Malik
(1007), el lugar perdía su valor estratégico. En poder del conde Gómez Díaz de
Carrión y Saldaña (986-1009) fue intercambiada por otros territorios.
Sin
embargo, la leyenda señala que el monasterio burgalés fue resultado de un acto
de contricción por parte de Sancho, que habría dado muerte a su madre, Mioña
[Mionna], de donde derivaría su nombre.
El
nuevo monasterio, dedicado a San Salvador, Santa María Virgen y a San Miguel
Arcángel, fue ampliamente dotado desde sus mismos inicios concentrando una gran
extensión territorial. Ello hizo necesaria su acotación e inmunidad para evitar
la ingerencia y apropiación por parte de la nobleza. Más tarde, ya durante el
siglo XII, tal extensión chocaría frontalmente con las pretensiones
jurisdiccionales del episcopado burgalés.
En
1017 moría Sancho García, siendo enterrado en el atrio de Oña; no mucho después
lo hacía su hija. El condado pasó entonces al infante García Sánchez, todavía
niño. Sin embargo, el matrimonio de Sancho III Garcés de Navarra con Elvira,
hermana del infante, resultó decisivo para justificar la ingerencia que el
navarro iba a ejercer en el condado vecino. La debilidad de gobierno de su
joven cuñado en Castilla era también patente en el reino leonés, entonces bajo
la minoría de edad de Vermudo III. El asesinato del conde cuando iba a con
traer matrimonio con la hermana del rey de León en la propia ciudad imperial
(1029) trajo consigo la ocupación de Castilla por parte de Sancho el Mayor. Al
margen de consideraciones religiosas, el dominio político del condado pasaba
por el control de lugares tan estratégicos como Oña. Consecuentemente, en 1033
disolvió la comunidad dúplice, a la que se achacaba una relajación de
costumbres, y procedió a aplicarle la misma reforma que venían experimentando
los principales establecimientos religiosos del reino navarro-aragonés. Aunque
interpolado a mediados del siglo XII, a través del diploma sabemos que Paterno,
abad de San Juan de la Peña (1027-1046) e instruido en el monasterio de Cluny,
se trasladó a Oña a instancias del monarca, a fin de proceder a la implantación
de una nueva observancia, la benedictina según la fórmula cluniacense. La nueva
comunidad de monjes, muchos de ellos de procedencia nava rra, se colocó bajo la
dirección del abad García.
Sancho
murió sólo dos años después de esta intervención y fue enterrado en Oña,
debemos pensar que a petición propia. Este hecho revela la voluntad del monarca
de asociarse, no sólo a su obra reformadora, sino también a un territorio que
pasaba a formar parte de sus dominios. Poco antes de su muerte, a fines de
1034, el rey asignó el cargo de abad a Íñigo (1035 1068). Según indican algunos
autores modernos, se trataba de un mozárabe, procedente de la ciudad de
Calatayud que, al igual que San Millán y su contemporáneo, Domingo de Silos, se
iniciaría en la vida espiritual como eremita, para integrarse a continuación en
una comunidad monástica. En cualquier caso debió ser un personaje de gran
carisma y ampliamente familiarizado con la reforma monástica, promocionada
desde la monarquía navarra. Su protagonismo, por otra parte, queda patente en
el destacado papel que ejerció durante el gobierno del primogénito de Sancho el
Mayor, García Sánchez III (1035-1054), en La Bureba. Ha sido considerado su
consejero y de él obtuvo varias donaciones para su monasterio.
El
retorno de la mayor parte del territorio de Oña a la órbita castellana, tras la
batalla de Atapuerca, no produjo menoscabo alguno en la importancia del
monasterio, que recibió diferentes donaciones del nuevo gobernante, Fernando I.
Es cierto que la documentación no tras luce sino una muy escasa relación entre
el monarca y un centro en el que, según señala el Silense, incluso pensó
enterrarse. Es sin embargo significativo que, con motivo de la consagración de
la basílica regia de San Isidoro de León, Íñigo confirmara por delante del
resto de los abades castellanos: García de Arlanza, Sisebuto de Cardeña y
Domingo de Silos.
Íñigo
fallecía el 1 de junio de 1068 después de haber situado al monasterio en una
posición privilegiada y dotado de un prestigio que no se detendría a lo largo
de la Edad Media. Por otro lado, al igual que Domingo de Silos, también fue
canonizado, seguramente en 1163; su fama de taumaturgo cristalizó en múltiples
milagros, tanto en vida como tras su fallecimiento, que, relatados en una
perdida Vita, se extendieron por toda La Bureba. Ya en el siglo XIII se
estableció la absolución temporal de los pecados a quienes visitasen el
monasterio durante el aniversario del santo.
Tras
la desaparición de los condes castellanos, una de sus ramas descendientes, los
Salvadores, comienzan a registrarse en la documentación monástica,
especialmente en la oniense. Esta poderosa familia asentaría su dominio, tanto
en las tierras de Lara como, sobre todo, en La Bureba, donde se mantuvo hasta
fines del siglo XII. Su relación con el monasterio de Oña–del que fueron
principales benefactores–, fue muy estrecha, hasta el punto de ser elegido
panteón familiar, frente a otras alternativas como Cardeña o Arlanza, también
situados en sus territorios. En 1070 el propio monarca castellano, Sancho II,
mostraba su intención de enterrarse en el monasterio, voluntad que se
consumaba, una vez asesinado, en 1072.
Desde
1068 gobernaba el monasterio Ovidio (1068-1088), sustituto del abad Íñigo y
heredero de una consolidada institución. Debió estar en estrecha relación con
los personajes más relevantes en el proceso de sustitución ritual como Jimeno,
el reformista obispo de Burgos. En este sentido, Ovidio aparece con la Corte en
acontecimientos de relieve: confirmaba documentos tan relevantes como la
concesión real del emblemático monasterio de Santa María de Nájera a Cluny, en
septiembre de 1079, junto a Belasco de San Millán y Sisebuto de Cardeña. Tras
su desaparición, fue abad el hasta entonces prior, Juan I (1088-1115), del que
sabemos asistió al concilio de Husillos durante los primeros meses de su
gobierno. Ese mismo año la infanta Elvira, hija de Fernando I, le donaba varias
propiedades sicut Pater meus mihi eas dedit.
Lamentablemente,
está muy poco documentada la relación de Alfonso VI con Oña que, en cualquier
caso, debió ser muy limitada. Como antes su hermano Sancho, reconoció los
privilegios con que el conde fundador había dotado al monasterio, definiendo y
ampliando su señorío. En 1092 lo visitaba y emitía un documento por el cual Oña
debía reformar, con su observancia, el de Santa María de Valbanera; en 1103
realizaba la única donación que tenemos documentada, el monasterio de San
Vicente de Becerril, junto a su esposa Isabel y el infante Sancho.
En
el curso del conflicto civil entre leoneses y aragoneses, la rápida sucesión de
abades, de breve mandato, pone de manifiesto la crisis en que debió sumirse Oña
durante estos años. Con la recuperación en marcha, se registra cierta actividad
en el escriptorio, ya que en 1125 se concluyó una copia de la regla de los
canónigos regulares. En 1134 moría Alfonso I el Batallador y en su utópico
testamento, redactado en el cerco de Bayona (1131), el monasterio era
beneficiado con la entrega de la villa de Belorado.
Con
la pacificación del reino, Oña recuperó su equilibrio. Es ahora cuando aparece
dominando el territorio otro Salvadores, el conde Rodrigo Gómez, gran
benefactor del monasterio hasta su muerte (circa 1153). Su proximidad a Alfonso
VII la pone de relieve el hecho de que éste le encomendara a uno se sus hijos,
el infante García, a fin de que lo educara. El pro pio Alfonso muestra un
reiterado apoyo a Oña, con donaciones que se harían continuas entre 1132 y
1150. En este sentido, puede decirse que se trata del mayor apoyo real obtenido
nunca; junto a Sahagún (trece) y Nájera (diez), Oña se perfila como uno de los
monasterios que más donaciones reciben.
Poco
después de la coronación imperial de Alfonso VII, era elegido abad Juan III de
Castellanos (1136/1137-1160), con quien alcanzó una de sus más altas cotas de
prosperidad. Durante su gobierno se incrementó notablemente el patrimonio
territorial, contando con la ayuda manifiesta del Emperador, cuya visita
recibía al poco de ocupar el abadiato. Viendo las sepulturas de sus antepasados
en un lugar secundario, Alfonso VII realizaba una generosa donación, con la
finalidad de que se introdujeran en el interior del templo, en nuevos y
suntuosos sepulcros. Esta atracción que el monasterio ejercía en el monarca
llevó a que en 1146 lo escogiera como panteón de su hijo, García, fallecido
prematuramente.
En
estos años se sucedieron los problemas con la jurisdicción episcopal y el
consiguiente pago de tercias. No es de extrañar que la comunidad tratara de
eludir la presión episcopal, recurriendo, en ocasiones, a recursos nada
ortodoxos. Uno de los que conocemos consistió en revitalizar el viejo documento
de reforma cluniacense (1033), introduciendo una interpolación con el objetivo
de poner de manifiesto uno de sus presuntos principios intrínsecos: la exención
episcopal. De esa forma, Oña reivindicaría un privilegio que Cluny había
recibido desde su fundación, tratando de escapar a una jurisdicción fiscal,
especialmente incisiva en las décadas centrales del siglo XII. A ello se añadía
una decidida voluntad de no someterse a la jerarquía y repetidas muestras de
insubordinación al obispo burgalés. A comienzos del siglo XIII el Pontífice
exhortaba a que la comunidad oniense realizase una recepción canónica, cuando
el monasterio fuera visitado por aquél. Esta cuestión no fue zanjada hasta
1210, año en el que una bula de Inocencio III, a favor del obispo de Burgos,
ponía fin a la pretensión de los abades de Oña.
Al
igual que en otras casas benedictinas, la minoría de edad de Alfonso VIII
repercutió negativamente en la vida del monasterio. Ya en 1170 Alfonso VIII
visitaba el monasterio, en compañía de su esposa, efectuando la primera de una
serie de donaciones que no se detendría ya a lo largo de su reinado. El monarca
regresaba nuevamente a Oña en 1183, en donde con firmaba la importante donación
del monasterio de Santo Toribio de Liébana, en el obispado de León, concedido
ese mismo año. Finalmente, en 1203 ordenaba la supresión de todos los mercados
de La Bureba, a excepción de Oña, Frías y Pancorbo, lo que posibilitaba al
monasterio un control superior sobre los centros comerciales de la comarca.
El
siglo XIII significó para el monasterio la desaparición, casi general, de las
grandes donaciones y la reducción del apoyo regio. Ello condicionó su capacidad
de expansión y como hicieran otros centros, se esforzó en la unificación de
propiedades mediante compras y trans acciones. Durante el abadiato de Pedro
García (1273-1287), el monasterio fue visitado por Sancho IV (1285), que ordenó
la construcción de una capilla funeraria para albergar los res tos de sus
antepasados. También quiere la tradición que dos de sus hijos fueran allí
enterrados.
Desde
las primeras décadas del siglo XIV el monasterio sufre una crisis crónica, si
bien, debido a su potencial económico, menor a la experimentada por otros
cenobios. El antiguo apoyo de la realeza se difumina aún más, aunque varios de
los abades onienses fueron cape llanes de monarcas. A ello hay que añadir las
difíciles relaciones con la población, que trata ba de liberarse de su tutela.
Durante el abadiato de Lope Ruiz (1350-1381), capellán de Alfon so XI primero,
y de Pedro I después, se produjo la guerra civil entre este último y Enrique de
Trastámara. Este crítico período (1366-1371) afectó muy directamente al
monasterio, que fue saqueado por las tropas de Ricardo de Gales –el Príncipe
Negro–, junto a los de Vileña y Oba renes, con el objeto de cobrarse el impago
a los servicios prestados. Sus memorias sitúan entonces la desaparición del
tesoro. En estos años, las injerencias de la nobleza local sobre el patrimonio
territorial del monasterio se incrementaron notablemente.
A
pesar de una complicada coyuntura interna durante buena parte del XV, Oña
manifiesta evidentes síntomas de recuperación. En 1450 una serie de disturbios
internos, a raíz de una supuesta renuncia abacial, dieron como resultado la
implantación de la reforma vallisoletana.
La
oposición de la comunidad fue decidida, desde el primer momento, y en el
conflicto hubieron de mediar Enrique IV e Isabel la Católica. En 1492 la
comunidad de Oña capitulaba en sus intentos de escisión y se incorporaba,
definitivamente, a la Congregación. Cuatro años más tarde, el monasterio
recibía a los Reyes Católicos. A esta visita se sumaron la de Carlos V en 1556
y, tres años después, la de Felipe II, que acudían al reclamo de un monasterio
con un celebrado y denso pasado. Por último hay que reseñar que durante los
siglos XVI-XVIII el monasterio mantuvo su prestigio espiritual e intelectual
con figuras relevantes, que desempeñaron un destacado papel en la historia de
la orden benedictina.
Monasterio de San Salvador
Como
el resto de los grandes monasterios de fundación altomedieval, Oña experimentó
una profunda y continuada remodelación de su primitivo conjunto monumental. Ya
en 1332 se derribaban los ábsides tardorrománicos para ser remplazados por una
amplia cabecera cuadrangular, cubierta con techumbre de madera, que
proporcionaba a la iglesia un diáfano y desahogado coro. A ella se trasladó el
panteón condal. Durante la segunda mitad del XIV, después de haber sido víctima
del saqueo con la guerra civil, el abad Sancho Díaz (1381 1419) decidió
fortificar el monasterio, recomponiendo y restaurando el perdido tesoro.
Desde
comienzos del siglo XV, al abrigo de una holgada situación económica, se
emprendía nuevamente un proceso de renovación, que afectaría en gran medida al
conjunto plenorrománico. Durante el abadiato de fray Juan de Roa (1465-1479)
comenzaron a sustituirse las oscuras naves del viejo edificio.
Adaptándose
al crucero del XIII, y manteniendo la caja mural del siglo XI, se llevó a cabo
una nave única de mayor altura y con capillas laterales. Para hacer frente al
peso de sus bóvedas se introdujeron arbotantes y, con objeto de compensar la
escasa iluminación que permitían las pequeñas saeteras románicas, se realizaron
amplios vanos en alto. Esta campaña tardogótica, que también abovedó la gran
cabecera construida durante el siglo anterior, dignificaba además el panteón,
sustituyendo los viejos sepulcros pétreos por otros de nogal, cobijados por
templetes, y encargando la realización de un retablo. Finalmente, se modificaba
la portada exterior en el pórtico occidental del viejo templo.
Concluidas
las obras en la iglesia, y superados los problemas derivados del ingreso de la
comunidad en la Congregación de Valladolid, se decidió continuar con las
dependencias monásticas. En los años de tránsito del siglo XV al XVI se
desmanteló el claustro románico llevándose a cabo uno nuevo que, a partir de
una inscripción desaparecida, se ha adscrito a Simón de Colonia (1508). También
la mayor parte de las dependencias experimentaron reformas: nuevos dormitorios
en la crujía meridional del claustro, junto al refectorio.
A
mediados del XVII se ponía en marcha, una vez más, otro amplio programa
constructivo: ahora, cámara abacial, renovación de la mayordomía y la
hospedería y, sobre todo, una nueva cillería que alaban todos los cronistas. En
la iglesia se sustituyó la bóveda del crucero por un cimborrio. También en esta
época, aprovechando un lienzo de muralla, se monumentaliza el acceso principal
con una gran fachada.
Durante
la primera mitad del XVIII se eliminó el recinto fortificado meridional y se
edifica un patio. A lo largo de esta centuria, además, la iglesia adquirió en
su interior el aspecto actual. Lo más relevante fue el desmonte del antiguo
retablo mayor para realizar el camarín, que hoy alberga los restos de San Íñigo
(obra de 1756).
En
cambio, el siglo XIX–como para el resto de monasterios– iba a significar, desde
sus inicios, el principio del fin. Durante la invasión napoleónica lo ocuparon
las tropas francesas, que habían saqueado también la villa. Los destrozos que
causaron en las diversas dependencias sumieron a Oña en un considerable
deterioro; profanaron el panteón y el conjunto de sepulturas y dispersaron su
contenido. El Trienio Liberal y, finalmente, la desamortización de 1835,
pusieron el punto final a su trayectoria benedictina y quedó abandonado. A los
pocos años de su desmantelamiento la situación del conjunto era ruinosa: en
1837 se había desplomado la torre, arruinando la llamada capilla de Sancho IV y
dañando parte del muro septentrional de la iglesia. En 1842 el monasterio –con
excepción de la iglesia, que se convierte en parroquial de la villa–, fue
adquirido en subasta pública por un particular. Durante estos años se
acometieron algunas obras en el templo; entre las que afectaron al conjunto
medieval cabe destacar la construcción, en 1856, de una amplia espadaña en la
fachada occidental, que hará las veces de la arruinada torre de campanas.
En
1880 los jesuitas adquirieron el conjunto con excepción de la iglesia, el
claustro y la llamada Torre del Reloj, que eran propiedad del pueblo a raíz del
decreto de exclaustración. Fueron necesarias una serie de intervenciones
dirigidas a habilitar el conjunto, obras que prosiguieron tras su ocupación
como Colegio Máximo. Como otros centros religioso-monásticos, en 1931 fue
declarado Monumento Histórico-Artístico.
En
1967 la comunidad jesuita se vio obligada a trasladarse a Bilbao,
incorporándose a la Universidad de Deusto. Los edificios, nuevamente en venta,
en esta ocasión son adquiridos por la Diputación Provincial de Burgos, que
decidió convertirlo en Hospital Psiquiátrico Provincial.
De
las construcciones primitivas no se conserva nada visible. Tenemos que pensar
en la existencia de un edificio construido hacia 1011, momento de su fundación.
Seguramente este primer edificio sería sustituido a partir de 1033, tras la
reforma monástica y la disolución de la comunidad dúplice. Desconocemos si esto
se produjo de manera inmediata o, por el contrario, hubo de esperar a la
consolidación de la renovada comunidad, durante el gobierno del abad Íñigo
(1035-1068). Lo único que sabemos es que, tras su fallecimiento, el futuro
santo debió enterrarse en el muro meridional de la construcción, entonces
existente.
Teóricamente
los templos prerrománicos de Leire y San Juan de la Peña podrían
proporcionarnos una idea aproximada sobre la tipología templaria de la
hipotética iglesia en estos años iniciales. Pero, sin rechazar esa posibilidad,
también es muy probable una intervención constructiva durante el abadiato de
Íñigo. El seguro incremento de la comunidad y una próspera situación financiera
posibilitarían algo más que la ampliación de las primeras, y sin duda efímeras,
dependencias claustrales.
Sobre
la iglesia románica el documento más antiguo -puesto de relieve por Whitehill–
se encuentra en el Cronicón de Cardeña (ca. 1327) en donde se informa de
que la iglesia de Oña fue edificada en 1074. Sin embargo, la credibilidad de
esta fuente en general, y en particular por lo que respecta a Oña, resulta más
que dudosa. Es significativo que a continuación sitúe la toma de Toledo (1085)
en 1075 o, años antes, el óbito de San Íñigo (†1068) en 1047.
Un
dato que podría ofrecernos alguna información indirecta se deriva de las
diversas ubicaciones del sepulcro del santo abad, hasta su introducción en la
iglesia. Considerando que, como se ha visto, desde el último cuarto del siglo
XI y comienzos del XII se puso en marcha un proceso de renovación templaria,
precisar el momento en que se produjo el traslado resultaría de gran ayuda para
determinar, aproximadamente, la fecha de conclusión de los trabajos
constructivos en la campaña que nos interesa. Como se sabe, en Silos, el
perfecto conocimiento del paso de los restos de Santo Domingo (†1073) desde el
claustro a la iglesia (1076) ha permitido el establecimiento de cronologías
relativas para ésta. Sin embargo, en nuestro caso resulta tarea compleja, ya
que no con tamos más que con las informaciones, indirectas y contradictorias,
transmitidas por los diferentes autores modernos. Como por otro lado parece
lógico, todos ellos parten de que la primera localización fue “la claustra”,
es decir, en la clausura monástica, y seguramente en el muro meridional del
templo.
Puede
señalarse que en 1125 se documenta un primer traslado pero no hay unanimidad
respecto al lugar en el que fueron colocados los restos: por un lado se dice
que desde el claustro viejo al nuevo; por otro desde el claustro a la iglesia.
Tras
el Concilio de Tours (1163) Alejandro II con cedió facultad al obispo de Burgos
para canonizar al abad Íñigo. En 1203 [1065 según Argáiz] se trasladó, junto a
las reliquias de San Ato, desde el claustro “a donde yacen juntos” (¿la
iglesia?). En 1332 se derribó la cabecera tardorrománica. En 1455 se trasladó
desde un lugar “poco decente” a una nueva capilla de la iglesia. En
1465-1478 se procedió a abovedar la cabecera. Finalmente en 1470 se trasladó a
una capilla, en el muro meridional del templo.
De
todo ello puede señalarse que partimos de que la gran movilidad experimentada
por los restos del santo abad parece debida a la puesta en marcha de obras,
tanto en la iglesia –sustitución del viejo templo a fines del siglo XI y
construcción de una nueva cabecera en los primeros años del XIII– como en el
claustro. Con las precauciones que exigen los contradictorios datos expuestos,
no parece pro bable que los restos de San Íñigo se introdujeran en la iglesia
hasta su canonización en 1163. Las noticias de 1125 están lo suficientemente
interpoladas para dudar de su veracidad, aunque es probable que respondieran a
un tras lado de las reliquias del santo-taumaturgo en el mismo claustro. Con
las reservas que cabe imponer, podemos suponer que a su muerte, en 1068, el
abad Íñigo fue enterrado en la zona de clausura, junto al muro meridional del
templo prerrománico. El inicio de las obras en la nueva iglesia románica
obligaron a que se trasladara a otro lugar, que los diferentes autores
identifican con la panda del refectorio. En 1125 es llevado al muro de la
recién construida iglesia, en donde reposa hasta que, a partir de 1163, ya
canonizado, pudo introducirse en la iglesia desconociendo el lugar en el que se
depositaron. Desconocemos si las obras de ampliación de su cabecera, a
comienzos del siglo XIII, exigieron el traslado, ya que no sabemos su ubicación
exacta en este período, aunque no es descartable su localización en la zona
oriental y, por lo tanto, su inevitable desplazamiento. Con el derribo de estos
ábsides (1332) se produce un paréntesis informativo de casi siglo y medio, en
1455 fue necesario el traslado a una capilla nueva, a causa de que el lugar se
consideraba “poco decente”. Dentro de la dificultad que entraña el
precisar su nueva localización, podemos suponer que podría tratarse de un
espacio específico, en el área de la gran cabecera tardogótica, del que hasta
entonces carecía. Hacia 1470, con la construcción de la bóveda de la capilla
mayor en marcha, el sepulcro se retrasaría a la nave, concretamente a su muro
meridional, colindante al claustro. En el muro medianero de éste se mantendría,
hasta un “fabricado” redescubrimiento en 1598. Este suceso coincide
–quizá no casual mente– con el comienzo de las obras del claustro. De este
lugar pasarían nuevamente a la capilla mayor, hasta su definitiva instalación
en el camarín construido en 1756, donde actualmente se encuentran.
Centrándonos
en la iglesia, la construcción actual se encuentra sometida a la caja mural del
viejo templo románico, que es claramente perceptible desde el hastial y a lo
largo de todo el paramento exterior del muro perimetral norte, hasta el
supuesto arranque de la cabecera. También resulta posible rastrearlo, a pesar
del enfoscado, en algunas zonas del interior. Es por esto que podemos plantear
que alcanzaría una longitud aproximada de 40 m × 16 m de anchura. Asimismo, los
contrafuertes del hastial permiten aproximarnos a su distribución espacial:
tres naves, de 6 m la central y 4 m las laterales.
El
material utilizado es la piedra toba escuadrada, con formando una sillería
pseudoisódoma. Son excepción los soportes ornamentales, todos ellos realizados
en caliza.
Además,
hay que sumar una serie de fragmentos, entre los que sin duda destacan cinco
grandes capiteles de caliza (0,60 × 0,32 × 0,55 m) y otros tantos modillones.
Todos ellos fueron encontrados in situ en el curso de los años setenta y
comienzos de los noventa; actualmente se exhiben en el claustro.
No
conservamos resto visible alguno de la primitiva cabecera que, como se ha
dicho, se derribó a comienzos del siglo XIII para dar paso a la ampliación
oriental. Baste decir que se compondría de tres ábsides, que arrancarían de la
posición actualmente ocupada por los pilares occidentales del crucero que
conservamos.
Con
orientación septentrional se erigía la torre –desplomada a mediados del XIX–,
parte de cuya sillería se encuentra dispersa en el cementerio de la villa y
conformando la fábrica de la llamada casa de herramientas, junto al hastial.
Afortunadamente, se mantuvieron algunos testigos que nos posibilitan conocer su
configuración tectónica. En el nivel inferior se aprecian dos ménsulas y parte
de los arcos que configuraban la capilla del Cristo. Su comunicación con el
templo se cegó tras el derrumbamiento de la torre. Sobre ellos se desarrolla un
gran arco doblado de comunicación desde la iglesia, apoyando sobre sendos
capiteles, parcialmente ocultos por el muro postizo con temporáneo a la capilla
tardogótica. Más arriba, una línea de imposta lisa, el arranque de una ventana
y sendas “pseudotrompas” que sostendrían la cubierta primitiva. A partir
del lienzo conservado, y teniendo en cuenta la estructura cupulada que cerraba
este espacio, podemos considerar que alcanzaría una superficie de 6 m por lado.
En
el ángulo oriental permanecen aún en pie los restos de un husillo y su
correspondiente puerta de acceso, con arco de medio punto ciego. Se inserta en
su sillería una columna y dos fragmentos de chambrana. Tanto ésta en su diseño,
como la basa y el capitel en dimensiones, presentan una completa semejanza con
las de los dos vanos conserva dos en el hastial. También comparte con ellos el
fuste monolítico. Así, se impondría su pertenencia a una ventana de columnas
acodilladas. Sin embargo, tanto sus dimensiones –definidas por el propio tamaño
de la columna–, como su tipología, son propios de un desarrollo plano, por lo
que resulta difícil aceptar que su ubicación actual –un husillo cilíndrico–
fuera la original. Desconozco otros ejemplos de husillos que, con dimensiones
tan limitadas, presenten vanos de estas características. Todo apunta a que éste
no fuera su emplazamiento primitivo y, aunque carecemos de imagen completa de
la torre, es muy posible que en ella se abrieran ventanas del mismo tipo que
las que encontramos en el frente occidental, con las que el ejemplo que nos
ocupa presenta evidentes similitudes.
En
el interior, esta zona se corresponde con el primer tramo tardogótico del
templo, cubierto en altura por la bóveda de la capilla lateral septentrional.
Su acceso lo posibilita una escalera de subida al tras-órgano, ubicado en el
crucero del XIII. Es, pues, el lugar en que se imbrican las tres fases que
configuraron el templo. Lo primero que llama la atención es un cuerpo
ortogonal, que invade el espacio de lo que fue nave lateral del evangelio. Se
adapta al ángulo del husillo y, tanto en la parte inferior como en su cornisa,
aparece una línea de imposta taqueada, claramente reaprovechada. Buena parte de
la superior es nueva, pero su configuración es idéntica a las que ornamentan el
conjunto arquitectónico oniense (0,20 m). Esta última recorre dicho módulo
hasta encontrarse con un sencillo pilar, sobre el que apoya el arco perpiaño
gótico de la nave lateral. En el cuerpo ortogonal es claramente perceptible una
fractura vertical, que interrumpe las hiladas de sus sillares: es aquí donde
el muro plenorrománico es remplazado por el de la primera campaña del XIII.
En
el tramo siguiente –hacia el oeste–, que se corresponde con el primero de la
nave del XIV, vuelve a constatarse el enorme formero de medio punto, doble
rosca y perfil rectangular, que comunicaba la nave lateral norte con este
ámbito cuadrado que formó parte de la torre. Se encuentra parcialmente oculto
por la sillería, colocada tras ser anegado por la capilla del Cristo, y el
casquete de la bóveda del XIV. La ventilación de esta última la posibilita un
sencillo vano abierto en el muro. Cubre este espacio, hoy oculto, la bóveda
cuatripartita de la abortada reforma del XIII; se aprecia, además, en posición
transversal, otro arco de medio punto a modo de arbotante interno. Desde esta
posición es posible observar, parcialmente, el capitel occidental románico, ya
visto desde el exterior.
Regresando
al exterior, y avanzando ahora hacia el cuerpo de naves, se conserva también,
aunque muy altera do, el paramento norte; lo horadan ocho sencillas venta nas
de medio punto, acodilladas y con un suave derrame, que se prolongan hasta el
hastial. Aún pueden apreciarse las señales de una imposta, seguramente
taqueada, que recorría todo este lienzo, dibujando las chambranas de los vanos,
presumiblemente afeitada al situarse aquí la capilla de Sancho IV. Sin embargo,
no queda vestigio alguno de contrafuertes que, de haber existido en origen,
tendrían que haber interrumpido esta línea.
Por
lo que respecta al paramento sur, tan sólo resta, parcialmente descubierta al
exterior, la ventana más occidental. En el interior de los muros laterales, en
la zona más próxima al hastial, se puede percibir parte de una línea de imposta
taqueada (de nuevo 0,20 m de altura) de idéntica composición a la que, en el
exterior, enmarca las ventanas de la fachada. Se extiende de forma discontinua
a lo largo del paramento meridional, hasta el tramo del crucero. En este mismo
lienzo todavía subsisten algunos de los primitivos fustes –reaprovechados para
el apeo de los nervios góticos–, que se entregan directamente al muro sin el
apoyo de codillos. El más próximo al crucero ha conservado su basa ática, si
bien se afeitó el zócalo sobre el que apoyaba.
Respecto
a la fachada, también bastante distorsionada por la gran espadaña que la
corona, vanos y contrafuertes interiores permiten establecer que se organizaba
en tres calles, en correspondencia con las tres naves. En el centro desarrolla
un pequeño pórtico cuadrangular, cuya portada exterior, tal como ya se ha
dicho, fue sustituida a fines del siglo XV, si bien se conservó la arquivolta
exterior –de rosca plana y arista recorrida por un grueso bocel– y la chambrana
taqueada. La rosca muestra sus dovelas decoradas con sencillas cuñas paralelas,
talladas a bisel.
De
los dos vanos que desde el hastial iluminaban las naves laterales, tan sólo nos
ha llegado completo el septentrional. El del lado sur –al igual que el
contrafuerte correspondiente– se cercenó parcialmente cuando se construyó bajo
él una capilla, de la que aún es posible apreciar una ménsula, en el ángulo con
el sobrepórtico. Aquél se articula con columnas acodilladas de fuste
monolítico, basas áticas sobre plinto y zócalo, y capiteles con cimacios
taqueados (0,20 m) que se prolongan en la línea de imposta. Las cestas se
decoran con volutas superpuestas y muñón de flor pentafoliada (izquierda), y
volutas entrelazadas (derecha), ambas de 0,35 m de altura. Ya en ambos vanos,
los arcos son de medio punto, con doble arquivolta de arista abocelada, la
superior decorada –en la zona plana de la rosca– con motivos de cuñas
paralelas, como vimos en la portada; los cobija una chambrana taqueada que
descansa finalmente sobre la línea de imposta. La solución de las arquivoltas
nos permite imaginar que la porta da debió presentar una factura similar, si
bien no parece que pudiera haber desarrollado un derrame acusado, debido al
reducido grosor del muro en que se abre. Segura mente contaría con un sólo
acodillamiento a cada lado, sobre el que se dispondrían sendas columnas.
Sobre
la bóveda del pórtico, y enrasado con las dos ventanas laterales, se encuentra
un sencillo vano, abierto también en arco de medio punto doblado, pero sin
ningún tipo de articulación ni molduras decorativas, que completa ría la
iluminación del templo en su nave central. Este vano permanece hoy oculto por
el cuerpo que se superpuso al pórtico y que eliminó el tejadillo a dos aguas,
que en ori gen debía cubrirlo. En los muros laterales de esta pequeña
estructura se aprecia lo que podría ser su límite de altura, una imposta lisa.
Finalmente, en cuanto al interior del pór tico (3,30 × 3,10 m), se aboveda con
arista y se abre a la iglesia mediante un sencillo arco, trasdosado por una
línea decorativa compuesta por segmentos de entrelazos. Tras este umbral,
espacio transitorio cuyo más inmediato para lelo habría que buscarlo en el ya
mencionado de San Pedro de Arlanza, se penetra en la iglesia.
¿Cómo
se han interpretado estos restos? Los primeros autores tendieron a unificar los
vestigios pertenecientes al románico pleno y al románico tardío. En 1840, Juan
Guillén Buzarán hacía una apasionada denuncia por el estado de deterioro y
abandono en que se encontraba el conjunto monástico, e insertaba un tosco
grabado en el que se podían apreciar aún los restos de la torre, derruida tres años
antes. La primera aproximación cronológica llegó de la mano de Rodrigo Amador
de los Ríos, quien señalaba que la iglesia románica fue construida a fines del
siglo XII o principios del XIII, durante el reinado de Alfonso VIII. Por su
parte la fachada occidental no podría ser llevada más allá de los últimos días
del siglo XII.
Años
más tarde era Eloy García de Quevedo quien manifestaba, indirectamente, la
opinión de Vicente Lampérez sobre la influencia de Las Huelgas de Burgos en los
restos que se consideraban de comienzos del siglo XIII.
Este
último señaló que un templo de comienzos del siglo XII experimentó una
reconstrucción casi total en el primer tercio del siglo XIII aprovechando los
restos anteriores. Basándose en los datos derivados de la supuesta primera
traslación del cuerpo de San Íñigo supuso que la primera iglesia románica
podría estar concluida en el año 1124. En 1917, Enrique Herrera Oria retomaba
el planteamiento de Lampérez sobre la iglesia románica tardía.
Walter
Whitehill (1941) se centró también en la iglesia, y siguiendo la escueta
información que proporciona el Cronicón de Cardeña, señalaba que la iglesia
plenorrománica se habría construido en 1074. De esta forma, coincidiría con el
marco cronológico supuesto para Frómista (ca.1066), con la que –al igual que
Arlanza– se emparentaría tipológicamente. Para él, sobre el pórtico se alzaría
una torre con un planteamiento similar al de la fachada de San Esteban de
Corullón. En sus líneas básicas esta opinión fue reproducida por José Gudiol y
Juan Antonio Gaya (1948).
En
1950 aparecía la obra del jesuita Enrique Arzalluz, en el que, introduciendo
dibujos explicativos, trazaba la trayectoria constructiva del conjunto
monástico. Para este autor, en la línea de Lampérez, una nueva iglesia y su
claustro sustituían al viejo monasterio a comienzos del siglo XII. Sin
razonarlo, señalaba que el templo estaría concluido totalmente en 1174 y a
comienzos del XIII era derribado y reemplazado por otro mayor. Sus opiniones
fueron compartidas por José Pérez Carmona (1959).
Desde
entonces y salvo algunas referencias puntuales, las aproximaciones al conjunto
románico experimentaron una detención que concluyó en los años noventa. Entre
aquellas, Salvador Andrés Ordax (1987) sugirió la posibilidad de que la iglesia
hubiera incluido un transepto, aunque sin justificarlo explícitamente.
Al
analizar los restos románicos de la iglesia de Oña, lo primero que hay que
señalar es que la iglesia responde, en todos sus elementos, a los parámetros
del románico pleno y, a juzgar por los restos conservados, manifiesta una
completa unidad de fábrica en la campaña plenorrománica que ahora analizamos.
La ausencia total de excavaciones se presenta, sin embargo, como una lamentable
carencia que nos impide puntualizar sobre aspectos tales como la definición y
tipología de los soportes internos. Sin embargo pueden señalarse algunas
cuestiones.
La
tipología del pórtico occidental responde a una solución muy extendida desde
época paleocristiana y se convirtió en una verdadera constante arquitectónica
en época medieval.
Teniendo
en cuenta la ausencia de contrafuertes exteriores, la particularidad de
columnas entregas al muro en el interior y, finalmente, la escasa potencia de
los muros, que no supera en ningún punto el metro de anchura, puede
establecerse que la iglesia, no sólo no se abovedó, sino que todo apunta a que
nunca se planificó de esa manera. La torpeza que muestra el único elemento
sustentante que se ha conservado, la trompa de la supuesta torre, pone de
manifiesto la limitación técnica de que adoleció la cantería oniense. Así pues,
nos encontraríamos ante un proyecto arquitectónico que enlaza con otros
coetáneos como el de Arlanza.
Los
vanos de iluminación son perfectamente visibles en el muro del lado norte; a su
vez, en el lienzo meridional podemos determinar aproximadamente la longitud del
tramo entre dos columnas entregas. Si aplicamos a este último la distribución
de vanos constatable en el lado norte, y a su vez proyectamos a lo largo de
toda la caja mural fustes entregos cada 6 m, el resultado es que en algunos
tramos la prolongación de éstos interceptaría el desarrollo de los vanos, lo
que indicaría que dichos fustes fueron colocados con posterioridad a la
elevación de todo el perímetro mural, ventanas incluidas, y sin considerar la
ubicación de éstas.
Respecto
a la antigua torre, monasterios como Leire, Cardeña o Silos, y, con
posterioridad, la mayor parte de las iglesias que optaron por esta estructura
polifuncional, las ubicaron en el tramo correspondiente al crucero. Sin
embargo, la de Oña presenta una diferencia sustancial res pecto a todas las
demás: el gran arco doblado que la comunicaba con el templo. Parece difícil que
un arco de esta monumentalidad, que conlleva un acusado sentido de
deambulación, fuese concebido para dar acceso desde la iglesia al piso bajo de
una torre; lógicamente, debía comunicar con un espacio más importante. Éste y
otros indicios apuntan la posibilidad de que, en realidad, se tratara del brazo
de un transepto, al que se sumaría otro en el lado meridional. De esta forma, Oña
plantearía un recurso espacial muy utilizado a lo largo del siglo XII, con una
particularidad: el abovedamiento con cúpula y su remate exterior torreado.
Efectivamente, en el tramo conservado las trompas nos hablan de la presencia de
una bóveda semiesférica, sobre la que –a modo de crucero monumentalizado– se
levantaría una torre. Resulta interesante cote jar estos restos con el más
tardío crucero del priorato oniense de mayor importancia: San Pedro de Tejada
(segundo cuarto del siglo XII). Allí, tomando uno de sus lados, y con una
diferencia material (caliza), de estereotomía y técnica evidente, entre las dos
trompas, plenamente configuradas, que descansan sobre un resalte moldurado, se
sitúa el mismo pequeño vano rectangular que vemos parcialmente en Oña.
En
cuanto a la realización de transeptos, los referentes más próximos en
cronología los encontramos en la catedral compostelana (ca. 1105), en el
segundo San Isidoro de León (post. 1124) y en las iglesias monásticas de Santo
Domingo de Silos (ca. 1130-1140) y San Facundo y Primitivo de Sahagún o San
Isidoro de Dueñas (fines del XII). A excepción de la catedral compostelana y de
la iglesia de Sahagún, el resto de ejemplos asumieron este recurso
litúrgico-espacial en un segundo momento. En Oña, sin embargo, de interpretarse
esta estructura como el brazo de un transepto, se adaptaría desde un principio,
tal y como evidencia la unidad de fábrica subrayada por los capiteles,
parcialmente cubiertos.
El
peculiar tratamiento recibido por este transepto–considerando que el otro brazo
fuera similar–, con cubierta cupulada y remate torreado, nos sitúa ante una
tipología que no encuentra respuesta en nuestro románico. Para encontrar la
planificación de transeptos similares hay que retrotraerse a ejemplos, tan
lejanos cronológicamente, como el representado por Santa Lucía del Trampal –con
las lógicas reservas derivadas de su fuerte restauración–, que plantea tres
torres.
Fuera
de lo hispánico, la existencia de iglesias con varias cúpulas resulta bastante
común, sobre todo en el amplio grupo de “file de coupoles”, cuya primera
experiencia –Saint-Étienne de Périgueux– data de comienzos del XII. Sin
embargo, además de no rematar en torres, su particular mecanismo tectónico,
fundamentado en las pechinas, y la potencia de muros, lo alejan de la
presumible solución oniense. Tan sólo un pequeño grupo de templos, muy disperso
y con el común destino de la destrucción, estaría constituido por torres
cupuladas de similar disposición: Déols (Indre), Saint-Martin de Tours (Indre
et-Loire) y Cluny (Saône-et-Loire). Sin embargo el ejemplo más próximo, y del
que no se registran consecuentes, lo encontramos en la tercera iglesia de
Cluny. El gran transepto presentaba un eficaz tratamiento volumétrico; estaba
provisto de tres torres, de la cuales, las correspondientes a los brazos del
propio transepto se abovedaban con cúpulas sobre trompas. La cronología de esta
zona ha sido tradicionalmente establecida a partir de la adjunta Torre del
Reloj, cuya capilla fue consagrada en 1115, aunque otras opiniones llevan su
realización a una segunda fase, cronológicamente más tardía. Otro edificio de
gran interés es la iglesia colegial de Sainte-Marie de Quarante (Hérault) que,
construida su zona oriental a mediados del siglo XI (1053), destaca por incluir
un transepto que al exterior se remata en torres.
Sin
embargo, existen varios problemas para la existencia en Oña de brazos de
transepto torreados. En primer lugar, un análisis del paño mural
correspondiente en el lado sur, es decir, en el lugar al que se abriría un
hipotético brazo meridional muestra claramente la inexistencia de fractura
alguna. Esto resulta bastante extraño, sobre todo si tenemos en cuenta que en
su extremo derecho u occidental se conserva una de las columnas con basa
románica del primitivo templo, lo que certifica la coetaneidad de los muros
próximos. Además partimos de que el trazado del claustro tardogótico actual
respondería al románico pre vio, en su última configuración. A ello hay que
sumar la conservación del refectorio, de mediados del siglo XII, que marca el
límite oriental de la panda sur del claustro en esas fechas. Además, la actual
panda del capítulo corresponde, en su disposición topográfica, a la reforma
tardorrománica que –como se ha dicho– sustituyó la primitiva cabecera del
templo por otra más retrasada hacia Oriente. Esta panda se planificó desde los
nuevos ábsides, en diagonal descendente N-S, seguramente a fin de enlazar con
la del refectorio.
Si
consideramos la posibilidad de que en el lado sur del templo se hubiera
dispuesto un brazo de transepto y aten demos a las soluciones topográficas
asumidas por otros conjuntos con similares características, como Silos, se
presentan ciertas dificultades. Efectivamente, un tramo cuadrangular de
transepto impondría una panda del capítulo absolutamente ajena a la mentada
panda del refectorio, así como un desarrollo claustral muy reducido. Si, en
cambio, pensamos en la posibilidad de que este brazo hubiera sido eliminado,
ello debió suceder antes de 1141, año en el que se concluía el refectorio. De
no ser así, nos encontraríamos ante una disposición claustral que en la década
de los años treinta del siglo XII resultaría bastante atípica, aunque no
absolutamente descartable si atendemos a otras configuraciones, como la del
propio Cluny. Sólo una excavación arqueológica podría aclarar esta cuestión.
En
lo que se refiere al pórtico, se ha propuesto que fuera destinado a albergar
los restos de los condes y reyes castellanos, siguiendo la tradición hispánica
ilustrada por múltiples ejemplos. Sin embargo, sus dimensiones (poco más de 3 m
por lado) resultan algo escasas para la coexistencia de las sepulturas con la
función de acceso principal a la iglesia. A fines del siglo XI se conservarían,
al menos, las sepulturas de los condes fundadores –Sancho García y Urraca–, su
hija Tigridia –primera abadesa de la comuni dad–, el conde García y el rey
Sancho II. Lo angosto del espacio y el nulo vestigio de cualquier testigo que
pudiera hacernos pensar en esa ubicación, dificultan su confirmación. Además,
parece extraño que una iglesia que se levanta ex novo a fines del siglo XI, no
contemplara la realización de un espacio funerario más capacitado para la
recepción de nuevos enterramientos privilegiados. Por ello, dada la entidad de
los difuntos y la limitación espacial de la estructura, este pórtico de entrada
podría interpretarse, simple mente, como la pervivencia de un elemento de
transición espacial, muy expandido en el prerrománico hispánico, del que seguramente
dispuso el propio templo prerrománico de Oña. Parece por lo tanto que las
sepulturas se ubicaran en el exterior, concretamente en el ángulo suroeste del
mismo pórtico. Existe una persistencia en la utilización de ese espacio, como
ponen de manifiesto los restos de abovedamiento gótico y la parcial destrucción
de la ventana meridional del hastial. Ya se ha mencionado la manda emitida por
Alfonso VII en 1137 para que los sepulcros de sus antepasados, hasta entonces
in obscuro loco, fueran introducidos en la iglesia.
Resulta
extraño que no se cumpliera, ya que sólo nueve años después, en 1146, escogía
el panteón oniense para enterrar a su hijo, el infante García. Sin embargo, a
fines del siglo XIII, Sancho IV –verdadero reformador de panteones regios–
reprochaba que las sepulturas estuvieran ubicadas en el exterior del templo y
ordenaba su traslado a una nueva capilla, que habría que construir con
advocación a Santa María. Argáiz señalaba que “estaban antes a los pies de
ella, en un patio que hoy esta cercado de muralla, en arcas de piedra, con sus
epitafios”.
En
lo que se refiere a la escultura, hay que señalar que en el curso de los
sucesivos trabajos de restauración han ido saliendo a la luz diversas piezas
que se conservan dispersas entre la sala capitular y el claustro del
monasterio. El conjunto responde a dos grupos de factura y técnica muy
diferente que podrían atribuirse, al menos, a dos talleres. En primer lugar se
encuentran cinco capiteles pro cedentes del interior de la iglesia (0,60 × 0,35
m), de caliza, estilísticamente pleno-románicos (ca. 1080-1100) y encontrados a
fines de los años setenta en el muro meridional, a la altura de cubiertas y en
su primitiva ubicación.
Excepto
uno, prescinden de la figuración y el resto reproducen el motivo más reiterado
de este taller: entrelazos con volutas. Puede verse en un ejemplar conservado
in situ–en muy mal estado–, en el pilar oriental del arco de apertura hacia el
presunto transepto y, finalmente, en la chambrana de la puerta occidental de la
iglesia. Este motivo, ajeno a lo hispánico, se desarrolla con profusión en
Francia desde época carolingia, generalizándose, especialmente, en el área del
Macizo Central francés durante el siglo XI. En nuestro territorio se observa en
los ejemplos románicos más tempranos como el ábside central, en San Salvador de
Sepúlveda (post. 1093).
El
capitel figurado presenta una composición destaca da sobre un fondo neutro,
rematado en volutas ralladas que convergen en los ángulos, y muñón central.
Sobre él se desarrollan dos figuras de gran torpeza: león dominado por un
hombre. En ambas coexiste el tratamiento de bulto, para la definición de
figuras y objetos, con la talla a bisel e incisiones, centradas en los
detalles: pelaje del animal, meandros del collar... Ninguna de ellas invade el
espacio del collarino. Frente al acomodo del animal a la cara principal de la
cesta, el escultor, dando muestra de su dificultad en la creación de
composiciones figuradas, ha postergado al personaje a una de las caras
laterales. Este desequilibrio compositivo no hace sino acentuar las
limitaciones del autor, que representa un cuerpo embrionario sin ápice de
anatomía. El cabello, que pretende ser rizado, se recoge con una cinta en un
lejano eco clásico. Por último existe un capitel corintinizante ubicado en
fecha desconocida en el husillo (0,45 × 0,35 m) que muestra una hilera triple
de caulículos con una resolución más evolucionada que las precedentes.
Finalmente
hay que hacer referencia a los capiteles de la ventana septentrional de la
fachada oeste. Pertenecientes también a este taller, sus dimensiones coinciden,
aproximadamente, con las del capitel precedente, con el que se relacionan
también plásticamente. Una vez más las cestas se decoran con volutas
superpuestas y muñón de flor pentafoliada (izquierda), y volutas entrelazadas
(derecha).
Existen
también algunos modillones de diferentes fac turas; la mayor parte de ellos
aparecieron in situ en lo que fue la cornisa SW del templo pleno-románico y
podrían ubicarse en las primeras décadas del siglo XII ya que mani fiestan un
conocimiento pleno del léxico vigente en los principales focos activos en el
entorno de 1100 (ángel, figura de animal, motivo vegetal).
Puede
decirse que estamos ante una plástica, fruto de un taller que presenta un
léxico muy limitado, cuya base la conforman entrelazos y volutas entrecruzadas.
Sólo uno de ellos –y un modillón– incluye decoración figurada, si bien muy
primaria en su factura, y ninguno debió rematar se con otro cimacio que no
fuera el taqueado que recorre el conjunto de las líneas de imposta. La unidad
de la mayor parte de la fábrica viene confirmada, pues, por la homogeneidad
escultórica. Por otro lado, los focos escultóricos aludidos, con los que pueden
establecerse concomitancias compositivas, pertenecen todos ellos a las últimas
décadas del siglo XI. Sin embargo, no hay motivo ni composición alguna que
pueda relacionarse con el prolijo recetario ornamental de los principales
centros en las dos últimas décadas del siglo XI.
Respecto
a la datación de todos estos restos, en primer lugar hay que reiterar la
desconfianza al año 1074 por parte del Cronicón de Cardeña, debido a los
errores que presenta en otras dataciones.
El
contexto político-religioso de las últimas décadas del siglo XI hacen
aconsejable hacer arrancar la primera fábrica románica de Oña al período
1076-1080. Es entonces cuando se dirime la adecuación del particularismo
litúrgico castellano y leonés a los usos transpirenaicos. Además coincide con
la segunda parte del próspero abadiato de Ovidio (1068-1088), quien, aunque
desconoce mos el grado de protagonismo, hubo de coexistir con el nuevo clima
reformista. Iniciativas constructivas renovadoras, como las protagonizadas por
el obispo de Burgos o el abad Vicente de Arlanza, son ilustrativas a este
respecto. Al igual que el resto de las construcciones, los trabajos debieron
demorarse; los canecillos encontrados en el ángulo SW de la iglesia,
pertenecientes a un románico más maduro, justifican esta tardanza. De hecho
estarían en mayor sintonía con la fecha utilizada por Lampérez para situar el
final de los trabajos en la iglesia: 1124. Una década más tarde, en 1137,
Alfonso VII realizaba la aludida donación con el fin de que fueran introducidos
en el interior de la iglesia los cuerpos de sus antepasados, localizados hasta
entonces in obscuro loco. En esa fecha los trabajos debían estar ya centrados
en la conformación o renovación de las dependencias claustrales; de hecho –como
veremos–, en 1141 se concluía la fábrica del refectorio, en cuya decoración
trabaja un taller de técnica mucho más depurada que el responsable de las
últimas aportaciones escultóricas de la iglesia. Por tanto, los trabajos debían
encontrar se ya en la panda sur del claustro, en el que se habría avanzado
paralelamente a los muros perimetrales; cinco años más tarde era enterrado en
el templo el infante don García.
La
iglesia no experimentó nuevas intervenciones hasta el entorno de 1200. Ante la
demanda de espacio y al igual que otras construcciones monásticas, se amplió el
templo con una nueva cabecera, rebasando la plenorrománica hacia el este y
hacia el norte, y se construyeron los torales orientales del transepto,
siguiendo el modelo burgalés de las Huelgas. Este proyecto –que afectó también
a la sala capitular–, pudo haber planteado la renovación integral del templo,
pero no tuvo continuidad hasta muy avanzado el siglo. Es posible que todavía se
procediera a sobreelevar la torre, situada al norte, con la anexión de un
cuerpo, tal y como representa un grabado de Pérez Villamil. Se realizarían
después dos nuevos pilares, los torales occidentales, sometidos ya a la caja
mural del viejo templo de fines del XI. Se posibilitaba, así, la elevación de
un nuevo cruce ro abovedado. Sin embargo, este segundo impulso tampoco fue más
allá, manteniéndose las naves románicas –como veremos– hasta entrado ya el
siglo XV. De hecho, no se constatan nuevos trabajos constructivos más que a
partir de 1285, cuando Sancho IV mandó levantar un panteón funerario –la
capilla de Nuestra Señora– para sus antecesores. Ubicada en el exterior, junto
a la nave septentrional y la mencionada torre, experimentó sucesivas reformas
que acabaron, finalmente, con su pérdida, a raíz de la ruina de esta última en
el siglo pasado.
A
partir de los fragmentos que aparecieron en su área, el claustro románico que
fue demolido a fines del siglo XV debía corresponderse, al menos en parte, a
pleno siglo XII.
La
conservación del perímetro que configuraba el antiguo refectorio nos señala la
exacta extensión de la panda meridional a mediados del siglo XII (1141), cuando
se concluyó.
En
el transcurso del año 1969, a raíz de una serie de tra bajos de
reacondicionamiento, apareció en su muro este, a unos tres metros del suelo,
una arcada con restos de pin turas. Esta dependencia, que ensalzan a menudo los
cronistas por su gran fastuosidad, había sido renovada en numerosas ocasiones,
alterando progresivamente su aspecto de origen. Debió tener unas dimensiones de
25 × 8,90 m. El acceso desde el claustro lo posibilitaría una puerta ubica da
en su muro septentrional, y a la cocina otra en el occidental. Una serie de
vanos, dispuestos en el lienzo meridional, harían posible la iluminación de
este espacio, por lo demás, cubierto por una estructura de madera. Como
consecuencia de las transformaciones experimentadas por el monasterio entre
fines del siglo XV y comienzos del XVI, se abrió un vano de comunicación entre
el refectorio y la nueva cocina ocasionando la destrucción de su arco central.
Es más que probable que fuera también entonces cuando se emparedó el frontal.
Gracias a Gregorio de Argáiz que recogió una inscripción ubicada sobre el
frontal sabemos que el refectorio fue obra del abad Juan III (1137-1160) siendo
concluido en 1141 (1179 de la era hispánica): In era MCLXXI factum est hoc
opus regnante imperatore domno Aldephonso in Toleto et per omnes Hesperias.
La
citada arquería se compone de dos bloques en caliza blanca, policromada sobre
su cara visible, de 0,27 m de profundidad; 0,60 m de altura y 3,17 m
(izquierdo) y 2,03 m (derecho) de longitud. Cada uno de ellos consta de tres
fragmentos, unidos por una sutura que corta por la mitad las enjutas. Los dos
bloques formaban parte de un conjunto que se desarrollaba a lo largo de todo el
frente oriental del refectorio –8,90 m–, restando entre ambos un espacio de
1,86 m, cifra que corresponde al diámetro del arco central, hoy desaparecido.
Sin embargo en una colección particular se conserva un resto de este arco que
permite reconstruir, con bastante veracidad, su desarrollo completo. Presenta
dos arquivoltas, una interior, en zigzag, y otra exterior, decorada con
palmetas contrapuestas. Sobre esta pieza se desarrolla un friso, algo más
pequeño que el pre cedente (8,5 cm), con parte de una inscripción en la que se
puede leer: “...DITIB...” (de condo?). No subsiste vestigio alguno de
fustes –seguramente pilastras, a juzgar por el perfil rectangular de los
capiteles– y basas.
En
España, no conservamos ninguna pieza similar. Sabemos, no obstante, que la
decoración de refectorios con arquerías en el muro principal, es decir, en el
frente oriental, era un recurso articulador corriente en la época.
Es
el caso del refectorio del monasterio premonstratense de Santa María la Real de
Aguilar de Campoo (Palencia), si bien su calidad es netamente inferior a la de
la arquería de Oña. En Francia, conviene señalar el magnífico refec torio de la
abadía de Saint-Wandrille (Seine-Maritime).
La
articulación de este frontal presenta una evidente y sorprendente similitud con
el cancel del coro de la gran iglesia de Cluny III, fechado hacia 1130.
Asimismo la estilística de su ornamentación encuentra semejanzas evidentes con
los talleres que ponían fin a la gran iglesia de Cluny en la década de los
treinta. No parece arriesgado hablar del traslado de mano de obra borgoñona tal
y como prueba el claustro del monasterio de Cardeña hacia 1142. Hay que tener
en cuenta que los reinos occidentales de la Península Ibérica formaban entonces
un territorio que salía de un período crítico, consecuencia de los dos decenios
previos de luchas civiles, y retomaban el rentable pro ceso de conquista
territorial a costa de un al-Andalus considerablemente debilitado.
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