jueves, 10 de enero de 2019

Capítulo 29 - Pintura japonesa (Cuarta Parte)



La pintura moderna de estilo occidental (Yo-ga) 
En 1889 se funda la Asociación de Bellas Artes de Meiji (Meiji Bijutsukai), de la que forman parte todos los artistas japoneses que habían estudiado en el extranjero. Quizás el más sobresaliente sea Asai Tadashi (1856-1907): fue seguidor de Fontanesi, y por eso en sus obras primeras  resalta el color resina, en las que pinta una atmósfera poética.  Indudablemente la figura más importante entre los pintores japoneses de estilo occidental en el Período de Meiji es Kuroda Seiki (1866-1924), el introductor del Impresionismo en Japón. Cuando estudiaba en París, envió la obra Muchacha leyendo un libro (1891), que llamó la atención por sus cualidades impresionistas. Este pintor, junto con otros que formaron el grupo Hakuba-kai, se distinguieron por las tonalidades moradas (murasaki) en sus cuadros. En 1896 se estableció la Academia de Artes de Tokyo, y Kuroda fue nombrado director del Departamento de pintura occidental. La importancia de la obra de Kuroda Seiki en la formación del estilo occidental del arte japonés fue significativa:
Kuroda, con su influencia transmitida a través de la Escuela de Bellas Artes de Tokyo  y de la “Hakuba-kai”, llegó a ser la fuerza central, y formó el estilo “standard” de la pintura de estilo occidental en Japón. Pintores de los períodos posteriores, bien siguiendo sus ideas o reaccionando contra ellas, comenzaron con este estilo establecido por él.

Vizconde Seiki Kuroda (9 de agosto de 1866 - 15 de julio de 1924) fue el seudónimo de un pintor japonés y profesor, conocido por llevar las teorías occidentales sobre el arte al vasto público japonés. Fue uno de los líderes del Yōga (o de estilo occidental) movimiento a finales de la pintura japonesa del siglo XIX y principios del siglo XX. Su verdadero nombre era Kiyoteru Kuroda.
Kuroda nació en Takamibaba, dominio de Satsuma (actual prefectura de Kagoshima), como el hijo de un samurái del clan Shimazu, Kuroda Kiyokane, y su esposa Yaeko. Al nacer, el niño fue llamado Shintarō, lo que fue cambiado a Kiyoteru en 1877, cuando tenía 11 años.
Incluso antes de su nacimiento, Kuroda fue elegido por su tío paterno, Kuroda Kiyotsuna, como heredero, formalmente, fue adoptado en 1871, después de viajar a Tokio con su madre biológica tanto y madre adoptiva de vivir en la finca de su tío. Kiyotsuna fue también un retén de Shimazu, cuyos servicios al emperador Meiji en el período Bakumatsu y en la Batalla de Toba-Fushimi llevaron a su nombramiento en altos puestos del nuevo gobierno imperial, y en 1887 fue nombrado vizconde. Debido a su posición, el mayor Kuroda estuvo expuesto a muchas de las tendencias e ideas de modernización que llegaron a Japón a principios del periodo Meiji, como su heredero, el joven Kiyoteru también aprendió de ellos y tomó lecciones de corazón. En su temprana adolescencia, Kuroda comenzó a aprender el idioma Inglés en preparación para sus estudios universitarios, el plazo de dos años, sin embargo, había optado por cambiar de lugar al francés. A los 17 años, se matriculó en los cursos pre-universitarios en francés, como preparación para sus estudios jurídicos previstos en la universidad. En consecuencia, cuando en 1884 Kuroda hermano-en-ley Hashiguchi Naouemon fue designado a la Legación francesa, se decidió que Kuroda lo acompañaría a él y a su esposa a París para iniciar sus estudios reales de derecho. Llegó a París el 18 de marzo de 1884, e iba a permanecer en ella durante la próxima década.
A principios de 1886 Kuroda había decidido abandonar el estudio del derecho para una carrera como pintor, había tenido clases de pintura en su juventud, y había recibido un set de acuarelas por su madre adoptiva, como regalo a la salida para París, pero él nunca consideró a la pintura como algo más que un hobby. Sin embargo, en febrero 1886 Kuroda asistía a una fiesta en la legación japonesa para los nacionales japoneses en París; aquí conoció a los pintores Yamamoto Hosui Masazo Fuji, así como el negociador de arte Tadamasa Hayashi, un especialista en ukiyo-e. Los tres instaron al joven estudiante a dedicarse a la pintura, diciendo que mejor podía ayudar a su país por aprender a pintar como un occidental en lugar de aprender la ley. Kuroda acordó formalmente abandonar sus estudios para el estudio de la pintura en agosto de 1887 después de intentar, y fallar, llegar a un compromiso entre los dos para complacer a su padre. En mayo de 1886, Kuroda entró en el estudio de Rafael Collin, un famoso pintor académico de arte que había demostrado el trabajo en varios Salones de París. Kuroda no fue el único pintor japonés estudiando con Collin en el momento; Fuji Masazo fue también uno de sus alumnos.
En 1886, Kuroda conoció a otro joven pintor japonés, Kume Keiichiro, recién llegado de Francia, que también se unió al estudio de Collin. Los dos se hicieron amigos, y pronto se convirtieron en compañeros de cuarto también. Fue durante estos años que empezó a madurar como pintor, siguiendo el curso de estudios tradicionales en el arte académico mientras que también el descubrimiento de pintura al aire libre. En 1890, Kuroda se trasladó de París a la localidad de Grez-sur-Loing, una colonia de artistas que había sido formado por los pintores de los Estados Unidos y del norte de Europa. Allí encontró la inspiración en el paisaje, así como una mujer joven, María Billault, que se convirtió en uno de sus mejores modelos.
En 1893, Kuroda regresó a París y comenzó a trabajar en su obra más importante hasta la fecha, mañana Toilette. Esta Gran obra, que lamentablemente fue destruida en la Segunda Guerra Mundial, fue aceptada con grandes elogios por la Académie des Beaux-Arts; Kuroda tenía la intención de traerla a casa con él a Japón para romper el prejuicio contra los japoneses en la representación de la figura desnuda. Con la pintura en la mano, tomó el camino de casa a través de los Estados Unidos, llegando en julio de 1893. De vuelta a Japón.
Poco después de llegar a casa, Kuroda, viajó a Kyoto para empaparse de la cultura local, que se había perdido después de pasar todo un tercio de su vida en el extranjero. Tradujo lo que vio en algunos de sus mejores cuadros, como una Chica Maiko (ND, Museo Nacional de Tokio) y "Talk" en la antigua Romance (1898, destruido). Al mismo tiempo, Kuroda fue adquiriendo un papel cada vez mayor como un reformador, como uno de los pocos artistas japoneses que habían estudiado en París, él estaba especialmente calificado para enseñar a sus compatriotas acerca de lo que estaba pasando en el mundo del arte occidental en ese momento. Por otra parte, Kuroda se preparó para enseñar la pintura, pasando por las lecciones que había aprendido a lo largo de una nueva generación de pintores. Se hizo cargo de la escuela de pintura fundada por Yamamoto Hosui, el Seikokan, y le cambió el nombre al Dojo Tenshin, los dos hombres juntos se convirtieron en sus consejeros. La escuela se inspira en los preceptos occidentales, y a los estudiantes se les enseñó los fundamentos de la pintura al aire libre.
Hasta el regreso de Kuroda de Japón, el estilo prevaleciente se basaba en la Escuela de Barbizon, lo que se abogó por el artista italiano Antonio Fontanesi en la Gakko Kobu Bijutsu desde 1876. El estilo de Kuroda de los tonos de color brillantes haciendo hincapié en los cambios de luz y la atmósfera se consideraban revolucionarios.

Seiki Kuroda, Al borde de un lago (1897)

En abril de 1895, Kuroda ayudó a organizar la Cuarta Exposición doméstica para promover la industria, que se celebró en Kyoto, a su vez, también presentó la mañana Toilette para su exposición en el mismo lugar. Aunque se le concedió un premio a la pintura, la anterior exposición de una imagen de una mujer desnuda, indignó a muchos visitantes así que, se condujo a un escándalo en la prensa donde los críticos condenaron la ostentación de las normas sociales percibidas. Ninguno criticó los aspectos técnicos de la pintura, eligiendo en su lugar lambaste Kuroda por su tema. Kume, amigo de Kuroda en sus días de París, escribió una enérgica defensa de la figura desnuda en el arte de la publicación del periódico, pero esto ayudó poco. Por su parte, Kuroda mantenido un silencio público sobre el tema; en privado, sin embargo, se expresó la opinión de que, moralmente, al menos, había ganado el día. Más controversia estalló en octubre del mismo año, cuando se exhibió Kuroda 21 de sus obras hechas en Europa en la 7 ª Exposición de la Bijutsukai Meiji (único grupo de Japón de los pintores de estilo occidental a la hora). Kume entró en algunas de sus obras en la exposición, al igual que varios estudiantes en el Dojo Tenshin. Los visitantes quedaron impresionados por las grandes diferencias entre el estilo de plein-air-derivados de Kuroda y el trabajo más formal de los otros artistas, los críticos que conducen a centrarse en la diferencia como una entre lo viejo y lo nuevo. Algunos incluso fueron tan lejos como para sugerir una diferencia entre dos facciones "escuelas" de la pintura. Enfadado por los métodos burocráticos inherentes a la jerarquía de la Bijutsukai Meiji, Kuroda encabezó la formación de la sociedad de artistas nuevos al año siguiente, se le unieron en su esfuerzo por Kume, así como por varios de sus alumnos. El nuevo grupo fue bautizado Hakubakai, después de una marca de sake sin refinar llamada Shirouma favorecido por los hombres. El Hakubakai había reglas establecidas, sino que fue una reunión libre, igual de artistas como de pensamiento cuyo único objetivo era encontrar una manera para que los miembros presentaran sus obras. El grupo celebró exposiciones todos los años hasta que se disolvió en 1911, en total, trece espectáculos fueron creados. Varios artistas recibieron su primera exposición en estas exposiciones, entre ellas se Fujishima y Shigeru Aoki Takeji.

Kuroda Seiki, Sentimiento (de Sabiduría, Impression, Sentimiento), c. 1900, aceite sobre Lienzo, Kuroda Memorial Hall, Tokio

En 1896, un Departamento de la pintura occidental se formó en el Tokio Bijutsu Gakko (el precursor de la Universidad Nacional de Tokio de Bellas Artes y Música), y Kuroda fue invitado a convertirse en su director. Esto le permitió diseñar un currículo más amplio, destinado a estudiantes de arte en general, y de estar mejor equipados para llegar a un público más amplio. Un papel de la academia, con su énfasis en la estructura y la conformidad, en contraste con el interés del pintor en la individualidad, pero sin embargo, Kuroda se acercó a su nuevo papel con celo. Kuroda también insistió que cursos de anatomía y el dibujo de un modelo de desnudos en vivo fueran incluidos en el plan de estudios. En última instancia, Kuroda estableció como su objetivo la enseñanza de la pintura de historia, sintiendo que era el género más importante para los estudiantes a aprender. En su opinión, pinturas que representan los mitos, la historia, o temas como el amor o el coraje, en el que figuras pintadas en poses y composiciones que reflejan estos temas tuvieran el mayor valor social. Coincidiendo con esto fue la creación de una de sus obras más ambiciosas, la discusión sobre el Antiguo Romance. La pintura fue una gran empresa, sino parecer haber sido uno de los primeros para los que trabajaba Kuroda dibujos a carboncillo y bocetos al óleo. Se iba a emplear esta técnica en la mayoría de su obra posterior, la enseñanza a sus alumnos también. Hablar sobre el Antiguo Romance parece haber sido concebido como un panel de pared, como con gran parte del trabajo de Kuroda, que fue destruida durante la Segunda Guerra Mundial, dejando sólo los estudios preparatorios para indicar su grandeza posible.
Kuroda fue por aquella época bien considerado no sólo por los japoneses, sino por el mundo del arte en general, su tríptico Sabiduría, Impresión, Sentimiento (terminado 1900) fue exhibido junto a su trabajo junto al lago 1897 en la Exposición Internacional celebrada en 1900 en París; recibió una medalla de plata. En 1907, los miembros de Hakubakai, Kuroda entre ellos, expuesto en la primera exposición Bunten, patrocinado por el Ministerio de Educación; su participación continuada condujo a la disolución del grupo en 1911. Por otra parte, Kuroda ha sido nombrado pintor de la corte en la Corte Imperial en 1910, convirtiéndose en el artista el yoga tal honor. Desde entonces hasta el final de su vida su actividad artística se redujeron, se convirtió en más de un político y un administrador, sólo la creación de pequeñas obras destinadas a exhibición. En 1920, fue nombrado a la Cámara de los Pares; en 1922, fue nombrado jefe de la Imperial Academia de Bellas Artes. En 1923, fue galardonado con la Gran Cruz de la Legión de Honor, lo siguieron numerosos otros honores del gobierno francés en los años anteriores. Kuroda murió en su casa en Azabukogaicho el 15 de julio de 1924; inmediatamente después de su muerte, el gobierno japonés le confiere una condecoración.

Para la mayoría de su carrera, Kuroda pintados en un estilo que, aunque básicamente impresionista, debe mucho a su formación académica también. En términos generales, sus obras plein air-son más pictórico, menos terminado, que sus composiciones más formales. Estilísticamente, se puede decir que debo mucho a pintores como Edouard Manet, así como a la Escuela de Barbizon y su maestro de Collin.

"Maiko" (Geisha-Lehrling) (1893)

En la cocina (1892)

Lectura 1882)

Jardín (1912) 

Entre los pintores pertenecientes al Hakuba-kai, sobresale la figura de Fujishima Takeji (1867-1943): quizás haya sido el que mejor ha fusionado el arte de Occidente con el tradicional de Japón: Su obra se considera una de las fusiones más logradas del sentimiento japonés en arte con la pintura de óleo de Occidente. La obra de Fujishima tiene aspectos parecidos con la de un contemporáneo suyo español, Joaquín Sorolla (1863-1923), sobre todo por el protagonismo que tiene la luz en las obras de los dos artistas. Otros pintores de esta época fueron Okada Saburosuke (1869-1939), Wada Sanzo (nacido en 1883) y Aoki Shigeru (1882-1911). El Perído de Meiji tuvo una importancia incalculable en la formación del arte moderno de Japón. Por una parte, el arte de estilo occidental terminó de aclimatarse en Japón y fue adquiriendo características propias al ser asimilado por los artistas japoneses. Por otra parte, el mismo arte de estilo tradicional japonés adquirió nuevos valores y se renovó por completo al asimilar las nuevas técnicas llegadas de Occidente. Esta renovación cultural, que tuvo lugar en Japón después de los siglos de aislamiento del Período de Edo, no fue más que el comienzo de una gran transformación, que se iba a realizar en los períodos siguientes.

La pintura japonesa de estilo occidental en el periodo Taishō, Kishida Ryūsei
En los anteriores artículos comenté muy por encima el drástico cambio político y social que se produjo en Japón durante la segunda mitad del siglo XIX, así como la obra de artistas pioneros que se dedicaron a la pintura al óleo, una técnica prácticamente desconocida en el archipiélago nipón hasta esos años.
Tras aquellos tanteos iniciales, una segunda generación de pintores japoneses descubrió los innovadores movimientos artísticos que iban surgiendo durante los comienzos de la nueva centuria en Europa. Me estoy refiriendo al fauvismo, el cubismo, la abstracción o el dadaísmo.
Eso ocurrió durante la segunda y tercera décadas del siglo XX.
Pues bien, en este artículo hablaré de los artistas que trabajaron en ese ambiente, todavía más innovador y rupturista que el que se había respirado en la anterior época Meiji. Vamos a entrar en el conocido como periodo Taishō.

El ambiente del periodo Taishō
Tras el fallecimiento del emperador Meiji, se inició un nuevo periodo histórico, denominado Taishō y que abarcó de 1912 a 1926. Centrándonos en los aspectos culturales, durante ese corto lapso de tiempo se extendió por las grandes ciudades de Japón una fiebre modernizadora entusiasta e imparable.
En la década de los veinte, no resultaba extraño ver en locales y cafeterías de Tokio a jóvenes con pantalones de pata de elefante y largas cabelleras escuchar ensimismados los primeros gramófonos donde sonaba música de jazz, o a muchachas de cabello corto fumar indolentemente al tiempo que saboreaban algún cóctel. En la ilustración siguiente vemos a una de esas chicas modernas de la época, las denominadas moga, vocablo nipón creado a partir de la expresión inglesa moderl girl.

Kobayakawa Kiyoshi: Alegre, de la serie Estilos de maquillaje moderno, 1930, xilografía, 43x27 cm.

Como consecuencia del incesante incremento de emigrantes procedentes de núcleos rurales, las grandes ciudades de Osaka y Tokio crecieron de manera imparable. Sin embargo, en 1923, un terremoto asoló la capital. En pocos minutos desaparecieron dos terceras partes de sus edificios y fallecieron más de 140.000 personas. Pero una vez más, la gran urbe desplegó toda su energía, y con gran decisión y celeridad se construyeron los nuevos cimientos de la futura metrópolis.

La pintura del periodo Taishō
En lo que respecta a la pintura, los cambios no fueron ni menores ni menos radicales que los sociales. En concreto, el dadaísmo se puso de moda siguiendo la estela desenfadada y hedonista de Berlín, la inquieta capital germana. Pero no adelantemos acontecimientos.
En esta serie de artículos, voy a intentar exponer de manera lo más clara posible la vorágine artística de la época, aunque acepto que se trata de una misión imposible.
A principio del periodo Taishō, los artistas que regresaban a Japón después de haber residido en Europa varios años, sacudieron los cimientos de las tendencias pictóricas occidentales recién introducidas en su país. En ese momento, eran el fauvismo, el cubismo, el futurismo o el expresionismo los movimientos que estudiaban e intentaban imponer en el panorama nipón, siempre ávido de recuperar el tiempo perdido. La distancia entre las vanguardias europeas y japonesas se iba reduciendo claramente.
Lo que se respiraba en esa segunda década del siglo XX, no era más que el preludio de los movimientos verdaderamente radicales y vanguardistas que proliferarán en los años veinte.
Pero vayamos por partes y veamos antes la obra de otros artistas no tan rompedores.

Kishida Ryūsei (1891-1929)
Kishida Ryūsei quizás sea el pintor del siglo XX más valorado en el mercado japonés. Desde muy pronto, Kishida estuvo influenciado por los impresionistas y postimpresionistas franceses, a los que estudió “a distancia” copiando de forma autodidacta reproducciones que encontraba en el estudio de Kuroda Seiki, donde había entrado a trabajar en 1908.
Como ejemplos de ese fase inicial de su carrera citaría su primer autorretrato, el de Bernard Leach (del quien hablé en uno de mis artículos sobre cerámica) y, sobre todo, su célebre Zanja en la colina que se muestra en la ilustración siguiente.
Kishida Ryūsei: Zanja en la colina, 1915, óleo sobre tela, 53x53 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

Se trata de una obra de atrevido encuadre y en la que el protagonista de la composición es un polvoriento camino erosionado por surcos producidos por el agua. Una sólida valla de tono blancuzco contrasta con los dos colores dominantes, el azul del cielo y el ocre del terreno, una vereda que no podemos saber a dónde conduce.
Sin embargo, Kishida se encontró muy pronto incómodo con el empleo que hacía de unos avances pictóricos que se debían precisamente a una tradición, la europea, no solo muy alejada de la suya, sino de la que no se sentía con derecho para extraer beneficios en forma de estilos que supuestamente rompiesen con ella.
Como consecuencia de tales planteamientos, se exigió a sí mismo explorar un camino que los artistas de su país no habían recorrido aún, a diferencia de los europeos. Debía dirigirse hacia las raíces de la pintura del Viejo Continente. Poco a poco, estudió profundamente, primero, la obra de Goya, a continuación la de Rembrandt, luego la de Mantegna y sobre todo la de Durero, quien se convirtió en su paradigma a seguir.
Fruto de esa época es el retrato de 1916 que se muestra en la ilustración siguiente. En esta obra vemos un personaje representado con un realismo extremo y sosteniendo una casi escuálida flor en su mano derecha, una pose muy “dureriana”.
Kishida Ryūsei: Retrato de Koya Toshio, 1916, óleo sobre tela, 46x34 cm. Museo Nacional de Tokio.

Tras esa etapa, en los años veinte, Kishida abandonó su obsesión realista y volvió su vista hacia el arte oriental y el chino clásico para estudiarlo profundamente. No obstante, su producción más celebrada de esa época parece poco deudora de su investigación de la tradición asiática. Me refiero a la serie de retratos de su hija Reiko que pintó a lo largo de una década, desde 1918, cuando solo tenía 5 años, hasta la muerte del artista. Uno de ellos es el de la ilustración siguiente.
Kishida Ryūsei: Reiko bailando, 1924, óleo sobre tela, 91x53 cm. Museo Ōhara de Kurashiki.

Durante sus últimos años, Kishida se vio obligado a vivir casi recluido en su residencia a causa de la tuberculosis. Hasta su fallecimiento a los 38 años, su única forma de practicar la pintura fue retratar a su entregada hija convertida en musa. En sus primeros retratos todavía es palpable la búsqueda de un cierto realismo y el gusto por contrastar sus suaves facciones con la textura de sus vestidos. Sin embargo, muy pronto comenzó a alterar las proporciones de la cabeza, manos y ojos de su modelo, un rasgo que se convirtió en recurrente en su etapa.


Yorozu Tetsugorō (1885-1927)
Yorozu Tetsugorō se graduó en la Escuela de Bellas Artes de Tokio en 1912 con un óleo titulado Belleza desnuda que se reproduce en la ilustración siguiente. La obra despertó un gran interés desde el primer momento y se convirtió en un verdadero hito en el panorama artístico japonés.
Yorozu Tetsugorō: La belleza desnuda, 1912, óleo sobre tela, 162x97 cm. Museo de Arte Moderno de Tokio.

Aunque en esa tela, verdadero pistoletazo de salida de su corta pero brillante carrera, todavía se podían encontrar rasgos impresionistas, ya se apreciaba en ella un toque fauvista que rompía con el estilo de Kuroda Seiki, comentado hace unas semanas y que por esos años ya se había aceptado oficialmente en Japón.
Yorozu no dejó nunca de experimentar con los movimientos europeos más vanguardistas de la época, ya fueran el cubismo, el futurismo o la abstracción. Su Autorretrato con ojos rojos, que se muestra en la siguiente ilustración, es una perfecta muestra de su época fauvista y el primero de una intrigante serie de autorretratos en los que siempre aparece con mirada perdida en entornos irreales pero subyugantes.
Yorozu Tetsugorō: Autorretrato con ojos rojos, 1912, óleo sobre tela, 60x45 cm.
Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

En otros casos, como el de la reproducción siguiente, incorpora unas enigmáticas nubes semejantes a la que aparecía en su Belleza desnuda.
Yorozu Tetsugorō: Autorretrato con nubes, 1912, óleo sobre tela, 59x49 cm.
Museo Ōhara de Kurashiki.

Yorozu fue un inquieto artista que no solo estaba al día de las últimas tendencias europeas, sino que no dudaba en experimentar constantemente con ellas. Lo meritorio de su caso es que todas sus investigaciones y estudios los hizo a través de publicaciones y libros, sin haber viajado nunca a Europa. Su producción está tachonada de jalones históricos: fue él quien realizó el primer cuadro fauvista japonés, el primero cubista y el primero abstracto, algo realmente difícil de encontrar en la historia del arte moderno de cualquier país.
En la ilustración siguiente se reproduce esa obra no figurativa que Yorozu ejecutó entre 1912 y 1913. Si tenemos en cuenta que las primeras pinturas cien por cien abstractas las realizaron en 1911 el ruso Kandinski (1866-1944) y el checo Kupka (1871-1957), debe reconocerse el mérito de Yorozu. Recién comenzado el periodo Taishō, los artistas japoneses ya no estaban muy atrasados respecto a los movimientos vanguardistas europeos.
Yorozu Tetsugorō: Sin título, 1913, óleo sobre tela, 24x35 cm. Museo de la Prefectura de Iwate, Morioka.

Esa obra abstracta de Yorozu se titulaba Mu dai, es decir, Sin título, algo muy adecuado para un cuadro abstracto. En él y rompiendo con la tradición pictórica japonesa, Yorozu manipulaba sutilmente la superficie de óleo para crear una especie de vibrantes oleadas de color, por una vez no confinadas entre líneas.
El óleo que se muestra en la reproducción siguiente es otro ejercicio pionero del pintor japonés. En este caso se trata de un sugerente juego cubista que cuando se expuso por primera vez en 1917 levantó enfervorizadas críticas.

Yorozu Tetsugorō: Mujer reclinada, 1917, óleo sobre tela, 162x112 cm.
Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

La importancia de la obra de Yorozu no radica tanto en la forja de un estilo propio, como en la constante y atrevida experimentación con técnicas y estilos. Desde el primer momento, cuando todavía era estudiante, el artista japonés reconoció la influencia que ejercieron en sus planteamientos las obras de Van Gogh y Matisse, algo que en el Japón de 1912 resultaba realmente innovador.

Umehara Ryūzaburō (1888-1986)
Umehara Ryūzaburō estudió en el taller de Asai Chū antes de marchar a París en 1908, donde conoció a Renoir y Picasso, entre otros. Precisamente, el pintor malagueño le recomendó que viajara a España para familiarizarse con un tipo distinto de luz. En 1913 regresó a Japón.
Uno de los rasgos más evidentes de la obra de Umehara es su fuerte cromatismo, una característica que algunos especialistas consideran que es una influencia del ambiente que se respiraba en el negocio de su familia en Kioto, un local donde se realizaba el teñido y estampado de telas para kimono.
Tal y como manifestó él mismo varias veces, Umehara quedó muy pronto prendado del color y optimismo que desprendían los cuadros de Renoir, de quien fue pupilo y admirador incondicional; algo parecido a lo que le ocurrió cuando conoció los murales de Pompeya, lugar que visitó en 1912 por recomendación de su maestro francés. Los frescos de Pompeya, que copió y estudió in situ, le inspiraron una serie de obras que tituló Narciso. Una de ellas se reproduce en la ilustración siguiente.
Umehara Ryūzaburō: Narciso, 1913, óleo sobre tela, 75x59 cm. Museo Nacional de Tokio.

Las figuras de Umehara no pueden negar la influencia de Renoir. Incluso él mismo escribió:
“Últimamente, no sé bien cuánto de mi obra es mío y cuánto es de Renoir”. Una duda que puede resolverse contemplando el óleo de la ilustración siguiente. A diferencia de Yorozu, de quien hablé en el artículo anterior, Umehara fue fiel a un único estilo que fue depurando y refinando a lo largo de su extensa carrera.
Umehara Ryūzaburō: Desnudo parcial, 1913, óleo sobre tela, 51x41 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Kioto.

Cuando Umehara visitó Pekín en 1939, quedó impresionado por la prestancia de los edificios de la ciudad. A partir de los apuntes que tomó durante su estancia en China, una vez en su país, pintó numerosos óleos donde dominaban el rojo y verde aplicados con vigorosas y espesas pinceladas, algo que se aprecia en la ilustración siguiente.
Umehara Ryūzaburō: El palacio de Tzu-chin-ch’eng, 1940, óleo sobre tela, 59x45 cm. Fundación Eisei bunko, Tokio.

En la última etapa de su vida, Umehara intentó fusionar las posibilidades de su paleta impresionista con las de los pigmentos tradicionales japoneses. Para ello, no dudó en mezclar ambos medios en busca de nuevos efectos. De esa época es la obra de la ilustración siguiente, unos años durante los cuales el artista realizó un giro radical en su obra. Fue entonces cuando abandonó su temática preferida, la figura humana, para dirigir su mirada al paisaje.
Umehara Ryūzaburō: El volcán Asama en otoño, 1959, temple sobre papel, 22x31 cm.
Museo Municipal de Arte de Kioto.

Yasui Sōtarō (1888-1955)
Yasui Sōtarō estudió pintura occidental en el taller de Asai Chū, donde tuvo de compañero a Umehara. Ya dije al hablar de este último que ambos coincidieron en muchas cosas, amén de ser buenos amigos. Nacieron en la misma ciudad y en entornos familiares semejantes, de jóvenes estudiaron en el mismo instituto, se encontraron en París a principios de siglo y, tras la guerra, los dos impartieron clases en la Escuela de Bellas Artes de Tokio. Pero, a pesar de todas esas semejanzas, su obra y su personalidad fueron muy diferentes.
En 1907, Yasui viajó a París, donde asistió a la misma academia de pintura que su amigo Umehara. Durante su estancia de ocho años en Francia, descubrió la obra de Pisarro, la de Matisse y sobre todo la de Cézanne, un artista que le impresionó enormemente.
Cuando la Primera Guerra Mundial le forzó a regresar a Japón en 1914, Yasui se convirtió en uno de los personajes más notables del panorama artístico japonés. Sin embargo, seguramente debido al diferente ambiente que se respiraba en su país respecto al que conoció y al que se había acostumbrado en la capital francesa, entró en una profunda depresión que duró una década y durante la cual apenas nada salió de sus pinceles.
Yasui Sōtarō: Retrato de mujer, 1930, óleo sobre tela, 115x87 cm.
Museo Nacional de Arte Moderno de Kioto.

Las pinturas más reconocidas de Yasui son los retratos. La reproducción anterior es de una de las primera obras que realizó el artista tras superar su crisis creativa. En ella aparecen ya muchos de los rasgos que definen su estilo: elegancia del personaje, valor formal del kimono, fondos de tonos neutros y un marcado interés por extraer todas la posibilidades expresivas del trazo. Respecto a este último elemento, comprobamos que a pesar de que la línea ya no delimita tan claramente los objetos como en la pintura tradicional japonesa, desempeña un notable papel en la composición del cuadro, generalmente centrado en representar el diseño de la vestimenta.
Yasui Sōtarō: Retrato de Ching Jung, 1934, óleo sobre tela, 71x57 cm.
Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

En el retrato de la ilustración anterior, Yasui encontró la forma de complementar la técnica realista occidental con la tradición pictórica de su país; me explicaré. En este cuadro ya no aparecen colores densos y pastosos, pues no le habrían servido para plasmar las sutilezas del estampado, en este caso un vestido no japonés, sino chino. Gracias a esa ligereza, Yasui logró con el óleo la misma frescura que hubiera obtenido empleando medios tradicionales nipones.
Había alcanzado ya un nivel en el que la técnica no le suponía obstáculo alguno para su expresividad.
Por otro lado, la composición de esa obra está llena de “toques” japoneses. El fondo es un telón neutro y vacío donde apenas existen sombras, la silla y el cojín del respaldo están delineados con trazos que cierran parcialmente su color, y el claroscuro es muy sutil, casi inapreciable, resaltando de esa manera la importancia de las superficies planas, una constante en la pintura tradicional del Japón.
La ilustración anterior muestra uno de los pocos paisajes que Yasui realizó durante el año en que Japón se embarcó en la guerra del Pacífico contra Estados Unidos. Se trata de una obra Yasui.
Yasui Sōtarō: El monte Yakedake, 1941, óleo sobre tela, 52x64 cm. Museo de Arte Menard, Komaki, prefectura de Aichi.

La ilustración anterior muestra uno de los pocos paisajes que Yasui realizó durante el año en que Japón se embarcó en la guerra del Pacífico contra Estados Unidos. Se trata de una obra donde resulta muy fácil rastrear las reminiscencias de la serie de cuadros que su admirado Cézanne realizó sobre la montaña de Sainte Victoire cuando vivió en Aix. Uno de ellos se reproduce a continuación.
Paul Cézanne: La montaña de Santa Victoria vista desde Bibénius, c. 1897, óleo sobre tela, 65x81 cm. Museo de arte de Baltimore.

En la ilustración siguiente vemos un retrato de la nieta de Yasui, en el cual intentó plasmar la frescura, despreocupación y vitalidad de una modelo que, por obvias razones, difícilmente podía quedarse quieta. Precisamente, lo que el artista buscaba era diferenciar esa obra de otras similares realizadas por encargo y en las que, según sus propias palabras, a pesar de la adecuada técnica, podían carecer de espontaneidad y vitalidad.
Yasui Sōtarō: Nieta, 1950, óleo sobre tela, 90x71 cm.
Museo Ōhara de Kurashiki.

En los dos últimos artículos he hablado dos artistas, Umehara y Yasui, que marcaron el panorama pictórico nipón de la década de los treinta del siglo XX. Ciertamente, esos años ya no pertenecían al periodo Taishō, que finalizó en 1926, pero el arte nunca se ha dejado encasillar ni en fronteras geográficas ni en temporales, por mucho que se haya intentado.

Las asociaciones de artistas
Por poner una fecha, se podría decir que 1920 marcó un hito en la evolución de la pintura japonesa más rompedora. Por un lado, en ese año se fundó la Asociación de Arte Futurista, conocida como Mirai-ha (su nombre completo era Mirai-ha bijutsu kyōkai), cuyos socios rechazaban frontalmente el sistema institucional que giraba en torno a la Escuela de Bellas Artes de Tokio. Por otro, en octubre de ese mismo año, se inauguró en Tokio la Exposición de Pintura Rusa en Japón, donde se exhibieron más de cuatrocientas obras de artistas como Malevich (1879-1935) y Tatlin (1885-1953). Esa misma muestra se presentó más tarde en Kioto y Osaka, lo que permitió a muchos japoneses descubrir la producción de casi treinta pintores del país eslavo que abarcaban un amplio abanico de tendencias, desde el primitivismo al suprematismo.
La década de los veinte en Japón fue muy fructífera en movimientos que repudiaban las corrientes pictóricas occidentales más tradicionales. Además de la Mirai-ha, en 1922 se fundó el grupo denominado Action, cuyo nombre japonés (Akushon) era la transcripción directa de la palabra inglesa, y que como su predecesora también desapareció pocos años después. Pero la asociación que más actividad desplegó durante esa década fue Mavo, fundada en 1923 poco después de haberse disuelto la Mirai-ha.
El ambiente de los dorados veinte propiciaba todo tipo de investigaciones y experimentos pictóricos y que no pocos artistas se incorporasen sucesiva o incluso simultáneamente a varias asociaciones que proponían diferentes planteamientos o teorías. A partir de hoy y durante unas pocas semanas comentaré la obra de algunos de ellos.

Kanbara Tai (1898-1997)
El manifiesto futurista de Marinetti (1876-1944) se tradujo al japonés en 1909, el mismo año de su publicación en Francia, un hecho que demuestra que los japoneses estaban al día de lo que acontecía en la Europa más inquieta y vanguardista. Cuando, en 1916, Kanbara Tai lo descubrió quedó tan impresionado que no dudó en ponerse en contacto con el italiano y mantener con él una larga correspondencia durante años.
Sin embargo, a Kanbara no le interesaba demasiado el aspecto meramente mecanicista de lo que proponía Marinetti, sino que prefería interpretar el dinamismo de manera más emocional y próxima al fauvismo, dos posiciones que parecen contradecir los estereotipos que solemos asignar a italianos y japoneses.
Kanbara estuvo muy relacionado con las dos asociaciones mencionadas, Action y Mavo, y precisamente en 1922 redactó el manifiesto fundacional de la primera.
Durante la década de los veinte, el artista japonés realizó una serie de obras de flamígeras formas abstractas, como las que aparecen en las dos ilustraciones siguientes, cuyos títulos aludían a piezas musicales.
Kanbara Tai: Corrientes de vida, creación musical, Sinfonía nº 35, 1919. Óleo sobre tela, 116x90 cm. Museo Municipal de Arte de Tokio.

En el óleo de la fotografía anterior, Kanbara creó una casi crepuscular atmósfera que debía producir en el observador sensaciones semejantes a las que sugería su título, unas impresiones abstractas y casi físicas como las que se experimenta al escuchar una composición musical.
Kanbara Tai: Sobre El poema del éxtasis de Scriabin, 1922-25,
óleo sobre tela, 117x90 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

La fotografía anterior es de una obra realizada en los años veinte que también incorporaba una alusión musical, que en este caso resultaba muy explícita y tenía que servir de guía para percibir determinadas sensaciones al escuchar la pieza a la que se refiere su título.
Kanbara Tai: Notas de un pesimista C, 1923, óleo sobre tela, 60x50 cm.
Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

La ilustración anterior y la siguiente son de sendos cuadros que forman parte de una extensa serie titulada Notas de un pesimista. En ella, Kanbara creó amplias superficies de color con una paleta más oscura de lo habitual en él, aunque no por ello menos sutil.
Kanbara Tai: Notas de un pesimista E, 1923, óleo sobre tela, 60x50 cm.
Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

Las composiciones de Kanbara Tai son fruto de su personal interpretación del futurismo italiano y ruso pasada por el filtro de su desbordante vena expresiva. En todas ellas, a pesar de su abstracción, late el impulso vital de un gran artista.

Koga Harue (1895-1933)
Koga Harue tuvo, como muchos de sus colegas, una corta vida, que en su caso quedó marcada por una insistente sucesión de tristes acontecimientos. Todavía muy joven, vio como su compañero de habitación se suicidaba; en 1920 su único hijo nació sin vida, y en 1924 su mujer fallecía de una enfermedad.
Los primeros años de la corta carrera de Koga pueden interpretarse como un indeciso recorrido por diversos movimientos europeos como el primitivismo o el cubismo, o quizás como una simple fase de aprendizaje antes de forjarse un estilo propio. De cualquier forma, después de una serie de obras creadas a mediados de los veinte, en las que la influencia de Paul Klee (1879-1940) era palpable, a finales de esa década realizó los que, en mi opinión, son sus mejores cuadros.
Koga Harue: Una sencilla noche de luna, 1929, óleo sobre tela, 117x91 cm. Museo de Arte Bridgestone, Tokio.

El óleo de la ilustración anterior es de una de las obras de Koga que preludian su última fase abiertamente surrealista. La yuxtaposición, aparentemente aleatoria, de los diferentes elementos de la composición no deja de resultar poética.
Koga Harue: El Mar, 1929, óleo sobre tela, 130x162 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

Sin duda, la obra más reconocida de Koga es la titulada El mar, un optimista collage visual sobre los avances técnicos de la época. Un dirigible, un centro fabril y un submarino, curiosamente seccionado para mostrar su interior, eran los emblemas de la sociedad moderna, a la que parece saludar una inesperada bañista que parece a punto de saltar al agua.
Para la figura de esa mujer, el artista se inspiró en una foto de la actriz americana Gloria Swanson, en la que aparecía de puntillas en la cubierta de un yate y con ese atuendo. La instantánea era de una escena del corto mudo titulado Teddy at the Throttle, de 1917. Teddy era el perro que vemos tras ella con las patas sobre el timón, es decir, "al acelerador" del bote.
Koga Harue: Paisaje en el mar profundo, 1933, óleo sobre tela, 129x161 cm. Museo de Arte Ōhara de Kurashiki.

De 1933, el año de su muerte, es la obra reproducida en la fotografía anterior, una buena muestra del surrealismo que se puso de moda en Japón tras la traducción de los manifiestos de André Breton en 1930.

Nakahara Minoru (1893-1990)
Nakahara Minoru se graduó en el Instituto Nipón de Odontología en 1915 y completó sus estudios de esa especialidad en Harvard en 1918. A continuación se trasladó a Francia, donde, además de servir en el cuerpo médico del ejército, decidió estudiar pintura. Cuando regresó a Japón en 1923, ingresó como profesor en el instituto donde había estudiado de joven. A partir de ese momento alternó su profesión como dentista con su afición por el arte pictórico.
Nakahara, Minoru: El nacimiento de Venus, 1924, óleo sobre tela, 115x90 cm.
Colección particular. Foto en The Dream of a Museum, 120 years of the concept
of the “bijutsukan” in Japan. Museo de Arte de la prefectura de Hyōgo, 2002.

La anterior reproducción es de la obra más conocida de Nakahara. Cuando, en 1924, la presentó en la segunda exposición de Action, levantó duras críticas de los vanguardistas más puristas, quienes le acusaban de plagio por el empleo de una iconografía demasiado similar a la de los alemanes George Grosz (1893-1959) y Otto Dix (1891-1969), artistas que realizaron su producción más representativa durante la década de los veinte.
No se puede negar que, además de los rótulos escritos en alemán, el uniforme del soldado que aparece en el centro de la zona inferior, el individuo con frac, el violín y otros muchos elementos de su composición reflejan un ambiente claramente germano, incluso podría decirse que berlinés. No había nada en el cuadro que recordara, aunque fuera mínimamente, un ambiente nipón; sin duda, un hecho que, para los más radicales, resultaba poco justificable en una obra no abstracta de un artista japonés.
No obstante, creo que no se puede negar el impacto que produce ese óleo. El contraste casi brutal que genera la anónima mujer, con su medio cuerpo escarlata, entre la gran cantidad de elementos de colores grises y terrosos es evidente. Son los símbolos de una sociedad ensimismada ante los nuevos placeres que le aportan los felices veinte, una situación que recuerda los tiempos cuando el también efímero “mundo flotante” nipón se reflejaba en los grabados ukiyo-e.
Nakahara, Minoru: Cielo y tierra. (Atómico nº 1), 1925, óleo sobre tela, 196x200 cm. Colección particular. Foto en The Dream of a Museum, 120 years of the concept of the “bijutsukan” in Japan. Museo de Arte de la prefectura de Hyōgō, 2002.

En la obra de la ilustración anterior, también conocida con el título de Cosmos, Nakahara empleó los mismos métodos para ensamblar objetos abstractos que hacían referencia a su título, aunque esta vez lo hizo de forma algo menos abigarrada. El resultado recordaba el surrealismo onírico occidental.
Llegado a este punto, después de haber comentado, muy sucintamente, la obra pionera de Kanbara, Koga y Nakahara, me gustaría hablar de la producción artística surgida alrededor de una de las más notables asociaciones de artistas japoneses de los años veinte de la pasada centuria. Me estoy refiriendo a MAVO.

Murayama Tomoyoshi (1901-1977)
Murayama Tomoyoshi nació en el seno de una familia de médicos y profesores, aunque no demasiado solvente desde el punto de vista económico. Tras el fallecimiento de su padre, la vida del joven Murayama creció bajo dos importantes influencias. Por un lado, la del entorno cristiano de su madre, gracias al cual conoció la cultura y arte europeos. Por otro, la de sus contactos con importantes activistas sociales que conformaron sus tendencias contestatarias.
En el fondo, Murayama fue un autodidacta en lo que se refiere a la pintura. Primero practicó la acuarela y más tarde se inició en el óleo; pero lo que marcó indeleblemente su futuro como artista fue su viaje a Berlín en febrero de 1922. Por esos años, la capital alemana atravesaba una enorme crisis económica y en su ambiente artístico imperaba la crítica y el activismo social del dadaísmo anarquista, representado por George Grosz y Otto Dix, entre otros.
De vuelta en Japón, Murayama comenzó a publicar artículos sobre arte y a exponer sus obras. En mayo de 1923, presentó una serie de cuadros en una muestra que tituló, en japonés y alemán, Pequeñas obras de constructivismo consciente de Maruyama Tomoyoshi.
La que aparece en la ilustración siguiente es la única de las que incluyó en esa exhibición que ha llegado hasta nuestros días.
Todas las reproducciones que incluyo en este artículo pertenecen al libro de Gennifer Weisenfeld: Mavo. Japanese artists and the avant-garde, 1905-1931. Berkeley: University of California Press, 2002.
Murayama Tomoyoshi: Dedicado a las hermosas jóvenes, 1922, collage y óleo sobre tela, 93x80 cm. Colección particular.

Ese cuadro de Murayama es una superposición de formas, unas planas y otras con efecto de claroscuro; guarismos de palabras y números, y elementos en collage, como el trozo de tela acolchada con aspecto de L invertida. Su composición tiene poco que ver con el título de la obra, excepto por haberlo rotulado en el lado izquierdo de la tela con unas sorprendentes letras de estilo gótico en sentido vertical.
A partir de ese momento, Murayama elaboró una teoría, que denominó del constructivismo consciente, en la cual repudiaba el realismo al tiempo que proponía un sistema basado en una abstracción no necesariamente anti figurativa. En el fondo, era un rechazo directo del postimpresionismo y del expresionismo.

El nacimiento de Mavo
El bautizo del grupo Mavo se produjo en julio de 1923 cuando se reunieron, además de Maruyama, cuatro artistas adscritos al movimiento futurista (la asociación Mirai-ha): Yanase Masamu (1900-1945), Ogata Kamenosuke (1900-1942), Ōura Shūzō (1890-1928) y Kadomaki Shinrō (1900-1924).
Como los fundadores de Mavo nunca aclararon suficientemente de dónde provenía el nombre que habían otorgado a su asociación, muy pronto aparecieron varias teorías al respecto, algunas incluso basadas en declaraciones del propio Maruyama. Como he dicho ya varias veces en otros artículos, siempre que se da este tipo de casos resulta interesante, e incluso divertido, conocer algunas de esas hipótesis.
La más extendida de esas teorías afirmaba que el vocablo Mavo surgió como resultado de lanzar al aire papeletas en las que se había escrito, en alfabeto romano, cada una de las letras de los nombres de los participantes en aquella reunión del mes de julio de 1923. Sin embargo, a partir de ese punto, vuelven a existir divergencias entre las diferentes hipótesis sobre cómo se eligieron únicamente cuatro de ellas. Unas consideraban que se escogieron las caídas en la mesa donde estaban reunidos. Otras sostenían que se seleccionaron las más cercanas o quizás las más alejadas. Sin embargo, con la aparición de la V en la palabra MaVo se producía una contradicción: esa letra no existe como tal en la transcripción de ningún vocablo japonés.
Ante ese inconveniente, había quien decía que en la reunión fundacional también estaba presente la pintora rusa Varvara Bubnova (1886-1983), una artista que vivió en Japón de 1923 a 1958. Curiosamente, si hubiese sido así, también se habría tenido que hacer la transcripción al alfabeto romano de su nombre, que en cirílico se escribe Bapвáрa, sin ninguna “v”, aunque es cierto que esa “в”, en el idioma eslavo, es una consonante fricativa que suele transcribirse empleando la “v”.
Creo que en este blog ya he dicho bastantes veces que me resulta divertido conocer las elucubraciones que llegan a pergeñarse para intentar demostrar teorías preconcebidas que muchas veces están basadas en simples suposiciones. O ¿es que no es posible que semejantes artistas, iconoclastas como el que más, eligieran el nombre de otra forma aún más aleatoria? Pero volvamos a la pintura.

La primera exposición de Mavo
Casi inmediatamente, la recién nacida Mavo organizó una exhibición en la que se aceptaba a todos los pintores rechazados por la Nika-kai.* Con ello pretendía mostrar su deseo de hacer tabla rasa y enfrentarse no solo a los estilos ya aceptados oficialmente y a las organizaciones institucionales, sino incluso a los movimientos pretendidamente vanguardistas que se apoyaban en reglas establecidas y fijas. El espíritu rupturista de Mavo quedaba patente ya desde esos inicios.
* La Nika-kai, o Grupo de la Sección Segunda, fue una agrupación de pintores fundada en 1914 con el fin de organizar exposiciones de los artistas que habían sido rechazados por los salones e instituciones oficiales.
Muy pocas obras de esa primera muestra de Mavo han llegado hasta nuestros días y de otras solo ha quedado constancia fotográfica. Una de las primeras es la que se muestra en la siguiente ilustración, precisamente un óleo que Murayama había pintado en Europa y que acarreó consigo en su regreso a Japón.
Murayama Tomoyoshi: Retrato de una joven judía, 1922, técnica mixta y óleo sobre tela, 40x27 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

Se trata de una obra muy similar a la que he comentado en primer lugar, Dedicado a las hermosas jóvenes, y que como ella tiene la particularidad de incorporar textos hebreos y jugar con efectos ilusionistas que representan objetos tridimensionales pegados al lienzo a modo de collage.
Otra de las piezas que Murayama expuso en esa muestra, y de la que solo existe constancia gracias a una fotografía, debió resultar para el público de la época verdaderamente inverosímil. Se trataba de la obra que se reproduce en la siguiente ilustración y que superaba el concepto de pintura para convertirse en un cúmulo de “objets trouvés” al estilo de Duchamp.
Murayama Tomoyoshi: Trabajo empleando flor y zapato, 1923, técnica mixta, obra perdida. Fotografía del catálogo de la primera exposición Mavo.

Murayama utilizó una vieja caja de madera que convirtió en un insólito escaparate, en el cual un elegante zapato femenino de tacón y un ramillete de flores con un lazo parecían encontrarse fuera de contexto. Guiándonos por la fotografía de la obra, en el fondo de esa especie de cajón también se vislumbran unas figuras y una caligrafía.

A pesar de que 1923 fue el año de nacimiento de Mavo, por lo que realmente se recuerda esa fecha es por el devastador terremoto que arrasó Tokio apenas un mes después de clausurar la primera exposición de la asociación.
La imperiosa necesidad de acometer los trabajos de reconstrucción en una ciudad que había perdido dos terceras partes de sus edificios y más de 150.000 habitantes, estimuló los ímpetus radicales, tanto sociales como artísticos, de Mavo. No voy a comentar aquí los planteamientos políticos de la asociación y sus artistas ante esa situación; solo hablaré de unas pocas de sus propuestas, algunas de ellas realmente insólitas.
El año 1924 fue uno de los más efervescentes en la actividad de Mavo. Sus integrantes organizaron sendas exposiciones en los meses de julio, noviembre y diciembre, en las cuales, además de presentar rotativamente la obra de sus artistas, ofrecieron un tipo de actuaciones que podrían considerarse un insólito precedente de los happenings que aparecerán cincuenta años más tarde.
Todas las fotografías que incluyo en este artículo pertenecen al libro de Gennifer Weisenfeld:
Mavo. Japanese artists and the avant-garde, 1905-1931. Berkeley: University of California Press, 2002.
Sumiya Iwane, Okada Tatsuo y Takamisawa Michinao: Danza, 1924,
fotografía aparecida en el número 3 de la revista Mavo.

De la ilustración anterior puede extraerse una ligera idea de lo insólito que debían de ser en esa época semejantes acciones, algo que hoy consideraríamos sin más como una verdadera performance. Se trata de una fotografía realizada en agosto de 1924 y que apareció en el número tres de la revista Mavo de septiembre de ese año. En ella vemos a Okada Tatsuo (1900-1935) y Sumiya Iwane (1902-1995) en calzoncillos y en un precario equilibrio haciendo la vertical y a Takamisawa Michinao (1899-1989) colgado boca abajo con los brazos en cruz.
Está documentado que ese tipo de acciones de los artistas de Mavo se convertían en improvisadas coreografías sobre un acompañamiento musical ejecutado por los mismos integrantes del grupo, quienes empleaban los más insólitos objetos a modo de instrumentos, siguiendo algunas de las propuestas futuristas del italiano Luigi Russolo (1883-1947).
Seguramente, las escenificaciones sin significado aparente que realizaba Mavo eran aportaciones personales de Maruyama y fruto de su estancia en Alemania de 1922 a 1923, donde pudo asistir a espectáculos de danza de Mary Wigman (1886-1973) y teatrales de Max Reinhart (1873-1943). Gracias a ello, el pintor pudo ir más allá de su especialidad y adentrarse en el campo del teatro, de la música y de la danza. Como resultado, muchas de las actuaciones de los integrantes de Mavo eran productos que echaban mano de diversas especialidades artísticas, mezclándolas, pero sin ánimo de fusionarlas de forma ortodoxa.
A pesar de la implicación inicial de Maruyama en la organización de Mavo, su dedicación a las acciones extrapictóricas comentadas provocó que, poco a poco, se fuera introduciendo más y más en el mundo del arte escénico, un medio que desde su estancia en Alemania le atraía por su potencial integrador.
Quizás el definitivo punto de inflexión se produjo cuando Maruyama diseñó la escenografía para la obra De la mañana a la noche de Georg Kaiser (1878-1945), estrenada en diciembre de 1924 en el Pequeño Teatro de Tsukiji, verdadero panteón del nuevo teatro japonés. La pieza de Kaiser era una muestra del expresionismo alemán que se había estrenado en su país en 1919. La fotografía siguiente es de ese montaje teatral.
Murayama Tomoyoshi: Escenografía para De la mañana a la medianoche de Georg Kaiser, representada en diciembre de 1924 en el Pequeño Teatro de Tsukiji.

En su trabajo, Maruyama organizó las escenas de la obra en zonas diferenciadas dentro de un único decorado con varios niveles. La abigarrada yustaposición de temas figurativos, motivos abstractos, geométricos y tipográficos la extendió incluso al vestuario de los personajes. Su escenografía no podía negar su parentesco constructivista, algo muy lógico porque ese mismo año Maruyama había traducido un ensayo de Kandinsky (1866-1944) titulado Sobre la composición de la escena.
Ese gradual distanciamiento de Maruyama de la actividad pictórica de Mavo y las desavenencias entre algunos miembros del grupo provocaron el abandono de varios de ellos y, finalmente, la definitiva desaparición de la entidad en 1926.
Murayama Tomoyoshi: Construcción, 1925, óleo y técnica mixta sobre madera, 84x112 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

En la ilustración anterior se reproduce una obra pictórica realizada mediante lo que suele denominarse técnica mixta, debido a la cantidad de elementos heterogéneos utilizados en su ejecución. Por un lado, Maruyama empleó objetos reciclados por su apariencia desgastada y envejecida y, por otro, rompió el teórico marco proyectando fuera de él uno de los listones de su collage.
La revista Mavo Los integrantes de Mavo publicaron, entre 1924 y 1925, siete números de una revista titulada con ese mismo nombre. Su ideario se planteaba llegar al límite del conocimiento y de la pasión mediante la poesía, la danza, el teatro, la pintura y la arquitectura. Por cierto, no he comentado que, a raíz del terremoto de Tokio de 1923, la actividad de Mavo en este último campo fue notable, aunque discutible.
El aspecto tipográfico del boletín resultó verdaderamente innovador para la época, como no se podía esperar menos de los integrantes del grupo. En su interior se incluían tanto reproducciones como originales de pintores, artículos literarios, traducciones de ensayos europeos, manifiestos y referencias a artistas vanguardistas del Viejo Continente, con especial hincapié en los constructivistas rusos.
Como ejemplo de su radicalismo, en la ilustración siguiente se muestra la portada del número de septiembre de 1924 de Mavo, una verdadera proclama de radicalidad. En ella, además de textos con diferente cuerpo, tamaño y orientación, aparecía un collage de etiquetas comerciales, pelo humano e incluso un petardo que la censura obligó a retirar. En los magazines de 1924 predominaban los artículos sobre artes plásticas, pero a partir de junio de 1925 las colaboraciones literarias ocuparon gran parte de su contenido.
El fuerte compromiso ideológico de sus integrantes, provocó que los enfrentamientos entre los anarquistas y los marxistas se volvieran insostenibles en 1926, año de la completa disolución de Mavo.
Portada del nº 3 de la revista Mavo, septiembre de 1924, collage de pelo humano,
etiquetas y un petardo que la censura ordenó retirar. Colección particular.

Pintura moderna japonesa: la pintura yōga del periodo Shōwa
El ambiente del periodo Shōwa hasta 1945
El periodo imperial Shōwa fue el más largo de todo el siglo XX, pues abarcó desde 1926 hasta 1989. Sin embargo, en sus más de 60 años existen dos etapas claramente diferenciadas: la que abarcó de 1926 hasta el final de la Guerra del Pacífico en 1945 y la que discurrió desde esa fecha hasta 1989. Hoy solo hablaré de esa primera fase, pues la segunda tuvo unas características muy, pero que muy diferentes en todos los aspectos.
Aunque oficialmente el periodo Shōwa comenzó en 1926, el ambiente social y artístico durante sus primeros años apenas se diferenciaba del que había reinado en el anterior, el Taishō. Sin embargo, en la década de los treinta, la atmósfera que se respiraba en el país comenzaba a cambiar. Primero, la gran depresión de 1929 afectó a Japón profundamente.
Luego, una serie de decisiones políticas y militares desembocaron, fatalmente, en la debacle atómica.
La situación social y económica a lo largo de la década de los treinta y durante la primera mitad de los cuarenta, no resultó nada favorable para la creación artística. Cómo fue evolucionando ese ambiente lo descubriremos viendo las tendencias de la pintura japonesa durante esos años.

El final de una época
Cuando estaba finalizando la década de los veinte, a grandes rasgos, los medios pictóricos más avanzados y comprometidos se dividían en dos grupos. En un lado se encontraban los que insistían en continuar con la renovación formal. En el otro, aparecían los que consideraban que el único avance lo podía ofrecer el arte proletario y de izquierdas. Sin embargo, ambos no tardaron mucho en encontrarse en el mismo bando cuando tuvieron que enfrentarse a un sistema que rechazaba las propuestas de ambos.
La enorme variedad de planteamientos que coexistían en esos años hacía que, como en el periodo Taishō, aparecieran y desaparecieran numerosas asociaciones de artistas con ímpetus renovadores, pero casi siempre de muy corta vida.
Voy a presentar la obra de unos pocos creadores que, de una u otra forma, consiguieron que los logros obtenidos con ímprobos esfuerzos desde principio de siglo no se perdieran en el enrarecido ambiente que se respiraba esos años. Algunos de ellos pudieron proseguir su carrera artística tras la contienda mundial, otros no tuvieron la suerte de sobrevivirla.
Debo dejar bien sentado que la selección que hago no presupone ningún tipo de
minusvaloración de la obra de los que no aparezcan en esta serie, todo lo contrario. Las elecciones son siempre discutibles y sobre todo muy variables, pues dependen del momento e incluso del estado de ánimo de quien las hace. No obstante, intentaré que los hoy ausentes sean protagonistas de mis artículos en otra ocasión.

Fukuzawa Ichirō (1898-1992)
Fukuzawa Ichirō fue uno de esos pintores que formaban parte de casi todas las asociaciones de artistas que aparecieron en los años treinta. De familia solvente, Fukuzawa pudo viajar a París en 1924 y permanecer en la capital gala hasta 1933. Eso le permitió conocer en persona a Giorgio de Chirico (1888-1978), Max Ernst (1891-1976) y el surrealismo. Cuando regresó a Japón, se dedicó a escribir artículos y libros sobre ese movimiento, del cual él mismo reconocía que tenía gran influencia en su propia obra. Incluso afirmaba que era un estilo especialmente adaptado a la mentalidad japonesa.
El cuadro que se muestra en la ilustración siguiente lo creó Fukuzawa en París, cuando la influencia de Chirico y Ernst en su pintura era evidente. Collages, encuadres insólitos (aunque muy familiares para un japonés como vimos en mi serie sobre el grabado japonés), ambientes enigmáticos y un cierto humor e ironía, ausentes en la producción de los europeos, eran algunos de los rasgos de su obra en esos años.
Fukuzawa Ichirō: Los profesores durante la reunión tienen el espíritu en otra parte, 1930, óleo sobre tela, 81x117 cm. Colección del artista.

Fukuzawa Ichirō: Poisson d’avril, 1930, óleo sobre tela, 116x80 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

En 1930 se tradujo al japonés Le surrealisme et la peinture de André Breton (1896-1966), manifiesto publicado en Francia dos años antes. Gracias a Fukuzawa y al crítico Takiguchi Shuzō (1903-1979), a mediados de la década de los treinta, el surrealismo ya había calado en muchos pintores nipones. Igualmente, aunque con algo más de retraso, la abstracción también comenzaba a ganar adeptos gracias a la labor de otro inquieto artista: Hasegawa Saburō, de quien hablaré en el siguiente artículo.
La obra de Fukuzawa a finales de los años treinta se volvió mucho más violenta y comprometida, y en 1941, ya iniciada la contienda mundial, fue arrestado por supuestas relaciones con el movimiento comunista. Su producción, una vez finalizada la guerra, reflejaba la desesperanza tras una experiencia desoladora.
Fukuzawa Ichirō: Grupo de figuras vencidas en la batalla, 1948, óleo sobre tela, 194x259 cm. Museo de Arte Moderno de Gumma.

El óleo de la fotografía anterior es una de las obras más apreciadas de Fukuzawa. También se conoce como Guerra perdida o incluso Nación derrotada; pero, en cualquier caso, su alegato en contra de la guerra no parece limitarse a Japón, dado que los cuerpos amontonados no tienen constitución nipona, ni siquiera sus cabelleras son de color negro. El tema más bien parece desarrollarse en cualquier sitio del planeta, sin especificar ninguno en concreto.
Los cuerpos se amontonan, se entrelazan. Seguramente algunos ya están muertos. La sangre fluye por el terreno. Sus rudas anatomías forman una pirámide humana de la que, con toda seguridad, solo unos pocos saldrán vivos. Así parece indicarlo el cielo azul que quizás presagia tiempos mejores, aunque unos nubarrones de extraños colores aún recuerdan lo sucedido.
Entre 1952 y 1954, Fukuzawa inicia un largo viaje por Europa y Latinoamérica, y a finales de los años setenta crea una serie de litografías basadas en las corridas de toros que permiten compararlas con las de Picasso sobre el mismo tema.
Fukuzawa Ichirō: Aleteo de muleta roja, de la serie Corrida de toros española, 1979,
litografía, 76x56 cm.

En las reproducciones que incluyo de la serie consagrada a la corrida de toros, vemos que Fukuzawa siente la necesidad de “salpicar” con manchas de tinta los momentos más peligrosos, y también vistosos desde el punto de vista plástico, de la corrida. Curiosamente, frente a la espontaneidad del trazo y la simplificación del detalle de la obra picassiana, el japonés parece sentirse empujado a ejecutar nerviosas, casi indecisas, líneas y pormenorizar los adornos de los vestidos de luces.
Fukuzawa Ichirō: Picadores de la serie Corrida de toros española, 1979, litografía, 41x57 cm.

Hasegawa Saburō (1906-1957)
Después de finalizar sus estudios en la Universidad de las Artes de Tokio, Hasegawa Saburō viajó durante varios años por Estados Unidos y Europa, donde logró exponer en el Salon d’Automne de París en 1930. Cuando volvió a su país, en 1932, participó muy activamente en la fundación de varias asociaciones vanguardistas.
Durante la década de los treinta, Hasegawa trabajó con formas geométricas y colores de una manera insólita en Japón. Ejemplo de esa fase es la pintura de la ilustración siguiente. Sin lugar a dudas, su obra anterior a la guerra mundial fue una de las más notables de entre los artistas no figurativos de su país.
Hasegawa Saburō: La huella de la mariposa, 1937, óleo, 130x163 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Kioto.

Hasegawa Saburō: Formas, 1937, óleo y collage, 39x50 cm. Konan Gakuen.

En los años cincuenta, Hasegawa viajó frecuentemente a Estados Unidos para impartir conferencias y clases en varias universidades, así como para asistir a sus exposiciones y otras actividades, por lo que pudo conocer a muchos artistas de la vanguardia americana del momento. Fue en esa época cuando, superando las influencias de Kandinsky que aparecían en su obra primera, volvió su mirada hacia medios y técnicas japonesas tradicionales, renunciando al empleo del óleo y del color, pero manteniendo su fidelidad a la abstracción. La ilustración siguiente es de una pintura de esa fase de su carrera.
Hasegawa Saburō: No-figura, 1953, tinta sobre papel, 129x70 cm.
Museo de Arte Moderno de la Prefectura de Hyōgo, Kōbe.

La ilustración anterior muestra una obra realizada con tinta china sobre papel y pensada para colgar, como los tradicionales kakemono. Las manchas y salpicaduras nos recuerdan la obra de Sesshū, pero también la de los pintores expresionistas abstractos o tachistas, que Hasegawa conoció personalmente en esos años.
Otro notable exponente de la abstracción japonesa de preguerra fue Murai Masanari.

Murai Masanari (1905-1999)
Nada más graduarse en la escuela de bellas artes en 1928, Murai Masanari viajó a París, donde permaneció hasta 1932. Allí conoció, entre otros, a su colega Fujita Tsuruharu, artista polémico nacionalizado francés y a quien tendré que dedicar un artículo en otro momento.
Una vez en Japón, Murai organizó con Hasegawa diversas sociedades de artistas. A lo largo de su larga vida, mantuvo su ideario no figurativo, fundando y asociándose en numerosas agrupaciones de pintores abstractos.
En los años treinta, Murai creó una serie de óleos de gran tamaño que tituló Urbano o Ciudad, como el de la ilustración siguiente. En ellos organizaba composiciones con rectángulos vacíos, unos con gruesos bordes y otros rellenos de color, que distribuía aleatoriamente sobre un fondo uniforme y neutro. Una de las interpretaciones posibles, basadas en su título, era que se intentaba aludir a la visión de una gran urbe desde lo alto. La obra siguiente pertenece a esa serie.
Murai Masanari: Urbano, 1937, óleo sobre tela, 233x72 cm. Museo de Arte Moderno de Tokio.

Ya en la posguerra, a partir de la década de los cincuenta y durante más de treinta años, Murai siguió trabajando con formas abstractas y tonos planos. De esa fase resultan especialmente sugerentes sus litografías de grandes superficies de color y limpia factura. La obra que se muestra en la ilustración siguiente fue realizada por un Murai casi octogenario.
Murai Masanari: Sin título, 1984, litografía, 60x50 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

Para acabar, aunque por supuesto sin agotar el tema, voy a comentar la obra de uno de los miembros de la asociación que dije habían fundado Hasegawa y Murai, me refiero a Onosato Toshinobu.

Onosato Toshinobu (1912-1986)
Onosato Toshinobu no empezó a practicar la pintura hasta 1932 y fue uno de los primeros integrantes de la Asociación de Artistas Libres. En 1942 fue llamado a filas y no regresó a Japón hasta 1948. Su obra anterior a la guerra, escasa pero de gran interés, marcó la línea de exploración en su producción posterior.
La pintura de ilustración siguiente es de un óleo de 1940 donde ya se aprecian los elementos en los que Onosato centró su investigación a lo largo de una carrera siempre basada en la abstracción geométrica.
Onosato Toshinobu: Círculos blancos y negros, 1940, óleo, 116x89 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

En esa obra, el artista juega con la alternancia de dos únicos colores, blanco y negro, no solo desplazando los rectángulos y círculos de uno a otro, sino incluso haciendo que el tradicional fondo vacío japonés, por una vez, sea negro.
El óleo de la ilustración siguiente puede incluirse en la colección que Onosato realizó en la segunda mitad del siglo XX y en la que mantuvo su línea de investigación con círculos y cuadrados. En este caso incluyó como fondo una sutil rejilla polícroma que produce un efecto casi hipnótico. 
Onosato Toshinobu: Tres negros, 1958, óleo, 162x132 cm. Museo de Arte de la prefectura de Aichi, Nagoya.

Como vemos, estos artistas, y otros muchos, a pesar de haber iniciado su andadura pictórica en los años treinta o principios de los cuarenta, desarrollaron gran parte de su carrera durante la segunda mitad del siglo XX.

Ai Mitsu (1907-1946)
Ai Mitsu fue uno de los numerosos artistas japoneses que cambió de nombre varias veces.
Realmente se llamaba Ishimura Nichirō, pero en 1923, al comenzar sus estudios de pintura, adoptó el alias artístico de Aikawa Mitsurō. Tres años más tarde, cuando recibió el primer premio en la tercera muestra de la Nika-kai, decidió acortar su apodo y dejarlo como Ai Mitsu.
El óleo que aparece en la fotografía siguiente es, en mi opinión, una de las obras más impresionantes de la época que, además, tiene algo en común con el Grupo de figuras vencidas en la batalla de Fukuzawa Ichirō, ejecutado ya en la posguerra, en 1948.
Ai Mitsu: Paisaje con un ojo, 1938, óleo, 102x193 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

El cuadro de Ai Mitsu muestra un sombrío paisaje en un ambiente crepuscular y misterioso donde, inesperadamente, surge un enorme ojo que parece espiarnos. La inquietante atmósfera que se crea en el óleo nos produce una sensación que nos permite imaginar el agobio que debieron experimentar muchos de los artistas de vanguardia durante esos años.
Recordemos que a finales de los treinta, la situación política y social en Japón comenzaba a ser crítica.
Durante sus apenas dos décadas de carrera, Ai Mitsu estudió los estilos de muchos artistas europeos que admiraba. Matisse, Roualt, Van Gogh y otros creadores inspiraron e influyeron en su obra en distintos momentos, algo por otro lado muy frecuente en pintores japoneses del primer tercio del siglo XX.
Ai Mitsu: Autorretrato, 1944, óleo, 79x47 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio.

El autorretrato que se muestra en la ilustración anterior es uno de los muchos que realizó Ai Mitsu y una de sus últimas obras antes de ser llamado a filas y enviado a China, donde falleció a los pocos meses, en enero de 1946.
Voy a comentar ahora la obra de otro de los artistas de esta época que, en mi opinión, refleja de manera extraordinariamente sincera y emotiva su compromiso ante el paulatino deterioro de la situación política y social de Japón en los años treinta y cuarenta. Pero con solo esa postura no se hace arte, un término que sin duda debe aplicarse a la obra de Matsumoto Shunsuke.

Matsumoto Shunsuke (1912-1948)
El verdadero apellido de Matsumoto Shunsuke era Satō, pero cuando se casó en 1936 decidió cambiárselo por el de su mujer, Matsumoto. Desde 1935, fecha en la que presentó por primera vez su obra, y hasta 1943 expuso cada año en la Nika-kai.
La primera época de Matsumoto suele calificarse como azul por el predominio de ese color en su paleta. El cuadro de la ilustración siguiente pertenece a esa fase. En él, con claras influencias de Rouault y Grosz, se crea una atmósfera irreal que envuelve a unos personajes distantes y aislados que pululan en un entorno urbano.
Matsumoto Shunsuke: Ciudad, 1940, óleo sobre tabla, 90x116 cm. Museo de Arte de la ciudad de Shimonoseki. Foto

La reproducción siguiente es de un óleo en el que Matsumoto ya comienza a distanciarse de los modelos europeos para adentrarse en la abstracción, un estilo del que huirá muy pronto.
Los tonos blancos de esta obra recuerdan la técnica de Fujita, un artista del que tendré que hablar en otra ocasión, pero de quien comenté un cuadro en este artículo dedicado a la bomba atómica de Hiroshima.
Matsumoto Shunsuke: Composición, 1941, óleo sobre tabla, 60x45 cm. Museo de Arte Moderno de la Prefectura de Kanagawa, Kamakura.

En 1941, Matsumoto, consciente de la situación de su país, escribió un artículo en la revista Mizue, titulado “Artistas vivos”, en el que mostraba claramente su oposición a un asfixiante régimen militar que quería imponer sus propias reglas a los artistas.
Matsumoto Shunsuke: Retrato del pintor, 1941, óleo sobre tela, 162x112 cm. Museo de Arte de Miyagi, Sendai.

La obra de la ilustración anterior es una muestra de los temas intimistas elegidos por Matsumoto durante la contienda mundial. En ella aparece el propio autor, su mujer y, casi oculto, su hijo. En el fondo se vislumbra un frío paisaje del centro de Tokio. Los tonos son terrosos, casi monocromos. La pose casi mayestática del artista adquiere una monumentalidad cercana, consecuencia de la asunción de su papel como pintor. Su mirada rehúye la del espectador y se dirige a un más allá invisible, pero que se nos antoja esperanzador. Matsumoto no fue alistado debido a su sordera, pero las noticias que recibía de sus amigos en el frente le empujaban a intentar mantenerse a la altura de ellos en su trabajo, sin duda mucho menos arriesgado. Desde su posición, el compromiso social de
Matsumoto fue en todo momento modélico.
Los paisajes forman un corpus muy importante en la producción de Matsumoto. Sus cielos son opacos, sin sol que ilumine un entorno urbano abatido por la desesperanza. Algunas de esas obras han quedado inacabadas, como la que muestra la ilustración siguiente. Un paisaje que rezuma silencio, con un cielo de un color que no presagia nada bueno. En el centro, bajo la aparentemente inestable estructura del puente, aparece una solitaria silueta de un hombre con sombrero. A pesar de la enorme desolación que emana del entorno que nos presenta Matsumoto, el cuadro no deja de tener un hálito intimista.
Matsumoto Shunsuke: Puente en Y, 1944, óleo sobre tela, 80x65 cm. Matsumoto kan.

El sentido de la responsabilidad de Matsumoto le llevó a crear en 1943, en plena contienda, una asociación de artistas que bautizó como Sociedad del hombre nuevo. Gracias a su enorme ímpetu, logró organizar varias exposiciones en 1943 y 1944, algo insólito en una sociedad que por esos años estaba padeciendo las penurias más extremas a causa de la guerra. Para poder exponer, solo se impuso una condición a los pintores: sus cuadros no debía reflejar situaciones bélicas.
Matsumoto Shunsuke: Elefante, 1943-46, óleo sobre tela, 31x14 cm.
Museo de Arte Moderno de la Prefectura de Kanagawa, Kamakura.

El compromiso no beligerante de Matsumoto se mantuvo una vez finalizada la contienda mundial. En los primeros años de posguerra, surgieron muy pronto enfrentamientos entre los artistas que habían colaborado con el régimen militarista, en la mayoría de los casos la única forma de subsistencia posible para ellos, y los que se habían negado a costa de grandes sacrificios y penurias.
Sin embargo, Matsumoto, uno de los pocos opositores que intentó y consiguió que la actividad artística llegara a las gentes a modo de un mínimo y emotivo analgésico, se mostró una vez más como un noble e independiente árbitro que proponía a sus colegas olvidar las rencillas y volcarse en su trabajo: pintar y organizar exposiciones para el pueblo. En las situaciones más angustiosas el arte se convierte en un alimento imprescindible.
Matsumoto Shunsuke: Niño, 1944, óleo sobre tela, 27x22 cm. Museo de Arte Okawa, Gunma.

En 1946, Matsumoto publicó, corriendo con los gastos, un manifiesto que tituló Llamada a todos los artistas de Japón. En él proponía la creación por todo el país de cooperativas de artistas para organizar una red de galerías de exposiciones en el mayor número de ciudades.
Matsumoto falleció con solo 38 años, trucando la prometedora carrera de un gran pintor y, sobre todo, de una persona noble que ofrecía su arte al pueblo japonés cuando este se encontraba en sus peores momentos. El retrato de la ilustración anterior refleja muy bien su deseo de un mundo mejor.
Matsumoto Shunsuke y Ai Mitsu, a pesar de su corta vida y escasa producción, fueron dos artistas que al margen de disputas sobre teorías pictóricas, supieron ofrecer algunas de las más sentidas y emotivas obras de arte de las dos décadas más negras de la historia japonesa.
Su pintura nos emociona como pocas. Sin aspavientos de ningún tipo, los crepusculares ambientes de Ai Mitsu y los desolados paisajes urbanos de Matsumoto nos turban, nos estremecen, nos conmueven como sin duda les ocurría a los japoneses en esos años.
Con este final, quizás un poco triste, doy por finalizada esta serie sobre la pintura japonesa de estilo occidental entre 1868 y 1945. No dude el lector que seguiré avanzando en la historia del arte nipón hasta llegar a nuestros días, pero creo que es momento de tomarse un respiro.

Los otros estilos de pintura japonesa
Desde finales del siglo XIX, los artistas que se dedicaban a la pintura de técnica occidental tenían frente a sí a otros colegas con planteamientos diferentes y que se agrupaban en dos bandos. En un lado estaban los que seguían utilizando los medios y estilos tradicionales. En el otro se situaban los dedicados casi exclusivamente al grabado.

Próximo Capítulo: Cerámica y Porcelana japonesa

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