JUAN de
VALDÉS LEAL
(Sevilla, 1622-1690)
Pintor barroco español activo
en Córdoba y Sevilla. Artista fecundo y de poderosa inventiva, pero
desigual en el acabado de sus obras, es conocido fundamentalmente por los dos «jeroglíficos de las postrimerías» pintados
hacia 1672 para la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla, donde
aún se conservan. Relacionadas con el muy barroco tema de la vanitas,
extendido por la mayor parte de Europa, las alegorías Finis gloriae
mundi (El fin de las glorias mundanas) e In ictu oculi (En un
abrir y cerrar de ojos) ilustran el pensamiento de Miguel de Mañara,
renovador de la Hermandad de la Santa Caridad, según lo dejó escrito en
su Libro de la Verdad, además de completar el programa iconográfico de
la capilla, integrado por el Santo Entierro del retablo mayor y la
serie de las «obras de misericordia»
pintadas por Murillo, con las que forman un conjunto coherente. No
obstante, lo macabro de su asunto —y la fuerte personalidad del pintor—
resultaron perjudiciales para su fama póstuma y facilitaron que se le acabase
atribuyendo cualquier pintura en la que apareciese un cadáver en descomposición
o la cabeza cortada de un santo, incluso si se trataba de pinturas de calidad
ínfima. Convertido en «pintor de los
muertos», como lo llamó Enrique Romero de Torres, parecían convenirle
todos los asuntos lúgubres y repulsivos, al tiempo que con tintes románticos se
agrandaba y hacía más profunda la rivalidad con Murillo, su contemporáneo, al
suponerse a Valdés un temperamento iracundo y soberbio opuesto al pacífico
carácter de su rival.
Hijo de Fernando de Nisa, o Niza, natural según
la partida matrimonial de Torres Nuevas en Portugal, cuyo oficio
se desconoce, y de Antonia Valdés, sevillana, hija de Bartolomé Díaz e Inés
Leal, fue bautizado el 4 de mayo de 1622 en la parroquia de San Esteban de
Sevilla. Se ignoran las circunstancias de su formación y el momento en que se
trasladó con su familia a Córdoba, pero es posible que lo hiciese tras
completar el aprendizaje del oficio, lo que en opinión de Alfonso E. Pérez
Sánchez podría haber tenido lugar en el taller de Francisco de
Herrera el Viejo, y completarse ya en Córdoba en el de Antonio del
Castillo, cuya influencia se advierte en sus obras tempranas.
Primera
estancia en Córdoba (1647-1649)
No se tienen noticias documentales del pintor,
posteriores a la partida de bautismo, hasta abril de 1647 cuando cerca de
cumplir los 25 años se publicaron las amonestaciones matrimoniales en la
iglesia de San Vicente de Sevilla. El 14 de julio, dispensado de las últimas
amonestaciones, contrajo matrimonio en Córdoba con Isabel Martínez de Morales.
Según Palomino, que la llama «Doña Isabel de Carrasquilla» y la dice de
familia muy ilustre, también ella fue pintora al óleo. El padre de la novia,
Pedro Morales de la Cruz, maestro cuchillero con tienda abierta figuraba
inscrito como hijodalgo en el padrón de nobles. El matrimonio se
instaló en la calle de la Feria, en la casa con taller que Valdés tenía
arrendada desde mayo, cerca de la casa de sus suegros. También en 1647 se
documenta el primer contrato de obra, firmado el 7 de junio con Fernando de
Torquemada por la ejecución de doce pinturas sobre cobre, cuyos asuntos no se
especificaban. Ese mismo año, además, firmó y fechó con precisión el monumental San
Andrés de la iglesia de San Francisco de Córdoba, cuadro que
Palomino llamó célebre, con la figura del santo de tamaño mayor que el natural
«y a los pies un libro, como caído all
descuido, y descompuesto con un desaliño muy caprichoso». El solemne
naturalismo de su figura, sumario dibujo y reducida gama cromática,
características en las que se advierte la influencia de Herrera el Viejo, se
manifiestan también en otra obra temprana: el Arrepentimiento de san
Pedro, de la que se conocen al menos tres versiones, la mejor de ellas en
la iglesia de San Pedro, en la que contrajo matrimonio, que es la única de
las versiones en la que el apóstol aparece de cuerpo entero, y de tres cuartos
la conservada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
San Andrés, 1647, óleo sobre lienzo, 281
x 172 cm, Córdoba, Iglesia de San Francisco.
El Arrepentimiento
de san Pedro, 1612
Óleo sobre lienzo. Parroquia de San Pedro de
Sevilla
Juan de Valdés Leal pintó, muchos años después
que Juan de Roelas, el mismo tema de la Liberación de San Pedro por el
ángel. La primera de estas obras se encuentra en la parroquia de San Pedro de
Sevilla, pintada en 1612, y la de Valdés Leal está en la Catedral hispalense, y
fue pintada en 1665. En las dos obras se aprecia un mismo contraste entre la
luminosidad del ángel que se aparece, y la tiniebla de la cárcel en que está
San Pedro iluminado por la luz celestial.
Juan de Valdés Leal nació en Sevilla en 1622, y
aunque estudió pintura en los talleres de Córdoba, volvió a Sevilla en 1656. En
esta ciudad realizó una inmensa cantidad de obras, para España y para Hispano-
américa. De las hechas para América, destacada la Serie de la Vida de San
Ignacio, pintado para la Iglesia de San Pedro de Lima, entre 1674 y 1675, de
más calidad artística que la misma Serie de la Vida de San Ignacio, que
había pintado entre 1660 y 1664, para la Casa Profesa de los jesuitas de
Sevilla (actualmente en el Museo de Bellas Artes).
Del cuadro de La liberación de San Pedro por el
ángel escribe el profesor Enrique Valdivieso: Es ésta una de las pinturas
más fogosas y dinámicas de Valdés Leal, destacando en ella, sobre todo, la
figura del ángel, que es uno de los mejores logros de su producción.
Además de la fuerza luminosa y dinámica del
ángel resalta el contraste con la tiniebla dela que emerge San Pedro, con un
gesto de súplica anhelante. El rostro del apóstol, iluminado por la claridad
angélica, es una mezcla de pasmo y estremecimiento, corroborados con la mano
alargada en la misma dirección que le indica la mano del ángel.
Pinturas
para las franciscanas de Santa Clara de Carmona
En 1649, año de la peste, abandonó Córdoba y no
reaparecerá documentalmente hasta un año después, cuando en diciembre de 1650
arriende unas casas en la calle de las Boticas de Sevilla, en la parroquia de
Omnium Sanctorum. En la misma collación residían su madre y su padrastro, Pedro
de Silva, al que la documentación llama alquimista y
en ocasiones platero, del que en
mayo de 1651 salió fiador para el arriendo de su propia casa. No se conoce,
no obstante, ningún contrato de pintura que justifique el traslado a Sevilla ni
hay obras firmadas en estos años y hasta 1653, cuando se fecha la Muerte
de santa Clara de la serie de la vida de la santa pintada para el convento
de las clarisas de Carmona, con las que había firmado el
concierto correspondiente el 1 de diciembre de 1652.
La serie, actualmente repartida entre la
colección March de Palma de Mallorca y
el Ayuntamiento de Sevilla, se conservó en su lugar hasta 1910, cuando fue
adquirida por Jorge Bonsor que
procedió a su restauración y regularizó su tamaño, recortando algunos
fragmentos con ángeles volanderos actualmente perdidos. Originalmente, según
la descripción que proporciona José Gestoso,
constaba de cuatro grandes lienzos pintados para decorar los muros del presbiterio, los dos mayores con remates
apuntados para adaptarse a la forma de arco ojival del
muro. En el lado de la Epístola, en alto, los motivos representados eran, en la
parte superior, La toma de hábito de la santa o El obispo de
Asís entregando la palma a santa Clara, y la Profesión de religiosa,
separados ambos asuntos por una ventana fingida, un pedestal y la figura de un
angelote, y debajo, en formato apaisado, El milagro de santa Inés, la
hermana de santa Clara, cuyo cuerpo adquirió tal peso cuando quisieron impedir
que entrase religiosa, que fue imposible moverla del sitio. En el lado del
Evangelio, en alto, el motivo único era La santa deteniendo a los turcos,
lienzo que fue dividido tras la intervención de Bonsor en dos cuadros, los
ahora conservados en el Ayuntamiento de Sevilla, en los que se encuentran
representados la Procesión de santa Clara con la Sagrada Forma y La
retirada de los sarracenos, originalmente separados por una ventana abierta en
el muro y un lienzo perdido con dos sarracenos huyendo. Por fin, en el mismo
muro, debajo, La muerte de santa Clara, con la aparición de Jesús y la
Virgen acompañados de un coro de vírgenes, lienzo firmado en letras romanas «JOANNES BALDES // FASI-EBAT-1653».
Inspirado el relato iconográfico en La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, la sobriedad y
equilibrio con que se componen las escenas monásticas —aunque alteradas la
composición general y los puntos de vista por los recortes mencionados—
muestran todavía cierta dependencia de los modelos de Herrera el Viejo.
En La muerte de santa Clara, además, como ya advirtiera Gestoso, repite la
composición que del mismo asunto pintó Murillo en
1645 para el convento de San Francisco de Sevilla (Dresde, Gemäldegalerie), aunque los rostros de las
vírgenes de Valdés Leal sean mucho más vulgares y el efecto del conjunto más
artificiosamente sobrenatural, al hacerlas caminar sobre nubes. Pero en
el Asalto de los sarracenos al convento de San Damiano en
Asís o La retirada de los sarracenos, el fragmento más singular de la
serie, en el que lleva a primer plano violentamente iluminados una masa informe
de cuerpos de caballos y sarracenos mortalmente heridos, muestra ya todo el
vigor y tensión barrocos de su estilo maduro.
Procesión
de santa Clara con la Sagrada Forma, 1652-1653
Óleo sobre lienzo. 295 x 295 cm. Ayuntamiento
de Sevilla
Para los muros laterales del presbiterio del
convento de Santa Clara en Carmona (Sevilla) pintó Valdés Leal esta obra en la
que se narra un episodio que tuvo lugar en el convento de San Damiano de la
ciudad de Asís en 1240. El convento fue atacado por las tropas sarracenas que
estaban al servicio del emperador Federico II y santa Clara, gravemente
enferma, se levantó del lecho para formar una procesión junto con las demás
monjas que trasladara una custodia con la Sagrada Forma a las puertas del
templo. Los sarracenos huyeron al contemplar la custodia y santa
Clara salvó el convento. Valdés Leal presenta a las monjas durante la procesión
con gestos absolutamente seguros de la salvación del convento gracias al
traslado de la custodia. Incluso la pequeña novicia que aparece en primer plano
refleja en su rostro el aplomo que caracteriza a sus compañeras, a excepción de
una del fondo que aparece con gesto compungido y temeroso. Posiblemente el
artista contemplara en directo alguna procesión y captara gracias a ella esta
galería de gestos con tanta seguridad. La iluminación en penumbra estaría
identificada con el ambiente oscuro del interior del templo, reforzando el
apagado cromatismo de la pintura las tonalidades oscuras de los hábitos de las
monjas. Sólo la ligera iluminación de las velas animan la escena, resaltando
los rostros de las franciscanas. En la parte superior apreciamos un rompimiento
de Gloria con dos ángeles que dejan caer flores sobre la custodia, reforzando
la seguridad en la salvación de las integrantes del cortejo. En estas figuras
el pintor sevillano se permite cierta licencia cromática que contrasta con el
resto del conjunto.
La
retirada de los sarracenos, 1652-1653
Óleo sobre lienzo. 330 x 325 cm. Ayuntamiento
de Sevilla
Frente a la Procesión de Santa Clara con
la Sagrada Forma se ubicaba esta Retirada de los sarracenos. De esta
manera Valdés Leal cerraba la decoración del presbiterio del convento de Santa
Clara en Carmona. Cuando Santa Clara llevó la custodia a la puerta del convento
de San Damiano en Asís, los sarracenos al servicio del emperador Federico II
huyeron despavoridos de la ciudad. Posiblemente sea éste uno de los trabajos
más representativos del pintor sevillano, apreciándose claramente las
características de la pintura barroca: diagonales cruzadas, escorzos
violentos y una increíble sensación de movimiento, recordando en algunos
momentos a obras de Rubens. Valdés Leal ha conseguido crear la sensación
de un vendaval azotando a los sarracenos que han osado atacar el convento de
San Damiano, lo que provoca que algunos de los soldados se caigan de las
escaleras o el amontonamiento de jinetes y caballos en primer plano. La
violencia y la torsión se apoderan de esta masa de anatomías conseguidas con
éxito, destacando los rostros expresivos de los soldados que imprimen un gesto
de terror ante lo desconocido. Incluso el propio paisaje del fondo acentúa la
potencia de esa fuerza arrolladora, colocando la ciudad de Asís en una
pendiente que simula avanzar hacia los asaltantes. El propio celaje de nubes
tormentosas crea un efecto similar, dotando al conjunto de una sensación de
terror difícilmente superable. La luz dorada empleada ayuda a dotar a esa masa
de jinetes y caballos de mayor fuerza expresiva, como si de una obra teatral de
se tratara en sintonía con las pinturas barrocas que se hacían en Italia o Flandes.
Esa luz, aplicada en violentos impactos, hace vibrar con intensidad los colores
empleados por el maestro.
Segunda
estancia en Córdoba (1654-1656)
En 1654 se le encuentra de nuevo censado en
Córdoba, donde el 26 de diciembre bautizó con el nombre de Luisa
Rafaela a su primera hija, a la que educó en la pintura y el grabado. A
este momento pertenece posiblemente una de las obras más conocidas de su
producción, la llamada Virgen de los plateros (Museo de Bellas Artes
de Córdoba), con la Inmaculada entre san Eloy y san Antonio de Padua
y un rico acompañamiento de ángeles, que por haber estado expuesta a la
intemperie durante más de dos siglos, en la calle de la Platería donde la
citaba Palomino, ha sufrido numerosas restauraciones y perdido parte del color
y los rasgos característicos de los rostros de Valdés. Estos se conservan mejor
en una obra cercana que originalmente estuvo firmada en 1654,
la Inmaculada Concepción con san Felipe y Santiago el
Mayor del Museo del Louvre, cuyos rostros fuertemente
individualizados recuerdan todavía modelos de Herrera combinados con los de
Castillo en el dinamismo de los angelotes de la parte superior. Un retrato de
busto largo sobre fondo neutro de un caballero joven de aspecto severo, con
bigote y barba, conservado en colección particular madrileña, destacable por
ser uno de los escasos retratos pintados por Valdés Leal de los que hay
noticia, se ha identificado con el citado por Palomino como pintado en
Córdoba, donde con algunas otras obras hechas para particulares, afirmaba,
pintó el retrato del hermano de Juan de Alfaro, el doctor Enrique Vaca de
Alfaro, cuando era todavía licenciado, «con
tal viveza, que parece el mismo natural».
En febrero de 1655 contrató con Pedro Gómez de
Cárdenas, comendador del Tesoro de la Orden de Calatrava, caballero
Veinticuatro perpetuo de la ciudad de Córdoba y patrono de la iglesia del
Carmen Calzado, la pintura de los cuadros de su retablo mayor, que se
comprometía a entregar en el plazo de un año bien acabados, de buenos y firmes colores, a toda satisfacción de
hombres peritos en el arte (...) según modelo y dibujo que tengo hecho.
Conservados en la propia iglesia para la que
fueron pintados, aunque su disposición actual no sea la que tenían
originalmente dentro del retablo, consta el encargo de doce cuadros de muy
diverso formato y ambición, dos de ellos —Elías y los profetas de
Baal y Elías y con el Ángel— firmados y fechados en 1658, cuando el
artista residía ya en Sevilla. Se encuentran aquí algunas de las obras más
conseguidas del pintor. El lienzo central de gran tamaño y rematado en medio
punto con San Elías arrebatado al cielo aprovecha muy barrocamente el
motivo del carro de fuego, envolviendo en llamaradas tanto el carro como los
escorzados caballos que lo arrastran entre nubes sobre un amplio paisaje de
luces contrastadas. Interesantes son también los dos pequeños lienzos con las
cabezas cortadas de san Juan Bautista y san Pablo, un motivo del
que no es Valdés el inventor y que responde a una extendida devoción, pero que
ha contribuido notablemente a extender la fama de pintor macabro y a
atribuirle, sin mayor fundamento, otros numerosos lienzos de igual motivo pero
de muy inferior calidad. Los citados lienzos de Elías y los profetas de
Baal y Elías y el Ángel, manifiestan en su estilo más avanzado el
conocimiento de la obra de Francisco de Herrera el Mozo en
la catedral de Sevilla. Pero son los dos lienzos del banco con parejas de
santas de medio cuerpo los que han merecido mayores elogios, ensalzados ya por
Palomino por la belleza y verdad de sus estudios, que «parecen de Velázquez».
La Inmaculada Concepción con San Felipe
y Santiago. 1654. Óleo sobre lienzo, 234 × 167 cm. Museo del Louvre, (París).
Virgen de
los plateros, 1654-1656
Óleo sobre lienzo. 220 cm × 222 cm. Museo de
Bellas Artes de Córdoba
Representa a la Inmaculada Concepción sobre un
regio pedestal de plata y oro, que cincelan varios ángeles. La cabeza de la
Virgen está rodeada de un resplandor y de las consabidas doce estrellas que
casi no se ven. Viste túnica blanca y manto azul sobre los hombros. Se apoya
sobre la luna entera con el creciente más iluminado, lo mismo que ocurre con la
Asunción del Museo del Louvre. En cambio, en la de la Quinta Angustia, pinta
sólo la media luna con los cuernos para abajo. Una de las notas dominantes del
cuadro, lo mismo que en la mayoría de los cuadros marianos de Valdés Leal, es
la abundancia de ángeles que distribuye con claridad desde el suelo hasta la
altura de la cabeza de la Virgen y situándolos en varios planos en profundidad,
combinando los ángeles de cuerpo entero, que abundan en los primeros planos con
las cabezas de querubines más próximos a la cabeza de María. En el fondo, un
grupo de querubines sostiene los atributos simbólicos de la Concepción. En la
parte superior derecha, un ángel sostiene un espejo, en el que se refleja la
figura de la Virgen; más abajo, otro sostiene una rama de olivo, y otro de pie
sobre el suelo porta unas azucenas. En el centro del lado izquierdo, otro ángel
lleva rosas en las manos.
Estos ángeles de Valdés, dice Angulo que
contrastan con los de Murillo. A los lados de la Virgen están, a su derecha,
San Eloy, patrono del gremio de plateros, revestido con capa pluvial y en
actitud orante; un ángel junto a él sostiene el báculo. En la capa de San Eloy
están bordados el Nacimiento, la Anunciación y dos santos. A la izquierda de la
Virgen está San Antonio con el Niño Dios en brazos y mirando ambos hacia el
espectador. También mirando hacia el espectador, en primer término, un ángel
sentado en el suelo muestra un pergamino con la siguiente inscripción: «El
Platero universal/de Dios el Eterno Padre/una joya hizo tal/que en ella puso el
caudal/porque fue para su Madre». El gremio de plateros de Córdoba tenía una
especial devoción a la Inmaculada. En aquellos años en que proclamar la
Concepción Inmaculada de María Santísima era empresa española, y en que las
universidades y ayuntamientos hacían voto de defender la Concepción sin mancha
de María, los plateros cordobeses para poder aprobar a un aprendiz y
autorizarle a ejercer el oficio, les exigían, hasta 1852, que jurasen defender
en público y en secreto «que María Santísima Señora Nuestra fue concebida sin
pecado original». Por tanto, no es de extrañar que el retablo representativo
del gremio, tuviese como tema principal la Inmaculada Concepción. Cuando fue
depositado en el Museo Provincial de Bellas Artes estaba partido en tres
pedazos, y fue restaurado, como hemos dicho, por don Rafael Romero Barros.
En este lienzo hay una cierta contraposición
entre las figuras principales y el grupo de ángeles. Mientras la Virgen, San
Eloy y San Antonio son figuras dotadas de una notable serenidad muy lejana de
los barroquismos del maestro, son los ángeles, numerosos y agitados, los
encargados de dar la nota barroca al conjunto.
Elías
y los profetas de Baal, del retablo mayor de la iglesia de Nuestra Señora del
Carmen de Córdoba. 1658.
Elías y el Ángel, 1658. Óleo sobre
lienzo. 259x151. (Iglesia de Ntra. Sra. Del
Carmen de Córdoba)
Ascensión de Elías. 1658. Óleo
sobre lienzo. Medidas: 567cm x 508cm.
Iglesia del Carmen Calzado. Córdoba
Pinturas para el banco
del retablo del Carmen Calzado de Córdoba
1656. Óleos sobre lienzo, 130 x 184
cm. Palomino decía de estas pinturas del sotabanco, en las que se representaban
santas de medio cuerpo, que estaban «hechas con tanta belleza en dibujo,
colorido, y manejo, que parecen de Velázquez; y sin duda, son hechas por el
natural, porque tienen aquella misma viveza y verdad»
Santa María Magdalena de Pazzis y santa Inés
Santa Apolonia y santa Syncletes
Sevilla:
pinturas para el Monasterio de San Jerónimo
El amplio conjunto de obras pintadas para
el Monasterio de San Jerónimo de Buenavista, firmadas dos de ellas en
1657, justifica el inmediato traslado de la familia a Sevilla donde el 15 de
julio de 1656 arrendó una casa en la collación de San Martín, junto a
la Alameda de Hércules, actuando como su fiador el
arquitecto Francisco de Ribas. Aquí nació su segunda hija, Eugenia María,
bautizada el 13 de septiembre de 1657 en la parroquia de San Martín.
Destinadas originalmente a la sacristía de la
iglesia, las pinturas de Valdés Leal para el Monasterio de San Jerónimo de
Buenavista, en su tiempo extramuros de la ciudad, se agrupaban en dos ciclos:
una serie de cuatro lienzos dedicada a la vida de san Jerónimo y
otra, formada por doce lienzos de formato vertical, con los retratos en pie de
santos y frailes de la orden. Incautados por las tropas del mariscal
Soult y depositados en el Alcázar, en 1812 fueron devueltos al
monasterio aunque se ignora si volvieron todos. Tras la exclaustración de los
frailes decretada en 1835 sus obras de arte se dispersaron y las pinturas de
Valdés Leal, vendidas en parte por los responsables de la custodia del
edificio, se encuentran actualmente repartidas entre diversos museos y
colecciones privadas.
Elogiados por Ceán Bermúdez, que los pone
entre lo mejor que pintó, los cuadros de la serie de la vida de san Jerónimo
—El bautizo, Las tentaciones y La flagelación de san Jerónimo por los
ángeles, conservados en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, firmados y
fechados los dos primeros en 1657, y San Jerónimo disputando con los
doctores, Dortmund, colección Walter Cremer— presentan notables
diferencias y desigual acabado, valorándose especialmente en ellos la riqueza
de color y la franqueza y fogosidad de la pincelada, aciertos compatibles con
algunas incorrecciones en el dibujo y cierta torpeza en la creación del espacio
muy notable en el lienzo del bautizo del santo a los diecinueve años.
Ya Aureliano de Beruete advirtió en la brillantez de los colores con
que están pintados y el tratamiento de la luz la influencia del Triunfo
del Santísimo Sacramento de Francisco de Herrera el Mozo, pintado dos
años antes para la catedral hispalense, que habría potenciado los impulsos
barrocos de Valdés Leal y su predilección por los motivos dinámicos, con los
que acabará de distanciarse de las reposadas y tenebristas composiciones que de
los mismos asuntos había compuesto Zurbarán veinte años atrás para la
sacristía del Monasterio de Guadalupe.
Distinta por la propia naturaleza de sus
asuntos es la serie de los santos y otras figuras venerables de la orden
jerónima, quizá incompleta y dispersa entre el Museo del Prado (San
Jerónimo y un Mártir de la Orden de San Jerónimo, quizá fray Diego de
Jerez), el Museo de Tessé de Le Mans (Santa Paula), el Bowes
Museum, Barnard Castle (Santa Eustoquio), la Gemäldegalerie Alte
Meister de Dresde (Fray Vasco de Portugal), el museo de pintura
y escultura de Grenoble (Fray Alonso de Ocaña) y el de Bellas Artes
de Sevilla (Fray Fernando de Pecha, Fray Fernando Yáñez, El venerable fray
Pedro de Cabañuelas, Fray Alonso Fernández Pecha, Fray Juan de
Ledesma y Fray Hernando de Talavera, obispo de Granada y confesor de
Isabel la Católica). Prescindiendo de los efectismos y colores brillantes de
la serie de la vida de san Jerónimo, obligado por la severidad de los hábitos
monásticos, armoniza valiéndose de las medias tintas las figuras solemnes de
los monjes con los fondos de paisaje en los que con pincelada muy ligera evoca
algún pasaje de la vida del retratado.
Bautismo de san Jerónimo. Valdés
Leal, 1.657.
Monasterio de san Jerónimo de Buenavista.
Las
tentaciones de San Jerónimo. 1657
Óleo sobre lienzo. 222 x 247 cm. Museo BB.AA.
SevillaUna
vez confirmado su genio pictórico en
Córdoba, Valdés Leal se traslada a Sevilla definitivamente en 1656. Al poco
tiempo recibe uno de sus más importantes encargos: la decoración de la
sacristía del convento de San Jerónimo de Buenavista en la que se narraban
episodios de la vida del santo y se representaban a notables religioso de la
Orden jerónima. En una carta a una discípula el propio san Jerónimo narra como
sufría horribles tentaciones durante su estancia en el desierto. La más
habitual era la aparición de hermosas mujeres que bailaban de manera lujuriosa
a su alrededor, rechazando el santo la tentación buscando el refugio en el
Crucificado. Valdés Leal recoge en este lienzo a la perfección la filosofía de
esta carta. Presenta al santo arrodillado, semidesnudo y haciendo contundentes
gestos de rechazo con las manos a las lujuriosas mujeres que se presentan
detrás de él. Las damas danzan y tocan instrumentos que el santo no quiere oír
y concentra su atención en el crucifijo que se presenta sobre una roca, junto a
las Escrituras y la calavera que conforman sus atributos. El rostro de rechazo
del santo contrasta con las actitudes y gestos lujuriosos de las mujeres, lo
que Zurbarán no había conseguido en su cuadro sobre el mismo tema del
convento de Guadalupe. Valdés Leal emplea una pincelada vigorosa y rápida que
no está reñida con el detallismo de los elegantes y ricos vestidos o la
descripción de la naturaleza muerta que aparece junto al santo. No deja de ser
interesante también la descripción del ambiente de la oquedad donde vive el
santo que deja ver al fondo un desértico paisaje.
Flagelación
de san Jerónimo.
1.657. Monasterio de san Jerónimo de Buenavista.La interesante serie de la vida de San Jerónimo
fue realizada por Valdés Leal para decorar la sacristía del convento hispalense
de San Jerónimo de Buenavista. La constituyen dieciocho lienzos en los que se
narran episodios de la vida del Santo y se ensalza la historia de la orden
religiosa con la presentación de sus principales miembros, algunos vinculados a
la vida del propio convento. Se inicia la serie con El Bautismo de San
Jerónimo, firmado y fechado por Valdés en 1.657. Mucho más afortunadas son las
escenas de La Tentación y La Flagelación, espléndidamente
resueltas con la intensidad dramática y vigoroso cromatismo característicos del
pintor. Fuera de España se encuentran los episodios de San Jerónimo
discutiendo con los rabinos y La muerte de San Jerónimo.
San
Jerónimo. 1656 - 1657.
Óleo sobre lienzo, 252 x 133 cm. Museo del
Prado
A lo largo del siglo XVII se pintan
grandes series de cuadros para las órdenes religiosas que incluyen figuras
exentas de santos y escenas de composición más compleja. Es el caso de este
cuadro, que pertenece a una serie de santos realizada hacia 1657
por Valdés Leal para la sacristía del Convento de San Jerónimo de Sevilla,
dispersada en el siglo XIX. A esta misma serie pertenece el
cuadro del Prado, otros cinco del
Museo de Sevilla y otros que se encuentran en Barnard Castle y Grenoble.
Todos ellos comparten características similares:
el santo de pie, visto de abajo a arriba y acompañado de los atributos que le
identifican. En esta ocasión son el capelo cardenalicio, la mesa con recado de
escribir y el león al que curó la pata cuando estaba retirado haciendo
penitencia. La perspectiva y el tamaño dan lugar a una obra monumental y
solemne. La huella del artista es evidente en toda la obra, de una factura, muy
libre y muy segura, que se observa sobre todo en el rostro del santo, de gran
expresividad.
Mártir de
la Orden de San Jerónimo. 1657.
Óleo sobre lienzo, 249 x 130 cm. Museo del
Prado
Obra perteneciente a una serie para el Convento
de San Jerónimo de Buenavista en Sevilla, en la que se describen varios
episodios de la vida de San Jerónimo y se efigia a los principales santos y
frailes de la orden, estando situadas originalmente todas las pinturas en la
sacristía del convento. La presencia de este fraile dentro de la serie jerónima
está motivada por su fama de haber resistido siempre las tentaciones carnales
en defensa de su castidad. La obra capta una presencia juvenil, en cuyo rostro
aparece reflejada una intensa concentración espiritual. El representado lleva
palma con tres coronas, como atributo de su castidad y también un libro que
hace alusión a los estudios teológicos que Fray Diego realizó en
la Universidad de Salamanca hasta que una enfermedad de los ojos le
obligó a abandonarlos, enfermedad que le causó continuos padecimientos a lo
largo de su vida. La escena que se desarrolla al fondo de la composición
coincide con un episodio que el Padre Sigüenza narra, dentro de la
vida de Fray Diego de Jerez, sobre las tentaciones que el fraile hubo de
padecer.
Santa Paula. 1655-1657. 208 x 126 cm
Museo de Tessé de Le Mans
Santa Eustaquio, (óleo sobre lienzo,
cuadro en el Museo Bowes, Barnard Castle).
Años
centrales de su producción: el oficio de pintor
Firmados y fechados también en 1657 se han
conservado el retrato del mercedario fray Alonso de Sotomayor, que
llegaría a ser obispo de Barcelona, retratado en el interior de la iglesia del
convento de la Merced de Sevilla (colección particular), y Los desposorios
de la Virgen de la capilla de San José de la Catedral de Sevilla, donde
parece seguir una composición manierista con las consabidas figuras
cortadas en primer término, alegre color y factura deshecha. Sin aparente necesidad,
no faltándole el trabajo, en enero de 1658 se dirigió al cabildo municipal para
que se le eximiese de la realización del obligado examen como maestro pintor,
alegando que hacía muchos años que practicaba el oficio «en todo lo a el tocante», pero que «por la estrecheça de los tiempos», no había podido examinarse aún.
No tardó el cabildo en concederle la licencia solicitada, por la que se le
autorizaba a ejercer libremente su oficio por espacio de seis meses, y antes
de cumplirse los dos años el municipio lo nombró examinador del gremio de
pintores. No es descartable que la urgencia para contar con la preceptiva
licencia, eximiéndose del examen, respondiese a su deseo de abrir taller para
contratar obras de mayor envergadura y entrar en el negocio de los retablos, a
lo que podía aspirar por su amistad con escultores y retablistas
como Pedro Roldán, de cuya hija Isabel fue padrino de bautizo el 22 de
abril de ese mismo año, el citado Pedro de Ribas, con el que contrató en
noviembre de 1659 el retablo de la iglesia de San Benito de Calatrava,
y Bernardo Simón de Pineda, de quien años más tarde salió fiador en la
contratación de los retablos de Nuestra Señora del Pópolo y del Hospital de la
Misericordia.
Los trabajos
de dorado y estofado que contrató con frecuencia,
titulándose indistintamente maestro del arte de pintor o maestro de dorado y
estofado son, por otra parte, los mejor documentados. En este orden se
consignan a su nombre las labores de dorado del retablo de San Isidoro y de la
mitad de la reja de la capilla de las Angustias de la catedral, 1665; de la
reja de la capilla de la Concepción grande y de la antesacristía catedralicias,
1666; del retablo mayor del convento de San Antonio, 1667; del retablo mayor
del hospital de la Caridad, 1673; del retablo de la capilla de la Piedad en el
convento de San Francisco, 1674; y del retablo mayor del convento de San
Clemente, 1680, entre otras. De la organización del taller en el que sin duda
hubo de apoyarse para abordar estos trabajos apenas se tienen datos. Ya en mayo
de 1658, al poco de recibir la licencia municipal que le autorizaba a trabajar
en todo lo tocante al oficio de pintor, tomó un aprendiz llamado Juan de
Herrera, mozo de dieciocho años natural de Carmona a quien debía enseñar el
oficio en el plazo de tres años. Antes de concluir ese
plazo, en marzo de 1661 consta la recepción de un segundo aprendiz, Antonio
Zamaniego, mayor de dieciséis años, al que siguió en 1663 Francisco Silvestre,
huérfano de doce años que por medio de curador por ser menor de edad se
obligaba a servirle siete años como aprendiz. Por el padrón de 1665 se conoce
también el nombre de un oficial, Manuel de Toledo, de dieciocho años,
residiendo con él. Contó además con la colaboración de sus hijos, Luisa, la
primogénita, y Lucas, nacido en 1661. Elocuente en este sentido es el relato
con tintes milagreros de la intervención de Luisa en el estofado de la
escultura de Fernando III labrada por Pedro Roldán con motivo de las
solemnes fiestas por su canonización: Luisa
Rafaela, hija de Juan de Valdés y de Dª Isabel de Carrasquilla, su legítima
mujer, como estuviese enferma cuando vino a Sevilla la Bula de Beatificación de
San Fernando, año 1671, y hubiesen encomendado a Juan de Valdés la disposición
de altares, pinturas, estofados y obeliscos de la catedral, y hallándose Juan
de Valdés agobiado por tanto trabajo, quedándose por estofar el Santo Rey, que
había de ponerse al culto y veneración pública, hecho por Pedro Roldán, y como
empeorase Luisa de Valdés, esta imploró al auxilio de San Fernando y tomando el
pincel con gran fe cuando le subía la fiebre, quedó de súbito completamente
curada.
Incluso la esposa del pintor, Isabel de Morales
o de Carrasquilla, podría haber participado en el negocio familiar conforme a
lo afirmado por Palomino, como se desprendería del contrato firmado en 1667 por
«Juan de Valdés, maestro pintor dorador y estofador, y Dª Isabel de
Carrasquilla, su mujer, como principales obligados», por el que tomaban a su
cargo el dorado y estofado del retablo mayor de la iglesia del convento de San
Antonio de Padua, con la pintura de las paredes y bóveda del presbiterio y la
hechura a su costa de una imagen de talla de la Concepción.
Fray Alonso de Sotomayor y Caro. 1657. Óleo
sobre lienzo. 225 x 175 cm.
Colección particular. Sevilla
Los
desposorios de la Virgen, 1657
Óleo sobre lienzo. 166 x 271 cm. Catedral de
Sevilla
Tener como cliente a la catedral de Sevilla indicaba
que Valdés Leal estaba entre los artistas más cotizados de la capital andaluza,
comparándose con el propio Murillo. Para la ejecución de esta obra empleó
estampas manieristas flamencas u holandesas de fines del siglo XVI,
adaptando a su estilo estos planteamientos. Al estar dispuesta en alto, la obra
se concibe con una perspectiva "de sotto in su", dirigiendo la mirada
del espectador desde la derecha hacia la izquierda. Los personajes de las
esquinas presentan una acentuado escorzo que se refuerza con los movimientos de
las manos y los brazos que dirigen a la escena principal: los desposorios de la
Virgen y San José. Estas dinámicas actitudes contrastan con el reposo de las
tres figuras centrales, especialmente el sacerdote que une las manos de los recién
casados. Sobre el grupo contemplamos la paloma del Espíritu Santo y en la zona
de la derecha aparecen dos querubines con los lirios en la mano y lanzando
rosas sobre los desposados. En la ubicación de los invitados al desposorio
Valdés Leal da muestras de su ingenio, sobre todo en las figuras de primer
plano que aparecen gradualmente en la composición, para crear la sensación de
haber llegado en ese mismo instante. El personaje de la derecha parece
invitarnos a entrar en el templo y advertirnos con su gesto que la ceremonia ya
ha comenzado. Otros grupos de invitados aparecen detrás de los novios,
separando a hombres y mujeres. La escena se desarrolla en un impactante
escenario arquitectónico típicamente barroco, con columnas salomónicas y
amplios espacios, ampliando la sensación de profundidad gracias a las baldosas
bicolores del suelo. Un amplio repertorio de tonos y las indumentarias
pintorescas de los personajes incrementan el impacto visual de la composición,
utilizando Valdés Leal una pincelada fogosa y deshecha.
Academia de dibujo
Con el patrocinio de Luis Federigui,
caballero de la Orden de Calatrava y alguacil mayor de Sevilla,
Valdés contrató en noviembre de 1659 las pinturas de los retablos de la iglesia
de San Benito de Calatrava, conservadas desde 1922 en la capilla de la Quinta
Angustia de la iglesia de la Magdalena de Sevilla. Gracias a la
descripción de Ceán Bermúdez es posible conocer la disposición original de sus
once pinturas distribuidas entre el retablo mayor y los dos colaterales,
compuestos cada uno de estos por un solo lienzo de mayor tamaño, con
la Inmaculada Concepción y el Calvario. En el altar mayor, a los
lados de una pintura actualmente desaparecida de la Virgen del Císter con
san Benito y san Bernardo, se disponían en el primer cuerpo, San Juan
Bautista, San Andrés, Santa Catalina y San Sebastián, con San
Antonio Abad y San Antonio de Padua a los lados del
arcángel San Miguel en el segundo cuerpo y un Padre Eterno no
conservado en el ático. El conjunto estaba completo en octubre de 1660, fecha
de la carta de pago. Siendo figuras desiguales, elegante la esbelta Inmaculada
y menos felices las tres del segundo cuerpo, pueden destacarse los estudios
anatómicos del San Sebastián y, en mayor medida, del Crucificado,
visto en posición de tres cuartos. Un detallado estudio anatómico se
encuentra también en el Sacrificio de Isaac de colección particular
que hubo de pintar en estos años. La tensión dramática del relato
bíblico encuentra cauce de expresión en la figura del joven Isaac, tendido
de espaldas y en posición escorzada, revelando que en su dibujo partió de un
modelo vivo.
Veamos pues, las pinturas que se conservan en
la capilla del Dulce Nombre de Jesús. El óleo sobre lienzo de El
Calvario (410 x 252 ctms.) se situaba en origen en el retablo colateral
izquierdo de la iglesia de San Benito de Calatrava, por lo que se podría
considerar como un gran cuadro de altar, terminado en medio punto. Nos muestra
un claro ejemplo de la pintura tenebrista de Valdés Leal, además de
un acentuado dramatismo. El eje de la composición es el Crucificado, pero no se
presenta en el centro, sino desplazado hacia la derecha del espectador. No
aparece captado de manera frontal, sino con un leve giro del madero, lo que
provoca una composición más barroca. A sus pies se encuentra junto al madero la
Virgen María y a los lados y arrodillados San Juan Evangelista y María
Magdalena, ambos en una actitud típica de la teatralidad barroca del momento.
En el fondo de la escena y sobre las nubes se abre paso la luna.
El óleo sobre lienzo de la Inmaculada
Concepción (410 x 252 ctms.) hacía pareja con el anterior, pues se
encontraba en el colateral derecho de la misma iglesia. La Virgen se alza
radiante en el centro de la composición sobre cuatro cabezas de serafines y la
Luna creciente invertida. Como es propio de este tipo de representaciones en
ese tiempo, luce un vestido blanco y manto azul celeste al vuelo, está coronada
de estrellas y el astro Sol se sitúa a su espalda, por lo que todo a su
alrededor es un fogonazo de luz. Por tanto, responde a la iconografía de la
Inmaculada apocalíptica. Bajo Ella se muestra un paisaje en el que se integran
varias de las Letanías marianas (fuente, pozo, jardín cerrado, torre, templo,
etc.). Sobre Ella se ubican las representaciones del Espíritu Santo en forma de
Paloma y el Padre Eterno. A los lados, de nuevo hacen acto de presencia más
letanías lauretanas (escalera, espejo, etc.).
El óleo sobre lienzo de San Miguel
Arcángel (143 x 90 ctms.), se situaba en el centro del segundo cuerpo del
retablo mayor de San Benito de Calatrava. Se muestra el Arcángel en plena lucha
con el demonio y por tanto posee una composición muy movida que nos marca una
fuerte diagonal. Es un modelo que Valdés Leal había realizado ya en su etapa
cordobesa y que se basa en un grabado de Gillis Rousselet que
reproduce un original de Rafael. Hace gala Valdés de una pincelada
muy suelta, demostrando gran destreza y rapidez a la hora de la ejecución, lo
que le confiere un gran efecto de movilidad.
El óleo sobre lienzo de la Virgen del
Císter con San Benito y San Bernardo (154 x 100 ctms.) no es el original
de Valdés que estuvo colocado en el centro del primer cuerpo del retablo mayor,
pues fue sustituido por éste a mediados del siglo XVIII. Se puede atribuir al
pintor sevillano Juan Ruiz Soriano. A simple vista se aprecia que en
origen terminaba en medio punto, seguramente para adaptarse a su lugar en el
retablo. Su composición es sencilla y simétrica, destacando en el centro a la
Virgen María con el Niño Jesús en sus brazos, sentada sobre las nubes
tachonadas por cabezas aladas de querubines. Está dando de lactar a San
Bernardo, arrodillado a la derecha del espectador. En el lado contrario y
también genuflexo está San Benito, ambos con la Cruz de Calatrava en el pecho.
Ha sido limpiado y restaurado en 2010 por María Jesús Barroso García de
Leyaristy.
Las seis pinturas restantes (141 x 53
ctms. aprox.) estaban colocadas en el retablo mayor de la iglesia. Representan
a San Antonio de Padua, San Antonio Abad, San Sebastián, Santa Catalina,
San Juan Bautista y San Andrés. Las dos primeras se ubicaban en los
laterales del segundo cuerpo del retablo, mientras las demás campeaban en el
del primero. A excepción de las de Santa Catalina y San Juan Bautista, parece
que terminaban en forma de medio punto, o al menos así se intuye. Están
pintadas sobre tabla a excepción de la del Bautista, que es un lienzo. La de
San Antonio Abad está claramente inspirada en un grabado de Nicolás
Beatrizet que representa a Anaximedes.
Facilitar a los artistas la práctica del dibujo
con modelo vivo para que se perfeccionasen en el estudio del natural es
precisamente lo que perseguían las academias sostenidas por pintores
y escultores, como la creada en la Casa Lonja de Sevilla en enero de 1660,
con Francisco de Herrera el Mozo y Bartolomé Esteban
Murillo como copresidentes y Valdés Leal como diputado, encargado de la
tesorería. Su misión como diputado o alcalde de la pintura era la de recaudar
los seis reales de vellón que los académicos fundadores se comprometían a pagar
mensualmente para los gastos de aceite, carbón y modelo, que cobraba dos reales
por cada noche, por sesiones de dos horas. La implicación de Valdés Leal en
las actividades gremiales es grande en este momento. En febrero de 1661, año
del nacimiento de su hijo Lucas, fue nombrado nuevamente examinador del
gremio de pintores; ejercía al mismo tiempo el cargo de mayordomo de la
Hermandad de San Lucas, cargo al que renunció en febrero de 1663 según consta
en el acta de la reunión de la Academia celebrada el 11 de ese mes. El 25 de
noviembre de 1663 fue elegido por cuatro años presidente de la Academia, cargo
que venía ejerciendo Sebastián de Llanos y Valdés tras la marcha a
Madrid de Herrera el Mozo y la renuncia de Murillo, según Palomino, por no tropezarse
con lo altivo del natural de Valdés, que «en
todo quería ser solo».
Durante su presidencia, cuenta Palomino, un
«pintor tunante italiano» llegado a Sevilla asistió a algunas sesiones de la
Academia en las que dibujó con mucha perfección varias figuras borrando con
miga de pan en el papel que previamente había tiznado
de carboncillo con los dedos. Tal habilidad disgustó a Valdés, que
creyó que se burlaba de la Academia, y le impidió volver a ella, pero el
italiano pintó «por tan extraño camino» un par de lienzos que expuso para su
venta en día de fiesta. Irritado Valdés, le quiso matar, decía Palomino, «cosa, que le afearon todos mucho a Valdés, y
especialmente Murillo; pues dijo, que la soberanía de Valdés era tanta que no
admitía competencia. A tanto como esto llegaba la altivez de su genio».
Pero, salvando lo novelado de la anécdota, estas acusaciones de soberbia y de
altivez, y de dejarse arrastrar por un temperamento violento en oposición al
carácter dulce de Murillo, amplificadas por Ceán Bermúdez y la literatura
romántica, encuentran respuesta en los escasos documentos que permiten
adentrarse en la personalidad del pintor, como el fechado en 1662 por el que
devolvía a su suegro el olivar que había recibido con la dote de su esposa,
diciendo que de bien nacidos es ser agradecidos y que él y su esposa lo estaban
de su suegro, por los favores que de él habían recibido. Su relación con
otros artistas y con quienes contrató obra fue siempre correcta. También en
este sentido Palomino afirmaba que:
era
espléndido, y generoso en socorrer con sus documentos a cualquiera, que
solicitaba su corrección, o le pedía algún dibujillo, o traza para alguna obra
en todo linaje de artífices; a el paso que era altivo, y sacudido con los
presuntuosos, y desvanecidos.
Plenitud
artística: 1660-1670
Los años en torno a la creación de la Academia
fueron para Valdés de intenso trabajo. El mismo año de su fundación firmó la
llamada Alegoría de la Vanidad del Wadsworth
Atheneum de Hartford, cuyo mensaje trascendente completa la Alegoría
de la salvación de la Galería de arte de la ciudad de York. Con el
lenguaje típicamente barroco del género vanitas las pinturas invitan
a reflexionar sobre la fugacidad de la vida, lo inexorable de la muerte y
el Juicio Final, llamando a la práctica de la virtud y a resistir la
tentación. Los consabidos símbolos de la fugacidad de la vida
(putto haciendo pompas de jabón conforme al tópico latino «homo bulla»,
vela apagada, reloj y rosas marchitas), del poder
(tiara, mitra, corona real y cetro), de la riqueza, el ocio
o el placer (joyas, dados, cartas de una baraja y un retrato femenino en
miniatura), se completan con una calavera coronada de laurel, un ángel que
dirigiéndose al espectador descorre una cortina para dejar ver tras ella una
pintura del Juicio Final, inspirada en el bien conocido de Martin de
Vos del Museo de Bellas Artes de Sevilla, y un conjunto desordenado de
libros en cada uno de los lienzos, entre los que se reconocen, en
la Alegoría de la vanidad, los Diálogos de la
pintura de Vicente Carducho, abiertos por el emblema de la tabla
rasa y Le due regole della prospectiva de Jacopo Vignola,
en la edición de Roma de 1611, con los comentarios de Ignacio Danti; y en
la Alegoría de la salvación, El devoto peregrino. Viaje de Tierra
Santa de Antonio de Castillo, impreso en Madrid en 1654, abierto por la
página que muestra el grabado de la iglesia del monte Calvario, junto con
el Símbolo de la fe de fray Luis de Granada, el Triunfo de
la Cruz de Savonarola, Flos Sanctorum de Alonso de
Villegas, Estado de los bienaventurados en el cielo del
padre Martín de Roa, el Arte de bien vivir de fray Antonio de
Alvarado y el Destierro de ignorancia de Horacio Riminaldo en edición
castellana, pequeño diccionario lleno de buenos consejos, lo que indica en
conjunto un buen nivel de cultura libresca.
También firmadas y fechadas en 1660 están dos
pequeñas tablas de procedencia desconocida que fueron adquiridas en 1980 por
el Museo del Louvre. En ellas se representan Las bodas de
Caná y La comida en casa de Simón, pintadas «alla prima» con pincelada ágil y nerviosa y, a pesar de sus
reducidas dimensiones y rápida ejecución, con muy rica variedad de expresiones
y actitudes en los asistentes a los festines, localizados en amplios espacios
arquitectónicos, haciendo demostración de sus dotes narrativas.
Alegoría
de la Vanidad, 1660.
Wadsworth Atheneum de Hartford
Aparece una mesa repleta de objetos que
reflejan la fugacidad de todos los placeres y la inutilidad de las riquezas, el
poder, la sabiduría o la fama. De nada sirven ante el inexorable paso del
tiempo que apartará al hombre de todo lo terrenal.
En primer plano, sobre la mesa, se encuentra un
revoltijo de objetos desordenados que simbolizan la inutilidad de acumular
riqueza, representada en las joyas, las monedas, los dados y los naipes.
También se hallan los conocidos símbolos del poder y la gloria, como son la
mitra, el cetro y la tiara; y del conocimiento científico, representado en los
libros. A la derecha, aparece una calavera coronada de laurel, símbolo del
triunfo de la muerte, junto a un reloj de bolsillo que simboliza el paso del
tiempo. Frente a los libros, unas rosas aluden a lo efímero de la vida, que se
marchita tras la juventud; y a la derecha, una vela apagada significando la
vida que acaba de extinguirse como su llama. Al fondo de la escena, un ángel
levanta la cortina y muestra una pintura con el Juicio Final, advirtiendo que
de nada sirve lo material y el gozo terrenal, pues lo importante es la
salvación. A la izquierda, un querubín hace pompas de jabón, en referencia a la
frase latina Homo bulla est, la brevedad de la vida representada en una
pompa de jabón.
Alegoría
de la salvación, 1660. Galería de arte de la ciudad de York.
En esta, el mensaje indica cuál debe ser el
camino que el alma debe seguir para obtener la Gloria Eterna. De nuevo, un
ángel protagoniza la obra, sosteniendo un reloj de arena que advierte sobre el
paso del tiempo y la brevedad de la vida humana. Con su otra mano, señala en la
parte superior una corona con la inscripción Quam repromisit Deus; es
decir: “la que prometió Dios”. Se
trata de la corona que simboliza la salvación de los que siguen y aman a Dios.
Al fondo, una pintura de la Crucifixión refuerza el sentido de meditación sen
torno a la redención del alma pecadora a través de Cristo. Sobre la mesa en
primer plan están los símbolos de aquellos medios para conseguir esa salvación
y un hombre joven se sienta tras esta; parece estar meditando en torno al libro
sagrado que lee, con un rosario en la mano y un flagelo sobre la mesa en
alusión a la penitencia. Entre los libros religiosos, aparecen unos lirios
representando la castidad.
Las bodas
de Caná, 1661.
Museo de Bellas Artes de Sevilla
Se aprecia un prestante interior, con
cortinajes y columnas salomónicas–, sino por el punto de vista de la misma. El
grupo principal se muestra de perfil, con Cristo a la izquierda señalando a los
sirvientes que van a escanciar el vino, pero que aparecen en un plano inferior
tras bajar unos escalones. Hay un serenidad manifiesta, una decisión tomada a
la hora de perfilar los personajes: claramente en Jesús y María, de manera más
imprecisa en los secundarios y de forma progresiva en función de su alejamiento.
Otras dos –pertenecientes ahora al género de la vanitas–, son
la Alegoría de la Vanidad y la Alegoría de la Salvación, ambas
en el extranjero. Los detalles representados, los elementos incluidos y su
verosimilitud hacen que estas sean consideradas algunas de las obras que
requieren más reflexión en relación con la pintura de Valdés Leal.
La comida en casa de Simón, firmado
«...Baldes fe 1660». Óleo sobre lienzo, 24 x 34 cm, París, Museo del
Louvre.
La Inmaculada Concepción con
dos donantes de la National Gallery de Londres, firmada y
fechada en 1661 en un papel algo arrugado que se encuentra sobre la mesa junto
al donante, sería, en opinión de José Gestoso, «una de sus más hermosas
obras», en la que sus dotes como retratista se demuestran en la convincente
veracidad que manifiestan las fisonomías de la anciana con tocas de luto y del
más joven clérigo que la acompaña, retratados de medio cuerpo en los ángulos
inferiores del lienzo. También firmadas en 1661 están
la Anunciación del museo de la Universidad de
Míchigan y Cristo disputando con los doctores en el Templo, ingresada
en 2013 en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, obra emparejada
originalmente con una nueva versión en formato vertical de las Bodas de
Caná, del mismo año, con la que ha vuelto a reunirse en el museo sevillano, las
tres trabajadas con la pincelada suelta y factura libre que caracterizan la
obra de Valdés a partir de estos años.
El mismo año el cabildo de la catedral de
Sevilla le encargó un lienzo de la Imposición de la casulla a san
Ildefonso para remate del retablo de la capilla de San Francisco ocupado
por el gran lienzo de la Apoteosis de san Francisco de Francisco
de Herrera el Mozo. La composición, sobria y eficaz, centra la atención en las
grandes figuras de la Virgen y del prelado toledano en torno a una diagonal
solo interrumpida por los pliegues y ricos bordados de la casulla. La
existencia de una segunda versión del mismo asunto en la colección March
de Palma de Mallorca, de las mismas medidas y fechada también en 1661,
pero de muy distinta composición, con figuras más menudas y movidas y un
tratamiento del color y de la luz más dramáticos, incorporando en los ángeles
del primer plano los contraluces introducidos por Herrera en Sevilla, es buena
prueba de la notable inventiva del pintor, capaz de desarrollar dos versiones
muy distintas de un mismo tema en un corto espacio de tiempo, al comprobar,
quizá, que la versión de Palma de Mallorca, probablemente la primera, al ser
colocada en lo alto del retablo resultaba poco visible. Del mismo año 1661
son las distintas versiones del Camino del Calvario en las que, en
torno a la figura de Cristo, introduce sutiles variaciones, firmada y fechada
la de la Hispanic Society de Nueva York, de factura más libre y más
concentrada en la figura de Jesús la del Museo del Prado, al prescindir del
acompañamiento de soldados en la lejanía y sumir en tinieblas a las Marías y a
san Juan, y casi abocetada la versión del Museo de Bellas Artes de Bilbao,
de más amplio desarrollo espacial.
Ninguna de las pinturas conservadas se fecha en
1663, año en el que podría haber pintado La flagelación, Jesús condenado a
muerte y La crucifixión para los nichos altos exteriores de la
capilla del Sagrario de la catedral, que al estar expuestos a la intemperie se
encontraban muy dañados ya 1693. También pudo ser en este momento —aunque la
documentación carece de fecha—cuando se obligase a pintar un cuadro de «un
convite de panes y peces» para el refectorio del colegio de San Laureano por
solo el precio del lienzo y bastidor, en agradecimiento a los
frailes mercedarios que a instancias suyas habían cedido a la
cofradía de San Lucas del gremio de los pintores la capilla del Sagrario del
colegio, para que en ella celebrasen sus fiestas y procesiones.
Palomino, informado por Claudio Coello,
cuenta que hacia 1664 Valdés viajó a Madrid para conocer las pinturas de los
palacios reales y del Monasterio de El Escorial, «que admiro mucho», y aunque durante su estancia en la corte no
pintó nada acudió con regularidad a la academia, donde «dibujaba dos, o tres figuras cada noche [...] galantería, que muchos la
han ejecutado por bizarrear». Aunque no se haya podido confirmar por otras
fuentes, ese viaje ayuda a explicar algunas afinidades con Francisco Rizi,
maestro por entonces de Coello, y el conocimiento de la obra de los fresquistas
italianos Colonna y Mitelli que se pone de manifiesto en el
audaz trampantojo de la Apoteosis de la Cruz pintado por
Valdés en la iglesia de los Venerables de Sevilla.
Según la «Carta
Annua» que los jesuitas sevillanos remitieron a Roma en 1665, en
este año se completó y pudo ser colgada en el patio de la Casa Profesa la serie
de pinturas de la vida de san Ignacio en la que, por encargo de los
religiosos, había trabajado desde 1660. Nueve de ellos se guardan en
el Museo de Bellas Artes de Sevilla desde su fundación en 1820 y uno
más —San Ignacio convirtiendo a un pecador— en el convento de Santa
Isabel. Aunque Valdés Leal debió de servirse de alguna biografía del santo
ilustrada, como la Vita P. Ignatii Loyola, publicada en 1590 con estampas
de Hieronymus Wierix, o la del padre Ribadeneyra, ilustrada
por Theodoor Galle y Adriaen Collaert en la
impresión amberina de 1610, fue capaz de recrear sus historias de
forma personal tanto en los tipos humanos como en los ambientes arquitectónicos
y paisajísticos.
Son, con todo, muy escasas las noticias
documentales de interés artístico para estos años en los que nacieron sus
hijos Lucas (1661), María de la Concepción (1664), que profesaría como
monja cisterciense en el monasterio de San Clemente el Real, donde cultivó
también la pintura, y Antonia Alfonsa (1667), y en los que, como se ha citado,
no dudó en contratar obra menor de dorado y policromado para completar los
ingresos familiares, pero todo indica que fueron años de intensa actividad, en
los que también pudo pintar otras obras importantes, como el San
Lorenzo de la catedral de Sevilla, la Asunción de la
Virgen de la National Gallery of Art (Washington
D.C.), Cristo servido por los ángeles del Museo
Goya de Castres y alguna versión de la Inmaculada.
Además, en 1667 se obligó junto con su esposa a
dorar el retablo del convento de San Antonio de Padua y a pintar bóveda y
muros, y en 1668 contrató el dorado del retablo del Hospital de la
Misericordia, obra de Bernardo Simón de Pineda, y la hechura de cuatro
grabados de la custodia modificada de Juan de Arfe por encargo del cabildo.
Inmaculada
Concepción con dos donantes, 1661.
Óleo sobre lienzo, 190 x 204
cm, Londres, National Gallery.
Unas de las dificultadas de pintar a la Virgen
en la contrarreforma es que había que respetar las normas iconográficas de su
representación, en este caso nos muestra a María con un rostro adolescente,
vestida de blanco y azul –simbolizando la pureza y la eternidad–. De acuerdo
con esa doctrina para demostrar que fue concebida sin pecado original. La
Virgen está acompañada de querubines en se desplazan por el lienzo en forma de
“S”, llevan emblemas asociados a la Virgen, como la palma, la rama de olivo, las
rosas, la corona, los lirios y el espejo. El trono en la parte superior de la
escalera probablemente representa el trono de Salomón, el rey del Antiguo
Testamento de Israel. Gran parte de la imaginería asociada a la Inmaculada
Concepción se derivó del Testamento de la vieja canción de los Cantares, una
vez atribuido a Salomón.
Jesús
disputando con los doctores en el templo, 1661
Óleo sobre lienzo. 107 x 80 cm. Museo de Bellas
Artes de Sevilla
La escena recoge un pasaje del Evangelio de San
Lucas (Lucas 2: 41-50) según el cual, en uno de los viajes que la Sagrada
Familia realizaba anualmente a Jerusalén para la celebración de la Pascua
Judía, Jesús desapareció siendo hallado en el templo tres días después. La
obra representa precisamente ese momento en que José y María, a la izquierda de
la composición, lo encuentran disputando con los doctores sobre la ley mosaica.
Forma pareja con Las bodas de
Caná, compartiendo con ella parecido en el tratamiento de la
composición y en la descripción ambiental. El escenario también es una
arquitectura clásica, en este caso decorada con yeserías; en una hornacina
se aprecia una escultura de Moisés que simboliza la Ley Antigua, que Cristo
había de sustituir por la Ley Nueva. Se asemejan también en el colorido, de tonos
cálidos, en el que destaca el rojo de la túnica de Jesús y de los cortinajes;
en los contraluces que crean la alternancia de planos de luz y sombra y también
en la pincelada, rápida y enérgica, que otorga un carácter casi abocetado a la
obra.
Cristo camino
del Calvario. Hacia 1661.Óleo sobre lienzo, 167 x 145 cm. No
expuesto
La superficie del cuadro aparece ocupada casi
en su totalidad por la figura de Cristo, situado en un destacado primer
plano con la intención de reforzar el carácter tridimensional de la composición
y acentuar la representación del sufrimiento. El Nazareno soporta con gran
esfuerzo la Cruz, que apoya pesadamente sobre su espalda. Para no caer al
suelo, Cristo debe apoyarse sobre sus piernas, descansando su mano
derecha en la rodilla izquierda. Aparece representado con una túnica púrpura,
el color de la Pasión, y el pintor ha detallado sobre su superficie varias
manchas de sangre, la más evidente sobre su hombro derecho, donde llevó la
Cruz, así como en el codo del mismo lado, fruto de las múltiples caídas en
el Calvario. Igualmente, unas gotas de sangre caen desde la corona de
espinas manchando su rostro.
La expresión de Cristo muestra al
mismo tiempo resignación, fatiga y sufrimiento, mientras que en segundo
término, la Virgen y otra mujer, posiblemente María Magdalena o la hermana de
la Virgen, lloran apesadumbradas, al tiempo que San Juan lleva su mano derecha
al pecho y nos señala con la otra el acontecimiento. En el lado derecho de la
pintura se abre un paisaje ejecutado con gran libertad, su carácter rocoso e
inhóspito proporciona un marco muy adecuado para esta escena de sufrimiento.
Este tipo de composición es característico
del siglo XVII en España, cuando los pintores y escultores
llevaron a un grado máximo de refinamiento los instrumentos que tenían a su
alcance para mostrar al fiel el patetismo y significado religioso de la escena,
no como una abstracción, sino tal y como si el espectador fuera testigo directo
del acontecimiento mismo, renovándose así con cada visión de la pintura la
historia de la Redención. Esta forma de representación está relacionada con
la compositio loci, literalmente composición de lugar, en referencia a la
práctica de imaginar, el creyente o el pintor, que está realmente presente en
el episodio religioso sobre el que está meditando, tal y como recomendaba el
jesuita San Ignacio de Loyola para la oración.
En esta obra, Valdés Leal utiliza los
matices que le ofrecen el color rojo y el púrpura, llenos de significado en una
escena de la Pasión, empleando además la luz y la sombra para dirigir
nuestra mirada hacia Jesús, imprimiendo a la obra una gran carga
emocional. La creación de esta atmósfera dramática depende, sin embargo, no
solo de su utilización del color, sino también del modo en que el pintor aplica
la materia pictórica. Los contornos no están claramente definidos y la pintura
se extiende a base de grandes superficies de color, con pinceladas rápidas y
nerviosas, creando con ello un ambiente de gran tensión, muy acorde con el tema
representado.
Jesucristo camino
del Calvario y la Verónica. Hacia 1660.
Óleo sobre lienzo, 161 x 211 cm. No
expuesto
La escena podría ser ilustración del
sentimiento religioso sevillano; quizá el encargo le fuese solicitado al pintor
para satisfacer determinadas necesidades devocionales concretas, y para ello ha
utilizado recursos compositivos, de técnica y de iluminación, que insisten en
realzar el carácter terrible del pasaje aquí representado de la Pasión de
Cristo. No se trata de una composición sencilla; con muchos personajes, pintada
en diferentes planos y llena de fuertes diagonales y escorzos es un ejemplo del
triunfo del pleno barroco. La técnica utilizada es de pinceladas largas y
sueltas e incluso atrevidas.
En el primer término
aparece Jesucristo en una de sus caídas camino del Calvario.
El Cirineo, en forzada postura, trata de ayudarle con la Cruz, mientras un
sayón acude a azotarle con violencia. La Verónica, situada a su derecha, ya le
ha enjugado el rostro, que se refleja en el lienzo que lleva en las manos. La
luz, que penetra por el lateral izquierdo, se dirige con fuerza a las caras y a
los brazos, acusando aún más el dramatismo de los rostros, en absoluto bellos, pero sí muy expresivos, y de las
actitudes. El Salvador se vuelve hacia el espectador con expresión triste y
serena, que contrasta con la crispación y el dolor del resto de las figuras.
Pese a la monumentalidad con la que están tratados los personajes, predomina la
sensación de inestabilidad en los mismos. Al fondo, a la derecha, el autor ha
dispuesto un grupo centrado por la Virgen, mostrando su dolor y detrás aún se
representa la comitiva que conduce a los ladrones, cuyas figuras distorsionadas
están tratadas con una factura más rápida y abocetada que en el resto. A la
izquierda, la composición se cierra con dos personajes ataviados con turbantes,
que probablemente aludan al paganismo o al judaísmo, tal como es frecuente en
los pasos procesionales.
Fiestas
en Sevilla por la canonización de Fernando III el Santo
El 3 de marzo de 1671 llegó a Sevilla la
noticia de la canonización de Fernando III el Santo, acogida con regocijo
aunque por hallarse en la Cuaresma las fiestas se aplazaron hasta el
mes de mayo. De ellas dejó una extensa relación Fernando de la Torre
Farfán en el libro que tituló Fiestas de la Santa Iglesia de Sevilla
al nuevo culto del Señor Rey San Fernando el Tercero de Castilla y de León,
impreso en Sevilla, en casa de la viuda de Nicolás Rodríguez el mismo año 1671,
según dice la portada, aunque alguna de las estampas va fechada en 1672. Obra
culminante de la imprenta sevillana, el libro se ilustró con grabados
de Matías de Arteaga, que abrió la lámina de anteportada con la efigie del
rey santo a partir de un dibujo de Bartolomé Esteban Murillo y varias
de las estampas interiores con los dibujos arquitectónicos de la catedral
engalanada, Francisco de Herrera el Mozo, autor del retrato jeroglífico
de Carlos II, el propio Valdés Leal, responsable de las estampas que
representan la ornamentación de la puerta grande y la grandiosa máquina
del triunfo, y sus hijos, Luisa de Morales, de diecisiete años,
y Lucas Valdés, de apenas once, que se iban a encargar de reproducir
al aguafuerte algunos de los numerosos emblemas que lo
decoraban.
En la imaginación y realización de las arquitecturas
efímeras y su ornamentación con destino a los actos festivos el papel de Valdés
Leal no fue meramente el de pintor. Ya Torre Farfán advertía a propósito
del triunfo alzado en la nave mayor de la Catedral, que «todas estas Obras, sus Disposiciones, y
Arquitecturas, se fiaron del cuydado de Iuan de Valdés, y Bernardo Simón de
Pineda, Grandes Artífices Naturales desta Ciudad; Cuya Fábrica será su mejor
Trompa», y así lo reconocía el cabildo en un acta de la sesión celebrada
el 3 de junio, muy satisfechos los canónigos con los resultados, considerando quan excelentemente salió
executada la idea del Triumpho y el adorno interior de la puerta grande y el
summo trabajo y desvelo con que en tan breve tiempo perfeccionaron la máquina
deste cuerpo Juan de Valdés y Bernardo Simón sus architectos.
Para Antonio Palomino, que tenía a Valdés
por «grandísimo dibujante, perspectivo, arquitecto y escultor excelente», estas
dotes se habían puesto de manifiesto en sus trabajos para «aquella celebérrima función tan plausible de la canonización del santo
Rey Don Fernando» en la que «manifestó nuestro Valdés los grandes caudales de
su talento, acudiendo con sus trazas, modelos, y dirección de arquitectura,
ornatos, historias, y jeroglíficos, a tan estupendas máquinas, y tanto número
de oficiales, como concurrieron a el desempeño de tanto asunto».
Pinturas para la
Hermandad de la Caridad
La Hermandad de la Santa Caridad de
Sevilla, establecida hacia 1578 en la capilla de San Jorge de las Reales
Atarazanas, se renovó con el ingreso de Miguel de Mañara, elegido hermano
mayor en diciembre de 1663. Mañara impulsó la finalización de las obras de la
nueva iglesia, en la que se trabajaba desde 1647, promovió la creación de un
hospital para enfermos desvalidos y redactó una nueva regla, aprobada en 1675.
Fue con toda probabilidad el propio Mañara quien formuló el programa decorativo
del nuevo templo, en todo conforme con su pensamiento religioso tal como quedó
expuesto en su Libro de la Verdad, y quien eligió a los artistas encargados
de llevarlo a cabo. Completando el discurso iconográfico, para el que ya
Murillo había pintado seis lienzos con las obras de misericordia, se
encargaron a Valdés Leal las dos pinturas que debían figurar en el sotocoro, al
ingreso de la iglesia: In ictu oculi y Finis gloriae
mundi que, como en las pinturas del género vanitas, aluden a la
banalidad de la vida terrena y a la universalidad de la muerte, pero enlazando
aquí con el objeto original de la Hermandad, que era dar sepultura a los
ajusticiados e indigentes, y con la séptima de las obras de misericordia:
el Entierro de Cristo de Pedro Roldán, representado en el
retablo del altar mayor, obra de Bernardo Simón de Pineda. A tenor de un
asiento en el libro de actas de la Hermandad del 28 de diciembre de 1672,
los Jeroglíficos de nuestras postrimerías, como eran llamados, debieron de
pintarse en ese año y al pintor le fueron abonados 5.740 reales.
La Muerte, que se presenta con el féretro bajo
el brazo y la guadaña hollando la esfera celeste, y que apaga en menos de
lo que dura un parpadeo —In ictu oculi— la llama de la vela apenas consumida,
hace fútiles y sin sentido todas las aspiraciones mundanas: nada valen ante
ella el poder, la riqueza y la gloria adquirida por las armas o las letras, representadas
en el báculo, la tiara, el cetro y la corona imperial, los terciopelos, las
púrpuras y las armaduras, abandonados con descuido y en desorden junto a
algunos libros que hablan de la erudición, de la ciencia y de la fama que puede
proporcionar la historia, entre los que destaca un rico infolio abierto por un
grabado de Theodor van Thulden sobre dibujo de Rubens de
uno de los arcos triunfales con que fue recibido
en Amberes el cardenal-infante don Fernando de Austria tras
la batalla de Nördlingen, aparecido con la obra de Johannes
Gervatius, Pompa introitus honori serinissimi principis Ferdinandi
Austriaci hispaniarum infantis, Amberes, 1641, interesante por ser una de las
obras que pudo utilizar Valdés en sus propios diseños para las fiestas por la
canonización de Fernando III. Con él se reconoce algún otro volumen por las
inscripciones de sus lomos: el primero, en el que únicamente figura el nombre
de Plinio, pudiera tratarse de la Naturalis
historia; Suárez es probablemente un ejemplar de los Comentarios a Tomás
de Aquino de Francisco Suárez; Castro in Isaia Propheta son
sin duda los comentarios a Isaías del dominico León de
Castro y, por fin, Historia de [Car]los Vº 1. pte ha de ser la
primera parte de la Historia de la vida y hechos del emperador Carlos
V de fray Prudencio de Sandoval.
Pero si las glorias del mundo —Finis gloriae
mundi— acaban con los cadáveres en descomposición de la parte inferior del
segundo de los lienzos, el de un obispo y el de un
caballero calatravo como lo era Mañara, la muerte es también el paso
necesario hacia el juicio del alma, representado en la parte superior por una
mano llagada que sostiene una balanza con las inscripciones «NI MAS», «NI
MENOS». En el platillo de la izquierda, los pecados
capitales representados por animales simbólicos (pavo real, soberbia;
murciélago posado sobre un corazón, envidia; perro, ira; cerdo, gula; cabra,
avaricia; mono, lujuria; perezoso, acidia) proclaman que no se necesita más
para caer en pecado mortal, ni se necesita menos para salir de él que la
práctica de la oración y la penitencia, representadas por las disciplinas,
rosarios y libros de devoción del platillo derecho. Enlazando con el discurso
iconográfico desarrollado en la nave del templo, en la serie de cuadros de
Murillo, ese «menos» que se espera del hermano de la Santa Caridad es la
práctica de las obras de misericordia implicándose personalmente, «con entrañas
de padre», cargando sobre sus espaldas al pobre desvalido hasta el hospital si
fuese preciso.
La vinculación de Valdés Leal con la Hermandad,
en la que había ingresado en agosto de 1667, llegó hasta la última década de la
vida del pintor, en la que trabajó en las pinturas murales al óleo y al temple
del presbiterio, con un rico repertorio de elementos decorativos vegetales
enmarcando las figuras de ocho ángeles pasionarios en la media
naranja y los evangelistas en las pechinas, trabajos en los que pudo
ser ayudado por su hijo Lucas, además de pintar un par de retratos póstumos de
Mañara (Hospital de la Caridad, 1681, y Museo Diocesano de Málaga, 1683) y el
lienzo de la Exaltación de la Santa Cruz para el coro de la iglesia
(1684-1685), el de mayores dimensiones (4,20 x 9,90 m) y, por el
número de sus figuras, de más compleja composición que pintara nunca Valdés.
El motivo, elegido por celebrar la Hermandad su fiesta el día de
la Exaltación de la Cruz, representa el momento en que el
emperador Heraclio se vio impedido de entrar triunfalmente
en Jerusalén con la Vera Cruz, que había arrebatado al
persa Cosroes II, y un ángel le comunicó que no podría hacerlo si no se
despojaba del boato imperial y entraba a lomos de un modesto burro, lo que en
términos de la Hermandad se podía entender como una invitación a despojarse de
las riquezas, que cierran el paso al reino de los cielos, para atender a los
pobres y necesitados.
In ictu
oculi, 1671
Óleo sobre lienzo. 220 x 216 cm. Hospital de la
Caridad (Sevilla)
El noble sevillano don Miguel de
Mañara fue nombrado en 1663 Hermano Mayor de la Santa Caridad, poniendo
todo su empeño en la tarea de concluir las obras de la nueva iglesia de la
Hermandad que se estaban realizando desde 1647. Para ello contó con los mejores
artistas de su tiempo: el retablista Bernardo Simón de Pereda, el escultor
Pedro Roldán y los pintores Murillo y Valdés Leal. El propio Mañara
diseñó el programa iconográfico que decoraba el templo, programa destinado a
los hermanos de la Caridad, proclamando la salvación del alma a través de la
caridad, encargando las pinturas que recogen las obras de caridad a
Murillo. Sin embargo, el programa iconográfico se inicia con una reflexión
sobre la brevedad de la vida y el triunfo de la muerte, siendo Valdés Leal el
encargado de realizar estos trabajos. Estas pinturas estaban en el
sotocoro de la iglesia de la Caridad sevillana y hoy todavía se encuentran
in-situ.
Se denominan los "Jeroglíficos de las Postrimerias" y en ambas obras se hace una
referencia al dilema de conseguir la salvación o la condenación eterna. En el
friso del sotocoro había un texto en letras capitales que recoge las palabras
de Cristo en el Juicio Final la dirigirse a los bienaventurados: "Escuchad la palabra del Señor: Venid
benditos de mi padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la
creación del mundo porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me
disteis de beber, peregriné y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis,
enfermo y me visitasteis, preso y vinisteis a verme". Por lo tanto,
sólo conseguirán la salvación eterna aquellos que hayan practicado las obras de
caridad. Con este mensaje es más fácil la comprensión de los "Jeroglíficos" denominadas In Ictu
Oculi y Finis Gloriae Mundi. En la obra que contemplamos aparece la muerte
llevando debajo su brazo izquierdo un ataúd con un sudario mientras en la mano
porta la característica guadaña. Con su mano derecha apaga una vela sobre la
que aparece la frase "In Ictu Oculi",
en un abrir y cerrar de ojos, indicando la rapidez con la que llega la muerte y
apaga la vida humana que simboliza la vela. En la parte baja de la composición
aparecen toda una serie de objetos que representan la vanidad de los placeres y
las glorias terrenales. Ni las glorias eclesiásticas escapan a la muerte -por
lo que aparece el báculo, la mitra y el capelo cardenalicio- ni las glorias de
los reyes -la corona, el cetro o el toisón- afectando a todo el mundo por igual
ya que la muerte pisa el globo terráqueo. La sabiduría, las riquezas o la
guerra tampoco son los vehículos para escapar de la muerte. La filosofía
barroca de la "vanitas"
difícilmente puede plasmarse mejor en un lienzo. El cuadro está rematado en un
arco de medio punto y compositivamente sigue un esquema triangular en el que se
inscriben un amplio número de diagonales que dotan de mayor ritmo al conjunto.
El fondo en penumbra crea un efecto más dramático y simbólico al sugerir que la
muerte sale de las tinieblas y avanza hacia el espectador, dotando de mayor
teatralidad a la escena. El contraste entre el negro del fondo y la viveza del
colorido de los objetos y las telas también tiene un sentido alegórico. Debido
a estos trabajos, Valdés ha cosechado una fama de pintor de la muerte que no
merece ya que sólo se preocupó de cumplir a la perfección el encargo de su
cliente, obteniendo un resultado de gran impacto visual y espiritual.
Finis gloriae
mundi, 1671-1672
Óleo sobre lienzo. 270 x 216 cm. Hospital de la
Caridad (Sevilla)
Tras contemplar la rápida llegada de la muerte
en In Ictu Oculi, el visitante del sotocoro de la iglesia del Hospital de
la Caridad de Sevilla se enfrenta con la horrible visión de la muerte,
completando así el programa iconográfico de este espacio que forma parte del
conjunto del Hospital. Cuando don Miguel de Mañara pensó en Valdés
Leal para que realizase este conjunto de los Jeroglíficos de las
Postrimerías era conocedor de que este artista iba a realizar una obra que
difícilmente ha podido ser superada. En el interior de una cripta vemos dos
cadáveres descomponiéndose, recorridos por asquerosos insectos, esperando el
momento de presentarse ante el Juicio Divino. Se trata de un obispo, revestido
con sus ropas litúrgicas, mientras que a su lado reposa un caballero de la
Orden de Calatrava envuelto en su capa. En el fondo se pueden apreciar un buen
número de esqueletos, una lechuza y un murciélago -los animales de las
tinieblas-. En el centro del lienzo aparece una directa alusión al juicio de
las almas; la mano llagada de Cristo -rodeada de un halo de luz dorada- sujeta
una balanza en cuyo plato izquierdo -decorado con la leyenda "Ni
más"- aparecen los símbolos de los pecados capitales que levan a la
condenación eterna mientras que en el plato derecho -con la inscripción "Ni menos"- podemos ver diferentes
elementos relacionados con la virtud, la oración y la penitencia. Según Brown
"el significado queda perfectamente claro gracias a las inscripciones
pintadas sobre cada platillo: Ni necesito hacer más para caer en el mortal
pecado ni se debe hacer menos para salir del pecado". La balanza estaría
nivelada y es el ser humano con su libre conducta quien debe inclinarla hacia
un lado u otro. Al igual que su compañero, compositivamente también nos
encontramos con una obra organizada por un triángulo en el que se inscriben
varias diagonales que aportan mayor ritmo al conjunto. Valdés Leal ha empleado
una iluminación absolutamente teatral al incidir sobre los cadáveres de primer
plano con un potente foco procedente de la izquierda mientras el fondo queda en
penumbra y la mano de Cristo recibe la luz dorada. El colorido es también muy
sobrio, dominando los blancos, grises y marrones que aportan mayor intensidad a
los rojos. Como bien dice E. Valdivieso "las ideas de Mañara, que traduce la iconografía de estas pinturas, son
bien claras y concisas; en ellas se advierte que la muerte priva al ser humano
de todas sus glorias y placeres, que no podrá llevarse al otro mundo. (...)
Para contrarrestar el inevitable cúmulo de pecados que se cometen (...) y
lograr la salvación eterna en el momento del Juicio, es necesaria la práctica
de la oración, la penitencia y la caridad". Por el encargo Valdés Leal
recibió 5.740 reales mientras que Murillo consiguió casi 100.000 por sus ocho
obras. Mañara era un hombre inteligente y distribuyó el trabajo entre los dos
pintores de tal manera que "el estilo nervioso y estridente de Valdés era
idóneo para provocar el terror a la muerte y a la descomposición, mientras el
arte relajante y sosegado de Murillo resultaba muy apropiado para
representar la perfecta armonía de la salvación" como bien dice Brown.
Don
Miguel de Mañara leyendo la Regla de la Santa Caridad, 1681
Óleo sobre lienzo. 196 x 225 cm. Hospital de la
Caridad (Sevilla)
Don Miguel de Mañara Vicentelo de Leca había
nacido en 1627 en el seno de una noble cuna sevillana. Su juventud transcurrió
de manera disoluta, creándose fama de mujeriego por lo que se ha identificado a
veces con el prototipo de don Juan Tenorio. Las jóvenes sevillanas iban cayendo
en sus redes al mismo tiempo que sus parientes eran derrotados en duelo por el
virtuoso espadachín. Pero el amor también llegó al corazón de Mañara al conocer
a una bella joven de la que pronto quedó prendado, contrayendo matrimonio. Al poco
tiempo quedó viudo (1661) y abandonó los placeres mundanos para dedicarse a la
vida espiritual. En 1662 fue admitido en el seno de la Hermandad de la Santa
Caridad, dedicándose a ofrecer su amplia fortuna a los pobres y menesterosos de
la ciudad. Al año siguiente fue nombrado Hermano Mayor y se ocupó especialmente
de finalizar las obras de la iglesia de la hermandad que se habían iniciado en
1647, convocando a los mejores artistas de la ciudad, entre ellos el propio
Valdés Leal y Murillo. Dio un nuevo sentido a la institución al fundar un
Hospital en el que se recogiese a los enfermos pobres y desvalidos, redactando
las reglas de gobierno en 1675.
Falleció en 1679 en el propio hospital donde
vivía. La obra que contemplamos tuvo que hacerse tras la muerte de don Miguel
para perpetuar la memoria del fundador del Hospital por lo que pudo ser
encargado por la propia Hermandad. Mañara era miembro de la Orden de Calatrava
y con la capa decorada con su escudo aparece en el cuadro, en actitud de
presidir el cabildo de la Hermandad, vestido de negro con golilla blanca al
cuello. La mesa ante la que se sienta está recubierta de un tapete de
terciopelo negro con flecos dorados y sobre su frente se intuye el escudo de la
Santa Caridad. Sobre la mesa aparecen varios libros, una cruz de madera cuya
base es un corazón en llamas -emblema de la Santa Caridad- y dos votaderas. Al
fondo contemplamos un bargueño donde aparece representado una "vanitas" integrada por un libro,
una calavera, un reloj de arena y un búcaro con tulipanes, aludiendo a la
brevedad de la vida y lo efímero de los placeres. En la pared vemos una
pintura, hacia la que Mañara señala, en la que se representa una alegoría del
Monte de Dios. En la zona izquierda de la composición se halla un niño, vestido
con el hábito de enfermero, que se lleva el dedo a la boca para pedir silencio.
Al desarrollar la escena en un interior, Valdés Leal emplea una luz potente que
acentúa los contrastes lumínicos, resaltando las zonas más importantes de la
composición. Las tonalidades pardas y oscuras imperan, contrastando con los
dorados, rojos y blancos. Para obtener la perspectiva se ha colocado la mesa en
diagonal, se empleen baldosas bicolores y se dispone la pared con el cuadro y
el bodegón del fondo, obteniendo un resultado de gran impacto visual.
1672,
inciso en Córdoba
En 1672, el mismo año en que pudo pintar
los jeroglíficos de nuestras postrimerías, viajó a Córdoba, según el
testimonio de Antonio Palomino, que daba sus primeros pasos en pintura, y
podría corroborar un lienzo de gran tamaño de la Visión de san Francisco
en la Porciúncula pintado para el retablo mayor de la iglesia del
convento de los Capuchinos de Cabra. De inusual iconografía,
probablemente sugerida por los patronos del templo, a las figuras de Jesús, la
Virgen, san Francisco y el ángel portador de la bula, propias del asunto, se
añaden las del arcángel san Gabriel, san Antonio de Padua y el patriarca san
José con multitud de angelotes. Firmado con anagrama y fechado en dicho año, se
trata de un lienzo que el pintor hubo de estudiar detenidamente, como
manifiesta el cuidadoso dibujo previo conservado en el Museo de Artes
Decorativas de París.
Aseguraba Palomino, que siendo un muchacho de
apenas diecisiete años se había visto beneficiado con algunos documentos regalados
por Valdés para su estudio, que en Córdoba pintó un «juego de lienzos de
diferentes vírgenes para el Jurado Tomás del Castillo», en los que él le había
visto pintar en alguna ocasión,
y de
ordinario era en pie, porque gustaba de retirarse de cuando en cuando, y volver
prontamente a dar algunos golpes, y vuelta a retirarse; y de esta suerte era de
ordinario su modo de pintar, con aquella inquietud, y viveza de su natural
genio.
Serie de la
vida de san Ambrosio
Por encargo del arzobispo Ambrosio Ignacio
Spínola y Guzmán pintó en 1673 una serie de cuadros de la vida de san
Ambrosio para el oratorio privado que el prelado se había hecho construir
en el «cuarto bajo» del Palacio
Arzobispal de Sevilla. Con otras muchas obras de arte fueron sustraídos durante
la Guerra de la Independencia, cuando el mariscal
Soult convirtió el palacio en almacén de las obras expoliadas, y se dieron
por perdidos al no comparecer en 1852 en la venta de las obras que habían
pertenecido al mariscal. Sin embargo, en 1960, y al parecer procedentes de los
herederos de Soult, reaparecieron cinco en el comercio de Nueva York,
rápidamente reconocidos por el hispanista Martín S. Soria como
pertenecientes a la serie pintada por Valdés, que fueron adquiridos
por The Saint Louis Art Museum (Conversión y bautismo de san Agustín)
y una colección privada suiza. Otros dos aparecieron en 1981
en París procedentes de la colección del duque de Soult y de Dalmacia: La
última comunión de san Ambrosio, comprado un año más tarde por The Fine
Arts Museums of San Francisco, y El milagro de las abejas que
adquirió en 1990 la Junta de Andalucía para el Museo de Bellas
Artes de Sevilla. Finalmente en 2002 el Museo del Prado compró los
cuatro de colección privada suiza: El nombramiento de san Ambrosio como
gobernador, La consagración de san Ambrosio como arzobispo, San Ambrosio
negando al emperador Teodosio la entrada en el templo y San Ambrosio
absolviendo al emperador Teodosio.
Es Ceán Bermúdez, que pudo manejar
documentos ahora desaparecidos, quien trae la noticia del encargo hecho a
Valdés junto con una Virgen con el Niño de cuerpo entero encargada
a Murillo (Liverpool, Walker Art Gallery), por la que se le
pagaron 1000 ducados:
D.
Ambrosio Spinola, arzobispo de Sevilla, le encargó en 73 que pintase la vida de
S. Ambrosio para el oratorio baxo de su palacio, lo que executó al óleo en
varios quadros pequeños y medianos, por lo que mandó pagarle 10.000 ducados,
incluso el dorado y estofado del oratorio.
Sin más datos de la composición original, es
imposible saber si los siete cuadros ahora conocidos reúnen la totalidad de los
que en su día formaron una serie en la que Valdés Leal volvió a dar buena
muestra de su capacidad narrativa. Atendiendo al estilo, sin embargo, hay
notables diferencias entre los cuadros mayores de la serie —los cinco
aparecidos en Nueva York—, cuidadosamente acabados en sus figuras principales y
fondos arquitectónicos, y los dos menores, cronológicamente el primero y el
último de la vida del santo (El milagro de la abejas y la Última
comunión) de entonación oscura y técnica abreviada.
El
milagro de las abejas, 1673
Óleo sobre lienzo. 120 x 107 cm. Museo BB.AA.
Sevilla
En 1673 Valdés Leal está trabajando en las pinturas
del retablo para el oratorio bajo del Palacio Arzobispal de Sevilla, encargadas
por el arzobispo de Sevilla, don Ambrosio de Spínola. El conjunto lo formaban
siete obras sobre la vida de San Ambrosio con las que el arzobispo quería crear
cierto paralelismo entre su actividad arzobispal y el Santo Padre de la
Iglesia, empleando incluso su rostro para dar vida al santo en las obras. El
Milagro de las abejas es el primero de la serie y en el lienzo se narra un
milagro que tuvo lugar en la niñez del santo, durante su estancia en Roma donde
su padre era gobernador. En la habitación del palacio donde el pequeño
descansaba entró un enjambre de abejas que revolotearon alrededor del niño
dormido e incluso se introdujeron en su boca. Cuando los insectos se retiraron,
el santo no tenía ninguna picadura. Valdés Leal presenta la escena en un
impactante interior arquitectónico digno de un palacio romano, enmarcando el
episodio principal con un cortinaje rojo. La escalera que asciende hacia la
estancia y las arquerías del fondo aumentan la monumentalidad. La luz procede
de la izquierda pero resulta muy tamizada ya que la escena se desarrolla en un
interior, creando atractivos contrastes lumínicos. En el fondo una ligera
iluminación que llega desde la derecha permite contemplar una ventana abierta
con dos figuras de pie que dirigen sus miradas hacia el lugar donde se ha
producido el milagro. Las actitudes y los gestos de las figuras, así como sus
ropajes, están sacados de la vida cotidiana sevillana, popularizando de esta
manera la composición. La aya que cuida al pequeño se asusta ante la llegada
del enjambre mientras el padre reacciona con cautela y las dos damas comentan
el suceso. El maestro emplea una pincelada tremendamente deshecha,
descomponiendo las figuras gracias a sus rápidos trazos, obteniendo un
impactante resultado.
La
consagración de San Ambrosio como arzobispo. Hacia 1673.
Óleo sobre lienzo, 166 x 109,5 cm. Museo
del Prado
San Ambrosio tras ser nombrado por
el emperador Valentiniano gobernador de la Liguria y
la Emilia partió hacia Milán donde se encontró con una
ciudad llena de bandos y contiendas entre arrianos y católicos. Al morir
Auxencio, obispo y cabeza de los arrianos, se planteó la elección de un nuevo
arzobispo, generando más disputas entre ambos bandos. Como gobernador de la
provincia Ambrosio intentó mediar para imponer la paz pero cuando iba
a empezar a hablar, una voz de un niño se oyó que decía: "Obispo Ambrosio". El hecho se tomó
como algo divino y consiguió que tanto arrianos como católicos se unieran para
que Ambrosio fuese arzobispo. Éste, que no estaba bautizado ni quería
el puesto, hizo todo tipo de tretas para resistirse y quedar ante la gente como
indigno de aquel honor. Pero al final el emperador atendió las peticiones de
los milaneses y confirmó la elección de San Ambrosio.
La consagración de San Ambrosio no
había sido tampoco un tema excesivamente representado, ya que en otros ciclos
aparece sustituido por el de su inopinada y tumultuaria elección por el pueblo
milanés. Sin embargo, en esta ocasión Valdés tenía numerosos ejemplos
en los que apoyarse -las representaciones de escenas similares de las vidas de
otros santos- y no hay duda de que utilizó alguno de ellos, valiéndose
seguramente de un grabado para el grupo central. Basta con ver las varias
representaciones de la consagración de San
Agustín del siglo XVII para percatarse de las similitudes entre
todas ellas y de su semejanza con esta de Valdés: el santo aparece siempre
arrodillado, de perfil y rodeado por tres obispos, que le colocan la mitra, y
al lado hay un joven clérigo arrodillado sosteniendo un libro abierto.
Siguiendo un esquema compositivo similar al
de El nombramiento de San Ambrosio como gobernador, Valdés
Leal ha situado la escena en la mitad inferior de la representación,
llenando la superior con la descripción del ámbito arquitectónico, que en este
caso, y deseando seguramente evocar la catedral de Milán, es una iglesia
gótica que, curiosamente, si se tienen en cuenta las alusiones a la
arquitectura sevillana que se encuentran en otros cuadros de la serie, no hace
pensar en la catedral de Sevilla. La escena de la consagración se
desarrolla en el primer término, en un lugar en alto situado en el presbiterio,
y es presenciada, desde la nave y a un nivel muy inferior por una abigarrada
multitud encabezada por un grupo de monjas. Al fondo aparece, ante una capilla,
una representación escultórica del Calvario, y tras la escena principal
hay, en el presbiterio, un retablo barroco, flanqueado por columnas salomónicas
y cobijado por un dosel rojo, en el que se representa El bautismo de
Cristo. Probablemente se trata de una alusión al hecho de que en el momento de
su elección San Ambrosio no era aún cristiano y tuvo que recibir el
bautismo sólo ocho días antes de que se le impusiera la mitra episcopal.
Nombramiento
de san Ambrosio como gobernador de Liguria y Emilia. Hacia 1673. Óleo sobre
lienzo, 166 x 96 cm. Museo del Prado
Tras morir su padre en
las Galias, San Ambrosio volvió con su madre y sus hermanos
a Roma, donde creció y se educó. El cónsul Probo fue quien hizo al santo
su consejero y le nombró gobernador de las provincias
de Liguria y Emilia, con sede en Milán, en el año 370.
El nombramiento de San Ambrosio como
gobernador, que no tiene más significación religiosa que la de construir un
prefiguración de su consagración como arzobispo y cuya presencia en esta serie
pudo deberse al deseo de establecer un paralelismo -o mejor, una identidad-
entre las virtudes que debían presidir tanto el buen gobierno civil como el
eclesiástico, no había sido representado anteriormente, por lo
que Valdés carecía de precedentes en los que apoyarse. Debido al
formato marcadamente vertical de los lienzos optó, tanto en este caso como en
otros, por representar la escena en la mitad inferior y llenar la superior con
una descripción del escenario arquitectónico, que sirve para dotar de
solemnidad a la representación.
El cónsul Probo aparece a la izquierda, sentado
en un trono con dosel, llevando una corona dorada (lo que explica que a veces
haya sido confundido con el propio emperador Valentiniano) y vistiendo una
capa carmesí con revestimiento de armiño, y Ambrosio, vistiendo también
ropajes seglares, se arrodilla ante él para recibir el bastón de mando
representativo de la autoridad de su nuevo cargo. Situada en el centro de la
escena, en el cruce de dos diagonales, y con la cabeza enmarcada por la reja
del fondo, su figura resalta vívidamente y atrae la atención gracias a los
fuertes contrastes lumínicos y cromáticos de que se vale el pintor. Alrededor
de Probo y Ambrosio aparece un grupo de cortesanos que asisten al
evento que cumplen, por una parte, una función constructiva, ya que sirven para
introducirnos en la escena y fijar la profundidad espacial al tiempo que
equilibran la composición, marcando dos masas verticales oscuras a los lados
que encuadran la figura de San Ambrosio, que resalta gracias a su
aislamiento y a sus brillantes vestiduras blancas brillantemente iluminadas. Y,
por otra, ambos constituyen sendas llamadas de atención hacia la significación
del evento. El de la izquierda, sentado, es el único que mira hacia el santo.
El de la derecha señala con la mano izquierda hacia Ambrosio y vuelve
la cabeza hacia el resto de los asistentes, como si reclamara su atención. La
actitud de estos últimos ha sido calificada alguna vez de distraída, pero no lo
es; más bien parecen estar discutiendo y asimilando la significación de las
palabras de Probo al santo. Su aire calmo y reconcentrado, de meditación en
unos casos y en algún otro casi de adoración, confiere un carácter
prácticamente religioso a la ceremonia política.
Por otro lado ni las vestimentas de los
personajes, de aspecto vagamente renacentista, ni el escenario, de carácter
barroco, son convincentemente romanos, como es habitual en Valdés Leal,
que nunca se preocupó de dotar a sus obras de propiedad arqueológica. Aquí sólo
el aspecto macizo y pesado de la arquitectura y la aparición de sendos relieves
con bustos de emperadores romanos coronados de laurel remiten a la Antigüedad.
En cuanto al mono tallado que aparece sosteniendo el trono de Probo ha sido
interpretado por Kinkead (1982) no como una alusión directa a la estupidez, si
no a la malicia, de la autoridad secular, constituyendo de ese modo un augurio
de los acontecimientos que habría de vivir en el futuro Ambrosio.
San
Ambrosio negando al emperador Teodosio la entrada en el templo
Hacia 1673. Óleo sobre lienzo, 165 x 110,5
cm. Museo del Prado
Según la leyenda, la escena que se representa
aquí habría tenido lugar tras producirse en Tesalónica en el año 390
un tumulto popular en el que resultó muerto un oficial de Teodosio y
ordenar éste que su ejército se lanzara sobre la población, produciendo una
matanza de enormes proporciones. Cuando Teodosio regresó
a Milán, San Ambrosio, contrario a la matanza, decidió excomulgar
al Emperador. Sin embargo estando el santo dando misa en su iglesia tuvo
aviso de que Teodosio quería entrar en ella. San
Ambrosio salió al encuentro antes de que el Emperador entrase
impidiéndole el paso y obligándole a pedir perdón a Dios por la
ofensa cometida.
Aunque ficticio, el enfrentamiento de San
Ambrosio con Teodosio, lleno de posibilidades dramáticas, fue quizá
la escena de la vida del santo más representada en la pintura del Renacimiento
y del Barroco, debido a la significación que se le atribuía: la afirmación
de la superioridad moral de la Iglesia y la reivindicación de su soberanía
frente al poder temporal, en cuestiones morales y eclesiásticas.
Aludiendo sin duda de nuevo a la Catedral
de Milán, Valdés situó la escena en las escaleras de acceso a una
iglesia pseudogótica, y ello, junto a la figuración de soldados en primer
término, le permitió crear un cierto efecto de profundidad y situar al santo en
el centro mismo de la composición, evitando ese aspecto bipartito que tienen
otras pinturas de la serie. La actitud de San Ambrosio, que repele con la
mano izquierda al emperador al tiempo que señala con la derecha al Cielo,
fuente de su autoridad, está llena de fuerza y energía; la del Emperador,
revestido con todos los símbolos de su poder -reluciente armadura, manto
púrpura y oro y corona de laurel-, es también sumamente expresiva. Valdés
Leal ha sabido transmitir a la perfección la detención en su movimiento de
avance y tanto su rostro como sus manos manifiestan la sorpresa que siente. Los
soldados del primer término, que se vuelven hacia el espectador en un magnífico
movimiento barroco, parecen hacerse eco de la agitación del momento. Y,
significativamente, a la izquierda y a contraluz, se yergue una estatua de San
Pedro como símbolo de la autoridad de la Iglesia, mientras que el arzobispo y
su séquito aparecen cobijados por otras tres figuras, en hornacinas, de las que
sólo la central, San Juan Evangelista, es claramente identificable.
El cuadro está lleno de elementos que parecen
trasladar la escena a la Sevilla del XVII: el grupo de clérigos que
tras San Ambrosio manifiestan la unidad de todos los estamentos
eclesiásticos frente al poder temporal encierra sin duda una galería de
retratos de contemporáneos, la torre del fondo recuerda levemente a
la Giralda y, con la estructura abovedada que aparece ante ella,
evoca la Catedral de Sevilla, y es posible que en el primer plano, la
escalinata y el pavimento en espiga encierren una lejana alusión a las gradas
de la Catedral.
San
Ambrosio absuelve al emperador Teodosio. Hacia 1673.
Óleo sobre lienzo, 166 x 110 cm. Museo del
Prado
Tras prohibirle San Ambrosio la
entrada en el templo a Teodosio, pasaron meses sin que éste pudiera acceder a
la iglesia. El Emperador al no poder entrar en la catedral mandó a
Rufino, su capitán general, para que convenciera al arzobispo de
Milán. San Ambrosio se mantuvo firme en su decisión. No obstante
Teodosio lo intentó de nuevo presentándose en la puerta del templo donde el
santo le instó a realizar penitencia pública por su delito.
El Emperador lo aceptó con gran humildad, con lo que San
Ambrosio le permitió el acceso a la iglesia.
Como ya señalara Kinkead (1982), la escena que
representó Valdés en este cuadro carecía de tradición pictórica y su
yuxtaposición con la anterior es absolutamente insólita. Cabe suponer, que su
inclusión en la serie se debiera a la intención de aludir a la armonía ideal
entre el poder espiritual y el temporal, subrayando como esta armonía sólo
podría alcanzarse mediante el reconocimiento por parte de este último de la
soberanía de la Iglesia en su esfera propia.
La escena se desarrolla de nuevo ante las
puertas de una iglesia gótica, los edificios del fondo vuelven a evocar
la Sevilla del siglo XVII, con una torre que alude de nuevo a
la Giralda, y el pintor nos introduce en la escena a través de una
escalinata. En ella aparece San Ambrosio con las vestiduras blancas
propias de la Pascua bendiciendo benignamente a Teodosio, que
revestido con su capa, pero ya sin corona, se arrodilla ante él juntando las
manos en señal de reverencia y aceptación. La agitación que preside la escena
anterior ha sido sustituida aquí por un aire de calma y meditación. Los
clérigos que rodean al santo testifican, con su aire de concentración, la
grandeza del acontecimiento que es comentada por dos caballeros a la derecha.
Uno de ellos mira hacia el espectador introduciéndole en la escena e
invitándole a meditar sobre su significación. Y en el primer plano aparece un
mendigo lisiado que ejerce el efecto de repoussoir ejerciendo el mismo efecto
que los soldados de la obra anterior.
En este cuadro se encierra de nuevo una galería
de retratos contemporáneos. Kinkead (1982) cree que algunos de ellos pueden ser
Andrés Andrade de la Cal (el hombre situado más a la derecha y que mira al
espectador), Justino de Neve (el canónigo que aparece detrás
de San Ambrosio) y Juan Antonio de Miranda (el joven canónigo de pie
situado el segundo a la izquierda de San Ambrosio). Todos estos personajes
fueron retratados por Murillo, y alguno de ellos, como Neve, estuvo
próximo a Spínola, que colaboró con él en la fundación del Hospital de
Venerables de Sevilla.
Últimos
años: ciclos decorativos del monasterio de san Clemente y de la iglesia de los
Venerables
De hacia 1673 o 1674 es, probablemente, el
apoteósico San Fernando de la catedral de Jaén, de aparatoso
aliento barroco; pero también, por los años de su canonización (1671) y de la
extensión de su devoción en Sevilla, algunas emotivas representaciones
de Santa Rosa de Lima de formato pequeño, como destinadas a la
devoción privada, y de sensibilidad murillesca. Para 1674 y 1675 los únicos
datos documentales disponibles se refieren al encargo del dorado y policromado
del retablo mayor de la iglesia del hospital de la Caridad. Debieron de ser,
no obstante, años de intensa actividad, en los que la participación de Lucas y
de otros miembros del taller se hace más notoria, como se ha apuntado
de La aparición de Cristo a san Pedro en prisión y la Liberación
de san Pedro, de la catedral de Sevilla. A este momento parece corresponder,
aunque no se ha podido documentar, una nueva serie de la vida de san Ignacio de
Loyola para la iglesia de San Pedro de Lima, de formato apaisado y muy
distinta de la que años atrás había pintado para la Casa Profesa de Sevilla,
más dinámica en su renovada composición. Por una carta de pago dada el 8 de
mayo de 1676 a Juan José de la Bárcena, hijo del capitán Juan de la Bárcena, se
tienen noticias de otro importante encargo acabado en estos años: el de siete
lienzos grandes y tres sobrepuertas con sus marcos dorados de la vida de san
Juan, contratados por el capitán Juan de la Bárcena, fallecido en el momento de
completarse el pago, por la importante suma de 772 pesos de plata de a ocho
reales en oro. Sin otras noticias del destino de la serie, probablemente
perdida, únicamente se ha puesto en relación con ella una Danza de
Salomé ahora conservada en el Museo de Bellas Artes de
Asturias (donada en 2017 por el coleccionista Plácido Arango Arias).
Muy escasas son las noticias para los años
inmediatamente posteriores, en los que vendió una esclava portuguesa mulata de
26 años, llamada Polonia, casada con un esclavo del jurado Gregorio Rodríguez y
madre de una niña de dos meses, por 245 pesos de a ocho reales.
Mejor informados se está de los últimos años de
vida del pintor, en los que se hizo cargo de importantes ciclos decorativos.
Consta que en 1680 contrató con Fernando de Barahona la hechura del
monumento de la parroquial de Santa María de Arcos de la Frontera, aunque
no está claro qué parte correspondió en él a Valdés, y en diciembre dio carta
de pago por los trabajos de pintura y dorado del retablo mayor del Real
Monasterio de San Clemente, en el que solo cuatro meses después ingresó como
novicia su hija María de la Concepción. En mayo de 1682 contrató con las
monjas la pintura de los muros y bóvedas de la iglesia, donde pintó al temple
directamente sobre la pared por encima de la reja del coro una nueva versión
de San Fernando entrando en Sevilla, con recuerdos de la que figuró en el
Triunfo de su canonización, y dibujó en las pechinas y muros del presbiterio
los cuatro evangelistas y diversas escenas de la vida de san Clemente,
con San Benito y Santa Escolástica y la Lactación de san
Bernardo por ser convento de monjas cistercienses. Pero la conclusión
de estos trabajos, en los que estuvo ocupado en 1683, se demoró y la mala salud
y otras ocupaciones —entre ellas la pintura del monumental lienzo de
la Exaltación de la Cruz— limitaron su participación aquí a la ejecución
del dibujo previo sobre el muro, obligado a dejar la aplicación del color y el
acabado a su hijo Lucas, a quien traspasó la obra aún inacabada en octubre de
1689, diciéndose impedido y pobre.
Padre e hijo trabajaron de junio de 1686 a
enero de 1688 en las pinturas murales del Hospital de los Venerables,
promovido por Justino de Neve para acoger a los sacerdotes ancianos e
impedidos de valerse por sí mismos. Al temple con retoques
al óleo y conforme a un erudito programa iconográfico —sin duda
proporcionado por Neve— destinado a exaltar el ejercicio del sacerdocio,
cubrieron muros y bóvedas de la iglesia y de la sacristía con alegres colores y
arquitecturas ilusorias. Particularmente eficaz y bien lograda es en este orden
la que cubre el techo de la sacristía, con el Triunfo de la Santa
Cruz portada por ángeles adolescentes en escorzo.
Estas ocupaciones, que le obligaban a trabajar
fuera del taller, pueden explicar el reducido número de obras de caballete
fechadas en estos años finales de su carrera. Únicamente dos:
la Inmaculada que fue del Meadows Museum de Dallas,
1682, y Cristo disputando con los doctores en el Templo, Museo del Prado,
1686, se datan con precisión. También firmada se conserva en el Museo de Arte
de El Paso una pequeña tabla con Santo Tomás de
Villanueva que, por razones estilísticas, puede fecharse en esta última
década a la que también pueden corresponder Los desposorios místicos de
santa Catalina y la Asunción de la Virgen del Museo de
Bellas Artes de Sevilla.
Hay constancia además del encargo de una serie
de la vida de la Virgen formada por doce lienzos de los que seis estaban
concluidos en el momento de otorgar carta de pago a la comitente, doña Ana de
Brito, el 18 de diciembre de 1686.
El 9 de octubre de 1690, hallándose enfermo,
otorgó poder para testar a favor de su esposa, Isabel Carrasquilla, con quien
tenía comunicadas sus últimas voluntades. Pedía ser enterrado en
la iglesia de san Andrés, de la que era feligrés, en la bóveda que en ella
tenía la cofradía del Santísimo Sacramento, y dejaba por herederos universales
a sus hijos legítimos, con las mandas acostumbradas. Fue enterrado el 15 de
octubre, según sus disposiciones, y un mes más tarde su viuda dictó el testamento
por el que consta que los religiosos del monasterio de San Agusín le
debían 2000 reales de vellón por una pintura que había hecho para su retablo
mayor, de la que no se tiene otra noticia. Debía 400 reales a los herederos de
Manuel Delgado y «algunos» maravedíes
a Felipe Martín por cuentas que con ellos tenía. Había dotado a sus hijas Luisa
Rafaela y María de la Concepción con mil quinientos ducados al contraer
matrimonio la primera e ingresar monja la segunda. Disfrutaba de las rentas de
dos casas, aunque no fueran de su propiedad y quizá modestas. Entre los bienes
que dejaba figuraban tan solo ocho pinturas, tres de devoción (Presentación de
la Virgen en el Templo, Santa Rosa de Viterbo y Santa Rosa María),
dos redondas, «de diferentes devociones» y tres paisajes. Con los pocos
muebles y ropa de casa no se mencionaban libros ni útiles de pintura, que quizá
hubiesen pasado a Lucas.
La danza
de Salomé ante Herodes, 1673-1675
Óleo sobre lienzo. 177 x 148 cm. Museo de Bellas Artes de Asturias
La historia de Salomé formaba parte fundamental
de la biografía de san Juan. Tras bailar en un banquete convocado por Herodes,
este le prometió acceder a cualquier deseo que pidiera, y ella solicitó la
cabeza del Bautista.
La escena muestra a Salomé en primer plano y en
plena danza, para la que se vale de unas castañuelas. Luce un lujoso vestido
encarnado, y tanto la riqueza cromática y formal de su indumentaria, como su
dinamismo y la gracia de sus rasgos la destacan poderosamente y la convierten
en centro de atención de la composición. Esta se desarrolla en un escenario
palaciego, donde se despliega la mesa con los comensales, cuyas lujosas galas
adoptan tonos más oscuros. Todo ello crea una atmósfera de esplendor, y da
lugar a un efectista juego de contrastes cromáticos que sirve para subrayar el
dinamismo de la bailarina. Valdés Leal ha relacionado de manera verídica los
gestos y actitudes de un elevado número de personajes, creando una obra de
extraordinario equilibrio y de una gran eficacia comunicativa.
El de Salomé es uno de los relatos evangélicos
en los que aparecen más elementos dramáticos y novelescos, y de los que tienen
una mayor carga erótica, pues en él se mezclan el lujo, el baile, la seducción
y la muerte. Eso ha hecho que haya sido una figura con un gran poder inspirador
para artistas, literatos o músicos, y de ello tenemos prueba en esta obra, una
de las composiciones más afortunadas de Valdés Leal, que fue, junto con
Murillo, el pintor más importante y original de entre los activos en Sevilla en
la segunda mitad del siglo XVII. Se trata de una de sus obras en las que ha
sabido explotar mejor sus dotes narrativas y su capacidad para expresar
sofisticación, gracia y erotismo. Para ello se ha valido de su peculiar estilo
pictórico, en el que se concede un lugar principal a los valores del color, y
en el que tiene protagonismo una pincelada a la vez suelta, vivaz y certera,
con mucha capacidad para transmitir la sensación de movimiento.
El cuadro formaba parte de una serie de diez,
que narraban la historia del Bautista, y que en 1675 se citan en una colección
particular sevillana.
Los
desposorios místicos de santa Catalina, 1680-1685
Óleo sobre lienzo. 127 x 100 cm. Museo BB.AA.
Sevilla
Algunos especialistas consideran que esta obra
podría ser de Lucas, el hijo de Valdés Leal que continuó con el taller pero no
con la calidad y maestría de su progenitor. Por eso la mayoría de los expertos
se inclinan por pensar que se trata de una obra original del pintor sevillano. Según
se narra en la "Leyenda Dorada"
santa Catalina era de estirpe real y su conversión al cristianismo le valió la
persecución del emperador Majencio, tras intentar éste que 50 filósofos la
obligaran en vano a abdicar de su nueva fe. En sueños a la santa se le apareció
la Virgen con el Niño en brazos, que se negó a tomarla a su servicio por no ser
suficientemente bella; ella interpretó el sueño y se retiró al desierto para
continuar con su aprendizaje, haciéndose bautizar. En una segunda aparición se
convirtió en la esposa celeste de Cristo, momento que recoge este lienzo. En el
centro de la composición aparece la Virgen con el Niño en su regazo, sentada en
un aparatoso trono con dosel. A los pies del Niño se encuentra santa Catalina
recibiendo el anillo que simboliza el matrimonio místico y portando la espada
de su martirio. A sus pies observamos la rueda, alegórica también del martirio,
custodiada por angelitos. En la izquierda de la escena se sitúan santa Ana, san
Joaquín y san Juan Bautista niño con el cordero mientras que en la derecha un
grupo de ángeles sostiene el manto de la santa, al tiempo que tocan música y
portan flores. La escena está inundada por una luz cálida que armoniza con el
cromatismo de azules, blancos y rojos. La pincelada suelta empleada crea un
sensacional efecto atmosférico reforzado por la luz. La composición está
organizada por un triángulo cuyo vértice es la cabeza de María, integrándose en
él una serie de diagonales que aportan mayor ritmo al conjunto, configurando
una escena absolutamente barroca.
Asunción
de la Virgen. Valdés Leal, 1672.
Museo Bellas Artes de Sevilla. Procede del
Convento de san Agustín. Posiblemente los mejores cuadros del altar que Valdés
realizó fueron los de los retablos colaterales del convento de san Agustín de
Sevilla, La Inmaculada Concepción y La Asunción de la Virgen (1.670-1.672). Son
pinturas de aparatosas y dinámicas composiciones, con logrados efectos de luces
y sombras en las figuras situadas en el primer plano sobre fondos en los que
una pincelada fluida disuelve las formas. La composición describe una marcada
diagonal que acentúa el ritmo ascendente desde un ámbito terrenal de luces
crepusculares hasta la zona de rompimiento de gloria, donde vibrantes
tonalidades áureas intensifican la sensación espacial de ingravidez.
Discípulos
y seguidores
A la sombra de Murillo la influencia
de Valdés —y el número de sus seguidores y discípulos— fue limitada. El más
directo de sus discípulos fue de forma casi natural su propio hijo Lucas
Valdés (1661-1725), colaborador en algunas de las obras del padre, buen
grabador y proyectista de arquitecturas pero falto del ímpetu paterno.
También discípulo parece haber sido Clemente de Torres (c. 1662-1732)
activo en Cádiz. Su influencia, compatible con la recibida de Murillo, se
advierte en Matías de Arteaga y Alfaro (1633-1703) aunque la
formación al lado de Valdés que le atribuyó Ceán Bermúdez ha de ser descartada
por razones cronológicas, pues alcanzó el título de maestro en 1656, el mismo
año en que Valdés se instaló en Sevilla. Colaboradores en la academia y en
los actos por la canonización de Fernando III, las amplias arquitecturas en
perspectiva que caracterizan la pintura de Matías de Arteaga recuerdan otras
semejantes de Valdés, como se advierte también en algunas de las obras
de Juan José Carpio, de quien se conocen algunos trampantojos. También
los mal conocidos Cristóbal de León e Ignacio de León Salcedo,
este último asistente a la academia en 1666 y 1667, son citados por Ceán
Bermúdez como discípulos de Valdés, sin que pueda decirse mucho más de
ellos.
El siglo
XVIII
Durante las primeras décadas del siglo XVIII
perduraron las formas barrocas en la pintura, hasta la irrupción del
estilo rococó, de influencia francesa, a mediados de siglo. La
llegada de los Borbones supuso una gran afluencia de artistas
extranjeros a la corte, como Jean Ranc, Louis-Michel Van
Loo y Michel-Ange Houasse. Sin embargo, en las zonas periféricas
continuó la labor iniciada por las principales escuelas seiscentistas: en Sevilla,
por ejemplo, los discípulos de Murillo continuaron su estilo casi
hasta 1750. Cabe remarcar que fuera de la corte, el clero y la nobleza
regional se mantuvieron fieles a la estética barroca, existiendo una
continuidad ininterrumpida de las formas artísticas hasta bien entrado el siglo
XVIII.
Una figura de transición fue Acisclo
Antonio Palomino, que, nacido en 1655, vivió hasta 1726, por lo que
realizó una intensa labor en ambos siglos. Iniciado en la carrera eclesiástica,
la abandonó por la pintura, trasladándose de su Córdoba natal a
Madrid en 1678, donde estudió con Carreño y Claudio Coello.
En 1688 obtuvo el título de pintor del rey, recibiendo el encargo de
pintar las bóvedas de la capilla del Ayuntamiento de
Madrid (1693-1699). Colaboró estrechamente con Luca Giordano, del que
aprendió el estilo barroco pleno italiano.
Entre 1697 y 1701 realizó los frescos de la
iglesia de los Santos Juanes en Valencia, y
entre 1705 y 1707 decoró el Convento de San
Esteban de Salamanca. Sus inicios se enmarcaron en un estilo cercano
al de la escuela madrileña, con especial influencia de Coello, pero tras su
contacto con Giordano se aclaró su paleta, realizando composiciones donde
demuestra su gran dominio del escorzo.
Otra figura de relevancia fue Miguel
Jacinto Meléndez, ovetense instalado en Madrid, donde conoció a
Palomino, como él nombrado pintor del rey en 1712. Fue retratista,
realizando numerosos retratos de Felipe V y sus hijos, pero se dedicó
principalmente a la pintura religiosa, influida por Coello y Rizi, con un gran
refinamiento y delicado colorido que apuntan al
rococó: Anunciación (1718), Sagrada Familia (1722).
En el ámbito valenciano José Vergara
Gimeno (1726-1799) asimiló la estela tardobarroca de Palomino,
especialmente en sus grandes composiciones al fresco, actualizando las fórmulas
ya consagradas por Juan de Juanes y los Ribalta y creando otras
nuevas con las que se introduce en la estética neoclásica, a la que
también pertenece la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos que
fundó (1768) junto con su hermano Ignacio y que dará dignidad a los estudios
reglados.
Por último, cabría mencionar
al catalán Antonio Viladomat, que acusó su colaboración con el pintor
italiano Ferdinando Galli Bibbiena en la época en
que Barcelona fue sede de la corte del archiduque Carlos de
Austria, pretendiente a la corona española. Por su influjo el estilo de
Viladomat fluctuó entre una curiosa pervivencia del naturalismo seiscentista y
el pleno barroco. Destacan sus pinturas en la Capilla de los Dolores
de Mataró (1722) y la serie sobre la vida de San
Francisco del Museo Nacional de Arte de Cataluña (1727). También
realizó bodegones y escenas de género, como las Cuatro Estaciones del
Museo Nacional de Arte de Cataluña.
ACISCIO
ANTONIO PALOMINO de CASTRO y VELASCO
(Bujalance, Córdoba, 1 de
diciembre de 1655 - Madrid, 12 de
agosto de 1726)
Acisclo Antonio Palomino y Velasco, más
conocido como Antonio Palomino, fue un pintor y tratadista. Nació en 1655 en la
población cordobesa de Bujalance. Su familia, humilde pero de posición
desahogada, se trasladó a la capital en 1665. Allí Palomino comenzó a cursar
estudios teológicos, que simultaneó con la afición a la práctica pictórica. Su
aprendizaje en dicha labor no estuvo vinculada a ningún maestro en concreto, si
bien es cierto que mantuvo un trato muy cercano con el pintor sevillano Juan de
Valdés Leal, mientras este se encontraba en Córdoba.
Animado por el también pintor cordobés Juan de
Alfaro, discípulo de Diego Velázquez, marchó a Madrid con apenas 22 años, con
el objetivo de labrarse un provechoso porvenir dedicado a la pintura. En Madrid
fue acogido en su casa por el artista Francisco Pérez Sierra, cuya sobrina,
Catalina Bárbara Pérez Sierra, se convertiría en su esposa en 1680. Palomino
completó durante estos primeros años madrileños su formación pictórica,
estudiando geometría y óptica. Además, entabló una fructífera amistad con dos
destacados pintores cortesanos: Juan Carreño de Miranda y Claudio Coello. Tan
favorables relaciones, le permitieron comenzar a trabajar para la monarquía, participando
en 1686 en la decoración de la Galería del Cierzo del desaparecido Alcázar de
Madrid. Gracias a sus primeros trabajos en la corte, en 1688 le fue concedido
el cargo honorífico de pintor real, aunque sin derecho a remuneración, que sí
le concedieron años más tarde, en 1693, en virtud de su talentosa labor.
Antonio Palomino fue un artista habilidoso que
destacó especialmente en la práctica de la pintura al fresco. En su formación
resultó fundamental la llegada a Madrid en 1692 del pintor italiano Luca
Giordano. Este consumado maestro suscitó en Palomino un creciente interés por
intensificar la práctica de esta modalidad pictórica, de la cual Giordano era
un consumado maestro. Gracias a su influencia, Palomino se convirtió en un
destacado fresquista. Llegó a alcanzar un extraordinario dominio técnico en la
composición de audaces perspectivas, apreciable en las magníficas escenografías
apoteósicas, tan características de su trayectoria artística. Entre sus
obras más destacadas, debemos señalar las pinturas para el Ayuntamiento de
Madrid; la bóveda de la iglesia de los Santos Juanes y la cúpula de la basílica
de la Virgen de los Desamparados, ambas en Valencia; el Triunfo de la
Iglesia del coro de San Esteban de Salamanca; la bóveda de la capilla del
Sagrario de la cartuja de Granada; y la decoración de la capilla del Sagrario
del monasterio del Paular en Madrid.
En todas estas obras y en general en toda su
producción pictórica, Palomino presenta un espectacular barroquismo, a la par
que un elegante colorido de tonos vaporosos. Su estilo recibió la influencia de
la pintura madrileña de su tiempo, y la de los aires renovadores procedentes de
Italia, que pudo conocer gracias a su amistad con Luca Giordano.
A su prolífica dedicación como pintor, unió la
de sacerdote, pues al enviudar de su esposa Catalina, decidió retomar los
estudios teológicos que había abandonado en su juventud, recibiendo el
sacramento del orden en 1725. Murió poco tiempo después en Madrid, el 12 de
agosto de 1726.
Aún habiendo considerado la habilidad de
Antonio Palomino como pintor, su mayor fama se debe a su faceta de tratadista y
biógrafo, con la obra El Museo pictórico y escala óptica. Se trata de un
tratado sobre pintura, estructurado en tres tomos y publicado en dos volúmenes en
Madrid, en 1715 el primero y en 1724 el segundo, concebido como un manual para
la formación integral del pintor.
El profesor Miguel Morán señala que Palomino
escribió este tratado buscando, principalmente, reivindicar la liberalidad de
la pintura y su carácter científico y demostrativo; y en segundo lugar,
destacar la importancia de sus artífices. Para ello, el autor dividió su obra
en tres partes claramente diferenciadas: «Teórica de la pintura», «Práctica de
la pintura» y «El Parnaso español pintoresco y laureado». El primer tomo,
dedicado a la reflexión teórica, se centra en argumentar el carácter científico
de la pintura. Palomino subraya que no es sólo una actividad práctica que se
aprende en el taller, sino que es una ciencia especulativa, que exige una profunda
formación intelectual por parte del pintor. Este primer libro incluye además
una historia de la pintura antigua, ampliamente documentada. El segundo tomo,
dedicado a la formación del pintor, incluye sencillas reglas, recetas y
procedimientos, que se difundían por entonces entre los talleres. La utilidad
de este compendio está ampliamente reconocida, pues ha sido empleado como
manual de pintores hasta 200 años después de su publicación.
Estos dos primeros tomos fueron escritos por
Palomino con la intención de poner a disposición de los pintores, especialmente
a los aprendices del oficio, un manual adecuado que les capacitara para su
práctica pictórica, y les ayudara a valorarla, reconociendo su dignidad. Pero
sin duda fue el libro tercero el que mayor fama le reportó: El Parnaso
español pintoresco y laureado, que incluye 226 biografías de escultores y
pintores que habían trabajado en España. Tal y como ha destacado el profesor
Bonaventura Bassegoda, a Antonio Palomino le corresponde el mérito de haber sido
el primer gran biógrafo de los artistas españoles. Es un texto escrito con
espíritu regeneracionista, con la intención de reconocer la importancia de la
tradición pictórica española y a sus artífices. La historia del arte español
está en deuda con esta obra, gracias a la riqueza de datos e historias que
Palomino aportó acerca de numerosos artistas. El éxito de este tercer libro fue
tal, que se publicó a los pocos años como obra independiente y resumida en
inglés (1739), español (1744), y francés (1762).
El Museo pictórico es, en suma, una
obra bien organizada, rigurosa y precisa, cuyo carácter sistemático permite una
mayor facilidad en su manejo. No resulta original en sus planteamientos, pues
no aporta grandes novedades en los contenidos, pero realmente el interés de
Palomino fue ante todo, compilar de manera ordenada y sistemática cuanto
pudiera aportar de utilidad para la formación integral de los pintores. Su
excelente preparación intelectual de tradición escolástica, así como el
conocimiento de las últimas tendencias europeas, demuestran su capacidad para
abordar una obra de esta envergadura.
San Juan
Bautista, niño. Principio del siglo XVIII.
Óleo sobre lienzo, 71 x
58 cm. Museo del Prado
Las representaciones
de San Juan
Bautista como niño tienen su origen en el
Renacimiento italiano, pero los pintores de ese momento emparejaron
generalmente su figura infantil con la del Niño Jesús, dentro de
composiciones en las que casi siempre aparecía también la Virgen y se ponía de
relieve una tierna relación entre los dos infantes. Andando el tiempo, los
artistas comenzaron a dar un tratamiento aislado a la figura de San Juan,
siendo de destacar las interpretaciones que de ella hizo Murillo.
Es muy comprensible que
la reina Isabel de
Farnesio, cuya predilección por la pintura de Murillo es bien conocida
y gracias a la cual el Museo del
Prado posee en sus fondos uno de los ejemplos
más conocidos de este tema, se sintiera atraída por la versión que
realizó Palomino de la figura del
pequeño San Juan, pues se conjugan en ella la dulzura infantil del personaje y
la brillantez de la técnica y el color.
Aparece San Juanito
sentado sobre unas piedras, abrazando al cordero con ambas manos y sosteniendo
a la vez la cruz de caña con la banderola, en la que se lee parte de la
frase ecce qui tollit peccata mundi; su mirada se dirige al cielo, donde
se adivina una visión celestial. El pintor ha situado la figura en una
elevación del terreno y ha cerrado la composición por la derecha mediante unas
rocas con arbustos, que sugieren la entrada de una cueva, como queriendo aludir
a la vida eremítica que más tarde llevó el Precursor; por la izquierda, y en un
plano más bajo, se desarrolla un pequeño paisaje por el que discurre un río,
probablemente prefiguración del Jordán. Haciendo alarde de su
dominio de la perspectiva, Palomino presenta las
piernas del niño en dos fuertes escorzos, la izquierda hacia el espectador y la
derecha hacia atrás, con lo que acentúa la profundidad del paisaje y crea una
perfecta sensación de volumen de la figura.
El colorido brillante
de esta pintura, con el fuerte contraste entre el añil del cielo y el rojo del
manto que envuelve la túnica parda; la técnica esmaltada con que están tratadas
las carnaciones, al lado de una pincelada empastada en los vellones de lana del
cordero y un tratamiento más suelto de los elementos del paisaje, hacen de ella
un bello ejemplo del quehacer de este artista, en una etapa de plena madurez
que habría que situar ya en los comienzos del siglo XVIII.
Pérez Sánchez publicó otras dos
versiones de este mismo tema de la mano de Palomino, y aún conocemos una
tercera, inédita, en una colección privada de Buenos Aires, en la cual se nos
presenta a San Juan bajo un aspecto más infantil y juguetón.
Pentecostés.
1696 - 1705.
Óleo sobre lienzo, 164 x 108 cm. Museo
del Prado
En el centro, la Virgen, en actitud de oración,
rodeada de los doce apóstoles; detrás, tres figuras femeninas. En primer
término, a la izquierda, San Pedro con las
llaves en el suelo y el libro; a la derecha San Juan. En lo alto, el Espíritu
Santo en forma de paloma y una serie de querubines, bajo un cortinaje.
Según la narración de San Lucas, autor de los Hechos de los Apóstoles, estando éstos
reunidos, sobrevino de repente un ruido del cielo como del viento impetuoso que
soplaba, que llenó toda la casa, y aparecieron una especie de lenguas de fuego
que se asentaron sobre cada uno de ellos; inmediatamente, quedaron llenos del
Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diversas lenguas las palabras que el
Espíritu Santo ponía en sus bocas.
Palomino, que además de pintor
era un profundo conocedor de los libros sagrados, supo reflejar en su
representación de este fundamental acontecimiento la sensación de turbulencia
creada por la irrupción de la blanca paloma, símbolo del Espíritu Santo,
estableciendo además un contraste entre las actitudes de los Apóstoles,
sorprendidos e incluso atemorizados ante lo desconocido, y la serenidad de la
Madre de Dios, cuyo corazón intuía los designios divinos. Los contrastes
luminosos, acentuados por el cortinaje dispuesto en pabellón que cierra la
composición por arriba, conjugados con una técnica empastada y vibrante,
contribuyen a lograr los efectos deseados.
El Fuego.
Hacia 1700.
Óleo sobre lienzo, 246 x 160 cm. Museo del
Prado
La alegoría se desarrolla en el marco de unas
frondas oscuras que ocultan en parte una gruta -la fragua de Vulcano-, mientras
que por el otro lado se abren a un horizonte marítimo dominado por el cráter de
un volcán. En primer término se describe la visita de Venus,
con Cupido y unos amorcillos, a la fragua de su marido. La obra forma
parte de una serie de los Cuatro Elementos.
El Aire.
Hacia 1700.
Óleo sobre lienzo, 246 x 156 cm. Museo del
Prado
La obra pertenece a una serie de los Cuatro
Elementos pintada para el palacio del Buen Retiro. Palomino se
encargó del Aire y el Fuego, Jerónimo Antonio Ezquerra del Agua y, Nicola
Vaccaro, artista italiano afincado en Madrid, de la Tierra (todos se
conservan en el Prado). En esta alegoría aparece la
diosa Juno en su carro, tirado por dos pavos reales, acompañada por
la ninfa Iris y unos amorcillos.
Adoración
de los pastores. Principio del siglo XVIII.
Óleo sobre lienzo, 296 x 206 cm. Museo del
Prado
Composición dividida en dos partes: la inferior
o terrenal, con los personajes de la Virgen, el Niño, San José y los pastores
con ofrendas y la superior o celestial, con un grupo de ángeles portadores de
una filacteria con el lema "Gloria in
excelsis Deo". Se observa un desequilibrio entre el tamaño de los
ángeles y el de los personajes de la parte inferior, pero no es el único caso
en el que Palomino gusta destacar con un tamaño mayor a los ángeles
niños.
Cúpula
del Sagrario de la Cartuja de Granada.
La Jerusalén Celeste del casquete de la cúpula,
en la que reina la Trinidad, rodeada de ángeles, flanqueada por sendos coros
con la Virgen acompañada de vírgenes mártires, muchas de ellas reconocibles por
sus atributos, y san Juan Bautista con profetas, patriarcas y anacoretas.
La Trinidad flanqueada por la Virgen y
mártires a su derecha (izquierda de la imagen), y el Bautista con figuras
del Antiguo Testamento a su izquierda (derecha de la imagen).
Debajo aparece san Bruno
Es una Gloria a la que
se accede por el ejercicio de las virtudes practicadas por la Iglesia militante
y que son, muy específicamente, las que practica la Orden cartujana,
representadas justo en la base del casquete, sobre los óculos, donde aparecen
las alegorías de la Fe, la Religión Monástica, el Silencio y la Soledad, todas
relacionadas con el modo particular de vida de los cartujos, con una Regla
basada en la vida contemplativa y la oración en la soledad y el silencio de sus
celdas individuales.
Entre los óculos de la
cúpula se ubican cuatro medallones ovalados que simulan bajorrelieves con las
escenas del Nuevo Testamento relacionadas con la Eucaristía, con la Última
Cena, Cristo en el desierto, la Cena de Emaús y Cristo
en casa de Marta y María.
Otro detalle de los personajes que
completan el complejo programa iconográficos. A la izquierda, el medallón
ovalado muestra la Cena de Emaús y el de la derecha es el
de Cristo en el desierto
Otra figura esencial es la de san Bruno
sosteniendo la bola del mundo coronada por una custodia, pues toda la cartuja
se conforma como una continua exaltación de su fundador, canonizado en 1623
después de que su culto se hubiera prohibido y empezado a tolerar de nuevo
desde el siglo XV. Esa acción propia de un titán es posible gracias a la Fe,
que aparece justo debajo de él en la propia cúpula y que también está coronando
el tabernáculo.
La Trinidad flanqueada por la Virgen y
mártires a su derecha (izquierda de la imagen), y el Bautista con figuras
del Antiguo Testamento a su izquierda (derecha de la imagen).
Debajo aparece san Bruno
Es una Gloria a la que se accede por el
ejercicio de las virtudes practicadas por la Iglesia militante y que son, muy
específicamente, las que practica la Orden cartujana, representadas justo en la
base del casquete, sobre los óculos, donde aparecen las alegorías de la Fe, la
Religión Monástica, el Silencio y la Soledad, todas relacionadas con el modo
particular de vida de los cartujos, con una Regla basada en la vida contemplativa
y la oración en la soledad y el silencio de sus celdas individuales.
Entre los óculos de la cúpula se ubican cuatro
medallones ovalados que simulan bajorrelieves con las escenas del Nuevo
Testamento relacionadas con la Eucaristía, con la Última Cena, Cristo
en el desierto, la Cena de Emaús y Cristo en casa de Marta y
María.
Otro detalle de los personajes que
completan el complejo programa iconográficos. A la izquierda, el medallón
ovalado muestra la Cena de Emaús y el de la derecha es el
de Cristo en el desierto
“Con todo lo cual queda formado en este
recinto un concepto de la Iglesia Militante, donde con el principal fundamento
de la Fe, se erige el Sagrado edificio de la religión monástica; y
especialmente es un panegírico mudo de la sagrada religión cartujana,
fundándose con singularidad
en el silencio, soledad, contemplación, y doctrina; por cuyos medios se asegura
el logro de la bienaventuranza eterna en la Jerusalén Triunfante, representada
en la Gloria, que se expresa en todo el ámbito de la Cúpula; dirigiéndose los
repetidos inciensos de esta santa comunidad a el mayor obsequio de este
Soberano Señor Sacramentado”. ANTONIO PALOMINO
Cúpula de la basílica de Valencia.
La pintura mural de
la bóveda de la R. Basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia, que
milagrosamente ha llegado intacta a nuestros días, es una obra excepcional y
con la cual su creador, el pintor Antonio Palomino, puede con justicia
compartir la gloria con los grandes artistas inmortales. Estamos ante una de las
cumbres del barroco universal, que bien merece un estudio iconográfico en
profundidad, algo que ha podido llevarse a cabo en el marco de la restauración
de este conjunto1. Antonio Palomino, cuando proyecta la decoración pictórica de
la bóveda de la Basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia, define
su concepto como “panegírico mudo de las
glorias, excelencias y prerrogativas de esta soberana Señora (…) a que
principalmente ha de dirigirse la retórica silenciosa de esta oración delineada”,
algo que a cualquier admirador del Barroco no deja de sorprender, por no decir
también decepcionar. Probablemente hubieran sido preferibles otros
calificativos diferentes a los de “panegírico mudo” o “retórica silenciosa”, no precisamente por no tratarse de ambas
cosas, que lo son plenamente en sentido “racional”, mas no en lo “poético”, y además, por encima de todo,
se echa de menos lo que realmente hay allí pintado: el Cielo. En tal sentido,
convendría traer a la memoria la descripción que Giovanni Bellori hizo de la
cúpula de la iglesia romana de Sant’Andrea della Valle, pintada por Lanfranco
unos 70 años antes que lo hiciera aquí Palomino. Bellori evoca el mismo Cielo
cuando describe la recepción de María, en su Asunción, por la Trinidad entre
coros de ángeles, y se expresa así: “En
intervalos alternados de aire y luz, se abre el paraíso de sonrosadas nubes
radiantes con una alegre y armoniosa gloria de ángeles que se mueven hacia al
centro en coros de jóvenes y niños sentados e inmersos en un resplandor centelleante,
emitiendo sonidos y cánticos con flautas, violas, tímpanos y otros diversos
instrumentos musicales. (…) la dulzura del color nos hace oír la música
celestial en el silencio de la pintura (…)”
Vemos que los conceptos pictóricos expresados
por Lanfranco y por Palomino son bastante próximos: si allí es María recibida
por la Trinidad entre los coros de ángeles, aquí se trata de María como
intercesora ante la Trinidad entre todas las criaturas celestes. En el fondo
ambas pinturas tienen en común el tratar de ajustarse a una representación del
Cielo en todo su glorioso esplendor con ángeles y santos. Por eso causa
extrañeza que Palomino refiera todo el conjunto pictórico de la Basílica como “panegírico mudo”, mientras que Bellori
perciba incluso la música de los coros angélicos. Ciertamente los escritos de
Bellori y de Palomino son de diferente género, mientras el primero es un
crítico el segundo no hace sino exponer un proyecto, pero ni ello justifica que
el mismo pintor no se sienta inducido a percibir algo más que la “retórica
silenciosa”. No obstante Palomino nos ha dejado en los frescos de la Basílica
una obra absolutamente excepcional, con sus luces y sus desaciertos, una de las
composiciones más excelsas del Barroco hispánico que lejos de constituir un “panegírico mudo”, se trata, al
contrario, de una ilusión muy viva y dinámica del Cielo en donde conviven en un
mismo ámbito los santos y las personificaciones alegóricas de la retórica, algo
por otro lado muy propio del Barroco y que recuerda el platónico Mundo de las
Ideas en donde también tienen su auténtica ubicación las realidades abstractas.
Pero a pesar de la prosaica presentación que hace Palomino de su proyecto, su
escrito es de gran importancia para la inteligencia de la obra. Es más, estamos
ante la privilegiada situación en la que el mismo artista explica el
significado de su pintura, su programa iconográfico, algo que ha ocurrido en
contadas ocasiones a lo largo de la historia, lo que pone al historiador del
arte ante la evidencia cierta acerca del contenido de lo expresado mediante la
pintura, acostumbrados como estamos a la sutileza del leguaje ambiguo de las
imágenes. También hay que decir que este testimonio es muy desigual en sus
precisiones, unas veces muy parco y sin entrar en detalles –en especial cuando
se ocupa de la Gloria-, en otras en cambio bastante explícito. En todo caso,
como iremos comprobando, parece tratarse de la exposición de su proyecto
inicial, sin haber tenido en cuenta los cambios y matices que se fueron
introduciendo durante la ejecución de la obra.
Es por ello que a la hora de acceder a este
conjunto pictórico lo hayamos de hacer necesariamente guiados por este
documento, sin que ello nos reste el necesario espíritu crítico que nos permita
su mejor y más completa comprensión. Con este ánimo he acometido el presente
estudio. Dos advertencias previas más antes de entrar en los pormenores de este
cielo. En primer lugar, Palomino es un pintor del Barroco, por tanto sus
pinturas son retóricas, y retórica es también toda esta gloria celeste. Es
decir, que la composición de la obra pictórica ha sido elaborada con la
intención de componer un discurso visual basado en la semántica de la imagen.
Todo esto implica y exige convencionalismo y rigor en la definición de las
imágenes, pero Palomino es más bien parco y economiza los elementos definidores
de éstas: los atributos. Esto resulta también comprensible, puesto que los
atributos pueden entorpecer la libre expresividad mediante los gestos y otros
recursos estéticos, y observando el estilo dinámico de Palomino se comprende
aún más. Unido esto a que el discurso visual a través de la imagen por la
propia naturaleza de ésta, ofrece siempre flancos imprecisos, el resultado es
que en algún caso se dan ciertos problemas de identificación de imágenes. En
segundo lugar, el conjunto pictórico pretende ser una figuración de la
inconmensurable Gloria celeste con todas sus criaturas. Palomino quiso disponer
de una superficie completamente rasa justamente para poder expresar
ordenadamente todo este inmenso concepto, lo que logró, como sabemos, gracias a
la infra-bóveda de tabique que soporta sus pinturas. En este espacio se
desenvuelven multitudes de criaturas que se pierden en el infinito entre nubes.
Toda esta disposición requiere de una serie de recursos técnicos, entre los
cuales quizás el más importante sea la definición de figuras complementarias
cuyo estatuto ontológico no vaya más allá del simple anonimato. Será ello lo
que explique, por ejemplo, que detrás del grupo de santos valencianos figuren
dos cabezas de dos santas mártires portadoras de palma, o más arriba un grupo
de mitrados en torno a un papa con capa pluvial y tiara que nos da la espalda,
y lo mismo pudiera decirse de otros personajes que conversan en el grupo de los
patriarcas vetero-testamentarios. En suma, debemos introducirnos en este cielo
con mucha prudencia descriptiva y sobre todo sin la obsesión por identificar
cualquier silueta con algún personaje, bien santo o bien simplemente personaje
histórico célebre, como de hecho ya ha ocurrido. Hechas estas advertencias,
podemos pasar ya a considerar detalladamente el conjunto. Su estructura es
sencilla, ya que se compone de tres niveles: el Histórico, el Alegórico y la
Gloria propiamente dicha. Los dos primeros están prácticamente unidos, tanto
desde el punto de vista compositivo como semántico y ocupan el basamento de
arquitectura fingida que recorre la base de la bóveda, el cual incorpora
también las ventanas. El nivel Histórico se concentra en las tarjas o cartelas
que contienen diversas escenas en grisalla, simulando relieves monocromos,
alternándose azulados con dorados. Casi todos ellos se refieren a milagros de
la Virgen, puestos en correspondencia con una cualidad de la Letanía Lauretana,
la cual es expresada mediante las personificaciones que componen el nivel
Alegórico. Por encima de todo, corre la Gloria celeste, que constituye el
tercero de los niveles referidos y el primero del que nos vamos a ocupar, ya
que iremos siguiendo el referido documento publicado por Palomino en su tratado
Museo Pictórico o Escala Óptica.
En el ámbito de la Gloria, el artista introduce
el tema fundamental: La Virgen de los Desamparados como intercesora de todo el
género humano ante su Hijo. María como intercesora es uno de los argumentos esenciales
de la mariología, que goza así mismo de una tradición iconográfica secular.
Antonio Palomino, sin duda guiado por un mentor teológico6, de cuya
personalidad no poseemos indicios para su identificación, ha entendido del
siguiente modo esta solemne formulación teológica, que permite encajar la
advocación de los Desamparados: “Habiendo
de ser la pintura de dicha bóveda un panegírico mudo de las glorias,
excelencias y prerrogativas de esta soberana Señora, y especialmente de
aquellas que más se adaptaren á el glorioso timbre de protectora de los
Desamparados, que es el tema á que principalmente ha de dirigirse la retórica
silenciosa de esta oración delineada: se pondrá en la parte superior á el
retablo, y más directa a la vista, un hermoso trono de nubes, y ángeles, donde
esté presidiendo la Trinidad santísima, ante cuyo supremo consistorio, y hácia
la diestra del Hijo de Dios, según aquel verso: Astitit Regina à dextris tuis,
&c, se colocará esta soberana Reyna con Real corona, y con la vestidura bordada
de oro, in vestita deaurato, sin que le falte el acompañamiento hermoso de las
vírgenes: Adducentur Regi Vírgenes post eam. Y para expresar el atributo de
protectora de los Desamparados, estará en acto de interceder por ellos a su
hijo sacratísimo, que con grato semblante la atenderá, complacido de su ruego:
Veni columba mea, &c. Sub umbra alabarum (sic) tuarum protege me. Acompañará lo restante del casco superior de
la bóveda el coro de los sagrados Apóstoles, los mas inmediatos á el trono:
Sedebitis super sedes duodecim, iudicantes, &c. Continuaran los Profetas,
Patriarcas, Mártires, y Confesores, en que tendran su debido lugar los santos
valencianos, como los más interesados en esta soberana prenda: interpolandose
varias tropas de angeles en diferentes coros de música, demostrando á el mismo
tiempo esta celestial comitiva los gloriosos timbres de ser esta Señora Reyna
de los Angeles, de los Apóstoles, Profetas, Patriarcas, Vírgenes, Mártires,
Confesores, y de todos los Bienaventurados, que todo conduce á el intento, pues
esfuerza nuestra confianza, quando acredita la protección, la excelencia de
quien la practica.”
Palomino, por tanto, nos señala una serie de
elementos ordenados jerárquicamente, cuyo eje lo constituye la imagen de María
como Reina intercesora ante la Trinidad entre los diferentes coros de ángeles y
de santos, tal como reza la propia Letanía Lauretana, el hilo argumental
esencial que inspirara la semántica de esta bóveda, según iremos viendo. Esta
letanía establece los coros de los bienaventurados con el siguiente orden:
Reina de los Ángeles, Reina de los Patriarcas, Reina de los Profetas, Reina de
los Apóstoles, Reina de los Mártires, Reina de los Confesores, Reina de las
Vírgenes, Reina de todos los Santos. Veámoslo por partes:
I.– Madre intercesora. Esta parte se constituye
como el fundamento o núcleo que rige y determina todo el conjunto (fig. 2).
Palomino elige el sector que recae sobre el
retablo y por tanto la parte “más directa
a la vista” como lugar para su ubicación. En este punto la Trinidad,
conformada como Sedes Gratiae, concentra en torno a sí una serie de elementos,
algunos de ellos no reseñados por Palomino en su texto y que conviene ir
precisando. El Trono de Gracia está ordenado de acuerdo con una disposición
típicamente hispánica: el anciano Padre Eterno presenta como signo de la Gracia
redentora a su Hijo, sentado a su derecha, que es Cristo Salvador quien muestra
los estigmas de su pasión –con la llaga del costado en la izquierda, el lugar
del corazón– y por encima de ambos un gran nimbo triangular que contiene la
paloma del Espíritu Santo. La gran esfera del cosmos es sostenida por ángeles a
los pies del trono. Es esencial que no pase inadvertido el contexto conceptual
de este “trono de nubes” –con
palabras de Palomino– el cual no es otro que el de la Parusía, muy sabiamente
manejado por el artista. No podía ser de otra forma, pues la figura de María,
aquí coronada como Reina y como Mater desertorum –con las figuras de los Santos
Inocentes a sus pies así como la azucena inclinada señalando hacia abajo-, en
actitud de interceder ante su Hijo, constituye un tipo iconográfico que la
tradición de las imágenes nos presenta asociada al contexto del Juicio Final.
Tanto es así que el artista no ha podido siquiera eludir otros dos elementos
indispensables en esta puesta en escena: San Juan Bautista y los ángeles
portadores de los instrumentos de la pasión: los arma Christi. No obstante,
estos elementos se integran de un modo muy discreto, casi como forzados por el
rigor teológico, pero disponiéndose en un conjunto figurativo admirablemente
resuelto por el artista quien ha demostrado gran capacidad de síntesis
creativa; así San Juan Bautista, independientemente de su vigorosa factura
pictórica, parece relegado a un papel un tanto secundario –las miradas de la
Trinidad se centran en María, quien asume el liderazgo de esta función intercesora–
y los arma Christi quedan reducidos a tres elementos: la cruz que portan los
ángeles por detrás de la figura del Salvador, la corona de espinas y los
clavos, mostrados también por sendos angelillos. Con todo, hay que destacar la
originalidad de disponer la Trinidad en este contexto, ya que lo propio hubiera
sido mostrar a María intercesora únicamente ante su Hijo, de acuerdo con la
tradición convencional sobre el Juicio Final. No obstante no podría decirse
que, presentado de este modo, el concepto haya dado lugar a heterodoxia
iconográfica alguna. Además, en un mayor alarde de composición iconográfica,
Palomino ha sabido integrar con mucha perspicacia el primer eslabón de la
cadena de coros gloriosos que envuelven este núcleo central: la Santa Parentela.
Por detrás del Bautista, primo carnal de Cristo, van ocupando su lugar San
José, los padres del Bautista: Santa Isabel y San Zacarías y los padres de
María: San Joaquín y Santa Ana. San José, destacado discretamente tras el
Bautista, viste a la manera tradicional con túnica y manto llevando la clásica
rama florecida; dirige su mirada hacia al grupo de la parentela, un tanto
ausente de lo que acontece, como tratando de llamarles su atención. Se suceden,
por este orden, Santa Ana detrás de San José, vestida como una mujer en edad
avanzada y con su característico manto, San Zacarías, ataviado con una
fantasiosa muceta con la que se ha tratado de expresar su condición sacerdotal,
el cual parece prestar atención a las indicaciones de San José, Santa Isabel, como
una anciana mellada, y San Joaquín, situado en el extremo y sin atender a lo
que le dice Santa Isabel. Es curioso que este grupo de la parentela de Cristo
no haya sido mencionado por Palomino en su proyecto. Como éste son muchos los
detalles que debieron resolverse a posteriori y probablemente bajo la
supervisión de un teólogo.
II.– Reina de los Ángeles. Los grupos angélicos
son también indispensables en toda visión celeste barroca como la presente. Los
ángeles no sólo conforman coros caracterizados sino que figurados como
criaturas de toda “edad” comprendida entre la niñez y la adolescencia, se
introducen entre las nubes como sustentores de éstas o de los santos que las
remontan, e incluso se convierten en tenantes de los atributos de éstos: el
arpa del rey David, el cántaro de Gedeón o los símbolos de las renuncias
terrenas de San Francisco de Borja. En el cenit de la bóveda se descuelga un
pequeño grupo, y uno de ellos simula portar la cuerda de la lámpara que cuelga
desde este punto, como si el artista hubiera querido significar el origen
celeste de la luz de la lámpara; algo más abajo, como turiferario, otro lleva
un incensario y otro un manojo de flores en sus dos manos que dirige hacia la
Virgen. Al fondo, en la lejanía, se dispone un coro con ángeles adoradores,
cantores y músicos portando instrumentos tales como un órgano, una viola y
flautas diversas.
III.– Reina de los Patriarcas y Reina de los
Profetas. Bajo estos dos enunciados de la Letanía Lauretana, se reúne una gran
multitud de personajes vetero-testamentarios que se extiende, formando
diferentes grupos, por el sector opuesto al Trono de Gracia, y colocados en
diferentes grados de lejanía. Es el sector más complejo de la bóveda desde el
punto de vista iconográfico, ya que son pocos los tipos del Antiguo Testamento
que poseen tradición iconográfica codificada, lo que hace que no puedan ser
identificados con exactitud muchos personajes. De izquierda a derecha, el
primer grupo lo forman Adán y Eva, ella con la fruta prohibida en su mano, más
otro muchacho detrás de ambos, con las manos juntas, que podría ser Abel;
montan una nube que se prolonga hacia la profundidad y en la que se alinea una
muchedumbre de bienaventurados. Debajo se nos aproxima un gran grupo en el cual
se disponen personajes de muy diversa localización bíblica, aunque en un
sentido general correspondería al grupo de los Patriarcas. El primero de ellos,
a la izquierda, es el profeta Jeremías, que aparece lloroso, secándose las
lágrimas con un paño, algo muy significativo puesto que es el profeta de las
Lamentaciones ante la ruina de Jerusalén:
“¡Clama, pues, al Señor, gime, oh hija de Sión;
deja correr a torrentes tus lágrimas, durante día y noche; no te concedas
tregua, ni cese la niña de tu ojo!”
La tradición asocia a Jeremías estas
lamentaciones, y es por otro lado, el profeta de la Pasión de Cristo. Es
significativo, en tal sentido, que vista con manto rojo. A las Lamentaciones
aludiría, sin duda, el fragmento de rollo con escritura que ha dejado caer a su
lado. No resulta claro el personaje situado a su lado que apoya la mano
izquierda en un bastón, pero podría tratarse del patriarca Abraham, el gran
padre del pueblo de Israel, quien parece escuchar y participar con el profeta
de sus tristezas. A continuación Jacob es perfectamente reconocible por la
escalera y encima suyo Noé, con el arca, y el joven Isaac con su haz de leña.
Este grupo de los Patriarcas, en su sentido estricto, se completa con otros
tres personajes que conversan, dos de ellos de espaldas, y que no son ya reconocibles.
La misma nube recoge a continuación otro grupo de personajes. Entre ellos,
destaca Gedeón, con indumentaria militar, en cuyo escudo aparece un enigmático
pan, que podría hacer alusión al trabajo que realizaba antes de ser llamado por
Yavéh a convertirse en caudillo de Israel. En efecto, Gedeón majaba trigo en el
lagar para ocultárselo a los madianitas cuando se le apareció el ángel de Yavéh
(Jueces 6, 11). Abimelec, hijo de Gedeón, podría ser el personaje situado
detrás de éste, también con indumentaria militar, pero no caracterizado por
ningún otro atributo, lo que deja también abierta la posibilidad de tratarse de
otro personaje, como Jefté, sucesor de Abimelec como Juez de Israel. Debajo de
Gedeón un angelillo porta un cántaro roto con una antorcha encendida en su
interior, en alusión a su victoria contra los madianitas, en la cual los
soldados rompen los cántaros para retirar las antorchas (Jue. 7, 16-25).
Sansón, considerado por los mitologistas un héroe solar, puesto que su nombre
en hebreo significa “pequeño sol” u
“hombre del sol”, es el guerrero que aparece en el otro extremo de la nube.
Lleva un sol en su escudo y la cabeza de un león en una de sus hombreras, como
el Herakles cristiano. Sansón está caracterizado además por su típica melena
leonina, que asoma debajo del yelmo y que le distingue del resto de personajes.
Como se sabe, era en su cabellera donde residía su fuerza, como la del sol en
sus rayos. En medio de todos estos guerreros contrasta la figura de un hombre
con el torso desnudo que hace ademán de cubrirse con un manto. Se trata sin
ninguna duda de Job. Según el relato bíblico era un hombre rico y feliz, y Dios
permitió a Satán que lo probara para ver si seguía siendo fiel en el
infortunio, como así fue. Su desnudez es el atributo que mejor lo identifica:
“Desnudo salí del seno de mi madre, Desnudo allá retornaré. Yavéh dio, Yavéh
quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yavéh!” (Job, 1, 21). Debajo de él, sobre la
nube, un rollo con escritura podría hacer alusión al libro poético de Job, la
obra maestra literaria del movimiento de Sabiduría bíblico.
Montado en una nube intermedia, haciendo la
transición hacia el grupo de más a la izquierda, asoma Melquisedec, aquel
sacerdote que ante Abraham realizó un sacrificio con pan y con vino, elementos
que nos presenta sobre una bandeja. Melquisedec parece estar pendiente de la
conversación que llevan a cabo los dos personajes que tiene a su izquierda,
situados en primer término y presentados con toda solemnidad: el rey David y el
profeta Isaías (fig. 7). El primero, una de las realizaciones más soberbias de
Palomino en esta bóveda, aparece perfectamente caracterizado: viste los ropajes
de la realeza y debajo de él unos putti sostienen con gran esfuerzo la pesada
arpa que la tradición ha convertido en su atributo genuino. Sobre Isaías,
aunque no va caracterizado de modo específico, no caben dudas respecto de su
identidad, puesto que no puede faltar en un contexto como el presente. Isaías
es el profeta mesiánico por excelencia, en cuyos escritos está presente de
manera explícita la Virgen María: “He
aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre
Emmanuel. (Is. 7, 14)” De acuerdo con los Padres de la Iglesia, María está
leyendo este versículo cuando se le apareció el arcángel Gabriel. El profeta
viste un manto azul, el color de la Virgen, algo que no parece casual, como
tampoco el hecho de que el mismísimo rey David se incline reverente ante sus
palabras. Éste parece escuchar otro aspecto importante de estas profecías: “Y saldrá un vástago del tronco de Jesé y de
su raíz se elevará una flor (…)” (Is. 11, 1)
En efecto, Isaías anunció que el Mesías
surgiría de la estirpe de David. El árbol de Jesé, como es sabido, es también
un tema que la tradición asocia con María, constituyéndose en un tipo
iconográfico propio de la Virgen. Es incluso en este contexto como cabe también
entender la presencia de Melquisedec, cuyo sacrificio de pan y vino prefigura
la presencia sacramental de Cristo. Por detrás una gran multitud va difuminándose
hacia el fondo y en donde aún aparecen bien caracterizados Moisés y Aarón. El
primero porta las tablas de la Antigua Ley y desde su frente irradian los rayos
de la inspiración divina. Aarón viste los ornamentos del sacerdocio y agita un
incensario. Por último, resta un grupo de dieciséis personajes que ocupan un
segundo término sobre una nube más alejada y que podría tratarse de los
Profetas en sentido propio, aunque ya hemos apuntado que la distinción entre
Patriarcas y Profetas no ha sido establecida de modo tajante en la realidad del
presente programa pictórico. Aquí, habría que poner de manifiesto, en primer
lugar, el hecho de que este grupo se constituya en número de dieciséis. Se
trata evidentemente de un número simbólico, o mejor, retórico. Dieciséis son en
realidad el número de profetas de acuerdo con la tradición bíblica católica,
los cuales se dividen en dos grupos, en primer lugar los cuatro mayores:
Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; más los doce menores: Abdías, Ageo, Amós,
Habacuc, Joel, Jonás, Malaquías, Miqueas, Nahum, Oseas, Sofonías y Zacarías.
Todos tienen en común haber dejado escritos. La distinción entre un grupo y
otro no es otra que la cantidad de estos escritos: los profetas mayores han
proyectado más escritura. Pero de este conjunto de dieciséis, dos de ellos,
Isaías y Jeremías, ya los hemos visto dispuestos fuera de este grupo. Por otro
lado, debe ser tenido también en cuenta que existen otros profetas, como Natán,
Elías o Eliseo, no enmarcados entre los dieciséis porque no dejaron escritos;
son profetas de la acción, como también lo fue Débora. Vemos pues que el número
de dieciséis volvería a tener sentido si contamos con alguno de estos últimos.
No obstante, como ya he dicho, se trata de un número simbólico que, también, de
acuerdo con la tradición tipológica, correspondería con el número de los
apóstoles sumándole el de los evangelistas –prescindamos de que dos
evangelistas, Mateo y Juan, son además apóstoles-. Los profetas del Antiguo
Testamento gozan de tradición iconográfica de forma individual, con atributos
característicos, aunque las representaciones son muy escasas, por lo que casi
podría decirse que prácticamente no tienen tradición convencionalizada. En el
caso presente, Palomino ha obviado su individualización.
IV.– Reina de los Apóstoles. En el tradicional
contexto de la Parusía o del Juicio Final, cuando éste se constituyó en el
imaginario de la Iglesia, plenamente configurado ya en el Románico, figuraban a
modo de asistentes o asesores de Cristo Juez, los veinticuatro ancianos, de
acuerdo con la primera fuente que organiza este tipo iconográfico: el
Apocalipsis. Pero desde el Gótico, la fuente que inspiró la escena del Juicio
fue el Evangelio de San Mateo (Mat. 25, 31 y ss.), lo que conllevó que se
prescindiera de los ancianos, siendo éstos substituidos por los apóstoles. Es
por ello que se explique el hecho de que aparezcan distribuidos en dos grupos a
cada uno de los lados en torno a la Sedes Gratiae ocupada por la Trinidad. El
artista aquí no ha querido ser demasiado explícito y, aunque la mayoría de
éstos pueden ser identificados por medio de atributos convencionales, otros no
son identificables, perdiéndose su individualidad en el conjunto.
Con Pablo, el Apóstol de los Gentiles, y con
Matías, sustituto de Judas Iscariote, conforman un grupo de trece hombres. Por
la derecha, desde el centro hacia afuera, arrancan desde la lejanía siete
apóstoles. Los dos primeros aparecen conversando: el primero, sin
caracterización, podría ser Santiago Alfeo, y Bartolomé, inconfundible por el
cuchillo. Siguen otros dos: Simón Zelotes a quien distinguimos por la sierra de
su martirio, levemente visible en su mano izquierda, y Felipe, caracterizado
con una cruz en asta. Ya situado en la fila delantera se nos muestra Santiago el Mayor, con
indumentaria de peregrino: la concha y el bordón –que R. Stoltz reintegró
libremente transformándolo en un cayado pastoril con calabacita-, a
continuación Tomás, con una escuadra ya que fue arquitecto, conversa con Pablo,
que apoya su mano izquierda en una espada. Cierra el grupo Matías llevando la
lanza. En el lado opuesto se distinguen cinco apóstoles, los cuales se nos
muestran en una actitud más contemplativa: el más alejado visualmente, y más
próximo al centro, asomando por el fondo y absorto ante la visión de la
Trinidad, aunque no caracterizado, puede que se trate de Judas Tadeo. También
se vuelve, como extasiado, Juan Evangelista, sostenido en el aire entre una
nube y su emblemática águila, y llevando en sus manos libro y pluma. A
continuación se suceden Andrés, apoyando su cruz en aspa, San Mateo con el
humilde gesto de juntar las manos, y Pedro, inconfundible por las llaves, de
las cuales parece olvidarse ante la visión del Trono de Gracia.
V.– Reina de los Mártires. Los mártires ocupan
el lugar contiguo a las vírgenes. Conforman un coro abanderado por San Esteban
que vestido con su dalmática sostiene una gran bandera roja rematada por la
cruz. A su lado, y en primer término San Jorge adquiere gran protagonismo;
tiene debajo al dragón abatido. San Lorenzo, sosteniendo su gran parrilla
dirige su atención a la Trinidad, al igual que San Bernardo de Alzira, que
aparece detrás de él con el hábito blanco, escapulario y capuchón negros de la
orden del Císter, con la capa negra de los conversos y caracterizado con el
clavo de su martirio hundido en la frente. Por detrás, confundidas entre la
multitud, dos cabezas femeninas pueden aludir a sus hermanas María y Gracia.
Más allá emerge el dominico San Pedro de Verona con un cuchillo en medio de la
cabeza, un puñal en su corazón y con una palma circundada de tres coronas. En
una vaguada de la nube, en el punto de iniciarse la fuga de ésta hacia el
fondo, descuella un mancebo joven, ataviado como soldado, apoyando su mano en
una espada, así como una muchacha con rico atuendo llevando una flecha. Ambos
llevan también palma de martirio. Se trata de San Mauricio –o bien San Acacio–
y de Santa Úrsula. Ambos tienen en común encabezar sendos grupos
multitudinarios de mártires: San Mauricio, oficial al mando de la legión
tebana, en el s. III, diezmada por orden de Maximiano, y Úrsula, que ofrecería
idéntico ejemplo femenino, con sus once mil vírgenes martirizadas por los
hunos.
A partir de aquí, la nube va progresivamente
hundiéndose en la lejanía llevando consigo la multitud de mártires, no
identificables ya, aunque caracterizados con algunos suplicios: uno de ellos
nos da la espalda mostrando un cuchillo hundido, otro levanta una gran cruz
donde se supone debió ser también clavado, que nos hace pensar en San Dimas, o
el Buen Ladrón16. En su conjunto, se trataría de los innumerables mártires que
tuvo la Iglesia en época de las persecuciones de los que en su mayor parte no
se ha conservado ni siquiera su nombre.
VI.– Reina de los Confesores. La tradición de
la Iglesia reconoció la santidad de los mártires en primer lugar, ya que éstos
habían sido los “testigos” de Cristo
que habían vertido su sangre por la fe. Pero más tarde, a partir del S. IV,
cuando los mártires fueron escaseando, engrosarían estas filas los obispos y
ascetas, así como las vírgenes, los cuales habían permanecido fieles a lo largo
de su vida, a la Ley divina. Los santos no mártires fueron también por tanto “testigos de Cristo” a su manera.
Obviamente la Iglesia dispone en primer término el martirio rojo de los
mártires, pero considera también el martirio blanco de los confesores y de las
Vírgenes. Entre los confesores, un lugar preeminente lo ocupan los anacoretas,
los padres del desierto, abundantes en Egipto y Siria durante los primeros
siglos tras la Paz de la Iglesia en el S.
Los anacoretas, por otro lado, son el embrión
del futuro movimiento monacal. Es significativo que tres destacados anacoretas
de la Tebaida, como ancianos barbados, ocupen su lugar como continuación de la
hilera de los apóstoles. De este modo, tras la figura de San Pedro se suceden:
San Antonio Abad, con cayado y hábito de los monjes de su orden, los antoninos,
caracterizado por un sayal con capucha y con la Tau en azul bordada sobre su
hombro; San Pablo ermitaño, con el torso desnudo y vestido con malla de hoja de
palma y San Onofre, con gesto de sumisión piadosa y con la cintura ceñida con
una fronda de zarzal, su atributo iconográfico más individualizado, así como,
colgando de sus manos, el salterio o camándula de cuentas rematada con una
cruz, objeto semejante al rosario, pero típico de los anacoretas. Este grupo
surge de la profundidad en un espacio donde las figuras comienzan a tomar unos
perfiles que permiten la distinción individualizada y se nos hace visible por
encima del coro de las vírgenes. El grupo que sigue al de los anacoretas, lo
conforman otros santos, en su mayor parte en relación con las diferentes
órdenes religiosas.
Un poco más cercanos al espectador, en un grado
de profundidad intermedia, y formando un grupo aislado, se muestran los dos
santos fundadores de la orden trinitaria: San Juan de Mata y San Félix de
Valois. Ambos van tonsurados, con una larga barba y visten el hábito blanco de
la orden con la cruz de Malta de los trinitarios –palo horizontal azul y el
vertical rojo– en el centro del escapulario y con un manto negro con capuchón.
Aparecen conversando y uno de ellos, puesto que no se los distingue, porta en
su mano izquierda un grillete, en alusión a la redención de cautivos,
singularidad de esta orden. Otro grupo más numeroso cabalga otra nube situada
encima formando una combada hilera cuyos extremos se prolongan en la
profundidad. En el punto más cercano al espectador aparecen enfrentados San
Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán, ataviados cada uno de ellos con
los hábitos correspondientes a sus órdenes. San Francisco besa una austera cruz
de palo y en sus manos se aprecian los estigmas. Santo Domingo acerca una
azucena a su pecho con una mano, mientras que con la otra porta el bordón de
fundador que llega a ocultarse por detrás de San Francisco. En el lado de éste
último vemos a San Nicolás de Bari, revestido con ornamentos episcopales
orientales, aunque no porta mitra, pero sí las tres bolas de oro sobre un
libro, atributo tradicional, alusivo a tres dotes que dio a tres hermanas para
que éstas pudieran contraer matrimonio. Gesticula con su mano izquierda, como
admirado por la visión del Trono de Gracia. Por detrás suyo, como queriéndose
recluir, advertimos aún en meditación a San Bruno, fundador de los cartujos,
inconfundible por su hábito caracterizado por la cogulla con trabas
–equivalente al escapulario en otros hábitos– y sin ningún otro atributo, como
queriendo permanecer en el anonimato. Con este recurso Palomino ha querido
subrayar la soledad y humildad profesadas por los monjes de esta orden. En el
sector de nube que se aleja por detrás de Santo Domingo encontramos a San Pedro
Nolasco, fundador de la Merced, vistiendo el hábito blanco de la orden, y
exhibiendo también un grillete como redentor de cautivos. Detrás de éste
aparecen cuatro figuras, entre las cuales descuella San Antonio de Padua, con
hábito franciscano, imberbe y con su azucena, junto con San Francisco de Paula,
fundador de la congregación de los Mínimos, con luenga barba y con el bastón
curvado, típicos de su iconografía. Completa este panorama de los santos
confesores un grupo muy destacado que reúne a los Doctores de la Iglesia. Allí
está San Jerónimo, con su moderna caracterización de penitente, habiéndose
despojado de las ropas cardenalicias: un gran manteo de color púrpura, entre
cuyos pliegues aún asoma el capelo, envuelve su desnudez. Casi nos da la
espalda y aparece frente a Santo Tomás de Aquino, que luce el sol en su pecho,
a modo de collar. San Gregorio Magno, vestido con muceta roja y camauro,
discute con San Agustín, con capa pluvial, bajo la cual asoma aún el hábito
negro de los agustinos. Entre ambos se aprecia la cabeza tonsurada de San
Buenaventura, vestido con hábito franciscano y llevando el capelo rojo por
detrás de su cabeza, sujeto al cuello por delante. Por detrás del grupo asoma
una cabeza mitrada, que permanece ajena a la conversación; quizás se trate de
San Ambrosio.
VII.– Reina de las Vírgenes. El coro de
vírgenes aparece inmediatamente a continuación de la primera de ellas: María.
Encabeza el grupo Santa Margarita, portadora de la cruz, su atributo
característico, en cuya larga asta se enrosca un gran pendón blanco, el color
del “martirio blanco” de las Vírgenes, que lleva el emblema de una corona de
espinas en torno a un corazón en llamas, símbolo del amor ardiente a
Jesucristo, aunque prácticamente todas las que aquí aparecen sufrieron además
el “martirio rojo” con el
derramamiento de su sangre. Santa Margarita se dirige al grupo señalando
mediante un gesto a María. La siguen Santa Catalina de Siena, dominica,
coronada de espinas, Santa Teresa de Jesús, carmelita, Santa Rosa de Lima,
terciaria dominica, con corona de rosas, como también Santa Rosalía de Palermo,
anacoreta. No faltan Santa Bárbara, inconfundible por la torre y la palma del
martirio, así como Santa Inés que acaricia el cordero, Santa Catalina de
Alejandría, bajo la cual sobresale, en la nube, la rueda dentada de su
martirio. Descuellan también en este grupo otras tres vírgenes de dudosa
identificación, ya que su único atributo es la palma del martirio. Podría
tratarse de otras vírgenes mártires como Santa Cristina, Santa Águeda, Santa
Lucía, Santa Dorotea… No sabemos hasta qué punto Palomino, o sus mentores,
pensarían en santas concretas o bien las introducirían para crear la sensación
de una multitud, cosa bien probable a juzgar por el carácter que tiene esta
representación del cielo y a lo que ya nos hemos referido.
VIII.– Reina de Todos los Santos. El broche
final lo constituye el conjunto de Todos los Santos, significado
particularmente aquí mediante el grupo de santos valencianos, los cuales
imponen su inconfundible presencia en medio de todo un conjunto de santos
anónimos representados en segundo término que confieren forma al conjunto de
“todos los santos” según la letanía. Una nube adelantada en talud nos muestra
reunidos a los santos valencianos. El más destacado de todos ellos es San Francisco
de Borja, vestido de jesuita con sotana y manteo, sosteniendo su principal
atributo: la calavera coronada; a sus pies dos ángeles mantienen en el aire los
símbolos de sus honores temporales a los que renunció: la armadura
caballeresca, el hábito de la orden militar de Santiago y el capelo
cardenalicio. A su derecha aparece San Vicente Ferrer, con hábito dominico, con
su inconfundible gesto de levantar el índice, mientras a su lado un angelito
mantiene un libro abierto en donde se lee su lema: TIMETE DEVM ET DATE ILLI HONOREM. A continuación sorprende advertir
una santa, que por sus atributos es inconfundible: Santa Isabel de Portugal.
Sorprende porque no es valenciana, si bien fue hija de Pedro III el Grande, y
es probable que fuera incorporada a este grupo de un modo indefectible por no
poseer como alternativa una santa estrictamente valenciana. De todos modos
debió de ser en este tiempo una santa bastante popular, ya que fue canonizada
en 1626. Viste hábito franciscano —es patrona de la Tercera orden de San
Francisco—, va coronada y lleva recogido en el manto un manojo de rosas, de
acuerdo con un conocido milagro que consta en su proceso de canonización. Por
la izquierda de San Francisco de Borja se suceden en hilera otros santos
valencianos muy conocidos. En primer lugar el patrón de la ciudad San Vicente
mártir, vestido con dalmática como diácono, llevando la palma del martirio y
sosteniendo con su mano la enorme cruz en aspa de su martirio. Detrás San
Pascual Bailón, franciscano descalzo, no adora ya el Sacramento eucarístico
sino que con su gesto demuestra el gozo, ya en el cielo, de la visión directa
de Dios. A continuación Santo Tomás de Villanueva, con capa pluvial, mitra y
báculo, se nos muestra con el gesto caritativo de ofrecer una moneda, y a su
lado el dominico San Luis Bertán, el apóstol de Colombia y México, con el
atributo de la copa con la serpiente, emblema indicador de que intentaron
envenenarle. Por detrás de esta serie de santos valencianos, en diferente
gradación de lejanía, se disponen otros en su mayor parte con identificación
confusa, pero que sin duda la intención fue precisamente mantener cierto
anonimato para significar la muchedumbre de santos del cielo. No olvidemos que
se quiso significar también, con palabras del mismo Palomino, a “todos los Bienaventurados”. No obstante
hay uno de ellos cuya identificación es segura: San Pedro Pascual, un santo
canonizado en 1670 y cinco años más tarde incluido en el Martirologio Romano.
Se le representa con hábitos corales, como canónigo de la catedral de Valencia,
con palma de martirio y con una espada en alusión a su supuesta decapitación en
Granada. Aparecen también dos santas mártires, con sendas palmas, y un grupo de
mitrados en torno a un papa que nos es mostrado de espaldas. Podrían ser
identificados todos estos personajes, más allá del repertorio valenciano, como
las mártires Justa y Rufina, así como los obispos hispalenses San Leandro y San
Isidoro y el papa San Dámaso. Incluso podríamos ver en uno de ellos a San
Valero, ya que fue obispo y compañero de presidio de San Vicente y cuya
devoción está arraigada en Valencia. No obstante preferimos optar por dejar en
la indefinición todas estas figuras, y entender su conjunto como multitud de
santos, de acuerdo con el programa iconográfico, que expresa claramente la
intención de afirmar la muchedumbre de los bienaventurados, dando así forma a
aquella expresión letánica de María como “Reina
de todos los santos”.
MIGUEL
JACINTO MELENDEZ (Oviedo, 1679 - Madrid, 25
de agosto de 1734)
Miguel Jacinto Meléndez nace en Oviedo en 1697
siendo hijo de Vicente Meléndez de Ribera y de Francisca Díaz de Luxío y
hermano mayor del también pintor Francisco Antonio Meléndez. Siendo niño
su familia emigró a Madrid donde Miguel Jacinto aprendió el arte de la pintura
posiblemente de la mano del pintor José García Hidalgo y en la
Academia del Conde de Buena Vista del modo tradicional: copiando estampas y
dibujos, luego al natural y, finalmente, copiando cuadros de grandes maestros
del siglo XVII.
Cuando se casa con María del Río, en 1704,
Meléndez ya ha terminado su etapa de formación y se gana la vida como pintor en
la Corte fundamentalmente realizando retratos de Felipe
V y María Luisa de Saboya en un período en el que la Guerra
de Sucesión Española paraliza cualquier actividad artística cortesana. En
este contexto se le nombrará Pintor honorario del Rey, sin sueldo, el 31 de
junio de 1712. Meléndez sólo conseguirá los 720 maravedíes anuales de gajes que
conllevaba el cargo en febrero de 1727.
Al finalizar la Guerra de Sucesión la vida de
Meléndez sufre importantes modificaciones. Así, el 19 de octubre de 1715, su
mujer, María del Río, muere de postparto cinco días después de dar a luz a su
hijo Julián Joaquín. Un año más tarde, el 21 de octubre de 1716 se vuelve a casar
con Alejandra García de Ocampo de la que tuvo dos hijas; Josefa María y María
Vicenta, esta última muerta siendo niña.
Principalmente se dedicó a los retratos,
realizando los de la casa real entre 1708 y 1728.
En 1712 fue nombrado pintor de cámara por Felipe V,
quien puede considerarse su mejor cliente, ocupando la plaza que había quedado
vacante por muerte de Manuel de Castro. Pero cuando la corte se trasladó a
Sevilla, donde estuvo desde 1729 a 1733, Meléndez prefirió quedarse en Madrid y
ello supuso su declive comercial, al ser monopolizados los encargos de retratos
regios por Jean Ranc y su taller.
En los últimos años de su vida, Meléndez se
especializó en retratos de nobles españoles (fundamentalmente los dos
espléndidos retratos del marqués de Vadillo) y en diferentes ejemplos de
pintura religiosa encargada por diferentes congregaciones.
Con una posición económica desahogada y una
clientela importante, aunque con el favor real "secuestrado" por
Ranc, Miguel Jacinto Meléndez morirá en Madrid el 25 de agosto de 1734 dejando
a su viuda e hijos una desahogada posición económica.
Su estilo está influido por Van
Dyck y la escuela flamenca, aunque en las imágenes
de vírgenes se nota la influencia de Juan Carreño de Miranda.
Felipe V
vestido de cazador (1712)
Óleo sobre lienzo. 103 x 83 cm. Museo Cerralbo
La actividad de Miguel Jacinto Meléndez se
sitúa entre el final de la pintura madrileña del Siglo de Oro y el nuevo
período que nace con la creación de la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando. Tío de Luis Meléndez, famoso pintor de bodegones, y hermano de
Francisco, pintor real de miniaturas, trabajó en la corte en un momento en el
que pocos artistas españoles sobresalían.
Contribuyó a crear el prototipo de retrato oficial de los soberanos de la nueva
dinastía borbónica, cuya función era difundir su imagen en todos los
territorios de la monarquía española, con un afán propagandístico, acabando con
la imagen decadente del último representante de los Austrias.
Felipe V o Felipe de Anjou, nieto de luis XIV
de Francia y María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, fue designado sucesor
al trono español. En este retrato aparece ataviado a la moda francesa,
sustituyendo la austera indumentaria de la Casa de Austria. Su atuendo es de
cazador, a cuyo deporte tenía una gran afición, siguiendo la tradición de los
relatos velazqueños. Viste casaca roja con bordados en oro, y corbata y
bocamanga en encaje de color blanco. Lleva sombrero azul oscuro al estilo de la
época, con adorno de plumas blancas y peluca blanca a la moda francesa con
cinta rosa y plata. El único signo que le identifica como rey es la banda azul
de la orden del Espíritu Santo que cruza su pecho. Sostiene el fusil con su
mano izquierda y lo apoya sobre su hombro mientras que con la mano derecha
señala al tenebroso paisaje del fondo.
El rostro aparece idealizado, característica de
los retratos de Meléndez que participa de la idealización y dignificación de
los retratos que se produce en la pintura del siglo XVIII, aunque, eso sí, sin
pomposidad ni arrogancia.
Sus retratos, aunque no profundizan en el
aspecto psicológico de los personajes, si destacan por sus novedades como
situar a los personajes al aire libre, colorido alegre, referencias
paisajísticas y la forma de señalar el paisaje.
Felipe V,
1718 - 1722.
Óleo sobre lienzo, 82 x 62 cm. Museo del
Prado
Esta obra, junto con el retrato compañero
de Isabel de Farnesio, responde al deseo de la familia real española de
poseer efigies adecuadas a su función al frente del Estado, con un carácter
solemne y oficial pero al tiempo próximo y directo. A tal efecto, el pintor
renuncia a los espacios palaciegos, propios del mundo cortesano, para centrarse
en las facciones de los monarcas y algunos de los elementos de tipo simbólico
que les rodean habitualmente, insignias en el caso del rey, así como parte de
una armadura, y atuendo lujoso y joyas en lo que concierne a la reina. Ambos se
inscriben en óvalos moldurados en trampantojo con fondo neutro oscuro, sobre el
que resaltan con especial fuerza, lo que produce una sensación de volumen que
acentúa la verosimilitud ante los ojos del espectador. Imágenes como éstas
fueron frecuentes y se destinaron a ser enviadas a instituciones civiles y
militares, dentro y fuera de la metrópoli, en aras de transmitir las facciones
de los soberanos por todo el conjunto de territorios que configuraban el
vastísimo imperio español; también se remitieron a parientes o personalidades
vinculadas a la monarquía, e incluso a las distintas cortes europeas, dentro de
los contactos diplomáticos que se mantenían con diferentes países. El retrato
del rey pertenece a un amplio grupo de cuadros similares que Meléndez ejecutó
desde la segunda década de la centuria en adelante, parecidos a los de
la Biblioteca Nacional de Madrid, a los de la catedral de Burgo de
Osma y a los que se conservan en otros muchos lugares. El rostro del
soberano todavía aparenta joven y está llevado a cabo con cierto grado de
idealización; no obstante posee un carácter concreto y vivo, apreciables
calidades táctiles, una serena franqueza y, en conjunto, los rasgos sólidos de
las facciones destacan por comparación con la consistencia algo vaporosa de la
peluca. Felipe V (1683-1746) viste coraza, sobre una prenda de mangas
ampulosas, y lleva cuello y corbata blancos; su pecho está cruzado por la banda
de la orden del Saint-Esprit y luce el collar de la orden del Toisón de
Oro. Con objeto de resaltar los pliegues de las telas y los brillos de éstas y
de la armadura, Meléndez aplica pinceladas de trazos largos y zigzagueantes,
siguiendo las pautas técnicas de la escuela madrileña barroca. El cromatismo
está bien armonizado y es rico en tonalidades. La obra denota la madurez de
Meléndez (1679-1734) y semeja posterior a las creaciones de este tipo hechas
por Michel-Ange Houasse, que llegó a Madrid en 1715, y anterior
a los lienzos de Jean Ranc, que se puso al servicio de los monarcas a
fines de 1722.
Isabel de
Farnesio, 1718 - 1722.
Óleo sobre lienzo, 82 x 62 cm. No expuesto
Esta obra, junto con el retrato compañero
de Felipe V, responde al deseo de la familia real española de poseer
efigies adecuadas a su función al frente del Estado, con un carácter solemne y
oficial pero al tiempo próximo y directo.
A tal efecto, el pintor renuncia a los espacios
palaciegos, propios del mundo cortesano, para centrarse en las facciones de los
monarcas y algunos de los elementos de tipo simbólico que les rodean
habitualmente, insignias en el caso del rey, así como parte de una armadura, y
atuendo lujoso y joyas en lo que concierne a la reina. Ambos se inscriben en
óvalos moldurados en trampantojo con fondo neutro oscuro, sobre el que resaltan
con especial fuerza, lo que produce una sensación de volumen que acentúa la verosimilitud
ante los ojos del espectador. Imágenes como éstas fueron frecuentes y se
destinaron a ser enviadas a instituciones civiles y militares, dentro y fuera
de la metrópoli, en aras de transmitir las facciones de los soberanos por todo
el conjunto de territorios que configuraban el vastísimo imperio español;
también se remitieron a parientes o personalidades vinculadas a la monarquía, e
incluso a las distintas cortes europeas, dentro de los contactos diplomáticos
que se mantenían con diferentes países. La efigie de la reina Isabel de
Farnesio (1692-1766) está conseguida con menor acierto que la de Felipe
V, en la medida en que resulta más convencional, poco penetrante y quizás algo
rejuvenecida respecto de la edad que contaba en el momento del retrato. Despliega
una elegante indumentaria cortesana, con profusión de joyas, pintadas con
exquisito acabado -destacando la miniatura de su regio esposo al pecho- y se
envuelve en un manto de armiño. Ostenta una alta peluca con un broche, del que
destaca una gran perla pinjante en forma de pera (¿la Peregrina)?, que sujeta
una lazada que prosigue en una graciosa cinta rosa cayendo desde la cabeza y
caracoleando sobre los hombros. En todos los restantes conceptos se asocia al
retrato de Felipe V, y el análisis estético y técnico resulta similar para
ambas obras, ejecutadas de modo que sugieran la idea de que son compañeras.
Sagrada
Familia. Hacia 1732.
Óleo sobre lienzo. Museo del Prado
El niño Jesús dormido, tradicional
imagen que prefigura su muerte, es contemplado por san José y la Virgen. Esta,
rodeada de las rosas que la simbolizan, retiene a san Juanito para que no
despierte a su hijo. Cuando ingresó en el Prado, la pintura fue atribuida
al bodegonista Luis Meléndez, aunque más tarde fue considerada una obra
tardía de su tío Miguel Jacinto, pintor de cámara de Felipe V.
La Inmaculada
Concepción, 1733.
Óleo sobre lienzo, 208 x 141 cm. Museo del
Prado. Depósito en otra institución
Obra inspirada en un probable prototipo de
Cerezo, conservado en la Hispanic Society de Nueva York, sin embargo
prefigura ya una nueva estética dieciochesca. El vestido de
la Inmaculada es de color plateado grisáceo y consigue los brillos de
las telas con largas pinceladas blancas. Las carnaciones son muy claras y suaves
y los angelotes, con sus alas azules y las flores que llevan en las manos,
dinamizan el cuadro, de gran calidad. La manera de pintar las telas, el tono
gris acerado para el traje, los adornos de perlas de las bocamangas, así como
su prototipo de los ángeles, son rasgos muy característicos del pintor.
El
entierro del conde de Orgaz, 1734. Óleo sobre lienzo, 85 x 147 cm. Museo del
Prado
Cuando estaban enterrando al señor de Orgaz (m.
1323), en la iglesia de Santo Tomé de Toledo, se aparecieron san
Agustín y san Esteban quienes, sosteniéndolo el primero por la
cabeza y el segundo por los pies, lo depositaron en el sepulcro. Muy distinto
al famoso cuadro del Greco, su formato apaisado permite a Meléndez
plantear un gran espectáculo al modo teatral, visible al descorrer los
cortinajes del primer plano; rodeando al grupo principal, los asistentes al
milagro, los hachones encendidos y el rompimiento de gloria forman tres ángulos
superpuestos en perspectiva al fondo. Forma pareja con San
Agustín conjurando la plaga de la langosta (P-958). Ambos cuadros se
refieren a apariciones milagrosas de san Agustín que tuvieron lugar
en Toledo. Por fallecimiento del artista, los cuadros definitivos fueron
realizados por su discípulo Andrés de la Calleja; uno de ellos se
encuentra en el Museo del Prado (P-7229). Otro boceto en grisalla se
conserva en el Museo Casa Natal de Jovellanos, Gijón.
Francisco
Antonio de Salcedo y Aguirre, marqués de Vadillo, 1729-1730
Óleo sobre lienzo. 200 cm; Ancho: 140 cm. Museo
de Bellas Artes de Asturias
Uno de los principales retratos de la nobleza
española, a los que se dedicó con pleitesía dieciochesca Miguel Jacinto
Meléndez (Oviedo, 1679-Madrid, 1734) en los últimos años de su vida, se
encuentra con su modelo en el Museo de Bellas Artes de Asturias. Se trata
de una de las obras en las que el asturiano, nombrado en 1712 pintor de cámara
del rey Felipe V, da representación a Francisco Antonio Salcedo y Aguirre,
conocido como el marqués de Vadillo, caballero destacado en la corte, que fue
corregidor de la Villa de Madrid bajo su reinado.
El cuadro, propiedad de las colecciones
municipales de la capital, colgado durante años en el Museo de Historia, se
encuentra ahora en las paredes de la principal pinacoteca asturiana, donde
responde a uno de los muchos depósitos que enriquecen sus colecciones. Hoy, a
las doce del mediodía, esta obra que data de las primeras décadas del siglo
XVIII, será encarada con otra, considerada antecesora, que responde a uno de
los trabajos preparatorios que el artista realizó para consolidar
definitivamente el retrato en la pieza en la que el corregidor quedó
inmortalizado. El modelo será presentado al público por el consejero de Cultura
y ex director del Museo de Bellas Artes, Emilio Marcos Vallaure.
Según los expertos, este retrato que se reúne
con su modelo y otro segundo que también pintó Miguel Jacinto Meléndez del
marqués son un «espléndido ejemplo» del género retratista español. El de
Vadillo, que por cierto fue mecenas del mismísimo Pedro de Ribera, impulsando muchas
de sus obras, (como la ermita de la Virgen del Puerto, donde está enterrado),
es también uno de los dos mejores retratos que el creador asturiano realizó en
la etapa en la que dedicó prácticamente todo su talento a representar a grandes
caballeros y damas de la corte, con algunas excepciones centradas en la pintura
religiosa.Otro bien pudiera ser uno de los muchos que dedicó a Felipe V (uno de
sus principales clientes), además del mentado segundo retrato que hizo al marqués
de Vadillo, en el que dicho rey depositó tal confianza que le hizo ganar unos
poderes morales y reales muy por encima de los que tuvieron sus antecesores
corregidores. No en vano Francisco Antonio Salcedo y Aguirre fue uno de los más
destacados de su siglo.
JOSÉ
VERGARA GIMENO
(Valencia, 2 de junio de 1726-Ibídem, 9 de
marzo de 1799)
Pintor valenciano más destacado de la
segunda mitad del siglo XVIII. Con una ingente obra pictórica, tanto al fresco
como sobre caballete, evolucionó del Tardobarroco al Neoclasicismo. Es el
fundador de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en 1768.
Pese a su gran popularidad en tierras
valencianas, ya que su prolífica obra está presente en una buena parte de su
geografía, determinada crítica artística lo ha minusvalorado injustamente
atendiendo a prejuicios meramente subjetivos que se extienden también a una
buena parte de la pintura valenciana del setecientos. Afortunadamente, los
estudios recientes de Miguel Ángel Catalá Gorgues y muy especialmente
de David Gimilio Sanz, que le dedicó una espléndida exposición monográfica en
el Museo de Bellas Artes de Valencia en 2005, han iniciado la
recuperación de este pintor de fuerte personalidad, sin duda alguna el máximo
exponente de la sensibilidad academicista en la Valencia de la Ilustración.
El pintor José Vergara inició su formación
artística bajo la tutela de su padre, el escultor y arquitecto Francisco
Vergara, primero copiando la Cartilla de Principios de José de Ribera, y
más tarde en la academia de dibujo del pintor Evaristo Muñoz, continuadora
a su vez de la de Juan Conchillos, escuela aquella en la que, conforme a
una disciplina innovadora, los alumnos se adiestraban en el dibujo del natural
a la vista de copiar modelos masculinos o estatuas. Al decir de Orellana era
tal su conocimiento, talento y facilidad, que a los 7 años de edad dibujaba ya
figuras copiadas del natural en la citada academia, y a los 13 años pintó “al fresco una alegoría que avia en un relox
a la esquina de una casa, en la calle de San Vizente frente de San Gregorio”.
Esta obra debió tener cierta resonancia, pues, a continuación, según el citado
manuscrito, se le encargaron dos medallones con pasajes relativos a escenas de
la vida de Santa Catalina mártir, situados a ambos lados del retablo mayor de
la iglesia parroquial de Santa Catalina, así como la bóvedilla de la parte
inferior del órgano de ese mismo templo. Unos años después, en torno a 1744,
cuando tenía 18 o 19 años, pinta las pechinas de la colegiata de
Játiva representando las cuatro Heroínas Bíblicas, obra desaparecida al
desplomarse la cúpula en 1866 y por la que recibió 200 libras.
Estos fueron los cimientos y las primeras obras
sobre las que se fundaron los progresos que hizo después en su profesión,
debidos más bien a su genio y estudio que a las enseñanzas recibidas. Según la
historiografía clásica, José Vergara no perdió ocasión alguna de que pudiese
sacar partido para sus adelantos, parafraseando a Ceán, siempre estuvo
pintando, dibujando y experimentando en las diferentes técnicas con la
finalidad de dominarlas, lo cual nos habla de un artista inquieto e interesado
en el aprendizaje. El peso de la tradición pictórica valenciana le hizo copiar
determinadas obras de Juan de Juanes, Francisco
Ribalta y José de Ribera de enorme significación iconográfica y
artística en Valencia, reproducciones éstas, realizadas ya por admiración
personal del propio Vergara, ya por deseo expreso del comitente, como es el
caso de las variaciones juanescas del Ecce Homo y del Salvador Eucarístico.
El hecho de que José Vergara no saliera nunca
de su entorno más cercano (constatado en la biografía manuscrita), nos obliga a
concretar un tipo de aprendizaje in situ basado en la tradición pictórica
valenciana; en las estampas y grabados que sin duda utilizó en sus
composiciones; en los tratados de arte que consultó y en los ejemplos de los
grandes artistas foráneos que existían en tierras valencianas. Todo esto
desembocó en una nueva manera de concebir la pintura desde un sentido
clasicista que será la base del academicismo valenciano.
Un caso significativo es el estudio de unas
pinturas originales del pintor napolitano Paolo de Matteis, sobre todo,
los seis lienzos de la capilla del Milagro sobre diversas escenas de la vida de
San Francisco y Santa Clara, en el convento de Clarisas de Cocentaina,
realizados entre 1690 y 1691 por encargo del conde Francisco de Benavides
y Corella, virrey de Nápoles, un conjunto sin parangón en tierras
valencianas. La asimilación de las pinturas de Cocentaina por Vergara se
produce en una etapa avanzada, no tanto de formación, y que se observa en la
forma de componer (las figuras que ayudan a cerrar la composición, la
introducción de la arquitectura para delimitar la composición, la creación de
grupos de personas para crear profundidad). Estas normas son instrucciones
teóricas que Vergara, sin duda, leyó en los tratados y vio en las estampas para
visualizarlo posteriormente a las pinturas de un maestro, con el fin de captar
el clasicismo seiscentista que es la base del clasicismo academicista de la
pintura valenciana del siglo XVIII.
La
fundación de la Academias de Santa Bárbara y San Carlos
En 1752 José Vergara inicia la gran aventura
que jalonará el resto de su vida, el intento de fundar una academia pública de
dibujo en Valencia, heredera de la de Evaristo Muñoz y de las
escuelas seiscentistas valencianas donde artistas y nobles se formaban en el
difícil arte del dibujo y de la pintura. Este suceso decisivo y por el que se
le conoce a Vergara en los libros especializados en Arte, tiene una vertiente de
promoción personal que refuerza nuestra concepción de un artista moderno, tanto
en cuanto, preocupado de que exista una correlación entre su profesión y su
posición cultural y social. José Vergara y su hermano Ignacio Vergara,
junto a otros artistas y nobles valencianos fundaron la Academia de Santa
Bárbara el 7 de enero de 1753 en las salas de la Universidad concedidas a tal
efecto, lo que supone la primera incidencia del academicismo novator y
reformista. A pesar de ser vista al inicio como una academia de corte barroco
al estilo de las de Sevilla y Zaragoza con mezcla de tradiciones gremiales
(asistencia al viático y sanitaria), se propugnó, sin embargo, por la autonomía
de cada arte mayor. Años después, fallecida la reina Bárbara de
Braganza se disolvió aquella academia por falta de apoyos oficiales, pero
durante cerca de tres años José Vergara fue un docente con título de académico
e incluso fue nombrado primer director de pintura.
Tras unos años baldíos, consigue nuevamente con
el apoyo del ayuntamiento y el arzobispo Mayoral (curiosamente los dos grandes
mecenas de José Vergara) una nueva Resolución Real y así, el 2 de septiembre de
1766 se aprobaron los estatutos de la Academia, intitulada ya oficialmente de
San Carlos en homenaje a Carlos III. La definitiva aprobación llegó el 14
de febrero de 1768 al ser sancionada por el rey y con promesa de una dotación
económica anual. Para su funcionamiento inmediato se pusieron en marcha las
aulas de gramática y retórica de la Universidad vacantes tras la expulsión de
los jesuitas, permaneciendo allí hasta 1848 cuando, tras la Desamortización,
pasaron a ocupar las dependencias del Convento del Carmen. En 1789 será
nombrado director general de esta academia.
Personalidad
artística y evolución de su estilo
La formación de Vergara se produce desde la
asimilación de las formas y composiciones más cercanas a él, con un marcado
sentido autodidacta que será constante en su carrera artística, tal y como deja
patente el comentario de Ceán “No perdía ocasión alguna de que pudiese sacar
partido para sus adelantamientos”. Estableciendo un repaso a las diferentes
influencias artísticas mencionadas por sus biógrafos, y aquellas localizadas en
este estudio se puede constatar el carácter auto formativo. Dentro del
naturalismo valenciano del siglo XVII se pueden apreciar las referencias a la
cartilla de Ribera se evidencian en la obra del San Jerónimo en el desierto.
Las innumerables copias de las piezas de Joan de Joanes como el Salvador
Eucarístico y el Ecce Homo. De los Ribalta copió igualmente, ya sea de forma
directa como en el caso de La Virgen, el Niño con ángeles músicos, o con la
reinterpretación de modelos ribaltescos como en el Sueño de San Martín.
Los biógrafos de Vergara hacen especial
hincapié en la decisiva influencia de las pinturas de Noél Nicolás Coypel en
las carrozas del Marqués de la Mina, y de Paolo de Matteis. Del primero,
podemos intuir que tal influencia se pudo centrar en las pinturas de cabezas de
ángeles de corte afrancesado, totalmente innovador en esta zona, que produjo en
Vergara una evidente excitación y desasosiego, y que se puede relacionar con
las cabezas serafines de la cúpula de la capilla de San Vicente Ferrer.
Sabemos, por Arques Jover, que los hermanos Vergara vieron las pinturas de
Matteis en Cocentaina, y que, además, estas pinturas le influyeron en la
composición de algunas de sus pinturas como es el caso de la "Fundación de la Orden de la Merced por el
rey Jaime I" o el de "San Remigio bautizando a Clodoveo rey de los
Francos". Ninguno de sus biógrafos históricos menciona la influencia
de Palomino, pero sin embargo, se ha de señalar que las obras del cordobés
serán decisivas en la configuración de la estética vergariana. Una influencia,
no sólo práctica, sino teórica, puesto que el tratado El Museo pictórico y
escala óptica será básica en su obra. Junto a estos referentes se añade la
búsqueda de una estética nueva, sustituta del naturalismo precedente y
vinculado con el tardobarroco de la primera generación de pintores valencianos
del siglo XVIII, de corte clasicista que se conectará con el mundo de las
incipientes academias. El mundo de las estampas que tantas ocasiones ha
explicado la formación y evolución de un artista, nos ha ofrecido un vínculo
con el clasicismo seiscentista italiano de donde Vergara extraerá su clasicismo
academicista que definirá su personalidad pictórica, y que será su gran
aportación a la Historia del Arte valenciano.
El estilo en la pintura de Vergara se ha
definido como la búsqueda de un clasicismo seiscentista de origen italiano
preferentemente, como base al academicismo incipiente que se respiraba en la
Valencia del siglo XVIII. Una vez conseguido, Vergara profundizará en el
estudio de estas formas (dibujos de posturas de manos, de pies, de rostros, de
plegados), de determinadas composiciones (Sagradas Familias, martirios y
figuras de santos) con el ánimo de configurar unas reglas y unas normas
concretas y sólidas que definan la nueva forma de hacer Arte, con un claro
sentido pedagógico orientado hacia la Academia.
Autorretrato,
1775
Óleo sobre lienzo. 86 x 63 cm. Real Academia de
Bellas Artes de San Carlos
En 1762 la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando le nombra académico de mérito por la pintura. Su producción pictórica
abarcó tanto la pintura de caballete como la mural, en la que destacaría
especialmente, y todos los géneros, desde la mitología y la alegoría hasta el
bodegón, el paisaje, el asunto religioso y el retrato.
A diferencia de los autorretratos conservados
en el Museo de Bellas Artes de Valencia y en la Real Sociedad Económica de
Amigos del País de Zaragoza, en los que el artista aparece en posición casi
frontal, en esta ocasión está representado de lado, con la cabeza girada hacia
el espectador y apoyado sobre una mesa. En los tres casos, sin embargo, se
sitúa sobre un fondo neutro, lo que permite que destaquen las extraordinarias
calidades pictóricas alcanzadas en los tejidos de su indumentaria,
especialmente el terciopelo de su casaca. El artista manifiesta su condición de
pintor mediante la paleta y los pinceles que sostiene con su mano izquierda, si
bien además la dignifica mediante el manto de terciopelo rojo que le envuelve.
Aunque la obra de la Academia no está fechada, el aspecto físico del artista es
similar al de los autorretratos citados, por lo que su ejecución debió ser
coetánea.
Telémaco
y Calipso, 1753-1754
Óleo sobre lienzo. 91 x 135 cm. Real
Academia de San Fernando
Telémaco era hijo de Odiseo y Penélope.
Siguiendo el relato de la Odisea (libro I), ante la prolongada ausencia
de su padre la diosa Atenea adoptó la apariencia de Méntor, el mejor amigo de
Odiseo, para pedir al joven que despidiera a los pretendientes de su madre e
indagara acerca del paradero de su padre, retenido durante años contra su
voluntad por Calipso. La escena muestra el encuentro de Telémaco y Méntor con
Calipso y sus compañeras, un episodio que no guarda relación con la obra
de Homero. Posiblemente está inspirada en el poema Telémaco en la
isla de Calipso, escrito por el poeta peruano José Bermúdez de la Torre
hacia finales del siglo XVII. Se trata de una epopeya amorosa que narra el
naufragio de Telémaco y Méntor en la isla Ogigia donde vivía la ninfa y cómo
ésta se enamora del joven, del mismo modo que antes se había enamorado de su
padre.
Figura de
un litigante, 1790
Óleo sobre lienzo. 192 x 115 cm. Real Academia
de Bellas Artes de San Fernando
Firmado en la parte inferior derecha: "Vergara F. 1790." En la parte
inferior: "Figura de un litigante temerario que consumio su hacienda en
Pleytos/ llegando al mayor apuro de la miseria; y lexos de escarmentar, está
ca/vilando por donde introducir recursos, para promover nuevos artícu-/los, y
lograr sus infundadas pretensiones."
Retrato
del beato Nicolás Factor 1788Óleo sobre lienzo. 262 x 145 cm. Capilla de la
Sapiencia. Arcosolio en el segundo tramo. Lado del Evangelio.
La pintura fue realizada, a instancias del
Consejo Municipal, para conmemorar la reciente beatificación del religioso
valenciano en 1786. El Beato Nicolás con hábito franciscano, en pie, levitante
y con los brazos alzados en actitud contemplativa y extática, con la mirada
dirigida hacia un rompimiento de gloria eucarística: la Hostia radiante rodeada
de querubines. A sus pies y a su derecha, dos mendigos, un adulto con vendajes
de enfermo y un niño harapiento implorantes. Al otro lado, una paleta de pintor
sobre un pergamino en forma de cartela como dispuesta para una inscripción que
no se realizó y más arriba, sobre una mesa vestida, un bodegón, al modo de
vanitas, con vara de azucenas, libros, calavera y reloj de arena, de clara
intención alegórica. El rostro del retratado alcanza cierta intensidad y
carácter a pesar de la blandura excesiva de la pincelada y está inspirado en
retratos más antiguos realizados del natural, a los que ha conseguido insuflar
aliento.
Proximo Capítulo: Capítulo 25 - Barroco Hipanoamericano
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