Románico
en la ciudad de Burgos
Independientemente
de los restos arqueológicos de cronología prehistórica hallados en su solar,
especialmente en el cerro del castillo, Burgos es una ciudad surgida y
desarrollada plenamente durante la Edad Media, lo mismo que le ocurre a Soria,
las dos únicas capitales de la actual Comunidad de Castilla y León que no
tienen ocupación romana o visigoda.
Aunque
las crónicas altomedievales dan fechas un tanto distintas, parece aceptado que
fue en el año 884 cuando realmente se produce la fundación de la ciudad por el
conde Diego Rodríguez Porcelos, repoblador igualmente de Ubierna. El primer
asentamiento estaría constituido simplemente por un castillo, de cuya
denominación latina (burgus), derivaría el nombre de la ciudad. Esta fortaleza
–cuyos restos aún se alzan sobre la ciudad– ocupó un cerro que dominaba el
valle del Arlanzón, a cuya vera discurría la vieja calzada romana de Astorga a
Burdeos que servía de camino de penetración a las algaradas musulmanas, como
ocurrió en 882 y 883. Probablemente esta fortaleza principal estaría apoyada
por dos torres menores, ubicadas sobre sendos cerros laterales: el del
Montecillo, en el camino que venía de Ubierna y demás tierras del norte, y el
del Castillejo, junto al camino de poniente, hacia Castrojeriz, otro de los
lugares fortificados en las mismas fechas.
Surge
pues la ciudad en primera instancia como simple fortaleza, en cuyo entorno poco
a poco se alzarían casas de colonos, primero sobre la cumbre o las laderas
superiores del cerro, a cuyos pies el paisaje debía ser fundamentalmente un
húmedo valle, casi pantanoso, en el que convergían los ríos Arlanzón, Pico,
Vena y otra serie de arroyos menores.
Cuando
en el año 912 los condes castellanos establecen una serie de plazas fuertes
junto al Duero, Burgos deja de ser puebla fronteriza, haciendo posible un
desarrollo en otras direcciones que las estrictamente militares, asentada como
estaba en un cruce de caminos verdaderamente estratégico. Igualmente, cuando a
partir del siglo X se empiezan a desarrollar las peregrinaciones a Compostela,
con afluencia de gentes allende los Pirineos (ya el obispo Godescalco de
Aquitania hizo el camino en el 950), Burgos pasará a ser uno de los hitos
principales en la ruta.
Los
primeros asentamientos en el valle se documentan desde muy principios del siglo
X y en el año 914 el presbítero Jimeno vende al presbítero Ariolfo omnia mea
erentia que abeo in Uurgos, id est, terras, kasas, et ecclesia Sancte Crucis et
Sancti Iuliani et quantum potueris inuenire, quod in mea potestate abui.
Esta iglesia se encontraba en la ribera izquierda del Arlanzón, aunque por los
mismos años deben ir surgiendo los caseríos desperdigados a un lado y otro del
río. Tras las puntuales crisis que supondrían las aceifas de 920 y 934,
dirigidas personalmente por Abderramán III, en 941 se habla de la iglesia de
San Torcuato, en 950 se cita por primera vez el Barrio de Eras–aunque su
existencia debía ser bastante anterior– y en 982 el conde García Fernández dona
a Cardeña dos tiendas en Burgos, in media uilla, unam ad dexteram et aliam
ad sinistram, per medium uia publica que discurrit ubique ad Oriente et ab
Occidente a Meridie et ab Septentrionalem partem, lo que pone de relieve el
carácter “urbano” que iba alcanzando la puebla, venturosamente libre de
las aceifas de Almanzor que afectaron a los reinos cristianos en la segunda
mitad del siglo X.
En
1039 las fuentes mencionan ya las iglesias de San Saturnino y San Lorenzo con
sus correspondientes barrios y en 1073 la de San Esteban. Estos años finales
del siglo XI suponen además un momento clave en el futuro desarrollo de la
ciudad. En 1068 Sancho II había restaurado la vieja sede episcopal de Oca, de
origen visigodo, pero el lugar entonces quizá no era geo gráficamente el más
adecuado para convertirse en centro de una importante diócesis, por lo que en
1074 las infantas Elvira y Sancha, hijas de Fernando I donan al obispo Simeón
(conocido tam bién como Jimeno) la iglesia y villa de Gamonal para que
estableciera allí su sede, traslado que confirma al año siguiente Alfonso VI.
Pero seguramente nunca se asentó el obispo en Gamonal, ya que ese mismo año de
1075, el 1 de mayo, el monarca dispone el traslado de la sede de Oca a Burgos: mutare
Burgis aucensem episcopatum. A tal fin Alfonso VI confirma los bienes y
derechos episcopales y añade otros nuevos, entre ellos el palacio que tenía en
Burgos y que había sido de sus padres, los reyes Fernando I (1037-1065) y
Sancha. Este palacio –cuya donación reitera el día de Navidad de 1081– se
encontraba junto a la iglesia de Santa María, que los mismos monarcas habían
levantado, lo que a juicio de Martínez Díez da idea de hasta qué punto el
sector principal de la ciudad ya a mediados del siglo XI se había trasladado a
la zona baja.
En
1081 se celebra aquí un concilio presidido por el cardenal Ricardo de San
Víctor, como legado papal, al que asisten, además de los reyes y dignatarios de
la Corte, los obispos de Compostela, Oviedo, Coimbra, Mondoñedo, Tuy, Orense,
Lugo, Astorga, León, Palencia, Burgos, Álava y Calahorra, quienes acuerdan la
sustitución de la tradicional liturgia mozárabe por la nueva romana.
Este
hecho fue un hito importante dentro de la historia eclesiástica del reino,
incardinado en la política innovadora de Alfonso VI y que supuso, entre otras
cosas, la llegada de las corrientes europeas y con ellas el arte románico.
Sobre todo es notoria la influencia fran ca en el rey castellano, hasta el
punto de que en esos momentos está sosteniendo la construcción de la gran
iglesia de Cluny –llamada por los historiadores Cluny III–, más grande y
magnífica que las anteriores, un templo que mucho debe a las parias recaudadas
a los musulmanes y que el propio abad Hugo de Semur vino a recoger a Burgos, de
manos del rey, en abril de 1090.
La
ciudad sigue su crecimiento y en 1088 se cita ya la iglesia de San Felices, al
sur del Arlanzón, en 1092 se habla del monasterio de San Ginés y en 1138 del
Barrio de San Román. A mediados del siglo XII al-Idrisi cuenta que Burgos está
dividida en dos por el río, cada zona con su propia muralla, y que en ella
abundaban las casas comerciales, los mercados y las alhóndigas. El autor
musulmán la describe como fuerte y opulenta, lugar de paso y destino de viajeros,
con un entorno dominado por el viñedo.
Otro
hito importante en el desarrollo de la ciudad será la fundación del monasterio
de San Juan, surgido a orillas del Vena, casi en su confluencia con el
Arlanzón, poco antes de que el camino de peregrinos llegara a la ciudad. En
este punto, el día 3 de noviembre de 1091, el rey Alfon so cede al monje
Adelelmo (San Lesmes para la Historia) el monasterio de San Juan con las
heredades que entonces tenía y lo que Dios antes le había dado: monasterium
Sancti Iohannis, qui est in introito de Burgos, cum suas hereditates quos hodie
habet et Deus in antea dederit. Parece ser por tanto que en el lugar había
desde poco antes un pequeño monasterio, junto al cual el mismo rey había
levantado también una capilla dedicada a San Juan Evangelista, que igualmente
entrega a San Lesmes para que se destine a enterramiento de pobres y
peregrinos: illa mea capella quam ego edificaui in hono rem Sancti Iohannis
Euangeliste, ut pauperes et peregrini ibidem sepelirentur; et est in introitu
Burgis, circa monasterium Sancte Iohannis Babtiste, quod ego similiter
edificaui; et omnes illas hereditates que sunt inter duas aquas, qua rum una
uocatur Rio Uena et altera uocatur Arlançon, et a molendino comitis usque ad
illum meum palacium. Entre las mandas reales que acompañan a la donación
existe una muy particular: que al monasterio pueda acogerse cualquier hombre de
Burgos, tanto franco como castellano, lo que da idea de la importancia que ya
en ese momento tenía en la ciudad la población de origen francés, de la que el
propio Lesmes era exponente, como también lo fueron cuatro de las cinco esposas
de Alfonso VI: Inés, Constanza, Isabel y Beatriz; la otra, Berta, tercera en el
orden de matrimonios, era de Lombardía. Éste será pues el verdadero origen del
monasterio y del hospital que junto a él se levantó durante siglos, en cuyo
solar hoy se ubica la Biblioteca Pública con su portada gótica.
La
importancia de este monasterio, desde el punto de vista urbanístico, radica en
la influencia que tuvo en la expansión de la ciudad en esa dirección,
ocupándose rápidamente el territorio intermedio, donde surgió un nuevo barrio,
La Puebla, cuyo nombre aún se mantiene en una de las calles de esa zona.
Mientras, hacia el otro extremo, la ciudad también continúa su expansión, con
el surgimiento del importante Hospital del Emperador, que fundó el mismo
Alfonso VI in usum pauperum et substentatione peregrinorum.
Durante
el siglo XII Burgos debió adquirir su verdadera dimensión urbana, tras superar
la crisis de los primeros años, cuando los aragoneses de Alfonso I –en guerra
con su esposa Urraca de Castilla– ocupan la fortaleza de la ciudad, que será
rendida por el famoso Gelmírez, obispo de Compostela, lo que sucedía en 1113. A
media dos de siglo la ciudad cuenta al menos con once parroquias, citadas en
una bula de confirmación de Alejandro III al obispo de Burgos, con fecha de
1163: Ecclesiam Sanc ti Laurentii; ecclesiam Sancti Stephani; ecclesiam
Sancti Iacobi; ecclesiam Sancti Nicolai; ecclesiam Sancti Romani; ecclesiam
Sanc ti Egidii; ecclesiam Sancti Michaelis; ecclesiam Sancti Petri; ecclesiam
Sancte Marie de Roccaboia; ecclesiam Sancte Agathe; ecclesiam Sancti Saturnini;
has undecim ecclesias, in burgensi ciuitate sitas.
Autores
como Martínez Díez sostienen que a fina les de siglo eran catorce las
parroquias de la ciudad, de las que once estaban intramuros, a saber: San
Román, San Andrés, Santa María de Viejarrúa, San Martín, San Nicolás, San Gil,
Santa Águeda, San Esteban, San Lorenzo, Santiago de la Fuente y Santiago de la
Capilla. Las cuatro primeras han desaparecido por completo, aunque la
advocación de San Martín ha pervivido en el nombre de una de las puertas de la
muralla; las cuatro siguientes siguen en pie, pero muy transformadas en siglos
posteriores; San Lorenzo trasladó su advocación a finales del siglo XVIII desde
las inmediaciones de la catedral –donde se hallaban casi todas, principalmente
flanqueando el Camino de Santiago– a la que fuera iglesia de la Compañía de
Jesús, mientras que las dos de Santiago fueron absorbidas por la ampliación de
la iglesia metropolitana, pues se hallaban junto a sus muros, la primera donde
hoy está la capilla de Santa Tecla y la segunda junto a la cabecera, en la
capilla que aún mantiene la misma advocación. También aparece documentada en
1179 Santa Coloma, que debió anexionarse a Santa María de Viejarrúa. Extramuros
se hallaban las de San Juan –hoy San Lesmes–, San Pedro de las Eras y San
Felices, a las que se sumarían otros templos de diverso carácter: San Zadornil
o Saturnino, San Ginés, Santa Cruz, San Miguel y San Martín de la Bodega. Más
allá, en los últimos años del siglo XII e inicios del XIII, junto a las dos
importantes fundaciones de Alfonso VIII y Leonor de Aquitania, surgen sendas
pueblas, la de Las Huelgas y la del Hospital del Rey, cuyas estructuras urbanas
independientes se han mantenido prácticamente hasta hoy, cuando han empezado a
ser absorbidas por el crecimiento de la ciudad moderna.
Aun
así no cabe pensar que en estos tiempos la ciudad intramuros fuera una
estructura compacta, abigarrada, compuesta sólo por edificios, pues la
existencia de corrales, solares, huertos–entre los que se hallaba el Huerto del
Rey–, incluso tierras, también debía ser habitual, a juzgar por las citas
documentales, que en 1173 y 1190 llegan a hablar hasta de un molino en Santa
Águeda, cuyo entorno parece constituido fundamentalmente por huertos. A todos
esos espacios abiertos habría que añadir los cementerios de cada una de las
parroquias, que por aquellos tiempos acostumbraban a ser verdaderos lugares
públicos donde a veces las actividades realizadas muy poco tenían que ver con
su carácter funerario, como consta en otros lugares.
El
siglo XIII supuso el gran desarrollo comercial y los barrios de los extremos
del casco urbano van completando su estructura urbana, como parece deducirse de
un documento de Fernando III, fechado en 1235 y en el que manda que nadie “que
huertos o heredades tienen o ternan daqui endelant del monesterio de Sanct
Iohan de Burgos en todo so termino o so moion de Sanct Iohan non sean osados de
poblar nin de dar a poblar huertos nin heredades sin special mandado del prior
e del conuento de Sanct Iohan”. Parece pues que la necesidad de suelo
edificable no es un problema sólo de nuestros días.
La
importancia de la ciudad se ve también en estos momentos en la cantidad de
hospitales y centros de atención a pobres y peregrinos documentados, no menos
de nueve, necesarios para una ciudad de ruta que además iba creciendo. Desde
este siglo Burgos adquiere una dinámica comercial que se desarrollará
imparablemente durante toda la Baja Edad Media, hasta alcanzar su momento
cumbre en la segunda mitad del siglo XV y primera mitad del XVI. Se necesitan
ahora espacios para instalar mercados, puesto que el viejo centro comercial en
torno a La Llana queda desbordado, lo que obliga a Fernando III a establecer en
1230 una nueva ubicación, entre el Arlanzón y el Vena, desde el puente de
piedra (el de Santa María), por el de madera, hasta el monasterio de San Juan,
un ámbito verdaderamente amplio. En la ciudad se documentan ahora muy distintos
oficios artesanos y gentes extranjeras que debieron crear un ambiente un tanto
cosmopolita y mercantil, propio de una de las principales ciudades del reino.
En
el centro urbano parece verse asimismo la necesidad de ampliar la catedral y
ante esta posibilidad el obispo don Martín (1181-1200), en la donación que hace
al cabildo de unas casas junto a la vieja catedral, expresa que si alguna vez
se quisiera ampliar la iglesia o hacer una nueva, él otorga potestad para que
se puedan derribar. El cambio no tardará en llegar, asumido por el obispo
Mauricio (1213-1238), quien en 1221, junto con Fernando III, coloca la primera
piedra de la catedral gótica que hoy podemos contemplar.
Las
transformaciones de la ciudad a lo largo de la Edad Media provocaron también
profundos cambios en el trazado de sus defensas que debieron ir ampliándose
sucesivamente abarcando los nuevos barrios que surgían en torno al río. Sin
embargo todo el proceso es muy mal conocido, como lo es también la
transformación del cas tillo hasta adoptar el aspecto bajomedieval con que fue
retratado en numerosos grabados y pinturas y que volaron las tropas
napoleónicas en 1813. Al menos a comienzos del siglo XII existían dos puntos
fortificados, el superior, que coincidiría con el cas tillo propiamente dicho,
y otro un poco más abajo, donde vivían los judíos (plebs iudaeorum inco
lebat, como cuenta la Historia Compostelana) y que debía coincidir
aproximadamente con el lugar donde se levantó la iglesia de Santa María la
Blanca, previamente sinagoga. En cuanto a las murallas, su desarrollo histórico
es aún más desconocido, al menos hasta que en la segunda mitad del siglo XIII
Alfonso X levantó un nuevo recinto que más o menos coincide con el que
sobrevivió hasta el siglo XIX y del que aún se mantienen algunos lienzos y
puertas.
La catedral de Santa María
La
fundación de la ciudad de Burgos en el año 884 no significa necesariamente que
en la misma existiera a partir de ese momento un entramado de calles y una
actividad que la asimilara a los usos y formas de vida de los entornos urbanos.
Sólo la expansión demo gráfica llevada a cabo a partir del siglo XI y ante todo
el proceso expansivo hacia el sur, habido en el reino caste llano, la
convierten en un centro económico, de profundo calado político y en una de las
urbes de obligada referencia en la estrategia regia. Es a partir de aquí cuando
comienza el crecimiento urbano vertebrado inicialmente en torno al castellum
y hecho realidad en las zonas bajas, cercanas al Arlanzón, en donde juega un
papel de primera línea el complejo catedralicio que se inicia con el traslado
de la sede de Oca a la ciudad el año 1075.
La
ciudad no era exclusivamente urbana pues tenía un amplio alfoz en el que las
actividades agrícolas y ganaderas conservaban un destacado papel. Sin embargo
la urbe se va definiendo como centro urbano respecto al entorno pues se
amuralla y adquiere funciones administrativas que recoge su carta puebla y que
se ven confirmadas y aumentadas a lo largo de los siglos XI y XII. El auge,
desarrollo y crecimiento de la vieja ciudad se pone de manifiesto en el
crecimiento económico y en la decisión de establecer en ella la sede episcopal
de Castilla por parte del rey Alfonso VI (1072-1109). La nueva ciudad se
vertebraba en torno a algunos hitos señalados como: plazas de mercado, vía
jacobea, residencias palaciegas, aljamas, castellum y ante todo el conjunto
catedralicio. Las vías de comunicación jugarán un destacado papel pues dan
acceso a la villa por las respectivas puertas, en ocasiones luego de atravesar
algunos de los puentes más señalados, como el Santa María, San Pablo o Malatos,
importándonos ahora el primero que da acceso al entorno de la catedral.
La
ciudad románica burgalesa, dentro de la que nace y crece el primer conjunto
catedralicio, se desarrolla en torno a un pequeño entramado de calles, algunas
plazas, diferentes templos, el castillo y una pequeña cerca o muralla. A pesar
del cambio cualitativo que supone ser la sede episcopal más notable del reino,
del decidido apoyo regio al conformarla como el centro más reseñable de la
vieja Castilla, parece que la ciudad mantiene una vida lánguida y no crece
excesivamente en el momento en que se levanta la catedral románica. El Camino
de Santiago que la atra viesa de este a oeste no es suficiente aliciente
económico como para cambiar profundamente su devenir histórico. Parece que es a
partir de mediados del siglo XII cuando hay un notable crecimiento económico,
coincidiendo en el tiempo ese hecho con la dinamización de una poderosa
corriente mercantil con un eje norte-sur en el que la ciu dad de Burgos tendrá
un papel de protagonista principal. Esa corriente hará que Burgos sea el centro
más importan te en el reseñable comercio de la lana en cuyos beneficios y
organización participará ampliamente la sede episcopal.
El
crecimiento económico de la ciudad, el papel político y la vinculación que con
ella tienen algunos reyes castellanos permitirán importantes inversiones en
obras suntuosas que van engrandeciendo el pequeño núcleo de población
altomedieval, confiriendo al mismo una imagen externa de poderío y gran
señorío. La catedral románica es un primer paso en ese proceso, lo mismo que el
conjunto de iglesias que poblaban los diferentes barrios, muchas de las cuales
se levantan a lo largo del siglo XII. Siendo la primera una fábrica noble,
importante y en consonancia con su tiempo y con los conjuntos monásticos de los
señoríos eclesiásticos más notables, el paso del tiempo va imponiendo algunas
reformas y remodelaciones, llegando a finales del siglo XII a la conclusión de
remodelar profundamente la primera fábrica o levantar una de nueva planta.
Seguramente los trabajos llevados a cabo en Las Huelgas, la profunda
remodelación de San Salvador de Oña o el notable trabajo realizado en los
templos de Sasamón, Villamorón o en los monasterios premonstratenses de La Vid,
Retuerta o Aguilar de Campoo, por no citar otras obras, asestan el golpe
definitivo a la fábrica románica cuya sustitución será cuestión de tiempo y
oportunidad política y económica.
Entendemos
que la catedral románica, tal vez ya levantada en gran medida a finales del
siglo XI, debía ser una construcción acomodada a las necesidades y usos de la
ciudad y obispado del momento, en donde la suntuosidad y nobleza se mide en
relación con el inmediato pasado y el entorno. Por ello el templo inicial de
tres naves, tres ábsides, tal vez una fachada reseñable en el hastial
occidental, el claustro adosado a la nave meridional, las dependencias de los
canónigos y el palacio episcopal –residencia también de los reyes– podrían ser
perfectamente comparables con los grandes monasterios de Silos, San Pedro de
Cardeña, Oña o San Pedro de Arlanza.
Los
cinco tramos de la nave central, tal vez algo más alta que las laterales,
crearían un ritmo espacial y ambiental propio de un edificio basilical, con
formas seguramente no muy diferentes a las de muchas obras de época
prerrománica.
Creemos
que debía ser un amplio espacio bastante abierto, seguramente con cubierta de
armazón de madera y rematado en tres ábsides con bóveda de cañón y horno, al
estilo y manera de los de época condal o hispanovisigodos. Debía ser a buen
seguro un espacio notablemente más amplio y espacioso que el de San Félix de
Oca o el más antiguo de San Vicente del Valle, pero conceptualmente no muy
diferente. A pesar de ello las naves laterales son la gran novedad espacial y
estructural.
La
primera fábrica del templo catedralicio, por los escasos pero suficientes datos
de que disponemos, nos parece que era un templo y espacio símbolo al estilo de
los de Oña, San Pedro de Arlanza, el primer templo silense o la pro pia
construcción inicial de la antigua sede episcopal de Sasamón.
Dado
que los restos materiales son de escasa importancia y muy parciales, la tarea
de reconstruir el conjunto de edificaciones del complejo constructivo de lo que
denominamos “catedral de Burgos”, se torna particularmente difícil. En
principio tenemos documentada la existencia de tres construcciones o conjuntos
de edificios que conformaban el complejo catedralicio: el templo catedralicio,
el recinto canónico y las dependencias episcopales o domus episcopi. Con las
cautelas, dificultades y dudas más que razonables vamos a tratar de reconstruir
y ubicar cada una de ellas siempre que sea posible.
La
sede episcopal del primer obispo diocesano, el legendario San Indalecio, se
encontraba en Oca, donde se restaurará en el siglo IX cuando el mundo
astur-leonés logra ejercer el control sobre la zona. El lugar se encontraba bas
tante alejado del Duero y su trayectoria histórica la ligaba al metropolitano
de Tarragona. De otro lado Castilla no contaba con un único obispo pues sabemos
de la existencia del de Valpuesta y otro denominado de Castilla que extendía su
jurisdicción a Asturias de Santillana y la parte occidental de la actual
provincia burgalesa. No conocemos cuál fue la sede de los obispos de Castilla
pero sí sabemos que estuvo en Sasamón, Amaya y tal vez en el entorno de
Pampliega.
El
acontecer histórico y el desarrollo de la ciudad de Burgos a partir de
principios del siglo XI la convierten en uno de los puntos más importantes del
condado y reino de Castilla por lo que se hace necesario que en la misma exista
y se afinque el poder episcopal. La reorganización eclesiástica habida al calor
de la reforma gregoriana supondrá a la larga trasladar a la ciudad de Burgos la
más antigua de las sedes episcopales: la de Oca. El primer síntoma de que se
opta por ella es la importante donación que al citado obispado realiza el rey
Sancho II el año 1068. Este hecho vendrá avalado por el concilio romano del año
1074 y por la decisión política de Alfonso VI, quien por medio de sus hijas,
las infantas Elvira y Urraca, el 8 de julio de 1074 dona la iglesia de Santa
María de Gamonal al obispo Jime no II (1067-1082) trasladando la sede episcopal
a Gamonal. El documento dice que se dona para que se construya en su lugar la
sede episcopal castellana …ut edificetur ibi ecclesia espicopalis katedre,
que sit mater totius diocesis Castelle. Al año siguiente el rey confirma el
traslado de la sede episcopal a Gamonal consagrando su iglesia el 8 de febrero
de 1078, que ya posee su propio cabildo.
Sin
embargo esa sede era provisional hasta que la nueva catedral que se estaba
levantando pudiera ser utilizada. El año 1075 Alfonso VI transfirió al obispo
Jimeno el palacio de sus padres Fernando I y Sancha con el fin de que se
pudiera levantar en el lugar la nueva sede episcopal. Además la declaración
real tiene el valor añadido de que restablecía el asentamiento del episcopado
haciéndose cargo de los costes. Dice así: Concedo, itaque, tibi et ecclesie
tue in renovacione ipsius episcopii quandam parvusculam partem, palacium,
videlicet, patris mei, Ferdinadis regis, et matris mee, Sacie, regine, quod
burgis habeo... Hanc, uero, ecclesiam cum prefacto palacio Deo Sancteque
Uirgini Marie, et sibi, Symeoni, apiscopo, tribuo…Dono insuper, tibi et bugensi
sedi tue, quam ex proprio censu meo reedifico... Esta actitud del rey
plantea problemas con el obispo de Muñó, con sede en Sasamón, que tenía
jurisdicción en Burgos, Castilla la Vieja y Transmiera. Finalmente su titular,
don Munio, es acomodado en la sede de Valpuesta que recibe vitaliciamente. De
esta forma en 1075 el obispo reside ya en su sede de Burgos y tiene potestad en
todo el ámbito excepto en Valpuesta; esta zona se integrará en Oca a la muerte
de su obispo (1087) y es precisamente en ese momento cuando nace el obispado de
Burgos en la acepción medieval del término. Los límites geográficos del nuevo
obispado se delimitan en el Concilio de Husillos (celebrado el año 1088) aunque
sus límites definitivos, perdiendo una parte importante del sur, se fijarán por
decisión de Alfonso VII y la correspondiente bula papal el año 1136.
Paralelamente
a la decisión política de Alfonso VI, el obispo de Oca primero y de Burgos
después recibe la donación de los palacios reales en la ciudad de Burgos. Esa
donación, realizada ya por Fernando I, fue luego confirma da y ampliada por
Alfonso VI el 1 de mayo de 1075 y el 25 de diciembre de 1081 cuando dice …uixta
palatium patris mei, Ferdenandi, uel matris mee, ecclesiam edifico in Burgensi
opido... Así el obispo recibe el espacio físico sobre el que se levantarán
el conjunto de construcciones de la catedral, el recinto canónico y la
residencia episcopal. Este compromiso adquirido por Alfonso VI con la
construcción de la nueva catedral llegó más lejos pues se hizo cargo de los
gastos hasta su conclusión. Así lo sabemos por un documento del año 1096 que
dice …quam sedem Sancte Marie de meo (propio censu) et in ipso loco
ubi tunc tempori meum palatium erat, edificari mandaui et meo tempori
consumaui...
Todo
ello nos confirma que a partir del año 1075 se ubica en Burgos la sede
episcopal, que lo es de pleno derecho a partir del año 1087 cuando muere don
Munio, que la misma recibe el apoyo decidido del monarca Alfonso VI y que sobre
los espacios cedidos por los monarcas se inicia el proceso de construcción de
las dependencias catedralicias y episcopales. El proceso constructivo, al menos
en la parte más importante de la fábrica del templo, recinto canónico y domus
episcopi (éste levantado sobre los palacios reales) se lleva a cabo en las dos
últimas décadas del siglo XI; parece que el inicio de las obras se pudiera
datar el año 1075. Algunos documentos nos informan del proceso constructivo del
templo catedralicio. El año 1085 el obispo Osmundo de Astorga concede al de
Burgos (a la sazón Gómez, 1082-1097) la iglesia de Santa Eulalia de Muciehar
para la dotación del altar mayor consagrado a la Vir gen. Ello nos permite
suponer que el ábside central estaba ya concluido y en uso para ese momento. El
año 1092 se constata la existencia de dos altares dedicados a Santiago y San
Nicolás. Seguramente su consagración, al menos de la cabecera, pudo tener lugar
hacia el año 1088 aprovechando el concilio de Husillos y la presencia de
importantes magnates laicos y eclesiásticos. Una obra de ese empeño es normal
que siga modificándose y completándose a lo largo del tiempo de tal forma que
no es extraño que recientes excavaciones hayan permitido descubrir res tos
tardorrománicos.
La catedral románica (1075-1221)
La
catedral románica se ubicaba en el mismo espacio ocupado por el templo actual,
bien que en un nivel bastante inferior, acomodando su longitud a lo que nos
permite el claustro, “la claustra vieja” de que hablan los textos
medievales.
Nos
parece que hacia el este se prolongaba hasta el actual crucero donde se
ubicaban los ábsides dando como resultado un templo con cinco tramos, tres
naves, planta de salón y posiblemente un crucero señala do en altura con cúpula
similar a la existente en San Quirce. Seguramente a los pies, sobre la
superficie ocupada por el primer tramo del templo actual se levantaran las
torres. Nos parece que debió haber una sola portada, la correspondiente a la
nave central y sobre ella se debió elevar un pequeño pórtico a manera de
nártex. Las otras portadas eran de comunicación interior entre el templo
catedralicio y el claustro y de éste con las dependencias episcopales, del
cabildo y el palacio real.
Para
esta reconstrucción hipotética no tenemos otro aval que la longitud del ala
norte de “la claustra vieja” adosada a la nave meridional que
correspondía exactamente con los cinco tramos del actual templo gótico. El
hecho de que el módulo utilizado en los tramos susodichos no se corresponda con
lo que es habitual en una catedral gótica sino que más bien su desarrollo
responda a los usos imperantes en las catedrales y monasterios románicos, nos
hace pensar que las naves del actual templo gótico se levantan sobre la
construcción precedente.
Otro
dato histórico importante es la referencia de la “concordia mauriciana”
habida entre el cabildo y el obispo el año 1230. En esa fecha se pasa a
reorganizar las relaciones entre el cabildo y obispo y además se traslada el
culto desde la vieja catedral románica a la nueva. Ésta consiste únicamente en
el ábside y los tres tramos correspondientes al coro medieval, con la
correspondiente girola levantada tal como reconstruye H. Karge la primera. Por
ello pensamos que se ha respetado en su totalidad el templo románico y es a
partir de esa fecha cuando se empieza su destrucción para levantar el gótico.
Por
todo ello suponemos que los ábsides llegaban hasta el actual crucero y el
conjunto del templo ocupaba la superficie que en la actualidad ocupan las naves
del templo gótico.
Sin
mucha certeza parece que esta obra estaba ya levantada en gran medida el año
1085, cuando se dota el altar mayor dedicado a Santa María. El año 1092 sabemos
de la existencia de otros altares erigidos en honor de San Nicolás y Santiago.
Ya en pleno siglo XII, año 1167, se documentan varias casas, una en la vía
regia y otra camino de la catedral que conducían al templo desde San Lorenzo
(San Llorente) y desde San Esteban a San Nicolás. Nos parece que las formas
constructivas tanto en la tipología de los muros, como en la forma de los
ábsides y alzado de los pilares, no debiera distar mucho de lo que es habitual
en ese momento. Por ello pensamos que la catedral de Burgos no sería
sustancialmente diferente de los templos monacales de San Salvador de Oña o San
Pedro de Arlanza, ambos ubicados dentro de una amplia escuela que extiende sus
formas a ambas vertientes de los Pirineos y dentro de la que se incluyen obras
tan importantes como las catedrales de Jaca, Pamplona, León, Astorga, Palencia,
Orense y los templos de algunos monasterios como Sahagún, San Isidoro de León,
San Zoilo de Carrión, San Salvador de Oña, San Pedro de Cardeña, Arlanza y San
Isidoro de Dueñas entre otros.
Uno
de los datos más comunes a la mayor parte de esas construcciones es la
utilización de la planta basilical significando sobre manera la nave central y
el remate en cabecera en cascada al estilo de muchos templos benedictinos. A
ese concepto espacial y de tipología templaria nos parece debió pertenecer la
catedral burgalesa que se debió rematar en tres ábsides con cubierta abovedada
(de cañón y horno), seguramente con arcadas interiores como vemos en Arlan za y
San Quirce, así como pilares con doble columna presentes en Silos y Arlanza.
Más complicado resulta saber si hubo alguna significación en el hipotético
crucero con la presencia de la habitual cúpula sobre trompas que vemos en San
Quirce, existió en Silos y adquiere especial relieve en el templo del
monasterio de Frómista, catedral de Jaca y en la pequeña iglesia del castillo
de Loarre.
En
el mundo castellano en general y en el burgalés en particular las cubiertas
abovedadas, salvo en los ábsides, no fueron un rasgo destacado de los templos
románicos, incluso en los más monumentales, en los primeros momentos de
desarrollo del estilo. A pesar de la existencia en muchos casos de arcos
formeros y de pilares cruciformes (San Pedro de Arlanza, por ejemplo) la
primera cubierta fue de armazón de madera. No estamos ante un problema
económico que prefiera esta solución por menos costosa que el abovedamiento
pétreo, sino ante una concepción espacial diferente, heredada a buen seguro de
tradiciones anteriores, muy arraigada entre los maestros de la obra. La iglesia
del citado monasterio de Arlanza así como las de otros tan notables como Silos
u Oña no tuvieron en su diseño original abovedamiento pétreo. Estamos con
vencidos de que también la catedral románica respondía a estos mismos planteamientos
espaciales. Esta forma de cubrir la nave, o las naves de un templo, fue una
constan te del románico en el ámbito burgalés donde sólo bien entrado el siglo
XII se generaliza, sólo en algunas zonas, el uso de la bóveda.
Otra
de las singularidades de los dos grandes templos monacales, los más similares
en planta a la propia catedral, es la existencia de un nártex a los pies. En
Oña se abría hacia el oeste y en Arlanza, por estrictas razones orográficas, la
portada se abría a una escalera en el norte. No sería extraño que el templo
catedralicio burgalés tuviera esta construcción, algo que perdurará a lo largo
del tiempo y de los estilos artísticos en la actual provincia de Burgos.
El recinto canónico
Uno
de los hechos más importantes de la reforma gregoriana es la implantación de un
cabildo catedralicio cuya organización y formas de vida se irán conformando a
lo largo de los siglos XI y XII. En todo caso desde sus orígenes tienden a
llevar una vida en común regida por una regla, habitualmente no lejana a la de
San Agustín. A lo largo del siglo XI se va confirmando el tipo de vida y las
obligaciones y derechos que a ellos competen. Ello hace que junto al templo
catedralicio, muy frecuentemente siguiendo el modelo monacal, encontremos un
claustro en torno al que se establecen un conjunto de dependencias necesarias
en la vida regular de los canónigos. A ese conjunto de construcciones ligadas
al uso y necesidades de estos clérigos se denomina recinto canónico, que consta
de: claustro, sala capitular, refectorio, biblioteca y residencias individuales
(a veces colectivas) de estos clérigos.
De
lo que fuera el recinto canónico románico ante todo tenemos la referencia de la
documentación medieval que habla de “la claustra vieja”, en clara
alusión al claustro, y a algunas capillas existentes en esa zona. Hace pocas
fechas las reformas habidas en la capilla del Cristo han permitido llevar a
cabo unas catas en la zona denominada “vestuario de los canónigos”
–crujía meridional del claustro románico–; gracias a ellas han aparecido restos
del suelo primitivo, una portada, parte de otra y ha quedado constancia de que
el muro perimetral es en lo esencial románico hasta cierta altura. Junto a ello
debemos añadir que la crujía meridional se prolongaba hasta la mitad de la
actual escalera del Sarmental, donde se ubicaba el ángulo suroeste. Ello nos
permite suponer que el muro este de la claustra se continuaba desde aquí hasta
morir en la facha da meridional del templo catedralicio a la altura del crucero
o arranque del ábside meridional.
Los
aportes de esas excavaciones condicionadas han puesto de manifiesto que en el
mismo se siguió trabajando y remozando a finales del siglo XII o principios del
XIII, pues los restos de esas porta das delatan su origen tardorrománico. Las
portadas abiertas en el muro meridional nos permiten más aproximaciones a lo
que era la fábrica del conjunto catedralicio románico en esta zona. Ambas
comunicaban el claustro con estancias del palacio real y episcopal que no
parece fueran abiertas al exterior.
Arcadas del patio del
palatium
Por
los aportes de la documentación, algunas noticias históricas, la tradición y
los restos encontrados parece que el claustro y sus dependencias ocuparon el
espacio situado al sur de la nave lateral derecha, lo que ahora es la capilla
del Cristo, la de la Presentación, la de San Juan de Sahagún y gran parte de la
superficie que ha quedado sin construir a partir del momento que se derrumba el
antiguo palacio episcopal y lo que fuera la escuela catedralicia. Poco más se
puede hacer que ubicar esta dependencia y sus anexos pues cualquier intento de
reconstrucción resulta poco menos que imposible. Ello no obsta para que podamos
imaginar que sus formas, estructura y organización no diferían de la de
cualquiera de los claustros monacales o catedralicios que han quedan en pie y
que son coetáneos como parte del de Santo Domingo de Silos.
Las dependencias episcopales
La
documentación del 1 de mayo de 1075, momento en que se traslada la sede
episcopal a la ciudad de Burgos, recoge la confirmación de la donación de los
palacios reales para establecer la sede episcopal. Esa decisión de Alfonso VI
es la confirmación de otra anterior de su padre Fernando I y la misma se verá
ampliada el año 1081 con la iglesia contigua y los palacios, todo ello para
servicio de la domus episcopi. Este conjunto de donaciones palaciegas e iglesia
se ubican al sur y al este de la iglesia catedral y recinto canónico en el
espacio que más tarde ocuparán “la claustra vieja”, el palatium y “la
claustra nueva”, es decir el conjunto de estancias y espacios que ahora
conforman el ala meridional del templo catedralicio gótico.
Se
conocía por los documentos y las reseñas de la pro pia catedral la existencia
de esos palacios pero los mismos se han documentado en una excavación en la que
han aparecido algunos restos de algunas de esas construcciones. Igualmente
podemos suponer que una parte del palacio de la alta y plena Edad Media se
levantaba sobre la actual estancia levantada junto a “la claustra vieja”
de la que queda la parte inferior, abovedada y articulada en siete tramos
mediante los correspondientes arcos fajones –sólo dos de ellos son doblados y
con baquetoncillos que sustituyen a los pilares en los ángulos–. Es una
estancia de tra zas y formas románicas que, a pesar de las reformas lleva das a
cabo por Lampérez cuando destruye el viejo palacio episcopal adosado al anterior,
mantiene sus formas arquitectónicas y sólo se altera la fachada exterior. Esta
estancia, lo mismo que vimos en la “claustra vieja”, ha perdido una
parte del tramo este al hacer la actual escalera del Sarmental pero parece que
estuvo alineada con el muro este del propio claustro románico hasta los cambios
que supo ne el templo gótico y las reformas realizadas por el cardenal La
Puente y Primo de Rivera el año 1866. Encima se colocaba el palacio del que
sabemos que tenía una gran estancia central –comunicaba directamente con la
portada del claustro– articulada en varios pisos de la que única mente quedan
en pie una arcada doble que por sus trazas y restos escultóricos parece
tardorrománica. Poco más se puede asegurar, ni tan siquiera reconstruir
hipotéticamente el aspecto que pudo tener esta construcción residencial y
administrativa, cerca de la que seguramente debió ubicarse el hospital. Sólo
sabemos que alguna edificación debió presentar aspecto de fortaleza pues se ha
aparecido parte de lo que fue un cubo del castillo-palacio.
Detalle de las arcadas
Capitel de la portada
de acceso al palacio desde la “claustra vieja”
Sepulcros románicos en la capilla de San Nicolás
En
la capilla de San Nicolás, abierta en el brazo septentrional del transepto de
la seo y reciente mente restaurada, se custodian dos sepulcros románicos que
hasta fechas recientes se conservaron empotra dos en la capilla de San Enrique,
“colocadas en la parte más alta del muro que media entre esta capilla y el
claustro alto, en la perpendicular del sepulcro de Juan García de Medina de
Pomar (†1492)”, según señala don Nicolás López Martínez.
Dicho
autor describe en su pormenorizado estudio las vicisitudes y traslados sufridos
por las piezas, desde su primitiva ubicación en el presbiterio, de donde fueron
desalojados en el siglo XVI a las capillas del Ecce Homo y de San Andrés y la
Magdalena en virtud de las obras acometidas en aquella zona del templo, hasta
su penúltimo emplazamiento en el siglo XVII, así como la leyenda forjada sobre
ellos en cuanto a su contenido, supuestamente los restos de los obispos de Oca
y Valpuesta.
Pedro
Orcajo cita un documento del Archivo en el que se manda que, en el momento de
la refundición de esas dos capillas en la nueva de San Enrique, “los
entierros de los señores obispos que están en ella se pongan en la misma
capilla decentemente”, añadiendo luego, con referencia a documentos
catedralicios, que se decoran con “dos órdenes de estatuas en nichos
divididos por columnas, en donde se guardan los huesos de los obispos de la
sede de Oca, que trajo consigo don Simón, obispo de la misma”.
La
falacia fue desvelada con la apertura de los ataúdes en mayo de 1999,
hallándose los restos de un niño de entre 6 y 9 meses y el cadáver momificado
de una niña de entre 2 y 4 años. Nicolás López argumenta que los mismos
corresponden a los de los infantes don Sancho (†1181) y doña Sancha
(†1184/1185), ambos hijos tempranamente fallecidos de Alfonso VIII y doña
Leonor. El estilo y algunos detalles iconográficos, como inmediatamente
veremos, parecen avalar tal adscripción, que forzosamente debe mantener la duda
ante la ausencia en ambos de epitafios.
Consérvanse
dos cajas y una sola tapa, labrados los tres bloques en buena piedra de
Hontoria, que conservan en su actual colocación la dispuesta en el siglo XVI al
ser empotrados en el muro, en la que la tapa se situó sobre el sarcófago que
carece de ella.
Sepulcro de la infanta doña Sancha
En
el sepulcro que, según la anterior identificación de Nicolás López,
correspondería a la infanta doña Sancha, la caja mide 140 cm de longitud × 57,5
cm de ancho en la cabe cera –46 cm en los pies, ya que es como el otro
ligeramente trapezoidal– y 33,5 cm de altura. Aparece sólo labrado el frente de
la pieza, estando retallado en parte el fondo para su mejor encaje en el muro.
El relieve, de exquisita factura, representa la muerte y el tránsito del alma
de un infante, acompañado de un cortejo fúnebre de obispos y aba des, todas las
figuras inscritas en un marco arquitectónico encuadrado en las esquinas por
sendas columnillas de ángulo y pilastras bajo arquitrabe ornado con florones.
La minuciosidad llega a individualizar los elementos de la basa y el capitel
vegetal de las columnas, mientras que los pilares se ornan con dos líneas de
finas puntas de clavo, mismo tipo de decoración que a modo de cenefa recorre la
base de la pieza.
En
el centro del relieve preside la composición, bajo un arquillo trilobulado
decorado con puntas de clavo, la muerte y elevatio animæ de una infanta.
Aparece
ésta tendida en su lecho y cubierta por una sábana excepto la cabeza,
flanqueada por dos adultos, el situado en la cabecera es un hombre ataviado con
saya corta con cinturón mesándose los cabellos y a los pies una plañidera
lacerándose el rostro, ambos incurvados sobre la difunta. Sobre la escena del
duelo, dos ángeles que surgen de una figuración de ondas recogen y elevan el
alma de la infanta en un lienzo, apareciendo ésta desnuda, con las manos unidas
y, detalle importante, coronada.
A
ambos lados de esta escena central se representó el cortejo funerario,
situándose los personajes bajo arquería de arcos de medio punto ornados con
puntas de clavo, bandas de contario en las roscas o simplemente sugiriendo el
despiece de dovelas, con tetrapétalas en las enjutas. Apean estos arcos en
finas columnitas de basas áticas de grueso toro inferior sobre plinto,
coronándose por capiteles vegetales de hojas lisas simple mente sugeridas. Las
dos figuras más cercanas al tránsito del alma del difunto corresponden a sendos
obispos en actitud de bendecir, mitrados, revestidos de pontifical y portando
el báculo. Tras ellos, a cada lado, se disponen tres abades tonsurados portando
báculos y en dos casos libros. Estas figuras laterales se dispusieron en posición
entre frontal y de tres cuartos, dirigiendo su mirada a la escena central.
La
tapa que hoy corona el sepulcro superior parece corresponder por sus medidas al
que nos ocupa, con 140 cm de longitud, 52,5 cm de anchura en la cabecera y 31,5
cm de altura máxima en el ángulo de la doble vertiente. Su tipología es la
típica de esta época, recibiendo como la caja finísima decoración escultórica.
El
lateral de la cabecera del sepulcro se decora con un dragonzuelo en acrobática
posición invertida, de largo cuello escamoso, cabeza de león, alado, con garras
felinas y cola resuelta en tallo vegetal describiendo un ornamental molinillo,
al decorativista modo frecuente en la metalistería y miniatura. De las
rugientes fauces del híbrido brota un tallo ondulante que recorre el frente de
la tapa, en cuyos meandros se arremolinan anillados brotes entre cruzados. Este
tallo es engullido, en la zona de los pies, por una grotesca cabeza monstruosa,
aunque este lateral de la tapa restó sin esculpir. Sobre la citada cenefa
corre, entre dos bandas de puntas de clavo, una efectista línea de hojas
nervadas hendidas. De las dos vertientes sólo se labró una de ellas, enmarcada
en la cumbrera por una cadeneta de lazo de tres probablemente no finalizada,
pues hacia la cabecera muestra decoración de contario luego interrumpida. En
ésta se representó nuevamente la elevatio animæ, aunque mostrada en un plano
más celestial y eliminando las referencias terrenales de la vista en la caja.
Aparece
así el alma de la difunta –lamentablemente descabezada– con las manos mostrando
las palmas sobre el pecho e inscrita en una mandorla almendrada decorada con
contario que es elevada sobre un sudario por una pare ja de ángeles; surgen
éstos a cada lado de un fondo nubes, ambos de sonrientes rostros de efebo, con
nimbos estrellados y vestidos con túnicas de barrocos plegados, desta cando el
fino trabajo del despiece de las alas.
Acompaña
a la elevatio animæ, que ocupa un lugar más preeminente que en la caja, un
cortejo fúnebre bajo arquitecturas de arcos de medio punto de roscas ornadas
con contario y tetrapétalas en las enjutas sobre columnillas o pilares de basas
con garras sobre plintos y capiteles vegetales. Aquí, algunos de los soportes
aparecen acanalados o con decoración de zigzag. Como en la tapa, los más
cercanos a la figura central aparecen mitrados y revestidos de pontifical (con
las estolas ornadas con orifrés y puntos de trépano), portando báculos y
bendiciendo, lo que les identifica como obispos o abades mitrados, los que les
siguen portan báculo y los de los extremos son acólitos turiferarios,
tonsurados y con navetas. Como el resto visten calzado puntiagudo, siendo sus
ropajes menos ricos que los anteriores.
Sepulcro del infante don Sancho
Sólo
se conserva la caja de este sepulcro, de dimensiones algo inferiores al
anterior (135 cm de longitud, 33,5 cm de altura y 48 cm de profundidad en la
cabecera por 42 cm en los pies). En el frente de la caja –sospechamos que inacabada–
se dispuso un incompleto Apostolado, con ocho figuras bajo arquerías de medio
punto rebajado sobre finas columnillas inconclusas, de basas áticas de grueso
toro inferior sobre plinto, que dejan paso en los extremos a pilastras
ornamentadas con zarcillos. En las enjutas de los arcos se dispusieron florones
y tallos acogollados.
Las
figuras de los apóstoles presentan variadas actitudes, entre frontal y tres
cuartos, en no muy explícita actitud de diálogo por parejas, sosteniendo en la
mano izquierda un códice o filacteria (algunos con la mano velada) y mostrando
la palma, bendiciendo o realizando un gesto con el índice extendido hacia su
compañero que materializa la idea de diálogo. Escapa a esta tónica la figura de
San Pedro, tonsurado y portando las llaves que lo identifican; aparece junto a
San Pablo, caracterizado por su alopecia. Todos ellos aparecen nimbados,
algunos de ellos con la aureola estrellada y en otros ornada de puntos de
trépano, descalzos, vistiendo túnica y manto de gruesos pliegues en tubo de
órgano, en “uve” o recostados, amén de la recurrente banda plisada del
manto que recorre desde la cintura hasta debajo de la rodilla contraria.
Aunque
se intuye un esfuerzo de individualización que huye de la isocefalia, da la
sensación que el modelado de las figuras quedó pendiente de la definición
final, nunca realizada. No es éste el único caso de apresurada entrega de la
obra en el arte funerario –por los condicionantes de uso de la pieza–, razones
que aquí se acrecientan por la sorpresiva muerte de los infantes a tan tierna
edad. Refuerza esta idea el número de apóstoles, que alcanzaría el de doce caso
de haberse dispuesto dos parejas en los latera les, sin labrar, aunque esto no
deja de ser una hipótesis.
Pese
a que por dimensiones la tapa que hoy lo corona parece corresponder al otro
sepulcro, como observa don Nicolás López, temáticamente las escenas
tradicionales en el arte funerario de la época se complementan bien en su
actual disposición. El carácter real de la difunta del primer sepulcro
estudiado parece ratificarse tanto en la corona que porta el alma de la
elevatio animæ de la caja como en la categoría del cortejo fúnebre, cuajado de
prelados y abades.
Como
ya sugiriese Pérez Carmona y más recientemente López Martínez, estas obras
manifiestan evidentes relaciones con otras contemporáneas, conservadas en San
Juan de Ortega (cenotafio del santo) y las dos piezas más antiguas del Panteón
de Las Huelgas Reales de Burgos, correspondientes al sarcófago de doña Leonor
(†1194) y la tapa del sepulcro de María de Almenara (†1196). Parece
meridianamente claro que en la capital se instaló, durante el reinado de
Alfonso VIII, un taller áulico si no exclusivo sí especializado en el arte
funerario, el mismo que Gómez Bárcena denomina “Taller de Las Huelgas”.
En las producciones de dicho taller, cuyo marco cronológico conviene a las
piezas que nos ocupan, se observa además la evolución tanto estilística como
iconográfica de los artistas, desde las plantillas plenamente románicas hasta
la introducción de las nuevas corrientes francesas y la irrupción de la
heráldica.
La
fuerte personalidad escultórica de dicho taller alcanza las cotas más altas de
dominio del estilo y la técnica, no viendo nosotros aquí influencia silense
alguna más allá del común ambiente estilístico de ambos talleres. De las cuatro
piezas referidas, el sepulcro de don Sancho muestra una composición algo menos
recargada que el resto, aunque ellos no sea indicio de mayor antigüedad, pues
ambos parecen haber salido del mismo taller en fechas muy próximas.
Santa María la Real de Las Huelgas
Tras
la dotación por parte de Alfonso VIII y la afiliación al Cister del monasterio
de San Clemente de Burgos en 1175, el monarca intentó la fundación de otro gran
cenobio femenino en la consolidada Caput Castellae. Rodrigo Jiménez de
Rada, siguiendo a Lucas de Tuy, señalaba que tras la amarga derrota de Alarcos,
Alfonso VIII y doña Leonor alzaron muy cerca de Burgos un monasterio de monjas
cistercienses, en realidad una donación particular por la salvación de sus almas
y una decidida instancia solicitando el favor de la benevolencia divina. Pero
es más probable que la decidida voluntad regia hubiera nacido años atrás,
durante la visita de los monarcas al monasterio soriano de Santa María de
Huerta y a su santo abad en 1179.
En
1181 a Alfonso VIII le nació un hijo varón, mostrándose entonces espléndido con
varias casas bernardas femeninas –Ovila, Gradefes, Aza y Matallana–, pero el
prematuro fallecimiento del heredero pocos meses más tarde pudo acentuar su
remordimiento y el celo piadoso del rey motivando entonces una fundación
puntera, y así para Julio González, el planto fúnebre al infante, recogido en
el célebre Códice musical de Las Huelgas, permite sugerir que el monasterio ya
había sido fundado.
En
1185 el rey concedió al obispo Marino de Burgos la iglesia de San Cosme de
Cillaperiel a cambio de la iglesia de Santa María de Villalbura; acto seguido
el prelado la donó al monasterio quod fabricatur nostris largitionibus et
sumptibus iuxta Burgensem civitatem. Se eligió un cómodo emplazamiento a
orillas del Arlanzón, en una ribera óptima para el sesteo del ganado y junto al
palacio real según infería Lucas de Tuy. Si releemos los estatutos de la orden,
se trataba de un lugar muy poco adecuado para una fundación cisterciense. Pero
Las Huelgas fueron desde su ori gen un monasterio atípico y muy especial. Los
mismos reyes intentaron que la casa burgalesa, asiduamente visita da por
infantas y damas nobles, se instituyera como cabe za de los cenobios femeninos
del reino de Castilla. Mientras tanto Alfonso VIII se prodigaba en donaciones a
otras casas bernardas como Rioseco, Santa María de los Huertos de Segovia,
Ovila y Sacramenia. Martín de Hinojosa, abad de Huerta y que en 1186 asumió la
dignidad episcopal segontina, fue un seguro valedor del monarca ante instancias
superiores de modo que la fundación llegó a buen puerto y doña Misol fue su
primera abadesa.
El
1 de junio de 1187, junto a su mujer y a sus hijas, Alfonso VIII otorgaba la
escritura de dote: construimus ad honorem Dei et eius genitricis Virginis
Marie monasterium in la Vega de Burgis, quod uocatur Sancta Maria Regalis, in
quo ordo Cisterciensis ordo perpetuo obseruetur, incluyendo el coto
monástico, tierras, rentas, molinos, bodegas y baños reales en Burgos, la Llana
de Burgos y sus beneficios, las dehesas de Arguiso y Estepar, una pesquera en
la laguna de Muñó, hereda des con sus sernas en Belbimbre y Pampliega, otras en
Barrio de Muñó, Briviesca, Quintanilla (cerca de Castrojeriz), Isar, Monasterio
de Rodilla, Hontoria del Pinar, Castro-Urdiales y un pozo de sal en Atienza,
además de la exención del portazgo para mercaderías y el derecho de pastos y
maderas en todos los montes de propiedad real.
El monasterio de Las Huelgas quedó bajo la protección real, gozaba de inmunidad dentro de su compás y de pleno señorío jurisdiccional sobre sus propios dominios presentes y futuros. En 1188 el papa Clemente III eximía al monasterio del control episcopal, aunque obviamente sometido a la observancia cisterciense, lo colocaba directamente bajo la protección de la Santa Sede.
Martín
de Hinojosa obtuvo de Cîteaux el derecho de Las Huelgas para instituirse como
cabeza –matrem ecclesiam– de los monasterios cistercienses femeninos hispanos y
lugar de celebración de capítulo general cada 11 de noviembre presidido por la
abadesa; desde 1189 se dieron cita las abadesas de Perales, Torque mada, San
Andrés de Arroyo, Carrizo, Gradefes, Cañas, Tulebras y Fuencaliente, con
posterioridad se sumaron Vileña, Villamayor de los Montes, Avia, Barria y
Renuncio. Según esta prerrogativa, sólo equiparable al monasterio aquitano de
Fontevrault, la abadesa burgalesa adquiría un rango similar al del abad de
Cîteaux.
Entre
1187 y 1188 la abadía fue engrosando sus propiedades (Peñafiel) y añadiendo
mandas familiares, al tiempo que recibía nuevas rentas y privilegios reales:
una renta de 400 áureos en las salinas de Atienza a cambio de sus posesiones en
Castro Urdiales, Torresandino, la villa de Arlanzón, un olivar en San Cebrián
de Mazote, molinos cerca de Talavera, heredades en Magán y Fresno, el Hospital
del Rey, los nuevos baños de Burgos y una bode ga en Dueñas, etc., acogiendo
además frecuentes visitas reales de Alfonso VIII, Leonor y sus hijos,
especialmente Berenguela y su nieto Fernando.
En
1199, coincidiendo con la llegada del abad Guido, general entonces del Cister,
el rey sometía la comunidad monacal a la observancia de la casa madre borgoñona
y la peculiar abadía se convertía en panteón real –del infante don Sancho, don
Fernando de la Cerda (1211), los reyes fundadores Alfonso VIII y Leonor de
Aquitania en 1214, de su hijo Enrique en 1217 y de Constanza, Leonor (1244) y
Berenguela (1246), además de María de Almenar (1196), don Nuño (1209) y otros
nobles de alta alcurnia–, con la promesa expresa de tomar el hábito de la orden
si alguno de los miembros regios decidía abrazar la vida religiosa.
En
el cenobio de Las Huelgas profesaron varias féminas de ascendencia real:
Constanza y Berenguela, hijas de Alfonso VIII; Constanza, hija de Berenguela,
así como Berenguela y Constanza, hermana e hija de Alfonso X. Jiménez de Rada
atribuía a Alfonso VIII la finalización de las obras del monasterio structuris,
claustro, ecclesia et caeteris aedificiis regulariter consummatis.
Todas
estas elitistas circunstancias que confluyeron en su fundación y dotación
convirtieron la casa burgalesa en un monasterio excepcional desde el punto de
vista espiritual, jurisdiccional, artístico y social: Las Huelgas se convirtió
en panteón real de los reyes de Castilla, detentó un amplio señorío quasi
episcopalis, se convirtió en cabeza de la orden y resultó feraz punto de
encuentro de novedades musicales y literarias, reforzando la capitalidad de
Burgos como auténtica cabeza de Castilla.
La
monumental iglesia monacal de Las Huelgas, elevada hacia el primer cuarto del
siglo XIII, está litúrgicamente orientada y presenta planta cruciforme, con
transepto acusado, y tres naves de ocho tramos separados por pilares
octogonales de capiteles lisos, cubriéndose con bóvedas de crucería. La capilla
mayor describe un ábside poligonal y cuenta con presbiterio recto, está
flanqueada por cuatro capillas de testero plano dispuestas en batería y
advocadas–de norte a sur– a San Nicolás, San Miguel, Santo Tomás Mártir, y la
última conjuntamente a Santiago Apóstol y Santa Catalina, quedando el ábside
central bajo el patronazgo de Santa María. Junto a la septentrional capilla de
San Nicolás se alza un atrio que comunica con la capilla de San Juan. Se trata
en realidad de una tipología eclesial un tanto desconcertante, más cercana a la
adoptada por las iglesias masculinas de la orden. En la nave central se halla
el coro monacal que da paso al crucero mediante una reja.
Las
esculturas talladas para las nervaduras de las trompas de las capillas
recuerdan estereotipos angevinos al tiempo que contradicen la parquedad
ornamental cisterciense en un templo que participa plenamente de la estética
gótica.
La
nave septentrional –advocada a Santa Catalina– mantiene un par de puertas
cegadas decoradas con dientes de sierra que antaño se abrían al Atrio de los
Caballeros, sobre éste se alza una gran torre amatacanada. El atrio cuenta con
arcos apuntados instalados entre contrafuertes y capiteles vegetales que
rememoran los de Las Claustrillas, se cubre con bóvedas de crucería que
arrancan de ménsulas vegetales. En el primer tramo de la nave meridional
–advocada a San Juan– se encuentra la puerta del corredor de conversas y la
correspondiente a la salida de monjas hacia el claustro. La fachada occidental
carece de portada aunque queda reforzada –como en ambos brazos del transepto–
mediante un par de contrafuertes, tres vanos y agudo piñón.
Las
Claustrillas, vergel claustral de planta cuadrangular, parece obra
perteneciente al primer monasterio alzado por iniciativa de Alfonso VIII y su
esposa Leonor Plantagenêt.
Hacia
el ángulo noreste se alza la cuadrangular capilla de la Asunción, que pudo ser
oratorio y panteón del primitivo palacio real, con alardes almohades, cuenta
con arcos polilobulados y bovedillas de mocárabes que contrastan poderosamente
con el resto de la pétrea fábrica cisterciense. Se cubre con bóveda ochavada de
dieciséis nervios–paralelos dos a dos– que arrancan de cuatro trompas
angulares, delimitando así una bella estructura estrellada central mientras que
los muros alzados con ladrillo y mampuesto configuran arquillos ciegos
polilobulados, en realidad heredera de una tipología que podría entroncar con
las exóticas qubbas andalusíes. Hacia el lado meridional dos arcos
lobulados y una cesta pinjante delimitan la entrada a un lucillo –como el arco
de Mudarra proceden te de Arlanza y el ventanal occidental del atrio de
Rebolledo de la Torre– que permite acceder hasta un espacio de clara
funcionalidad funeraria.
En
su frente interior se despliega un interesante bajorrelieve con la escena de la
ascensión del alma flanqueada de arpías en sus enjutas. La cubrición del mismo
plantea tres bovedillas de mocárabes, bajo las que pudieron estar enterrados
Alfonso VIII y Leonor hasta 1279. Gómez-Moreno atribuyó el sepulcro al infante
Fernando, hijo de Alfonso VIII, que falleció en 1211.
La
capilla de Santiago, que puede datarse hacia 1275, sirvió para armar caballeros
a los monarcas castellanos, tal uso quedaba ratificado al recurrir a una
curiosa imagen sedente de Santiago de inicios del siglo XIV cuyo brazo
articulado daba el contundente “espaldarazo” guerrero (se custodia ahora
en la capilla de Belén del claustro de San Fernando). Se accede desde una
puerta practicada en el muro occidental, donde un arco de herradura apuntado
apoya sobre capiteles califales y fustes que parecen fruto de un lejano expolia
de materiales andalusíes. La capilla se cubre con armadura mudéjar en su
cabecera (se trabó una artesa con almizates) y presenta abigarrada decoración
de yeserías en su friso superior.
Cada
panda de Las Claustrillas, que mantiene una clara estructura románica, cuenta
con doce vanos que apoyan sobre columnas pareadas y capiteles vegetales,
reservando machones rectangulares hacia el centro de las pandas, en el lado
norte se recrean arquitecturas con vanos rasgados y almenados, ricos manteos,
arquillos de herradura, celosías, cupulillas gallonadas y portadillas.
Parece
evidente que esta mos ante la más antigua de las claustras cistercienses caste
llanas. La fronda vegetal, de sofisticados entrelazos y bayas centrales, tiene
algunos paralelos en capiteles silenses y también en los capiteles del claustro
de Santa María de Aguilar, dejando además hijuelas en las portadas de Madrigal
del Monte y Castil de Lences.
La
historiografía ha asignado al maestro Ricardo la construcción de este ámbito,
que debe datarse poco antes de 1203 –cuando Alfonso VIII le recompensaba con
una heredad en la localidad de Salazar de Amaya tras su participación en la
construcción del monasterio burgalés–, fecha en que debió instalarse en tierras
palentinas para acometer otras empresas edilicias como las de Santa María de
Aguilar y San Andrés de Arroyo. Las cuatro galerías de Las Claustrillas se
cubren con armaduras de madera, conservando muros perimetrales en mampostería
con verdugadas de ladrillo.
El
claustro de San Fernando, cuya construcción se inició en época del rey Fernando
III, hacia el primer cuarto del siglo XIII, se convirtió en claustro reglar
sustituyendo a Las Claustrillas, destinadas a convertirse en claustro del parlatorio.
Sus galerías –alzadas al sur de la iglesia– se cubren con bóveda de medio cañón
construida en ladrillo reforzada mediante fajones apuntados que apoyan sobre
ménsulas vegetales hacia el interior y otras lisas hacia el patio. En algunas
zonas de la bóveda se conservan interesantes yeserías hispanomusulmanas
policromadas figura das con pavos reales, lacerías, atauriques y motivos
heráldicos que Torres Balbás dató hacia 1230-1260 aunque podrían ser más
tardías. Las galerías se abrían al vergel mediante arcadas apuntadas que
descansaban sobre columnas pareadas con cestas de crochets, sólo se conservan
las del ángulo NE aledañas a la capilla de Belén, pues fue ron cubiertas cuando
se reforzaron los muros tras la construcción del claustro alto entre 1611 y
1629.
La
panda oriental aloja la sacristía y el capítulo, además del locutorio y el
pasaje a la huerta. La panda meridional deja espacio para la sala de monjas
–algo desplazada por la presencia de Las Claustrillas, que pudo alojar el
dormitorio–, y el refectorio, en una localización donde generalmente se
instalaba el calefactorio, se cubre con bóveda de cañón con lunetos que data
del siglo XVIII, al tiempo que se cegaron los vanos medievales aún visibles
desde fuera y por encima de la bóveda conserva también restos de una armadura
mudéjar.
Hacia
occidente reserva espacio para la cilla rectangular, cuyo piso inferior se
cubre con armadura de madera y queda dividida en dos naves mediante seis
columnas con capiteles lisos sobre los que apoyan siete arcos apuntados –en su
sector central aloja hoy el Museo de Ricas Telas aunque el nivel superior hizo
las veces de troje–, corredor y patio de conversas.
Al
locutorio –hoy museo–, de planta rectangular, accedemos desde una puerta
apuntada, se cubre con bóveda de cañón ornada de yeserías policromadas con
castillos, rosetas y alafías arábigas. Las impostas alojan un epígrafe con los
salmos de David aludiendo a la protección divina contra los enemigos y la fecha
de 1275. En el paramento oriental de la misma estancia se abría una portada
apuntada cuyas arquivoltas apoyan sobre capiteles vegetales, quizá un primitivo
acceso hacia el claustro de San Fernando. El pasaje a la huerta –que conduce
hasta la capilla de Santiago y Las Claustrillas– se cubre con bóveda de cañón
que sigue presentando yeserías e inscripciones con la salve y un fragmento de
completas. Hacia el muro oriental una puerta adintelada permite acceder hasta
la capilla de Santiago.
El
diáfano capítulo se zanjó con mañosa altura –propia de los monasterios
cistercienses femeninos– y declarada sobriedad, apoyando los nueve tramos de
crucerías sobre dos pares de soportes centrales de planta circular, finas
columnas adosadas, grandes impostas –se imaginan las cestas lisas– que forman
ceñido cinturón. No parece aventurado sugerir que acogotadas in situ, nunca
llegaran a tallarse. La entrada presenta tres grandes vanos, el central con
arco de medio punto cuyas arquivoltas –la central de chevrons– apoyan sobre
columnillas de cestas lisas. Los arcos laterales son apuntados, perfilando un
doble vano con óculo perforando el tímpano. En los muros del capítulo asoman
otras cestas vegetales sobre delgados fustes y suspendidos capiteles-ménsula
(hacia occidente) acordes con una cronología de mediados del siglo XIII (en los
documentos de consagración de tumbas y altar de la Santa Cruz realizada por el
obispo de Albarracín en 1279 se cita la sala del capítulo) para una de las
estancias capitulares cistercienses más hermosas de Castilla.
Si
deseamos penetrar en el compás de adentro debemos traspasar el torreón gótico.
Hacia el compás de afuera, junto a la cerca monástica, se alza la capilla de
San Martín, remodelada con intención funeraria por Fernando Ruiz de Aguilar,
criado de Las Huelgas, según se desprende de su propio testamento dado en 1346
aunque con anterioridad debió hacer las veces de capilla de forasteros. Tiene
cabecera recta y cuatro tramos cubiertos con crucerías –bóveda sexpartita en el
presbiterio– que apoyan sobre ménsulas ornadas con cabecillas. Hacia el
suroeste del cenobio se halla el patio de Infantas y la capilla del Salvador,
quizá antigua cabecera de la capilla del viejo palacio regio, que presenta
bóveda de mocárabes repintada en el siglo XVII.
Todo
el conjunto monacal de Las Huelgas fue utilizado como gran cementerio destinado
al enterramiento de los monarcas fundadores (en el coro y frente a la sillería,
junto a los sepulcros de doña Berenguela, esposa de Alfonso IX y madre de
Fernando III, además de las infantas Berengue la, hija de Fernando III, y
Blanca, hija de Alfonso III de Portugal), reyes e infantes (en la nave de Santa
Catalina, donde destacan los sepulcros de Fernando de la Cerda y los infantes
Sancho, Fernando, Enrique I y las infantas San cha, Leonor y Mafalda, todos
ellos vástagos de Alfonso VIII o Fernando, hijo de Sancho VI de Navarra y primo
de Alfonso VIII), e infantas señoras del monasterio (en la nave de San Juan,
con los sepulcros de Constanza, hija de Alfonso VIII, Constanza, hija de
Alfonso IX, Leonor, hija de Fernando IV, María, hija de Jaime II o María de
Aragón, hija de Fernando el Católico), aspirando todos ellos a beneficiarse de
un aval tan seguro como el emitido por los rezos monacales.
El
doble sepulcro exento de los fundadores, sito en el centro del coro eclesial y
orientado hacia la capilla mayor, es una pieza de mediados del siglo XIII que
apoya sobre las archipresentes peanas con leones. Seguramente encargado por
Fernando III el Santo, las cajas rematan en cubiertas a doble vertiente, bajo
arquillos trilobulados presentan señas heráldicas del reino de Castilla
–castillos dorados sobre campo de gules, un blasón que se instaura como divisa
real durante el reinado de Alfonso VIII– y de la dinastía Plantagenêt (tres
leopardos coronados). Reserva para los laterales cortos una pareja de ángeles
sosteniendo la cruz de la victoria de las Navas de Tolosa (según infería
Ricardo del Arco), el rey en su trono entregando el documento de la fundación
monacal –un rollo del que pende un sello– a las monjas llegadas desde Tulebras
para instituir el cenobio de Las Huelgas (en el de Alfonso VIII), un Calvario
en cuyos brazos aparece el sol y la luna y la ascensión del alma de la reina
que surge de un paño sostenido por los típicos ángeles turiferarios (en el de
Leonor).
Sepulcro del
rey Alfonso VIII de Castilla (1155-1214) y de su esposa, la
reina Leonor de Plantagenet (1160-1214).
Sepulcro del
rey Alfonso VIII de Castilla y de su esposa, la reina Leonor de
Plantagenet. Escudos de armas del rey castellano y los tres leones de los Plantagenet.
El
sepulcro de la infanta doña Blanca también está instalado en el coro. Nacida en
1259, era hija del rey Sancho III de Portugal y de doña Beatriz –hija a su vez
de Alfonso X–, profesó como monja en Las Huelgas entre 1295 y su muerte
acaecida en 1321. El arca tiene forma trapezoidal y toda su superficie se halla
decorada con relieves entrelazados de estrellas con sabor mudéjar que alternan
las armas de Castilla y León con las del reino de Portugal.
Sepulcro de la
infanta Blanca de Portugal (1259-1321), que era hija del
rey Alfonso III de Portugal y de la reina Beatriz de
Castilla y nieta de Alfonso X el Sabio.
Pero
tal vez uno de los sepulcros de Las Huelgas más interesantes desde el punto de
vista iconográfico y formal sea el atribuido por Julio González al infante don
Sancho, hijo de Alfonso VIII y Leonor, nacido y fallecido en 1181. Gómez-Moreno
prefería adjudicárselo a doña Leonor, infanta que murió poco después de su
nacimiento. Datado por una inscripción de 1194, se encuentra en la nave de
Santa Catalina desde 1251, aunque parece proceder del ámbito de Las
Claustrillas. De pequeño tamaño, debió acoger un difunto infantil, con cubierta
a doble vertiente, está decorado con motivos vegetales, zoomórficos y
figurativos.
Destaca
la representación de las exequias fúnebres con la escena de la elevación del
alma bajo un arquillo trilobulado, tema que aparece también en los sepulcros de
María de Almenar y de doña Berenguela, además de obispos y abades bajo
arquerías almenadas. Para el lateral de los pies reserva el tema del Agnus Dei
y para la cubierta la recepción del alma del difunto por parte de Cristo
coronado con nimbo crucífero, además de San Martín partiendo la capa con el
atribulado pobre junto a un irreverente grifo. La rica fauna de arpías tocadas
con caperuzas, el grifo meticulosamente labrado y los carnosos vástagos
vegetales sugieren las habilidades escultóricas ensayadas por los artistas
tardorrománicos del segundo taller de Silos. De otro lado, cuerpo y composición,
hacen recordar el célebre sepulcro de San Juan de Ortega. Una inscripción
epigrafiada sobre su cubierta y poco afecta al adiós de un párvulo reza QUIS
QUIS ADES QUI MORTE CADES NRA PLEGE FLORA SUM QUOD ERIS QUOD ES TRE FUI PRO ME
PRECOR ORA E MCCXXXII P M F, apareciendo así en tan temprana fecha un
tópico funerario de larga duración. La fiable traducción de Gómez-Moreno
señala: “Quien quiera que vengas, tú que caerás en la muerte, atiende y
deplora la nuestra. Soy lo que serás, lo que eres en el tiempo fui. Ora por mí
te ruego. Era 1234”, más las enigmáticas iniciales PMF, asignadas –con
crasas pistas– al insondable Petrus Martini Fui.
La
misma nave de Santa Catalina aloja la tumba asignada a los despojos de Alfonso
X el Sabio o a don Nuño–sobre la misma se lee efectivamente la inscripción: ERA
MCCXLVII (1209) O(biit) DOMINUS UN/NIUS X DIES KAL AUGUSTI EN LEONI FERIA V–,
según se mire, lo cual hace desconfiar si el carnero hispalense da fe de cuanto
presume o si, por contra, se prodigaron en exceso los traslados de momias
regias. La caja va decorada con arquerías entre las que se disponen escudos que
penden de correas cuyos campos presentan ocho barras irradiando en cruz y aspa en
torno a una broca cuadrada más bordura con aspas de San Andrés (para la
descripción heráldica remitimos a Gómez Bárcena). La cubierta a doble vertiente
deja una cubierta para presentar señas heráldicas con idénticos motivos a los
ya descritos mientras reserva para la otra una gran cruz procesional lisada
entre roleos. Entre la cubierta y la caja se perfila un tallo de hojillas
treboladas.
La
nave de Santa Catalina acoge además la caja mortuoria de Fernando de la Cerda
–primogénito de Alfonso X, casado con doña Blanca, hija de San Luis de Francia
y fallecido en 1275 antes de ser coronado–, único sepulcro que se libró del
expolio por tener arrimado delante otro carnero. De caja completamente lisa,
presenta algunos restos pictóricos: la Virgen con Jesús entre ángeles con
candeleros en la cabecera y para el frente octógonos entrelazados cobijando
escudos, leones y barras (tal vez por ser hijo de Yolanda, hija del rey Jaume I
de Aragón). La tumba queda realzada mediante un arcosolio de triple arquivolta
ornada con motivos vegetales y heráldicos que han sido vinculados con los
talleres del claustro de la seo burgalesa. El tímpano está ocupado por un
Calvario de fines del siglo XIII o inicios del XIV.
Sepulcro
de Alfonso de la Cerda «el Desheredado» (1270-1333), hijo del
infante Fernando de la Cerda y nieto del rey Alfonso X de
Castilla.
El sepulcro de Alfonso de la Cerda estuvo frente al de Fernando de la
Cerda, se dispone hoy en el centro de la nave y presenta esculpida
ornamentación de lacerías de tradición mudéjar, con unas franjas horizontales
que delimitan octógonos en los que se incluyen castillos, leones y lises
recordándonos la caja de don Fernando de la Cerda; parece datar del primer
cuarto del siglo XIV. En los frontispicios de la cubierta se representa una
Virgen sedente con el Niño flanqueada por ángeles portando candeleros (a los
pies) y a Cristo Varón de Dolores entre la Virgen y San Juan genuflexos (en la
cabecera).
En
el atrio de San Juan se encuentra el sepulcro de María de Almenar, aunque con
escasa seguridad Pérez Carmona considera que la finada pudo ser el aya de la
infanta doña Blanca, futura reina de Francia. La pieza data de 1196 según se
aprecia en el epitafio: TERCIO X KL IANUARII OBIIT FAMULA DEI MARIA D(e)
ALMENARA E(ra) MCCXXXIIII. Es de caja lisa, despliega en su cubierta
diferentes arquillos y el tema del lecho funerario con los habituales ángeles
psicopompos trasladando el alma de la difunta, además del cortejo de
eclesiásticos, laicos y dolientes que asiste a las exequias. Bajo las escenas
figuradas surge una banda ornada con canes, arpías y dragones y otra más de
roleos de remedo silense.
El
cenotafio de doña Berenguela, hija de Fernando III y sobrina de San Luis, rey
de Francia, que profesó en Las Huelgas entre 1242 y su fallecimiento en 1279,
es obra de un escultor formado en los talleres de la catedral que pudo ser
encargado por la propia ocupante con destino a albergar los restos de su abuela
la reina doña Berenguela. Instalado en el coro, presenta forma trapezoidal. En
su frente dispone escenas con la Epifanía y la Matanza de los Inocentes,
reservan do para al testero la Coronación de la Virgen y la ascensión del alma
(acompañada de abad y obispo) mientras que en la cubierta a doble vertiente –y bajo
arquerías– se desarrollan otros pasajes de la vida del redentor no tan
habituales en cajas fúnebres: Anunciación, Visitación, Natividad, Anunciación a
los pastores, Presentación en el templo y Huida a Egipto, junto a emblemas
heráldicos con leones, castillos y águilas, heredadas quizá de su madre doña
Beatriz, son las aves distintivas del blasón de la casa de Suabia.
Sepulcro de la
infanta Berenguela de Castilla (1228-1279), hija de Fernando III
el Santo y de la reina Beatriz de Suabia.
En
el recinto aledaño al Atrio de los Caballeros y junto al brazo septentrional
del crucero están instalados cinco sepulcros del primer cuarto del siglo XIII
(quizá fueran allí enterrados los Caballeros de la Banda). El más interesante–y
que podría fecharse hacia mitad de siglo– procede de Las Claustrillas, el
frente de la caja representa un Pantocrátor y un Apostolado bajo arquillos
trilobulados (temas repetidos en otra de las cajas del mismo ámbito),
reservando para los laterales la escena de la ascensión del alma y diferentes
escudos que penden de correas de sujeción. La cubierta lisa figura un Agnus Dei
en el frontal y la tapa ostenta una cruz procesional sostenida por cuatro
ángeles (vuelve a aparecer en otra de las cajas del mismo espacio). Sobre la
tapa se alza un curioso baldaquino compuesto por seis columnillas –en las dos
centrales se adosan imágenes de San Pedro y San Pablo– que soportan bovedillas
con nervaduras de horma aquitana (Lambert) y cuatro ángeles sosteniendo
candeleros adosados a las columnillas angulares.
De
las tumbas del Panteón de Las Huelgas, casi todas profanadas y expoliadas
durante la francesada, procede el lote más rico de tejidos islámicos hallado en
la península Ibérica. Según delimitó Shepherd puede agruparse en dos grandes
series: la hispanomusulmana y la mudéjar o nazarí.
Hospital del Rey
Reconvertido
en sede del rectorado de la Universidad de Burgos y Facultad de Derecho, este
antiguo Hospital dedicado a la asistencia de peregrinos se encuentra en el
extremo oeste de la capital, en el Barrio de Las Huelgas. Perdida su función
benéfica en el siglo XX, sólo la iglesia continuó prestando uso religioso, tal
como aún hoy se mantiene. La dimensión económica, social y artística del
Hospital del Rey ha sido durante sus siglos de existencia de tal calibre que
continuamente ha recabado la atención de cronistas y estudiosos, desde su
fundación hasta el más reciente estudio de Luis Martínez García donde se hace
un detenido repaso a todo el proceso vital de la institución.
En
una de sus Cantigas cuenta Alfonso X la actividad constructora que
desarrollaron el rey Alfonso VIII y su esposa Leonor de Aquitania en esta zona
del extrarradio burgalés en el entorno de 1200: “E pois tornous a Castela /
de sí en Burgos moraba / e un hospital facía / él, e su moller labraba / o
monasterio das Olgas”. El mismo monarca ilustrado, parafraseando a Jiménez
de Rada, describe en su Primera Crónica General lo magnífico que resultaba el
nuevo Hospital y la atención que prestaba a todos los necesitados: “El fizol
grand a marauilla, et fermosos de fechuras et de obras fechas altamientre, et
muy noble de casas et de palacios, et con tantas riquezas le enssancho yl
enrriquesçio segund que diximos que fiziera el monesterio de las duennas, que
todos los romeros que passan el camino françes et de otro logar, dond quier que
uengan, que ninguno non sea refusado dend, mas todos reçebidos, et que ayan y
todas las cosas que mester les fuera de comer et beuer et de albergue, en todas
las oras del dia et de la noche quando quier que lleguen; et a todos los que y
quisieren albergar que les sean dados buenos lechos et complimiento de ropas.
Et esto as sisse mantiene y oy cutianamientre; et al que y uiniere enfermo, o
enferma o que enfermare y, danle mugieres et uarones que piensen de yl den
guisadas et pres tas todas las cosas quel fueren mester, fasta que sane o
muera. Et desta guisa se fazen alli en aquel ospital las obras de pie dad, que
quiquier podrie alli uer todo lo que dicho es como se uerie all en un espeio”.
A tenor de este texto no cabe duda de que resultaba en aquel momento un modelo
en lo asistencial y en lo constructivo, para cuyo mantenimiento el mismo
Alfonso VIII dotó a la institución de un rico patrimonio que fue incrementando
en los siglos siguientes.
Se
desconoce el momento exacto de su fundación, aunque el 28 de mayo de 1209 ya se
documenta su existencia, precisamente a través de un documento en el que
Alfonso VIII da al hospitali quod est situm inter Monasterium Sancte Marie
Rega lis et Hospitali Ioannis Mathei, quod est in medio camini, hereditates,
terras, vineas, etc. ... et totum aliud quod mihi pertinet in Burgis de
infantico preter collacios. En 1211 el rey añade a la dotación varias
villas, así como el diezmo de la bodega real del cas tillo de Muñó y el 15 de
mayo de 1212 coloca a la institución, con todas sus posesiones, bajo la
dependencia del inmediato monasterio de Las Huelgas, pero sin que las monjas
pudieran enajenar nada ni utilizar los bienes del Hospital en provecho del
monasterio.
Al
frente había un prior, doce freires y siete capellanes que estuvieron
vinculados a la Orden de Calatrava, pero nunca estos caballeros llegaron a
tener dominio sobre los bienes o gestión de la entidad, que siguió dependiendo
de la abadesa de Las Huelgas hasta el año 1822, cuando se incauta de él la
Junta Municipal, dando paso a un continuo trasiego de unas manos a otras, de
devoluciones y nuevas incautaciones que provocaron el desgaste de su actividad
y patrimonio. Tras perder todos sus bienes por la desamortización de 1855, una
efímera recuperación parcial volvió con Alfonso XII, que duró hasta poco
después de la Guerra Civil, cuando se produce el completo abandono. Lo que
desde entonces se perfilaba como un desastre más para el patrimonio cultural
fue felizmente superado en 1986, año en que comienzan las obras de restauración
para su uso universitario.
El
edificio, tal como se conserva, es un compendio de estructuras y pabellones que
en cierto modo cuentan su historia desde los comienzos hasta la última
restauración, con múltiples fases que se suceden desde sus orígenes en tiempos
de Alfonso VIII, y especialmente con obras de los siglos XVI, XVII, XVIII y
XIX.
Quizá
lo más sobresaliente de su arquitectura histórica sea el Patio de Romeros, con
la puerta del mismo nombre que sirve de entrada principal, la Casa del Fuero
Viejo y el pórtico de la iglesia, obras levantadas en un brillante estilo
renacentista en las décadas centrales del siglo XVI.
Del
más antiguo edificio no es mucho lo que se conserva e incluso resulta complejo
valorarlo en su justa medida pues al margen de los elementos emblemáticos, como
son las portadas, el resto resultan muros casi de anónima cronología. De todo
ello nuestro interés deberá centrarse en dos puntos: la puerta que da acceso al
amplio patio interior y la iglesia.
La
primera es hoy un lugar de tránsito entre el Patio de Romeros y la zona docente
y se ubica junto a la actual cafetería. Es un arco formado por tres arquivoltas
apunta das, la interior adornada con un grueso bocel delante del cual se
dispone otro bocel quebrado, en forma de pronunciados dientes de sierra. La
segunda y tercera, muy similares, portan abultadas molduraciones donde se
combinan boceles con profundas escocias, rematando todo con una chambrana de
nacela en cuya clave se dispuso una ménsula posterior. Los soportes presentan
ligero abocinamiento y corto podio, con el arco interior descansando en una
combinación de pilastra y columnilla acodillada en cada lado, coronadas
respectivamente por un friso y un capitel que comparten la misma decoración:
largas hojas de finos tallos rematadas en pequeños cogollos, a las que se
adhieren otras pequeñas hojitas planas y lobuladas. Por su parte las dos
arquivoltas externas descansan sobre columnillas acodilladas con el mismo tipo
de cestas, aunque ahora las hojitas lobuladas alternan con tréboles; estos
mismos motivos aparecen también en el sector de las pilastras detrás de los
capiteles. Llama la atención el hecho de que, tanto a un lado como otro, los
tres capiteles y las pilastras asociadas están tallados en un mismo bloque de
piedra, lo que denota la maestría del cantero.
Esta
portada es uno de los últimos restos de una amplia construcción rectangular, de
testero plano, compuesta por tres naves de ocho tramos, que desapareció en 1910
y de la que quedan también una serie de grandes pilares ochavados y unos planos
dibujados por Juan Moya que publicó en 1922 Vicente Lampérez. Este autor entra
en discusión con la teoría mantenida hasta entonces y transmitida por Amador de
los Ríos, de que ese ámbito correspondía a la vieja iglesia levantada por
Alfonso VIII pues según él toda la estructura –sin ábsides o cabeceras
propiamente dichas– y sus distintos elementos son los “inconfundibles de un
hospital del siglo XIII: las naves laterales para los lechos; la alta nave
central para la aereación (sic); el altar del fondo para decir la Misa que los
enfermos veían desde las camas”. Esta construcción debía presentar una rica
ornamentación, seguramente ya más tardía, pues sufrió diversas reformas en
siglos posteriores, aunque Lampérez no tenía duda alguna sobre su carácter: “Creo,
pues, con creencia firme, que el recinto llamado ‘arcos de la Magda
lena’... era el más auténtico resto del hospital del siglo XIII. Fueron esas
naves aquellos ‘palacios’ (salas) muy notables de que habla el Rey Sabio”.
Desde
que el arquitecto-historiador enunciara tan categóricamente esta idea, nadie se
ha atrevido a opinar otra cosa, aunque Luis Martínez, en su reciente obra,
apunta la idea de que pudiera tratarse del “dormitorio de pobres sanos”
descrito en un inventario de 1500. Pero esta posibilidad tampoco invalida la
opinión de Lampérez.
En
cuanto a la iglesia, el actual edificio es igualmente producto de sucesivas
reformas que obedecen sobre todo a momentos posteriores a la Edad Media y que
han dado como resultado una planta de cruz latina, con capilla mayor
cuadrangular, acceso a los pies y esbelta torre que se alza encima del pórtico.
Buena parte de su fábrica –y especialmente la imagen del interior– obedece a
transformaciones de los siglos XVI y XVII, aunque creemos que la caja de muros
de la nave, con la portada oeste y otra portadita en el lado norte, se remontan
al momento fundacional o en todo caso a años casi inmediatos.
El
templo primitivo sin duda debía ir completamente enlucido, aunque los modernos
gustos impuestos durante la restauración del conjunto han eliminado los revocos
de algunas partes. Esto nos ha dejado ver el sistema constructivo a base de
mampostería que alterna con verdugadas de ladrillo compuestas por una simple
hilera, en lo que quizá haya que identificar la noticia transmitida por Lucas
de Tuy –que escribe en tiempos de Fernando III– de que “el Hospital y su
capilla estaban construidos con piedra, ladrillo y cal, y pintados con oro y
colores vivos”, según la traducción de Lacarra.
El
elemento más noble de este templo es la portada de poniente, ahora encajada
bajo el pórtico cubierto por bóveda de arista que se adapta perfectamente al
arco de entrada. Su amplio dovelaje compone cuatro arquivoltas apuntadas que no
son sino una sucesión de molduras, lis teles, boceles y mediascañas, en cuyo
sector interior, en la segunda arquivolta, volvemos a encontrar los agudos
dientes de sierra. Los apoyos son columnillas acodilla das, para las tres
arquivoltas exteriores, mientras que el arco de ingreso combina media pilastra
y un cuarto de columna. El basamento, ahora bien conservado, es un corto podio
quebrado sobre el que se disponen las basas de plinto, toro inferior formado
casi por un bocel completo, corta y profunda escocia y otro toro más delgado.
Los
fustes son monolíticos y los capiteles vegetales, con dos series de delgadas
hojas rematando en volados cogollos, casi como ganchos, lo que se viene
llamando por influencia de la nomenclatura francesa crochets. Los cimacios son
de nuevo muy moldurados, todo lo cual pone en estrecha relación esta portada
con la anterior, aunque ahora la decoración de los capiteles no se extiende por
las pilastras, que además presentan las aristas cortadas en nacela.
Aunque
nada tiene que ver con la época que nos ocupa no podemos dejar de hacer alusión
a las puertas de made ra que cierran este arco, talladas hacia 1540 y donde se
representan a Adán y Eva en el Paraíso por encima de dos grandes paneles donde
los peregrinos rodean a Santiago, que es protegido por un ángel. Esta escena
muestra una veta totalmente costumbrista, con personajes bien vestidos, pobres
desarrapados, niños, o una madre amamantan do a su hijo.
Una
tercera portada, más modesta, se localiza en el muro norte de la nave de la
iglesia. También apuntada, consta simplemente de una arquivolta con el mismo
tipo de molduras descritas y una chambrana de similares características. Las
dos columnas que la flanquean también repiten la forma y decoración de las que
hay en la portada occidental.
Al
poco de concluirse la construcción de la iglesia se adosó a los pies la
torre-pórtico, abierta en la base por tres lados mediante sendos arcos
apuntados, cegados más tarde. De planta cuadrada, su fábrica seguía el mismo
tipo de aparejo de mampostería con verdugadas de ladrillo que veíamos en la
nave, con un alto cuerpo inferior –ligeramente troncopiramidal– sobre el que se
disponía otro con función de campanario, abierto con dos troneras de sillería a
cada lado, levemente apuntadas y unidas a la altura de los salmeres por una
imposta corrida de nacela, sobre todo lo cual se elevó un tercer cuerpo ya en
siglos posmedievales. En sus sencillos muros se ubican dos escudos con las
armas de Castilla, uno situado en el lado norte, en el pilar que separa las dos
troneras primitivas, y otro en el oeste, en el cuerpo inferior. Son escudos que
se asemejan bastante a los que porta el sarcófago de Alfon so VIII, conservado
en el monasterio de Las Huelgas, cuya labra se viene fechando a mediados del
siglo XIII, aunque el monarca falleció en 1214. En todo caso cabría pensar que
los de la torre del Hospital del Rey fueran anteriores a la unión de León y
Castilla, en 1230, aunque también hay que reconocer que el castillo sólo
aparece representado en siglos posteriores y ha sido el emblema tradicional del
Hospital.
De
la misma época de la torre debe ser el espacio adosado al norte de la nave y
que se usa en invierno para el culto. Está formado por una bóveda de cañón
apuntado, con un arco fajón en el centro y por su aspecto diríase que fue
originalmente bodega, almacén o similar.
Fechar
estos restos conservados puede entrañar un problema pues dada la ausencia de
datos sobre el momento fundacional y el proceso constructivo no se puede ser
muy preciso. La enorme similitud que guardan los capiteles de las portadas de
la iglesia especialmente, con los que decoran la cabecera del templo de Las
Huelgas encuadran la obra, a grandes rasgos, en el primer cuarto del siglo
XIII, fecha que se viene aceptando para la iglesia de ese monasterio. Las
cronologías tradicionalmente asignadas para lo más antiguo de lo conservado en
el Hospital ronda el año 1220, sin embargo, si sabemos que existía ya a
comienzos de 1209 no hay razón para pensar que entonces no se hubieran
levantado aún los dos espacios más importantes, como eran la iglesia y la sala
de enfermos. Una idea más difícil de aceptar todavía, diríamos que casi
imposible de asumir, es pensar que ya hubiera una renovación de los mismos en
tan corto espacio de tiempo.
Por
otro lado las tres portadas conservadas, especial mente las dos con dientes de
sierra forman parte de una tipología que fue el emblema de la arquitectura
noble de la época, con amplísima difusión por toda la Corona de Cas tilla, por
la fachada atlántica francesa y por el sur de Inglaterra, coincidiendo en buena
mediada con los dominios de los Plantagenêt, familia a la que pertenecía la
reina Leonor, esposa de Alfonso VIII. Aparecen también en el monasterio de Las
Huelgas –quizá el edificio más representativo del reinado–, e igualmente en
otros monasterios de indudable importancia, como son San Andrés de Arroyo,
Santa María la Real de Aguilar, Santa María de Huerta, Santa Eufemia de
Cozuelos o Santa María de Mave, además de en multitud de parroquias rurales que
tomaron como modelo la nueva manera de construir de estas grandes casas, aunque
combinándolo con la tradición más asentada. Entre esos edificios citados hay
además dos que portan inscripciones de su construcción, Santa María de Mave,
datada en 1200–en todo caso acabada antes de 1208–, y la sala capitular del
monasterio de Aguilar, cuyo artífice, Domingo, dejó testimonio de su nombre y
fecha en una columnilla con servada hoy en el Museo Arqueológico Nacional de
Madrid, con la data de 1209.
Sin
duda estamos asistiendo aquí al nacimiento de unas formas novedosas, que unos
incluyen todavía dentro del mundo románico –como podemos ver en muchas páginas
de esta obra– y que para otros suponen ya el paso al gótico. No queremos entrar
en un debate tan arduo, pero esta mos convencidos de que en este mismo Hospital
del Rey se produce un cambio significativo, y no sólo en el aspecto ornamental.
La muestra se halla en el esquinal noroeste de la iglesia, construido todo él
en sillería de similar apa rejo, pero en cuyas hiladas inferiores vemos
nítidamente las marcas de talla que dejaba el hacha, el típico instrumento
románico, y en las superiores los rastros del trinchante, un útil que se
incorpora al mundo de la cantería a comienzos del siglo XIII y con el que se
labrarán los sillares de todos los edificios hasta que a comienzos del siglo
XVI sea sustituido por nuevo instrumental.
Castrillo del Val
San
Pedro de Cardeña se encuentra en el término municipal de Castrillo del Val, a
escasos 15 km al sur de la capital burgalesa. Al igual que ocurre con la mayor parte de los monasterios
de época medieval, las fuentes documentales con que contamos son muy escasas y
poco significativas en relación con la realidad románica del edificio. Y a
pesar de la importancia institucional del centro, tampoco ha sido muy prolija
en detalles la historiografía contemporánea, pudiéndose citar tan sólo un
estudio en profundidad, dedicado a su dominio monástico.
Una
las características más notorias de la historiografía sobre Cardeña es la
progresiva y continuada elaboración de un prolijo tejido legendario, al que se
dio título de fe desde fechas tempranas y en el que todavía cayeron una buena
parte de autores decimonónicos. Según la tradición, en el año 537 el infante
Teodorico, hijo del rey italiano del mismo nombre, falleció mientras descansaba
junto a una fuente, a la que se denominaría Cara-digna, y donde habría
una ermita con la advocación a los apóstoles San Pedro y San Pablo. Llegada la
reina consorte doña Sancha, mandó sepultar allí a su hijo, fundando un
monasterio que ocupó con monjes benedictinos traídos de Italia. Berganza
puntualiza que la propia soberana conminaría al santo de Nursia a que le
mandase algunos discípulos. Esta mítica fundación fue recogida por la Primera
Crónica General y asumida durante toda la Edad Media como cierta; desde fechas
tempranas las supuestas sepulturas de ambos se conservaban en el presbiterio.
La
motivación era clara: convertir a Cardeña en uno de los más antiguos
monasterios de España y en el pionero en adoptar la regla benedictina. Este
privilegio fue reivindicado fren te a las pretensiones de otras instituciones y
así, en el siglo XVIII, Berganza reaccionó contra el reclamo del monasterio de
San Millán de la Cogolla, que reivindicaba una mayor antigüedad en su
benedictinismo.
Sin
embargo, la realidad histórica debió ser muy diversa. Ya en el siglo XVI,
Esteban de Garibay y Ambrosio de Morales desconsideraron la veracidad de tales
planteamientos, pese a los cual posteriormente, fray Prudencio de Sandoval,
basándose en una noticia apócrifa, les daba crédito. Antonio Yepes, si bien
admitía como cierta la fundación en tales fechas, puntualizaba que a los
papeles de Cardeña “se debe dar mucho crédito” e iniciando su ambiciosa
obra sobre la Orden de San Benito con este monasterio –“el primero en España”–,
trató de hacer compatibles la leyenda y la historia. De este modo con objeto de
hacerla más verosímil optó por reconvertir la identidad del protagonista más
conocido de la leyenda: Teodorico sería en realidad Teudis (531-548). Finalmente,
Enrique Flórez, ya en 1772, realizaría una crítica sistemática de la tradición,
analizando lo referido por cada uno de los autores para, final mente,
rechazarla. Sin embargo, aunque no se posicionaba sobre el espinoso tema,
aceptaba, como antes Yepes, la fundación del monasterio, quizá en época
visigoda, por una doña San cha que enterró allí a su hijo, llamado Teodorico, y
mandó que sus propios restos reposaran en aquel lugar tras su muerte.
Respecto
a su temprano benedictinismo, obviamente, resulta impensable suponer la llegada
de monjes italianos durante el siglo VI pues Cardeña, como el conjunto de los
monasterios hispánicos, siguió las reglas autóctonas hasta el siglo XI. Antonio
Linage Conde ha percibido, entre los códices del propio monasterio, uno de los
testimonios que evidencian la timidez con que la Regla de San Benito fue
entrando en las instituciones monásticas hispanas.
Al
margen de las voluntades de elevar los orígenes de la institución a lo
increíble, el primer dato histórico incuestionable procede de los respectivos
testimonios del Cronicón de Cardeña y de los Anales Compostelanos, según los
cuales, en el 899 se repoblaron los territorios próximos al monasterio. El abad
Lope de Frías (1543) pensaba que durante la expansión llevada a cabo por
Alfonso III, el monarca reconstruiría el monasterio aunque no en la magnitud
del mitificado primigenio.
En
este sentido, Luciano Serrano, a partir de una referencia directa a su
antigüedad vertida en un documento del 931, sospechaba que su origen pudiera
remontarse a aquella época. Sin embargo, la inexistencia y, sobre todo, la nula
mención a una escritura fundacional en los primeros años del siglo X,
obligarían a pensar en un origen más antiguo. Para el historiador benedictino
su fundación tendría que remontarse al menos a comienzos del siglo IX, sobre
algún antiguo oratorio dedicado al apóstol San Pedro. Mucho más recientemente,
también María Inés Carzolio de Rossi se muestra favorable a la posibilidad de
una continuidad desde el siglo IX, momento en el que se produjo la inmigración
de los mozárabes debido a la intolerancia que se produjo en al-Andalus. En
cualquier caso no parece difícil que al igual que en otros monasterios como
Dueñas o Sahagún –quizá también Silos y Arlanza– se produjera ahora la
revitalización de un antiguo asentamiento religioso de época visigoda.
Lo
único que resulta claro es que a comienzos del siglo X–en 902–, el monasterio
fue dotado por Gonzalo Téllez y Lambra, su mujer. Las sucesivas donaciones que
fue recibiendo desde entonces, hicieron que pronto alcanzara prosperidad
suficiente como para poner en marcha un fecundo escritorio. Por aquel entonces
debía contar ya con un destacado prestigio, tal como se deriva de la voluntad
del rey navarro, Sancho Garcés I (905-925), de poner en marcha su nueva
fundación de San Martín de Albelda (924) a través de Cardeña. Tres años después
de que el rey Alfonso IV confirmara los límites de sus posesiones,
concretamente el 6 de agosto del 934, una expedición musulmana, capitaneada por
Abderramán III (912-961), se adentraba en el condado castellano destruyendo el
monasterio, entonces regido por el abad Esteban. Este acontecimiento marcaría
considerablemente su devenir legendario. Repetida mente interpolado en las
crónicas, se elevó la cifra de monjes martirizados hasta doscientos, situándose
el momento de la destrucción un siglo antes, en el 834, a manos de un
contingente que, a continuación, sería derrotado por las tropas cristianas,
comandadas por el apóstol Santiago, en la legendaria batalla de Clavijo. En el
claustro monástico, concretamente en el muro norte de la iglesia, se conserva
una inscripción relativa al acontecimiento, deslizando un siglo su cronología
para hacerlo coincidir con la mítica confrontación –era 872, año 834–. Este
testimonio epigráfico, que debe corresponder a los siglos XIII o XIV, fue prueba
suficiente para que los cronistas e historiadores modernos certificaran –aunque
con ciertas matizaciones– su autenticidad.
Sólo
un año después, en agosto del 935, una donación de la progenitora de Fernán
González revelaba que el monasterio estaba otra vez en funcionamiento con un
nuevo abad a la cabeza, de nombre Alfonso. Pronto alcanzaría su primitivo
desarrollo, lo que le permitió relanzar la actividad de su ya prestigioso
escritorio. Moreta ha señalado que desde este momento, y hasta el final del
siglo, el patrimonio del monasterio alcanzó un considerable incremento,
progresan do por un área geográfica cada vez más amplia. Fundamentales para
ello fueron las políticas de los condes castellanos, que prosiguieron con el
impulso repoblador, valiéndose de las principales instituciones religiosas del
momento: San Pedro de Arlanza, San Pedro de Baleránica y San Pedro de Cardeña.
Al parecer, durante la primera etapa del gobierno de Fernán González (923 970)
éste fue el monasterio más beneficiado. En sucesivas donaciones, y por la
atracción que provocaba su prestigio, sólo en este período incorporó un total
de treinta y dos establecimientos religiosos. Esta expansión no escapaba a su
proximidad respecto a una todavía vacilante ciu dad de Burgos. Reyes leoneses,
como Alfonso IV (925-931) o Ramiro II (931-951), y, por extensión, muchos de
sus cortesanos, colaboraron en su auge.
Tras
el turbulento clima civil suscitado por la desaparición de Ramiro II, el
monasterio detuvo su crecimiento durante unos años. Superado éste, incrementará
aún más su expansión hasta la muerte de Fernán González en el 970. Pero, según
se desprende del Becerro Gótico, Car deña alcanza su máxima prosperidad durante
este siglo en tiempos de su sucesor, el conde García Fernández (970-995). A
través de la documentación del monasterio sabemos que en el 972 confirmaba la
jurisdicción y privilegios obtenidos hasta la fecha.
Desde
ese año el conde, junto a su mujer Ava, se vinculó a Cardeña mediante la
traditio, voluntad que renovó diez años después.
En
el último cuarto del siglo dos acontecimientos afectaron negativamente al
monasterio: por un lado, la creación del infantado de Covarrubias (978); por
otro, las campañas de castigo iniciadas por al-Mansur entre el 981 y el 992. A
continuación, la propia confrontación interna entre el conde y su hijo Sancho
García acabaría por sumir al condado en una difícil situación, que culminaría
con la muerte de aquél en el 995, tras lo que fue enterrado en su protegido
monasterio. Una vez llegado al poder el nuevo conde y restituido
territorialmente el condado, a la caída de al-Mansur, se puso en marcha su
recuperación económica, comenzando una segunda fase de prosperidad para la casa
benedictina. Su importancia durante este período se refleja en el hecho de que
fuera frecuentemente utilizado como residencia de los obispos burgaleses. Según
Berganza, es precisamente durante el reinado en Castilla de Sancho III el Mayor
cuando, al abrigo de una política aplicada en 1033 en Oña –entonces uno de los
más jóvenes monasterios del condado–, se introdujo la reforma cluniacense. La
existencia en su abadologio de un García (1030-1032) le llevó a considerar que
se produjo durante su gobierno y –teniendo seguramente presente el caso de Oña–
que éste procedería de San Juan de la Peña.
El
reinado de Fernando I (1035-1065) puede significarse como el del inicio del
período de mayor expansión de Cardeña. Junto a San Pedro de Arlanza, fue el
monasterio castellano más favorecido. Su proximidad a Burgos, junto con la
intención del monarca de trasladar la sede episcopal de Oca a esa ciudad, hizo
que jugara un papel de importancia y continuara siendo utilizado como
circunstancial residencia del obispo. Aún ahora, el acceso de los aba des al
episcopado, o colaborando estrechamente con el obispo, va a ser frecuente. Sin
embargo, esta situación geográfica, a escasa distancia de la futura sede,
determinó también, de alguna manera, su limitación expansiva, ya que el dominio
territorial de Cardeña se centraba en los alrededores de la ciudad; sobre todo
una vez que fueron restaurados los privilegios episcopales, a mediados de
siglo, y reivindicados de manera efectiva durante el XII.
Por
otra parte, la presencia del monarca en el monasterio sería frecuente. Además,
el período 1040-1060 fue ampliamente favorecido por uno de sus vasallos, el
conde Gonzalo Salvadores, que dominaba todas las tierras colindantes a Burgos,
junto a las de Lara y La Bureba; esta relación sería continuada por sus
descendientes.
Desde
mediados del siglo gobernó el monasterio Sisebuto (1056-1086), sin duda el abad
más representativo del siglo, coetáneo de Íñigo de Oña, Domingo de Silos y
García de Arlanza. Durante su amplio gobierno el monasterio no sólo consolidó
su prestigio, sino que vio cómo su patrimonio se incrementaba hasta alcanzar su
máximo desarrollo. Especialmente próspero fue el período 1056-1065, en el que
se registran diversas donaciones reales. Con la muerte de Fernando I y la
llegada al poder castellano de su primogénito, Sancho II (1066 1073), con el
que apenas mantuvo más que una mínima relación, el dominio se estancó. Poco
después, uno de los primeros gestos de atracción hacia el sector eclesiástico
castellano por parte de Alfonso VI, una vez ocupado el reino a fines de 1072,
fue una visita al monasterio con cuyo motivo le donó dos villas.
La
tradición del monasterio quería que el abad Sisebuto muriera en olor de
santidad, algo que no tiene respuesta por parte de la documentación cuando hace
alusión al personaje. Sólo a comienzos del siglo XIV, concretamente en un
breviario del monasterio, lo denominaba santo e incluía unas letanías en su
memoria. A ello se suma la inexistencia en el archivo monástico de literatura
hagiográfica alguna sobre el personaje. Luciano Serrano ya advirtió que el
reconocimiento de su santidad fue muy tardío; de hecho, hasta mediados del
siglo XV no se colocaron sus reliquias en el altar mayor de la iglesia, nunca
fue canonizado, y hasta el pontificado de Pío VI (1775-1799) no se autorizó la
celebración de su culto. Más recientemente, otros autores han visto en estas
contradicciones una nueva creación de los monjes burgaleses en el curso del
siglo XIII con objeto de mitificar aún más la institución. Pero, al margen de
sus virtudes espirituales, la amplitud de su gobierno –casi cincuenta años– y
la prosperidad que protagonizó el monasterio durante su mandato, son razones
que pudieron hacerlo especial mente atractivo de cara a magnificar aún más su
figura por parte de una comunidad cada vez menos pujante.
También
durante estos años se produjo la asociación de otra figura mitificada, la del
Cid, personaje fundamental en el aparato legendario creado en el entorno de
Cardeña. Tras su fallecimiento en Valencia (1099) y el abandono de la ciudad,
fue trasladado a Castilla, dándosele sepultura en el monasterio. Pero aunque su
relación con Cardeña apenas está documentada, la literatura cidiana subraya
esta consideración. El propio San Pedro se aparecería al héroe en sueños
profetizando su muerte y victoria póstuma sobre los musulmanes, destacan do los
favores que habría hecho al monasterio. Sabemos que Rodrigo Díaz representó sus
intereses como procurador (1073), pero no se ha conservado testimonio de
donación alguna. La misma realidad del Poema cuando hace del monasterio refugio
temporal del Cid y sus tropas tras el primer destierro (1081), choca
abiertamente con la lógica histórica, ya que esto hubiera significado un
desafío abierto del monasterio al rey Alfonso VI, con lo que ello hubiera
significado. Y no se debe olvidar la promoción de su abad Pedro III a la sede
de Compostela en 1088. La única donación de cierta importancia conocida
realizada por el Cid a un monasterio se remonta a 1076 y no atañe a Cardeña
–aunque es expedida desde allí, durante una estancia de la comitiva real–, sino
a Silos. Es también notorio que cuando murió fue enterrado en la catedral de
Valencia y, sólo ante la necesidad de evacuar la ciudad, en 1102, sus restos
fueron trasladados al monasterio castellano. Depositario de las ya míticas reliquias,
no se tardarían en envolver de un denso aparato legendario con el que se
buscaría subrayar la vinculación de la institución con el héroe. Quizá, con los
referentes de los panteones funerarios de Oña y Arlanza, se pensaba que ello
traería consigo una nada desdeñable reactivación del suyo propio, reportando
considerables beneficios. Ya desde el siglo XIII se veneraban en el monasterio
diversos objetos que se suponían de su pertenencia.
Tras
la desaparición del abad Sisebuto y hasta fin de siglo, se sucedieron una serie
de aba des de muy corto mandato. El primero de ellos, Pedro (1086-1088), fue
elevado a la dignidad episcopal de Compostela durante el Concilio de Husillos,
tras la deposición del hasta entonces titular, Diego Peláez. En 1090, bajo el
gobierno del abad Pedro (1086-1088), el monarca donó el monasterio de Santa
Olalla de Cabuérniga (Cantabria). Del volumen de la expansión alcanzada durante
este siglo dan idea los 39 establecimientos religiosos que fueron incorporados.
En
contraste con otros monasterios como Oña, Arlanza o Silos, durante la primera
mitad del siglo XII Cardeña detuvo su hasta entonces continua expansión
territorial, a la que seguiría un precoz y prolongado declive económico. De
hecho, la comunidad se limitó a conservar y defender los bienes y derechos ya
adquiridos. En adelante, sus intereses se redujeron a un área muy limitada,
optando por los beneficios que pudieran derivarse de su proximidad a la ciudad
de Burgos. Relegando el ansia expansiva, se llevó a cabo una política
patrimonial eminente mente defensiva.
Durante
los desórdenes civiles quedó dentro del área de dominio del Alfonso I de
Aragón. En este período hay que referirse al abad Pedro Virila
(ca.1103-ca.1125), de cuyo gobierno desgraciadamente sabemos muy poco. Debemos
suponer que con él, una vez superada la crisis, debió reactivarse, hasta cierto
punto, la actividad económica del monasterio, haciendo así posible la
prosecución del proceso constructivo. En este sentido, su inscripción funeraria
le responsabilizaba de las fábricas de dos casas monásticas: Nuestra Señora de
la Piscina y el monasterio de su propio nombre.
No
es mucho más lo que conocemos sobre la trayectoria del centro durante el
abadiato de Domingo II (ca.1125-1140); prácticamente sólo que Alfonso VII
entregó la iglesia de San Andrés de Granadera. Más interesante resulta un
acontecimiento ligeramente posterior, que pone de manifiesto la decadencia
alcanzada por el otrora pujante monasterio. En agosto de 1142 el propio
emperador ordenaba su anexión al de Cluny, coincidiendo con la estancia de
Pedro el Venerable en la península Ibérica. Con esta donación, Alfonso VII
quedaba liberado de la gravosa carga que suponía el censo anual, instituido por
su bisabuelo Fernando I. Como ha señalado Bishko, e igual que sucediera una
década antes respecto a Sahagún, es difícil imaginar que Pedro el Venerable
presintiera alguna viabilidad al proyecto de anexión. Así, la dependencia de
Cardeña –convertido en sumiso priorato– con respecto a Cluny no debió
sobrepasar los cuatro años, ya que, según señala Berganza, la antigua
comunidad, encabezada por el abad Martín de Cobiellas (1140-1151), se resistió
al nuevo destino impuesto, que pasa ba por la pérdida de su tradicional
autonomía. Una bula de Eugenio III obligó a los cluniacenses a abandonar
Cardeña, aunque, según señala el Cronicón del monasterio, despojaron la casa,
llevándose el tesoro litúrgico. De esta forma, Cardeña no llegó a figurar en
ninguna de las actas conservadas de la abadía borgoñona.
El
abad Martín viajó a Roma, no pudiendo conseguir una entrevista con Lucio II por
su inesperado fallecimiento. En 1145, en el primer año del pontificado de su
sucesor, el cisterciense Eugenio III, las revueltas que asolaban Roma obligaron
al Papa a ausentarse de la ciu dad. Un año después, tras justificar que seguía
la observancia benedictina según las constituciones cluniacenses, consiguió el
apoyo del Pontífice y regresó a Castilla, dejando un monje en Roma para
proseguir la causa. Según el Cronicón del monasterio la ocupación cluniacense
tan sólo duró tres años y medio; es decir, desde agosto de 1142, en que se
realizó la entrega, hasta comienzos de 1146. A pesar del apoyo regio, los
despachos del Pontífice consiguieron que los cluniacenses se vieran obligados a
abandonarlo, aunque seguramente lo consideraron ilegítimo y, como compensación,
se llevaron el tesoro monástico.
Aunque
en 1150 el monasterio obtuvo del Pontífice la dependencia directa de la Santa
Sede, eludiendo, de esta forma, la intromisión del obispo de Burgos, la
realidad fue otra. El pleito con Cluny aún duró algún tiempo –hasta, al menos,
los comienzos de la década de los sesenta–, debido a la intervención del obispo
Pedro Pérez (1156-1181), que medió en favor de la abadía borgoñona. Durante una
visita a Cluny, en 1157, confirmaba la teóricamente derrogada donación, sí bien
con matices a su favor, e igualmente en 1163. Con la muerte del prelado los
intentos debieron cesar y en 1190 Alfonso VIII confirmaba los privilegios
otorga dos por sus antecesores, sin mentar en ningún momento a la orden
cluniacense.
El
tránsito de los cluniacenses por Cardeña ha quedado registrado en dos
documentos. Por un lado, un testimonio de la gestión territorial del dominio:
la falsificación de un diploma, fechado en 1045, en el que Fernando I afirmaría
la potestad del abad del monasterio sobre los moradores de algunos lugares
próximos. Se ha puesto de relieve el desconocimiento de la realidad hispánica,
que queda patente a lo largo todo su desarrollo. Por otro, como más adelante
analizaremos, algunos restos del conjunto claustral.
El
monasterio no fue en absoluto ajeno a la alterada situación que se derivó de la
mino ría de edad de Alfonso VIII. De hecho, sabemos que durante el conflicto
del reino castellano con Navarra (1163-1179), a causa de su ubicación en la vía
principal de penetración de tropas, sufrió el embate del ejército invasor. A
partir del último cuarto del siglo XII la situación se había normalizado, ya
que es entonces cuando, presumiblemente, financia la denominada Biblia de
Burgos y un Beato en los que se perciben los alientos de la miniatura inglesa.
Durante
el siglo XIII el declive del monasterio se acentúa. A la drástica disminución
de donaciones se unió la amenaza que supuso una continua intromisión sobre su
dominio, por las poblaciones de su entorno y las diversas instituciones
religiosas. Significativamente, hasta comienzos del XIV se suceden las
confirmaciones regias de antiguos derechos. Fue entonces cuando debió cobrar
especial desarrollo el aparato mítico, que acabaría entremezclándose con su
realidad histórica.
Durante
la primera mitad del siglo XIV se encontraba en una difícil situación
económica, dominada por el endeudamiento. De hecho, mientras que hasta 1329
recibían rentas de cien to ochenta y nueve lugares, a partir de 1338 se habían
reducido a ochenta y uno.
Un
año antes de su muerte, Enrique IV (1454-1474) restituía la cantidad que el
monasterio le había prestado tanto a él como a su padre, Juan II (1406-1454), y
otorgaba un documento elaborado por la comunidad en el que se reconocían como
ciertas todas y cada una de sus tradiciones: fundación por la mujer de
Teodorico, primer monasterio benedictino, muerte de los doscientos monjes por
el rey Zepha. Este certificado de autenticidad fue una justificación más para
la concesión de crédito a la tradición, por parte de las diversas elaboraciones
históricas posteriores. Tres años más tarde Fernando e Isabel ratificaban ese
documento.
Después
de un período de decadencia, en 1502 el monasterio ingresó en la Congregación
de Valladolid. Algunos años antes, la visita de Isabel la Católica (1496) había
puesto en evidencia la falta de gobierno, a causa de la residencia de su abad
en Sevilla como inquisidor general. En 1592 llegaba Felipe II, centrando buena
parte de su atención sobre las reliquias del Cid, depositadas por orden de
Carlos I en lugar preferente, en medio de la capilla mayor. Sólo Carlos II
consideró impropio encontrar a los condes castellanos desplazados por alguien a
quien consideraba advenedizo.
Monasterio de San Pedro de Cardeña
Los
restos románicos que se conservan en el monasterio son muy escasos. Se limitan
a la torre de la iglesia, una arquería del claustro y algunos restos materiales
descontextualizados. Hay que tener en cuenta que el conjunto monumental
experimentó profundas reformas en época moderna.
Las
primeras intervenciones sobre el claustro remontan al abadiato de Juan de
Mecerreyes (1351-1356) período en el que se realizaron dos nuevas galerías.
Pero
no sería hasta el siglo siguiente cuando el abad Fernando de Belorado
(1430-1446) puso en marcha una importante remodelación, que afectaría al
conjunto de forma íntegra y que tenemos bastante bien documentada. Dicha
intervención–que precedió en pocos años a la sustitución de la iglesia
consistió en la construcción de un claustro tardogótico “de paredes de
piedra y armadura de madera”. La voluntad de remplazar la iglesia obligó a
que las obras se detuvieran, dejando tan sólo concluida una de las pandas.
El
promotor de esta renovación del templo fue el abad Pedro de Burgo (1446-1447).
Para poder costear el ambicioso proyecto realizó un viaje a Roma, donde obtuvo
de Eugenio IV una bula de indulgencias. Con su nombra miento como abad del
monasterio de Sahagún (1448 1467), las obras continuaron –aunque ralentizadas
cobrándose las limosnas destinadas a su prosecución. Como decíamos de la
iglesia románica tan sólo se conservó la torre de campanas. En 1450 ya estaba
prácticamente construida y hacia esta fecha se procedió a consagrarla, con
idéntica dedicación a los santos Pedro y Pablo, y celebrar la primera misa. Sin
embargo con el alejamiento del abad promotor del monasterio y la falta de
fondos, el proyecto final no pudo rematarse y se prescindió de construir los
dos últimos tramos. Finalmente, en 1458, siendo abad Diego Ruiz de Vergara
(1457-1488), pudieron rematarse los trabajos. Paralelamente se proseguían las
obras en el claustro, auspiciadas por el abad Juan Fernández (1448 1457). Años
después, en 1499 comenzó a construirse un sobreclaustro concluido bajo el
gobierno de fray Juan López de Belorado (1513-1523) quien realizó otras mejo
ras en el monasterio; entre otras rematar la torre de la iglesia con el
chapitel que aún se conserva, ampliar el tesoro y concluir los dos claustros
altos. A comienzos del siglo XVII el Pontífice reconocía el martirio de la
comunidad del siglo IX, posibilitando el culto público. Con el apoyo eco nómico
de Felipe III, la única galería románica subsistente se convirtió en santuario.
No mucho después –durante el gobierno de Juan de Salazar (1617-1621)–, la vieja
sala capitular fue transformada en sacristía y ya en la segunda mitad del siglo
se inició la remodelación del claustro tardogótico por el ala norte. Este nuevo
conjunto herreriano respetó la “capilla de los mártires”, que fue
aislada del patio exterior por la galería meridional. Asimismo se renovó el
refectorio, el noviciado y la librería. En noviembre de 1679 visitaba el
monasterio Carlos II, a quien se mostró la vieja panda románica, ya convertida
en panteón-reliquia.
A
fines de este siglo los restos románicos conservados debían ser ya escasos.
En
el XVIII nuevas iniciativas constructivas dejaron el monasterio en el estado
actual. Ya a comienzos del XIX, en 1808, las tropas francesas expoliaron el
conjunto monástico, profanando el panteón funerario y causando una primera
ruina. No mucho después, el Trienio Constitucional trajo consigo un segundo
abandono, fruto del cual empeoró su ya lamentable situación. Desde 1824
comenzaron las labores de restauración. El mal estado de la iglesia obligó a
que la comunidad realiza ra los oficios en la “capilla de los Mártires”.
En 1835 el decreto desamortizador volvía a sumirlo en una degradación, ya
imparable.
Desde
entonces, y hasta después de la Guerra Civil, el monasterio entró en un largo y
acusado proceso de deterioro. La consecuencia fue la ruina de los edificios y
la pérdida de una buena parte de su biblioteca; el resto se dispersó. Esta
situación tan sólo se detuvo, intermitentemente, por el paso de diversas
órdenes religiosas. En 1933, dos años después de haber sido declarado Monumento
Histórico-Artístico, el arzobispado de Burgos cedió el monasterio a la
comunidad cisterciense de San Isidoro de Dueñas. La Guerra Civil imposibilitó
el proyecto y el conjunto monástico acabó convertido en campo de concentración.
Definitiva mente, en 1941 un grupo de monjes de Dueñas se trasladó a Cardeña,
haciéndose cargo y habilitando el monasterio, que cinco años después se
independizaba de la casa madre. Desde entonces se han ido sucediendo diversas
obras de restauración, que culminaron con la reinauguración del templo en 1950.
Como
ya señalamos, del templo románico no queda más que la torre y la documentación
conservada nada señala al respecto. Teniendo en cuenta la importancia del
monasterio durante la mayor parte del siglo X, hay que suponer que contaría con
una iglesia llevada a cabo con un léxico prerrománico y una ejecución de
calidad. No pode mos ir más allá y la esperanza de obtener algún aval
arqueológico quedó disipada tras las últimas excavaciones realizadas (junio
1991), que ofrecieron un desolador y definitivo balance. El único documento en
el que se hace alusión a las diferentes iglesias de Cardeña y al que ya se ha
hecho alusión, data de 1473 y fue otorgado por Enri que IV. En el se dice: “...el
qual dicho Monesterio por ser vicio de Dios, E por la memoria de los que alli
están sepultados, el Rey D. Juan mi Señor, E mi padre de gloriosa memoria, E
yo, fuimos causa de su tercera reedificacion de nuevo...”. Concretamente
este testimonio pondría de manifiesto la idea que la comunidad monástica de
Cardeña, desgraciadamente de muy poco crédito, tenía de su iglesia. Es decir,
habría una primera edificación que fue renovada en una sola ocasión; tratando
de aplicar su razonamiento, debemos suponer que tras la destrucción de que fue
objeto tras el martirio de los monjes. Además, dado el objetivo último del
diploma no parece sino lógico que de este modo se tratara de magnificar la
antigüedad del templo y a su vez subrayar el gesto del rey Enrique al apoyar
una renovación cuyo último referente se encontraba en la más mitificada época
de la institución monástica.
Tampoco
podemos ir muy lejos al tratar de concretar la realidad material del templo
románico. Su temprana sustitución nos ha privado de un primordial testigo para
la interpretación de las primeras manifestaciones románicas
castellano-leonesas. Hay que tener en cuenta que el cenit económico alcanzado
por el monasterio a lo largo del tercer cuarto del siglo XI debió traducirse en
una renovación arquitectónica de envergadura. Según parece, la construcción de
un nuevo edificio se debió al mal estado del románico. Berganza apunta que la
anómala ubicación de la iglesia tardo gótica, al mediodía de las dependencias,
cuando lo ortodoxo era su disposición al norte de las mismas, se debía a que se
asentaba sobre la antigua. La torre, “lo único que quedó de la iglesia
antigua”, fue aprovechada integrándose en la iglesia para lo cual en su
parte inferior se dispuso una capilla dedicada, al igual que el propio ábside
de la epístola, a San Benito. De hecho la documentación del monasterio nos per
mite saber que las advocaciones de los tres ábsides del templo románico eran:
Nuestra Señora (evangelio), San Pedro (central) y San Benito (epístola). El
templo del siglo XV rebasaba ampliamente al precedente en anchura,
concretamente hacia el lado meridional, ya que se adaptó al muro norte,
frontero con el claustro de los Mártires.
A
través de la torre podemos tratar de aproximarnos levemente al templo
desaparecido. Se trata de un cuerpo cuadrado de 27 m de altitud, con seis
niveles, señalados por igual número de ventanas. Los dos primeros, de abajo
arriba, los conforman sendos estrechos vanos en aspillera, de los que sólo
percibimos los del lado sur. El tercero presenta ventanas con columnas y
arquivoltas en sus lados sur, este y oeste. Esta última es visible desde el
interior del templo, ya que el transepto tardogótico absorbió todo este lado.
El cuarto nivel cuenta con ventanas geminadas en estos mismos tres paramentos,
aunque la del occidental queda oculta bajo la cubierta del transepto. El quinto
nivel, añadido a los otros, como muestra un simple análisis paramental, incluía
al menos dos vanos. El sexto y último, asimismo agregado a los anteriores, es
el cuerpo de campanas, que se abre en sus cuatro lados.
En
1908 Juan Menéndez Pidal, entonces gobernador civil en Burgos, dio a conocer la
verdadera dimensión de esta torre. Hasta entonces, a pesar del testimonio de
los cronistas, se consideraba, al menos en su mayor parte, obra coetánea al
templo del siglo XV. Colaboraba en ello el sobrecuerpo que se le añadió, a fin
de adecuarla en altura a la iglesia tardogótica, a comienzos del siglo XVI. A
ello se sumaba el hecho de que, como decíamos, bajo ella se construyó una
capilla. Finalmente, entre 1561-1562 se colocó un reloj.
Tras
la comprobación de que existían vanos inferiores cegados, Menéndez Pidal,
ayudado por miembros de la comunidad capuchina que ocupaba el monasterio en
1908, procedió a liberarlos desde el interior, pudiendo comprobar que la torre,
lejos de ser gótica, pertenecía al viejo templo destruido. Ante la ausencia de
indicios que pudieran hacer pensar en la existencia de un husillo, o de una
escalera de fábrica en el interior, y teniendo en cuenta la miniatura del Beato
de Tábara, consideró que en origen presentaría el sistema de escalera levadiza.
Sin
embargo, no sería hasta 1951, una vez restaurada la iglesia y el “claustro
de los Mártires”, cuando se procedió a su consolidación. Las obras
consistieron en perforar hacia el exterior las ventanas de los paños oriental,
meridional y occidental. En el quinto de los niveles –bajo el cuerpo de
campanas–, perteneciente a una primera ampliación, todavía de época románica,
aparecieron dos vanos, uno de ellos con restos de decoración ajedrezada; el
otro, aunque debió tenerla, apareció sin rastro alguno de ella. Con un aún
vigente criterio historicista y el apoyo de las evidencias existentes, se
reconstruyeron ambas como geminadas –la segunda íntegramente–, introduciendo
capiteles inspirados en los de la iglesia de San Pedro de Arlanza.
En
función de las fuentes y de la información con temporánea, podemos concluir que
la torre primitiva contaba con cuatro niveles (21 m); al no percibirse en el
interior huella alguna de escalera pétrea, hemos de suponer que fue de madera.
Probablemente
en la segunda mitad del siglo XII se añadiría el quinto cuerpo, con ventanas
geminadas de las que tan sólo se conserva parte de la occidental.
Así
permanecería hasta el siglo XV cuando, construida ya la nueva iglesia gótica,
se añadió un sexto nivel para ubicar el cuerpo de campanas, así como un husillo
en su lado oriental. No mucho después, a fin de aprovechar el habitáculo del
primer nivel, se habilitó allí la mencionada capilla de San Benito, a modo de
ábside meridional, introduciéndose además una escalera helicoidal de acceso.
Ya
en época contemporánea, debido a la colocación en el presbiterio de la sillería
de coro, traída desde el ex monasterio de San Juan de Ortega, se inutilizó el
acceso primitivo, localizado en el muro meridional de aquél, y se realizó otro
perforando la capilla. Ade más se completó la ventana occidental del último
nivel románico y se reproducía otra, siguiendo sus líneas, en la cara
meridional.
Como
acabamos de señalar, en 1908 se inicia el estudio de la torre, apareciendo un
primer trabajo monográfico.
En
él, a partir del descubrimiento de las ventanas, Juan Menéndez Pidal ponía de
relieve su antigüedad, llevándola a los últimos años del siglo X o comienzos
del XI. Para Leopoldo Torres Balbás (1934) la torre pertenecería, como la
cripta de la catedral de Palencia, a la época de Sancho el Mayor. Diez años más
tarde, en un trabajo sobre la cabecera de Leire, que databan en 1057, José
Gudiol y José María Lacarra relacionaron las ventanas de la torre del
monasterio navarro con las realizaciones de la primera fase románica de San
Pedro de Cardeña. En una conferencia inédita pronunciada en Madrid en enero de
1951, coincidiendo con la restauración del conjunto monástico y con una
exposición de arte retrospectivo medieval, Manuel Gómez-Moreno consideraba su
escultura como “un foco espontáneo sin par en barbarismo que no tuvo
expansión”.
Dos
años después, el abad Jesús Álvarez la consideraba construida entre 1040 y
1060, poniendo su escultura en relación con otros ejemplos, como San Pedro de
Teverga (Asturias). De 1954 data un breve artículo en el que José Luis
Monteverde trataba de realizar un esquema de los tipos del románico en la
provincia de Burgos. Partiendo de la citada conferencia de Gómez-Moreno,
señalaba dos focos espontáneos en los que comenzaría el románico: la torre de
Cardeña y Silos. Dentro del siglo XI encuadra la torre de Cardeña (1040-1060?),
los capiteles procedentes de la catedral burgalesa –fechados por Gómez-Moreno
entre 1070 y 1080–, la ermita de Santa Cruz de Juarros, la cabecera de San
Quirce, el ábside de Arlanza y la Puerta de las Vírgenes en Silos, cuya
cronología ubicaba hacia el año 1100. Para Luciano Huidobro (1955) la
desaparecida iglesia románica y la torre serían resultado de una misma campaña
constructiva.
En
1956 Georges Gaillard publicaba un trabajo en torno a la escultura del siglo XI
en Navarra; apuntaba en él la existencia de un románico, centrado en los reinos
de Navarra y Aragón (Leire, Ujué e Iguácel) y anterior a lo que él consideraba
un “arte de las peregrinaciones”. Se trataría de formas elementales,
cuyas similitudes con otros ejemplos no serían sino “simples coincidencias
entre dos formas embrionarias que ignoran todavía el estilo de la escultura
románica”.
Entre
los ecos de este trabajo nos interesa reseñar el de un segundo artículo de
Monteverde. Retomando esta hipótesis, planteaba que el área de esta escultura
primitiva se podía ampliar hacia el occidente de la Península, señalando como
ejemplos la torre de Cardeña en Castilla y, tomando el ejemplo propuesto por
dom Jesús Álvarez, la iglesia de Teverga en Asturias. Asimismo, olvidando el
principio metodológico sugerido por el historiador francés, y como ya planteara
años antes Gudiol, realizaba una serie de comparaciones entre las obras de
Leire y Cardeña.
En
1959, José Pérez Carmona reproducía la descripción de Jesús Álvarez, señalando
que se trataría de la construcción más antigua de la provincia, “probablemente
de época cidiana”. Insiste en la conexión con Leire, ya apuntada por
Gudiol, encontrando similitudes en edificios de un amplio espectro cronológico.
Finalmente, consideraba que el penúltimo cuerpo se habría levantado en el siglo
XII, aunque sus capiteles copiarían algunos temas de los primitivos.
Desde
esta fecha, con frecuencia se hace mención de esta estructura en los tratados
generales de arte románico.
Con
frecuencia se ha venido sosteniendo que la torre habría sido construida con
material reaprovechado. Si bien es cierto que en el cuarto nivel de ventanas se
evidencian materiales cronológicamente divergentes, el tercero presenta una
unidad incuestionable. Es muy fácil que al proceder a la ampliación de la
segunda mitad del siglo XII se reparara el nivel sobre el que se iba a elevar
el cuerpo tardorrománico. De hecho, algunas de las basas sobre las que se
asientan los capiteles antiguos deben pertenecer a ese momento. Observamos
también que una de las columnas se dispone sobre una cesta de capitel
inconclusa, similar a las del claustro.
Los
capiteles de los vanos correspondientes a los niveles tercero y cuarto, los dos
primitivos, responden a dos tipologías distintas: de cesta troncocónica –casi
cilíndrica y trocopiramidal invertida, respectivamente. En cualquier caso, su
decoración ofrece los mismos planteamientos, más próxima, en principio, a las
experiencias prerrománicas que a las románicas: técnica y plásticamente muy
tosca, a base de motivos geométricos (espiral, triángulos contrapuestos, o
simples líneas entrecruzadas), vegetales (piñas o palmetas) o figuración
sumaria (aves y rostros, torpemente resueltos), tallados a bisel, incluyendo en
ambos casos ábacos –de más desarrollo en altura los del tercer piso– perforados
con pequeñas celdas cuadradas. Algunos de los correspondientes a los vanos
geminados –cuarto nivel– conservan además sus collarinos sogueados.
A
partir de la entidad institucional del monasterio y con las convenientes
reservas, nos decantamos por considerar los más arcaicos que arcaizantes. En
este sentido, podríamos traer a colación los capiteles de la cripta y cabecera
de San Salvador de Leire. Pretender hacer de los ejemplos de Cardeña resultado
de experiencias arcaizantes de fines del siglo XI–como de hecho se hizo,
durante algún tiempo, con el ejemplo navarro, relacionándolo con la
consagración de 1098– parece algo difícilmente sostenible. A este respecto, en
1978 Jean Cabanot fundamentó la hipótesis de Lacarra y Gudiol respecto a la
adscripción de la cabecera de Leire a la consagración de 1057 con un
pormenorizado análisis escultórico. Consideraba que cripta e iglesia superior
formaban un todo estilísticamente unitario.
En
resumen, los capiteles de Cardeña han de sumarse al resto de ejemplos que se
han utilizado para subrayar la existencia, en el tercer cuarto del siglo XI, de
una escultura absolutamente ajena a la vitalidad que se alcanzaría tan sólo
unas décadas más tarde. La no asimilación del nutrido léxico ornamental de
fines del XI, no obliga a considerarlos fruto de una experiencia retardataria,
sino más bien, como en Leire o Teverga, obras de un tramo cronológico
inmediatamente anterior. La proximidad a la ciudad de Burgos y, sobre todo, el
mencionado potencial económico del monasterio desde mediados del siglo XI,
apuntan a esta valoración.
Todo
lo dicho hasta ahora nos lleva a considerar, no sin mantener un razonable
margen de cautela –debido a los escasos datos que poseemos– que es factible la
posibilidad de una iglesia prerrománica en Cardeña, a mediados del siglo XI.
Como veremos, la asociación de ese presunto edificio con la torre que, como
hemos señalado, incorpora escultura monumental, permite que consideremos la
posibilidad de que la iglesia también lo hiciera. Como hemos visto, el abadiato
de Sisebuto, especialmente en su prime ra fase, es decir entre 1056 y 1065, se
caracterizó por representar el mayor auge económico alcanzado por Car deña a lo
largo de la Edad Media. Efectivamente, puede decirse que, junto a Arlanza, fue
el monasterio castellano más favorecido por Fernando I, alcanzando una cota de
apogeo jamás conseguidas ni antes ni después.
Ya
en el siglo XII este edificio pudo experimentar alguna intervención renovadora
cuyo alcance obviamente se nos escapa. Existen algunos datos que permite
suponer esta posibilidad: el primero, indirecto, se remonta a la época del abad
Domingo II (ca.1126-1140), cuando el noble Miguel Pérez de Cardeñajimeno y doña
Juana entregaban dos frontales de altar. Por el segundo, poco preciso, sabemos
que en una fecha desconocida del abadiato de Martín de Cobiellas (1140-1151)
Alfonso VII concedía el lugar de Carcedo para la fábrica de la iglesia. Este
período coincide, en sus años centrales, con la esporádica y conflictiva
ocupación cluniacense (1142-1146) durante la cual parece que se procedió a
renovar el recinto claustral.
Afortunadamente,
las sucesivas intervenciones sobre el ámbito claustral nos permiten realizar
una mínima reconstrucción de su morfología topográfica, a partir de algunas
superestructuras de época románica, liberadas del enfosque.
Al
margen de los restos subsistentes –la arque ría románica y el acceso de la sala
capitular–, de las diversas dependencias tan sólo contamos con un dato puntual,
ya adelantado: durante el gobierno de Pedro II (1086 1088) el noble Pedro de Uz
costeó la edificación de un refectorio. Quizá fuera éste el sustituido en el
curso de abadiato de fray Juan de Balbas (1419-1422), cuando sabemos que se
llevó a cabo uno nuevo, sobre el que más tarde se dispondría un dormitorio.
Sin
embargo, las diferentes pandas muestran testigos más que evidentes de las
sucesivas remodelaciones, que en algunas zonas respetaron los muros primitivos
y algunos vanos. Es de advertir, en primer lugar, el fuerte condicionamiento
topográfico que supuso la ubicación del monasterio en una ladera, dando como
resultado un gran des equilibrio norte-sur. Precisamente partiendo de los vanos
que perviven, podemos comprobar que, de más a menos, son constatables al menos
tres niveles o cotas: el del templo –elevado aún más durante la construcción
del tardo gótico–, el de la mitad meridional de la panda del capítulo y panda
meridional o de la iglesia y, finalmente, el de la mitad septentrional de la
del propio capítulo, que debía resultar coincidente con la panda del
refectorio.
A
pesar de las sucesivas intervenciones experimentadas–al menos tres–, el llamado
“claustro de los Mártires” se mantuvo como testimonio del histórico, pero
mitificado, acontecimiento. Para ello debió irse conformando, continuadamente
desde fines del siglo XII, todo un corpus legendario al que ya se ha hecho
alusión. Por el privilegio de Enrique IV, fechado en 1474, sabemos que ya
entonces estaba vigente la tradición que situaba un milagro en el claustro.
Según ella, durante algún tiempo, cada año y en el día del martirio, del
pavimento del ala románica del claustro –supuesto testigo de la matanza–
brotaba sangre.
El
suceso sería reconocido por el Pontífice durante el segundo abadiato de fray
Gaspar de Medina (1601-1604), para lo que no se reparó en gastos. Con el apoyo
económico de Felipe III, la galería románica se convirtió en santuario,
tabicándose las arcadas y compartimentando su desarrollo longitudinal en tres
partes, dejando la central–frente al acceso del templo– para ubicar la capilla.
Una bóveda de ladrillo, colocada en el centro, permitía elevar el piso de
aquélla, salvando el acusado desnivel respecto a la iglesia. Se colocó el altar
orientado al norte, que cegaba algunos capiteles y en las cámaras laterales se
respetó el viejo pavimento y, por lo tanto, el desarrollo completo de las
arquerías, quedando a modo de oscuras criptas-santuario sin acceso. Tan sólo
podían contemplarse a través de sendas puertas laterales, abiertas en la
capilla central, con siguiéndose así un ambiente impactante en torno a la
escenografía del martirio. La cámara oriental, más pequeña, quedaba conformada
por las arquerías más orientales y por parte de las ventanas meridionales del
ala capitular. El 6 de agosto de 1603 se celebró la primera conmemoración
litúrgica. Dos años después, Felipe III y Margarita de Austria asistieron a la
fiesta conmemorativa.
El
resultado estético del claustro, con una de las pandas cegada, debía ser
inadecuado y por ello, como reseñábamos al comenzar este epígrafe, a mediados
del mismo siglo XVII, por iniciativa del abad Juan de Agüero (1657 1661), el
conjunto claustral tardogótico se comenzó a demoler con la abierta oposición de
la comunidad. Tan sólo se respetó la capilla, delante de la cual se colocó, en
1669, la galería meridional, cuyas bóvedas apoyaban en el muro exterior de las
arcadas románicas.
La
historiografía del arte ha sido excesivamente parca con los restos del claustro
y de la sala capitular; sobre todo en los últimos años, los especialistas han
obviado su análisis sistemático, centrando su atención, especialmente, en la
torre de la antigua iglesia. A mediados del siglo XIX el Diccionario de Pascual
Madoz recogía una tradición según la cual, por tratarse de los restos visibles
más antiguos, se hacían remontar a los legendarios días en que se fundó el
monasterio, durante el siglo VI, considerando la arquería como el único
ejemplar de aquella época conservado en España, tras las devastaciones
musulmanas.
En
1888 Rodrigo Amador de los Ríos negaba esta antigüedad, situándolas en época
románica. Más tarde, en 1908, Juan Menéndez Pidal daba a conocer la realidad
material de la arquería en un muy pormenorizado trabajo que incluía las
primeras fotografías de los restos medievales. Condicionado por la tradición
que hacía de la galería coetánea del martirio, la hacía remontar “cuando
menos, á la fecha en que Alfonso el Magno repobló la comarca” (ca. 900).
Sin embargo, desvinculándolo del claustro y a la luz de los arcos apuntados que
lo constituyen, situaba la realización del acceso a la sala capitular en la
segunda mitad del siglo XII o comienzos del XIII. Para tal afirmación se apoyó
en una inscripción funeraria muy destruida, situada en el machón meridional, donde
la lectura del nombre de Michael le llevó a identificarlo con uno de los dos
abades que dirigieron los destinos del monasterio en ese período.
Este
mismo año Vicente Lampérez situaba el claustro a fines del siglo XI o comienzos
del siglo XII, apuntando, finalmente, la existencia de reformas en los siglos
siguientes. Sin embargo, dejaba abierta la posibilidad de que los capiteles
pertenecieran en realidad a una construcción del siglo IX, siendo
posteriormente reutilizados.
Para
Narciso Sentenach (1921), la portada de la sala capitular no se remontaría sino
a comienzos del siglo XIII. En los años cincuenta llegaba la opinión más
ponderada, cuando el entonces abad del monasterio, dom Jesús Álvarez, se
refería a la galería como construida tras una importante reparación
experimentada en el siglo XV, en el momento de levantarse la actual iglesia.
Los capiteles más antiguos pertenecerían a otro claustro anterior, que situaba,
certeramente, a mediados del siglo XII. En cuanto a la sala capitular, a causa
de su arco apuntado de acceso, aún la desligaba de la campaña de las arcadas
claustrales, fechándola en el siglo XIII.
Finalmente,
en 1959 José Pérez Carmona señalaba, de modo sumario, la particularidad de la
alternancia de “dovelas rojizas y blancas, ofreciendo un aspecto semejante
al de los arcos de la Mezquita de Córdoba”. En cuanto a la cronología,
indicaba que la construcción podía remontarse a la segunda mitad del siglo XII.
Como
ya se ha referido en otro lugar, las arcadas y puerta de la sala capitular, así
como la galería claustral de la iglesia, presentan una clara filiación
borgoñona. La ocupación del monasterio por parte de monjes cluniacenses entre
1142 y ca.1145 ha de ser el momento en que habría que situar cronológicamente
este interesante testimonio escultórico. Lamentablemente no tenemos sino un
conocimiento muy limitado de los claustros borgoñones. El de la iglesia pleno rrománica de Cluny (la llamada Cluny III) fue
realizado entre 1120-1130 en detrimento de la nave del templo primitivo. Otros
como los de Vézelay o Paray-le-Monial tam bién han desaparecido y tan sólo a
través de sus fragmentos puede tenerse cierto conocimiento de su realidad.
La
articulación del claustro castellano participa de algunos de los rasgos más
definitorios de estos conjuntos. Si bien las arcadas, tradicionalmente
decoradas con perlas en los fragmentos de aquéllos, se perfilan con una
absoluta desornamentación. Por otro lado, el recurso clásico de introducir
medallones o rosetas en las enjutas es una solución utilizada, con relativa
frecuencia, en las galerías claustrales desde el siglo XII. Las arquitecturas
borgoñonas lo incorporan de forma sistemática y constante como medio de
articulación, esculpiendo, fundamentalmente, flores.
En
lo que respecta a su planificación, hay que señalar que el hecho de prescindir
de columnas pareadas no tiene parangón en este momento en el contexto
castellano-leonés conocido. Así, únicamente se introducen en los extremos de la
galería –tan sólo subsiste uno de ellos–, y en las ventanas de la sala
capitular. Los ejemplos conservados, a excepción de los restos del claustro de
la catedral de Hues ca, se encuentran en la zona catalana. Concretamente en el
Rosellón es bastante frecuente esta tipología claustral durante el segundo
cuarto del siglo XII, como evidencian los de Cuxá o el de Espira de l’Angly,
ambos trasladados a Estados Unidos. Este último incorpora el mismo efecto
dinamizador que vemos en Cardeña, la bicromía en las dovelas, recurso utilizado
también en la basílica borgoñona de Vézelay.
Los
capiteles –con excepción de cuatro de ellos, pertenecientes a la sustitución de
fines del siglo XV–, reproducen, tal como hemos dicho, modelos clásicos “corintinizantes”,
que sintonizan con las recreaciones borgoñonas, y específicamente,
cluniacenses, aunque con un tratamiento menos plástico.
Todos
sus rasgos presentan una acusa da relación con los realizados en la cabecera de
la basílica de Paray-le-Monial (Saône-et-Loire), también perceptibles en las
casas de la villa de Cluny. No parece exagerado señalar que un taller
procedente de la fábrica se trasladó a Cardeña y trabajó en su claustro. El
final de la primera campaña constructiva de Paray, centrada en la cabecera
suele situarse entre 1120 y 1130. Este autor señala como características de la
escultura de esta zona una talla más lisa y una consiguiente disminución de su
profundidad, perceptible también en otras obras vinculadas a este taller, que
definió, asimismo, una de las últimas campañas de Cluny. En ella se reduce el
número de hojas, aumentando el tamaño de cada una de ellas, y las líneas
inscritas sobre y entre las hojas son más largas y numerosas.
En
lo que respecta tanto a la ornamentación de las arcadas como a su propia
molduración, los medallones floreados de Cardeña ofrecen una dependencia muy
acusada con respecto al conjunto del repertorio floral borgoñón y,
particularmente, con el alfiz de la portada septentrional de Paray, los
fragmentos del cancel del coro y las conserva das en algunas de las casas
románicas de Cluny.
Al
igual que Paray, Cardeña reduce la figuración a la mínima expresión. Sólo un
medallón figurado recrea una composición presente en uno de los capiteles de la
basílica borgoñona. Concretamente, en el derecho del arco de acceso al
hemiciclo de la absidiola meridional: aves enfrentadas, dispuestas de idéntica
forma, aunque el escultor que trabaja en Cardeña parte del condicionamiento
espacial impuesto por el propio medallón. Por otro lado, su ejecución plástica
resulta similar, a pesar de las dificultades de apreciación impuestas por el
desgaste experimentado en la pieza castellana. Todavía se conserva en el
monasterio un fragmento figurado, parcialmente perdido, que bien pudiera estar
relacionado con este mismo taller.
En
suma, puede decirse que la composición de la única arcada que nos queda del
claustro de San Pedro de Cardeña y los vanos de su sala capitular recrean el
esquema de los conjuntos claustrales borgoñones, ejemplificado por el del
palacio episcopal de Auxerre. Asimismo, sus capiteles incorporan modelos muy
difundidos en el gran monasterio borgoñón y su área de influencia, encontrando
su filiación concreta en el eje Cluny/Paray-le-Monial. Con una cronología
difícil de precisar, no parece conflictivo situar la a partir de la ocupación
por los monjes de Cluny. Si la cabecera de Paray, la portada de Cluny III y el
cancel del coro de su iglesia –obras, estas últimas, puestas en conexión con
los canteros de la basílica–, han sido fechadas en torno a 1130, esta fecha nos
sirve como término post quem para Cardeña. A ello hay que añadir el testimonio
de la presencia de una cantería cluniacense en Castilla, que ofrecen los
fragmentos del frontal del refectorio de Oña, fechados en 1141.
Por
último hay que reseñar la existencia de algunos fragmentos, la mayor parte
pertenecientes al siglo XII. En primer lugar una cesta reutilizada como basa en
una de las columnas del tercer nivel de la torre y que resulta similar a uno de
las conservadas en el “claustro de los Mártires”. En segundo lugar una
enjuta de entrelazos empotrada en el exterior del muro oriental semejante a
otra claramente reutilizada en la arquería del claustro. Una segunda enjuta
representando figuras de animales pertenece a mediados del siglo XII. Planteada
en dos planos y con escaso modelado, pudo haber pertenecido al claustro. En el
curso de las excavaciones de la iglesia apareció un capitel de arenisca muy
sencillo con la representación de hojas lisas. Otro capitel, de fines del XII,
de caliza y figurado, representa un centauro y decoración de cuatrifolias en su
chaflán, ya casi imperceptibles.
Beato de San Pedro de Cardeña
A
diferencia de lo que sucedía en los siglos centrales de la Edad Media, en que
se valoraba de manera especial el texto de los Beatos, leído obligatoriamente
bajo pena de excomunión en los monasterios en el tiempo litúrgico comprendido
entre Pascua y Pentecostés, los Beatos tardíos e incluso los anteriores fueron
considerados objetos de prestigio en los cenobios de nueva fundación, sobre
todo por la belleza de las ilustraciones. El Beato de Cardeña presenta un
exuberante colorido a base de rojos, azules, verdes, con los que se asocian
rígidas planchas de oro en nimbos así como en convenciones arquitectónicas, que
contribuyen a resaltar la lujuriante decoración, plenamente armonizada con el
texto escrito por hábiles copistas; tal vez, como Santo Martino de León, se
lamentaran de los extenuantes dolores producidos en la espalda y hombros por
tan arduo y agotador trabajo. Realizado en torno a los años 1175-1185, la
iluminación afecta patentes influencias del arte insular y lejanos recuerdos
del arte carolingio, sobre un ostensible sustrato bizantino.
La
prestigiosa finalidad antes referida constituye uno de los motivos de haber
llegado a nosotros bastante bien conservado, debiéndose los destrozos y
deterioro a la ignorancia y brutalidad de nuestros recientes antepasados.
El
Beato de Cardeña (Pc) es el ejemplar más bello de los códices tardíos de los
Comentarios al Apocalipsis del monje Beato de Liébana. Sirvió de modelo para
otros códices, como el mejor conservado en la John Rylands University Library,
de Manchester, y el folio suelto del Museo Diocesano de Gerona que formó parte
de un códice distinto del que ahora se analiza. Las características similares,
aunque no la calidad, invitan a proponer el scriptorium de Cardeña como lugar
de ejecución para los tres.
Según
el estudio codicológico –con encuadernación estezada, tal vez de la época del
códice– realizado por E. Ruiz, el manuscrito tenía en origen 245 folios,
faltando 82, no 81, como se ha propuesto al contabilizar el folio suelto del
Museo de Gerona. La foliación es como sigue: [1]h. + 164 fols. + [1] h. Al
cómputo de los folios originales (126) en el Museo Arqueológico Nacional, hay
que añadir los 15 de The Metropolitan Museum of Art, de Nueva York, adquiridos
recientemente, y los dos de la Biblioteca Here dia Zabálburu, de Madrid. Los
textos de que se compone son los siguientes: I. Tablas Genealógicas (fols.
1-15), II. Commentarius in Apocalypsin (ff. 19-190), III. Explanatio in
Danielem, (fols. 210-245).
En
cuanto al posible número total de ilustraciones del Beato, creo poder concluir
que sumaban dieciséis los Pre liminares, si bien advierto que no he
contabilizado las Tablas Genealógicas, en algunas de las cuales se incluyen
ilustraciones pequeñísimas, inscritas en círculos, como es el caso del rey
David, setenta y siete el Comentario al Apocalipsis y doce el Comentario al
Libro de Daniel. Todo ello sumaría un total de ciento cinco. Dicho número es el
resultado de un análisis comparativo con el Beato Rylands y en consecuencia
recomposición de las ilustraciones perdidas del Beato de Cardeña. Del conjunto
de las ilustraciones quedan 35 y restos de algunas, que o bien han sido
arrancadas, como el doble folio de la Lucha de la mujer y el dragón (fols.
110v-111r), o recortadas. Acompaño en la relación el nombre de cada uno de los
miniaturistas, Maestro A y B, respectivamente.
I.-
PRELIMINARES. 1.- Doble Arco (fol. 1r). The Metropolitan Museum. Maestro A. 2.-
Cruz de Oviedo (fol. 1v.). The Metropolitan Museum de Nueva York. Maestro A. 3.
Cristo en Majestad con el Tetramorfos (fol. 2r). Desaparecida. 4.- Los
Evangelistas: Evangelista San Mateo entronizado y un personaje (fol. 2v).
Desaparecida. Ángeles con el evangelio de Mateo (conservado parcialmente en el
actual fol. 9r). Maestro A. Evangelista San Marcos entronizado y el testigo en
pie (conservado parcialmente en el actual fol. 9v). Maestro A. Ángeles con el
evangelio de Marcos (perdido). Ángeles con el evangelio de Lucas (perdido).
Evangelista San Juan entronizado y el testigo (perdido). Ángeles con el
evangelio de San Juan (perdido). 5. Tablas Genealógicas: Genealogía Adán y Eva
(fol. v). Desaparecida. Presumiblemente Maestro A. Continuación de la
Genealogía de Adán y Eva (fol. r). Desaparecida. Genealogía de Noé (fol. v).
Desaparecida. Genealogía de Sem (fol. 10r), actual fol. 2r. The Metropolitan
Museum. Genealogía de Tara (fol. 10v), actual fol. 2v. The Metropolitan Museum.
Genealogía
de Abraham, actual fol. 3r. Museo Arqueológico Nacional. Maestro A. Genealogía
de Isaac, actual fol. 3v. Museo Arqueológico Nacional. Genealogía de Jacob y
Lía, actual fol. 4r. Museo Arqueológico Nacional. Genealogía de Raquel, actual
fol. 4v. Museo Arqueo lógico Nacional. Continuación de la genealogía de Raquel,
actual fol. 5r. Museo Arqueológico Nacional. Genealogía de David, actual fol.
5v. Museo Arqueológico Nacional. Maestro A. Continuación de la Genealogía de
David, actual fol. 6r. Museo Arqueológico Nacional. Ascendencia de los padres
de Cristo, actual fol. 6v. Museo Arqueológico Nacional. 6.-
Anunciación/Epifanía (fol. 15r), actual fol. 7r. The Metropolitan Museum.
Maestro A. Inscripción en forma de cruz (fol. 15v), actual fol. 7v. The Metropolitan
Museum. 7.- Fábula del águila y la serpiente (fol. 8r). Desaparecida. Retrato
de los comentadores del Apocalipsis. Desaparecida.
II.-
APOCALIPSIS. 1.- San Miguel Arcángel. Desaparecida. 2.- León. Desaparecida. 3.-
Inicial S, actual fol. 19v. Museo Arqueológico Nacional. 4.- Dios entrega el
Libro al Ángel y éste a Juan (Storia: Ap 1, 1-6), fol. 20 r. The Metropolitan
Museum. Maestro B. 5.- Aparición de Cristo en la nube (Storia: Ap 1, 7-11),
actual fol. 22r. Museo Arqueológico Nacional. Maestro B. 6.- El encargo a Juan
para que escriba la Revelación (Storia: Ap 1, 10-20). Existió ilustración en el
actual fol. 24r, perdido, pues el tema se indica en fol. 23v. 7.- Inicial E,
actual fol. 31v. Museo Arqueológico Nacional. 8.- Apostolado. Desaparecida. 9.
Mapa mundi (fol. 34v-35r). Desaparecida. 10.- Las cuatro bestias del Libro de
Daniel (Dan 7, 3-10). La estatua con cabeza de oro (Dan 2, 31-46).
Desaparecida. 11.- La mujer sobre la bestia (Ap 17, 3). Desaparecida. 12.- El
mensaje de la Iglesia de Éfeso (Storia: Ap 2, 1-7), actual fol. 41r. Museo
Arqueológico Nacional). Maestro B. 13.- El mensa je de la Iglesia de Esmirna
(Storia: Ap 2, 8-11), actual fol. 44v. Museo Arqueológico Nacional. Maestro B.
14.- El mensaje de la Iglesia de Pérgamo (Storia: Ap 2, 12-17), actual fol.
48v. Museo Arqueológico Nacional. Maestro B. 15.- El mensaje de la Iglesia de
Tiatira (Storia: Ap 2, 18-29), actual fol. 51v. Museo Arqueológico Nacional.
Maestro
B. 16.- El mensaje de la Iglesia de Sardes (Storia: Ap 3, 1-6), fol. 55r. The
Metropolitan Museum. Maestro B. 17.- El mensaje de la Iglesia de Filadelfia
(Storia: Ap 3, 7-13), fol. 58v. The Metropolitan Museum. Maestro B. 18.- El
mensaje de la Iglesia de Laodicea (Storia: Ap 3, 14 22), actual fol. 63r. Museo
Arqueológico Nacional. Maes tro B. 19.- El Arca de Noé. Desaparecida. 20.-
Visión de Dios en el cielo y los veinticuatro ancianos (Storia: Ap 4, 1-6).
Desaparecida. 21.- La adoración del Cordero (Storia: Ap 4, 6-5, 14).
Desaparecida. 22.- Apertura de los cuatro primeros sellos (Ap 6, 1-8).
Desaparecida. 23.- Apertura del quinto sello [las almas de los mártires] (Ap 6,
9-11), fol. 76r. The Metropolitan Museum. Maestro B. 24.- La apertura del sexto
sello [La caída de las estrellas (Storia: Ap 6, 12-17). Desaparecida. 25.- Los
cuatro ángeles frenando los cuatro vientos (Storia: Ap 7, 1-3), actual fol.
81r. The Metropolitan Museum. Maestro B. 26.- El Cordero adorado por ángeles,
mártires y bienaventurados (Storia: Ap 7, 4-12), actual fol. 82. Colección
Heredia Spínola, Madrid. Maestro B. 27.- La metáfora de la palme ra, actual
fol. 92r. Museo Arqueológico Nacional. Maestro A. 28.- Aparición de los siete
ángeles con las siete tubas ante el trono del Señor (Storia: Ap 8, 2-5).
Desaparecida, pero indicada en el texto en el actual fol. 93v; la miniatura
iría en el actual fol. 94r. 29.- El ángel de la primera trompeta (Ap 8, 6-7),
actual fol. 95v. The Metropolitan Museum. Maestro A. 30.- El ángel de la segunda
trompe ta: el monte en llamas arrojado al mar (Storia: Ap 8, 8-9), actual fol.
96r. Museo Arqueológico Nacional. Maestro A. 31.- El ángel de la tercera
trompeta: la estrella grande ardiendo (Storia: Ap 8, 10-11), actual fol. 96v.
Museo Arqueológico Nacional. Maestro A. 32.- El ángel de la cuarta trompeta: el
eclipse (Ap 8, 12-13), actual fol. 96 bis v. The Metropolitan Museum. Maestro
A. 33.- El Ángel de la quinta trompeta (Storia: Ap 9, 1-6), actual fol. 100r.
The Metropolitan Museum. Maestro A. 34.- El ángel del abismo y las langostas
infernales (Storia: Ap 9, 7-12). Desaparecida. 35.- El ángel de la sexta
trompeta: los ángeles del río Éufrates (Storia: Ap 9, 13-16), actual fol. 100v.
The Metropolitan Museum. Maestro A. 36.- Los caballos de fuego y sus jinetes
(Storia: Ap 9, 17-21). Desaparecida. 37.- San Juan recibe el libro para ser
comido y la vara para medir el templo (Storia: Ap 10, 1-11, 2). Desaparecida.
38.- Los dos testigos: Enoch y Elías (Storia: Ap 11, 3-8), actual fol. 104.
Colección Heredia-Spinola, Madrid.
Maestro
A. 39.- El Anticristo da muerte a los dos testigos (Storia: Ap 11, 7-10),
actual fol. 106r. Museo Arqueológico Nacional. Maestro A. 40.- La ascensión al
cielo de los dos testigos (Storia: Ap 11, 11-14), actual fol. 107r. Museo
Arqueológico Nacional. Maestro A. 41.- La séptima trompeta (Storia: Ap 11, 15),
actual fol. 108v. The Metropolitan Museum. Maestro A. 42.- El Templo con el
Arca de la Alianza y la bestia que surge del abismo (Storia: Ap 11, 19).
Cortada. 43.- La lucha de la serpiente contra el hijo de la mujer (Storia: Ap
12, 1-18), actuales folios 110v-111r. Desaparecida casi en su totalidad.
Maestro A. 44.- El reino de la bestia de las siete cabezas (Storia: Ap 13,
1-10). Desa parecida. 45.- La bestia de la tierra (Storia: Ap 13, 11-17). Perdida
la miniatura en el actual folio 118r; 46.- La raposa y el gallo, actual fol.
119v. Desaparecida. 47-48.- Tablas del Anticristo (Ap 13, 18), fol. 123v, The
Metropolitan Museum y fol. 124r. Museo Arqueológico Nacional, arrancada la
mayor parte. 49.- La adoración del cordero sobre el Monte Sión (Storia: Ap 14,
1-5). Desaparecida. 50.- El Ángel con el Evangelio eterno y la caída de
Babilonia (Storia: Ap 14, 6-13). Desaparecida. 51.- El lagar de la cólera de
Dios (Storia: Ap 14, 14-20). Desaparecida. 52. Los siete ángeles y las siete
plagas (Ap 15, 1-4), actual fol. 132r. The Metropolitan Museum. Maestro A. 53.-
Los siete ángeles de las plagas salen del templo (Storia: Ap 15, 5-8).
Desaparecida. 54.- El mandato a los siete ángeles para que derramen las siete copas
(Ap 16, 1). Desaparecida. 55.- El primer ángel derrama su copa sobre la tierra (Storia:
Ap 16, 2), actual fol. 135r. Museo Arqueológico Nacional. Maestro A. 56.- El
tercer ángel derrama su copa: los ríos se convirtieron en sangre (Storia: Ap
16, 4-7), actual fol. 135r. Museo Arqueológico Nacional. Maestro A. 57.- Cuarto
ángel derrama su copa sobre el sol (Storia: Ap 16, 8-9), falta miniatura,
cortada en el actual fol. 135v. Museo Arqueológico Nacional. 58.- El quinto
ángel derrama su copa sobre el trono de la Bestia (Storia: Ap 16, 10 11).
Desaparecida. 59.- El sexto ángel derrama su copa sobre el Éufrates (Storia: Ap
16, 12). Desaparecida. 60. Los espíritus inmundos, como ranas (Storia: Ap 16,
13 16). Desaparecida. 61.- El séptimo ángel derrama su copa sobre el aire:
relámpagos, truenos, terremoto y granizo (Storia: Ap 16, 17-21). Desaparecida.
62.- La gran mere triz de Babilonia y los reyes de la tierra (Storia: Ap 17, 1
3). Desaparecida. 63.- La mujer sentada sobre la bestia escarlata (Storia: Ap
17, 3-13). 64.- El triunfo del cordero sobre el seudoprofeta, el dragón y la
bestia (Storia: Ap 17, 14-18). Museo Arqueológico Nacional, conservado sólo el
ángulo superior derecho, actual fol. 140v. Maestro A. 65. El fuego de Babilonia
y el duelo de los reyes y mercaderes (Storia: Ap 18, 1-20). Desaparecida. 66.-
El ángel arroja la rueda de molino sobre el mar (Ap 18, 21-24). Desaparecida.
67.- La adoración de Cristo en el cielo (Storia: Ap 19, 1-10). Desaparecida.
Presumiblemente Maestro B. 68.- El Jinete fiel y veraz (Storia: Ap 19, 11-16).
Desaparecida; 69.- El ángel en el sol (Storia: Ap 19, 17-18). Desaparecida.
70.- Triunfo del jinete sobre la bestia (Storia: Ap 19, 19-21). Desaparecida.
71.- El Ángel con la llave del abismo y el diablo encadenado (Storia: Ap 20,
1-3). Desaparecida. Presumiblemente Maestro B. 72.- Los justos entronizados que
reciben el poder de juzgar y las almas de los mártires (Storia: Ap 20, 4-6).
Desaparecida. 73.- El último ataque de Satanás: Gog y Magog (Storia: Ap 20,
7-9). Desaparecida. 74.- El diablo, la bestia y el falso profeta arrojados al
estanque de fuego (Storia: Ap 20, 9-10). Des aparecida. 75.- El Juicio Final
(Ap 20, 11-15). Desaparecida. 76.- El río de la vida que salía del trono de
Dios (Ap 22, 1-15). Desaparecida. 77.- San Juan a los pies del ángel del
Apocalipsis (Storia: Ap 22, 6-21). Desaparecida.
III.-
COMENTARIO DE SAN JERÓNIMO AL LIBRO DE DANIEL. 1.- Babilonia rodeada de
serpientes (Dan 1, 1). Desaparecida. 2.- Primera Visión: el asedio de Jerusalén
y la lamentación de Jeremías (Dan 1, 1). Desaparecidas. 3.- Segunda Visión. El
sueño de Nabucodonosor y la estatua de pies de barro que se rompe (Dan 2,
1-35), fol. 152v. Conservado sólo el ángulo inferior derecho. 4.- Tercera
Visión. La adoración de la estatua de oro y los tres jóvenes hebreos en el
horno de Babilonia (Dan 3). Miniatura desaparecida. 5. Cuarta Visión.
Nabucodonosor hace vida selvática (Dan 4). Desaparecida. 6.- Quinta Visión. La
cena de Baltasar (Dan 5). Desaparecida. 7.- Sexta Visión. Daniel en el foso de
los leones (Dan 6). Desaparecida. 8.- Séptima Visión. La visión del anciano de
muchos días y las bestias del mar (Dan 7, 2-10). Desaparecida. 9.- Octava
Visión. La ciudad de Susa y la lucha del carnero y el macho cabrío (Dan 8, 1
10). Desaparecida. 10.- Daniel instruido por Gabriel sobre el significado de la
visión anterior (Dan 8, 15-17). Desaparecida. 11.- Daniel queda quebrantado y
se le anuncian los años de la desolación de Jerusalén (Dan 8, 27; IX, 1). Des
aparecida; 12.- Undécima Visión. Daniel junto al río Tigris (Dan 10, 4-8; 12,
5-7). Desaparecida.
A
pesar de la mengua sufrida por el códice, es posible formular una hipótesis en
cuanto al sistema de distribución del trabajo entre los miniaturistas. Se han
distribuido en cuatro grupos de folios, que se corresponden con los dos
maestros. El primero de ellos, al que denomino Maestro A, es de una calidad
exquisita. Domina el color y el dibujo, de una maestría inigualable. El dibujo,
dotado de nervio sismo y movimiento, lo vincula al arte de códices bastan te
anteriores, a diferencia del Maestro B, que se inspira en ilustraciones más
cercanas a la fecha de la confección del Beato. Pero ambos tienen referencias a
la miniatura anglo sajona. Los colores, aplicados generosamente, son planos y
brillantes, sobre todo los rojos, azules y verdes, este últi mo con una técnica
no depurada, ya que ha calado al verso. Los ocres, en cambio, no afectan
superficies uniformes, sino manchadas. El Maestro B es de calidad sensible
mente inferior, pero de un estilo muy personal. Se halla muy cerca del estilo
de las ilustraciones de la Biblia de Bur gos, con la que coincide en la
disposición de las columnillas helicoidales con éntasis, que aparecen en alguna
de las Iglesias de Asia.
Los
folios custodiados en el Museo Arqueológico Nacional, a donde ingresaron en
condiciones lamentables en 1869, fueron sometidos a una dudosa restauración en
1975, –a la vez que el Beato de Tábara, en el Archivo Histórico Nacional–, en
la cual, aunque se mejoró la conservación, sufrió algunos desperfectos
irremediables para el estudio codicológico. Los folios de The Metropolitan
Museum of Art fueron adquiridos en 1991 en París, al no haberse satisfecho las
tasas correspondientes al Estado francés, tras el fallecimiento de la última
descendiente de Marquet de Vasselot. Dichos folios, de entre los más hermosos
del códice, habían sido comprados al Estado español en el siglo XIX por el
entonces embajador ruso en España, Sr. Schevitch. Hubo posibilidad de recuperarlos,
pues este personaje los ofreció al Estado en 1907 por el mismo importe con que
fueron adquiridos por él, extremos conocidos a través de la publicación de N.
Sentenach.
Es
larga la tradición de representar a los evangelistas sentados bajo arcos con
lujosos cortinajes. Es probable que el modelo de las miniaturas en los Beatos
haya salido de las elegantes copias medievales iluminadas de evangeliarios; no
en vano su figuración constituye una especie de evangeliario sintético
(Evangelistas y Genealogías). Cada evangelista está entronizado y sostiene su
evangelio en un rollo. Ante él se sitúa una figura de pie, nimbada como el
evangelista. Se han barajado diversas hipótesis a propósito de su
identificación, aunque la crítica artística no se decanta por una solución
definitiva. El hecho de aparecer en códices posteriores la representación de un
mensajero junto al apóstol, como es el caso de San Pablo entregando la Carta a
los Colosenses a un mensajero, proporciona la hipótesis de su identificación
con dicho personaje el que se designa como un testigo; no existe mucha
diferencia entre uno y otro personaje. Las primeras representaciones medievales
de los evangelistas en la Grecia oriental los figuran acompañados de un
pendolista o de otro evangelista y tal vez se haya adoptado indirectamente este
prototipo para la ilustración. Está claro que la figura entronizada no es
Cristo, aunque se haya barajado esta propuesta. No sólo carece de nimbo
crucífero –atributo privativo de Cristo–, sino que también en evangeliarios
europeos el personaje entronizado se identifica con el evangelista escribiendo,
cuyo símbolo sostiene entre sus patas el rollo evangélico. No cabe duda que
existían fórmulas ya codificadas. En el Beato de Cardeña se mantiene el arco de
herradura, remembranza de lo mozárabe, pero la idea responde a similares
convenciones. Los capiteles y basas animales se han sustituido por hojas
vegetales.
El
orden de los evangelistas en las ilustraciones del códice sigue el establecido
por la tradición cristiana, es decir, Mateo, Marcos, Lucas y Juan. La tradición
II de los Beatos dispone ocho ilustraciones, dentro de módulos codificados de
la siguiente manera: evangelista entronizado y testigo, siempre descalzos salvo
el folio suelto del Museo Diocesano de Gerona –parte inferior– y símbolo de
aquél bajo el arco de herradura –parte superior–; dos ángeles en pie sos
teniendo el evangelio –parte inferior– y símbolo del evangelista –parte
superior–, lo cual suma el total de ilustraciones antedicho. Como a veces se
suprimen algunas, su número suele oscilar entre seis y ocho, que comienzan en
verso y finalizan obviamente en recto. Como en el Beato Rylands, existieron en
origen ocho ilustraciones: evangelista San Mateo con testigo y hombre alado [no
ángel]; dos ángeles con el evangelio y símbolo teriomorfo, que en el caso de
Mateo coincide con el símbolo propiamente; evangelista Marcos con testigo y
león; dos ángeles con el evangelio y símbolo teriomorfo; evangelista San Lucas
con testigo y toro; dos ángeles con el evangelio y símbolo teriomorfo;
evangelista San Juan con testigo y águila; dos ángeles con el evangelio y
símbolo teriomorfo. En el Beato de Cardeña sólo se conserva un folio (actual
fol. 9r-9v), con la parte superior arrancada, cuya identificación he propuesto
a partir de su similitud dispositiva con respecto al Beato Rylands. Los
personajes del folio conservado del Beato de Cardeña equivaldrían a los folios
3r y 3v del inglés. En éste se figuran dos ángeles sosteniendo el evangelio de
San Mateo en la parte inferior y bajo el arco su símbolo, que falta en el folio
del MAN. Puesto que la disposición del evangelista Marcos entronizado y el
testigo coincide puntualmente en el verso en ambos códices, es presumible la
identificación del citado evangelista en el Beato de Cardeña, donde falta el
símbolo. Los símbolos teriomorfos siguen una larga tradición muy hispánica,
cuya inclusión en los Beatos surgió con la revisión iconográfica de la rama II
de los Comentarios, debiendo tener el iluminador del Beato de Osma un
protagonismo muy especial y en todo caso, es probable que conociera dicha
versión.
El
último folio del conjunto mostraba dos ángeles con el Evangelio de San Juan y
su símbolo teriomorfo, como en el Beato de Manchester y en el folio del Museo
Diocesano de Gerona. Su descubridor, Cid Priego, lo adscribió “con muy pocas
dudas” al Beato Rylands o en todo caso algo anterior. Considera que el Beato de
Cardeña está compuesto del grueso del códice conservado en el MAN., los dos
folios de la Biblioteca Zabálburu y los quince de la primitiva de Marquet de
Vasselot. En la ficha 47 del Museo de Gerona se consigna: “Fue adquirido a un
trape ro y ofrecida particularmente como regalo al Rvdo. Lamberto Font, quien
la deja en depósito al Museo [7 de abril de 1979]. En caso de morir sin
disponer del mismo, queda propiedad del Museo Diocesano de Gerona”. Tiene el n.
inv. 607. J. Yarza lo vinculó al Beato del Museo Arqueológico Nacional, no
siendo hasta el momento contestado su aserto, lo que se debe indudablemente a
la proximidad cronológica y estilística entre ambos. Sin embargo, hay una serie
de elementos que obligan a desechar dicha pro puesta; razones de orden
codicológico, iconográfico y estilístico lo avalan. Las medidas del folio de
Gerona (19,7 × 28,7 cm) no coinciden con las del de Cardeña (19,1 × 27 cm)
–esta última medida me ha sido posible conseguir la gracias a la prolongación
del círculo, que es perfecto, y reconstrucción del marco en base a las medidas
de la parte de la miniatura conservada–. Es sabido que estaban codificadas y la
diferencia resulta excesivamente ostensible. Los ángeles del Beato de Cardeña
están descalzos, cualidad que afecta al resto de los Beatos, salvo el folio de
Gerona.
Por
lo que compete al estilo, comparando la calidad del folio 9r-9v conservado en
el Beato del Museo Arqueológico Nacional, con ángeles sosteniendo el evangelio,
se echa de ver la extraordinaria calidad artística y destreza de dibujo del
Maestro A, cosa que no acontece con el folio de Gerona. A la vida y delicadeza
de dibujo con finísima pluma de finísimos contornos se opone un trazo más duro
y menos hábil. Los personajes del Maestro A son de dimensiones reducidas, pero
con énfasis monumental. El primero de ambos artistas fue presumiblemente el
organizador del trabajo, que distribuyó por grupos de folios. El segundo
maestro, denominado Maestro B, denota una calidad notablemente inferior. Los
ángeles del códice de Gerona en cambio, son mayores, alcanzan prácticamente el
capitel del arco, pero son envarados y disponen las ropas de manera muy poco
hábil y convencional. Contrasta asimismo la profunda vida interior entre unos y
otros personajes. Los colores son en general más vivos y brillantes en el Beato
de Cardeña. El cobalto de la túnica del evangelista y de uno de los ángeles es
más brillante, circunstancia que afecta al verde del ángel compañero. Los rojos
se asemejan más, y otro tanto puede decirse de los otros, aunque algo más
generosos en el modelo. Así pues, se trata de un Beato diferente de los
indicados, del que hasta el momento sólo conocemos el folio conserva do en
Gerona, cuya cronología hay que retrasar sobre la propuesta por C. Cid
–mediados del siglo XII– hacia comienzos del siglo XIII.
Se
ha hablado de la dependencia o no del Beato de Manchester con respecto al Beato
de Cardeña, con el que le unen bastantes similitudes, de orden iconográfico y
estilístico fundamentalmente. No cabe duda que ambos salieron sin duda ninguna
del mismo scriptorium, del que se conservan códices datables entre la primera
mitad y mediados del siglo X. No sería extraño que, junto a obras de esmaltería
importantes, como una Virgen con Niño, se siguiera trabajando en la iluminación
de manuscritos en un momento en que los beatos eran considerados casi como
exclusividad objeto de prestigio, como recientemente ha analizado Weitman,
concepto que nunca perdieron. Tres manuscritos de estilo bas tante similar,
además de la Biblia de Burgos, entre otros códices, podrían justificar la labor
de dicho scriptorium en fecha tan tardía como finales del siglo XII e incluso
en el cambio de la centuria. En mi opinión, ha sido el Beato de Cardeña el
modelo para el Beato Rylands, como se deduce a partir de varios extremos. En
primer lugar, está fuera de duda que el Beato inglés es posterior al del Museo
Arqueológico Nacional. No se ha figurado la cruz de los ángeles, la típica de
los Beatos, herencia de la visigoda, adoptada en el reino asturiano y
perviviente en época mozárabe. En cambio, en el Beato Rylands se ha
representado una cruz más cercana a las románicas, y no pervivencia de lo
anterior. La comparación de las ilustraciones correspondientes a los mensajes
del ángel a las siete Iglesias (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia
y Laodicea), del Códice de Cardeña y el Rylands proporciona datos sumamente
expresivos en cuan do a que el Beato inglés es copia del de Cardeña.
Aparte
de la procedencia de Cardeña del Beato de su nombre, hay un dato que delata el
origen castellano del Beato de Manchester, salido sin duda del mismo
scriptorium que el Beato del Museo Arqueológico Nacional. En el folio 207,
correspondiente al lamento de Jeremías a consecuencia de la toma de Jerusalén,
uno de los soldados situado en lugar bien visible sobre la puerta de la ciudad
embraza una rodela con un castillo perfectamente dibujado. Es sin duda una de
las primeras representaciones del emblema de Castilla, recién estrenado, lo
cual delata el entusiasmo por dicho símbolo, y además el origen castellano del
códice.
El
20 de mayo de 1998 se firmaba el convenio entre el director general de Bellas
Artes y Bienes Culturales del Ministerio de Cultura y D. Manuel Moleiro Editor,
para realizar la edición facsímil del Códice Beato de Cardeña y reproducción
fotográfica de una parte del manuscrito para un volumen de estudio. Coordiné la
parte técnica y cien tífica de la edición, y encomendé los estudios científicos
que debían de acompañar a la edición facsimilar a varios estudiosos, que
figuran en la bibliografía.
El Cordero al pie de la
cruz, flanqueado por dos ángeles; La vocación de San Juan con Cristo
entronizado flanqueado por ángeles y un hombre sosteniendo un libro
Dos ángeles nimbados sostienen el Evangelio de
San Juan en forma de rollo. Fragmento del folio del Beato de San Pedro de
Cardeña (ca. 1175-1185) en Gerona
Hoja de un manuscrito
de Beato: el Cordero al pie de la cruz, flanqueado por dos ángeles; La vocación
de San Juan con Cristo entronizado flanqueado por ángeles y un hombre
sosteniendo un libro
Símbolo de San
Juan, Beato de Cardeña. Fragmento de un folio iluminado atribuido
al scriptorium de San Pedro de Cardeña y también
relacionado con el de la John Rylands Library. Iluminado
por Ende y Emeterius (ca. 1175-1185).
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