Comarca de Montes de Oca
la Comarca de Montes de Oca ocupa un triángulo
no demasiado extenso del este burgalés, junto al límite provincial con La
Rioja, cuyas principales poblaciones son Belorado y Villafranca
de Montes de Oca.
Desde el punto de vista orográfico, se trata de
un territorio semi montañoso perteneciente al Sistema Ibérico en su extremo
nororiental.
Montes de Oca es uno de los pasos naturales
entre los terrenos llanos de los valles riojanos y la meseta burgalesa,
atravesando el Sistema Ibérico.
Cuando quedó fijado el trazado del Camino
Francés a Santiago, los peregrinos atravesaban estos montes tras abandonar las
fértiles tierras riojanas de Santo Domingo de La Calzada en dirección a Burgos
y debían superar el Puerto de la Pedraja por un territorio que oscila entre los
700 y los 1.150 metros de altitud.
Estos kilómetros cruzando los Montes de Oca
eran de gran dificultad debido a los empinados y prolongados ascensos que han
de realizarse, además de que sus bosques eran merodeados por bandidos que
asaltaban a los peregrinos.
La pequeña comarca de Montes de Oca no tiene
tanta densidad de iglesias, ermitas y otros restos románicos como las comarcas
colindantes (La Bureba, La Sierra de la Demanda y el Alfoz de Burgos) pero sí
tiene algunos hitos dignos de mencionar y todos ellos presentan alguna
curiosidad o característica que les hace particulares.
San Juan de Ortega
El templo y conjunto de edificaciones
monásticas de San Juan de Ortega se ubican en un espacio rodeado de bosque en
plena ruta jacobea. Desde la propia carretera nacional que sigue la ruta de
Santiago, nos desviamos por Santovenia y a escasos 5 km, en un paraje idílico y
perdido en la noche de los tiempos, se encuentran los restos de la iglesia
mandada levantar por San Juan de Ortega, en torno a cuya figura se organizará
un complejo dependiente del obispo de Burgos, que a partir del siglo XV acabará
siendo un monasterio jerónimo hasta la desamortización del siglo XIX
El desarrollo, difusión y conformación de la
ruta jacobea va ligado a la decisión política de Alfonso VI de vincular su
reino y la sociedad castellana a las corrientes culturales imperantes en el
ámbito europeo. Hace especial hincapié en la corriente de cruzada y de lucha
contra el Islam y la ayuda de algunas corrientes intelectuales y de
religiosidad vinculadas a este fenómeno. La peregrinación a la supuesta tumba
de Santiago adquiere especial significación a finales del siglo XI cuando se
inician las obras del nuevo templo, de trazas y conceptos románicos que luego
de algunos problemas cobra nuevo impulso por la capacidad organizativa e
influencia política del arzobispo Gelmírez. Paralelamente el rey castellano
está empeñado en la tarea de vincular definitivamente a Castilla la tierra
riojana y su entorno por lo que favorecerá los trabajos conducentes a que ese
deseo se cumpla y haga una realidad.
En este contexto tienen especial relieve las
figuras de dos santos particularmente vinculados al Camino y agentes
inestimables en la política de los reyes castellanos en la zona: Domingo de la
Calzada y Juan de Quintanaortuño. Ambos, en sus inicios eremitas –hecho de
profunda tradición y raigambre en la zona desde tiempo inmemorial–, se dedican
a hacer practicable el camino que va desde Logroño a Burgos. A partir de 1098,
con la ayuda regia, levantan un hospital y templo dedicado a San Salvador en
Santo Domingo de la Calzada. Problemas de diferente índole y la muerte de su
mentor Santo Domingo de la Calzada le lleva a emprender la peregrinación los
santos lugares.
A su regreso, Juan se retira a las espesuras de
los Montes de Oca, pero con la ayuda de Alfonso el Batallador decide iniciar la
construcción de una capilla en honor de San Nicolás de Bari, según la tradición
en cumplimiento de una promesa realizada al santo durante la travesía por mar a
su regreso de Jerusalén.
El año 1127 Alfonso VII, nuevo rey castellano,
confirma las concesiones y privilegios de que gozaba Juan de Quintanaortuño por
concesión de su madre Urraca y Alfonso el Batallador. Esas concesiones y
privilegios se verán aumentados el año 1142 con la donación del realengo de los
Montes de Oca para él y sus herederos. La buena relación y amistad con Alfonso
VII se completa con la concesión de un molino en Arlanzón y las propiedades a
él correspondientes. Esta política regia se verá continuada con Sancho III,
quien en 1152 confirma las cesiones y privilegios otorgados por su padre. Ya en
1155 se ve ampliado el antiguo señorío con la villa de Ojuela con todas sus
posesiones y también la de Hoyuelos, en la otra vertiente de los Montes
Distércicos.
Paralelamente a este hecho se va configurando
en torno al santo y su obra una comunidad de canónigos regulares cuya
existencia vendrá avalada por la disposición del papa Inocencio II, quien en
1338 exime a los canónigos de la autoridad episcopal y los coloca bajo la
directa dependencia y protección papal. A partir de aquí se va configurando el
conjunto de construcciones adecuadas a las necesidades de esta comunidad
religiosa que vive bajo la Regla de San Agustín. Las concesiones, exenciones y
privilegios de los sucesivos reyes van encaminadas a que el proceso
constructivo se lleve a feliz término. Según nos informa el historiador de la
Orden Jerónima, San Juan de Ortega murió el mes de junio del año 1163. Para ese
momento su obra estaba consolidada y seguramente las dependencias canonicales y
el templo estaban ya iniciados. Finalmente, el 27 de junio de 1170, Alfonso
VIII cede el monasterio de San Juan de Ortega a la iglesia, obispo y cabildo de
la catedral de Burgos. A partir de aquí el lugar será administrado y gobernado
por una dignidad del cabildo burgalés, quien ostentará el cargo de abad. En
esta condición permaneció hasta que el obispo de Burgos don Pablo de Santamaría
acordó con el prior del monasterio jerónimo de Fresdelval, fray Alonso de
Úbeda, que el lugar pasase a ser monasterio de dicha orden en el año 1432. Dos
años más tarde, dada la solvencia de la casa, ésta se erigió en independiente,
siendo su primer prior el vicario de Fresdelval, fray Alonso de Bonilla.
Iglesia de San Nicolás
El templo de San Juan de Ortega, dedicado a San
Nicolás, es una de las escasas edificaciones románicas burgalesas poseedoras de
cabecera triple. Ésta corresponde a una iglesia de tres naves más otra de
crucero, que no fue completada dentro del estilo románico debido a la
paralización de las obras tras la muerte del propio santo. Dicho fallecimiento
sobrevino en 1163 y el comienzo de la obra puede situarse al inicio de la
segunda mitad del siglo XII.
La envergadura de los tres ábsides nos da idea
de los planes constructivos del santo y lo cuidado de la decoración demuestra
que su promotor había asimilado los gustos del momento y poseía una solidez
económica para emprender una fábrica de la calidad de la que nos ocupa.
Lo primero que apreciamos observando la
cabecera es una notoria diferencia entre los tres ábsides, al ser el central
bastante más ancho y alto y al tener una articulación más compleja de su
paramento.
El ábside principal tiene un presbiterio muy
marcado seguido de una capilla absidal semicircular. La longitud de los ábsides
laterales no sobrepasa la del presbiterio del central, por lo que la capilla
absidal de éste queda completamente exenta y parece de mayor envergadura. La
articulación de su paramento, con fines eminentemente decorativos a tono con el
momento en que está levantado, es algo que llama mucho la atención. Además, el
hecho de que en ella jueguen un papel más importante los elementos verticales
que los horizontales le otorga mayor esbeltez.
La capilla mayor se levanta sobre un señalado
banco y se divide en cinco paños mediante columnas entregas dobles. En cada
paño y a diferente altura encontramos sendas arcadas ciegas apeadas por ambos
lados en columnas con capitel. Bajo la arcada inferior hay ventanas en los tres
paños centrales. Son un simple vano rasgado, sin arquivoltas ni otros elementos
ornamentales.
Bajo ellas, una moldura sin ornamentación
escultórica constituye el único elemento de compartimentación horizontal del
muro. En la parte superior, el alero descansa en una serie de canecillos. De la
mitad para abajo, a las dobles columnas entregas se les unen dos más a cada
lado –en las que descansan las arcadas antes descritas–, lo que da como
resultado unos voluminosos haces de seis columnas que destacan del plano del
fondo y entorpecen el suave discurrir de la luz sobre la superficie curva del
ábside provocando juegos de luces y sombras; esto es algo deliberadamente
buscado por el maestro de obras, que encaja perfectamente con el momento tardío
del románico al que esta obra corresponde. A su lado, los ábsides laterales
presentan paramentos lisos, rotos únicamente por la incorporación de algún
contrafuerte.
En el exterior nos encontramos con una
interesante serie de canecillos en el ábside central y de la epístola,
careciendo de interés los de la reconstruida capilla norte. Algunos llevan
bustos humanos, pero en la mayoría la decoración es vegetal, con una hoja de
superficie lisa y extremo redondeado que vuelve su punta cobijando un pomo o
abriéndose en un capullo. Los capiteles de las columnas entregas y los de las
arcadas decorativas son todos vegetales de hojas de acanto, muy unitarios desde
el punto de vista estilístico.
La nave transversal, iniciada también en vida
de San Juan de Ortega, es de grandes dimensiones, sobre todo por lo que se
refiere a la altura. Está dividida en cinco tramos de diferente tamaño, siendo
más ancho el correspondiente al espacio del crucero. Se cubre con bóvedas de
crucería sencillas, provistas de gruesos nervios, a las que ya no podemos
considerar propiamente románicas. Dos robustos pilares señalan el paso de esta
nave transversal a las naves longitudinales del templo, ya plenamente góticas.
La tipología de las ventanas del ábside de la
epístola y del tramo meridional de la nave transversal, ponen de manifiesto la
relación formal con otras realizadas en los ábsides de los templos
cistercienses de Nuestra Señora de Valbuena y La Oliva. Este hecho junto a la
forma de articular los nervios de la bóveda del ábside central, la tipología de
los arcos triunfales, la forma de los pilares, el abocinamiento de los tres
vanos de la capilla absidal central y los temas y tratamiento técnico del
relieve de algunos capiteles nos hace pensar en una obra que se concluyó,
dentro de las pautas tardorrománicas, seguramente a principios del siglo XIII.
La parte perteneciente a las naves parece corresponder a la ampliación llevada
a cabo hacia mediados del siglo XV, momento al que corresponden también la
fachada y la actual portada.
Desde el punto de vista escultórico la
ornamentación románica se concentra en los ábsides y en el muro este de la nave
transversal, siendo lo restante obra gótica. En el exterior de los ábsides
vemos numerosos canecillos y los capiteles en los que se apean las arcadas
decorativas. Por el interior la decoración de los ábsides laterales se limita a
los capiteles de sus arcos triunfales, mientras en el central tenemos los
capiteles en los que descansan los nervios de su bóveda y los de los pilares
que empalman los presbiterios de los tres, de los que parten los nervios de las
bóvedas de la nave transversal.
En principio los elementos dominantes en lo
decorativo son las hojas de acanto, pencas que acaban formando caulículos,
tallos y otros motivos vegetales que describen diferentes formas. Junto a lo
vegetal, vemos grifos pareados y afrontados guardando los frutos del Árbol de
la Vida, así como temas historiados, reducidos al ciclo de la Navidad y una
escena de lucha de caballeros.
No podemos por menos que significar la calidad
plástica y técnica de que hacen gala los maestros que trabajan los diferentes
motivos vegetales. Los artistas juegan con los planos, los caulículos, el
trepanado en ocasiones, las texturas y un conjunto de alardes técnicos que
ponen de manifiesto el gran dominio del relieve. Se observa la presencia de dos
grupos de escultores diferentes, uno ligado a los usos silenses y otro cercano
a las formas tardorrománicas que hemos visto en Bujedo de Candepajares y otros templos
coetáneos.
Los capiteles vegetales del interior repiten el
esquema de doble cuerpo de pencas –hojas lisas surcadas por un profundo nervio
central y hojas partidas– que acaban en muy marcados caulículos y en unos
voluminosos cogollos, piñas o brotes de hojitas. Por lo general son una penca o
un haz que llena todo el tambor dividiéndose en varias partes; acaban dobladas
rematándose en caulículos o con flores o piñas colgantes. Las pencas son
preferentemente lisas aunque en otras ocasiones se realiza un minucioso estudio
de su entramado.
Sus bordes están bien señalados y
frecuentemente también un marcado nervio central, todo con un modelado
cuidadoso que determina formas suaves y táctiles. La mayoría de las hojas
responden a estas características básicas, aunque luego el artista introduce
numerosos detalles para conseguir variedad, a veces alcanzando un gran
barroquismo por los ritmos que describen las hojas al abrirse –muchas de ellas
en abanico–, por el tipo de caulículos y flores en que se rematan y por la
exuberancia de su entramado de nervios y de sus bordes festoneados, donde el
escultor se nos muestra con un gran dominio del trépano.
Junto a éstos, en el haz de columnas del
costado septentrional del ábside mayor, los capiteles que reciben el triunfal
muestran variaciones sobre el mismo tipo de hoja, enmarcando una cesta decorada
con dos parejas de grifos afrontados en torno a un árbol en forma de “Y”
que les enlaza y cuyo fruto picotean, árboles de los que brotan tallos
entrelazados y resueltos en un cogollo en el frente del capitel. Los capiteles
del formero del tramo norte del transepto, sin embargo, presentan doble corona
de acantos de tratamiento espinoso, dispuestos en zigzag y de cuyas puntas
penden palmetas y brotes, rematándose por una banda de hojitas tumbadas. En
ellos la labra es más seca, buscando los efectos claroscuristas con el uso del
trépano.
El mayor interés decorativo se concentra en los
tres capiteles que coronan el haz de columnas septentrional del arco de triunfo
del ábside norte, donde se desarrolla un ciclo de la Infancia de Cristo, con
las escenas de la Anunciación, Visitación, Natividad y el Anuncio a los
pastores. La primera escena ofrece algunos elementos iconográficos de interés
como la figura femenina que, junto a María y el ángel, asiste a la escena;
también es un detalle a destacar que la vara que lleva el ángel no se remata en
el típico florón sino en una cruz. Respecto a la Visitación, ambas mujeres se
abrazan; la que está a la izquierda (presumiblemente María) rodea con sus
brazos el cuello de su prima, mientras ésta coloca una de sus manos en la
espalda de María y la otra sobre su vientre. De todos modos el detalle más
interesante es que se observa una clara diferencia fisonómica entre las dos
mujeres: la de la derecha (Isabel) presenta un rostro más anguloso, con una
nariz más aguileña que María, cuyo rostro parece bastante más joven. Apreciamos
aquí, al igual que en la Anunciación, un claro deseo narrativo, indicativo de
un momento final del estilo románico.
La Natividad se narra en el frente y una de las
caras laterales del capitel central del haz. Los personajes que intervienen son
San José en la tradicional actitud meditabunda, el ángel que se comunica con él
en sueños, el pesebre con el niño recostado calentado por el buey y la mula, la
Virgen tendida en su lecho y dos comadronas.
Otros elementos interesantes de la escena son
la estrella y tres recipientes colgantes de la parte superior, que se asemejan
a ollas de barro. Apreciamos en esta representación, por encima de todo, un
sentido narrativo minucioso y naturalista inspirado en los textos apócrifos,
particularmente en el evangelio del Pseudo Mateo. Compositivamente, la escena
carece de hilazón; la sensación de que todos estos elementos forman una escena
se consigue sólo por la proximidad de unos personajes a otros ya que el escultor
no ha logrado crear puntos de tensión en ella para dirigir la atención del
espectador a unas zonas concretas. Para el Anuncio a los pastores la escasa
superficie condiciona la extensión de la escena y el número de participantes:
el ángel anunciador, un pastor que eleva su mano derecha en signo de júbilo y
varias ovejas delante de ellos. Técnicamente todos estos capiteles nos
presentan un relieve bastante alto, en el que los cuerpos de las figuras se
cubren por completo con amplísimas túnicas y mantos que se pliegan barrocamente
ocultando las anatomías; se labran de forma bastante dura dando lugar a efectos
claroscuristas.
En un estilo más tosco y peor acabado, la
Anunciación y Visitación se repiten en uno de los capiteles del brazo
meridional del transepto, en cuyas dos caras se representan ambas escenas bajo
arquerías de medio punto rematadas con arquitecturas figuradas. En el mismo
brazo de la nave transversal encontramos otra cesta figurada, esta vez con el
combate entre un infante ataviado con cota de malla y yelmo y armado con escudo
de cometa y espada, que se enfrenta a un jinete armado con una lanza.
De lo que fueran las construcciones medievales
el único elemento reseñable es el templo, puesto que nada queda de la primitiva
capilla de San Nicolás de Bari –conocida también como “capilla del santo”
porque aquí recoge la tradición que estuvieron enterrados primeramente los
restos de San Juan de Ortega– y de las dependencias del canónigo. Los restos
monásticos hoy visibles corresponden ya al monasterio jerónimo, siendo
realizados desde mediados del siglo XV hasta el XVIII.
Sepulcro de San Juan de Ortega
El crucero de la capilla mayor de la iglesia de
San Nicolás, cercado por una reja de mediados del siglo XVI, aparece ocupado
por un magnífico monumento funerario de estilo gótico realizado en excelente
piedra de Briviesca entre 1464-1474 por mandato de Pedro Fernández de Velasco y
su mujer Mencía, condestables de Castilla y señores de Haro. Consta el
monumento de baldaquino sobre seis arcos conopiales con elegantísimas tracerías
–uno de ellos rehecho en la restauración del pasado siglo–, agujas y crestería
en la que se dispusieron ángeles que portan escudos con las armas de los
Manrique y Velasco. La caja está presidida por la efigie del santo, ornándose
los laterales con relieves alusivos a su vida y milagros.
En su interior este baldaquino albergaba el
excepcional ejemplar de sepulcro tardorrománico, luego conservado en la cripta
realizada bajo el crucero en 1964 y hoy expuesto en el ábside de la epístola.
Sus medidas son 180 × 92 × 74 cm.
La existencia de tal pieza bajo el monumento
gótico consta ya desde la construcción de éste, dato conocido gracias al acta
mandada redactar por el prior jerónimo, fray Juan de Covarrubias, el 1 de marzo
de 1474 y conservada hasta su desaparición en el Archivo de la Catedral de
Burgos (cf. Nicolás López Martínez, “Apéndice”, en J. PÉREZ CARMONA,
1959 (1975), p. 263, n. 20). En dicha acta se describe la actuación de los
frailes, quienes en su búsqueda del primitivo sepulcro de Juan de
Quintanaortuño dicen: “quitamos primeramente una tumba de tablas, fecha como
ataúd, muy grande, pintada; y tenía pintada hacia la mano derecha cómo el Santo
edificaba una fuente, y allí los canteros y maestros que la hacían y él otrosí
allí pintado. Y de la otra parte no se pudo saber qué estaba pintado, porque
estaba mucho ciego y deshecha la pintura…”. Bajo este ataúd de madera
hallaron el sarcófago románico, que parece por la descripción que nunca llegó a
contener el cuerpo del santo, el cual se encontraba en otro sarcófago, junto al
anterior, dispuesto “en una piedra cavada”. Del que nos ocupa –“de
rica obra, según el tiempo”– realiza una descripción el documento de 1474
publicado por Martínez Burgos y Andrés Ordax. Fue trasladado en 1964 a la
cripta entonces construida por la Dirección General de Arquitectura bajo la
dirección del arquitecto Pons Sorolla, según la memoria y proyecto redactado
por José A. Íñiguez Herrero. Tras participar en la Exposición “Las Edades
del Hombre” celebrada en Palencia en 1999, fue ubicado en el absidiolo
meridional del templo románico.
Conserva la caja del sepulcro su tapa, de
longitud algo mayor que ésta, y remate a doble vertiente. La lauda se orna con
friso de elegantes palmetas entre hojitas de puntas enroscadas, entre una línea
de dientes de sierra incisos y entrelazos de cestería. En una de las vertientes
de la tapa –la otra quedó inacabada, como si la intención fuese de adosar el
sepulcro– se representa, sobre la imagen yacente del difunto, el tránsito del
alma del santo, elevada al cielo en un lienzo por dos ángeles psicopompos. Flanquea
la escena el cortejo de diez figuras, cinco a cada lado, cobijadas por arcos de
medio punto de roscas festoneadas, sobre profusamente ornamentadas columnas y
plintos, de fustes sogueados y entorchados y capiteles vegetales de hojas
avolutadas. En este cortejo fúnebre distinguimos, a la izquierda de la escena
central, una figura mitrada y portadora de báculo en actitud bendicente y, tras
ella, otras cuatro de pie, mostrando la palma de la mano derecha y portando
báculos en la otra.
Al lado derecho, la figura inmediata al santo
aparece incensando al cadáver y tras él se disponen cuatro personajes sedentes,
el primero portador de un recipiente de incienso o aceites y los otros
sosteniendo en su regazo los libros abiertos y recitando la liturgia de
difuntos. La anteriormente citada acta de 1474 los refiere del modo siguiente:
“e a los pies ciertos Canónigos Reglares, ca según se lee, el Sancto fue
Canónigo Reglar”. Esta representación de las exequias del finado es
habitual en la escultura funeraria de época románica y gótica, aproximándose
nuestro ejemplo a los de los sarcófagos de María de Almenar y sobre todo el
infantil de doña Leonor o don Sancho de Las Huelgas, o uno de los conservados
en la catedral de Burgos, antiguamente empotrado en la capilla de San Enrique.
Las caras laterales de la tapa se ornan, como el de Las Huelgas, con motivos
vegetales de tallos enroscados de los que brotan hojas lobuladas y acogolladas,
coronando la composición en una de ellas una cruz recruzada.
La caja del sarcófago decora su frente con la
también tradicional representación de la visión celestial del Pantocrátor
rodeado del Tetramorfos portador de filacteria, flanqueada por el colegio
apostólico bajo arquerías y arquitecturas figuradas que simbolizan la Jerusalén
Celeste. Centra el friso la imagen de Cristo inscrita en una mandorla
tetralobulada, al estilo de algunos ejemplos miniados y otros escultóricos,
tales los tímpanos navarros de San Miguel de Estella y la Magdalena de Tudela o
el relieve, geográfica y estilísticamente más próximo al nuestro, de San Martín
de Quintanadueñas. Cristo porta nimbo crucífero y bendice con la diestra,
mientras que con la otra mano sostiene el Libro cerrado sobre su rodilla. Los
apóstoles se disponen bajo arquerías similares a las de la tapa, de arcos de
medio punto moldurados con mediascañas, sobre columnas de fustes entorchados
coronadas por estilizados capiteles vegetales de hojas muy pegadas a la cesta
sobre el collarino, y que adquieren gran desarrollo al resolverse en remates
avolutados; sobre los arcos campean arquitecturas figuradas con ventanales y
galerías abiertas en torres circulares. De entre los apóstoles, tonsurados y
ataviados con túnicas y mantos de abultados y estereotipados plegados,
reconocemos a San Pedro por sus llaves y a San Pablo –asimilado al Apostolado
como en otros muchos ejemplos– por su alopecia; el resto porta filacterias,
libros o sostiene un pliegue del manto mientras muestra la palma de la mano en
señal de adoración.
Como en el sepulcro de doña Leonor o don Sancho
de Las Huelgas, que quizá fuese modelo del nuestro, en el lateral de la
cabecera del sarcófago vemos un Agnus Dei, cordero portador de un lábaro, de
abultados mechones triangulares y rizados marcados con puntos de trépano,
inscrito en un clípeo floreado que es sostenido por cuatro ángeles. En el otro
lateral aparece, como en el citado sarcófago del infante, la escena de San
Martín, a caballo, partiendo la capa.
Aunque Juan de Quintanaortuño falleció en 1163,
este sepulcro debió ser realizado algunos años después. El estilo de la
escultura es cercano en composición y estilo al citado sarcófago infantil del
monasterio cisterciense de Las Huelgas –datado éste epigráficamente en 1194–, a
los dos sepulcros de infantes de la catedral de Burgos y no lejano de la
decoración de las pilas de Cueva Cardiel y Villamiel de Muñó o el ya referido
relieve de Quintanadueñas, obras todas de los años finales del siglo XII y primeros
del XIII.
Románico en los Valles de Manzanedo y
Valdebezana
El Valle de Manzanedo se encuentra al
norte del de Sedano, al noreste de la provincia de Burgos y muy cerca ya de la
gran comarca del Campoo palentino y del enorme embalse del Ebro.
En este recorrido, comprobaremos la baja
densidad de población del territorio. Los pueblos son pequeños y de un encanto
delicioso, donde no faltan las segundas residencias de personas deseosas de paz
y tranquilidad.
En el Valle de Manzanedo y sus alrededores hay
un nutrido ramillete de iglesias románicas (como en casi toda la provincia de
Burgos) y de todas ellas hemos elegido las más completas e interesantes que son
las de Crespos, San Miguel de Cornezuelo y San Martín del Rojo.
Estas iglesias tienes
una serie de características comunes que podríamos resumir en:
· Volumen modestotes
· Poderoso ábsides de sillería, con anchos contrafuerasos
con dos cenefas rodeando la cabecera)
· Escultura un tanto ruda pero expresiva
Crespos
Nada descubriremos afirmando que los valles del
norte de las provincias de Burgos o Palencia y del sur de Cantabria
proporcionan uno de los espectáculos naturales más atractivos de la región, en
los que aún es posible descubrir parajes apenas alterados por la intervención
humana. En uno de éstos, en el extremo oeste de la provincia burgalesa, cerca
ya del límite con Palencia y en el extremo occidental del Valle de Manzanedo,
se sitúa Crespos, pueblecito afortunadamente en parte recuperado de la despoblación
que le afectó a finales del pasado siglo. La zona, escarpada y de complicado
acceso desde la capital, queda comprendida entre los Valles de Valdebezana,
Manzanedo y Zamanzas. Desde Burgos, de donde dista unos 77 km hemos de tomar la
carretera de Santander (N-623) hasta el desvío a la derecha que, dejando atrás
Escalada y el cruce a Gallejones, nos introduce en el Valle de Manzanedo en
dirección a Incinillas; Crespos se sitúa al norte de esta ruta apenas
recorridos un par de kilómetros.
Perteneció el lugar al Valle de Hoz de Arreba y
al alfoz de Arreba, no habiendo encontrado constancia documental anterior a su
reflejo en el Libro Becerro de las Behetrías, donde se le sitúa dentro de la
merindad de Castilla Vieja, siendo “logar de donna Maria, muger de Diego
Pérez Sarmiento”, quien también poseía Arreba. Pese a su proximidad, no
consta que el monasterio de Santa María de Rioseco poseyera bienes en el
pueblo, aunque sí detentaba el monasterio de Hoz de Arreba desde su donación
por Alfonso VII en 1139. Esta falta de fuentes documentales es al menos suplida
por la inscripción grabada en el propio edificio, que más tarde analizaremos.
Iglesia de La Inmaculada Concepción
El templo se sitúa en un ligero promontorio en
el extremo occidental del caserío, a la izquierda del viejo y hoy impracticable
camino que conducía a Perros y Munilla, zona que llaman “el pie de la
Costalilla”. Está dedicado a la Inmaculada, aunque a veces se la conoce por
Nuestra Señora del Rosario, nombre tomado de una cofradía a ella dedicada
existente en la parroquia.
Conserva el edificio, pese a las reformas y
reparaciones, lo fundamental de su estructura original, de breve nave única y
desarrollada cabecera compuesta de ábside semicircular cerrado con bóveda de
horno y antecedido por presbiterio abovedado con medio cañón reforzado por
fajones. Dos construcciones adosadas posteriormente flanqueaban la cabecera al
norte y sur enmascarando las estructuras románicas; la septentrional tenía
función de trastero, mientras que una sacristía de planta rectangular –a la que
se accedía por vano abierto en la arquería del presbiterio– se disponía al sur
de la cabecera. Ambas han sido eliminadas durante la última y reciente
restauración del conjunto.
La nave, con reciente cubierta de madera a
doble vertiente, es el elemento más alterado, aunque mantiene la portada
abierta en un antecuerpo del muro meridional. La obra románica se levantó en
sillería labrada a hacha, siendo las reformas posteriores –fundamentalmente el
hastial occidental y la mayor parte del muro septentrional de la nave–
aparejadas en mampostería. En el sector oriental del muro norte de la nave es
visible tal sucesión de aparejos.
Al exterior el tambor absidal se articula en
tres paños delimitados por dos contrafuertes prismáticos de remate escalonado
bajo la línea de canes de la cornisa. En la calle central debía abrirse la
ventana que daba luz al altar, cegada en época imprecisa y cuyas rozas son bien
visibles al interior. Horizontalmente el paramento se divide en dos pisos
marcados por sendas impostas que invaden los estribos, repetidas al interior,
decoradas con triple hilera de grosero taqueado. Otro par de contrafuertes refuerzan
la intersección del hemiciclo con el tramo recto, no articulada con el
tradicional codillo; es precisamente en un sillar del contrafuerte meridional
del presbiterio –antes incluido en la suprimida sacristía– donde se grabó un
texto que proporciona una data en los años centrales del siglo XII:
V K MAI PASCASI VS PLANTAVIT ORTI IN ERA
TCLXXXI
Su traducción sería: “El 5 de las calendas
de mayo Pascasio plantó el huerto, en la era de 1181”, fecha
correspondiente al 27 de abril del año 1143 de nuestro calendario. El uso de la
T (en realidad una I con el rasgo horizontal de abreviatura) con el valor de “milésima”
es relativamente frecuente, y la documentamos también en las iglesias de Escaño
(1088) y Hormicedo (1139).
La alusión a la plantación de jardines o
árboles la recogemos igualmente en sendos epígrafes de la iglesia soriana de
Nolay (1248) y en un epitafio del monasterio leonés de Carrizo (1272). En
cualquier caso, la inscripción de Crespos viene a atestiguar que el templo se
encontraba ya construido en 1143.
Corona los muros de la cabecera una cornisa
abocelada sustentada por canecillos de ruda labra decorados con prótomos de
animales (bóvidos, carneros, cérvidos de ramificadas astas), un conejo o
liebre, una arpía, dos cuadrúpedos recostados, un barril, un muy desgastado
personaje, una máscara monstruosa devorando a un personajillo al que ya ha
engullido la cabeza, un exhibicionista masculino que se lleva la diestra al
mentón y la otra mano al sexo (similar a uno de la iglesia cántabra de
Cervatos), una figura en similar actitud y otra más portando un barrilillo
sobre sus hombros.
Interior
Ya en el interior, vemos cómo la cabecera,
alzada sobre un banco corrido de fábrica ornado con un bocel, repite la
articulación exterior en dos alturas marcadas por sendas líneas de imposta
decoradas con triple hilera de tacos y billetes; sobre la superior parten las
bóvedas y bajo la otra los paramentos son articulados por arquerías ciegas,
repitiendo casi fielmente la disposición que veremos en San Miguel de
Cornezuelo.
La bóveda del tramo presbiterial aparece ceñida
por dos fajones de medio punto que reposan en semicolumnas coronadas por
capiteles figurados, cuyos fustes son invadidos por la imposta que corre por el
paramento del ábside y presbiterio.
Sus basas carecen de homogeneidad, predominando
el esquema de perfil ático degenerado con gran desarrollo de la escocia;
algunas presentan garras y una de ellas suprime la escocia reduciéndose a dos
toros sobre plinto.
Los capiteles del arco triunfal –que articula
nave y cabecera– reciben una pareja de capiteles de idéntica estructura en la
que se colocan, en la cara que mira al altar, sendas parejas de leones
afrontados que comparten cabeza, mientras que la cara que da a la nave muestra
en ambos casos dos figuras con los brazos en jarras y un mascarón humano.
La correspondiente al capitel del lado del
evangelio es claramente femenina por su toca y barboquejo; no así la del
capitel del lado de la epístola, bastante deteriorada, que aparece sentada y
sosteniendo en sus piernas un objeto no identificable. Por su parte, en los
capiteles del fajón que ciñe la bóveda por el este, el correspondiente al lado
del evangelio muestra dos parejas de leones de largos cuellos afrontados en los
ángulos de la cesta y entre ellos dos toscas flores de cinco pétalos. El del
lado de la epístola se decora con una pareja de águilas de alas explayadas y
sobre ellas un cuadrúpedo, especie de leoncillo.
Cegada la ventana absidal, sólo resta de los
vanos románicos la muy transformada ventana abierta en el muro meridional del
presbiterio, que conserva el arco de medio punto superior, decorado al interior
con un junquillo sogueado. El arco inferior se ha perdido, así como los
capiteles que coronaban las columnas acodilladas que lo sustentaban.
Las arquerías ciegas que animan el piso
inferior de hemiciclo y presbiterio muestran arcos de medio punto –ligeramente
peraltados– ornados con grueso baquetón adornado con piñas, bolas y hojitas y
apeados en jambas y columnas adosadas al muro, a razón de dos arcos en cada
lado del tramo recto y cinco arcos en el ábside. En éste, las columnillas son
prácticamente exentas, alzándose sobre basas áticas de amplia escocia y toro
inferior con bolas sobre plinto. Aunque la mayoría de los capiteles de las
arquerías o han desaparecido o están sumamente deteriorados, conservamos en el
hemiciclo uno decorado con una pareja de águilas de alas extendidas en los
ángulos, un león pasante en el frente y, en las caras laterales, dos toscas
cabezas humanas, una de ellas mostrando los dientes y hojas carnosas y
lobuladas, del mismo tipo de las que decoran la mayoría de los cimacios.
También en la arquería del ábside vemos otra cesta decorada con dos filas
superpuestas de ocho leoncillos afrontados que comparten cabezas en los ángulos.
El único capitel conservado en el presbiterio fue seccionado en el momento de
abrir la hoy eliminada puerta de la sacristía; representaba la recurrente
figuración de la lujuria bajo la forma de sendas mujeres desnudas cuyos pechos
son mordidos por dos desproporcionadas serpientes de cuerpos escamosos y
ondulantes.
Portada
Junto a la cabecera, es la portada el otro
elemento más significativo del edificio. Abierta en un antecuerpo del muro
meridional de la nave y notablemente abocinada, se dispone alrededor de un arco
de medio punto ligeramente peraltado que encierra un tosco tímpano liso. Rodean
el arco dos arquivoltas y tres cenefas decorativas; las primeras reposan en dos
parejas de columnas acodilladas, mientras que las segundas lo hacen en las
jambas. Exornando al tímpano vemos una banda de carnosos zarcillos; dos baquetones,
el superior ornado con bolas, molduran la primera arquivolta, sobre la cual
corre otra banda con dientes de sierra y bolas. La arquivolta externa muestra
un bocel en el ángulo, un junquillo sogueado y bocel ornado con bezantes,
espirales y botones vegetales; le siguen una cenefa con tallos entrecruzados
formando óvalos y aspas incisas, rodeándose el conjunto con una chambrana de
nacela.
Sobre los capiteles y jambas se disponen sendas
líneas de imposta decoradas con las gruesas y carnosas hojas lobuladas
inscritas en tallos ondulantes que ya vimos en el interior. Su aire cántabro
(vid. la portada de Cervatos) concuerda con la ruda decoración de los
capiteles. En el exterior del lado izquierdo del espectador se representó,
sobre el fondo de una ancha hoja nervada rematada en caulículo, una pareja de
leones afrontados de tiesas orejas que apoyan sus garras sobre el astrágalo,
cuyas melenas fueron arbitrariamente insinuadas mediante incisiones
concéntricas. El interior de este lado muestra, sobre similar fondo vegetal,
otro de los iconos más recurrentes en la escultura de estos Valles de Burgos y
Cantabria, ya vista en el interior: el águila de alas desplegadas, esta vez
entre un brote de una hojita lobulada y una máscara humana de rasgos someros
(las vemos en Molledo, Cervatos, Munilla, etc.). Los dos capiteles del lado
derecho decoran sus cestas con otra de las composiciones más frecuentes en la
zona, como son los cuatro niveles de estereotipadas hojas nervadas
entrecruzadas y rematadas en volutas; en el caso del interior, el collarino
aparece sogueado. Similares motivos a los descritos los encontramos en una
amplia nómina de edificios del norte de Palencia y Burgos y sur de Cantabria:
Cervatos, Santillana del Mar, San Vicente de Becerril del Carpio, Santa Eufemia
de Cozuelos, Ayoluengo, San Miguel de Cornezuelo, Colina de Losa, Bercedo, etc.
Finalmente, sobre el antecuerpo de la portada, modificado en su remate, se alzó
una pequeña espadaña de finales del siglo XVIII.
Tanto constructiva como decorativamente, la
iglesia de Crespos responde a los mismos principios artísticos y más que
probablemente a un mismo taller que la de San Miguel de Cornezuelo, ambas
íntimamente ligadas a un nutrido grupo de edificios de los Valles del Alto
Ebro: cabeceras de Butrera, Torme, Manzanedo (la mejor del grupo), Ailanes,
Munilla, etc. Pérez Carmona veía en la articulación mediante arquerías
ornamentales de algunas de estas cabeceras una influencia aragonesa (Loarre)
que se extendía hacia el oeste contando con un jalón fundamental en San Pedro
de Tejada, “originando sin duda las arcaturas de San Martín de Elines y las
campurrianas de Cervatos y Retortillo, ya en la segunda mitad del siglo XII”.
Ni histórica ni cronológicamente parece excesivamente atinado tal juicio,
máxime cuando los ábsides con arquerías internas animando el piso inferior del
paramento son relativamente frecuentes en ámbitos geográficos diversos. Abundan
en todo el sudoeste francés desde el siglo XI, así los ejemplos de Gironde
(Cazaugitat, Saint-Macaire, Noaillan, Saint Georges-de-Montagne), Gers
(Peyrusse-Grande), Charente Maritime (Bougneau, Saint-Thomas de Conac), etc.,
los vemos en Siones, en Villahizán de Treviño, Villandiego, Padilla de Abajo,
la parroquial de Palacios de Benaver… Más que un origen aragonés parece que
podemos determinar la existencia de un grupo de talleres que trabajan bajo
similares pautas arquitectónicas y plásticas en los Valles del Alto Ebro,
pareciendo más verosímil que fuesen los reputados canteros montañeses
(campurrianos y trasmeranos) los que extendiesen su influencia por el norte
palentino y burgalés, alcanzando el extremo septentrional de la Ojeda y, por el
este, la merindad de Sotoscueva y el Valle de Mena. En Cantabria contamos con
destacados ejemplos como las colegiatas de San Martín de Elines, Cervatos y
Castañeda, que junto a una amplia nómina de templos (Bareyo, Silió, Molledo,
Raicedo, etc.), proporcionan referentes claros, sobre todo en lo escultórico.
Así por ejemplo, en la iglesia de San Juan de Raicedo encontramos una
or.ganización exterior del tambor absidal en todo similar a esta de Crespos,
junto a idéntica temática en los capiteles de su portada, que volvemos a
descubrir en la ermita de San Lorenzo de Molledo, trasladada desde Pujayo y
consagrada en 1132; aves de alas extendidas y leones de similar factura los
encontramos en San Julián de Bustasur, datada en 1112, etc
Estilísticamente la escultura de sus capiteles
muestra un arte seco, tosco, sin concesión al detalle, técnicamente deficiente,
imitación casi popular de modelos algo más elaborados como los de San Pedro de
Tejada o Cervatos, con los que manifiesta además paralelos iconográficos,
principalmente en las figuras de leones y aves de alas explayadas.
Conserva además el templo un ejemplar de pila
bautismal románica, labrada a hacha, de copa semiesférica de 86 cm de diámetro
por 68 cm de altura, sobre pilar de 19 cm de alto. Su decoración, con dos
líneas de dientes de sierra excisos flanqueando un bocel sogueado entre dos
junquillos, la relaciona con un nutrido grupo de ejemplares cántabros y
burgaleses: Villaescusa de Ebro, Quintanilla de An, Salcedo, Repudio, Ruijas,
Espinosa de Bricia, Linares de Bricia, Lomas de Villamediana, Villamediana de
Lomas, Quintanilla-Colina, etc.
Igualmente, en el ábside se encuentran
recogidos dos lóculos en piedra para contener las lipsanotecas con las
reliquias, ambos tallados en sendos bloques de caliza, con el rebaje sobre el
que se dispondría la tapa de madera que los sellaría. El mayor de ellos, que
presenta una de las caras sin labrar, mide 27 cm de longitud por 22 de anchura.
El otro, perfectamente escuadrado, mide 24,5 cm de largo, 11 cm de ancho y 12
cm de alto. Suponemos que se integraron bien en la mesa bien en los pilares del
primitivo altar en el momento de la consagración del mismo.
San Miguel de Cornezuelo
San Miguel de Cornezuelo se sitúa en el extremo
noroccidental de la provincia de Burgos, en la parte alta del Valle de
Manzanedo, a orillas del Ebro. Desde Burgos el acceso se realiza por la
carretera de Santander (N-623) que seguimos hasta pasada la localidad de
Escalada donde tomamos el desvío a la derecha que conduce a Arreba. A unos 8 km
del cruce se encuentra el pueblo de San Miguel de Cornezuelo, distante de la
capital unos 90 km.
Aunque son escasos los datos históricos de los
que disponemos sobre el lugar, podemos aventurar que su origen parece ligado al
de un monasterio probablemente particular. De su fundación nada sabemos, aunque
consta que ya a principios del siglo XIII pertenecía al dominio de Santa María
de Rioseco, pues el monasterium Sancti Michaelis de Cornizuelo cum omnibus
pertinenciis suis aparece citado en la confirmación de propiedades de los
bernardos por Fernando III en mayo de 1237. Debió en cualquier caso mantener su
independencia y volver a particulares, pues en el testamento de doña Sancha
Gómez de Porres, de agosto de 1324, esta dama, tras establecer su enterramiento
en la iglesia de Rioseco, deja entre sus mandas “la heredat de Horna a Sant
Miguel de Cornizuelo por mi alma”. A mediados del siglo XIV, el Libro
Becerro de las Behetrías dice que el lugar, perteneciente a la merindad de
Castilla Vieja, “es del monesterio de Sant Miguell e el dicho monesterio es
de Lope Garçia e de Pero Gonçalez su hermano e an y sendos solares e a y otros
sendos solares el monasterio de Helines e de Rio Seco que estan yermos”,
precisando además que “a el monesterio de Sant Miguell todas las heredades e
dale cada labrador que mora en cada solar poblado tres quartas de trigo e vn
almud de çeuada e dos maravedis en dineros e non ay otros derechos”. Las
propiedades de Santa María de Rioseco en el lugar se citan sin precisarlas en
el traslado notarial –realizado en 1387– del privilegio del papa Gregorio IX de
1235. Los cistercienses acrecentaron tales bienes mediante traspaso en 1504,
adquiriendo así medio molino, una casa y varias heredades. Del monasterio de
San Miguel, nada más sabemos
Iglesia de San Miguel Arcángel
Probablemente heredero de la referida fundación
monástica conservamos el templo hoy parroquial, situado en un descampado
denominado “La Virgen”, a la salida del pueblo en dirección a Manzanedo,
rodeado de prados y vegetación, junto a una fuente que brota a sus pies.Se trata de u
n edificio litúrgicamente
orientado, de corta nave única rematada por ábside semicircular precedido por
un presbiterio marcado en planta, todo levantado en excelente sillería de
caliza local labrada a hacha y asentada casi a hueso, denunciando una tradición
por la cantería que aún hoy se mantiene viva en el pueblo. Su buena factura es
sin duda responsable del excelente estado de conservación que manifiesta,
siendo bien visibles –sobre todo en el muro norte de la nave– los mechinales
que nos permiten reconocer las andamiadas en las que fue levantada la fábrica.
El esquema de planta y como veremos su alzado y
decoración son prácticamente idénticos a los de la cercana iglesia de Crespos,
con alguna diferencia como la más cuidada arquitectura de ésta y la apertura de
la portada en el hastial occidental, hoy flanqueada por una estancia
rectangular con función de baptisterio, un pretil y el cubo de acceso a la
espadaña, todo adosado posteriormente, al igual que el pórtico que la protege,
rehecho en 1989.
Una sacristía se adosó además a la cara norte
del ábside, con acceso desde el mismo por vano adintelado.
Portada
La portada, abocinada, de notable amplitud y
parcialmente solapada por los añadidos antes señalados, consta de arco de medio
punto que acoge un tosco tímpano, en torno al cual se disponen cuatro
arquivoltas de escaso resalte rematadas por chambrana ornada con triple hilera
de billetes. Dos parejas de columnas acodilladas en las jambas reciben las
arquivoltas; sus fustes son monolíticos y las basas presentan perfil ático, con
garras en el toro inferior y sobre plinto. La arquivolta interior y la tercera matan
su arista con un baquetón, en el caso de la externa y como en Crespos, decorado
con bolas y espirales; las otras dos son lisas, en arista viva.
El rudo tímpano se compone de tres piezas; la
inferior es una gran losa a modo de dintel decorada con un tosco abilletado a
ambos lados y en el centro, una muy esquemática y torpe representación del
Árbol de la Vida, cargado de frutos. Sobre esta pieza se sitúan las dos
restantes. En la derecha del espectador se figura un león que ataca, mordiendo
el brazo izquierdo, a un infante barbado que se defiende con una
desproporcionada espada que blande contra la fiera, y a su izquierda se grabó
un lábaro o cruz patada. La ejecución es desafortunada en todos los aspectos.
Compositivamente, la inclusión del abilletado en la parte inferior del tímpano
deja clara la incapacidad del escultor, manifiesta igualmente en la torpe
imbricación de las placas que componen el tímpano. El estilo es bárbaro, con
talla a bisel y en reserva. Las desproporciones que presenta la figura del
hombre atacado por la fiera, la inexpresividad y ausencia de detalles, nos
caracterizan una obra que se enmarca en una tradición local, fruto más de
canteros que de escultores. Iconográficamente el tímpano manifiesta cierto
interés, pese a la rudeza que, en este plano también, impregna la obra. Las
figuraciones del árbol cargado de frutos y la cruz no precisan comentarios,
ambos hacen alusión a la idea de salvación, mientras que el hombre atacado por
el león es un tema corriente en la iconografía medieval y pudiera hacer alusión
a la suerte del pecador (recordemos el texto del Salmo 21 (22), 22: Salva me
de ore leonis...), que bajo los mismos criterios de rudeza se expresó en el
tímpano de Puentedey, donde el infante es atacado por una serpiente.
Los capiteles que coronan las columnas de la
portada representan, los del lado derecho, un león atacando a un cuadrúpedo –el
interior– y una pareja de leones afrontados que comparten cabeza en el ángulo
de la cesta. El interior del lado izquierdo nos muestra una descabezada águila
de alas explayadas sobre una tosca hoja apalmetada de puntas rizadas, estando
muy deteriorado el exterior. Los motivos repiten los vistos en la portada de
Crespos, deudores como allí señalamos de los talleres cántabros que dejaron su
impronta en buen número de iglesias de estos valles (San Martín de Elines,
Santillana del Mar, Raicedo, Bolmir, Cervatos, etc.). La misma progenie
manifiestan las impostas que coronan los capiteles y jambas, decoradas con
hojas lobuladas y carnosas inscritas en tallos anudados, motivos de cestería y
tallos anudados y entrelazados.
La nave, cubierta con madera a dos aguas, no
presenta articulación alguna en tramos, por lo que debemos suponer que ésta era
su cubierta primitiva.
Cabecera
Como en Crespos, es la cabecera el elemento más
significativo del edificio. Se compone de tramo recto presbiterial y capilla
semicircular, ambos ámbitos de igual anchura, careciendo del tradicional
codillo que los articula, sí presente entre cabecera y nave.
Al exterior la unión entre presbiterio y
hemiciclo aparece marcada por sendos estribos que reciben el empuje del fajón
interior, anchos y poco potentes, de remate escalonado bajo la línea de canes
de la cornisa.
El liso tambor absidal se refuerza con dos
contrafuertes del mismo tipo, abriéndose en el eje del paño central una ventana
rasgada, abocinada al interior (donde repite exactamente su estructura),
rodeada por baquetonado arco doblado de medio punto y chambrana de triple
hilera de billetes.
El arco interior reposa sobre una pareja de
columnillas acodilladas con capiteles decorados con parejas de leones
afrontados y abilletado en los cimacios, sobre cortos fustes monolíticos y
basas de perfil ático sobre plinto. El resto de los vanos –abierto uno en el
ábside, dos en el muro meridional de la nave y otro en la sacristía– son
posteriores y adintelados; finalmente, una estrecha saetera se abre en el muro
volado de la nave sobre el tramo presbiterial.
Coronan los muros de la cabecera y nave una
cornisa moldurada con baquetón sobre una rica hilera de canes en los que, junto
a los de simple nacela, perfil de proa de barco, piñas o tres rollos, se
repiten los temas recurrentes en los edificios del entorno (Crespos, San Pedro
de Tejada, Munilla, Ailanes, etc.). Destacamos de esta serie, que mantiene la
rudeza de labra, un tonel y los numerosos prótomos de bóvidos, cérvidos de
astas ramificadas, cápridos, cánidos, un cerdo, un raposo, un ave, varios leones
rugientes, etc. Volvemos además a reconocer, como en Crespos, sendos
exhibicionistas: un personaje femenino alzando acrobáticamente las piernas con
sus manos mostrando el sexo y un exhibicionista masculino, acuclillado y
mostrando su enorme falo, fracturado. Encontramos también al personaje
sosteniendo un tonel sobre sus hombros, un músico tocando la vihuela con arco,
una máscara monstruosa devorando a un personaje, al que engulle la cabeza
(idéntico a otro de Crespos). Por último, señalar la presencia de un deteriorado
relieve –un rostro femenino– empotrado sobre el vano superior en la sillería de
la moderna espadaña que se alza sobre el hastial occidental.
Como en el cercano templo ya varias veces
citado, a la relativa austeridad del exterior de la cabecera corresponde al
interior un mayor esfuerzo constructivo y ornamental.
Interior
El presbiterio se cubre con bóveda de medio
cañón ceñida por sendos fajones, doblado el que hace las veces de triunfal y
sencillo el que da paso al hemiciclo, cerrado éste con bóveda de horno. Parten
ambas bóvedas de imposta decorada con abilletado, apeando los referidos arcos
en semicolumnas. Los fustes de las más orientales son invadidos por otra línea
de imposta de idéntica decoración que corre bajo la ventana absidal,
articulándose así los paramentos en dos pisos, el inferior ocupado, en ábside y
presbiterio, por una arquería ciega compuesta por seis arcos en la capilla –lo
que determina que el centro del semicírculo corresponda a un intercolumnio– y
dos arcos en cada muro del tramo recto. Los arcos son de medio punto,
moldurados con un tosco baquetón y las columnas presentan fuste liso y
monolítico rematado por capiteles figurados.
Las columnas que soportan los fajones se
coronan con grandes capiteles figurados, en los que volvemos a encontrar los
temas ya vistos en Crespos. El del lado del evangelio del triunfal recibe en la
cara que mira al altar una pareja de leones afrontados, y hacia la nave una
mujer desnuda cuyos pechos son mordidos por una pareja de serpientes que la
figura ase con sus manos, según la más ancestral representación del castigo de
la lujuria; en el frente de la cesta se dispuso, entre el fondo vegetal que hace
de marco, una pareja de cabecitas humanas. En el capitel frontero se figuró una
pareja de águilas de alas extendidas con varias máscaras humanas en el frente y
laterales, tema que se repite en la cesta del lado del evangelio del arco que
antecede a la capilla, aunque aquí sobre las aves se dispusieron dos parejas de
leoncillos afronta- dos. Finalmente, decoran el capitel meridional de este arco
cuatro parejas de leones superpuestos y afrontados, de fauces rugientes, junto
a cabecitas humanas en el frente y laterales.
En cuanto a los capiteles de la arquería
inferior, bajo cimacios decorados con taqueado, nacelas escalonadas o florones
inscritos en clípeos, se decoran con los mismos temas que vimos en Crespos,
aunque aquí su estado de conservación es mejor. Vemos así –en uno o dos
niveles– las parejas de leones afrontados de enhiestas orejas y estereotipada
melena, que apoyan sus garras en el collarino y se disponen sobre un fondo
vegetal de hojitas cóncavas y volutas, ocupando cabecitas humanas los
laterales; las parejas de aves afrontadas en similar disposición, sobre hojas
de puntas enroscadas y con volutas entrelazadas en el frente, o bien otras
opuestas por parejas y picoteando los frutos de un árbol de ramas en espiral;
dos parejas de cuadrúpedos afrontados que comparten cabeza en el ángulo; una
pareja de águilas de alas extendidas y una deteriorada exhibicionista de
piernas flexionadas mostrando su sexo, similar a la vista en un can del
exterior y otros relieves de la colegiata de Cervatos, etc. A la tosquedad general
parecen sólo escapar los dos capiteles vegetales del extremo de la arquería
absidal, con dos niveles de hojas lisas de cuyas puntas penden pesadamente
palmetas pinjantes anilladas, sobre otras rematadas en pequeñas volutas.
Como ya señalamos al estudiar la iglesia de
Crespos, parece que debemos buscar el origen tanto de la disposición
arquitectónica como del estilo escultórico en la actividad de los talleres que
trabajaron en la actual Cantabria, extendiéndose por los valles septentrionales
de Palencia y Burgos, durante las primeras décadas del siglo XII. Su estilo,
seco y apenas proclive a la concesión al detalle, maneja al ruralizarse un
reducido repertorio decorativo, con auténticos modismos recurrentes como las
arquerías ciegas animando los paramentos interiores de las cabeceras o, en lo
ornamental, los leones afrontados superpuestos, las águilas de alas explayadas,
las volutas entrelazadas o las hojas lobuladas inscritas en tallos, amén del
gusto por los temas procaces y las alusiones a la lujuria. Este estilo, cuyas
primeras manifestaciones las encontramos en Cantabria en los inicios del siglo
XII, arraigó profundamente en los talleres que recorrieron los valles de la
Cordillera Cantábrica durante toda la centuria. Así, pese a la evidente
evolución formal sobre todo palpable en la segunda mitad del siglo,
encontraremos ecos de este arte en monumentos como San Pedro de Tejada, Bercedo
(de hacia 1176) o los más tardíos de los Valles de Mena y Losa. En el caso que
nos ocupa, la construcción de la iglesia de San Miguel de Cornezuelo debe
rondar, en función de la datación relativa aportada por la de Crespos (1143),
los años finales de la cuarta década o los iniciales de la quinta del siglo
XII.
Con posterioridad a su erección, se grabó en el
muro meridional de la nave un muy borroso e incompleto epitafio en el que
leemos:
ERA MCCXXXVIII: MARIA: OBIT FAM(V) L
Pese a su carácter fragmentario, deja
constancia del fallecimiento, en la era de 1238 (año 1200), de la sierva de
Dios llamada María.
Finalmente, en el baptisterio adosado al norte
de la nave se conserva una pila bautismal de traza románica, con copa
semiesférica sobre tenante poco desarrollado y, a modo de garras, cuatro
figuraciones que pudieran corresponder a un Tetramorfos: un rostro humano, un
prótomo de león, un ave y una cuarta casi perdida.
San Martín del Rojo
La pequeña y hoy salvo por la tenacidad de su
único vecino prácticamente despoblada localidad de San Martín del Rojo se sitúa
en el Valle de Manzanedo, a apenas 10 km al oeste de Villarcayo y a poco más de
4 km al noroeste de Rioseco, desde cuyo arruinado monasterio parte la carretera
que muere en Villasopliz.
Con la inmediata Quintana del Rojo, apenas
separada por medio kilómetro, formaron un único núcleo de población,
erigiéndose entre ambos barrios como principal este de San Martín, emplazado
sobre un altozano. Sin embargo, el Libro Becerro de las Behetrías los considera
por separado, coincidiendo sólo en ser behetría de Pedro Fernández de Velasco,
pues en estos años centrales del siglo XIV únicamente Fuente Humorera se
refleja en el Becerro como propiedad del inmediato monasterio de Santa María de
Rioseco. No obstante, sabemos que los bernardos de Rioseco poseían bienes en
Quintana del Rojo, obtenidos por compra y trueque con la colegiata cántabra de
San Martín de Elines, y también en San Martín, al menos desde 1324, fecha del
testamento de doña Sancha Gómez de Porres quien les lega “todo lo que he en
Sant Martin del Rojo”. En 1337 doña Juana, hija de María Díaz de Rueda,
añadió al dominio monástico sus propiedades en “Sant Martin del Roijo”.
En junio de 1442 el abad de Rioseco y los
vecinos de San Martín del Rojo –“ayuntados en la eglesia de Santa Maria del
dicho logar segund que lo avemos de uso e de costumbre de nos ayuntar a
campanna tannida para nuestros negocios”–, firmaron una avenencia sobre los
términos respectivos y los derechos de pasto. En dicho compromiso actúa entre
los apoderados del pueblo el clérigo de San Martín, Juan Pérez. La sentencia de
dicho arbitrio fue emitida en julio del mismo año. El Cartulario de Rioseco
recoge la donación de un solar con su vivienda, efectuada en 1447 por el
monasterio a favor del citado clérigo de San Martín del Rojo, así como las
compras de diversas heredades en su término en 1453, 1454, 1459, 1503 y 1504.
Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción
En el extremo oriental y más elevado del
derruido caserío, rodeada por un pretil que delimita el recinto, se alza su
iglesia parroquial, modesto edificio de planta basilical levantado en buena
sillería labrada a hacha y con numerosas marcas de cantero, cuya estructura
románica sólo se ha visto alterada por el añadido de una espadaña barroca sobre
su hastial occidental y el cuerpo adosado al sur albergando la escalera de
caracol que le da servicio, la sacristía adosada al sur del presbiterio y la
reforma de las cubiertas de su nave, ésta única, dividida en tres tramos,
rematada por cabecera de breve tramo recto presbiterial y retranqueado ábside
semicircular, y con portada abierta en un antecuerpo del tramo medio.
Cúbrese la cabecera con bóveda de cañón en el
presbiterio y cascarón en el hemiciclo, ambas sobre imposta de nacelas
escalonadas. Da paso a la capilla, desde la nave, un arco triunfal doblado de
medio punto hoy deforme, apoyado en sendas semicolumnas alzadas sobre plintos,
basas molduradas con dos toros –el inferior con garras– y escocia recta.
Coronan estos soportes dos capiteles vegetales, de hojas nervadas con remate
avolutado y piñas en los ángulos el de la epístola –cuyo cimacio se decora con
trama de rombos y rombos partidos–, y hojas cóncavas con pitones superpuestas a
otras entorchadas en el del evangelio, de diseño similar a otras cestas de
Huidobro.
Ábside
Al exterior, el liso tambor absidal se reforzó
con sendos contrafuertes prismáticos que rematan en talud a la altura de la
cornisa, decorada ésta con puntas de diamante y soportada por canecillos, la
mayoría de simple nacela y otros ornados con un rabelista, una máscara
monstruosa, una figura femenina exhibicionista, un deteriorado personaje
sedente y prótomo de bóvido.
En el eje del hemiciclo se abre una estrecha
saetera de derrame interior, rodeada por un arco de medio punto ornado con un
bocel sogueado, motivo frecuente en la decoración de esta área septentrional de
la provincia y que se repite con profusión en el edificio.
Al costado meridional del presbiterio se adosó
una pequeña sacristía moderna cubierta con cielo raso, cuyo acceso interior
alteró la primitiva ventana que daba luz a la cabecera, restando únicamente de
ella el chaflán de su contorno, decorado con banda de contario y círculos
concéntricos, motivos que se repiten en el interior de la ventana absidal.
Ventana del ábside
Interior
La nave se articula en tres tramos hoy
cubiertos por sendas bóvedas de crucería simple de factura moderna que
sustituyen a la probable bóveda de cañón primitiva, reforzada por fajones
seguramente doblados que volteaban sobre responsiones prismáticos con
semicolumnas adosadas, éstos conservados y aprovechados como soportes de los
arcos y nervios actuales. En el muro sur del tramo oriental de la nave se abre
una estrecha ventana en torno a una saetera de derrame interior. Presenta hacia
la nave arco doblado de medio punto, el exterior ornado con un bocel sogueado y
dientes de sierra y el interno con dientes de sierra, sobre una pareja de
columnas acodilladas de basas áticas, cuyos capiteles muestran, el izquierdo dos
cabecitas, una masculina y otra femenina y bolas, y el derecho, sobre el fondo
liso de la cesta, un acróbata que alza inverosímilmente sus piernas, sujetas
con ambas manos al estilo de las típicas representaciones de las sirenas de
doble cola. Repite esta ventana al exterior su estructura, con arco de doble
rosca decorado con zigzag y chambrana de bocel sogueado y nueva hilera de
dientes de sierra, sobre cimacios de chaflán escalonado y una pareja de
columnas de capiteles sumariamente decorados con bolas, piñas, cabecitas
humanas y volutas.
Las dos parejas de semicolumnas sobre las que
apeaban los primitivos fajones se coronan con capiteles de similar rudeza de
talla, de los cuales el más interesante es el meridional del tramo más próximo
a la cabecera, decorado con dos músicos y una danzarina con los brazos en
jarras llevándose una mano al pecho, acompañados por curiosas aves –especie de
pavos reales similares a otras de Tartalés de los Montes y Condado de
Valdivielso–, que lucen aparatosos penachos; el músico de la cara que mira al
altar toca una gran viola con arco que parece sostener el propio pájaro que le
escolta, mientras que su compañero hace sonar un instrumento de viento,
fracturado como los brazos de la figura. Frente a éste, la cesta del muro norte
se orna con dos toscas y desproporcionadas parejas de cuadrúpedos enfrentados
dos a dos, cuyas largas patas se muerden mutuamente los de la cara occidental.
Los capiteles que delimitan el tramo occidental reciben, el del muro sur dos
mascarones humanos al que sendas rudísimas aves picotean la boca, flanqueando
la roseta incisa con talla en reserva que campea en el frente, y el del norte
una roseta similar esta vez acompañada por volutas, piñas y hojas lanceoladas y
nervadas.
Portada
La portada se abre en un antecuerpo del muro
meridional del tramo central, componiéndose de arco de medio punto levemente
peraltado y liso rodeado por cuatro arquivoltas profusamente decoradas, sobre
jambas escalonadas en las que se acodillan dos parejas de columnas.
La arquivolta interior decora su perfil
achaflanado con dientes de sierra excisos y ornamentales puntos de trépano, y
la segunda recibe un haz de tres boceles, más grueso el central.
La tercera se decora con tosquísimas
figurillas, dispuestas en sentido longitudinal, atadas por una cadena cuyos
eslabones discurren por la parte externa de la arquivolta, situándose en sus
extremos sendas figuras demoníacas: la más occidental es un demonio desnudo de
grotesco rostro y cabellos llameantes, que alza en su diestra una llave
mientras con la otra mano sujeta la cadena que arranca del grueso grillete de
su cuello; en el salmer derecho se dispone otro demonio, éste bajo la forma de
un ángel de cuya cabeza brotan dos grandes cuernos de carnero.
Entre ambos seres maléficos sufren el tormento
varias figuras humanas, encadenadas entre sí y con gruesas argollas rodeando
sus cuellos, en variadas actitudes: un personaje sedente con un libro abierto
sobre su regazo y alzando una cruz en su diestra, otro ataviado con túnica
corta que porta un báculo o cayado, uno más, quizá en actitud de baile, con los
brazos en jarras, y junto a él un músico haciendo sonar un instrumento de
viento, un portador de cayado que lleva su diestra al zurrón que porta en bandolera,
otro haciendo sonar el olifante, un tocador de viola con arco y otros dos muy
maltrechos, uno de los cuales porta un cayado del tipo visto. Más o menos en el
centro del arco, interrumpen esta serie de pecadores presas de sus vicios,
mensaje que ya vimos en Soto de Bureba, Bercedo, Almendres o Vallejo de Mena,
una cabeza monstruosa de puntiagudas orejas que devora por el tronco a una
figura que alza su brazo derecho y dos cabecitas encadenadas.
La arquivolta externa decora su chaflán con
rosetas de botón central y cruces inscritas en clípeos y talladas en reserva
–en los salmeres– y una sucesión de cruces resarceladas con puntos de trépano,
que más parecen querer imitar motivos propios de los herrajes que hacer alusión
a orden militar alguna, como peregrinamente han sugerido algunos autores.
Corre bajo los arcos una imposta de menudo
taqueado, salvo en el arco, donde ésta se sustituye por un reticulado con
bolitas que parece remedo del típico tallo vegetal con hojarasca. En los
capiteles de las dos parejas de columnas de la portada manifiesta el artífice
idéntica impericia a la hasta ahora vista. El exterior del lado izquierdo
muestra la cesta lisa, sólo decorada por dos tallos avolutados que penden del
dado central de su ábaco, ornándose el interior con un muy rasurado personaje
ataviado con túnica corta recogida con cinturón que alza sus manos asiendo un
tallo con una mano y alzando una especie de maza o lanza con la otra. El
interior del lado derecho del espectador muestra una pareja de aves afrontadas
bajo un mascarón monstruoso y tallo con brotes avolutados, con un pitón
gallonado entre ellas y simples puntos de trépano en forma de estrella y
recuadro ocupando el resto de la cesta, coronada por ábaco con dados. En el
capitel exterior asistimos al combate entre dos rasurados infantes que alzan
sus espadas y se protegen con muy perdidos escudos. Esta bárbara escultura,
obra popular de un cantero poco ducho en el arte del relieve, parece encontrar
su inspiración en los motivos recurrentes en los templos del entorno, como
Huidobro, Turzo, El Almiñé, Incinillas, Condado de Valdivielso, Almendres, etc.
Bajo idénticos parámetros se mueve la hilera de
canecillos que soportaban la perdida cornisa del primitivo tejaroz que coronaba
el antecuerpo, decorados con una cabecita sosteniendo un barril, un descabezado
personaje y un cuadrúpedo, un prótomo de cérvido, un probable acróbata y una
pareja de aves de cuellos entrelazados. Y similar rudeza, hasta el punto de
pensar en una misma poco ducha mano, volvemos a ver en la pareja de capiteles
hoy reutilizados –retallándolos en parte– en el moderno pórtico que recubre la
fachada meridional, procedentes del arco triunfal de la arruinada iglesia de
Fuente Humorera.
El más oriental es casi un remedo del de
temática juglaresca que vimos en el interior, con sendos músicos haciendo
sonar, uno un rabel cuyas cuerdas estira un ave emplazada sobre una hoja de
punta curva con bola, y el otro un instrumento de viento, flanqueando una
figura femenina con los brazos en jarras en actitud de danza. El otro capitel
insiste en la temática festiva, con una figura femenina que se lleva una mano a
la sien y la otra al vientre y una especie de domador que alza una fusta en su
diestra y sujeta las riendas de un caballo con la otra mano, ambos rodeados de
botones vegetales excavados e inscritos en clípeos con zigzag.
Al fondo de la nave, bajo el coro, se conserva
una sencilla pila bautismal de traza románica y copa semiesférica lisa sólo
ornada con un bocel en la embocadura, que mide 92 cm de diámetro por 61 cm de
altura, alzándose sobre un tenante cilíndrico con simple basa de 34 cm de alto.
El sabor popular del edificio y su escultura
monumental, unido al melancólico paisaje que la despoblación impone, convierten
a esta iglesia, a nuestro entender, en obligada referencia de la más rural y
auténtica expresión del maridaje entre fe y folclore, y ello en una fecha
imprecisa de la segunda mitad del siglo XII. Su estado de conservación, como el
de tantas otras, es preocupante.
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