Pintura
barroca de España
La pintura barroca
española es aquella realizada a lo largo del siglo
XVII y primera mitad del siglo XVIII en España. La
reacción frente a la belleza en exceso idealizada y las
distorsiones manieristas, presente en la pintura de comienzos de siglo,
perseguirá, ante todo, la verosimilitud para hacer fácil la comprensión de lo
narrado, sin pérdida del «decoro» de acuerdo con las demandas de la
iglesia contrarreformista. La introducción, poco después de 1610, de los
modelos naturalistas propios del caravaggismo italiano, con la
iluminación tenebrista, determinará el estilo dominante en la pintura
española de la primera mitad del siglo. Más adelante llegarán las influencias
del barroco flamenco debido al mandato que se ejerce en la zona, pero
no tanto a consecuencia de la llegada de Rubens a España, donde se
encuentra en 1603 y 1628, como por la afluencia masiva de sus obras, junto con
las de sus discípulos, que tiene lugar a partir de 1638. Su influencia, sin
embargo, se verá matizada por la del viejo Tiziano y su técnica de
pincelada suelta y factura deshecha sin la que no podría explicarse la obra
de Velázquez. El pleno barroco de la segunda mitad del siglo, con su
vitalidad e inventiva, será el resultado de conjugar las influencias flamencas
con las nuevas corrientes que vienen de Italia con la llegada de los
decoradores al fresco Mitelli y Colonna en 1658 y la de Luca
Giordano en 1692. A pesar de la crisis general que afectó de
forma especialmente grave a España, esta época es conocida como el Siglo
de Oro de la pintura española, por la gran cantidad, calidad y
originalidad de figuras de primera fila que produjo.
Clientes
y mecenas
La iglesia y las instituciones con ella
relacionadas (cofradías y hermandades), así como los particulares que
encargaban pinturas para sus capillas y fundaciones, continuaron
constituyendo la principal clientela de los pintores. De ahí también la
importancia de la pintura religiosa, que en
plena Contrarreforma se usará como un arma al servicio de
la Iglesia católica. Los pintores que trabajaban para ella se vieron
sometidos a limitaciones y al control de los rectores de los templos en cuanto
a la elección de los asuntos, como es lógico, pero también en el modo de
tratarlos, siendo frecuente que en los contratos se propusiesen los modelos que
el pintor debía seguir o se hiciese constar la necesaria conformidad del prior.
En sentido contrario, trabajar para la iglesia proporcionaba al pintor no
sólo una considerable fuente de ingresos, sino prestigio y consideración
popular al hacer posible la exposición pública de su trabajo.
En segundo lugar ha de considerarse el
patrocinio de la corte, que en el caso de Felipe IV permite
hablar de un «verdadero mecenazgo».
Desde Madrid Rubens escribía en 1628 a un amigo: «Aquí me dedico a
pintar, como hago en todas partes, y he hecho ya un retrato ecuestre de Su
Majestad, que le ha complacido mucho. Es verdad que la pintura le deleita
extremadamente, y en mi opinión este príncipe está dotado de excelentes
cualidades. Tengo trato personal con él, pues, como me alojo en palacio, viene
a verme casi todos los días». La decoración del nuevo Palacio del Buen
Retiro dio lugar a importantes encargos llevados a cabo con premura: a los
pintores españoles se les confió la decoración del Salón de Reinos, con
los retratos ecuestres de Velázquez, una serie de cuadros de
batallas, con las victorias recientes de los ejércitos de Felipe IV, y el ciclo
de Los trabajos de Hércules de Zurbarán, en tanto en Roma se
encargaron a artistas norteños, entre ellos Claudio de
Lorena y Nicolas Poussin, dos series de países con
figuras para la Galería de los Paisajes. Otro ciclo fue el
encargado en Nápoles a Giovanni
Lanfranco, Domenichino y otros artistas de más de treinta cuadros de
la historia de Roma, al que pertenecía el Combate de
mujeres de José de Ribera. La prohibición de trasladar cuadros de
otros palacios reales y las prisas de Olivares por completar la
decoración del nuevo palacio forzaron a la compra de numerosas obras a
coleccionistas particulares, hasta totalizar los cerca de 800 cuadros que
colgaron de sus paredes. Entre los vendedores se contaba Velázquez, quien en
1634 vendió al rey La túnica de José y La fragua de Vulcano,
pintadas en Italia, junto con algunas obras ajenas, entre ellas una copia de
la Dánae de Tiziano, cuatro paisajes, dos bodegones y otros dos
cuadros de flores.
Inmediatamente se procedió a decorar
la Torre de la Parada. El núcleo principal estuvo constituido por el ciclo
de sesenta y tres pinturas mitológicas encargadas en 1636 a Rubens y su taller,
de las que el pintor dio los diseños y se reservó la ejecución de catorce.
Los paisajes, vistas de los sitios reales, se encargaron en esta ocasión a
pintores españoles (José Leonardo, Félix Castelo y otros), y Velázquez contribuyó
con los filósofos Esopo y Menipo y el retrato
de Marte.
El viejo Alcázar también vio
notablemente incrementada su colección de pintura. Algunas de las nuevas
adquisiciones del monarca despertaron por igual admiración y quejas; así, cuando
en 1638 salieron de Roma La bacanal de los andrios y la Ofrenda
a Venus, dos de las obras más admiradas de Tiziano, hubo un coro de
protestas entre los artistas de la ciudad. Se procedió además a una
reordenación de sus fondos, con la participación de Velázquez, dando prioridad
a los criterios estéticos. Así, en la planta baja del ala del mediodía, en las
llamadas Bóvedas de Tiziano, se reunió un conjunto singular de treinta y
ocho lienzos, con las Poesías encargadas por Felipe II a Tiziano,
reunidas ahora con la Bacanal y algunas otras pinturas del veneciano,
la Eva de Durero, las Tres Gracias de Rubens y algunas
más de Jordaens, Ribera y Tintoretto cuyo denominador común era
la presencia femenina, en su mayor parte con desnudos. Para completar esta serie
de remodelaciones partió Velázquez a Italia en 1648, con el encargo de comprar
estatuas y contratar a un especialista en pintura al fresco, encargo que
finalmente recayó en Angelo Michele Colonna y Agostino Mitelli.
Entre tanto se continuó trabajando en el Alcázar y así, por ejemplo, en 1649
a Francisco Camilo se le encargaron una serie de escenas de
las Metamorfosis de Ovidio que no contentaron al rey.
Dentro del patrocinio cortesano han de
considerarse también los decorados escenográficos. Para las
representaciones teatrales del Buen Retiro se trajo a
los ingenieros italianos Cosme Lotti y Baccio del
Bianco, que introdujeron las tramoyas y los juegos de mutaciones
toscanas. Francisco Rizi fue durante muchos años el director de los
teatros reales y se conservan algunos de los dibujos de sus telones, en los que
participaron también otros artistas, como el granadino José de Cieza,
pintor de perspectivas, que obtendría por ello el codiciado título de
pintor del rey.
Las decoraciones efímeras de fachadas y arcos
triunfales en ocasiones festivas, patrocinadas por los ayuntamientos o por los
gremios, constituyeron otra fuente de encargos de pintura principalmente
profana. Especialmente famosas fueron, por los testimonios literarios y algunas
estampas que de ellas se han conservado, las entradas en Madrid
de Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, y de las dos esposas
de Carlos II, María Luisa de Orleáns y Mariana de Neoburgo,
en las que participaron artistas del relieve de Claudio Coello.
En cuanto a la clientela privada es difícil
hacer generalizaciones a la vista de los datos disponibles. Podría decirse que
la nobleza, en términos generales, se mostró poco sensible al arte,
concentrando sus esfuerzos en la dotación de capillas privadas. Pero algunos
miembros de la alta nobleza, especialmente los más cercanos al rey y quienes
desempeñaron tareas de gobierno en Italia y Flandes, reunieron grandes
colecciones y, en ocasiones, caso de los virreyes de Nápoles con
Ribera o de Olivares con Alonso Cano, actuaron como auténticos mecenas.
Entre ellos se encontraban «algunos de
los más ávidos coleccionistas de Europa». Para la primera mitad del
siglo Carducho mencionaba veinte importantes colecciones madrileñas
entre las que destacaban las del marqués de Leganés, con predilección por
la pintura flamenca, y la de Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, almirante
de Castilla, que habiendo recibido de su madre, Vittoria Colonna, una
importante colección de obras devotas, la amplió con no pocas mitologías, con
originales o copias de Rubens, Tiziano, Correggio o Tintoretto. Esta
predilección por la pintura extranjera redujo sin duda los encargos a pintores
españoles, pero ha de tenerse en cuenta que muchas obras figuraban en los
inventarios sin nombre de autor y, cuando lo llevaban, no siempre se trataba de
originales. Gaspar Méndez de Haro, marqués del Carpio, con una
impresionante colección de más de dos mil piezas, entre las que destacaba
la Venus del espejo de Velázquez, contaba también con obras de Juan
van der Hamen y Angelo Nardi, junto con otras de pintores de segunda
fila como Gabriel Terrazas y Juan de Toledo, además de copias de Rubens,
Tiziano y el propio Velázquez hechas por Juan Bautista Martínez del Mazo.
En la colección de los duques de Benavente, donde no faltaba pintura flamenca e
italiana, el núcleo lo constituían las pinturas de Murillo, cerca de
cuarenta. Excepcional era la colección del nuevo almirante, Juan Gaspar
Enríquez de Cabrera, protector de Juan de Alfaro, por la ordenación casi
museística de sus fondos. Sus cuadros se distribuían en salas temáticas
dedicadas a los países, los bodegones y las marinas, al lado de otras
consagradas a los grandes maestros: Rubens, Rafael, Bassano, Ribera
y Pedro de Orrente, cada uno con su propia pieza separada. Otra más se
dedicaba a los eminentes españoles, donde colgaba el Sueño del
caballero de Pereda junto a obras
de Antolínez y Carreño.
Tampoco pueden extraerse conclusiones generales
en lo que se refiere a otras clases sociales, ante la ausencia de estudios
globales. Siendo común la posesión de pinturas como parte
del ajuar doméstico, podría resultar exagerado en muchos casos hablar
de auténtico coleccionismo. Los inventarios toledanos de la segunda mitad del
siglo conservados, algo más de doscientos ochenta, con 13.555 pinturas, podrían
dar pistas sobre el género de pinturas que se conservaban en las casas: 5866
(43,92%) de asunto religioso por 6424 de asunto profano (48%, resto sin
especificar), ocupando los primeros lugares los países y los temas alegóricos.
El porcentaje de pintura religiosa era mayor cuanto más se descendía en la
escala social, llegando a representar el 52,83% entre los artífices y
oficiales, por solo un 33% de pintura profana. En el extremo opuesto, las
colecciones de pintura de los canónigos de la catedral, con 62 cuadros de
promedio, estaban formadas por un 59% de asuntos profanos frente a un 37% de
asuntos religiosos. La variedad, con todo, era enorme, y se pueden encontrar
desde colecciones formadas exclusivamente por pinturas religiosas hasta otras,
como la un desconocido llamado Antonio González Cardeña, que tenía en Madrid en
1651 algo más de cincuenta pinturas entre las que no había ninguna de Jesús ni
de la Virgen, pero sí catorce de «unos
payses y apóstoles», un Paraíso terrenal, diez naturalezas muertas, un
bodegón de Snyders (la única de la que se daba nombre de autor), seis
lienzos de asuntos de historia y batallas, una marina, seis perspectivas con
historias no especificadas, un número indeterminado de «liencecitos de flores», unas «gladiadoras»,
otro de «una mujer desnuda y un mozo
tocando el órgano», dos del rapto de Helena, otro del rapto de Europa y uno
más de Neptuno.
Los
pintores y su consideración social
Otra circunstancia que debe tenerse en cuenta
es la escasa consideración social en que se tenía a los artistas, al ser
considerada la pintura como un oficio mecánico, y como tal sujeto a las
cargas económicas y exclusión de honores que pesaban sobre los
menospreciados oficios bajos y serviles, prejuicios que sólo serían
superados en el siglo XVIII. A lo largo de todo el XVII los pintores lucharon
por ver reconocido su oficio como arte liberal. Fueron célebres los
pleitos por evitar el pago de la alcabala. Los esfuerzos de Velázquez
por ser admitido en la Orden de Santiago buscaban también ese
reconocimiento social. Muchos tratados teóricos de esta época, además de
proporcionar datos biográficos sobre los artistas, representaban un
esfuerzo por dar mayor dignidad a la profesión. Entre los tratadistas estuvieron Francisco
Pacheco, Vicente Carducho y el aragonés Jusepe Martínez,
defensores en lo formal de los valores y la estética del clasicismo, con
una tendencia hacia el idealismo mayor de la que se aprecia en las obras
realmente producidas, muy influidas por el naturalismo tenebrista.
Los gremios, en ocasiones dominados por
los doradores, y los talleres donde se formaban los artistas, sin embargo,
actuaron muchas veces en sentido contrario. También era contraria a la dignidad
de la pintura, a juicio de Palomino, la costumbre de los pintores modestos de
tener tienda abierta como era usual entre los artesanos. La iniciación
profesional, muy temprana, no favorecía la formación intelectual, siendo pocos
los artistas que mostraron una genuina preocupación cultural. Entre las
excepciones, Francisco Pacheco, el maestro de Velázquez, buscó siempre rodearse
de intelectuales con los que se carteaba. También Diego Valentín
Díaz en Valladolid tenía una biblioteca de 576 volúmenes (145
Velázquez), pero algunas otras bibliotecas eran francamente modestas e incluso
podían no disponer de ningún libro. Caso extremo era el de Antonio de
Pereda, quien según Palomino era analfabeto aunque le gustaba hacerse leer
libros.
Tras el Concilio de Trento la iglesia
trató de imponer normas morales más rígidas en cuestiones de
sexualidad. Se publicaron algunos tratados que en defensa de
la castidad reprobaban pintar desnudos, encabezados por la
extensa Primera parte de las excelencias de la virtud de la castidad de
fray José de Jesús María, editada en 1601. Buscando obtener su prohibición se
publicó anónimamente en Madrid en 1632 la Copia de los pareceres y
censuras (...) sobre el abuso de las figuras, y pinturas lascivas y
deshonestas; en que se muestra que es pecado mortal pintarlas, esculpirlas, y
tenerlas patentes donde sean vistas. Algunos de los teólogos consultados, sin
embargo, no se mostraban igual de intransigentes, recordando que los desnudos
eran utilizados también en la iglesia para la pintura de Adán y Eva y otros
santos y mártires. Contrario también a los desnudos en pintura, fray Juan de
Rojas y Auxá se vio obligado a reconocer su abundancia en la colección real,
proponiendo como remedio cubrirlos con velos cuando hubiese damas delante.
Estos prejuicios ante el desnudo se trasladaron a los pintores incidiendo en su
formación. Así Francisco Pacheco, que se decía censor de las pinturas
sagradas en su decencia y culto, aconsejaba a los pintores que hubiesen de
retratar el desnudo femenino imitar cabezas y manos del natural y estudiar el
resto a través de estampas y de estatuas. Sin embargo, mediado el siglo se
generalizaron las academias, que fomentaban el estudio con modelo vivo,
siempre masculino. Un testimonio gráfico de ellas dejó José García
Hidalgo en sus Principios para estudiar el nobilísimo arte de la
pintura (1693), no obstante hacerse él mismo eco de iguales prejuicios.
Los
géneros
Pintura
religiosa
Para Francisco Pacheco el fin principal de la
pintura era persuadir a los hombres a la piedad y llevarlos a Dios. De ahí
el aspecto realista que adoptará la pintura religiosa de la primera
mitad del siglo y la rápida aceptación de las corrientes naturalistas, al
permitir al fiel sentirse formando parte del hecho representado.
El lugar privilegiado es el retablo mayor de
los templos, pero abundan también las obras para
la devoción particular y proliferan los retablos menores,
en capillas y naves laterales. A semejanza del retablo de El Escorial,
divididos en calles y cuerpos, suelen ser mixtos, de pintura y escultura. En la
segunda mitad del siglo, y a la vez que se imponen los grandes retablos de
orden gigante, se produce una tendencia a eliminar las escenas múltiples y a
dar un desarrollo más amplio al episodio central. Es el momento glorioso de la
gran pintura religiosa, antes de que, ya a finales del siglo, quede
frecuentemente relegada al ático, siendo el cuerpo principal del retablo obra
de madera y talla. En esta etapa del pleno barroco, a la vez que bajo la
influencia de Luca Giordano, presente en España, se pintan al fresco
espectaculares rompimientos de gloria en las bóvedas de las iglesias, se harán
corrientes las representaciones triunfales (Apoteosis de San
Hermenegildo de Francisco de Herrera el Mozo, San
Agustín de Claudio Coello, ambas en el Museo del Prado) en
composiciones dominadas por las líneas diagonales y desbordantes de vitalidad.
Las imágenes de los santos de mayor
devoción proliferan en todos los tamaños y son frecuentes las repeticiones
dentro de un mismo taller. Los santos preferidos –además de los recientemente
canonizados como Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de
Loyola o San Isidro- lo son por su vinculación con alguno de los
aspectos en los que mayor insistencia pone la Contrarreforma:
la penitencia, ilustrada por las imágenes de San Pedro en lágrimas,
la Magdalena, San Jerónimo y otros santos penitentes.
La caridad, a través de la limosna (Santo Tomás de Villanueva) o
la atención a los enfermos (San Juan de Dios, Santa Isabel de Hungría),
junto con algunos mártires como testigos de la fe.
El culto a la Virgen, como el culto
a San José (fomentado por Santa Teresa) aumenta en la misma medida en
que será combatido por los protestantes. Motivo iconográfico
característicamente español será el de la Inmaculada, con todo el país, encabezado
por los monarcas, empeñado por voto en la defensa de ese dogma aún no definido
por el Papa. Por razones semejantes la adoración a la Eucaristía y
las representaciones eucarísticas cobran creciente importancia (Claudio
Coello, Adoración de la Sagrada Forma de El Escorial). Los temas
evangélicos, muy abundantes, frecuentemente serán tratados con la misma idea de
combatir la herejía protestante: la Última Cena refleja el momento de
la consagración eucarística; los milagros de Cristo harán referencia
a las obras de misericordia (así, la serie de pinturas de Murillo
para el Hospital de la Caridad de Sevilla). Por el contrario, son escasas las
representaciones del Antiguo Testamento, dadas las reservas que su lectura
ofrecía a los católicos, y los temas elegidos lo son en tanto que se
interpretan como anuncios de la venida de Cristo o son modelos de ella (así el
Sacrificio de Isaac, con un significado analógico al de la pasión de Cristo).
Los
géneros profanos
Se desarrollaron en España otros géneros,
además con unas características propias que permiten hablar de una Escuela
Española: el bodegón y el retrato. La expresión «pintura de bodegón» aparece ya
documentada en 1599. El austero bodegón español es diferente de las
suntuosas «mesas de cocina» flamencas;
a partir de la obra de Sánchez Cotán quedó definido como un género de
composiciones sencillas, geométricas, de líneas duras, e iluminación
tenebrista.
Juan de Espinosa: Bodegón de uvas,
manzanas y ciruelas, 1630, óleo sobre lienzo, 76 × 59 cm, Museo del Prado;
ejemplo de bodegón típico español de la primera mitad del siglo.
Se alcanzó tal éxito que muchos artistas
siguieron a Sánchez Cotán: Felipe Ramírez, Alejandro de Loarte, el
pintor cortesano Juan van der Hamen y León, Juan Fernández, el
Labrador, Juan de Espinosa, Francisco Barrera, Antonio
Ponce, Francisco Palacios, Francisco de Burgos Mantilla y otros.
También la escuela sevillana contribuyó a definir las características
del bodegón español, con Velázquez y Zurbarán a la cabeza.
Este bodegón característico español, no exento de influencias italianas y
flamencas, vio transformado su carácter a partir de la mitad del siglo, cuando
la influencia flamenca hizo que las representaciones fueran más
suntuosas y complejas, hasta teatrales, con contenidos alegóricos. Los cuadros
de flores de Juan de Arellano o las vanitas de Antonio
de Pereda o Valdés Leal son el resultado de esta influencia
foránea sobre lo que hasta entonces era un género marcado por la sobriedad.
Por el contrario, la pintura de
costumbres o de género, a la que los tratadistas se referían
propiamente como pintura de bodegón, distinta de la pintura de flores y de
frutas, a pesar de la atención que le dedicó Velázquez, apenas tuvo
cultivadores. Descalificada agriamente por Carducho, únicamente se pueden
mencionar alguna obra de Loarte y el conjunto de lienzos que se han
venido atribuyendo a Puga, hasta que ya a mediados de siglo y con destino
al mercado nórdico Murillo recoja una imagen del vivir callejero en sus escenas
de niños mendigos y pilluelos.
Por lo que se refiere al retrato, se consolidó
una forma de retratar propia de la Escuela Española, muy alejada de la pompa
cortesana del resto de Europa; en esta consolidación resultará decisiva la
figura del Greco. El retrato español hunde sus raíces, por un lado, en la
escuela italiana (Tiziano) y por otro en la pintura hispano-flamenca
de Antonio Moro y Sánchez Coello. Las composiciones son
sencillas, sin apenas adornos, transmitiendo la intensa humanidad y dignidad
del retratado; éste, a diferencia de lo que es general en
la Contrarreforma no forzosamente resulta alguien de gran importancia
social, pues lo mismo se retrata a un rey que a un niño mendigo.
Puede verse un ejemplo en el notable El pie varo, también llamado El
patizambo que José de Ribera pintó en 1642. Se distingue de
los retratos de otras escuelas por esa austeridad, el mostrar descarnadamente
el alma del representado,
cierto escepticismo y fatalismo ante la vida, y todo ello
en un estilo naturalista a la hora de captar los rasgos del modelo,
alejado del clasicismo que paradójicamente defendían por lo general los
teóricos. Como es propio de la Contrarreforma, predomina lo real frente a lo
ideal. El retrato español, así consolidado en el siglo XVII con los
magníficos ejemplos de Velázquez, pero también con los retratos de
Ribera, Juan Ribalta o Zurbarán, mantuvo estas características hasta
la obra de Goya.
En menor medida, pueden encontrarse temas
históricos y mitológicos, de los que algunos ejemplos han sido
señalados ya a propósito del coleccionismo. En cualquier caso, si se compara
con el siglo XVI, hubo un aumento notable de pinturas mitológicas, al no
ir destinadas exclusivamente a las residencias reales y establecerse una
producción de lienzos independientes que, lógicamente, estaban al alcance de un
mayor público y permitían una variedad iconográfica mayor. El paisaje,
lo que se conocía como pintura «de países»,
como el bodegón, fue considerado un tema menor por los tratadistas, que
colocaban la representación de la figura humana en la cima de la
figuración artística. En sus Diálogos de la pintura, Carducho consideraba
que los paisajes serían, como mucho, adecuados para una casa de campo o lugar
de retiro ocioso, pero que siempre serían más valiosos si se enriquecían con
alguna historia sacra o profana. Del mismo tenor son las palabras de Pacheco en
su Arte de la pintura, que recordando los paisajes que hacen artistas
extranjeros (menciona a Brill, Muziano y Cesare Arbasia, de
quien habría aprendido el español Antonio Mohedano) admite que «es parte en la pintura que no se debe
despreciar», pero sigue la tradición al advertir que son asuntos «de poca gloria y estimación entre los
antiguos». Los inventarios post mortem revelan, sin embargo, que
fue un género muy estimado por los coleccionistas, aunque al ser raro que en
ellos se diesen los nombres de los autores no es posible saber cuántos fueron
producidos por artistas españoles y cuántos fueron importados. A diferencia
de lo que ocurre, por ejemplo, con la pintura holandesa, en España no hubo
auténticos especialistas en el género, a excepción, quizá,
del guipuzcoano activo en Sevilla y colaborador de
Murillo Ignacio de Iriarte, aunque algunos pintores como Francisco
Collantes y Benito Manuel Agüero en Madrid son conocidos por sus
paisajes con o sin figuras, género en el que también las fuentes mencionan con
elogio al cordobés Antonio del Castillo.
Escuelas
Durante la primera mitad del siglo los más
importantes centros de producción se localizaron
en Madrid, Toledo, Sevilla y Valencia. Pero aunque sea
habitual clasificar a los pintores en relación con el lugar donde trabajaron,
esto no sirve para explicar ni las grandes diferencias entre los pintores ni
tampoco la propia evolución de la pintura barroca en España. En la segunda
mitad de siglo, decaen en importancia Toledo y Valencia, centrándose la
producción pictórica en Madrid y en Sevilla principalmente aunque nunca dejase
de haber pintores de cierto relieve repartidos por toda la geografía española.
Primera
mitad del siglo XVII
La escuela
madrileña
A comienzos de siglo trabajaban
en Madrid y Toledo una serie de pintores directamente relacionados
con los artistas italianos que vinieron a trabajar al Monasterio de El
Escorial; los ejemplos paradigmáticos son Eugenio Cajés (1575-1634)
y Vicente Carducho (1576/1578-1638). En la escuela del Escorial se
formaron también Sánchez Cotán y Francisco Ribalta. Influidos
por la presencia en Madrid de Orazio Borgianni y las pinturas
de Carlo Saraceni adquiridas para la catedral de Toledo por el cardenal Bernardo
de Sandoval y Rojas, buen coleccionista y atento a las novedades de Italia,
trataban los temas religiosos con mayor realismo que en la pintura
inmediatamente anterior, pero sin incurrir en esa pérdida del decoro que en
Roma tantos reprochaban a Caravaggio. Pueden ser recordados en este
orden Juan van der Hamen (1596-1631), que pintó
tanto bodegones como escenas religiosas y retratos, Pedro Núñez
del Valle, que se titulaba «Académico
romano», influido tanto por el clasicismo boloñés de Guido Reni como
por el caravaggismo y que pintó paisajes además de pintura religiosa,
y Juan Bautista Maíno (1578-1649), quien viajó también a Italia donde
conoció y se dejó influir por la obra de Caravaggio y Annibale Carracci, y
que realizó obras de colores claros y figuras escultóricas.
EUGENIO
CAJÉS de FUENTES
(Madrid, 1575/1574-Madrid, 15 de diciembre de 1634)
Fue uno de los pintores más característicos del
primer tercio del siglo XVII español y uno de los pilares
fundamentales del naturalismo madrileño.
Su figura fue reconocida ya en su época,
así Lope de Vega, con quien trabó amistad e intereses artísticos, lo cita
en el Laurel de Apolo. También encontramos su figura en la literatura
artística posterior (Jusepe Martínez, Antonio Palomino).
Se consideran discípulos suyos a los
pintores Antonio de Puga, Luis Fernández, Antonio de
Lanchares y Jusepe Leonardo.
Cajés es una de las formas de castellanización
de Cascese, topónimo toscano y apellido del pintor aretino Patricio Cajés,
padre de Eugenio, que se estableció en Madrid en 1567 para ejercer como pintor
y decorador de paramentos al servicio de Felipe II y otros clientes.
Patricio se casó en 1573 con Casilda de Fuentes en la parroquia de San
Sebastián. En el mismo templo fue bautizado Eugenio el 10 de enero de 1574,
siendo el mayor de 8 hermanos.
Eugenio empezaría a formarse en el taller de su
padre y, según Jusepe Martínez, estudió mucho tiempo en Roma. Bajo la
tutela de Patricio, Eugenio aprendería las técnicas del fresco, el estuco y el
dorado decorativo que luego aplicaría en encargos posteriores. Según declara en
su testamento Pantoja de la Cruz, con quien trabó amistad Cajés, también
habría aprendido la talla en marfil, pero no se conoce ninguna obra.
En 1598 Cajés contrae matrimonio en Madrid con
Felipa de Ávila y Manzano, la hija de un carpintero de El
Escorial fallecido al caer de un andamio, y se instala de la calle del
Baño. Del matrimonio nacieron tres hijas y un hijo. Comienza entonces su
prolífica actividad en la Corte donde, además de pintar, reivindicó la creación
de una academia de pintura y la exención de gravámenes para el ejercicio de su
oficio al considerarlo un arte liberal. Entre las numerosas obras ubicadas
en iglesias de la capital que cita Palomino, solo un San Francisco
sostenido por los ángeles, permanece en su ubicación original en
la Capilla del Obispo.
En 1604 recibe junto con su padre el encargo de
un retablo para San Felipe el Real, al que debe pertenecer el lienzo con
el Abrazo de San Joaquín y Santa Ana (Madrid, Real Academia de
San Fernando). En ese mismo año recibió el pago del encargo de copiar dos
obras de Correggio, entonces en la Colección Real: Leda y el
cisne y el Rapto de Ganimedes, regaladas entonces a Rodolfo II,
donde demuestra su capacidad para reproducir la característica morbidezza del
maestro italiano. Cultivó entonces también el género del retrato, como
demuestra el Retrato del cardenal Cisneros (Universidad
Complutense de Madrid).
Entre 1607 y 1609 trabajó en la decoración de
la sala de Audiencias del palacio del Pardo, donde además realizó otros
trabajos en colaboración con su padre y con Vicente Carducho, pintor con
el que trabajará en numerosas ocasiones en adelante. Juntos acometen los
frescos de la capilla del Sagrario de la catedral de Toledo en 1615 y
los retablos mayores del monasterio de Guadalupe (1618)
y Algete (1619). Paralelamente, Cajés trabaja en algunos lienzos de
gran formato en Toledo donde muestra un estilo propio ya formado. Son de esta
época el San Pedro crucificado de la Catedral, La Anunciación del Convento
de Santo Domingo el Antiguo y, en particular, la Santa
Leocadia del templo homónimo, relacionada formalmente con otra pintura de
Cajés: La Virgen con el Niño del Museo del Prado.
En 1628 solicita la plaza de ujier de cámara,
que es estimada por el monarca, aunque no llegó a hacerse efectivo el
nombramiento.
De los años finales de su producción
son La Asunción (1629) y El Martirio de San Felipe (1630)
de la parroquia de Torrelaguna o el Cristo en el Calvario antes
de la Crucifixión (Museo del Prado). En estos mismos años pinta
una Historia de Agamenón que colgó en el Alcázar y hoy
perdida, y trabajó en dos lienzos de batallas de gran formato para
el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, dejándolos
inacabados al morir en 1634. De estos, Carducho terminó La expulsión de
los holandeses de la isla de San Martín por el marqués de Cadereita, obra
perdida en la Guerra de la Independencia, y Antonio de Puga y Luis
Fernández La recuperación de San Juan de Puerto Rico, en el Museo del
Prado.
Eugenio Cajés fue enterrado en la iglesia
de San Felipe el Real de Madrid.
Son constantes en su obra un estilo delicado,
de suaves líneas y rostros dulces e inexpresivos. Su estilo evidencia el
influjo de Correggio y de Maíno en la morbidez de sus
formas y en un modelado de gran plasticidad que hace muy característica la
forma de pintar de Cajés. Incorpora también en sus pinturas un claroscuro
intimista de vinculación caravaggista y una mayor libertad respecto
de sus contemporáneos en el uso del dibujo, como se aprecia en los muchos
diseños conservados de su mano.
Su pintura va a evolucionar a partir de la
influencia de los pintores de El Escorial y
del Manierismo reformado, de donde aprende a elaborar composiciones
equilibradas, con figuras de complexión ancha, canon alargado,
colores ácidos y un tratamiento muy voluminoso de los paños.
Conforme va madurando estilo, incorpora cada
vez más aspectos del primer naturalismo bajo el influjo
de Bartolomé y Vicente Carducho, apreciándose ecos de la obra
de Sebastiano del Piombo y Ribalta: la paleta se hace más
contenida, su técnica más ligera y segura, en las figuras domina la
monumentalidad y la verticalidad y se aprecia un mayor control de los efectos
quebrados y mórbidos de los paños.
La fábula
de Leda
1604. Óleo sobre lienzo, 165 x 193 cm. Museo
del Prado
Este lienzo es uno de los pocos ejemplos de
pintura mitológica clásica con personajes desnudos que se realizaron
en España durante el primer tercio del siglo XVII. Representa un
episodio más de los relatos que sobre los amores de Júpiter pueden
encontrarse en los textos de Ovidio. Aquí se representa una de las
argucias utilizadas por el padre de los dioses del Olimpo para
conseguir el amor de Leda, hija de Testio, rey de Etolia y esposa
de Tíndaro, rey de la ciudad de Esparta, quien a pesar de sus
insinuaciones le rechaza. Él toma la forma de un cisne para así engañarla y
conseguir el amor de la mortal. Corno resultado de esta
unión, Leda dará a luz dos huevos de cisne; del primero nacerán los
gemelos Cástor y Pólux y del segundo Helena. En otra de las
versiones literarias el parto será de un solo huevo, del que
surgirán Pólux y Helena. La escena se desarrolla en un poblado
bosque. Leda y Júpiter, como cisne, están situados en el eje
central mientras que los grupos de damas, amorcillos y aves se distribuyen a
derecha e izquierda de la composición. El original de Antonio Allegri "Correggio" (1489-1534) formaba
parte de una serie de cuatro lienzos que relataban los amoríos de Júpiter,
encargados por Federico II Gonzaga al parecer para ser regalados al
emperador Carlos V; así pasarían a formar parte de las colecciones reales
españolas. Se sabe también que Antonio Pérez, que fue secretario
de Felipe II hasta caer en desgracia, poseía un ejemplar de esta
composición, que se describe en el documento realizado para la subasta de sus
bienes en 1585. El pintor Eugenio Cajés, hijo del también pintor
italiano Patricio Cajés, que había venido a España a trabajar en
el Monasterio del Escorial, había nacido en Madrid en 1571. Seguramente
estudió con su padre y posteriormente estuvo en Roma durante cuatro
años. En 1612 fue nombrado pintor del rey y además de trabajar para la Corte lo
hizo también para iglesias, conventos y clientela privada. Muere en 1634
mientras pintaba para el Salón de Reinos del Palacio del Buen
Retiro. Cajés pinta esta magnífica copia en 1604, por encargo del
rey Felipe III, poco antes de la salida del lienzo original
de España para ser entregado a Rodolfo II en Praga. El
19 de agosto de este año, el pintor recibe el pago de 1.500 reales por la
realización de esta y otra copia del Rapto de Ganímedes, también
de Correggio, cuyo original se conserva hoy en el Museo de Historia
del Arte de Viena. La fábula de Leda posteriormente paso a formar
parte de la colección de la reina Cristina de Suecia, perteneció al duque
de Orleans, regente de Francia, cuyos herederos la vendieron al rey
de Prusia.
Actualmente se conserva en el Museo
de Berlín. Gracias a la fidelidad de esta copia, podemos conocer cómo fue
el original antes de sufrir diferentes daños en el siglo XVIII. Entre
otras mutilaciones, la cabeza de Leda fue cortada y posteriormente
destruida; la que hoy ocupa su lugar, con una inclinación menos acusada, es
producto de las diferentes restauraciones recibidas a lo largo de su historia.
La obra llegó al Museo del Prado desde las colecciones reales
españolas. Puede comprobarse su localización en los inventarios
del Alcázar de Madrid realizados en 1636 y 1734, fecha en la que se
salvó del incendio ocurrido en el palacio ocupado por los Austrias.
La
recuperación de San Juan de Puerto Rico
1634 - 1635. Óleo sobre lienzo, 290 x 344
cm. Museo del Prado
El hecho representado es la defensa y
recuperación de la bahía de Puerto Rico ante el ataque, en septiembre de 1625,
de una escuadra holandesa mandada por el almirante Balduino Enrique (Boudewijn
Hendrickszoon). Contando con diecisiete naves y un nutrido cuerpo de
desembarco, los holandeses entraron en la bahía el 25 de septiembre, y en los
dos días siguientes ocuparon el espacio comprendido entre la ciudad y el
castillo de San Felipe, defendido por el gobernador don Juan de Haro. El sitio
del castillo, batido por la artillería holandesa desde la torre
del Cañuelo y el alto llamado del Calvario, duró 28 días, y finalizó,
tras negarse Haro por dos veces a la rendición y ser incendiada la ciudad por
los holandeses, el 22 de octubre, día en que una salida de la guarnición
española, al mando del capitán don Juan de Amézqueta, con grande riesgo,
el agua a la cinta, obligó a los holandeses a reembarcar, según relató
Gonzalo de Céspedes y Meneses en su Primera parte de la historia de
don Felipe III, rey de Españas, publicada en 1631. El episodio
terminó al abandonar los holandeses el puerto el 3 de noviembre, dejando tras
sí 400 muertos y una nave de 500 toneladas con 30 piezas de artillería que
quedó encallada. Según muestran las cartas de pago y el propio testamento
de Cajés, el pintor quedó encargado de realizar dos cuadros de batallas
para el Salón de Reinos, por los que recibiría 700 ducados: esta obra y
otra con La expulsión de los holandeses de la isla de San
Martín por el marqués de Caldereita (desaparecido desde la Guerra de
la Independencia tras ser seguramente sustraído por Sebastiani o algún
otro general francés). Pese a que este último estaba, según Cruz y Bahamonde,
firmado y fechado en 1634, parece seguro que Cajés, que murió el 15 de
diciembre de ese año, no llegó a hacer, por sí solo, ninguno de ellos y que
dejó al menos uno sin terminar. El 1 de Marzo de 1635, el pintor Antonio
Puga declaró en su testamento que había trabajado en casa de Cajés,
por orden de éste, en los cuadros del Salón de Reinos, y, el 14 de abril
del mismo año, Luis Fernández recibió 800 reales por haber acabado
el cuadro de pintura que dejó comenzado Eugenio Caxés. Como han hecho
notar Angulo y Pérez Sánchez, lo más probable es que Puga trabajara en
ambos lienzos realizando los paisajes y que Fernández se encargará de
terminas los primeros términos de uno de ellos, quizá de éste, si es verdad que
el otro estaba firmado en 1634. Los mismos autores han señalado que la factura
de este lienzo no encuentra paralelo en la producción de Cajés, y han
sugerido la posibilidad de que la composición fuese proporcionada por Carducho.
Los personajes del primer término son, con seguridad, el gobernador Juan de
Haro, y probablemente, Juan de Amézqueta, quien comandó la salida del fuerte.
Tras ellos aparecen las tropas españolas empujando a los holandeses hacia el
mar y varias naves enemigas. Una de ellas, con la bandera tricolor de
los Países Bajos en su arboladura, debe ser la que quedó encallada.
En tierra se muestra el caserío incendiado por los holandeses. Se ha señalado
que el fondo presenta un sorprendente parecido con el paisaje real. Este lienzo
es uno de los cincuenta cuadros elegidos durante la Guerra de la Independencia
para el Museo Napoleón. Devuelto de Francia el 10 de junio de 1816, entró en el
Museo en 1827.
La Virgen
con el Niño y ángeles
1618. Óleo sobre lienzo, 160 x 135 cm. Museo
del Prado
La Virgen sostiene en su regazo al Niño
dormido, mientras le adora con las manos unidas en un delicado gesto. A su
alrededor, pequeños grupos angélicos admiran al pequeño Redentor desde el
rompimiento celestial, mientras otros sostienen los pañales y flanquean a la
Virgen, apoyándose sobre la cuna -cuya ejecución contiene matices del
incipiente naturalismo pictórico-, pudiendo contemplarse al fondo el hueco
arquitectónico que nos asoma a la carpintería de San José. En esta obra Cajés realiza
una conjunción entre el tenebrismo caravaggiesco y la morbidez aún manierista
de Correggio. El resultado, de aspecto amable y delicado, expresa una
evidente asimilación de conceptos del arte italiano de su época, como
resultado, sin duda, de su estancia de aprendizaje en Roma, donde entra en
contacto con el círculo del Caballero de Arpino. Parece especialmente
unido a Correggio, por cuestiones técnicas, corno la similitud en la forma
de modelar las figuras, así como por haberle sido encomendadas las copias de
varias obras mitológicas del autor italiano por el rey Felipe III, acercándose
de esta manera aún más a su técnica. Suele mencionarse la similitud de sus
obras con las de Giovanni Lanfranco, aunque Cajés parece más
preocupado por la experimentación con el color y el moderado claroscuro que
por la corrección en el dibujo. Entre sus contemporáneos españoles aparece
especialmente unido a Vicente Carducho, con el que colaboró en diversas ocasiones.
Ambos serán los pintores de mayor prestigio en Madrid hasta la llegada
del joven Velázquez y su promoción en la corte. Se conservan dibujos
preparatorios de esta obra en el Museo del Prado y en la Colección
Witt de Londres.
La Asunción
de la Virgen
1603. Óleo sobre lienzo, 140 x 71 cm. Museo
del Prado
Obra muy significativa del gusto
de Cajés por su colorido refinado, las formas de sus figuras son aún
manieristas siendo su técnica libre y suelta. El rompimiento luminoso, en el
que sitúa la corona de ángeles que hacen coro a la Virgen, evoca su paso por Italia y
el contacto que pudo tener con artistas del ambiente clasicista próximos
a Lanfranco. En ella también aparecen sus característicos angelotes
rollizos y mofletudos y la mórbida suavidad con la que modela sus figuras,
tiñendo siempre sus rostros de una lechosa blancura que recuerda métodos
próximos a Correggio, artista por el que debió sentir especial interés,
según se desprende de alguna copia excelente que pintó. El lienzo procede de
las Colecciones Reales y la fecha de 1603, que parece leerse en su firma, le
convierte en la primera obra conocida de su extensa producción.
La Natividad
Hacia 1610. Óleo sobre lienzo, 70,2 x 80,5
cm. Museo del Prado
Esta Natividad, siendo una pintura que por
tema y estilo pictórico resulta característica de la producción de Cajés,
es una de las composiciones más delicadas e intensas de este artista madrileño
que, junto con Vicente Carducho (h. 1576-1638), fue un referente
fundamental de la pintura madrileña del primer tercio del siglo XVII.
Esta pintura se dio a conocer en 1992, fecha en
la que fue adquirida por Plácido Arango. Nada se sabe de su primera
procedencia, aunque por su formato y sus dimensiones, y por el carácter íntimo
de la composición, parece pensada para un ambiente devocional privado, en el
que el espectador pudiera sentirse próximo a esta imagen doméstica, un nocturno
sutilmente iluminado, donde el Niño duerme plácidamente arropado por la Virgen
y velado por un san José que une sus manos en gesto de fervorosa oración. Se ha
sugerido también que pudo realizarse para una pequeña capilla conventual; de
hecho, Antonio Palomino mencionó como de este artista un
nacimiento del Hijo de Dios en una capillita que está junto a la pila
del agua bendita (Palomino 1724, vol. III, p. 301) en la iglesia de
San Martín de Madrid. La referencia a un espacio bautismal parece
apropiada para esta composición, aunque la cita también puede servir para otros
ejemplares, como La Sagrada Familia con ángeles (Elche, colección
particular) o La Adoración del Niño Jesús que en 2009 era propiedad
de Christopher González-Aller. Para el profesor Pérez Sánchez (1994)
este es un asunto que Cajés repitió a lo largo de su carrera, bien
por interés propio o por la buena aceptación que estos temas tenían entre su
clientela más próxima.
La fecha de realización, hacia 1610, se
corresponde con un periodo especialmente brillante en la carrera de este
artista, cuando llevaba dos años al servicio del rey y su pintura mostraba una
intención inequívoca de originalidad o, como refirieron Angulo Íñiguez y Pérez
Sánchez, una manifiesta voluntad estilística (1969, p. 216), que le
distingue de entre los pintores de la escuela madrileña, incluido Vicente
Carducho, el pintor de origen florentino con el que compartió numerosos
encargos. Los modelos figurativos de Cajés se caracterizan por unas
formas robustas, plenas, pero que al dotarlas de perfiles suaves, mórbidos, y
de una iluminación contrastada, se perciben como figuras evanescentes,
inaprensibles. Se aproximan desde luego a la producción de Antonio Allegri
da Correggio (1489-1534), de quien tuvo ocasión de ver y de copiar algunas
de sus pinturas presentes en las colecciones reales españolas. Con todo, el
modo de concebir la composición en una escena nocturna, cargada de silencio y
quietud, recuerda sobre todo a Luca Cambiaso (1527-1585), pintor
genovés cuya presencia en El Escorial resultó decisiva en la primera
formación de Cajés.
VICENTE
CARDUCHO,
(Florencia; 1576 o 1578 - Madrid; 1638)
Pintor y tratadista de arte barroco de
origen italiano, cuya actividad artística se desarrolló en España,
maestro de pintores como Francisco Fernández, Pedro de Obregón, Francisco
Collantes, Bartolomé Román y Félix Castello.
Aunque nacido en Italia, se traslada muy joven
a España siguiendo a su hermano Bartolomé, quien había sido contratado
por Felipe II para la magna obra del Monasterio de El Escorial como
pintor de frescos y retablos; en su taller aprendió el oficio,
impregnándose de su estilo, entre el clasicismo y el manierismo pos
renacentista. Tras la realización de diversos trabajos menores para la corte
española, su primera gran obra es el retablo Predicación de San Juan
Bautista, para el Monasterio de San Francisco de Madrid, de
concepción muy atrevida para la época (dos cuadros procedentes de esta serie se
conservan en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando).
Discípulo y ayudante de su hermano, tras la
muerte de éste en 1609 adquiere su misma posición como pintor de cámara del
rey, encargándose de la decoración de una galería en el Palacio Real de El
Pardo, con cuadros referentes a la hazañas de Aquiles.
En 1618, y ya como pintor del rey Felipe
III, colaboró en el altar mayor del Monasterio de Guadalupe, situado en
la provincia extremeña de Cáceres, entonces monasterio de la orden
jerónima. Pintó también el retablo mayor del Real Monasterio de la
Encarnación, en Madrid, entre 1613 y 1617, presidido por una
monumental Anunciación (conservada in situ, aunque el retablo
fue modificado posteriormente). En colaboración con Eugenio Cajés realizó en
1619, por 720 ducados, los tres lienzos que se conservan en la calle derecha
del Retablo Mayor de la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Algete (Madrid): Nacimiento (que
aparece firmado: "Vicentius
Carductius p.../fecit. 1619), La Adoración de los Magos y La
Ascensión del Señor.
Carducho debió de ver con suspicacias, cuanto
menos, la rápida ascensión en la Corte de un joven pintor procedente de
Sevilla: Diego Velázquez, a quien acusó de «sólo saber pintar cabezas»,
sugiriendo que era incapaz de idear composiciones complejas. Tal vez por esta
rivalidad, y con la intervención de Juan Bautista Maíno, el rey Felipe
IV convocó en 1627 un concurso entre sus pintores de cámara con
el tema La expulsión de los moriscos en 1609. Concurrieron al
mismo Velázquez, Angelo Nardi, Eugenio Cajés y el propio
Carducho. El premio fue para Velázquez, aunque no se conserva el cuadro con el
que ganó, pues resultó destruido en el incendio del Alcázar de Madrid de 1734.
Lo único que se conserva de este concurso es un magistral dibujo de Carducho.
Hasta la llegada de Velázquez, Carducho
fue la personalidad más influyente de la escuela madrileña de pintura,
exponiendo sus concepciones artísticas en el libro Diálogos de la pintura,
su defensa, origen, essencia, definición, modos y diferencias al gran
monarcha... Felipe IIII... Síguense a los Diálogos, Informaciones y pareceres
en sabor del Arte, escritas por varones insignes en todas letras (Madrid:
Fr. Martínez, 1633; hay edición moderna de Calvo Serraller: Madrid:
Turner, 1979), donde demuestra la profundidad de su cultura humanística,
habiendo leído a tratadistas de arquitectura como Marco Vitruvio, Sebastiano
Serlio y Andrea Palladio. En ese año y por su influencia, consiguió
reducir un impuesto sobre pinturas que era una pesada carga sobre los
artistas de la época, y cuatro años más tarde logró la supresión total del
mismo; poseía una concepción aristocrática del artista, quien a su juicio debía
poseer una formación filosófica y humanista, por más que en la época se consideraba
al pintor poco menos que a un mayordomo y un trabajador manual. Fue amigo
de Lope de Vega y de Luis de Góngora y protegido del Duque
de Lerma y, a través de él, de Felipe III, aunque no dejó de irle
bien durante el reinado de Felipe IV, de forma que, cuando el valido del
monarca, el Conde-Duque de Olivares, impulsó la construcción y decoración
del Palacio del Buen Retiro, recibió encargos importantísimos para
su Salón de Reinos y fue uno de los más contratados para cantar las
gestas bélicas en la Guerra de los Treinta Años. En la década de los
treinta pintó, por ejemplo, para el Palacio del Buen Retiro, La victoria
de Fleurus, La expugnación de Rheinfelden y El socorro
de la plaza de Constanza. Esta concepción de la pintura como arte liberal
y no mecánica le hizo desestimar, al menos cara a la galería, la obra de Caravaggio y
los temas de género, aunque es innegable que recibió la influencia de su
claroscuro tenebrista.
Además de sus trabajos para la realeza, trabajó
para gran cantidad de parroquias y conventos, destacando en esta faceta sus
obras para el Monasterio del Paular.
Obras
Cuadros del Monasterio
de El Paular
La obra maestra de Carducho fue la realización
entre 1626 y 1632 de 56 grandes cuadros para cubrir otros
tantos huecos en el claustro de la cartuja de Santa María de El
Paular, situado en el valle del Lozoya, en la vertiente madrileña de
la sierra del Guadarrama. Estos 56 cuadros de diez metros cuadrados cada
uno, conocidos como la serie cartujana, le valieron 130.000 reales del
prior Juan de Baeza, quien fue el que le encargó el trabajo, y narran la
vida del fundador de la orden, san Bruno de Colonia, así como la historia
de la orden cartuja. En su taller de la calle de Atocha, auxiliado por sus
discípulos Bartolomé Román (1596-1659) y Félix Castello (nieto
del Bergamasco), llevó a cabo el encargo, que le tuvo ocupado durante seis
años. Con la desamortización en 1835 fueron repartidos
entre diversos museos e instituciones de España, pero sorprendentemente - y
tras muchas vicisitudes - se conservan 52 de los 54 cuadros del ciclo (dos se
perdieron, probablemente quemados por los republicanos en Tortosa, en cuyo
Museo Municipal se hallaban depositados, durante la Guerra Civil Española,
1936-1939).
Tras la exclaustración de los cartujos en 1835,
el monasterio estuvo abandonado hasta que en 1954 el Gobierno
del General Franco lo cedió en usufructo vitalicio a la orden de
San Benito. Tras nueve años de trabajo, en el verano de 2006 se finalizó la
restauración de los 52 cuadros del ciclo. Ello fue posible merced a los
desvelos del estudioso alemán Werner Beutler y de los responsables
del Museo del Prado. La tarea fue difícil, teniendo en cuenta que cada uno
de los "mediopuntos" mide
3,45 x 3,15 metros, y que el estado de conservación de casi todos era
lamentable. Destacan en especial como obras maestras de este conjunto
la Conversión de San Bruno, la Aparición de la Virgen a un hermano
cartujo o la Muerte de San Bruno. Unos cuadros narran milagros,
apariciones, éxtasis, pesadillas monstruosas y aparatosos martirios, a manera
de una gran novela visual, mientras que otros poseen, como valor añadido, el
anecdótico; por ejemplo, en Muerte del venerable Odón de Novara aparecen
retratos del propio pintor y de su amigo Lope de Vega.
En agosto de 2009 se llevaron a cabo
unas importantes obras de restauración y climatización del claustro, precisas
para poder obtener el retorno de la serie cartujana de Vicente Carducho a su
lugar original proceso que culminó en 2011 con la reinstalación de
los 52 lienzos supervivientes de los 56 originales (54 del ciclo más otros 2
que representaban el escudo de la orden y el de Felipe IV).
Vicente
Carducho narra las historias en un tono equilibrado. Aunque abunden los temas
de martirio no pone especial énfasis en subrayar la nota fuerte de la tragedia
–él no pinta ningún cartujo del tono del mercedario San Serapio, de Zurbarán-,
como tampoco sobresale por la expresión mística de sus personajes. El compone
la historia sabiamente, los personajes adoptan las actitudes más adecuadas, el
conjunto produce una impresión de monumentalidad y equilibrio, un tanto vacío,
a veces, pero siempre grato. “Esta serie
es una de las de carácter monástico más numerosos y antiguas que se pintan en
España durante el siglo XVII. Desde este punto de vista, desempeña papel de
primer orden dentro de nuestra pintura seiscientista.”
Carducho realizó este monumental encargo en su
taller de la calle de Atocha, auxiliado por sus discípulos Bartolomé Román
(1596-1659) y Félix Castello (nieto del Bergamasco), y entregaba los cuadros a
medida que los iba realizando en la madrileña Hospedería del Paular. Por el
conjunto de su trabajo le pagaron la suma de ciento treinta mil reales.
Entre tan copiosa serie, mencionamos como
algunos de los más notables cuadros: “Entrevista
del Papa y S. Bruno”, “Muerte del
Venerable Odón de Novora”, “S. Bruno
renunciando a la mitra de Regio”, “Dom
Bosson, General de la Orden, resucita a un albañil muerto”, “La virgen de los Cartujos”, “La humildad de San Hugo”, “S. Dionisio cartujano”, “Martirio de monjes y conversos de la cartuja
de Londres”, “San Hugo toma el hábito
de cartujo”, “Muerte del padre
Laudino en la cárcel”, “Aparición de
la Virgen a S. Juan Fort”, “Aparición
del padre Basilio de Borgoña a S. Hugo de Linconln, su discípulo”, “El milagro de las aguas”, etc.
A poco de producirse la desamortización, estos cuadros constituyeron de las
primeras presas de los desamortizadores, pasando, en 1836, al efímero Museo de
la Trinidad y, en 1870, al del Prado, donde permanecieron almacenados hasta
1896, en que se inició la almoneda o saldo de los mismos, “repartiéndose por diversas provincias, sin método de ninguna clase”.
Su destino actual es el siguiente; 16 en el Museo del Prado, 14 en la Escuela
de Bellas Artes de la Coruña, (de los cuales han sido restaurados, debido a que
la sala es pequeña para los cuadros se suelen ir cambiando), siete en la
catedral de Córdoba, seis en el Palacio Arzobispal de Valladolid y dos en cada
uno de los siguientes sitios: monasterio de Poblet, cartuja de Miraflores,
Museo Municipal de Poblet, Palacio episcopal de Jaca, Museo de Zamora y
Universidad de Sevilla.
Conversión
de san Bruno.
El pintor italiano inicia su serie dedicada a la vida y milagros de san Bruno
con la conversión a cartujo a raíz de ver cómo se castigaba a un hombre
inocente. En este lienzo se puede observar la perfección de las proporciones y
el uso de colores primarios.
El
milagro del manantial.
La representación de los cartujos, con sus vestimentas blancas, alabando el
milagro del manantial le sirve a Vicente Carducho como ejercicio pictórico para
ordenar las figuras humanas y destacarlas ante la naturaleza, aunque en
dependencia de esta.
San Bruno
renuncia al arzobispado. Tras la visita al papa Urbano II y la cesión del
arzobispado en el Reggio di Calabria (Roma), san Bruno rechaza su cargo y se
dedica de pleno a la vida monacal en la cartuja.
La virgen
María y san Pedro se aparecen a los primeros cartujos. La diferencia entre el
mundo superior, celestial, y el terrenal se puede apreciar en este cuadro que
muestra una de las apariciones a los cartujos. El lienzo tuvo que ser
restaurado fotográficamente debido a los grandes daños que sufría.
San Bruno
reza en la soledad de la torre de Calabria. La vida de cartujo incluye el silencio
de un retiro espiritual, el rezo por las personas perdidas y la meditación
intelectual. Además, en este cuadro se puede apreciar el retrato del entorno
que rodea las cartujas.
Muerte de
San Bruno.
Con la pintura de la muerte de san Bruno Carducho imitó los métodos de
Caravaggio y mostró su capacidad para utilizar todas las técnicas
renacentistas.
Visión de
Dionisio Rickiel.
Carducho fue capaz de distribuir luces en la inmensidad del lienzo y mostrar la
conexión entre la vida de estudioso y ermitaño y la espiritual.
Aparición de la virgen a un cartujo. En esta aparición, Carducho expone los miedos y las inseguridades de los cartujos a pesar de su aislamiento y dedicación intelectual. La inclusión de figuras monstruosas las utiliza a menudo para distinguir entre pensamientos y realidad.
Muerte
del venerable Ódon de Novara. Obra de Vicente Carducho. 1632. Lienzo 337 x
299302 cm. Museo del Prado.
En este caso se ofrece la muerte del fundador,
el venerable Odón de Novarra que, tendido en un pobre lecho de paja, tapado con
un manta de arpillera, recibe la visión de Cristo en gloria. La escena en sí no
tiene mayor complicación, pero hay varios elementos que llaman la atención. En
primer lugar, tenemos un prodigioso bodegón en primer plano, con extrema
sencillez y detallismo material, al estilo naturalista. Después destaca el
contraste entre la pobreza de la celda y el esplendor de la visión divina. Una
efigie de la Virgen corona el lecho. Otro elemento importante es el coro de
frailes que visita al moribundo, entre los cuales se hallan retratados el
propio autor, Vicente Carducho, de perfil riguroso. Además se ha querido ver a
su amigo, el poeta Lope de Vega, a su derecha.
En Julio de 2011 por fin volvieron los cuadros de Vicente Carducho al
Monasterio madrileño de Rascafría de El Paular, en la imagen observamos que ya
están recolocados sobre los muros del claustro que los alojó desde 1632 hasta
1834. Los lienzos han sido restaurados por los talleres del Museo del Prado.
Además de las pinturas del Paular, las
principales obras de Carducho se encuentran actualmente en el Museo del
Prado.
·
La
predicación de San Juan Bautista
·
La
visión de San Antonio.
En 1634-1635 le fueron encomendados a Vicente
Carducho tres cuadros de grandes dimensiones, destinados a decorar
el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, dentro de un
ciclo pictórico en el que intervinieron otros grandes artistas,
como Zurbarán, Velázquez o Maino. La decoración de esta estancia, uno
de los programas decorativos más ambiciosos del barroco español, estaba
destinada a conmemorar la gloria de la monarquía hispánica, mezclando cuadros
alusivos a triunfos militares recientes con escenas mitológicas. Carducho fue
el artista que más obras aportó al conjunto, después de Zurbarán y Velázquez. A
pesar de ello, sus obras no alcanzan el nivel de las de sus rivales, que
pintaron obras maestras como La rendición de Breda (Velázquez)
o La recuperación de Bahía de Todos los Santos (Maino). Los tres
cuadros de batallas de Carducho, conservados hoy en el Museo del Prado, son:
·
La
victoria de Fleurus, que conmemora la victoria en 1622 de Gonzalo de
Córdoba, al frente del ejército de Felipe IV, sobre las tropas protestantes
alemanas en Fleurus (Bélgica).
·
La
expugnación de Rheinfelden conmemora la liberación de esta ciudad suiza
por las tropas españolas al mando de Gómez IV Suárez de Figueroa y
Córdoba, III duque de Feria, en 1633.
·
El
socorro de la plaza de Constanza, en recuerdo del levantamiento del asedio que
en 1633 consiguió el III duque de Feria.
Martirio
de san Ramón Nonato
Finales del siglo XVI - Primer tercio del siglo
XVII. Óleo sobre lienzo, 210 x 139,5 cm. No expuesto.
Citado, junto con su compañero el Martirio
de san Pedro Armengol por Ponz: Esta Iglesia de
Mercedarios Descalzos tiene un altar mayor, cuya arquitectura, estatuas, y
pinturas se acompañan muy bien. Estas últimas son de Vicente Carducho, que
también hizo el San Pedro Armengol, y el San Ramón, que están en la Sala
Capitular, y antes en los colaterales.
Identificado erróneamente en el Museo
Nacional de la Trinidad como San Pedro Nolasco al ponerle los
mahometanos un candado en la boca. Siguiendo dicho inventario Cruzada
Villaamil (1865) lo tituló Martirio de San Pedro Nolasco. Tormo
(1927) lo identificó ya correctamente al enumerar las pinturas entonces
en San Jerónimo el Real: V. Carducho, San Ramón Nonato amordazado
con candado por los infieles (144, firmado, procedente de la Merced).
Predicación
de San Juan Bautista, 1610
Desde su original ubicación en San Francisco el
Grande en 1803 pasó, por regalo o por compra, a manos de Manuel Godoy. En
1813 fue seleccionado para formar parte del Museo Napoleón en París, siendo
devuelto a España un año más tarde. Poco después una Real Orden de 28 de abril
de 1816, comunicada por el protector Pedro Cevallos dispuso que se
entregaran a la Academia "todas las
pinturas existentes en dicho Palacio [Buenavista] y que fueran de Don Manuel
Godoy".
En 1871 este lienzo se incluyó en Cuadros selectos de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando, una colección de estampas que pretendía
divulgar el conocimiento de las obras más singulares de la institución y, a la
vez, fomentar el arte del grabado. Fue dibujada y grabada por Bartolomé Maura.
La imagen está acompañada de un texto firmado por José María Avrial.
La visión
de San Antonio de Padua, 1631
Óleo sobre lienzo. Medidas: 227 x 170 cm.
Hermitage. San Petersburgo
Milagroso
regreso de San Juan de Mata
1634 - 1635. Óleo sobre lienzo, 237 x 236
cm. Museo del Prado
Formó parte de la serie de doce lienzos sobre
las vidas de San Félix de Valois y San Juan de Mata, fundadores
de la Orden de la Santísima Trinidad de Redención de Cautivos, pintada por
Carducho en 1634 para la iglesia del convento de la Trinidad Descalza en Madrid,
donde fue visto por Palomino, Ponz y Ceán Bermúdez.
Todas las historias pintadas por Carducho
-religiosas o profanas- las concibe y ejecuta dando a entender que no le
producen ningún esfuerzo la invención de sus composiciones, ya que todos los
personajes que las intengran se mueven con holgura en sus grandes lienzos. El
sentido de la claridad compositiva es lo más logrado e incluso la presencia, en
ocasiones, de grandes escenarios arquitectónicos, de líneas sencillas y clásicas
refuerzan esta impresión.
Socorro
de la plaza de Constanza
1634. Óleo sobre lienzo, 297 x 374 cm. Museo
del Prado
Este cuadro celebra la liberación de la plaza
suiza de Constanza del sitio a que estaba siendo sometida por las
tropas suecas del general Horn, que pretendían cortar la comunicación de las
tropas imperiales con las españolas de la Valtelina y del Milanesado.
Junto a La expugnación de Rheinfelden y El socorro de Brisach es
uno de los tres cuadros que conmemoraron en el Salón de Reinos las
victorias del ejército de Alsacia, mandado por don Gómez Suárez de
Figueroa, duque de Feria, en 1633. La elección de estos hechos de armas,
que tuvieron lugar pocos meses antes de que se decidiera el programa del Salón,
respondió, sin duda, como han señalado Brown y Elliott, al deseo del
conde-duque de presentar 1633 como un nuevo annus mirabilis, buscando
reforzar su posición. Los mismos autores han subrayado que el conde-duque podía
atribuirse, en cierto modo, las victorias del duque de Feria, ya que la
iniciativa de formar el ejército de Alsacia con el fin de expulsar a
los suecos y sus aliados de las márgenes del Rin superior había sido suya, y
también había sido él quien había conseguido los medios económicos para la
empresa.
En el lienzo, el duque de Feria aparece
en el primer plano, a caballo, sobre una elevación del terreno, ocupando
prácticamente la mitad izquierda del lienzo. Viste media armadura, valona tiesa
transparente y sombrero empenachado, y luce la banda roja de general. Mira
hacia el espectador ostentando en la mano izquierda la bengala o bastón de
mando. A su lado corre un paje de lanza, y tras él aparece un grupo de
caballeros con armadura entre los que es posible que esté representado el
teniente general Geraldo Gambacurta, que mandaba la caballería. Al fondo
aparece la ciudad de Constanza, en el lago del mismo nombre, y en los
planos intermedios se desarrolla la batalla, con diversos reductos militares y
las tropas de infantería y caballería recorriendo el campo. La apariencia
del duque de Feria es, lógicamente, la misma que presenta en La
expugnación de Rheinfelden. No parece, sin embargo, que Carducho pudiera
retratarlo del natural para la ocasión, ya que el duque murió, inesperadamente,
en enero de 1634, en una fecha en la que la serie de lienzos de batallas
estaría ya planificada, pero en la que probablemente aún no se habían efectuado
los encargos a los pintores que participaron en ella, que debieron formalizarse
en la primavera de 1634. En el caso de Carducho, el único documento publicado
hasta ahora sobre su participación en el programa es una carta de pago, de 29
de julio de 1634, por la que sabemos que recibió 400 ducados a quenta de
lo que huviere de haver por los quadros que pinta para adorno del quarto Real
del buen Retiro. Como signo de su alta posición en la corte, solo
oscurecida por la de Velázquez, Carducho fue el único pintor al que se
encargaron tres lienzos de batallas para el Salón de Reinos. Es probable,
por otro lado, que la participación de su discípulo Félix Castelo se
debiera a su influencia. Quizá como muestra de orgullo, fue el único artista
que firmó y fechó todos sus cuadros, identificando además, en las cartelas, la
batalla representada y el general protagonista de ella.
Victoria
de Fleurus
1634. Óleo sobre lienzo, 297 x 365 cm. Museo
del Prado
Esta pintura representa la batalla librada
en Fleurus, cerca de Bruselas, el 29 de agosto de 1622, entre las
tropas de la Liga Católica, comandadas por el general don Gonzalo
Fernández de Córdoba, y las de la Unión Protestante, bajo el mando del
conde Ernesto de Mansfeld y del príncipe Christian de Brunswick.
La importancia de la victoria estribó en haber librado Bruselas, gobernada
por Isabel Clara Eugenia, de la amenaza de las tropas protestantes, que
habían entrado en los Países Bajos por el Hainaut. La batalla,
en la que entraron en liza 6.000 jinetes y 7.000 infantes por parte de los
protestantes, y 2.000 jinetes y 8.000 infantes por parte de la Liga
Católica, se saldó con la derrota de aquéllos, que dejaron sobre el campo,
además de sus banderas y la escasa artillería con que contaban, 1.200 muertos.
Las bajas de la Liga Católica apenas llegaron a 200 muertos y 400
heridos. La noticia de la victoria, cuyo alcance se vería reducido por el hecho
de que las tropas protestantes vencidas y puestas en fuga lograron unirse poco
después a las holandesas, llegó a Madrid el 19 de septiembre, dando
lugar a una comedia de Lope de Vega titulada La mayor victoria
de Alemania o La nueva victoria de don Gonzalo de Córdoba.
Por su parte, Quevedo hizo una extensa descripción de la batalla en
su Mundo caduco y desvarios de la edad. Don Gonzalo de Córdoba, hijo
del cuarto duque de Sessa y hermano del quinto, había nacido en Cabra (Córdoba)
en 1585 y moriría en 1635 en Montalbán (Teruel). Luchó con sólo dieciocho años
en las galeras del segundo marqués de Santa Cruz y después prestó, como
general, importantes servicios de armas en Flandes, el Palatinado e Italia.
La victoria de Fleurus le valió el título de príncipe de Maratea,
concedido por Felipe IV en 1624. Cuando se pintó el cuadro del Salón
de Reinos su reputación se había visto, sin embargo, arruinada al fracasar
en 1626 en su intento de tomar Casale. En el Gabinete de Dibujos y Estampas de
los Uffizi se conserva un dibujo con dos jinetes, procedente de la
colección Santarelli, y atribuido por éste y los historiadores posteriores
a Antonio Tempesta, pero que, como mostró Pérez Sánchez, es un
estudio preparatorio para el grupo del primer plano de este cuadro. El
propio Pérez Sánchez ha recordado que, en el momento de su muerte,
Carducho poseía varios volúmenes de grabados de Tempesta. Parece lógico deducir
que las escenas de batallas pintadas por Carducho, Cajés, Castelo y
Leonardo, que muestran planteamientos similares, tuvieran como principal fuente
de inspiración los grabados de Tempesta, aunque también se han aducido otras
posibles fuentes como los grabados de Maarten van Heemskerck con
victorias de Carlos V y los de Giovanni Stradano con victorias de
los Medici.
Expugnación
de Rheinfelden
1634. Óleo sobre lienzo, 297 x 357 cm. Museo
del Prado
Bernardo Monanni, secretario de la embajada
florentina en Madrid, haciéndose eco, sin duda, de la inscripción del
ángulo inferior derecho, en la que se alude, además de a Rheinfelden, a
Waldzut, Sechim (Säckingen) y Laufenburg, todas ellas plazas cercanas a la
primera, se refirió al cuadro como el socorro de las tres ciudades
del Rhin por el duque de Feria. El duque aparece en el
primer término, de pie, sobre un promontorio al abrigo de unas rocas, dando
órdenes a sus oficiales. Luce la misma armadura y tocado que en la escena
con El socorro de la plaza de Constanza, y señala con la mano derecha
el campo de batalla, sosteniendo con la izquierda la bengala o bastón de mando.
Al pie del ribazo, a un nivel más bajo, un escudero trae el caballo del
general. En los planos intermedios aparecen un pelotón de jinetes con armadura,
del escuadrón del duque, y la caballería, mandada por el teniente general
Geraldo Gambacurta; algunos jinetes descienden al galope, por un camino junto
al acantilado, para acudir al auxilio de las tropas que luchan en la vega ante
la plaza fuerte. Al fondo se muestra, con profusión de detalles, el asalto a la
ciudad, con soldados escalando los muros y parte de las tropas penetrando por
las puertas y por una brecha abierta en las murallas. Denotando la victoria,
sobre uno de los torreones cilíndricos, un soldado de las tropas españolas
tremola la bandera blanca con el aspa roja de Borgoña. Como en La
victoria de Fleurus, Carducho ha representado con precisión en el plano
intermedio, ante las murallas, el orden de batalla de los tercios, con los
piqueros formando grupos compactos de hasta treinta filas y los mosqueteros en
los flancos de estos grupos. La victoria de Rheinfelden, celebrada
por Felipe IV con una función religiosa en la iglesia del monasterio
de San Jerónimo el Real de Madrid, dejó a los españoles dueños de la
línea de comunicación entre Constanza y Basilea. Un dibujo
preparatorio para este lienzo se conserva en el Bristish Museum. Su composición
apenas difiere de la definitiva, si bien el oficial al que se dirige el duque
en el primer término aparece cubierto con casco y las murallas de Rheinfelden apenas
están indicadas. Por otro lado, en el dibujo aparecen inscritos, de mano del
artista, los nombres de la ciudad asediada, Rheinfelden, y el de las otras
dos insinuadas en la lejanía, arriba a la izquierda, Brisach y Basilea.
Volk ha señalado que el grupo de los dos escuderos y el caballo que aparecen
tras el duque procede de la escena de San Juan de la Mata despidiéndose de
sus padres que pintó Carducho hacia 1623 para el convento de trinitarios
descalzos de Madrid.
San Juan
de Mata se despide de sus padres
1634 - 1635. Óleo sobre lienzo, 238 x 232
cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución
Formó parte de la serie de doce lienzos sobre
las vidas de san Félix de Valois y San Juan de Mata, fundadores
de la Orden de la santísima Trinidad de Redención de cautivos,
pintada en 1634 para la iglesia del convento de la Trinidad Descalza en Madrid,
donde fue visto por Palomino, Ponz y Ceán Bermúdez.
Todas las historias pintadas por Carducho
-religiosas o profanas- las concibe y ejecuta dando a entender que no le
producen ningún esfuerzo la invención de sus composiciones, ya que todos los
personajes que las intengran se mueven con holgura en sus grandes lienzos. El
sentido de la claridad compositiva es lo más logrado e incluso la presencia, en
ocasiones, de grandes escenarios arquitectónicos, de líneas sencillas y
clásicas refuerzan esta impresión.
Santa
Inés, 1637
Óleo sobre lienzo, 212 x 125 cm. Museo del
Prado. Depósito en otra institución
Esta obra y Santa Catalina fueron
realizadas por Vicente Carducho para los retablos colaterales del
altar mayor del Convento de Trinitarios descalzos de Madrid,
desde donde pasarían al Museo de la Trinidad y más tarde al Museo
del Prado. Carducho trabajó para este convento durante los primeros años de la
década de 1630. Concretamente, el 4 de mayo de 1632 contrata la realización del
retablo mayor de su iglesia, que se le paga en julio de 1634. De noviembre de
este último año, data otro contrato del convento con el pintor para realizar
catorce cuadros: doce de ellos constituirían una serie sobre la Vida de San
Juan de Mata y los dos restantes, sobre los cuales el contrato no
especifica nada, serían los dos lienzos con santas destinados a los retablos
colaterales del altar mayor.
El inventario realizado en el convento en 1836
por los comisionados de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando,
describe así estos dos cuadros en la iglesia: Santa Catalina, de cuerpo
entero, con la cabeza del tirano debajo del pie izquierdo. / Santa Ynés, de
cuerpo entero, con el cordero sobre un libro. Cada uno de ellos mide 7 pies y
medio de alto por 4 y medio de ancho, es decir, 2,08 x 1,25 mts., aprox. y
ambos llevan al margen en el inventario la calificación de medianos. Por
sus dimensiones y características, estos lienzos se corresponden sin duda con
los números (Santa Catalina) y (Santa Inés) del inventario
actualizado del Museo del Prado. Ambos responden a la descripción ofrecida
en el inventario de 1836 y miden 2,13 x 1,26 mts. y 2,12 x 1,25 mts.
respectivamente, medidas que casi coinciden totalmente con las expresadas en
pies. El segundo de ellos, está además firmado por Vicente Carducho en
1637, fecha muy próxima a la firma de su último contrato con el convento que
como vimos data de noviembre de 1634.
El motivo de que estas dos santas ocupen un
lugar destacado en la iglesia del convento, se debe a su condición de patronas
de la Orden trinitaria, junto con la Virgen del Remedio. El patronazgo
de santa Inés se apoya en que el día 28 de enero de 1193, festividad
de santa Inés secundo (octava de la festividad de Santa
Inés el día 21), recibió San Juan de Mata en el transcurso de su
primera misa la revelación divina que lo llevaría a fundar esta orden
religiosa. En cuanto a las razones del patronazgo de santa Catalina de
Alejandría no están tan claras, aunque según algunas antiguas Crónicas, el
día de su festividad se ordenó San Juan de Mata de misa, como
constaba en un antiguo breviario, por lo que también esta festividad se
celebraba de un modo especial. Por tanto las representaciones de ambas santas
en los conventos trinitarios eran muy habituales y frecuentemente en lugares
destacados de la iglesia: en el retablo mayor se hallaban en los ex-conventos
trinitarios de Ronda (Málaga) y Torrejón de Velasco (Madrid);
en la bóveda de la capilla mayor del ex-convento de trinitarios calzados
de Cuéllar (Segovia) y otros muchos ejemplos. En cuanto al tipo de
representaciones, solían aparecer como en este caso, en figura aislada, en
ocasiones ataviadas con el hábito trinitario (el ya citado ejemplo del convento
de Cuéllar o los dos lienzos que procedentes del ex-convento de
trinitarios descalzos de Córdoba se hallan hoy en el Museo de Bellas
Artes de esta ciudad) y también eran frecuentes las representaciones con
escenas de su martirio como las realizadas por Marco Benefial para el antiguo
convento de trinitarios calzados de Roma. Por tanto, el programa
iconográfico desarrollado en la cabecera de la iglesia de este convento de
trinitarios descalzos de Madrid, quedaría configurado por la Santísima
Trinidad del retablo mayor, flanqueada por los santos fundadores de la
Orden y dos escenas indeterminadas de la vida de éstos; y las dos patronas de
la misma, Santa Inés y Santa Catalina en los retablos colaterales.
Santa
Catalina, 1637
1637. Óleo sobre lienzo, 213 x 126 cm. Museo
del Prado. Depósito en otra institución
JUAN
SÁNCHEZ COTÁN, (Orgaz, Toledo, 1560-Granada, 1627)
Pintor español, discípulo de Blas de
Prado e influido por algunos artistas que trabajaron en El Escorial,
como Luca Cambiaso o Juan Fernández Navarrete. Sánchez Cotán
trabajó en Toledo, donde contó con una importante clientela, hasta que en
1603 decidió ingresar como hermano lego en la Cartuja, una de las órdenes
religiosas de más estricta observancia, estableciéndose en Granada hasta su
fallecimiento el 8 de septiembre de 1627, fiesta de la Natividad de la Virgen,
el mismo día que, según subrayaba Antonio Palomino, había profesado como
cartujo en 1604.
El grueso de su obra lo constituyen las
pinturas de asunto religioso, destacando las muy numerosas que realizó para
su cartuja de Granada. Cultivó también el retrato y el paisaje, pero es
célebre por sus bodegones, especialmente desde la celebración en Madrid,
en 1935, de la exposición Floreros y bodegones en la pintura española, que
resultó clave para la revalorización crítica del bodegón español. Entre las
obras expuestas en aquella ocasión figuraban dos pinturas de Sánchez Cotán que
llamaron la atención: el Bodegón de caza, hortalizas y frutas (ahora
en el Museo del Prado) y el Bodegón del cardo (Museo de Bellas
Artes de Granada), que se iban a convertir en una de las piedras angulares
de la historia de la naturaleza muerta en España.
Por el sentido austero de su composición y la
sobriedad de sus manjares, sus bodegones, como los posteriores
de Zurbarán, se interpretaron en clave mística por críticos
como Emilio Orozco o Cavestany, al tiempo que se insistía en
distanciarlos de los «opulentos»
bodegones flamencos, recalcando su carácter «singular» dentro del contexto
europeo y lo que se estimaban paralelismos con la literatura ascética española
del Siglo de Oro. Por el contrario, Julián Gállego, años más tarde, al
tiempo que recuperaba el lenguaje alegórico de las flores y los frutos, opuso a
la supuesta sobriedad de estos bodegones el valor que tales viandas tenían en
su época, donde podían ser consideradas como auténticas golosinas y recordaba
cómo a Guzmán de Alfarache se le hacía la boca agua ante el arcón
de Monseñor Ilustrísimo Cardenal, su amo romano:
Allí
estaba la pera bergamota de Aranjuez, la ciruela ginovisca, melón de Granada,
cidra sevillana, naranja y toronja de Plasencia, limón de Murcia, pepino de
Valencia, tallos de las Islas, berenjena de Toledo, orejones de Aragón, patata
de Málaga. Tenía camuesa, zanahoria, calabaza, confituras de mil maneras y otro
infinito número de diferencias que me traían el espíritu inquieto y el alma
desasosegada.
Sánchez Cotán fue bautizado el 25 de junio de
1560 en Orgaz (Toledo), siendo sus padres Bartolomé Sánchez de
Plasencia y Catalina Ramos. La partida de bautismo, dada a conocer por Emilio
Orozco Díaz, ha suscitado algunas dudas al no coincidir en ella el nombre de la
madre con el que dio el pintor en su testamento de 1603, donde se decía hijo de
Ana Quiñones, nombre que también llevaba una hermana. Este era igualmente el nombre
que le daba Palomino y el que figuraba en la información de limpieza de sangre
para el ingreso en la cartuja de 1604. Por este último documento se conocen
también los nombres de los abuelos, todos residentes en Orgaz, habiendo tomado
el pintor su segundo apellido del abuelo materno, Alonso Cotán.
Se desconoce la profesión del padre y, por
consiguiente, sí pudo tener alguna influencia en la inclinación a la pintura de
Juan, pero consta que un hermano, Alonso Sánchez Cotán, fue escultor con
residencia en Alcázar de San Juan (Ciudad Real), profesión que
heredaron sus hijos, Alonso y Damián, aunque este último es posible que se
dedicara únicamente a las labores de dorado y estofado en el taller de
escultura familiar.
Pintor en
Toledo
Antonio Palomino afirma que fue discípulo
de Blas de Prado en Toledo, con quien «se aventajó en pintar frutas». Aunque no se haya podido confirmar
documentalmente, esta relación de aprendizaje resulta verosímil. Prado, que
realizó frecuentes viajes a El Escorial asimilando las
tendencias manieristas que allí se practicaban, habría sido, según
las fuentes literarias, el creador del bodegón español, aunque
ninguno de su mano se haya conservado. Por otra parte, su relación amistosa y
profesional con Sánchez Cotán está acreditada hasta el mismo año de su muerte
en 1599.
El testamento que redactó Sánchez Cotán en
1603, cuando se disponía a tomar el hábito cartujo, junto con el inventario de
sus bienes llevado a cabo por sus albaceas, son la mejor fuente de información
disponible para el conocimiento de su trayectoria humana y profesional hasta
ese año. De ellos se deduce que el pintor había llevado una vida desahogada,
contando con una clientela amplia formada por algunos miembros de la nobleza
local y muchos eclesiásticos, sin desdeñar la realización de tareas poco
cualificadas para clientes de menor rango, como puede ser el escudo de armas
del arzobispo de Toledo pintado para un zapatero. La relación de sus deudores
era también numerosa, figurando entre ellos los herederos de su antiguo
maestro. En su casa, que a la vez servía de taller, disponía de algunos objetos
de valor e instrumentos musicales, pero pocos libros, entre los que se contaba
uno de pintura de Blas de Prado y un «librillo de dibujos» del mismo, junto con
un libro de perspectiva de Vignola. Otro era el Flos
sanctorum de Alonso de Villegas, que podía servir tanto de libro de
devoción como de herramienta útil para un pintor cuya dedicación principal era,
precisamente, la pintura de santos. De su religiosidad, antes de ingresar
cartujo, únicamente dan testimonio un hábito franciscano, un rosario y algunas
reliquias que hizo enviar a la cartuja de Granada junto con unos
anteojos y algunos pinceles.
En el inventario se recogían también cerca de
sesenta pinturas, la mitad de asunto religioso, trece retratos, entre ellos un
autorretrato esbozado, y nueve bodegones. No todas eran de su mano. Sánchez
Cotán contaba con dos obras del Greco, una Verónica y
un Crucifijo vivo. El arte singular del cretense, quien figuraba además
entre sus deudores, no dejó, sin embargo, huella perceptible en el pintor de
Orgaz. Su inclinación se dirigía con preferencia hacia la pintura escurialense,
contando también con un Cristo del Mudo y una Oración
del huerto de Luca Cambiaso «no
acabada» y quizá copia. Tras Blas de Prado el pintor con el que aparece más
estrechamente relacionado es con Juan de Salazar, a quien nombró albacea
testamentario. Propietario del Bodegón de caza, hortalizas y frutas,
Salazar había trabajado en El Escorial como iluminador de los libros de coro y
continuaba en esa labor al servicio del arzobispado de Toledo. Influido
por Jacopo Bassano, abundaban en su pintura los detalles naturalistas,
afición que debió de transmitir a Sánchez Cotán quien, aunque de forma
ocasional, no dudaría en recurrir a detalles de ese género en sus pinturas.
Algunas de las pinturas autógrafas de Sánchez
Cotán citadas en los documentos tienen rasgos inequívocamente bassanescos,
entre las que se podrían destacar dos paisajes dedicados a las estaciones del
año, en tanto otras se describen directamente como copias, así «un lienzo de Bassano grande empezado a
bosquejar» y otro «donde están
bosquejadas unas cabezas de viejos y otras cosas del Vasan». También se
mencionan copias de Tiziano, que podrían responder a los gustos de la
clientela más que al interés del propio artista por la pintura veneciana, cuya
influencia queda muy diluida al no incorporar Sánchez Cotán en su pintura la
técnica suelta ni el sentido del color de los maestros venecianos.
Una de esas copias de Tiziano era la
del Rapto de Europa, actualmente en Boston. No se trataba, además, de la
única pintura de tema mitológico con resonancias eróticas guardada en el obrador,
donde se encontraba también un Juicio de Paris quizá de su mano.
En cuanto a los bodegones que le darían fama,
el inventario de 1603, en el que se mencionan ya buena parte de los seis
actualmente conocidos, deja ver inequívocamente cómo, a partir de un número
reducido de originales, eran objeto de copias hechas por el mismo Sánchez Cotán
a demanda de la clientela. Al bodegón conservado en el Museo del Prado,
propiedad de Juan de Salazar, alude probablemente una entrada del inventario
donde se menciona «un lienzo del cardo adonde están las perdices que es el original
de los demás», en tanto otro se describe como «lienzo de frutas que es como el de Juan de Salazar».
Más numerosos son los retratos, en los que se
incluyen los que hizo de personajes toledanos, miembros de su nutrida
clientela, junto con otros, que han de ser copias de pinturas ajenas, de
miembros de la familia real, entre los que figuraba uno «de la reina inglesa». A juzgar por el número de los retratos que
guardaba en el taller, algunos solo bosquejados, y los que menciona en el
testamento por debérsele aún parte del pago, debió de ser esta su principal
ocupación tras la pintura religiosa y por delante de la «pintura de frutas» en la que, según Palomino, habría destacado
antes de abandonar Toledo. De su labor en este orden, sin embargo, únicamente
se ha conservado el retrato de Brígida del Río, La barbuda de
Peñaranda (1590) guardado en el Museo del Prado tras su paso por
la colección real. Del interés que despertó el caso de esta desdichada mujer se
encuentra otra prueba en el emblema que le dedicó en fecha próxima el
toledano Sebastián de Covarrubias, quien se ocupaba de ella como de un
caso de hermafroditismo y calificaba su retrato de monstruo horrendo y
raro tenido por presagio de mal agüero.
Hermano
lego en la Cartuja de Granada
Sánchez Cotán firmó su testamento el 10 de
agosto de 1603 con intención de ingresar cartujo en Granada, a donde se
desplazaría poco más tarde. Es posible, sin embargo, que no se dirigiese
inmediatamente a la cartuja y que pasase antes unos meses en el convento de los
Agustinos calzados de aquella ciudad, hasta que, superado el examen de limpieza
de sangre, profesase en la cartuja granadina el 8 de septiembre de 1604. Más
tarde, quizá al cumplirse los dos primeros años de noviciado, se trasladó a
la cartuja de El Paular, donde consta que se encontraba en 1610, cuando
concertó con su sobrino Juan Sánchez Cotán la pintura de un retablo para la
iglesia de San Pablo de los Montes (Toledo). En la propia cartuja de
El Paular dejó algunas pinturas descritas por Antonio Palomino, al parecer
todas perdidas, aunque podrían ser de esa procedencia la Muerte de San
Bruno actualmente en la iglesia de la plaza Carnot
en Montignac (Francia) y el monumental San José con el
Niño de Barnard Castle, Bowes Museum.
Dos años más tarde se encontraba de nuevo en
Granada, pues se sabe que desde allí marchó a Alcázar de San
Juan para mediar en disputas familiares ocasionadas por las andanzas de su
sobrina. Establecido definitivamente en la cartuja granadina enriqueció con
sus pinceles las dependencias del monasterio, del que proceden gran parte de
sus obras conservadas, actualmente repartidas entre la propia cartuja y
el Museo de Bellas Artes de Granada. Pero sus habilidades manuales, según
cuenta Palomino, fueron aprovechadas también en otros menesteres,
convirtiendo su celda en «remedio de todas las calamidades de la casa; ya fuese
para reparar los ornamentos; ya para las cañerías; ya para los relojes y
despertadores». Y al decir del propio Palomino, que visitó la cartuja y estudió
en ella sus pinturas, llevó una vida en extremo virtuosa, al punto «que es
tradición en aquella santa casa, que se le apareció la Virgen, para que la
retratase», muriendo «con crédito de venerable» en 1627.
Estilo
El contacto en Toledo con artistas que habían
trabajado en El Escorial, y su conocimiento directo de algunas obras de
aquella procedencia, resultarán determinantes en la gestación de un estilo
personal que apenas experimentará cambios con los años. El recuerdo de lo
escurialense está muy presente todavía en las obras que realizó para la cartuja
de Granada. De allí proceden tanto la monumentalidad de algunas de sus figuras,
como las de San Pedro y San Pablo en un retablo fingido, recuerdo
obvio de los altares con parejas de santos de la basílica escurialense, como en
el riguroso sentido geométrico de sus composiciones, tomado de Luca
Cambiaso, de quien tomó también el claroscurismo del que hará gala en pinturas
como La Virgen despertando al Niño, ahora perteneciente al Museo de Bellas
Artes de Granada, típico estudio de iluminación artificial al modo como se
encuentra en otros pintores manieristas.
La misma procedencia tienen algunos detalles
naturalistas, como la lucha entre el perro y el gato que situó en primer
término en la Última Cena pintada para el refectorio de la cartuja
granadina, imagen anecdótica imitada del cuadro de la Sagrada
Familia de Fernández Navarrete. Pero la solemnidad de lo escurialense
será reinterpretada por Sánchez Cotán con un muy personal y «candoroso
primitivismo», recuperando modelos flamencos de comienzos del siglo XVI aunque
tratados con técnica diversa.
Contrario a las exageraciones anatómicas
manieristas, aún lo será más al incipiente barroquismo. En el tono apacible y
ordenado de buena parte de su pintura se ha visto, desde Ceán Bermúdez, un
reflejo del temperamento contemplativo del monje y de su personal carácter
bondadoso. Con esa tranquilidad de espíritu abordará, por ejemplo, los temas
cruentos de los martirios de los monjes cartujos de Inglaterra. Sus
equilibradas composiciones y los momentos elegidos, siempre más interesado en
mostrar los instantes previos al martirio, dedicados a la oración, antes que la
muerte misma, marcan las distancias con lo que pocos años más tarde, y al
tratar los mismos temas pero con un mayor dramatismo y en un lenguaje ya
plenamente barroco, iba a hacer Vicente Carducho, quien, según cuenta
Palomino, visitó al Sánchez Cotán en Granada, a donde habría viajado únicamente
con intención de conocerle, antes de ponerse a trabajar en su propia serie de
escenas cartujanas para El Paular.
Obras
Sánchez Cotán raramente fechó sus obras por lo
que resulta difícil establecer una cronología, dificultad que se ve agravada
por el hecho de que su estilo parece haber evolucionado poco. Solo
conjeturalmente, por tanto, cabe asignar a la etapa toledana el reducido número
de pinturas de asunto religioso que se encuentran fuera del ámbito cartujano,
además de los bodegones citados en el inventario de 1603, con excepción, quizá,
del Bodegón del cardo del Museo de Bellas Artes de Granada.
Etapa
toledana
De este primer momento, aparte de
los bodegones y la ya citada Barbuda de Peñaranda (1590),
la obra más importante de las conservadas es Cristo y la
samaritana del convento de Santo Domingo el Antiguo de Toledo.
El lienzo, de medianas dimensiones (112 x 142 cm) y firmado, presenta ya
los modelos humanos que empleará el pintor en sus obras granadinas así como la
severa composición geométrica característica de toda su pintura, situando la
escena en un paisaje blando tomado de lo flamenco.
Al Museo de Santa Cruz (Toledo)
pertenecen dos versiones de San Juan Evangelista en Patmos, retratado con
aspecto juvenil en contradicción con la edad que debía de tener cuando recibió
las revelaciones. Uno de ellos, firmado, fue adquirido en el comercio,
ignorándose su procedencia; el segundo ha de ser, como observó Orozco, el que
se describe en el testamento de 1603 como pintura de la Magdalena transformada
en San Juan Evangelista a petición de su dueña, la condesa de Montalbán, que
aún le debía 33 reales por su trabajo. En la iglesia de San Ildefonso de la
misma ciudad se conserva un Niño Jesús con la cruz, del que existen
algunas réplicas, que podría ser otro de los mencionados en el testamento,
donde declaraba haber pintado un cuadro de ese motivo para Juan Sánchez Coello,
capellán en San Juan de los Reyes y familiar del pintor Alonso Sánchez
Coello.
Bodegones
Buena parte de la fama actual de Sánchez Cotán
se apoya en sus bodegones, a pesar de su reducido número (actualmente se
conocen seis), revalorizados a la par que se producía
el redescubrimiento del bodegón seiscentista español. Considerado por
los tratadistas como un género menor, según el orden establecido en el
«árbol de Porfirio» que colocaba al hombre en la cima de la creación, el
bodegón, con sus antecedentes en los grutescos y la pintura mural,
solo se independizó en la pintura de caballete a finales del siglo XVI, como
una aplicación práctica de las teorías de la imitación y buscando unos efectos
ilusionistas que encontraban siempre su modelo ejemplar en Zeuxis y
la anécdota, narrada por Plinio el Viejo, de los pájaros que acudieron a
picotear en unas uvas pintadas por aquel. Sánchez Cotán y, sobre todo, su
probable maestro, Blas de Prado, se sitúan, por tanto, en los orígenes
mismos del género, con amplias repercusiones sobre la posterior evolución del
bodegón español.
Sánchez Cotán, a petición de la clientela,
copiaba total o parcialmente sus bodegones a partir de un número reducido de
originales, como se comprueba en el inventario de 1603. Cabezas de serie
podrían ser el bodegón del Prado que, firmado en 1602, muestra ya plenamente
formado su estilo, y el del Museo de Bellas Artes de San Diego. Sus
bodegones se sitúan en el interior de una fresquera o cantarera de la
que solo se dibuja la parte inferior, con la que se justifica el fondo
densamente negro. Sobre ese fondo, con luz dirigida que puede calificarse
de tenebrista, se destacan las piezas de caza, frutas y hortalizas
fuertemente iluminadas y tratadas con un dibujo preciso, muy diferente del
modelado que emplea en sus cuadros religiosos.
En el bodegón del Museo del Prado,
probablemente aquel que en el inventario de 1603 se dice que es de Juan de
Salazar y original de los demás, el protagonismo corresponde al cardo, apoyado
sobre uno de los lados de la fresquera, cuyo movimiento curvo continúan las
zanahorias sobre la repisa. A esto se reduce el bodegón del Museo de
Bellas Artes de Granada, pintado quizá tras su ingreso en la cartuja, en el que
prescindirá de los restantes elementos —racimo de limones con sus hojas de
esmeralda, cinco peros o manzanas, perdices y otras aves que penden
de la parte superior y una caña en la que se enristran algunos pajaritos— que
hacían del bodegón ahora en el Museo del Prado el retrato de una bien surtida
despensa en la casa de un miembro cualquiera de la burguesía toledana. Buena
prueba de su éxito es la copia literal del cardo en el Bodegón con cardo y
francolín que fue de la colección Barbara Piasecka Johnson, subastado
en Christie's en 2004, así como en el más tardío Bodegón del
desconocido Felipe Ramírez, fechado en 1628 y conservado también en el
Museo del Prado. Por otro lado, la inclusión de un cardo semejante en un cuadro
de la Virgen con el Niño que se conservaba en la parroquia de
Santiago en Guadix (destruido en 1936), podría hacer pensar en algún
tipo de simbolismo en el cardo, con un significado que se nos escapa.
El bodegón del Museo de Bellas Artes de San
Diego, sin el cardo, repite su movimiento decreciente curvilíneo por la
disposición de sus cinco elementos a distinta altura, progresivamente separados
del fondo, comenzando con un membrillo y un voluminoso repollo colgados del
techo, continuando con el melón o cidra abierto en el centro de la composición,
mostrando toda la luminosa blancura de su interior, y terminando con una raja
del mismo melón y un pepino de piel rugosa a la derecha. Su armoniosa
composición, que parece describir una hipérbola, ha hecho pensar que
Sánchez Cotán se inspirase en algún grabado de Arquímedes o en la
disposición de las notas musicales sobre una partitura, recordándose que entre
los escasos libros que guardaba uno era de perspectiva de Vignola y
otro un «libro de Música», a la que
era aficionado.
En el inventario de 1603 este bodegón se describe
como «un lienzo donde están un membrillo,
melón, pepino y repollo». El de Chicago Art Institute, probablemente el que
se recoge en el mismo inventario como «un
cuadro con frutas donde están un ánade y otros tres pájaros», que fue del
platero Diego de Valdivieso, no es sino una variación del anterior, con el
añadido de las aves que, en cierta forma, rompen la rigurosa geometría del
primero. Otra versión, más tosca, de mano de un imitador, agrega además los
limones del Museo del Prado y un gato agazapado.
Independiente de estos modelos es
el Bodegón de frutas y hortalizas de la colección Abelló y antes de
la colección Várez Fisa. El cardo, que aquí aparece tendido sobre el antepecho,
prolonga su curva en la escarola a la que se enlaza con una rodaja de limón,
enriqueciendo el color. Por el número de sus elementos, aunque exclusivamente
vegetales, está más próximo al de Madrid que al de Granada, y debió de pintarse
antes de su ingreso en la cartuja.
Recientemente Peter Cherry ha incorporado a la
producción cotanesca un nuevo bodegón, Bodegón con flores, hortalizas y un
cesto de cerezas de colección particular francesa. El cuadro, que ya
había sido relacionado con Sánchez Cotán por Enrique Lafuente Ferrari,
estuvo expuesto en 1936 a nombre de Zurbarán, cuando pertenecía a la
colección de Juan Martínez de la Vega, y debió de salir de España con ocasión
de la guerra civil. La presencia de las flores —azucenas blancas y rosadas,
claveles, rosas y alhelíes— es excepcional en la obra conocida del pintor, y su
semejanza con las empleadas por Zurbarán permite explicar la anterior
atribución a este. También son excepcionales las frutas y hortalizas
representadas —espárragos, judías verdes y cerezas— y la presencia de objetos
de ajuar, como el jarrón de barro rojizo y el cestillo de mimbre que pende del
techo, aunque en este caso se dispone de la noticia, recogida en el inventario
de 1603, de «un lienzo de un zenacho de
zerezas y cestillo de albarcoques», pintado por Sánchez Cotán y perdido.
Del mismo modo es inédito el punto de vista bajo adoptado en esta ocasión, de
tal modo que a diferencia de lo que se encuentra en los seis restantes
bodegones conocidos, no es la base de la alacena sobre la que reposan los
objetos lo que se observa sino el marco superior, elidido en las restantes
obras, desapareciendo aquí las sombras proyectadas sobre el marco.
Existe la posibilidad, apuntada por William B.
Jordan, de que algunos de estos bodegones fuesen adquiridos en la almoneda del
pintor por el arzobispo de Toledo, Bernardo de Sandoval y Rojas, en cuyo
poder se encontraban a su muerte cinco bodegones adquiridos para Felipe
III por Juan Gómez de Mora para el remodelado Palacio del
Pardo, en cuyo inventario de 1653 se citaba «un frutero pequeño con su marco de
oro y negro y un Melón abierto en medio» como el bodegón de San Diego.
Los bodegones de Juan Sánchez Cotán han sido «objeto de interpretaciones simbólicas y
teológicas, a todas luces excesivas». Para una parte de la crítica esas
interpretaciones se apoyan en alusiones genéricas a contenidos místicos o
ascéticos. Así Schneider, calificando de «festiva»
la representación de los alimentos que integran sus bodegones, supone a Sánchez
Cotán inspirado «en el pensamiento
místico que giraba alrededor de Santa Teresa de Ávila o de San Juan de la Cruz
quienes, —cercanos al pueblo— opusieron al despilfarro de las cortes la
santidad de la vida sencilla y del ascetismo».
Emilio Orozco, quien más ha profundizado en
este tema, centró su explicación particularmente en los escritos de fray Luis
de Granada, a quien el pintor habría leído con seguridad, según defendía. El
mismo amor a las más humildes criaturas, a las que se acercan con espíritu
trascendente, habría inspirado la obra de ambos:
Recuerda
tanto a fray Luis que, como decíamos, es necesario pensar lo leería más de una
vez; y no solo en la Cartuja —donde tanto se leyó al dominico—, sino incluso
antes de su ingreso en ella durante su virtuosa vida de pintor en Toledo. En el
hecho de esta influencia nos demuestra no solo cuán general y profundamente
penetraron los escritos de nuestros místicos en el sentimiento de los
españoles, sino, además, cómo la sensibilidad de algunos artistas descubrían en
ellos un sentido expresivo, acorde o idéntico al que sentían como impulso y
determinante de su arte».
Debe advertirse, con todo, que los libros que
tenía Sánchez Cotán en Toledo no indican lecturas de esa naturaleza y, por otro
lado, que similar sobriedad compositiva se encuentra en pintores holandeses o
flamencos como Osias Beert y Clara Peeters, o italianos
como Fede Galizia, estrictamente contemporáneos e igualmente interesados
en la iluminación tenebrista, a algunos de los cuales debió de conocer y en
particular a los italianos de los que ya Pantoja de la Cruz declaraba
en su testamento de 1599 haber copiado algunos bodegones.
Francisco Pacheco decía al tratar de
la pintura de frutas que de ella no se pueden dar reglas, «más de que se use de finos colores y de
puntual imitación». La extraordinariamente compleja mezcla de pigmentos
empleada por Sánchez Cotán para obtener los colores propios de las verduras
representadas —albayalde, bermellón, laca orgánica roja y esmalte azul de
cobalto y pardo orgánico en pequeñas cantidades para el cardo del bodegón de la
colección Abelló— responde a ese afán de objetividad. Es precisamente esa
capacidad de crear una ilusión de realidad, mediante el ejercicio de la
mímesis, lo que ponderan en los bodegones escritores contemporáneos
como Lope de Vega o Luis de Góngora, según han
recordado Alfonso E. Pérez Sánchez y Fernando Marías.
También Pedro Soto de Rojas elogiaba los bodegones de un
contemporáneo de Cotán, el granadino Blas de Ledesma, justamente por esa
capacidad de engañar a la naturaleza con su pintura:
Viendo de
Zeusis el pincel facundo/ que, aplaudido en los términos del mundo,/ por mano
de Ledesma en sus fruteros/ vuelve a engañar los pájaros ligeros.
Los inventarios indican, además, que de los
bodegones se hacía un uso exclusivamente decorativo, sin que de la forma en que
se describen puedan extraerse interpretaciones morales o alegóricas. Así, al
hacer su inventario, los albaceas de Sánchez Cotán se limitaron a enumerar de
forma sumaria las piezas que integraban cada uno. Pero también el propio pintor
aludía en su testamento a uno de ellos simplemente como lienzo «que le hice de una caza», pintura que
aún le debía pagar un canónigo toledano. Según ha observado Fernando Marías,
partiendo del análisis de las sombras, que son independientes en cada una de
las piezas que forman sus bodegones, lo que principalmente interesó a Sánchez
Cotán fue la representación artística de cada una de ellas aisladamente, su
volumen y relieve, para luego integrarlas en «artificiosos ejercicios compositivos, basados en el juego rítmico de
sus piezas». Por lo demás, el interés del pintor por estos ejercicios de
emulación y entretenimiento, meramente pictóricos, no ofrece dudas y se puede
observar, también, en algunos trampantojos que realizó en su cartuja
granadina, muy elogiados por Palomino justamente por aquella capacidad que los
poetas ponderaban en los bodegones, la de emular, aventajándola, a la
naturaleza.
Pinturas
para la Cartuja
Establecido en Granada realizó para la
decoración de su cartuja un número importante de obras por fortuna
conservadas en su mayor parte. Sus temas, siempre de carácter religioso,
comprenden motivos evangélicos, para los que se sirvió básicamente de modelos
flamencos, e historias de la propia orden narradas de forma más personal y con
ingenuo primitivismo, consecuencia, quizá, de la ausencia de modelos previos en
los que inspirarse.
Entre las primeras, la serie de historias de
la Pasión que pintó para los ángulos del claustro (Museo de Bellas
Artes de Granada), de hondo patetismo y estrecha dependencia de estampas
nórdicas, pueden contarse entre las obras menos logradas de su producción y
quizá correspondan a una fecha tardía. Más interés ofrece la Huida a
Egipto y el Bautismo de Cristo que ocuparon los retablos del
coro de legos. En la huida la composición piramidal cerrada del grupo
de la Virgen con el Niño, a la manera renacentista, y el delicado estudio de
las sombras proyectadas por los árboles bajo los que se cobija la sagrada
familia, crean una atmósfera sosegada en la que parece advertirse el silencio
monacal. Al pie de la Virgen, media hogaza de pan y un trozo de queso hacen
recordar todavía al pintor de bodegones.
Muy notable es la Última Cena del
refectorio. Frente a la tradición, establecida en el quattrocento, de
disponer a los apóstoles en hilera a los lados de Cristo, dejando libre el
espacio anterior de la mesa, Sánchez Cotán sitúa a tres de ellos rigurosamente
de espaldas, de tal modo que la agrupación en torno a la mesa —servida
únicamente con dos peces— resulta más natural. Pero además, ese buscado
naturalismo aún se verá reforzado por la presencia de un perro y un gato
peleándose en el centro de la composición, recordando la pintura del Mudo.
Muy bello es el efecto de luz que producen las dos ventanas del fondo, pintadas
con técnica de trampantojo y por las que «parece, que realmente se introducen las luces».
Ese interés por la perspectiva, con su
capacidad de engañar a la vista, se vuelve a poner de manifiesto en la cruz de
madera fingida pintada sobre este lienzo, en la que, recurriendo al
tópico, Palomino decía que se había visto repetidamente a los pájaros
intentando posarse en sus clavos. En el retablo fingido en blanco y negro que
sirve de marco a la pintura de San Pedro y San Pablo en la capilla De
Profundis, se encuentra la manifestación más lograda de ese dominio de la perspectiva,
elogiado por Palomino como «cosa
maravillosa, y lo sumo a lo que puede llegar el arte de la Perspectiva, no solo
de cuerpos, sino de luces y sombras».
Para el claustro pequeño pintó cuatro lienzos
de la vida de san Bruno y su fundación de la Orden y otros tantos dedicados a
los martirios de cartujos en Inglaterra. La rigurosa simetría y sencillez de
sus composiciones, junto con la simplificación de los volúmenes, evitan el
dramatismo barroco. Las luces, cuidadosamente estudiadas, tampoco son las
propias del tenebrismo, ni siquiera en el cuadro del Sueño de san
Hugo iluminado por una luz artificial. En todo ello, la huella
de Luca Cambiaso y lo escurialense sigue muy presente. Los desnudos,
obligados en el lienzo de los Mártires descuartizados, muestran las
limitaciones del pintor en este orden.
De muy curiosa iconografía es
la Visión de San Hugo, obispo de Grenoble, que pintó para su capilla en el
claustro pequeño, traspasado al Museo de Bellas Artes. En un rompimiento de
gloria Jesús construye el muro de la cartuja ayudado por la Virgen, que
sostiene la regla, san Juan Bautista, santos y ángeles. La forma ingenua con
que se resuelve esta parte del lienzo contrasta con el estatismo de las figuras
de san Hugo y sus compañeros de la parte inferior, figuras monumentales que
acusan una vez más su aprendizaje en la pintura de El Escorial. Muy cercana a
lo escurialense está también la Asunción que ocupaba el retablo del
Capítulo (Museo de Bellas Artes de Granada), con su rigurosa disposición
frontal y el coro de ángeles simétricamente dispuestos. De una forma semejante
trató el tema de la Inmaculada, aunque la autografía de las versiones que
se le han asignado es discutida. Lo flamenco, en cambio, se advierte
particularmente en otra serie de cuatro lienzos apaisados destinados a
conmemorar la fundación de la primitiva cartuja, tratados como
auténticos paisajes con figuras, o en los repetidos cuadros de
la Virgen con el Niño, alguno de los cuales evoca todavía directamente
a Gérard David.
Visión de
San Hugo.
Óleo sobre lienzo, 328 x 254 cm. Museo de
Bellas Artes de Granada. Esta obra fue pintada para una capilla del claustro
pequeño de la cartuja, representa una visión del santo obispo en la que se le
anunciaba la fundación de la primitiva cartuja.
La Virgen
despertando al Niño.
Óleo sobre lienzo, 110 x 81 cm. Museo de Bellas
Artes de Granada (110 x 81 cm), estudio de iluminación artificial a la manera
de Cambiaso y los pintores manieristas.
Las naturalezas muertas fueron protagonistas de prácticamente toda la
producción pictórica de Juan Sánchez Cotán, quien además era monje. Sin
embargo, realizó algunos cuadros de temática religiosa, entre los cuales se
incluye esta intimista escena de la Virgen que despierta a su bebé. La calidad
del autor a la hora de realizar las figuras y dar volumen o textura a los
objetos es inferior a la que muestra en sus bodegones. Pero la delicadeza y
elegancia que derrocha en las figuras de la madre y el hijo es difícil de
encontrar en otros autores. La escena se desarrolla en lo que podría ser la
típica cocina pobre de un hogar castellano, con unos pocos cacharros de barro y
latón, y un humilde fogón al fondo que llama nuestra atención con su luz. El
foco principal proviene de la vela que dulcemente María aproxima al rostro
sonriente del pequeño. El cuadro se convierte de esta manera en un documento de
la época barroca en sus comienzos, al tiempo que permitía fácilmente al fiel
identificarse con los humildes protagonistas de la escena.
Anunciación.
Museo de Bellas Artes de Granada. Obra
restaurada en 2010. El tema iconográfico de esta pintura se corresponde con uno
de los episodios más importantes del Nuevo Testamento, la Anunciación o
Salutación Angélica, tema que ha sido ampliamente estudiado por el experto en
iconografía cristiana, Louis Réau. Este tema se basa tanto en fuentes canónigas
como apócrifas. La referencia más importante se encuentra en el Evangelio de
San Lucas (1: 26-38). Se identifican varios personajes: la Virgen María
arrodillada en un reclinatorio, el arcángel Gabriel que desciende volando, y el
Padre Eterno que envía al Espíritu Santo dentro de un rompimiento de gloria,
además de una serie de angelotes y querubines que revolotean alrededor de ellos.
Se trata de una composición sencilla, que ha sido dividida en dos planos, un
plano inferior y terrenal y un plano superior y divino, cuyo vínculo de unión
sería el ángel que vuela entre ambos mundos.
Aparición
de la Virgen del Rosario a los cartujos.
Óleo sobre lienzo, 333 x 231 cm. Museo de
Bellas Artes de Granada. Antonio Palomino afirma que el pintor se
retrató en él, suponiéndose por tal motivo que el monje que aparece en primer
término a la derecha sea su autorretrato.
Brígida
del Río, la barbuda de Peñaranda. 1590
Óleo sobre lienzo, 102 x 61 cm. [P3222]. Museo
del Prado. Procedencia: Bienes de Juan Sánchez Cotán, 1603; Juan Gómez de Mora;
Colección Real (Palacio de El Pardo, Madrid, antecámara, 1701, s.n.; colección
Felipe V, Quinta del duque del Arco, El Pardo-Madrid, tercera pieza de
invierno, 1745, [nº 41]; Quinta del duque del Arco, pieza tercera, 1794, nº
61).
Probablemente se trata del retrato de la
barbuda de Peñaranda que aparece entre los cuadros que el pintor Juan Sánchez
Cotán (1560-1627) dejó a Juan Gómez en 1603. Otro retrato de la barbuda de
Peñaranda se cita en 1629 en la colección de Pedro Salazar de Mendoza. Ambos
cuadros estaban en Toledo y es muy probable que se tratara del mismo. Su
identificación con el ejemplar del Museo del Prado se basa en razones
estilísticas, pues la técnica minuciosa y detallada es cercana a la que
caracteriza la pintura de Sánchez Cotán, quien, según revela el inventario ya
citado de 1603, se dedicó con cierta asiduidad al género retratístico. También
el uso de la luz para modelar suavemente los rasgos es propio del pintor
cartujo. Brígida del Río fue un personaje popular a finales del siglo XVI.
Prueba de su fama es su mención en varias obras literarias y la creación de
varias imágenes que la representan. Entre las primeras figuran títulos
importantes y difundidos de la época, como el Guzmán de Alfarache de Mateo
Alemán (1599 y 1604), el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de
Covarrubias (1611), o el Donado hablador de Jerónimo Alcalá (1624). En cuanto a
sus retratos, se sabe que a finales del siglo XVI poseía uno el arzobispo Juan
de Ribera y en 1659 se cita otro en la colección del marqués de Astorga. El
cuadro del Prado se difundió a través del grabado, pues fue el modelo que
utilizó el citado Sebastián de Covarrubias para una de las imágenes de sus
Emblemas morales (1610), donde se aclara que la figura es el retrato de la
barbuda de Peñaranda. Se trata de uno de los varios retratos de mujeres
barbudas que han circulado por España. Algunos, como el de Ribera, han llegado
hasta nosotros, y otros se conocen por sus referencias documentales. El tema
fue utilizado también por Miguel de Cervantes, quien se sirvió de él para
construir uno de los episodios cómicos de la segunda parte del Quijote. Con
frecuencia, a las mujeres barbudas se las incluye en el amplio catálogo de
enanos, bufones y gentes de placer. Todos ellos comparten una anormalidad
física o psíquica que invita a dejar constancia gráfica de su paso por este
mundo. El carácter documental de muchas obras de este tipo está atestiguado en
este caso por la inscripción que aparece en la parte superior izquierda, en la
que se identifica a la retratada, se indica su edad y se precisa la fecha en la
que se pintó el cuadro. Todo ello sirve para afirmar la veracidad de la imagen.
Sin embargo, como han señalado Fernando Rodríguez de la Flor y Jacobo Sanz, a
las barbudas le estaba asociada una serie de valores específicos que
trascienden los límites de la mera curiosidad natural y que afectan a esferas
como la moral. Son connotaciones que hay que tener en cuenta para comprender
mejor el origen y la función de estos retratos. Los tratados de fisionomía y la
literatura de carácter científico atribuían el crecimiento de la barba y otras
características masculinas a la preponderancia en el hombre de humores de
carácter cálido, que son los mismos que se atribuyen a las barbudas, y que
justificarían el tópico acerca de la lujuria y las pésimas costumbres de estas
mujeres a las que con frecuencia se asocian nociones demoníacas.
La
imposición de la casulla a san Ildefonso
Hacia 1600. Óleo sobre lienzo, 156 x 118
cm. Museo del Prado
La imposición de la casulla a san Ildefonso es
un cuidado ejemplo de la producción religiosa de Sánchez Cotán, en donde
plasma además un tema de larga tradición en la pintura española, y más
específicamente toledana. De hecho, del propio pintor nos han llegado varios
ejemplos. La obra ilustra la representación más habitual de la vida de san
Ildefonso (607-667), arzobispo de Toledo y patrono de la ciudad. Como
acérrimo defensor de la virginidad de María, san Ildefonso recibió de manos de
esta una casulla.
La imagen del santo arrodillado, cubierto con
alba -y en este ejemplar también con dalmática-, recibiendo de manos de María
la casulla gloriosa, se completa con la representación de los ángeles y una
incorporación muy divulgada en Toledo en la segunda mitad del siglo
XVI: la anciana que sostiene la candela encendida que obtuvo mientras tuvo la
fortuna de asistir al milagro y guardó después para la hora de su muerte. Así
quedó fijado en una tradición local que recogió José de Valdivieso en
su Auto de san Ildefonso de 1616, pero que indudablemente tuvo un
origen anterior. En este caso, los definidos rasgos de la mujer nos llevan a
pensar en un retrato. Este hecho y las dimensiones de la tela hacen suponer que
la composición pudo responder a un encargo específico seguramente toledano.
La versión que del mismo tema se guarda en
la cartuja de Granada, más allá de no incluir a la anciana, muestra
notables diferencias con esta otra. Es una composición más monumental, con una
iluminación muy contrastada y una paleta más saturada.
Bodegón
de caza, hortalizas y frutas. 1602.
Óleo sobre lienzo, 68 x 89 cm, firmado.
[P7612]. Museo del Prado. Procedencia: Colección del infante Sebastián Gabriel
de Borbón, hasta 1835; Museo de la Trinidad, hasta 1861; restitución al infante
Sebastián Gabriel de Borbón; herederos del infante don Sebastián; adquirido en
1991, con fondos del Legado Villaescusa.
Bodegón colocado en el interior de una alacena en el que se pueden observar
apoyados en la superficie: un grupo de dos serines, dos jilgueros y dos
gorriones en una caña, tres zanahorias, dos rábanos y un gran cardo blanco
cerrando la composición. Y colgados del alfeizar superior: tres limones, siete
manzanas, un jilguero, un gorrión y dos perdices rojas.
La composición destaca por su sobriedad,
intimismo e intensidad, características que se enfatizan gracias a la luz
lateral que produce grandes sombras, creando una ilusión perfecta y plenamente
realista propia de las naturalezas muertas pintadas por Cotán que se
convertirán en el prototipo del bodegón español.
Este cuadro fue pintado para Juan de Salazar,
miniaturista en El Escorial y albacea testamentario de Sánchez Cotán.
Perteneció posteriormente al infante don Sebastián Gabriel (1811 - 1875), a
quien le fue incautado en 1835. Pasó al Museo Nacional de la Trinidad, siendo
devuelto años más tarde a sus herederos, entre los que permaneció hasta 1991,
momento en el que fue adquirido para el Museo del Prado con fondos del legado
Villaescusa y beneficios de la exposición Velázquez (1991).
Bodegón
con membrillo, repollo, melón y pepino. 1600-03.
Óleo sobre lienzo, 60 x 81 cm. San Diego Museum
of Art. El bodegón del Museo de San Diego (California), firmado «Ju Sánchez
Cotán F.» (). La ordenación geométrica de sus componentes, membrillo, repollo,
melón y pepino, en movimiento curvilíneo decreciente, forma una hipérbola que
el pintor podría haber tomado de Arquímedes.
Fray Juan Sánchez Cotán posee varias obras muy
similares a ésta, como el Bodegón del Cardo en el Museo del Prado. La
interpretación que se ha dado a estas naturalezas muertas de escasos alimentos,
todos ellos austeros y geométricamente dispuestos sobre un nicho, ha tratado de
encontrar un significado religioso a la obra, pero nada ha sido demostrado.
Como en otras obras del autor, los elementos de la composición penden de
cordeles blancos o reposan sobre lo que parece ser el alféizar de una ventana o
el nicho de una fresquera. Los vegetales que en este caso se incluyen en el
lienzo son frutos de huerta, propios del verano. La elección de esta época para
los bodegones también la encontramos en Caravaggio, uno de los primeros en
practicar el bodegón. Ejemplo de estas frutas se encuentran en su Cesto de
frutas de la Pinacoteca Ambrosiana de Milán.
Bodegón
del cardo.
Óleo sobre lienzo, 62 x 82 cm. Museo de Bellas
Artes de Granada, pudiera proceder de la Cartuja de Granada y en tal caso sería
el más tardío de los bodegones de Sánchez Cotán conocidos en la actualidad. Se
ha llamado bodegón de cuaresma, pues en su composición, deudora del bodegón del
Prado, las piezas se han reducido drásticamente quedando únicamente las
verduras.
Bodegón
con aves de caza y verduras. 1600-1603.
Óleo sobre lienzo, 68 x 88 cm. Instituto de
Arte de Chicago. EE UU. Obra Juan de Sánchez Cotán. El Bodegón, de Chicago, Art
Institute, se asemeja al bodegón de San Diego, del que se repiten las piezas
vegetales con el añadido de un pimiento sobre el antepecho, Sánchez Cotán
agrega en éste cuatro aves colgadas del techo: ánade real, sisón, tórtola y
carraca.
Bodegón
con flores, hortalizas y un cesto de cerezas.
Óleo sobre lienzo, 89 x 109 cm. La obra es
propiedad de una acaudalada familia de banqueros franceses. La pintura es una
rareza en la obra del artista: la única que incluye flores. Llegó a exhibirse
en una exposición de 1936, pero bajo la autoría de Zurbarán. Un sello certifica
que el cuadro salió de España durante la Guerra Civil.
El paradero de la obra del maestro Juan Sánchez
Cotán (Orgaz, 1560 - Granada, 1627) ha perdido un eslabón en su halo de
misterio. El pintor toledano que convirtió el bodegón en todo un género ejecutó
un total de nueve naturalezas muertas. De ellas, solo seis estaban localizadas
y catalogadas. La séptima, Bodegón con flores, hortalizas y un cesto de
cerezas, acaba de ser identificada; pertenece a los David-Weill, una acaudalada
familia de banqueros franceses cuya matriarca, Eliane David-Weill, legó la
pintura a sus hijos hace dos años. El cuadro se encuentra ahora mismo en las
dependencias de una galería de arte madrileña, Caylus.
Sánchez Cotán fue el primero en otorgar a sus
bodegones la categoría de género pictórico. Sus frutas y verduras impregnadas
de metafísica le consagraron en vida y le convirtieron después en verdadero
artista de culto. Gracias al testamento que realizó al abandonar Toledo e
ingresar como cartujo en Granada, se sabe que pintó nueve bodegones. Ahora solo
quedan dos de ellos en paradero desconocido.
Sometido a una sencilla operación de limpieza,
el último Sánchez Cotán se expuso el pasado mes de abril en la Fundación
Gulbekian de Lisboa. Por el momento, se desconoce si sus propietarios franceses
tienen la intención de ponerlo a la venta, aunque la noticia de su localización
ha levantado ya grandes expectativas entre coleccionistas públicos y privados.
Bodegón con flores... es un óleo de 89 - 109
centímetros, con una composición algo diferente a la de los restantes trabajos
del artista. De los que se le conocen, es el único en el que el pintor incluyó
flores: en concreto, azucenas blancas y rosadas, similares a las utilizadas por
El Greco en algunas de sus composiciones. El elemento central del cuadro es un
cesto de mimbre cargado de cerezas y rematado con claveles. Dos manojos de
espárragos, un plato de judías verdes, alhelíes, rosas y azucenas ocupan la
base de la alacena. La negritud del fondo del lienzo recrea sus clásicos vacíos
profundos poblados de sombras y misterios de forma que lo natural vuelve a
unirse con lo sobrenatural. Como en el resto de su obra, la colocación de los
objetos, siempre escasos, parecen organizados en función de alguna regla
matemática o procedente de mundos esotéricos.
El historiador y comisario Peter Cherry
explica, en el número de octubre de la revista Ars Magazine, que se trata de un
lienzo en el que se muestran los cuatro lados de su habitual escena a través
del marco de una ventana proyectada en perspectiva desde un punto de vista
bajo. Dentro del marco están todas sus naturalezas muertas, de forma que
convierte la superficie del cuadro en una abertura ficticia, una estructura
donde localizar objetos de tamaño natural.
La obra fue realizada para decorar la parte
alta de un interior y debe contemplarse de abajo hacia arriba, única manera de
apreciar la perspectiva del bodegón. Hasta su retirada del mundo civil, a los
43 años, Sánchez Cotán era ya un artista cotizado. Los encargos le llovían. El
bodegón localizado habría sido pintado por deseo de una rica familia toledana.
En su estudio, Peter Cherry argumenta con detalle cómo esta obra figura entre
las primeras naturalezas muertas españolas con flores.
Aunque el paradero del bodegón fue un misterio
durante mucho tiempo, su trayectoria está documentada. Actualmente es propiedad
de los David-Weill, una familia de banqueros franceses con propiedades en
Cataluña. La madre, Eliane, creó una importante colección de arte y en la
década de los 60 compró el bodegón de Sánchez Cotán en la sala Parés de
Barcelona. Décadas antes, en 1936, la obra formó parte de una exposición de
bodegones de la colección de Juan Martínez de la Vega, aunque en esa muestra se
exhibió bajo la autoría de Zurbarán con una interrogación añadida.
Enrique Lafuente Ferrari fue el primer especialista
que publicó una investigación detallada sobre el bodegón y demostró la autoría
de Sánchez Cotán, desmontando de golpe todas las dudas que pudieran plantearse.
Es un trabajo que ahora se ve complementado con la tesis de Peter Cherry. Un
sello estampado en el bastidor prueba que el cuadro estuvo en Suiza, lo que
parece indicar que durante la Guerra Civil, sus propietarios lo entregaron a la
junta de salvación de obras de arte creada por la República, encargada de
proteger piezas de arte de propiedad pública o privada.
FRANCISCO
RIBALTA
(Solsona, Lérida, 1565 – Valencia, 1628)
Pintor barroco español, formado en la órbita de
la pintura escurialense y establecido desde 1599 en Valencia, donde
en fechas muy tempranas cultivó un naturalismo de cuño personal e
intenso claroscuro que llegaría a ser la seña de identidad de la
escuela valenciana del siglo XVII.
Situado cronológicamente en los orígenes de
la pintura barroca española, la obra de Ribalta constituye el vínculo
entre el último manierismo y las nuevas corrientes barrocas. Inmerso
en el espíritu religioso de la Contrarreforma, que él plenamente
compartía, enfocó los motivos visionarios de su pintura con técnica
naturalista, de tal modo que lo sobrenatural pareciese tener lugar del modo más
creíble y cercano al espectador, al que trató de poner en contacto directo con
el suceso milagroso merced a la sencillez de sus composiciones, sin
embellecimientos superfluos.
Años de
formación en Barcelona y Madrid
Bautizado el 2 de junio de 1565 en Solsona
(Lérida), su familia se trasladó hacia 1572 a Barcelona, donde su padre
ejerció el oficio de sastre. Allí hubo de iniciar su formación como pintor,
dado que, en 1581, habiendo quedado huérfano, se le documenta todavía en
Barcelona otorgando poderes junto con sus restantes hermanos al mayor de ellos,
Juan, para que vendiese las tierras y viñedos en Solsona que habían recibido en
herencia. Inmediatamente debió de trasladarse a Madrid pues su
primera obra conocida, los Preparativos para la
crucifixión del Museo del Ermitage de San Petersburgo,
aparecen firmados y fechados en Madrid en el año 1582. Pocos más datos hay de
estos años, aunque su obra posterior evidencia su paso por El Escorial, donde
pudo conocer la obra de maestros venecianos como Tiziano y
los Bassano, dejándose influir particularmente por Sebastiano del
Piombo. El Encuentro del Nazareno con la Virgen (Museo de Bellas
Artes de Valencia), pintado ya en Valencia hacia 1611, reproduce literalmente
en la figura de Cristo el célebre Cristo con la cruz a cuestas de
Piombo conservado en el Museo del Prado, que hubo de conocer en El
Escorial y del que guardaría dibujos o apuntes para ser utilizados años después.
De igual forma, en la Degollación de Santiago del retablo
de Algemesí es patente el estudio directo de la obra de igual asunto
pintada por Juan Fernández de Navarrete para El Escorial. También
entonces debió de realizar una versión de
la Cena de Leonardo a partir de la famosa copia guardada en
el refectorio del monasterio. En 1666 se citaba en la colección de doña
Catalina de Mardones, en Madrid, tasada por Juan Carreño de Miranda, «una cena de vara y quarta de alto poco más o
menos con marco negro y dorado de mano de Rivalta copia de leonardo de binci»,
y huellas de ella se encuentran en la Santa Cena de la predela del
retablo del Rosario en la iglesia de la Asunción de Torrente, obra
de Juan Ribalta, quien habría tomado de los dibujos paternos las figuras
de Cristo y los apóstoles más cercanos extraídas del mural de Leonardo.
Existe constancia documental de que en 1591
pintó por encargo de un miembro de la corte un cuadro de
la Anunciación para el monasterio madrileño de la Encarnación,
cuyo dibujo preparatorio fue supervisado por Blas de Prado. En Madrid, en
fecha indeterminada, casó con Inés Pelayo, fallecida en 1601, de cuyo
matrimonio nacieron primero dos hijas y en 1597 un hijo, Juan, que con el
tiempo llegaría a ser su mejor discípulo. Se conocen también los nombres de dos
ayudantes, lo que parece indicar que antes de abandonar Madrid era ya un pintor
consolidado y con cierto volumen de obra, aunque no llegase a entrar al
servicio del rey y no haya constancia de que se le encomendasen trabajos en El
Escorial, al menos como pintor independiente. De esta etapa madrileña, aparte
de los citados Preparativos para la crucifixión, no quedan obras que le
pueda ser asignadas con certeza, pero podría pertenecer a ella un Cristo
crucificado del Museo del Prado, depositado en el monasterio de Poblet,
procedente del suprimido en 1809 convento de San Felipe el Real de Madrid.
Finalmente, la muerte de Felipe II en 1598 debió de empujarle a
abandonar la corte, informado, quizá, del impulso de renovación artística emprendido
en Valencia por su arzobispo, el patriarca san Juan de Ribera.
Valencia
(1599-1617)
Es probable que la elección de Valencia como
destino se debiese a su amistad con Lope de Vega, secretario personal del
marqués de Malpica que, a su vez, era cuñado del arzobispo Juan de Ribera,
conocido por sus demandas artísticas y a la sazón ocupado en la decoración de
su Colegio del Corpus Christi. Al menos desde el mes de febrero de 1599 Ribalta
se encontraba ya en Valencia donde, hombre piadoso según los testimonios de quienes
le conocieron, se inscribió en la cofradía de la Virgen de los
Desamparados. Inmediatamente después de su llegada a la ciudad gozó de la
protección del arzobispo, para quien pintó algunos retratos, de los que se
conservan en el Colegio del Patriarca los de Sor Margarita
Agulló y el Hermano Francisco del Niño Jesús, tomados de los retratos
que les hiciera Juan Sariñena puesto que él no llegó a conocer a los
retratados.
Estancia
en Algemesí
Entre 1603 y 1605 residió en Algemesí,
ocupado en la realización del retablo mayor de su iglesia parroquial, para la
que siguió trabajando hasta 1610 en distintos retablos, con evidentes recuerdos
de su pasada estancia en El Escorial. La gran tabla central, con el martirio
del apóstol, depende estrechamente, como se ha señalado, del cuadro de
Navarrete en El Escorial, pero también son patentes los préstamos de Luca
Cambiaso para la escena de Santiago en Clavijo y
el Traslado del cuerpo del santo, en tanto la Oración del
huerto repite motivos del lienzo de igual asunto
de Tiziano conservado en el monasterio. En Algemesí pintó también
el gran lienzo de la Aparición de Cristo a San Vicente Ferrer para el
Colegio del Corpus Christi. De 1606 es la Última Cena, en formato vertical
y enmarcada en una arquitectura escurialense, del retablo mayor del mismo
colegio, para el que en 1610 entregó el Nacimiento del ático. Con su
fuerte iluminación lateral y el naturalismo con que trató los rostros de los
apóstoles, la Cena pintada para el Patriarca asentó la fama de
Ribalta en Valencia e hizo posible que, inmediatamente, le llegasen nuevos
encargos del gremio de plateros (retablo de San Eloy, en sustitución del que
había pintado Vicente Macip que había resultado dañado por un incendio) y de la
propia Diputación (Calvario). También, a pesar de ser foráneo, pudo estar en
1607 entre los fundadores del Colegio de Pintores, uno de cuyos objetivos
era precisamente protegerse contra la competencia de los recién llegados.
Influencia
de Sebastiano del Piombo
Ribalta moduló en estos años su naturalismo con
la adopción de modelos y tipos joanescos, por imposición, quizá, de sus
clientes, como resulta patente en la Consagración de San Eloy como obispo
de Noyon (Valencia, iglesia de San Martín) o en el Cristo sostenido
por ángeles del Museo del Prado, copia de un modelo perdido
de Juan de Juanes. Pero, además, experimentó un nuevo encuentro
con Sebastiano del Piombo del que pudo copiar en dos ocasiones el
tríptico del Descendimiento propiedad de don Diego Vich y Mascó.
Éste, en 1645, se lo regaló en Valencia a Felipe IV, quizá ya desmembrado,
pues uno de sus paneles, el del Descenso al Limbo, fue enviado a El
Escorial y de allí transferido al Museo del Prado, en tanto la tabla central
del Descendimiento, o Lamentación ante Cristo muerto, propiedad
actualmente del Museo del Ermitage, se localizaba en 1666 en el Alcázar de
Madrid. El tríptico completo de Piombo, cuya tercera pintura, no conservada,
se describe diversamente como Prendimiento o Aparición de Cristo
a los once apóstoles, puede ser reconstruido gracias a la existencia de una
copia en el palacio episcopal de Olomouc (República Checa), que bien
pudiera ser de Ribalta. Antonio Ponz llegó a ver dos copias hechas
por él. Una de ellas, de pequeño tamaño, se encontraba en Madrid en el Hospital
de Aragón, fundado en 1616, en un retablito sobre la puerta de la sacristía,
con una firma o inscripción bien elocuente: Fr Sebastianus del Piombo
invenit: Franciscus Ribalta Valentiae traduxit. El segundo, de mayor tamaño, se
encontraba en los carmelitas descalzos de Valencia, que en tiempos de Orellana
rechazaron una sustanciosa oferta por la tabla central. Es probable, sin
embargo, que acabasen desprendiéndose de ella, pues únicamente los lienzos
laterales pasaron tras la desamortización al Museo de Bellas
Artes de Valencia. La tela central de esta copia podría ser, sin embargo, la
conservada desde fecha desconocida en el Colegio del Patriarca, copia
literal de la obra de Piombo con la coloración terrosa característica de
Ribalta, si no es una copia más de la citada tabla de cuya fortuna en Valencia
es buena prueba la versión libre, un siglo anterior a estas copias de Ribalta,
pintada por Vicente Macip para la catedral de Segorbe.
Retratos
del padre Simón
En 1611 murió su mecenas, el arzobispo Juan de
Ribera, de quien pintó un retrato difunto conservado en el Colegio del
Patriarca. En abril de 1612 fallecía también en Valencia el
padre Francisco Jerónimo Simón, beneficiado de San Andrés, quien acabaría
siendo conocido por su caridad y su ascetismo, sus penitencias extravagantes y
sus encuentros con Cristo camino del Calvario cuando recorría por las noches
las calles de la ciudad, reviviendo el camino del Gólgota, aunque en vida había
pasado inadvertido. A pesar de la oposición de las órdenes mendicantes, los
valencianos inmediatamente le tuvieron por santo y le erigieron altares en las
calles. Domingo Salzedo de Loaysa escribió un libro titulado Breve y
sumaria relación de la vida, muerte y milagros del venerable Presbítero Mosen
Francisco Jerónimo Simón, valenciano..., publicado por Felipe Mey en Segorbe en
1614, en el que, con no poca exageración, hablaba de las tres capillas que en
el espacio de un año se le habían dedicado en otras tantas parroquias al venerado
sacerdote,
«por cuya
devoción se han pintado, y puesto por las calles y esquinas de aquella ciudad
pasados de mil Altares pequeños con quadros y efigies deste Angélico Sacerdote,
y estos con sus lámparas, las quales a más de la mucha devoción que causan al
pueblo, sirven de alumbrar las calles de noche, y evitar muchos daños que
estando sin ellas se podían causar (...) [y] sin las dichas figuras pintadas al
olio, y al temple, ha salido estampada una inmensidad dellas, pues según
relación de los Impresores se han estampado en Valencia sola un millón y más
figuras, sin las que han venido de Roma, Francia, y Flandes».
Los encargos más importantes recayeron en
Ribalta, a quien se encomendó la pintura del retablo para la capilla de la
propia iglesia de San Andrés, donde el padre Simón fue enterrado, que será
probablemente el lienzo de la Visión del padre Francisco Jerónimo Simón,
firmado y fechado en 1612, conservado actualmente en la National Gallery de
Londres. Los recuerdos de Sebastiano del Piombo, de quien tomó la figura
de Jesús, combinando en ella las versiones de medio cuerpo del Cristo con
la cruz a cuestas, que pudo conocer en El Escorial, con la posición del
resucitado en el Descenso al Limbo (Museo del Prado), parte del
tríptico del Descendimiento del que existía una copia en Madrid hasta
el siglo XIX firmada por Ribalta, se entrecruzan con la evocación
de Tibaldi en la figura del trompetero que sigue a Jesús, tomada de
una de las figuras de la bóveda de la biblioteca de El Escorial. También el
cabildo de la catedral le encargó tres retratos del sacerdote, cobrados en
enero de 1613, para obsequiar con ellos al rey Felipe III, al duque
de Lerma y al secretario real Juan de Jérica, sin duda como parte de la
campaña emprendida para obtener la pronta beatificación de Simón. Otro retrato
se envió al papa Pablo V. Con el mismo objetivo y merced al patrocinio del
archiduque Alberto de Austria, en 1614 apareció en Amberes una Vita
B. Simonis Valentini, de Jan van der Wouwer, con un retrato de Cornelius
Galle sobre dibujo de Rubens, y un grabado de Michel
Lasne con el retrato del padre Simón orlado por diversas viñetas de su
vida y milagros para la que Ribalta proporcionó los dibujos, estampa de la que
sólo se conoce un ejemplar conservado en el Museo Nacional de Arte de Cataluña.
La Inquisición reaccionó con
celeridad ante lo que parecía un proceso de beatificación por aclamación
popular. Por Carta Acordada del Consejo Supremo del 13 de junio de 1614, se
ordenó a las distintas inquisiciones recoger «las ymágenes con rayos del dicho venerable saçerdote mossen Simón
mandando que ninguna persona las tenga ni venda hasta tanto su S[antida]d
ordene otra cosa». La misma Carta Acordada ordenaba recoger el libro de
Salzedo Loaysa, pero los partidarios del padre Simón, presumiblemente,
resistieron con algún éxito las presiones que les llegaban desde la corte, a la
vista del elevado número de ejemplares que de él se han conservado. Un nuevo
edicto, esta vez de la inquisición valenciana, prohibió finalmente en 1619 todas
las imágenes del sacerdote. El lienzo de Ribalta pudo subsistir reconvertido en
un Cristo llevando la cruz apareciéndose a San Ignacio de Loyola,
identificación con la que fue adquirido por Richard Ford en Valencia en 1831.
En 1945, ya en la National Gallery, la obra fue limpiada de los repintes que
ocultaban la figura del padre Simón.
El
Colegio de Pintores y la consolidación del taller
En noviembre de 1615 cobró Ribalta del Colegio
del Corpus Christi por los retratos de Perafán de Ribera y de su antiguo
protector, el fundador del colegio, obras probablemente surgidas del taller en
el que colaboraban por aquellas fechas su yerno, Vicente Castelló, quien
debió de casar con una hija del pintor hacia 1610, y su hijo Juan, que firmó
también en 1615 su primera obra, Los preparativos para la
crucifixión para la iglesia de San Miguel de los Reyes. Un año después
firmaba el Santo Tomás de Villanueva con dos colegiales, destruido en
1936, pintado por encargo del cabildo de la catedral de Valencia con destino al
Colegio Mayor de la Presentación, institución fundada por el propio
santo Tomás de Villanueva como seminario. En 1617 encabezó el grupo
de peticionarios que se dirigieron al rey con objeto de obtener la aprobación
del Colegio de Pintores, reconstituido un año antes, en cuya junta directiva
ostentó el cargo de mayoral. Un factor para este relanzamiento del Colegio pudo
venir dado por la momentánea presencia de Pedro de Orrente en
Valencia, de vuelta de su viaje a Italia, y las reticencias entre ambos pintores
que, según Marcos Antonio Orellana, provocaron una prueba de destreza
entre ellos, para la que Ribalta presentó un lienzo del Martirio de San
Lorenzo y Orrente un San Vicente Mártir, ambos perdidos, finalizando
la competición en tablas aunque el premio se le habría otorgado a Orrente. La
formación bassanesca de Orrente y su conocimiento seguro de las obras
de los primeros caravaggistas, puesto de manifiesto en su Martirio de
San Sebastián pintado para la catedral de Valencia hacia 1616,
hubo de tener, con todo, amplia repercusión en la evolución de la pintura de
Ribalta, fortaleciendo su propia inclinación al tratamiento expresivo de la luz
artificial.
Últimos
años: la plenitud del pintor (1618-1628)
A partir de 1620, en la etapa final y más
madura de su producción, Ribalta evolucionó hacia un naturalismo más estricto.
La ausencia de noticias para los años inmediatamente anteriores llevó a situar
en ellos el pretendido viaje a Italia, en el que habría conocido la obra de Caravaggio.
Una copia en pequeño tamaño de la célebre Crucifixión de San Pedro de
Caravaggio, firmada F. Ribalta, en la colección Príncipe Pío de Saboya en
Mombello (Italia), reforzaría esa hipótesis. Pero esta copia de reducidas
dimensiones pudo tomar como modelo otra copia anterior, del mismo tamaño y
color que el original de Caravaggio, conservada en el Colegio del
Patriarca y con toda probabilidad traída de Italia por el propio arzobispo
Juan de Ribera. Por otro lado, como observa Fernando Benito Domenech, «el
pretendido "caravaggismo"
en Francisco Ribalta, de admitirse, hay que verlo como producto de segunda mano
y siempre servido con técnica veneciana». El tenebrismo en Ribalta se
había manifestado de forma precoz, pero siempre vinculado a lo que había podido
ver en El Escorial, y ni sus tipos humanos ni su desinterés por la objetividad
de la materia lo acercan a Caravaggio. El propio David Kowal, defensor a título
de hipótesis del viaje a Roma en los años inmediatamente anteriores a 1620,
tras el que habría acentuado su primitivo tenebrismo, observa que «incluso bajo el impacto del maestro
italiano, el tenebrismo de Ribalta y su técnica de modelar llevan todavía el
sello de una cálidamente luminosa y fluida cualidad, enraizada en su profundo
nexo con la tradición veneciana». Para concluir que, «en última instancia, el tenebrismo de Ribalta es de un carácter más
conservador y menos trágico que el de Caravaggio».
Por otra parte, el hueco documental ha sido en
parte rellenando por la localización de un pleito que tuvo ocupado a Ribalta
desde enero de 1618, el año del matrimonio de su hijo Juan, hasta, por lo
menos, marzo de 1619. El proceso es también interesante por la información que
contiene acerca de la vida del pintor y de su obra. En enero de 1618 Ribalta
dirigió un escrito al portavoz del gobernador general de la ciudad rechazando
el cargo de «baciner de pobres» de la
parroquia de San Andrés, para el que había sido designado por un año. Ribalta
declaraba carecer de recursos y vivir exclusivamente de su trabajo, que le
requería mucha dedicación hasta poder dejar una obra terminada en toda su
perfección, además de que podría perder otros encargos si no terminaba en
tiempo los que tenía entre manos. A cambio de verse libre del encargo se
ofrecía a pintar a su costa una pintura para la parroquia por valor de 30
libras a gusto de los parroquianos. Iniciado el proceso, Ribalta presentó a una
serie de testigos, pintores como él, que hablaban de su piedad, pero también de
las dificultades para hacer compatible el trabajo de pintor con las
obligaciones de limosnero. Entre ellos estaba Jerónimo Rodríguez de
Espinosa, padre de Jerónimo Jacinto Espinosa, que declaraba conocerle
desde hacía treinta años, cuando ambos residían aún en Castilla, quien alegaba
también como impedimento la quebrantada salud del pintor. Todos ellos
concordaban, además, en que tras la expulsión de los moriscos no eran
buenos tiempos para la pintura en Valencia. Continuando con el proceso, a
preguntas del síndico de la parroquia, Ribalta declaró carecer de hacienda y
que siendo verdad que en alguna ocasión había cobrado cantidades importantes
(hablando del retablo de Algemesí), también lo es que lo había gastado
todo, porque siempre ha tenido aprendices y oficiales en su casa, además de que
él se tomaba mucho tiempo con cada pintura pues hacía estudios de
ella, lo que otros no hacen «por aprovecharse del trabajo de otro pintor». En
marzo de ese año presentó el síndico de la parroquia sus testigos, favorables a
la elección destacando ellos el carácter bondadoso del pintor. Finalmente, en
marzo de 1619, el lugarteniente del gobernador falló en el pleito en contra de
los intereses del pintor, obligándole a asumir el cargo o abonar 100 libras.
Ribalta protestó la sentencia y anunció que la recurriría ante el Consejo de
Aragón, pero el recurso, caso de haber sido presentado, no se conoce.
Es probable, en cambio, que viajase en esos
años a Madrid, donde pudo conocer las últimas tendencias naturalistas
representadas por artistas como Orazio Borgianni, pues en 1623 Angelo
Nardi, residente en Madrid, declaraba al contraer matrimonio que Ribalta le
debía algún dinero. Debió de ser en este viaje no documentado cuando hiciese
el retrato perdido de Lope de Vega, del que se tomó el modelo para el
grabado que salió con las Rimas humanas y divinas, publicadas a nombre de
Tomé Burguillos en Madrid, en 1634. El propio Lope aludía a ese modelo al
explicar la fisonomía de Burguillos, «que se copió de un lienzo en que le
trasladó al vivo el catalán Ribalta, pintor famoso entre españoles de la
primera clase». El elogio se venía así a sumar al que le había dedicado ya en
1602 en La hermosura de Angélica:
No tiene
España, que envidiar, si llora/ un Juanes, un Becerra, un Berruguete,/ un
Sánchez, un Felipe, pues ahora/ tan iguales artífices promete:/ Ribalta donde
el arte se mejora/ pincel octavo en los famosos siete.
Pudo ser también con ocasión de este viaje
cuando pintase el supuesto retrato de Raimundo Lulio del Museo
Nacional de Arte de Cataluña, quizá retrato de un padre jesuita tratado con
intensa luz dirigida, que perteneció a Gaspar de Haro y Guzmán, marqués
del Carpio.
Obras
para los capuchinos de Valencia
En cualquier caso Ribalta aparece nuevamente
documentado en Valencia en 1620, pintando una Última Cena, perdida, para
el refectorio de los capuchinos de la Sangre de Cristo. De fecha próxima han de
ser sendas visiones de San Francisco pintadas en su nuevo estilo, que según las
fuentes antiguas se hallaban en la iglesia del mismo convento: la Visión
del ángel músico, que adquirida por Carlos IV en 1801 pasó al Museo
del Prado, y San Francisco abrazando al crucificado, originalmente
emplazada en un altar cercano a la puerta, transferida al Museo de Bellas
Artes de Valencia tras la desamortización. La gama de color en estos
lienzos se ha reducido drásticamente y los tipos humanos, junto a la franqueza
y simplicidad de su composición, revelan la acentuación de sus tendencias
naturalistas. La Visión del ángel músico, según una leyenda narrada
por san Buenaventura, de la que se conocen algunos dibujos previos, debió
de alcanzar gran predicamento pues se conoce una versión posterior del propio
Ribalta actualmente conservada en el Wadsworth Atheneum en Hartford
(Connecticut), en formato apaisado y con mayor atención a los objetos de
naturaleza muerta presentes en la celda del fraile. Más extraña resulta
la iconografía del San Francisco abrazando al crucificado, para
la que no existen fuentes literarias. Su fuerte contenido simbólico hace creer
que el motivo le fuese dado por los propios frailes capuchinos, que ponían el
acento en el significado eucarístico de la sangre de Cristo. El santo,
corpulento y rudo, tomado sin duda del natural, pega el rostro al costado de
Cristo de cuya herida brota un chorro de sangre. Igual aspecto rudo tiene el
ángel que se dispone a colocar a Cristo una guirnalda de flores en sustitución
de la corona de espinas, que el crucificado coloca sobre la cabeza del santo.
Alude así al camino de mortificación elegido por San Francisco y, con él, por
los propios frailes capuchinos, cuyo desprecio por las glorias terrenas y el
rechazo de los vicios se simboliza con la pantera coronada sobre la que se pone
en pie el santo, acompañada de otros seis felinos coronados y abatidos en la
parte inferior: los siete pecados capitales. Ribalta, sin embargo, ha sabido
transformar la imagen visionaria y cargada de simbolismo en un hecho concreto,
por el realismo con que capta a sus protagonistas y por el sabio empleo de la
luz, calificado por Benito Domenech como «uno de los más espléndidos logros del
primer naturalismo español», destacando a los personajes principales y
oscureciendo a los secundarios para hacer así patente la invisible presencia
del Creador compatible con el naturalismo de lo representado.
Pinturas
para la cartuja de Porta-Coeli
En 1621 el taller de Ribalta recibió el encargo
de realizar ocho lienzos de gran formato para las puertas del retablo de la
parroquial de Andilla. Aquejado, quizá, de problemas de salud, Ribalta
pudo participar en su planteamiento, pero confió la ejecución a su hijo Juan,
que marchó a Andilla en unión de Vicente Castelló, Gregorio Bausá, Abdón
Castañeda y otros miembros de un taller cada vez más activo. Mientras Juan
y su grupo trabajaban en la zona de Segorbe, Francisco lo hacía en Valencia,
donde en 1622 se documenta la pintura de un San Martín para un altar
callejero con motivo de las fiestas en honor de la Inmaculada. A este
momento han de pertenecer los Desposorios místicos de Santa Gertrudis,
lienzo conservado en la parroquia de San Esteban de Valencia, en el que se
observan los mismos progresos en la dirección del tenebrismo naturalista, con
una reducida gama de colores muy rica en tonalidades.
A fines de 1625 Ribalta contrató el dorado y
pinturas del nuevo retablo mayor del monasterio cartujo de Porta-Coeli. Es
probable que el encargo viniera precedido por la realización del Abrazo de
Cristo a san Bernardo (Museo del Prado), localizado en la celda prioral
donde Antonio Ponz lo alabó como «lo
más bello, bien pintado y expresivo que pueda darse de Ribalta». Sobre un
fondo de sombras de color pardo, que envuelve en penumbra a dos ángeles, un
potente foco de luz ilumina a un Cristo musculoso, a la manera de los Cristos
de Piombo, y al monje de rostro consumido y gesto arrobado que lo abraza,
vestido con hábito blanco marfileño. A pesar de lo limitado de su gama de
color, casi monocromo, las pinceladas líquidas fracturan el color en múltiples
tonos. El punto de vista bajo dota de monumentalidad a la composición, centrada
en las figuras de Cristo y san Bernardo fundidas por la luz lateral
en un solo bloque, sin permitir que ningún elemento externo distraiga la
atención hacia ellos.
El retablo mayor de la cartuja, sustituido
hacia 1773 por otro de gusto académico y desmantelado con la desamortización,
constaba de al menos dieciséis pinturas, de las que sólo trece pasaron al Museo
de Bellas Artes de Valencia. Ejecutado entre 1625 y 1627, en él participó el
taller en un grado difícil de discernir. Para David Kowal únicamente podrían
atribuirse a Francisco Ribalta con seguridad los evangelistas Lucas,
Mateo y Juan, que ocupaban los pedestales, y el San
Bruno del cuerpo principal, «testigos
de la invulnerable destreza del maestro». Benito Domenech, por el
contrario, defendió una participación de Francisco Ribalta más amplia,
atribuyéndole la autografía del San Juan Bautista que hacía pareja
con San Bruno, a los lados de la Virgen de Porta-Coeli, obra
inacabada en la que también tuvo participación Vicente Castelló, a quien
podrían corresponder los cuatro doctores de la iglesia. De su hijo sería
el San Pedro de las puertas del trasagrario, correspondiendo al padre
el San Pablo que le servía de pareja. De Francisco Ribalta, por
último, sería también el cuarto evangelista, San Marcos, resultando elocuente
la comparación con la serie de los evangelistas pintados en la primera década
del siglo para la iglesia de Algemesí, con su luminoso colorismo y
monumentalidad manieristas reemplazados por un severo naturalismo y una
limitada gama de color en la que destaca únicamente el rojo. El San Bruno en
pie, llenando con su figura el lienzo, con el dedo en la boca en actitud de
reclamar silencio según las estrictas normas de la orden por él fundada, es sin
duda la obra más admirada de este retablo. La reducida gama cromática y la
riqueza de sus tonalidades en el blanco hábito, el realismo del rostro y la
iluminación lateral, con pinceladas líquidas, son las características de la
obra de Ribalta, cuyo interés por los efectos de luz, como evidencia esta
pintura, con sus tonalidades claras, proviene, ante todo, de la pintura
veneciana.
Todavía a mediados de 1627 recibió un nuevo
encargo, el dorado de un altar en la parroquia de San Martín a costa de la
condesa de Fuentes, que no pudo completar al morir repentinamente el 13 de
enero de 1628. Su muerte sin testar provocó disputas entre sus hijos Juan y
Mariana, monja, que le sobrevivieron poco tiempo, pues Juan moría el 9 de
octubre del mismo año y su hermana el 2 de marzo del año siguiente. Jusepe
Martínez, que le conoció, elogió su temperamento humilde, ajeno a las
vanidades, asegurando que murió «con tan grande reputación que casi fue
venerado por santo».
San Lucas
pintando a la Virgen, 1625-1627.
Óleo sobre lienzo, 83 x 36 cm.
Valencia, Museo de Bellas Artes de Valencia
Según la tradición, el evangelista Lucas era
médico y pintor. Se le representa a menudo pintando un cuadro de la Virgen, o
de la Virgen con el Niño, y el evangelista de Ribalta pinta a una Virgen
recatada y absorta en su libro de oraciones. Recuerda la Virgen de las Tocas,
un tipo iconográfico popular en el Levante español. La pintura descansa en un
sencillo caballete de madera, y el evangelista toma sus colores de una paleta
lisa rectangular. En el travesaño del caballete reposa un pequeño recipiente,
seguramente para el aceite. Un toro, símbolo de Lucas, se adentra en el cuadro
por el primer término de la izquierda. La pintura forma parte de una serie de
evangelistas pintada para la parte baja del retablo mayor de la iglesia de la
cartuja de Porta Coeli en Bétera, cerca de Valencia. Ribalta recibió el encargo
en 1625, y en 1627 entregó las dieciséis pinturas que componían el retablo
(ahora sólo se conocen trece), desmantelado en la década de 1830.
La figura de san Lucas se ha interpretado
tradicionalmente como autorretrato de Francisco Ribalta. Los personales rasgos,
la mirada intensa dirigida al espectador y la ausencia de halo (presente en las
pinturas de los otros tres evangelistas) abonan esa hipótesis. Existen, claro
está, numerosos precedentes de artistas que dieron al santo su propia fisonomía
al pintar este tema. El estudioso alemán August L. Mayer (1908) opinó que aquí
Ribalta había retratado a Miguel Ángel en la figura de san Lucas, pero la suya
fue una voz solitaria, y la mayoría de los que han escrito sobre esta pintura
han aceptado la idea del autorretrato. Ribalta tendría unos sesenta años cuando
la pintó, y le habría dado oportunidad de meditar sobre toda una vida dedicada
a ejecutar pinturas religiosas al servicio de la Iglesia. Falleció muy poco
después.
Los
preparativos de la crucifixión, 1582
Óleo sobre lienzo. 144 x 103 cm. Hermitage. San Petersburgo
Su primera obra conocida en Madrid es Los
Preparativos para la Crucifixión -conservada en el Hermitage de San Petersburgo-,
una pieza primordial en el catálogo del pintor que posee un interés superior al
estrictamente artístico, ya que el presente óleo sobre lienzo (144,5 x 103 cm)
pudo ser realizado como prueba o carta de presentación para obtener Ribalta el grado
de maestría.
La obra está firmada en la esquina inferior
derecha usando una cartela en la que reza "FRANco RIBALTA CATALÁ LO PINTÓ
EN MADRID AÑO D. MDLXXXII". La firma -rehecha dos veces, como revelaron
los rayos infrarrojos, ya que se dudaba de la autenticidad de la misma- suscitó
la atención de todos los estudiosos del arte de Ribalta, ya que contiene muchos
datos: proporciona una fecha, confirma la ascendencia catalana del pintor -Lope
de Vega, que conocía personalmente a Ribalta, consignó asimismo su origen
catalán en sus Rimas Humanas y Divinas (1634)- y demuestra que en su juventud
trabajó en Madrid.
Su procedencia estuvo fuertemente discutida:
según Elías Tormo, se identifica con una Crucifixión del convento toledano de
los Mínimos de San Francisco de Paula -una obra que, tras el saqueo francés de
la ciudad en 1810, pasó a la colección Coesvelt de Ámsterdam, parte de la cual
fue adquirida por el zar Alejandro I de Rusia en 1815-; sin embargo, David
Kowal niega lo anterior y presupone que se encontraba en una colección privada.
Con este planteamiento coincide Rosa Subirana,
quien basándose también en los estudios de Marcos Antonio de Orellana, la pone
en relación con la colección valenciana del presbítero Juan Bautista Moles. De
ser cierto, dicha obra, tras la muerte de su propietario, pasó por herencia a
su pariente Pedro Pascual Moles, grabador, quien se la llevó de Valencia a
Barcelona, donde tenía su domicilio.
Según Doménech, en esta obra se aprecia la
admiración de un Ribalta de apenas 17 años de edad por los escorzos manieristas
del italiano Pellegrino Tibaldi -sobre todo en el Martirio de San Lorenzo,
pintado en 1593 para el centro del retablo mayor de El Escorial-; sin embargo,
si aceptamos esta opinión habría que dar erróneamente una fecha posterior al
lienzo. Es por ello que Ludmila Kagané lo relaciona con las escenas claroscuristas
de dicho martirio que aparecen en la obra del valenciano Alonso Sánchez Coello
San Esteban y San Lorenzo (1580), pintada también para el Real
Monasterio de El Escorial.
El cuadro de Ribalta representa, en primer
plano, a Cristo en el acto inmediato a la Crucifixión, rogando al Padre por el
perdón de los enemigos que van a crucificarle y, por extensión, del linaje
humano. A la izquierda del fondo, nublado y rocoso, aparece el cortejo de
allegados a Jesús, presidido por las Santas Mujeres. La educación de Ribalta en
el ambiente extraordinariamente religioso de Solsona, como bien apreció Kowal, explicaría
el logrado tratamiento de sus asuntos sacros.
El colorido y, sobre todo, la figura del
soldado con tonalidades sonrosadas, azules y verdes, evidencian que Ribalta
conocía la pintura veneciana que abundaba en las colecciones de Madrid y El
Escorial. La composición está basada en el grabado de Durero sobre el mismo tema,
si bien Ribalta introdujo algunas modificaciones.
Última
Cena o Institución de la Eucaristía,
Óleo sobre lienzo adherido a tabla, 478 x 266
cm, Valencia, Colegio del Patriarca
En la pintura que ahora vemos aparecen los
Apóstoles reunidos con Cristo para celebrar la Última Cena. Ribalta adopta un
punto de vista muy alto para poder plasmar prácticamente toda la mesa y, por lo
tanto, a todos los personajes congregados a su alrededor, sin que los más
cercanos al espectador tapen a Cristo, que preside la reunión. Todos los
Apóstoles están pendientes del gesto de Cristo, que bendice el pan y eleva sus
ojos al cielo. Sin embargo, uno de ellos atrae la mirada del espectador, puesto
que da la espalda a la reunión y nos mira frontalmente: se trata de Judas, a
quien se identifica por su juventud y por estar acariciando una bolsita con
dinero colgada de su cinturón. En el centro de la mesa podemos apreciar el
magnífico cáliz medieval que se exhibe en la catedral de Valencia como el
auténtico cáliz de Cristo.
San
Francisco confortado por un ángel músico
Hacia 1620. Óleo sobre lienzo, 204 x 158
cm. Museo del Prado
A finales del siglo XVII, la iconografía
de san Francisco se amplió, sustituyéndose gran parte de los
temas clásicos biográficos por episodios más complejos, especialmente
visiones arrebatadas, éxtasis místicos que conectaban con la nueva estética
del Barroco y que proporcionaron, en el caso de san Francisco,
una nueva orientación en la representación del santo, cuya vida era presentada
por la Orden como un paralelo biográfico a la de Jesucristo. Este episodio
concreto hace relación a la aparición de un ángel músico en la humilde celda
del santo. Este episodio fue representado por Ribalta como un hecho
extraordinario que no llega a vislumbrar al hermano franciscano que en ese
momento se incorpora a la celda. Como era habitual en este
pintor, Ribalta ideó la escena gracias a una estampa, una composición
del italiano Paolo Piazza según un grabado de Sadeler fechado en 1604.
Partiendo de la estampa, Ribalta reflejó el momento como una
experiencia de luz irreal que envuelve y transforma el espacio cotidiano del
santo. El contraste entre la ínfima vela del monje y la experiencia luminosa que
inunda a san Francisco, otorgan a la luz un protagonismo esencial,
entroncado con los primeros naturalistas españoles,
especialmente Bartolomé Carducho y su obra la Muerte de san
Francisco (Lisboa, Museu de Arte Antiga), a quien Francisco
Ribalta conoció y admiró en torno a 1620. Con Carducho compartió un mismo
sentido de la pintura, directa, densa y vibrante, una misma aproximación a la
realidad, que aprehende a través de las texturas y las calidades de todos y
cada uno de los objetos que pueblan el humilde espacio, y una enorme
expresividad en los rostros, reales, cercanos en su humanidad. Son aspectos que
le muestran igualmente próximo a la obra de Caravaggio, en un momento de
la carrera de Ribalta en que se intensifica el tenebrismo y se
simplifican las composiciones que, como en este caso, facilitan el impacto
visual de la imagen. La obra se realizó para el convento capuchino de la Sangre
de Cristo de Valencia, para el que Ribalta pintó, en 1620,
una Santa Cena y un San Francisco abrazando a Cristo
crucificado. Aunque San Francisco confortado por un
ángel no aparece documentada, se ha considerado que debe incluirse en una
cronología cercana a las dos obras señaladas.
La tela pasó a formar parte de las colecciones
reales tras una visita de Carlos IV a Valencia. El monarca
adquirió la pintura por ser obra de las más perfectas que se conocen del
señor Ribalta, tal y como se refirió en la época-, y mandó a Vicente
López, el mejor pintor que había entonces en Valencia, que sacase una copia
fiel para el Convento.
Magdalena
ante el sepulcro de Cristo
Hacia 1612. Óleo sobre tabla, 91 x 68 cm. Museo
del Prado
La presencia en Valencia en 1521 de
varias obras de Sebastiano del Piombo, adquiridas por el diplomático
Jerónimo Vich, sirvió de estímulo a varias generaciones de artistas de la
región. En esta pintura recientemente atribuida a Ribalta, el artista
adaptó la figura de la Magdalena incluida en una de esas obras, el Llanto
sobre Cristo muerto hoy en San Petersburgo y, al prescindir de
los otros personajes, incorporó la inscripción: “Quia tulerunt Dominum meum” (Se han llevado el cuerpo de mi Señor),
que expresa su desolación.
Cristo abrazando
a San Bernardo
1625 - 1627. Óleo sobre lienzo, 158 x 113
cm. Museo del Prado
Es esta una de las composiciones más bellas de
la producción final de Ribalta. La figura de Cristo parte de un
modelo realizado por Sebastiano del Piombo en su Llanto sobre
Cristo muerto (San Petersburgo, Hermitage), obra que el español copió
en dos ocasiones. La corpulenta anatomía de Cristo, las facciones y la
expresión de su rostro, así como el sentido lumínico están en deuda con la
pintura del italiano.
Cristo
muerto sostenido por dos ángeles
Principio del siglo XVII. Óleo sobre lienzo,
113 x 90 cm. Museo del Prado
La obra de Francisco Ribalta se
incluye dentro de la pintura naturalista del primer tercio del siglo XVII.
Vinculado duran-te veinte años a Madrid y su entorno, más
concretamente al monasterio de El Escorial, Ribalta adoptó
inicialmente las formas expresivas de los manieristas reformados, un grupo de
pintores italianos que en los últimos años del siglo
XVI desarrollaron su actividad en El
Escorial: Zuccaro, Tibaldi o Cambiaso; artistas no especialmente
dota-dos pero que posibilitaron la renovación de la pintura española; especialmente
entre aquellos artistas patrios que tuvieron con-tacto directo con el Real
Monasterio escurialense.
Como Navarrete el Mudo, Urbina o Luis
de Carvajal, Francisco Ribalta llevó a cabo una pintura en la que fue
introduciendo un realismo descriptivo, una monumentalidad formal y una
iluminación dirigida que transformará la pintura española para introducirla en
el barroco inicial. Tras su asentamiento en Valencia, el pintor catalán
(Ribalta había nacido en Solsona en 1565) incluye otros
componentes italianos, como un personal tenebrismo y una técnica suelta y
deshecha que se ha considerado próxima a la pintura veneciana.
Sin embargo, en este Cristo muerto sostenido
por ángeles, una iconografía medieval que fue rescatada por la iglesia de
la Contrarreforma, Ribalta debe ser visto sobre todo como un
copista del pintor más celebrado, a principios del siglo XVII, de la
escuela valenciana: Juan de Juanes. Ribalta había copiado una
composición muy similar que se hallaba en la parroquia de San Andrés, y de
la que se conocen otras versiones con ligeras variantes. En 1607 el gremio de
plateros había pedido a Ribalta, entonces el pintor más importante
asentado en Valencia, que copiara el retablo de San Eloy, un
con-junto de Juanes que aparecía en esas fechas en pésimas condiciones de
conservación. Como en esta ocasión, el trabajo se hizo con gran fidelidad a la
obra del artista valenciano, deudor en gran parte de sus trabajos de la huella
dejada por la pintura de Sebastiano del Piombo, el veneciano que había
adoptado la monumentalidad de Miguel Angel, y cuya pintura se conocía y
admiraba en la ciudad del Turia desde 1521, cuando el embajador
Jerónimo Vich trajo consigo pinturas del veneciano. Juan de Juanes fue
durante mucho tiempo el gran referente te de la pintura valenciana (luego
compartiría gloria con Ribera y Ribalta), y la copia de sus obras por
parte de Ribalta podría explicarse como la pervivencia de los gustos
devocionales de la clientela local, pero, también parece probado que Ribalta quedó
atraído por la calidad de la obra del valenciano, un pintor de gran técnica y
preciso dibujo anatómico, y con quien compartía el interés por la pintura
de Sebastiano del Piombo, artista al que también copió Ribalta en
alguna ocasión. Esta pintura fue adquirida en Valencia; para ingresar en
la colección real en 1804, en unas fechas en que el rey Carlos IV estaba
interesado por la obra de Juan de Juanes.
JUAN van
der HAMEN y LEÓN,
(Madrid, 8 de abril de 1596 (bautismo)-28 de
marzo de 1631)
Pintor barroco español del llamado Siglo
de Oro, fue reconocido especialmente por
sus bodegones y floreros, si bien practicó también la pintura
religiosa, el paisaje y el retrato. Pintor versátil, influido tanto
por Juan Sánchez Cotán como por el flamenco Frans
Snyders en la concepción de sus primeros bodegones, y bien relacionado con
los ambientes cultos de Madrid, adoptó tempranamente
el naturalismo que llegaba de Italia.
Juan van der Hamen y León nació en Madrid en
el seno de una familia perteneciente a la aristocracia holandesa, originaria
de Utrecht, y culta. Su padre, Jehan van der Hamen, nacido en Bruselas y
fiel católico, se había establecido en España antes de 1586 e ingresado en
la Guardia de los Archeros Reales, guardia personal del rey de origen
borgoñón para la que era requisito la hidalguía.1
Su madre, Dorotea Whitman Gómez de León, descendía a su vez de un archero
flamenco y de una toledana de origen hidalgo. Sus hermanos mayores, Pedro y el doctor Lorenzo
van der Hamen, canónigo en Granada, fueron escritores de obras históricas y
teológicas, y quizá él mismo practicase la poesía. Bien relacionado en los
ambientes cultos de Madrid, mantuvo trato de amistad con escritores como Lope
de Vega, Luis de Góngora o el dramaturgo y editor Juan Pérez de
Montalbán, que le dedicaron sendos elogios poéticos. Al igual que antes su
padre y su abuelo, en enero de 1623 ingresó en la guardia de archeros
flamencos, encargada de forma más o menos honorífica de proteger al rey desde
tiempos de Carlos V.
Nada se sabe de su formación como pintor. Antonio
Palomino asegura que su padre, fallecido en 1612, también lo era, de lo
que no existen pruebas, y que con él aprendió el arte. La orientación
italianizante de su pintura, con arreglo a la tendencia dominante en Madrid en
sus años de formación, podría relacionarlo con alguno de los pintores de la
corte como Vicente Carducho y aún con Felipe Diricksen, de poca
mayor edad y también archero real, cuya escasa obra conocida guarda ciertas
concomitancias con la de Van der Hamen. Cuando en 1615, con la oposición de
su familia que aspiraba a un matrimonio con persona de mayor rango, casó con
Eugenia de Herrera, de una familia de artistas relacionada con Antonio de
Herrera, su formación como pintor debía de haberse completado. Y por su
declaración ante el vicario al solicitar dispensas para acelerar el matrimonio,
consta que su aprendizaje había tenido lugar en Madrid, pues declaraba que
nunca había salido de la ciudad, aunque pudo hacerlo inmediatamente después de
contraer matrimonio por un plazo de algunos meses.
La primera obra de que se tiene noticia es de
1619 y fue pintada para el Palacio del Pardo: un bodegón, «lienço de frutas y caça», encargado
por Juan Gómez de Mora para completar los cinco que se habían
adquirido en la almoneda del arzobispo de Toledo Bernardo de Sandoval y
Rojas, con destino a las sobrepuertas de la Galería del Mediodía. La relación
con Gómez de Mora, de quien hizo un retrato de cuerpo entero, fue duradera.
También hubo de ser estrecha la relación con Jean de Croÿ, Conde de Solre,
personaje influyente en la corte como caballero de la Orden del Toisón de
Oro y capitán de la guardia de archeros. Aficionado a la botánica y
coleccionista de pintura, Van der Hamen pintó para él al menos un par de
bodegones, además de hacerle un retrato fechado en 1626. Ese mismo año tuvo
la oportunidad de retratar al cardenal Francesco Barberini, sobrino de Urbano
VIII, por mediación de Cassiano dal Pozzo, que durante su estancia en
Madrid había llegado a admirar los bodegones de Van der Hamen. Pese a todo, no
logró obtener la plaza de pintor del rey que solicitó junto con otros once
pintores en 1627, a la muerte de Bartolomé González. Dos años más tarde,
no obstante, todavía se le encargaron tres cuadros de frutas y flores
sostenidas por muchachos desnudos para decorar el cuarto bajo de verano del rey
en el viejo Alcázar de Madrid.
Por una orden de pago fechada en diciembre de
1630 consta que trabajó al servicio del cardenal-infante don Fernando como
«pintor de su Real casa», aunque ni el número de pinturas que realizó para él
ni su naturaleza ha podido ser determinado con seguridad. Murió en Madrid aún
joven (35 años) el 28 de marzo de 1631, dejando un elevado número de obras,
muchas de ellas sin duda salidas del taller que tenía establecido en la calle
de Fuentes, lo que podría explicar las diferencias de calidad que se advierten
en sus obras, incluso entre las por él firmadas. El elevado número de sus
composiciones y las abundantes copias ejercieron, especialmente en el género
del bodegón, una influencia profunda en artistas posteriores y no sólo
entre los que pueden considerarse discípulos directos, como lo es el único de
sus aprendices documentado, Antonio Ponce, quien ingresó en su taller con
diecisiete años, en 1624, y casó al completar sus estudios con una sobrina del
maestro. Su hijo Francisco, que contaba quince años a la muerte de Van der
Hamen, fue colocado como aprendiz de Cornelis de Beer para completar
sus estudios de pintura y al alcanzar la mayoría de edad, en 1634, recibió en
herencia todos los modelos que guardaba su padre en el taller. Casado ese mismo
año, se estableció en Toledo donde falleció prematuramente en 1639. No se
conoce ninguna pintura firmada por él, pero podrían atribuírsele algunos
bodegones inequívocamente relacionados con la obra de Van der Hamen en los que
los especialistas encuentran, sin embargo, una mano diferente.
Juan Pérez de Montalbán le dedicó un elogio
fúnebre incluido en el «Índice de los ingenios de Madrid»:
Juan de
Vanderhamen y León, Pintor de los más célebres de nuestro siglo, porque en el
dibuxo, en la pintura, y en lo historiado excedió a la misma Naturaleza: fuera
de ser único en su Arte, hizo extremados versos, conque provocó el parentesco
que tienen entre sí la Pintura, y la Poesía, murió muy moço, y de lo que nos
dexo assi en frutas, como en retratos y lienços grandes, se colige que, si
viviera, fuera el mayor Español que huviera avido de su Arte.
Para
todos, 1632
Palomino, quien se declaraba propietario de dos bodegoncillos de su mano, grandemente hechos, decía sin embargo, comentando este elogio, que le concedería más crédito si viniese de Velázquez o de algún otro pintor, «porque no dejó de tener alguna sequedad de la manera antigua flamenca».
Retratos
De sus retratos y del prestigio alcanzado con
ellos hay abundantes noticias, pero son pocos los que nos han llegado. A su
muerte, en el inventario de sus bienes, se mencionaba una galería de veinte
retratos en busto de personajes ilustres, seguramente bocetos o estudios para
otros retratos más elaborados y sus copias. Algunos de los retratados,
como José de Valdivieso y Gabriel Bocángel, respondieron
dedicando versos encomiásticos al pintor. Entre ellos figuraban los retratos de
Lope, Góngora y Quevedo, el abogado Francisco de la Cueva y Silva, Francisco
de Rioja y el hermano del pintor, Lorenzo. Pero con ellos se encontraba
también el retrato de Catalina Erauso, la Monja Alférez, que fue
objeto de una cruel sátira poética, en la que también se aludía sarcásticamente
a algunos otros de los personajes retratados por Van der Hamen, a quien los
versos llamaban despectivamente «pintor
de castañas y nabos». Para Lope de Vega, receptor del anónimo soneto
satírico, no cabía duda de que su autor había sido fray Hortensio Félix
Paravicino. En cualquier caso, el soneto ponía de manifiesto que Van der Hamen
era, ante todo, reconocido por sus bodegones, en tanto sus retratos, a despecho
del pintor, no alcanzaban igual estima y podían ser objeto de burlas.
Quizá el más célebre de los conservados sea
el Retrato de enano del Museo del Prado, perfectamente
encuadrable dentro de los patrones del retrato cortesano, si bien, junto con la
minuciosa descripción del vestido a la manera de Juan Pantoja de la Cruz,
hay también en él una nueva preocupación por la luz con voluntad claroscurista.
Pero ese interés nuevo por la iluminación, junto con la incuestionable
habilidad del pintor para representar los objetos y calidades de la materia, no
impedirán que el resultado final en algunos de sus retratos sea de cierta
dureza y sequedad en los rostros de los efigiados, como ocurre en el de algo
más de medio cuerpo de Francisco de la Cueva (1625, Academia de Bellas
Artes de San Fernando) o en el atribuido de Catalina Erauso (Kutxa-Caja Guipúzcoa).
En otros retratos más íntimos, pintados con fluidez y del natural, sin
ulteriores retoques, como es el de su hermano Lorenzo del Instituto
Valencia de Don Juan —único de aquella serie de personajes ilustres que
puede ser identificado con seguridad—, llega a alcanzar una expresividad afín a
la del joven Velázquez, lo que puede explicar la cautelosa atribución a
Van der Hamen del retrato de Francisco de Quevedo del mismo
Instituto, tenido en el pasado por copia de un original perdido de Velázquez.
No hay duda, por otra parte, de que Van der
Hamen podía con sus retratos satisfacer la vanidad de sus clientes en un grado
mayor que el artista sevillano, de lo que puede ser buena prueba el retrato de
Jean de Croÿ, conde de Solre, con su vistosa armadura dorada. Según
cuenta Cassiano dal Pozzo, que llegó a Madrid en 1626 acompañando como
secretario al cardenal Francesco Barberini, su señor se hizo retratar por
Van der Hamen, a quien luego encargó alguna otra obra, tras quedar descontento
con el retrato que le había hecho Velázquez, en el que se encontraba
demasiado melancólico y severo.
Obras de
devoción
También se han perdido gran parte de las
pinturas de composición ejecutadas para la iglesia de las que se tienen
noticias. La que será, probablemente, la primera de sus obras conservadas en
este género, el San Isidro de la National Gallery de Dublín, que
podría fecharse hacia 1622, año de su canonización, muestra ya, junto a un
dibujo preciso, un estudio de la luz deudor de Orazio Borgianni,
iluminando dramáticamente el rostro y las manos del santo situado ante un
paisaje castellano. En 1625 trabajaba en
el claustro de la Merced con Pedro Núñez del Valle, retornado
recientemente de Italia, quien debió de reforzar las tendencias caravaggistas de
su pintura, presentes en el San Juan Bautista y en la Adoración
del Cordero del claustro del Real Monasterio de la Encarnación de
Madrid, pintados el mismo año, en los que se refleja una preocupación por las
luces y las sombras que lo acercan al tenebrismo. Pero en otras obras, como
el Martirio de San Sebastián y El hallazgo de la Cruz por Santa
Elena del mismo monasterio, composiciones complejas con pequeñas figuras
de perfiles duros, en los que la luz es mayor y la gama de color es también más
amplia, las influencias pueden ser distintas, incluyendo las flamencas.
Palomino le atribuyó también un cuadro fechado
en 1628 de la Virgen con el Niño apareciéndose a San Antonio de Padua en el
desaparecido convento de San Gil, convento como el de la Encarnación de
patrocinio regio y próximo a Palacio. La obra, al parecer conservada en
colección francesa, aunque el santo representado no sea san Antonio de
Padua sino san Francisco de Asís, guarda estrecha relación
estilística y en los tipos humanos con La aparición de la Inmaculada a San
Francisco del convento de Santa Isabel de los Reyes de Toledo, obra
firmada y fechada en 1630, apreciándose en ambos lienzos una interpretación del
caravaggismo a la manera de Juan Bautista Maíno, con el empleo de tonos
claros y colores vivos junto a sombras densas con las que se acentúan los
volúmenes.
Naturalezas
muertas, bodegones y floreros
Es en la pintura de bodegón, minusvalorada
por los tratadistas como Antonio Palomino, pero muy estimada por la clientela
según ponen de manifiesto los inventarios, donde destaca Van der Hamen, con una
producción abundante y un elevado número de piezas conservadas, cerca de
setenta, más de la mitad firmadas y fechadas entre 1621 y 1622. Inmediatamente
después de pintar el perdido bodegón del Palacio del Pardo y de
conocer en la colección real los bodegones de Sánchez Cotán, Van der Hamen
supo apreciar antes que nadie en España las posibilidades mercantiles que
ofrecía el nuevo género, abierto a una clientela más amplia, que podían ser
explotadas en beneficio de la economía familiar —y en 1622 había sido padre por
segunda vez— en ausencia o a la espera de encargos más tradicionales. Buena
prueba de su éxito puede dar la presencia de once de sus bodegones, en una
fecha tan temprana como 1624, en el inventario de los bienes de Gállo de
Escalada, secretario de Felipe IV, con ocasión de su boda.
Muchos de los tipos compositivos que empleará a
lo largo de su carrera se encuentran ya representados en el amplio grupo
fechado en 1621 y 1622, al que pertenecen piezas como el Cardo con cesta
de manzanas, zanahorias, cidra y limón colgando, de colección mexicana, firmado
en 1622, con evidentes recuerdos de Juan Sánchez Cotán, de quien toma
literalmente la figura del cardo, o los hermosos Cajas y tarros de
dulces (1621, Museo de Bellas Artes de Granada) y Cesta, cajas y
tarros de dulces (1622, Museo del Prado), en los que el recuerdo de
Sánchez Cotán se concreta en la disposición ordenada sobre una alacena y la
iluminación tenebrista, siendo los objetos los golosos dulces característicos
de la producción de Van der Hamen, reflejo del importante papel que el arte de
la confitería desempeñó en la alta sociedad madrileña conforme a lo que
establecían las reglas de la hospitalidad. La versatilidad del pintor se pone
de manifiesto en el bodegón de Frutas y pájaros con un
paisaje del Monasterio de El Escorial, pintura sobre tabla fechada
también en 1621, que estuvo atribuida antes de que tras una limpieza apareciese
su firma al pintor flamenco Jan Davidsz de Heem. Próximo al modo de hacer
de Frans Snyders, cuyos bodegones pudo conocer en la bien nutrida
colección de Diego Mexía, marqués de Leganés, en esta tabla de El Escorial
unos pajarillos picotean en torno a una fuente de porcelana de Delft, rebosante
de frutas, sobre un tapete de un vivo color rojo algo descentrado a fin de
dejar espacio a la ventana, abierta a un paisaje, que ocupa un ángulo de la
composición. Todo ello es de un flamenquismo radicalmente diverso de la
orientación que adoptarán sus más típicos bodegones, pero que no va a abandonar
por completo en fechas posteriores, como se demuestra en otra pieza semejante y
del mismo lugar pero firmada dos años más tarde.
La presencia de algunos jilgueros picoteando la
fruta en estas dos piezas y en alguna otra, como el Plato con frutas,
racimo de uvas colgando y florero (1622, Academia de Bellas Artes de
San Fernando), de infrecuente formato vertical, es una referencia obvia, que
todos sus clientes cultos entendían, a la historia de Zeuxis narrada
por Plinio el Viejo, y permite fijar el alcance y los objetivos que el
pintor se proponía con estos ejercicios de mímesis.
Ejemplo más característico de su hacer habitual
puede ser el Bodegón con dulces y recipientes de
cristal del Museo del Prado, también de una fecha temprana y de gran
actividad para el pintor, 1622: un reducido número de objetos se disponen en
cuidadoso desorden sobre una alacena y son artificiosamente iluminados,
resaltando sutilmente los brillos y transparencias del cristal. El impacto de
la manera de Sánchez Cotán, es decir, la ordenación sencilla conforme a
reglas de simetría y la luz dirigida que destaca los volúmenes, es evidente
especialmente en obras tempranas, como el Bodegón de frutas y
hortalizas del Museo del Prado, firmado en 1623. También como él
acostumbra a disponer algunas piezas en equilibrio, al borde de una repisa en
un espacio cerrado, aparador o fresquera, para resaltar la perspectiva mediante
la sombra proyectada en el soporte. Pero lo que en Sánchez Cotán son humildes
vegetales en Van der Hamen son dulces y frutas, a veces confitadas, y algunas
piezas de caza, entre un rico ajuar de vidrios venecianos con aplicaciones de
bronce y sencillos tarritos de cristal, fuentes de elegante cerámica de
Talavera o fruteros de porcelana azul y blanca y cubiertos de plata, que
transmiten un gusto refinado y un modo de vivir acomodado, tanto en el sobriamente
dispuesto Bodegón de dulces de 1622 (Museo de Bellas Artes de
Granada), como en los más complejos bodegones de sus últimos años, dispuestos
escalonadamente, entre ellos el Bodegón con alcachofas, flores y
recipientes de vidrio (1627), de la colección Naseiro, parte de la
cual ingresó en el Museo del Prado en 2006, o el de la National
Gallery de Washington.
La ruptura del eje de simetría en estos
últimos, sin embargo, no implica desorden y el escalonamiento va a permitir a
Van der Hamen aumentar el número de objetos a la vez que seguir tratándolos de
forma individual, sin abigarramientos y conservando cada uno su propio espacio,
a fin de poder mostrar de este modo todo el repertorio de exquisiteces que la
etiqueta exigía tener en las casas «para honradas ocasiones», según afirmaba
Lope de Vega en el acto I de El cuerdo en casa, y que podían consistir en:
Una caja de perada,
algún vidrio de jalea,
cidra en azúcar, jalea,
o con ambas nuez moscada...
Los detalles delicados no faltan aún si los
recipientes son de rudo mimbre y loza desconchada, como en la Cesta de
frutas y plato con cerezas de colección privada madrileña, donde las
cerezas se mantienen frescas con nieve y entre las frutas aparece el exótico
maracuyá, fruta de la pasión. Ese gusto por la buena mesa y la
hospitalidad, que se pondrá de manifiesto en obras como el Arte de cozina,
pastelería, vizcochería y conserveria de Francisco Martínez Motiño,
con numerosas ediciones tras su publicación en 1611, es lo que reflejan los
bodegones de Van der Hamen, exentos de cualquier contenido alegórico, pues «a
diferencia de las culturas del norte de Europa, en las que ostentosos bodegones
se leían en clave moralizante, en España, con su omnipresente imagen religiosa,
no se tenía necesidad de ese tipo de sermoncitos».
Van der Hamen destacó también como pintor de
guirnaldas y floreros, integrados en ocasiones en los bodegones, género del que
se conservan dos lienzos: Florero y bodegón con perro y Florero
y bodegón con cachorro, Museo Nacional del Prado, pintados para uno de
sus mecenas, el conde de Solre, y adquiridos a su muerte, 1638,
por Felipe IV. Como pintor de flores, donde la morosa y detallada
precisión roza la sequedad, fue alabado por Lope de Vega quien le dedicó un
soneto:
Si cuando coronado de Laureles,
copias, Vander, la Primavera amena,
el lirio azul, la cándida azucena,
murmura la ignorancia tus pinceles:
Sepa la envidia, castellano Apeles,
que en una tabla, de tus flores llena,
cantó una vez burlada Filomena,
y libaron abejas tus claveles.
De paso Lope aprovechaba para recordar las
burlas de que habían sido objeto algunos retratos del pintor; pero si historias
y retratos callan sus favores, dirá, «vuelvan
por ti, Vander, tantas Auroras, / que te coronan de tus mismas flores».
También Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, al tratar de la pintura de
flores como género, pintura entretenida y que se dignifica por haber
sido practicada ya en la antigüedad, pero de poca dificultad según su
experiencia, y por ello menos apreciada, destacaba a Van der Hamen que «las hizo extremadamente, y mejor los dulces,
aventajándose en esta parte a las figuras y retratos que hacía y, así, esto le
dio, a su despacho, mayor nombre».
A partir de 1628 su interés por la pintura de
flores le llevó a realizar floreros independientes y guirnaldas de flores,
género que pudo introducir él en España, a la vez que comenzaba a interesarse
por la pintura de paisajes y experimentaba en diversos formatos y soportes,
pintando según testimonia el inventario de sus bienes piezas circulares y
octogonales sobre cobre o madera.
Un país con un perro polaco pintado
por Van der Hamen se describe en la colección del marqués de Leganés, además de
los veintidós paisajes de pequeño tamaño y alguno sin terminar que se citaban
en su taller en el momento de su muerte, con otros dos de mayor tamaño
descritos como país del mar y país de tierra. Dos
complementarias y mal conservadas guirnaldas enmarcando paisajes puros, una de
ellas firmada en 1628, se conservan en colecciones americanas, vestigios únicos
de su actividad en este terreno.
Con la Ofrenda a Flora del Museo del
Prado y el Vertumno y Pomona del Banco de España, alegorías
respectivamente de la primavera y del verano, la pintura de flores y hortalizas
se aproxima, además, al género mitológico, poéticamente tratado.
Retrato
de enano
Hacia 1626. Óleo sobre lienzo, 122,5 x 87
cm. Museo del prado
Durante siglos, la presencia de seres deformes
en el entorno de reyes y personas principales fue habitual, tanto en España como
en la mayoría de las cortes europeas. Eran vistos como individuos
excepcionales, anormalidades de la naturaleza cuya exhibición se convertía
también en su forma de vida. Solían ser retratados para dejar testimonio de su
extraordinaria apariencia y, más aún, como prueba de la estima de sus amos. En
la corte española estuvieron especialmente presentes durante el reinado de la
dinastía de los Austrias, ocupando amplios espacios de la vida palaciega,
junto a bufones y locos. Fueron asiduos acompañantes de los pequeños príncipes
y sirvieron de continuo divertimento al rey y su familia, aliviándolos en parte
del rígido y solemne protocolo de la corte. Las apariciones de enanos en
lugares distinguidos durante los ceremoniales eran frecuentes. También estaban
presentes en las comidas e incluso en los despachos oficiales, y podían hacer
de mensajeros y espías. En muchas ocasiones vestían de forma llamativa,
practicaban cabriolas o saltos y realizaban comentarios grotescos y maliciosos,
vetados a los servidores y cortesanos a los que se consideraba cuerdos. Una
permisividad que contrastaba con la adulación y la hipocresía permanente que
rodeaba al rey o al poderoso.
Las más famosas representaciones pictóricas de
estos personajes se deben a Velázquez, quien retrató a esa corte paralela de
enanos, locos y bufones del reinado de Felipe IV. Sin embargo, existen
notables ejemplares anteriores, como este singular retrato que refleja de
manera extraordinaria la naturaleza del enano como espejo deformante de la
realidad.
Aunque sin firmar, la pintura se atribuye al
pintor español de origen flamenco Juan van der Hamen, afamado en la corte
de Felipe III por sus bodegones, caracterizados por un marcado
realismo y una iluminación tenebrista que emparenta con la pintura de Caravaggio.
Esas características se corresponden bien con este impresionante retrato donde,
al igual que luego haría Velázquez, otorga una gran dignidad y fuerza
expresiva al rostro del personaje, situado en un espacio casi abstracto, apenas
construido por la sombra que proyecta el individuo.
El pintor lo presenta ataviado como un
caballero, cubierto con un rico traje de terciopelo o paño verde, con botones
dorados a juego con la gruesa cadena introducida en el tahalí o correa en que
se llevaba la espada. Con la mano derecha sostiene un bastón de mando, un
atributo militar destinado al rey o a los generales y por ello totalmente
inadecuado para el personaje, más aún si se tienen en cuenta las rígidas
convenciones que regían el retrato de corte. Sin embargo, como se ha señalado,
los enanos eran una excepción a quienes se permitía romper e incluso
ridiculizar las reglas, sin duda de acuerdo con su señor o amo quien, en este
caso, se supone fue el poderoso conde-duque de Olivares, favorito del rey Felipe
IV. La pintura estuvo en las colecciones del marqués de Leganés, primo del
conde-duque de Olivares, junto con otros retratos de enanos y bufones, dos de
ellos pintados por Velázquez.
Bodegón
con dulces y recipientes de cristal
1622. Óleo sobre lienzo, 52 x 88 cm. Museo
del Prado
Sobre un estrecho tablero se dispone una
selección de objetos y manjares propios de una merienda o pequeño refrigerio;
una sucesión de objetos de distintos materiales, unidos por su función y su
forma sinuosa, completada por su misma disposición serpenteante, donde, como es
habitual en este género, el artista realiza sobre todo un ejercicio de
virtuosismo realista donde la luz conforma volúmenes y calidades, al destacar
los distintos elementos sobre un fondo muy oscuro.
Es éste el bodegón más unánimemente admirado
de Van der Hamen, una creación temprana donde se aprecia la huella
de Juan Sánchez Cotán y el conocimiento de la pintura tenebrista
italiana. Es, sin duda, uno de los más sutiles y refinados ejemplos de cuantos
bodegones nos han llegado del artista madrileño, tanto en técnica como en
composición; sin embargo, no es el más representativo de su estilo, un tanto
rudo y seco en su pincelada, geométrico y teatral en sus composiciones, y donde
la acostumbrada solidez y contundencia de los objetos no queda envuelta por la
hermosa trabazón cromática conseguida en este bodegón. Se ha considerado
que Zurbarán pudo inspirarse en este cuadro para componer su
célebre Bodegón de cacharros, atendiendo a la composición y a la luz
tenebrista empleada por el extremeño.
Se cree pintado para una sobrepuerta donde la
visión de estos dulces manjares se convertía en un perfecto trampantojo y en
una elegante invitación a degustar frutas escarchadas, barquillos y aloja, una
bebida de origen morisco preparada con aguamiel y especias aromáticas, cuya
dulzura justifica la presencia de las dos moscas que sobrevuelan el frasco, una
ingeniosa referencia a la pintura como engaño que retomaría la entonces mítica
figura del pintor griego Zeuxis.
Bodegón
de frutas y hortalizas
1625. Óleo sobre lienzo, 56 x 110 cm. Museo
del Prado
Este bodegón se inscribe en la primera
producción de Juan van der Hamen. Es obra que muestra algunas de las
características más significativas del pintor, pero al mismo tiempo presenta
una factura vibrante y un cromatismo sutil y elegante, bañado por una dorada
entonación que le aleja, como ocurre con el otro Bodegón de dulces y
recipiente de cristal, de su producción más frecuente. La iluminación
tenebrista, la minuciosa ejecución, la monumental simetría y el sentido
espacial, le inscriben en la misma tradición de sobriedad y esencialidad en que
tradicionalmente se viene incluyendo a Sánchez Cotán o Zurbarán,
definidores de un cierto tipo de bodegón que ha sido considerado como paradigma
del género en nuestro país.
La humildad de los elementos representados, una
sencilla cesta de mimbre de la que se desbordan albaricoques y racimos de
ciruelas y, flanqueando esa cesta, una calabaza, pepinos y berenjenas, es
también un tanto excepcional en la temática de bodegones de Hamen, más propenso
a las figuraciones de dulces y recipientes relacionados con ellos, dirigidos a
una clientela bien situada económicamente, y que gustaba de bodegones amables y
refinados. La procedencia de esta obra, alguno de los monasterios
desamortizados en 1835 y cuyas pinturas conformaron el antiguo Museo de la
Trinidad, explicaría estos humildes frutos, tal vez sugerencias o recuerdos de
los frutos de la huerta conventual para donde fue pintado.
Ofrenda
a Flora
1627. Óleo sobre lienzo, 216 x 140 cm. Museo
del Prado
Este cuadro hacía pareja con el del mismo
autor Pomona y Vertumo, firmado y fechado en 1626 (229 x 149
cm; Madrid, Banco de España), en la colección del conde de Solre. Este
noble flamenco era capitán de la Guardia Real de Arqueros, a la que también
pertenecía el pintor, y era asimismo el propietario de la pareja de bodegones
con flores y perros. A la muerte de Solre, acaecida en 1638, estos cuadros
fueron inventariados en la Galería Mayor de pinturas de su palacio de Madrid con
la lacónica descripción de dos
quadros de dos diosas una de flores, y otro de fructas que tienen de cayda tres
varas poco mas o menos y de ancho dos Varas menos sesma poco mas o menos [...]. El
hecho de que estos cuadros, que se encuentran entre las pinturas de figuras más
bellas de Van der Hamen, fueran propiedad de Solre da fe del sofisticado
gusto de este importante mecenas del artista.
A pesar de que Van der Hamen realizó
estas obras en distintos años, ambas son complementarias en cuanto a su tema
alegórico y a su composición, en la que figuras y acción son reflejo una de la
otra. Representan a las deidades clásicas de la naturaleza Flora -diosa
romana de las flores y de la primavera- y Pomona -diosa de los
árboles frutales-, ante unas cornucopias de las que manan, respectivamente,
flores y frutas y verduras, dones de la naturaleza relacionados con la
primavera y el otoño. Es posible que Van der Hamen apelara al gusto
de Solre por la pintura flamenca para la elección de los temas, conocidos
también a través de las prestigiosas obras de Rubens y su escuela de
la Colección Real española, como las representaciones de la diosa Ceres de Rubens pertenecientes
al Museo del Prado o la de Flora, realizada por miembros de su
taller. Sin embargo, las diosas de Van der Hamen, ataviadas con bonitos
trajes de corte, contrastan fuertemente con las diosas flamencas semidesnudas,
reflejando la preocupación por el decoro en la representación de figuras
femeninas que prevalecía en los círculos artísticos de Madrid.
Además de ser alegorías de los dones de la
naturaleza, los cuadros de Van der Hamen se relacionan también por el
tema del amor. Según la historia de la antigüedad, Vertumo, el dios de los
cambios de estación, se enamoró de Pomona y, disfrazado de jardinero,
entró a trabajar para ella. Más tarde, haciéndose pasar por una anciana, le
contó una parábola sobre el matrimonio basada en la interdependencia de la viña
y del olmo -que están representados al fondo del cuadro de Van der Hamen-
y cuando se reveló ante ella en la belleza de su juventud, Pomona se
enamoró y consintió en casarse con él compartiendo sus jardines. En el primero
de los cuadros de Van der Hamen, Vertumo, bajo la apariencia de un maduro
jardinero, ofrece a Pomona un cesto de fruta y la diosa premia su
devoción metiendo en él un melocotón sacado de su cornucopia.
Flora era una cortesana noble que
únicamente dispensaba sus favores a pretendientes de alta cuna. En
la Ofrenda a Flora, Van der Hamen alude probablemente a
este hecho con la fuente de mármol del fondo, que representa a un emperador
romano desnudo y coronado de laurel. Al contrario que la figura de Pomona del
cuadro anterior, que es una creación idealizada de la imaginación del
artista, Flora es evidentemente el retrato de una bella modelo,
tocada con una guirnalda de flores, adornada con perlas y vestida con un
precioso traje de seda. Este toque naturalista confiere a la diosa un
irresistible atractivo y el traje de corte pseudomoderno de las figuras de
ambos cuadros debía también incrementar la sensación naturalista entre sus
contemporáneos. En la Ofrenda a Flora, un paje arrodillado rinde
homenaje a la diosa y le ofrece un cesto de rosas, símbolo de amor y de
devoción. Como respuesta al emisario, Flora devuelve la mirada al
espectador y con la mano derecha se señala el corazón, mientras que con la
izquierda parece ofrecer a cambio flores de su cornucopia. De esta manera, es
posible que Van der Hamen pretendiera implicar en la obra al propio
conde de Solre, bajo la apariencia de uno de los nobles seguidores de la diosa.
Los decorados naturales de los cuadros hacen
referencia a la tradición cortesana del jardín del amor. Pomona está
sentada en el claro de un bosque, mientras que Flora aparece en el
cenador de un moderno jardín dividido por setos recortados artísticamente y por
senderos cubiertos. En una zona abierta se puede ver una elegante fuente de
mármol de estilo italiano formada por una pileta sostenida por unas arpías
aladas, en el centro de la cual hay una estatua clásica sobre un elaborado
pedestal. Podría tratarse de una alusión al propio jardín de Solre y a su
colección de escultura, aunque lo más plausible es que evoque, en términos
generales, los jardines reales o aristocráticos de la época, como los famosos
del palacio de Aranjuez, donde se encontraba la Fuente de las Arpías,
del siglo XVI.
Van der Hamen era amigo de algunas de las
más destacadas figuras literarias de su época, y tanto su Ofrenda a Flora como
su Pomona y Vertumo son comparables a los temas de la poesía
lírica contemporánea. Sin embargo, la presente obra fue también concebida como
vehículo de expresión del talento del artista en el terreno de la historia
figurativa, el retrato y la pintura de flores. Los pintores de figuras
flamencos solían colaborar con los especialistas de bodegones en la representación
de tales temas alegóricos -como hacía Rubens con Jan Brueghel y Frans
Snyders, por ejemplo- pero los cuadros de Van der Hamen se deben
enteramente a su mano. En la Ofrenda a Flora confirió a la
pintura de flores una importancia sin precedentes. Un gran montón de flores cae
de la cornucopia de Flora sobre la tierra del primer término, donde
crecen otras plantas pequeñas. La profusión de variedades representadas es una
alusión a la prodigiosa generosidad de la naturaleza y resulta esencial para el
significado de esta bella imagen.
Bodegón
con florero y cachorro
Hacia 1625. Óleo sobre lienzo, 228,5 x 100,5
cm. Museo del Prado
Esta obra y su compañera eran propiedad de Jean
de Croy, conde de Solre y capitán de la Guardia de Arqueros flamenca -de la
que Van der Hamen era miembro-. Ambas estaban en su palacio madrileño
colgadas sin enmarcar a los lados de una sala que conducía a la galería de
pinturas, y servían probablemente de ampliación ilusionista del espacio real al
reproducir, quizá, el propio suelo de la habitación. El juguetón cachorro y el
perro podrían muy bien ser retratos de animales reales propiedad del dueño de
la casa. El tema de los cuadros está relacionado con la cultura de la
hospitalidad aristocrática, condición indispensable del refinado estilo de vida
de los ocupantes de la vivienda. En uno de ellos hay un recipiente para enfriar
el vino en el suelo y sobre los trincheros, cubiertos con terciopelo adamascado
verde, aparecen dulces y una jarra de cristal con aloja, mientras que el reloj
indica que van a dar las cinco, una hora muy adecuada para tomar estas
golosinas.
Los motivos principales de ambas obras son dos
grandes jarrones de cristal y bronce dorado con arreglos florales. Estas
vasijas representan un tipo de objeto decorativo de lujo muy propio del nivel
social del mecenas de Van der Hamen y las flores que contienen
destacan por la copiosidad y variedad de sus corolas. Evocan, sin ninguna duda,
arreglos florales que formaban parte realmente de la rica decoración de la casa
de Solre. Sin embargo, no fueron pintadas del natural y constituyen una imagen
artificial al reflejar flores de tal perfección y por el hecho de reunir
variedades que florecen en diferentes épocas del año.
En el centro del jarrón y entre las variedades
de menor altura destacan grandes flores ornamentales de llamativos colores, dos
peonías rojas en una de las obras y dos girasoles amarillos en la otra. El
resto del ramo está compuesto por una gran variedad de capullos medianos y
pequeños dispuestos en una cuidadosa armonía cromática. Las variedades de tallo
largo -tulipanes, lirios y gladiolos- se elevan por encima del conjunto. La
dirección de la luz en los cuadros, indicada por el rayo diagonal reflejado en
la pared del fondo, fue posiblemente sincronizada con la iluminación real de la
habitación. Las flores y hojas de la izquierda del conjunto están fuertemente
iluminadas y se destacan contra el fondo oscuro, mientras que la silueta de las
hojas de la derecha aparece perfilada sobre la parte más clara de la pared del
fondo.
El ramo que aparece en el cuadro del perro
grande está más cuajado de flores que su compañero e incluye algunos pequeños
pétalos caídos sobre la mesa. En el florero del cachorro, Van der Hamen dejó
sin pintar dos de las corolas. Las dos formas ovaladas planas de color
ladrillo, que aparecen tras unas flores y hojas de pequeño tamaño, corresponden
a la primera etapa de la realización de una flor roja igual que otras dos que
se muestran totalmente acabadas. Proporcionan un curioso detalle que da cuenta
de la técnica empleada por el artista para la realización de algunas de las
flores de mayor tamaño. Evidentemente consistía en aplicar el color de base en
formas redondas un poco más pequeñas que la cabezuela de la flor terminada cuya
figura venía dictada por la disposición y la perspectiva de ésta dentro del
conjunto. El artista procedía después a trabajar sobre esta capa de preparación
definiendo los pétalos y modelando las formas de cada variedad con mayor
detalle.
Cesta y
caja con dulces
1622. Óleo sobre lienzo, 84 x 105 cm. Museo
del Prado
Van der Hamen concibió algunas
composiciones para sus bodegones, de las que hubo múltiples versiones, que
llegaron a ser tan famosas y a identificarse tanto con su nombre que quien las
viera no podía dudar de quién eran. El maestro creó la mayoría de ellas antes
de haber cumplido los veintiséis años y, a partir de entonces, ejercieron una
influencia decisiva en la pequeña producción de bodegones de Francisco de
Zurbarán, así como en las de muchos otros pintores de aquella época. La primera
de estas famosas y definitorias tipologías fue la que podemos
denominar Cesta, cajas y tarros de dulces. Este modelo compositivo,
conocido desde hace mucho tiempo a través de una obra maestra que perteneció al
fallecido Julio Cavestany, Marqués de Moret y padre de la investigación sobre
el bodegón español, fue de hecho uno de los que el artista repitió y copió en
mayor medida. Sus orígenes se remontan al período anterior a 1621 y, en este
sentido, existe en una colección privada de Nueva York una versión
firmada en 1620 que con seguridad es una composición precursora. No cabe duda
de que esta pintura sigue los esquemas compositivos de Van der Hamen, si
bien no es posible confirmar que la ejecución sea totalmente suya, ya que es
muy diferente a la de las obras que realizaría un año más tarde. No obstante,
tiene mucho en común con otras versiones relacionadas con el cuadro que poseyó
Cavestany que, aunque están firmadas, fueron pintadas con un toque algo más
seco. En el bodegón Tablero con cesta y cajas de dulces (1620,
colección privada, Estados Unidos) se representan más elementos que en la
obra del Prado Cesta y caja con dulces, procedente de la
colección Cavestany. A pesar de su simetría y de compartir algunos de los componentes,
la composición más antigua es mucho menos monumental, debido, en parte, al
desorden de los objetos encima de la mesa.
La obra del Prado es una de las obras
maestras del barroco español, ejerció un profundo impacto en la futura pintura
de bodegón en España. Es una pieza central en la producción de Van
der Hamen y en ella se evoca la virtud social de la hospitalidad, pues
refleja el importante papel que desempeñó el arte de la confitería en la alta
sociedad madrileña. La simetría arquetípica de la composición nos lleva a las
más antiguas y asentadas tendencias de orden formal y jerárquico. No obstante,
esta pureza y monumentalidad no se consiguieron de inmediato, sino que fueron
el resultado de un proceso de refinamiento y destilación que llevó varios años
al maestro. Durante este tiempo es evidente que Van der Hamen aprendió
mucho del arte de Juan Sánchez Cotán, cuyos bodegones de austera y suprema
elegancia, presentes en la colección real desde 1618, conocía bien. Aparte de
la claridad del espacio compositivo, el rasgo más característico de su pintura
es su toque chispeantemente vivaz cuando pinta los reflejos blancos del azúcar
en los dulces y modula hasta el infinito la sustancia traslúcida de las frutas
confitadas. Este virtuosismo permanecería como la rúbrica de su estilo que no
sería fácil de imitar.
Bodegón
con alcachofas, flores y recipientes de vidrio
1627. Óleo sobre lienzo, 81 x 110 cm. Museo
del Prado
Este magnífico cuadro perteneció a Diego
Mexía Felípez de Guzmán, marqués de Leganés, en cuya colección fue
inventariado en 1655. La colección se componía de cerca de 1.300 obras, algunas
realizadas por los más importantes pintores europeos de la época, entre las que
había numerosos bodegones y escenas de género de autores flamencos. Van der
Hamen estaba representado por nueve bodegones, adquiridos probablemente
tras la muerte del artista, y cuya gran calidad da fe de la clarividencia del
buen gusto de su distinguido propietario.
El motivo principal de este cuadro, un gran
jarrón de cristal con flores, está acompañado de un jarrón más pequeño,
igualmente de cristal, con rosas de color rosa, situado en un plano superior.
El jarrón más grande se impone sobre dos cabezas de alcachofa y sus hojas,
ofreciendo un intencionado contraste entre estas dos caras de la Naturaleza; la
belleza de las flores queda realzada por la presencia de las verduras más
vulgares que aparecen debajo de éstas, y los sentidos de la vista y el olfato
se oponen al sentido del gusto. Sin embargo, Van der Hamen ha tratado
todos los motivos con el mismo cuidado, dibujando y modelando las hojas de las
alcachofas con el mismo detalle que los propios capullos. Las flores están
ejecutadas con la delicadeza habitual del artista; cada una de ellas ha sido
pintada esmeradamente y para el modelado de los pétalos de rosa ha utilizado
finas veladuras de laca roja sobre fondo blanco.
Una de las características de los bodegones
de Van der Hamen, por la que más se le conocía, radica en su
representación de piezas de cristal lujosas y caras, como las que aparecen en
esta obra. Estos motivos, junto con el cuenco de cerámica de importación,
confieren a la obra un toque de elegante refinamiento, muy a tono con el gusto
de sus clientes, cultivados y pertenecientes a un distinguido nivel social. El
artista ha captado con precisión los tallos y las hojas de las flores a través
del cristal del jarrón, así como los reflejos de la ventana del estudio en la
superficie y la luz que se filtra por el agua. La jarra de cristal verde, con
su pie, constituye en sí misma un bello objeto de lujo, pero por su situación
en primer término, justo encima de la firma del artista, representa también un
reto del pintor a su capacidad para plasmar este material transparente y
reflector. En este bodegón, Van der Hamen parece haberse tomado más
interés del habitual en la proyección de sombras, que adquieren aquí una
fascinante presencia abstracta.
La irresistible belleza de esta obra radica, en
parte, en la parquedad de la composición, con relativamente pocos elementos, lo
que la hace tan diferente de los bodegones que se pintaban en Italia y
en los Países Bajos en la misma época. La impresión de que los
objetos han sido copiados directamente del natural es tan fuerte que el
espectador olvida lo poco probable que resulta que el artista los tuviera a
todos delante mientras pintaba. Siguiendo el modelo de composición que Van
der Hamen desarrolló en sus últimas obras, los elementos del bodegón están
situados en los diferentes niveles de una repisa de piedra escalonada a la que
se anexa otro anaquel más bajo en primer término. Estas repisas proporcionaban
al artista un campo más amplio para sus curiosas composiciones que el marco de
ventana que nuestro artista había heredado de los bodegones de Juan
Sánchez Cotán (1560-1627), y le permitían inventar complejas vinculaciones
asimétricas entre los elementos situados a diferentes alturas y planos en el
cuadro. En esta obra se armonizan, con gran sutileza, las formas y los espacios
vacíos. No es probable, sin embargo, que las repisas de piedra existieran en
realidad y se diría, más bien, que Van der Hamen pintó los elementos
por separado sobre superficies distintas a las que aparecen en el cuadro. Esto
queda patente, por ejemplo, en la marcada inconsistencia del trazado de la
superficie más elevada, en cuyo borde las lineas, interrumpidas por el plato de
cerezas, no concuerdan. El artista no ha descrito tampoco el material ni los
detalles de dichas superficies, que están pintadas con una fina capa de un tono
gris neutro y sólo presentan un desperfecto simbólico en el canto de uno de los
planos verticales; se convierten así en un mero escenario en el que Van
der Hamen lleva a cabo su representación artística con los elementos del
bodegón, que constituyen la auténtica esencia de su extraordinario naturalismo.
Plato con
ciruelas y guindas
Hacia 1631. Óleo sobre lienzo, 20 x 28
cm. Museo del Prado
Sobre un plato de peltre o estaño, propio de
los ambientes domésticos de los siglos XVI y XVII, colocado sobre un alargado
sillar sobriamente definido se observa un agrupamiento de frutas cuyo
cromatismo contrasta vivamente entre sí: rojizo y transparente en unas, azulado
y opaco en las otras; tal combinación produce un elegante efecto decorativo,
aumentado por el carácter discreto del conjunto que, aparentemente, poco tiene
que ver con otras creaciones del maestro, más acordes con la prosopopeya
acumulativa del Barroco. Fueron varios los pintores españoles que al igual
que elaboraban cuadros eminentemente complicados, llevaban a cabo creaciones de
sorprendente simplicidad.
El autor, sin duda, escogió estas sencillas
vituallas así como los elementos que las acompañan necesariamente por el deseo
de reproducir sus formas, su consistencia, su materia, sus colores y los
reflejos que sobre todo ello provoca la luz que se difunde suavemente desde la
izquierda. Gusta de alternar las áreas envueltas en sombra con las bien
iluminadas y la gama cálida con la fría, a fin de alcanzar un concepto de
perfección dotada de autenticidad, que expresa de manera convincente su
sabiduría más que consumada para que el conjunto ofrezca a ojos del espectador
las apariencias de la realidad.
Por el momento nada puede afirmarse referente a
la fecha de realización de la pieza pero, siguiendo las precisiones expresadas
en el párrafo anterior, cabe pensar en una datación tardía en la trayectoria
del maestro.
FRAY JUAN
BAUTISTA MAINO,
(Pastrana, Guadalajara, bautizado el 15 de
octubre de 1581 - Madrid, 1 de
abril de 1649)
Pintor español del Barroco.
Sus padres fueron un comerciante de paños
milanés y una noble portuguesa que estuvieron al servicio de la duquesa
de Pastrana, la famosa Princesa de Éboli.
Algunos críticos piensan que Maíno aprendió
con El Greco, pero no ha podido demostrarse documentalmente; el hecho es
que se formó en Italia, donde pasó los años que van de 1600 a 1608 y donde
conoció la pintura de Caravaggio, de su discípulo Orazio Gentileschi,
de Guido Reni y de Annibale Carracci.
En 1608 regresa a Pastrana, donde da
a conocer un estilo que bebe del clasicismo boloñés, del naturalismo y
del tenebrismo en una Trinidad pintada para el altar
lateral del Monasterio de Concepcionistas Franciscanas del lugar.
En marzo de 1611 se instala
en Toledo y en 1612 pinta para los dominicos
el Retablo de las cuatro Pascuas, ahora en el Museo del Prado, acaso
su obra más conocida. Son especialmente reseñables los lienzos de La
Adoración de los Reyes Magos y La Adoración de los pastores, de
formato monumental y vistoso colorido.
El 20 de junio de 1613, Maíno
ingresó en la Orden de Santo Domingo y vivió en su monasterio de
San Pedro Mártir, en Toledo. Ello redujo su actividad artística, aunque a esta
época pertenece otra Adoración de los pastores, actualmente en
el Museo del Hermitage de San Petersburgo. Este tema bíblico fue
tratado varias veces por Maíno; otra versión se guarda en el Museo
Meadows de Dallas.
Felipe III lo llamó a la Corte
en 1620 para que fuera maestro de dibujo del futuro Felipe IV,
ya que era famoso en esta disciplina que aprendió en Italia y desarrolló luego
en Toledo. Por entonces Maíno trabó amistad con Diego Velázquez, a quien
protegió; le eligió en un concurso público para pintar el tema de La
expulsión de los moriscos. Este cuadro afianzó la posición del joven Velázquez
en la corte madrileña, aunque tristemente no se conserva pues resultó destruido
en el incendio del Alcázar de Madrid de 1734.
Maíno murió en el convento de Santo
Tomás de Madrid, en 1649. Uno de sus discípulos parece fue Juan
Ricci.
Obra
Hasta 1958 la crítica había considerado a Maíno
un pintor italiano, tanto por su formación en Italia como por el origen de su
padre. Casi toda su obra es de temática religiosa, y entra dentro del
naturalismo tenebrista de Caravaggio y su principal
discípulo, Orazio Gentileschi.
Destacan dos óleos de gran tamaño, pintados
ambos en 1612, que hoy se encuentran en el Museo del Prado: la Adoración
de los Magos, por un lado, y la Adoración de los pastores, por otro. En
ellos se aprecia la influencia del caravaggismo, que conoció de primera
mano durante su visita a Roma, si bien suaviza los rasgos naturalistas y se
recrea en las texturas y los materiales lujosos, más de acuerdo con
Gentileschi. En dichos cuadros se aprecia una composición abigarrada, a pesar
de lo cual tanto las poses como los gestos ofrecen una imagen dinámica y plena
de acción y movimiento; su realismo se deja notar, por ejemplo, en el
primero de estos cuadros, en la descripción del rey Baltasar con un tipo
africano perfectamente plasmado, de forma que no se puede decir haya sido
representado como el estereotipo acostumbrado de europeo teñido de negro.
En cuanto a sus pinturas de temas profanos, muy
escasas, se cree que ocultan cierto contenido crítico sobre la política y la
sociedad de su época que no ha sido todavía bien estudiado; abundan en ellas
los símbolos. Destacan en este sentido los dibujos y grabados sobre Felipe IV y
el cuadro La recuperación de Bahía de Todos los Santos, que puede
contemplarse en el Museo del Prado, alusivo a una acción militar en el
puerto de San Salvador de Bahía (Brasil).
De su actividad como retratista se mencionaba
su destreza en las efigies en miniatura, si bien las pocas que subsisten son de
autoría dudosa y se hallan en museos extranjeros. Se conocían dos retratos a
tamaño natural (Retrato de un caballero en el Museo del Prado,
y Un fraile en el Ashmolean Museum de Oxford), a los
que se han sumado varios recientemente atribuidos.
El Museo del Prado de Madrid posee el
mejor conjunto de obras de este artista, y le abrió una exposición antológica
en octubre de 2009. Esta muestra permitió reunir varias obras de nueva
atribución. En 2018 el Prado adquirió un pequeño San Juan
Bautista pintado en cobre, singular en la producción de Maíno por estar
firmado y por su cronología temprana, raro ejemplo de lo aprendido en Roma.
Magdalena
Penitente, 1615.
Colección Particular
Estuvo en la colección de los Vizcondes de
Roda, de formato vertical, y presentando a la Santa en completo
ensimismamiento, con un libro sagrado en la mano, el tarro de perfume a su
izquierda y con los ropajes ricos de terciopelo rojo con gran costurón, caídos,
dejando al descubierto un seno y con la hermosa cabellera rubia que le cae por
los hombros en imagen turbadora. A la derecha una cruz broncínea, clavada en el
suelo, ante un paisaje con cascada de un gran refinamiento en la ejecución; en
primer término la calavera y a la izquierda el flagelo y un libro. Esta obra
presentaba en su lado lateral derecho un corte limpio, así como en su parte
inferior, por lo tanto, no contenía al crucificado y la cascada del fondo, ni
tampoco la vegetación a los pies de la santa ni la calavera, como si con el
corte se tratara de eliminar toda alusión al carácter religioso de la imagen.
Con respecto al modelo de la Santa y como se
trata su desnudez, aunque depende de Sadeler, está reinterpretada con
sensualidad extrema, así como la coloración lechosa de su cuerpo, la calidad de
sus ropajes o el tipo de ungüentario de plata, similar en las dos versiones y,
sin embargo, más modesto en la estampa. Es este ejemplo, que damos a conocer, excelente
pretexto para reflexionar acerca del desnudo en la España del siglo de Oro.
Javier Portús, en sus inteligentes apreciaciones en este sentido, no hallaba
indecencia o erotismo en este tipo de representaciones donde la Magdalena u
otros santos mostraban su desnudez en su arrepentimiento. Dice Portús que «la sociedad española admiraba la
mortificación y la alentaba por su utilidad para estimular el sentimiento
religioso» por lo tanto no procedería pensar en este tipo de obras —para
Portús— en una lectura que fuera más allá del sacramento de la Penitencia.
Magdalena
penitente en la gruta de Sainte-Baume
1612 - 1614. Óleo sobre tabla, 60,6 x 154,8
cm. Museo del Prado
El 14 de febrero de 1612 Juan Bautista
Maíno firmaba en Toledo el contrato para realizar las pinturas
que conformarían el retablo mayor de la Iglesia Conventual de San Pedro Mártir,
en la misma ciudad. Maíno se comprometía a realizar el retablo en el
plazo de ocho meses, pintando las historias o asuntos requeridos por el prior
del convento. Pese al compromiso establecido en el contrato, las pinturas no
estuvieron concluidas hasta diciembre de 1614. Entre ambas fechas el artista
ingresó en la Orden y en el propio convento, tras profesar el 27 de julio de
1613.
Los temas principales eran las representaciones
más importantes de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su resurrección
gloriosa, y se conformaban por ello en imágenes básicas del mundo católico, las
fiestas mayores del año eclesiástico, conocidas como las Cuatro Pascuas. El
resto de las obras que componían el conjunto, realizadas en un formato más
reducido, eran también bastante populares, pero constituían sobre todo ejemplos
de la quietud y el desapego mundano a los que aspiraba la vida monástica.
La composición de esta María Magdalena, sigue
con bastante fidelidad una composición de Annibale Carracci que se
data en torno a 1585, y de la que además conocemos una estampa de 1591 y un
dibujo a sanguina. Maíno ha atenuado en parte la sensualidad del
modelo italiano. Con las manos entrelazadas, la joven dirige su mirada hacia la
cruz que apoya en dos peñascos representados a su derecha. Como en la
composición de Carracci, la Magdalena convierte la Cruz en objeto de
meditación, aunque sin que aparezca en su rostro signo alguno de sufrimiento o
pesadumbre, como ocurre en el ejemplar boloñés. Es una figura concebida con un
modelado rotundo y dotada de un rostro delicado de adolescente que enlaza con
los idealizados modelos femeninos. La santa aparece intensamente iluminada, al
igual que el entorno rocoso que la rodea, que conforma la referencia
paisajística de la obra, además de una masa azulada al fondo que haría
referencia a Saintes-Maries-de-la-Mer, el puerto por el que, según
tradiciones medievales, la Magdalena llegó a tierras francesas. El tratamiento
sumario con que está concebido este entorno no impide la evocación del mundo
clasicista romano.
San Juan
Bautista
Antes de 1613. Óleo, 19,3 x 14,4 cm. Museo
del Prado
Esta obra pintada sobre una fina plancha de
cobre bañada en plata, es una significativa prueba de la maestría pictórica
alcanzada hacia 1610 por Juan Bautista Maíno, al poco de concluir su
decisiva formación en Roma. La figura de san Juan muestra una profunda
asimilación de la obra de Caravaggio, mientras que el complejo y rico
paisaje, lleno de amenos detalles realizados con admirable minuciosidad, debe
ser visto como uno de los más tempranos y hermosos ejemplos del paisaje
clasicista, iniciado en fechas parecidas por Annibale Carracci o Adam
Elsheimer, entre otros. Está, además firmado, en la roca en la que descansa el
brazo de san Juan, y sin constatar la condición de dominico del pintor,
alcanzada en 1613. Con esta, son sólo cinco las obras con firma del artista
español.
Adoración
de los pastores
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 314,4 x 174,4
cm. Museo del Prado
El 14 de febrero de 1612 Juan Bautista
Maíno firmaba en Toledo el contrato para realizar las pinturas
que conformarían el retablo mayor de la Iglesia Conventual de San Pedro Mártir,
en la misma ciudad. Maíno se comprometía a realizar el retablo en el
plazo de ocho meses, pintando las historias o asuntos requeridos por el prior
del convento. Pese al compromiso establecido en el contrato, las pinturas no
estuvieron concluidas hasta diciembre de 1614. Entre ambas fechas el artista
ingresó en la Orden y en el propio convento, tras profesar el 27 de julio de
1613.
Los temas principales eran las representaciones
más importantes de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su resurrección
gloriosa, y se conformaban por ello en imágenes básicas del mundo católico, las
fiestas mayores del año eclesiástico, conocidas como las Cuatro Pascuas. El
resto de las obras que componían el conjunto, realizadas en un formato más
reducido, eran también bastante populares, pero constituían sobre todo ejemplos
de la quietud y el desapego mundano a los que aspiraba la vida monástica.
Siguiendo con fidelidad el evangelio de
San Lucas (2, 7-14), la composición ilustra el momento en que un grupo de
pastores y ángeles contemplan y veneran al Niño Jesús. La escena tiene
lugar en un edificio arruinado, en un momento del atardecer a tenor de las
luces crepusculares que se aprecian al fondo. Las figuras se disponen en tres
niveles espaciales bien diferenciados aunque la radiografía ha demostrado que
esta triple composición no fue la que inicialmente ideó el pintor. Maíno abandonó
la composición inicial y dio protagonismo a la visión longitudinal de la obra
aproximándola a obras de Tintoretto y del Greco que se
hallaban en ámbitos cercanos a Toledo pero revisadas por las
novedades aprendidas en Roma, destacando las de raíz caravaggista, con una
apreciación del colorido claro y esmaltado que enlaza igualmente con Orazio
Gentileschi.
Santo
Domingo de Guzmán
1612 - 1614. Óleo sobre tabla, 118 x 92
cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución
El 14 de febrero de 1612 Juan Bautista
Maíno firmaba en Toledo el contrato para realizar las pinturas
que conformarían el retablo mayor de la Iglesia Conventual de San Pedro
Mártir, en la misma ciudad. Maíno se comprometía a realizar el
retablo en el plazo de ocho meses, pintando las historias o asuntos requeridos
por el prior del convento. Pese al compromiso establecido en el contrato, las
pinturas no estuvieron concluidas hasta diciembre de 1614. Entre ambas fechas
el artista ingresó en la Orden y en el propio convento, tras profesar el 27 de
julio de 1613.
Los temas principales eran las representaciones
más importantes de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su resurrección
gloriosa, y se conformaban por ello en imágenes básicas del mundo católico, las
fiestas mayores del año eclesiástico, conocidas como las Cuatro Pascuas. El
resto de las obras que componían el conjunto, realizadas en un formato más
reducido, eran también bastante populares, pero constituían sobre todo ejemplos
de la quietud y el desapego mundano a los que aspiraba la vida monástica.
Esta figura y su compañera, Santa Catalina
de Siena, se pintaron originalmente sobre sendas tablas de formato trapezoidal
con un lado curvo. Fueron realizadas para colocarse como remate del segundo
banco del retablo, dispuestas a ambos lados del Calvario escultórico.
El trazado exterior convexo servía de cierre lateral del conjunto, conformando
el contorno del retablo y por ello se cubrieron con pan de oro, a modo de
molduras, los lados interiores y exteriores de cada tabla. El aspecto actual
está manipulado, pues se han transformado en pinturas de caballete de formato
cuadrangular. Para ello se añadió madera en el lado curvo del soporte.
El hecho de que los dos santos tuvieran que
ocupar un lugar muy alto en el retablo, un espacio destinado a obras
escultóricas, debió de obligar a Maíno a un tipo de representación
efectista. La pintura de Maíno se adaptó perfectamente a este tipo de
requerimientos.
La potente iluminación y el volumétrico
modelado empleados confieren a los dos personajes una monumentalidad
extraordinaria. Como ocurre con buena parte de los rostros masculinos, Santo
Domingo presenta una concreción y una intensidad caracterológica que dotan
al personaje de una vívida humanidad. El cabello oscuro y ensortijado, la barba
corta y espesa, los ojos también oscuros y los rasgos bien definidos de la
nariz y la boca se corresponderían seguramente con algún personaje
contemporáneo del pintor. En la representación de Santo Domingo de Guzmán conviene
destacar algunos aspectos, tales como la manera directa de dirigirse al
espectador o el hecho de querer hacer ostensible no solamente su condición de
fundador, sino también, al acompañarse de una pluma, la actividad intelectual
del santo.
San Juan
Evangelista en Patmos
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 74 x 163
cm. Museo del Prado
Esta obra, junto al San Juan Bautista fueron
pintadas sobre lienzo y destinados a la zona baja o predela del retablo. Las
reducidas dimensiones de estas obras, y sobre todo su formato, condicionaron el
tipo de composición elegida. La solución compositiva de Maíno fue
llevar las figuras a los márgenes laterales de la composición, dejando que
fuera el paisaje el auténtico protagonista. Ese protagonismo es algo sin
parangón en la pintura española del momento y comparable con lo que se estaba
realizando en Roma por las mismas fechas.
Para la tela de San Juan Evangelista, Maíno concibió
una composición un tanto desequilibrada, situando en la mitad derecha de la
obra tanto la figura del santo como los principales elementos paisajísticos,
dejando que el mar y el cielo, una compacta masa azulada, ocupen el lado
izquierdo. Con esa aparente descomposición refuerza la tradicional visión
insular de Patmos y la infinitud marina que rodeaba a Juan mientras
componía el Apocalipsis en su retiro en la isla egea. El joven
evangelista aparece sentado sobre una roca y acompañado por el águila, su
atributo iconográfico. Como corresponde al episodio, está escribiendo, con el
libro apoyado sobre la rodilla derecha, cruzada sobre la izquierda; la cabeza
alzada, la mirada dirigida a un punto perdido en el cielo, sin duda hacia la
visión apocalíptica de María que, contraviniendo las representaciones al uso,
no aparece en la composición, sino fuera de ella.
La Adoración
de los Reyes Magos
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 315 x 174,5
cm. Museo del Prado
La Adoración de los Reyes es, sin
duda, una de las más importantes y alabadas de la producción de Maíno y
fue pensada para ocupar el lado de la Epístola. Se convertía así en el
contrapunto compositivo de la Adoración de los pastores y, como en
esa obra, el pintor tuvo en cuenta la visión más cercana del espectador y la
relación de ambas con todos los elementos del retablo. Maíno concibió
el tema a partir de una cuidada composición, muy sencilla en cuanto a su
estructura espacial y en la inclusión de figuras y elementos. Sin embargo, los
personajes se conciben cargados de cordialidad y emotividad, al tiempo que se
les hace encajar entre sí de manera eficaz. La escena tiene lugar entre las
ruinas de uno de los edificios más significativos de Roma, el Coliseo,
icono de la época imperial que aparece, tal y como podemos ver en
representaciones de la Edad Moderna, invadido por plantas.
Pentecostés
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 285 x 163
cm. Museo del Prado
Situada en el lado del Evangelio del retablo,
esta obra se presenta como una de las composiciones más reveladoras del talante
caravaggista de Maíno, concebida con una sencilla pero apabullante
eficacia realista tanto en la elección de los tipos masculinos, como en la
plasmación de gestos y actitudes. Muestra además una novedosa disposición para
este grupo humano, un punto de vista original para un tema representado en
muchas otras ocasiones dentro de la iconografía cristiana y que conllevaba la
dificultad de incluir a los principales actores en un espacio angosto, y especialmente
en este tipo de retablos. La jerarquización tradicional de los personajes
sagrados prefería situar a María en el centro de la composición, flanqueada de
manera simétrica por los Apóstoles. El dominico obvió esta fórmula desplazando
a la Virgen al lateral izquierdo, a un segundo plano, muy próxima a María
Magdalena, convertida en una "apóstola"
más del grupo. Serán por ello los dos personajes masculinos del primer
término, San Pedro y San Lucas, los que concentren el mayor
protagonismo.
La
Resurrección
1612 - 1614. Óleo sobre lienzo, 295 x 174
cm. Museo del Prado
Situada en el segundo cuerpo del retablo, esta
composición representa uno de los episodios más importantes de la iconografía
cristiana, la resurrección del Hijo de Dios y, con ella, la redención
de todos los creyentes. Siguiendo el relato del evangelista San Mateo, Maíno ha
simplificado el pasaje evangélico y ha obviado la presencia del ángel que
describe Mateo y que suele ser un elemento habitual en la
representación. Cristo ocupa la parte central de la tela, alzado
sobre el sepulcro y apoyado en una minúscula nube grisácea. En la parte
inferior de la composición se han situado cuatro figuras que flanquean al
resucitado. La fórmula repite la iconografía al uso, aunque sólo dos de ellas
son los guardias referidos en el Evangelio. Maíno los ha convertido en soldados
del siglo XVII, vestidos con brillantes armaduras que recuerdan a las de
los tercios españoles. Los dos villanos siguen una disposición compositiva
semejante a los dos pastores de La Adoración de los Pastores del
mismo retablo. De hecho el más cercano al espectador, se percibe como el
reverso de la figura que sujeta un cordero en esa Adoración.
Santa
Catalina de Siena
1612 - 1614. Óleo sobre tabla, 118 x 92
cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución.
Esta figura y su compañero, Santo Domingo
de Guzmán, se pintaron originalmente sobre sendas tablas de formato trapezoidal
con un lado curvo. Fueron realizadas para colocarse como remate del segundo
banco del retablo, dispuestas a ambos lados del Calvario escultórico.
El trazado exterior convexo servía de cierre lateral del conjunto, conformando
el contorno del retablo y por ello se cubrieron con pan de oro, a modo de
molduras, los lados interiores y exteriores de cada tabla. El aspecto actual
está manipulado, pues se han transformado en pinturas de caballete de formato
cuadrangular. Para ello se añadió madera en el lado curvo del soporte.
El hecho de que los dos santos tuvieran que
ocupar un lugar muy alto en el retablo, un espacio destinado a obras
escultóricas, debió de obligar a Maíno a un tipo de representación
efectista. La pintura de Maíno se adaptó perfectamente a este tipo de
requerimientos. La potente iluminación y el volumétrico modelado empleados
confieren a los dos personajes una monumentalidad extraordinaria. La santa
aparece de perfil, concentrada y en actitud orante, dirigiendo la mirada hacia
lo alto, el lugar que ocupaba en el retablo la imagen de Cristo
crucificado. Además del hábito dominico, muestra las mismas llagas padecidas
por Cristo en la Cruz y cubre la cabeza con una corona de espinas,
una alusión directa a la tradición dominica que vio en Santa Catalina un remedo
de la pasión cristológica. El modelo se mantiene fiel a las propuestas de Maíno:
una figura tan sólida como delicada que recuerda composiciones de Orazio
Gentileschi.
La recuperación
de Bahía de Todos los Santos
1634 - 1635. Óleo sobre lienzo, 309 x 381
cm. Museo del Prado
La pintura fue encargada a Juan Bautista
Maíno hacia finales de 1634, y estaba todavía pintándola el 24 de marzo de
1635, fecha en que se le pagaron a cuenta los primeros 18.600 maravedíes en
virtud de la libranza ordenada por el protonotario del Consejo de Aragón,
don Jerónimo de Villanueva. Maíno la terminó y entregó el 16 de
junio, cuando recibió los doscientos ducados en que fue estimada, procedentes
del dinero de gastos secretos del rey Felipe IV. El lienzo fue destinado a
decorar el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro,
sumándose a otros once que se encomendaron a diversos pintores para conmemorar
la serie de victorias terrestres y navales que sonrieron a los ejércitos de la
Monarquía Hispana durante el primer periodo de la Guerra de los Treinta
Años (1621-30).
Parece que la decisión de adornar el Salón
de Reinos con pinturas de batallas que manifestaran el poderío de la
monarquía española recayó en el conde-duque de Olivares, quien precisamente en
1634 había manifestado en una reunión del Consejo de Estado la
preocupación que lo embargaba por lo descuidada que estaba la historia de
España. Posiblemente las doce victorias que debían pintarse fueron determinadas
por los asesores del valido en temas históricos, como su bibliotecario Francisco
de Rioja (1583-1659), quien consta que intervino en el programa decorativo
de una de las ermitas de los Jardines del Buen Retiro.
La recuperación de la ciudad de San
Salvador, en la bahía de Todos los Santos, de manos de los holandeses, fue
uno de los hechos de armas más gloriosos acaecidos en el venturoso año de 1625,
en el que también fue rendida la ciudad de Breda, socorrida la de Génova del
asedio francés y la de Cádiz del inglés.
Maíno no quiso atenerse por entero a los
esquemas tradicionales que regían la composición de las pinturas de asunto
bélico, y por consiguiente, no desarrolló, como era habitual en los grabados
existentes sobre la reconquista de la ciudad, un panorama de las batallas naval
y terrestre habidas contra los neerlandeses. En ello se apartó de lo que
hicieron la mayor parte de los colegas que efectuaron pinturas para el Salón
de Reinos, como Vicente Carducho (ca. 1575-1638), Eugenio Cajés (1574-1634)
o Jusepe Leonardo (1601-1652) quienes en buena medida se inspiraron
para el conjunto o para algunos detalles de sus cuadros en estampas bélicas
de Antonio Tempesta (1555-1630). En lo único en que se equiparó con
ellos fue en la exaltación épica del héroe vencedor en la conquista de San
Salvador de Bahía, don Fadrique Álvarez de Toledo, pero con el que quiso que
compartieran gloria el rey Felipe IV y don Gaspar de Guzmán, que
sólo aparecen retratados en el cuadro de Maíno.
En razón de lo dicho, el pintor dominico no
parece que tuviera como fuente de información estampas para fijar la topografía
exacta de la ciudad de Bahía, como tampoco crónicas históricas que relataran el
curso de la batalla. En cambio, es absolutamente seguro que tuvo presente el
texto de la comedia de Lope de Vega El Brasil restituido, que
fue firmado por el insigne comediógrafo el 29 de octubre de 1625, tres días
después de concedida la licencia para su representación y puesta en escena, que
finalmente tuvo lugar en el Alcázar de los Austrias.
La pintura del artista dominico no ofrece un
escenario exacto de los hechos, sino en gran parte inventado. El punto de vista
seleccionado parece ser de sur a norte, teniendo como fondo la isla de
Itaparique y como lugar de la acción las colinas de Brotas. De esta suerte se
ve como amplio fondo la bahía de Todos los Santos, por la que se acercan
al puerto los buques de la flota hispano-portuguesa combinada.
La ciudad de San Salvador está oculta
por una roca vertical delante de la cual se halla colocado el dosel que cobija
el tapiz con los retratos de Felipe IV y el conde-duque de Olivares.
El conjunto produce la sensación de que nos encontramos ante un decorado de
teatro. A la derecha se ubican los soldados de la guarnición holandesa que
solicitan el perdón de Felipe IV, cuyo retrato les es mostrado por don
Fadrique de Toledo, subido sobre una tarima alfombrada. Cerrando la composición
está, acentuando el parecido con un decorado teatral, la marina que actúa en el
cuadro como telón de fondo del escenario. Maíno ha utilizado una luz
más amortiguada y difusa que en otras obras, que dulcifica los contrastes de
las luces y sombras, un tipo de iluminación más uniforme que Tormo atribuyó a
la influencia de Velázquez.
En el primer plano, a la izquierda se percibe
un grupo de doce personas cuyo centro de atención es el soldado herido en el
pecho, un arcabucero por más señas, como se deduce por algún detalle del macuto
depositado junto a él en el suelo. Es atendido solícitamente por una mujer que
le restaña la sangre con un paño, mientras un paisano le sostiene la cabeza con
sus manos. Otra mujer muy joven, sentada de perfil sobre un saliente rocoso,
contempla compasiva al herido, teniendo a un niño pequeño en su regazo, al
tiempo que otros tres niños detrás de ella, los hermanos del menor, lloran y se
abrazan apenados formando un delicioso grupo, lleno de delicadeza. Desde luego
la mujer con el niño en los brazos, cuya nuca es una línea de pura belleza,
refleja el influjo de pinturas de Orazio Gentileschi (1563-1639)
que Maíno pudo ver en su viaje a Italia, por ejemplo la figura
de La Virgen entregando al Niño Jesús a santa Francesca Romana.
En la mitad derecha del lienzo el almirante en
jefe de la conquista de la ciudad de Bahía, don Fadrique Álvarez de Toledo,
aparece otorgando el perdón a la guarnición de los holandeses vencidos, que lo
solicitan arrodillados delante de él levantando sus manos. Don Fadrique, de pie,
vistiendo calzas verdes con bordados de hilo de oro y jubón del mismo color que
atraviesa, terciada en bandolera, la banda carmesí de general, empuña con la
mano izquierda el bastón de mando y el sombrero del que se ha destocado ante el
retrato del rey Felipe IV, mientras que con la otra muestra a los rendidos
holandeses. En las relaciones históricas de la recuperación de Bahía no
aparece semejante episodio por lo que Maíno se inventó la escena,
calcada de la comedia de Lope de Vega, cual si se tratara una ecfrasis reconstructiva
de ella.
Para Maíno, los genuinos protagonistas de
esta zona del cuadro son Felipe IV y don Gaspar de Guzmán, que
aparecen retratados en el tapiz a espaldas de don Fadrique. El rey porque es el
que, por boca de éste, otorga el perdón a los vencidos; el conde-duque porque
fue quien, conforme a su política de la Unión de Armas, dispuso, diseñó y
preparó con enorme celeridad y eficacia las fuerzas navales y terrestres
combinadas de España y Portugal que hicieron posible la
reconquista de Bahía. El pintor expresó esta idea en el tapiz mediante la
coronación de Felipe IV como rey victorioso por Minerva, diosa
pagana de la guerra, y también por el conde-duque de Olivares, quien empuña con
la mano derecha juntamente la espada de la justicia y el olivo de la paz.
Tanto Felipe IV como Olivares están
hollando con sus pies una serie de alegorías que son clave para entender el
mensaje político que subyace en el cuadro. El monarca se halla pisoteando con
el pie derecho a un hombre semidesnudo que muerde rabiosamente el trozo de una
cruz, mientras que con sus manos crispadas agarra los fragmentos que ha
despedazado. Evidentemente ese hombre simboliza la Herejía y, por
consiguiente, Felipe IV es representado como vencedor de la herejía
por haber arrancado la ciudad de Bahía de manos de los calvinistas holandeses.
Debajo de la figura de don Gaspar de
Guzmán hay un personaje, de tez pálida y cabellos en remolino y cubierto
de cintura para abajo con un manto amarillo, que echa espumarajos por la boca y
tiene las manos atadas a la espalda. Se trata de la alegoría del Furor, tal
como la describe específicamente Cesare Ripa (1560-1645) en su
conocido y difundido trabajo. Pero si el Furor tiene las manos atadas, como en
este caso, quiere expresar que puede ser dominado por la razón. Maíno utilizó
este símbolo para significar que el Furor, que incita a la venganza con los
vencidos en la guerra, puede ser superado por la clemencia dictada no sólo por
la razón sino por la conveniencia política.
Finalmente, la tercera alegoría es la del
Fraude o Hipocresía que Olivares aparta de sí con el pie
izquierdo. Ripa la describe como una mujer de doble faz, tal como
figura en el cuadro, la cual tiene las manos cambiadas y, mientras con una
enarbola un ramo, con la otra empuña una daga.
El tapiz con los retratos de Felipe IV y Olivares se
encuentra protegido por un dosel encima del cual el pintor situó, de manera
difícilmente visible, un óvalo, sostenido por angelitos, donde campea una
inscripción, que es otra de esas claves que el pintor sembró por el lienzo para
que el espectador descifrara su mensaje. Reza la inscripción SED DEXTERA
TUA, un fragmento tomado del Salmo 43, 4 de
la Vulgata que dice completo: Neque enim gladio suo occupaverunt
terram, nec brachium eorum salvavit eos, sed dextera tua et brachium tuum,
Domine, quoniam salvavit eos. Aquí aparece el providencialismo, una de las
constantes de la monarquía española, es decir, la especial protección divina
que Dios la dispensaba en la lucha empeñada por mantener la fe católica
en sus dominios.
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