miércoles, 27 de diciembre de 2017

Capítulo 6 - Obras puente entre el Buen Retiro y la Torre de la Parada


Obras puente entre el Buen Retiro y la Torre de la Parada 

“Baltasar Carlos en el picadero o lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos”, 1635.

Nº 1 Museo del Prado

Nº 2 Versión del cuadro que se conserva en la colección Wallace de Londres.

En esta obra, realizada posiblemente por el taller de Velázquez, se reproduce la Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos, aunque han sido suprimidos algunas figuras como el conde-duque de Olivares y don Alonso Martínez de Espinar, personajes fundamentales al ser los maestros de equitación y caza del príncipe. Pudieron ser borrados con motivo de la caída de Olivares del gobierno en 1643.
En los libros aparece como perteneciente al duque de Westminster pero en la exposición no aparece nada  sobre el duque, solo dice colección privada.
Mide 144cm. de alto. Según Palomino este cuadro es uno donde “...enseñaba a montar el Conde Duque al Príncipe...en la casa del marqués de Eliche”, este marqués lo regaló al nuncio Gonzaga entre 1736 y 1739...
El cuadro se haría para el Conde Duque por ser el caballerizo mayor y el que daba las lecciones al niño, pero se supone del Conde Duque también porque años después de su realización estaba en casa de su sobrino.
Al fondo tenemos parte del Buen Retiro, no se hace para el Buen Retiro pero como se reproduce pues lo llevaron a la exposición. Tal vez sea el Jardín de la Reina o Jardín del Caballo desde que se colocó la estatua de Felipe IV realizada por Tacca y colocada allí en 1642 como defienden Levey y E. Harris basándose en una de las vistas de Meunier que muestra este jardín.
El príncipe aparece a caballo, el Conde Duque recibe de Alonso Martínez de Espinar una lanza (este era ayudante de cámara del príncipe y escribió sobre el Arte de ballestería y montería), también está Juan Mateos (montero mayor que escribió Origen y dignidad de la caza y que también fue retratado por Velázquez) y por último en la parte de abajo vemos a la izquierda un bufón enano.

Beruete, a finales del siglo XIX, decía que no veía toda la obra como de Velázquez que tenía que haber intervenido Mazo, composición, dibujo...
Brown en cambio si que lo ve como Velázquez, a pesar de la engañosa y desordenada composición.
Valdovinos cree que sí es Velázquez, no todos los cuadros van a ser iguales así que acepta las cosas que chocan. La forma de representar al niño por ejemplo es muy velazqueña.
La escena es muy cotidiana y de planos cambiantes, antecedente de las Meninas según Justi. 
Con todo la ceremonia es la normal así que tal vez la composición sea la acertada.
El color tampoco debe extrañarnos ya que Velázquez es un hombre de muchas capacidades, aquí puso ladrillos de colores rojizos oscuros, un cielo atormentado, caballo negro fuerte...no entra un cielo azul claro, la elección del color también es la adecuada.

Respecto al número 1. Algunos especialistas consideran esta imagen como un anticipo de Las Meninas al tratarse de un retrato colectivo en el que vemos a varios personajes de la corte madrileña. La escena tiene lugar en el exterior del madrileño Palacio del Buen Retiro, en una de cuyas ventanas podemos contemplar a Felipe IV junto a su esposa Isabel de Borbón. Bajo esa ventana aparece el Conde-Duque de Olivares que era el maestro de equitación del príncipe Baltasar Carlos. Junto a Olivares se situa Alonso Martínez de Espinar, criado del príncipe, que entrega la lanza al valido. A su lado está Juan Mateos, maestro de caza. En primer plano se nos presenta la figura de Baltasar Carlos, montado en un pequeño caballo adecuado a su estatura ya que el príncipe tenía unos 8 años cuando fue pintada la escena. Viste banda carmesí y bastón de mando de general, sujetando las riendas de su montura en un inequívoco símbolo de autoridad. El pequeño mira hacia el espectador de manera penetrante, sabiéndose protagonista de la composición. Tras él vemos a un enano, pudiendo tratarse de Francisco Lezcano. La organización de la obra se realiza a través de una diagonal barroca que tiene una dirección de dentro hacia afuera. El efecto de profundidad también se acentúa gracias a diferentes planos paralelos que se alejan hacia el interior, cerrándose con la magnífica vista de la sierra del Guadarrama que aparece al fondo. La luz parece tomada directamente del natural por la sensación invernal que se obtiene, anticipándose al Impresionismo en 350 años si esto fuera cierto. Algunos especialistas han criticado la amplitud del vientre y el pecho del caballo, explicada por los habituales cruces entre los equinos flamencos y andaluces para obtener ejemplares ligeros pero vigorosos y fuertes. La "transparencia" de las piernas del Conde-Duque también ha sido crítica habitual, posiblemente justificada por la pérdida de óleo a lo largo del tiempo.


Fecha. Pensando en el niño y la posición, es cercano al año 1636. Además tenemos libre a Velázquez desde abril de 1635 así que tiene tiempo de sobra para realizar el cuadro en ese año. Decir 34-40 es no decir nada y no mojarse, hay que apurar un poco los asuntos.
El nº 1 es de Velázquez,  sin embargo el nº 2, que algunos, (pocos) le atribuyen a Velázquez, es sin duda alguna otro autor e incluso otro taller. Versión del cuadro que se conserva en la colección Wallace de Londres.

Retrato ecuestre del Conde Duque
3,14 x 2, 40 cm. Museo del Prado. Las medidas son parecidas a los del Retiro, pudo pintarlo en 1635. Caballo hacia dentro, de perfil (diferente a los del Retiro). Preparación y estructura igual que “Las Lanzas”. Albayalde, azules. Se ha dicho que puede ser anterior al 34 por el parecido con uno de G. Leonardo pero porque Velázquez pudo copiarlo. Es una obra de muchísima calidad. Otros la fechan en 1638, momento en que los franceses llegan a Fuenterrabía y son expulsados (pero sin batalla ni nada). Caballo hacía dentro y Conde Duque vuelve la cara. La golilla salva el giro de la cabeza. Pinceladas muy sueltas. Destaca la banda y el árbol, son manchas. Total dominio técnico.


Es un retrato oficial del Conde Duque de Olivares. El valido del rey Felipe IV monta un caballo en corveta y se dirige, con actitud marcial, hacia una batalla que se desarrolla al fondo.
Aunque Olivares nunca dirigió las tropas en una batalla, tenía, entre sus muchas atribuciones, el mando de la caballería. Además, como primer ministro, se le consideraba artífice de las victorias militares.
Del retrato, según la información proporcionada por Antonio Palomino, hizo un panegírico García de Salcedo Coronel. Para el propio Palomino se trataba de «una de las mayores pinturas de Velázquez», en la que «está el Conde armado, grabadas de oro las armas, puesto el sombrero con vistosas plumas, y en la mano el bastón de general; parece que, corriendo en la batalla, suda con el peso de las armas, y el afán de la pelea. En término más distante, se divisaban las tropas de los dos ejércitos, donde se admira el furor de los caballos, la intrepidez de los combatientes, y parece que se ve el polvo, se mira el humo, se oye el estruendo, y se teme el estrago». Existen del retrato numerosas copias antiguas, algunas de ellas de tamaño reducido y con el caballo blanco y cintas en la grupa, de las que la más significativa es la de Juan Bautista Martínez del Mazo conservada en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Posiblemente se trata del retrato del conde-duque que, atribuido ya a Mazo e indicando que el caballo era blanco y copiado de Velázquez, figuraba en el inventario del marqués de Eliche en 1652, aunque para Carl Justi y otros se trataría de un boceto original de Velázquez y así se presentó en 1960, en la exposición conmemorativa del centenario de la muerte del pintor. Otra réplica, de dimensiones igualmente reducidas, se mencionaba en 1652 en el testamento del pintor Diego Rodríguez.

Como se pensó que la batalla representada al fondo podía ser la batalla de Fuenterrabía, ocurrida en 1638, aunque Olivares no participó personalmente en ella y en el paisaje no se ve un mar sino un río, se dató con posterioridad a ese año. Las semejanzas con los retratos ecuestres pintados por Velázquez para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, sugieren sin embargo que se pintase en las mismas fechas, aunque no como parte del mismo encargo. Es posible, por otra parte, que en él se inspirase Jusepe Leonardo para el Socorro de Brisach, cuadro que colgaba ya en 1635 en los muros del Salón de Reinos.
El conde-duque mira al espectador, asegurándose de que sea testigo de su hazaña. La figura se ve desde un punto de vista bajo y su torso se gira hacia atrás, con lo que parece más esbelto; Olivares era de cuerpo macizo y más bien torpe, tal como se ve en los retratos que Velázquez le había hecho anteriormente. El caballo alza sus patas delanteras, realizando una cabriola o levade, y mira hacia el campo de batalla trazando una diagonal con respecto a las colinas que se aprecian en el paisaje, composición que proporciona energía al retrato y que, por su dinamismo, recuerda a Rubens. Este esquema de retrato ecuestre se diferencia de los realizados para la familia real, y se cree que fue sugerido por Olivares; Velázquez hubo de esmerarse especialmente, pues Olivares era el máximo cargo político de la corte (después del rey) y le había apoyado en sus inicios como pintor en Madrid.

El Conde Duque se retrata en el apogeo de su poder equiparándose al monarca, con los mismos atributos que vemos en los retratos ecuestres: media armadura, fajín y bastón de mando; levanta además al caballo de manos lo cual es símbolo, según los emblemas de Alciato, del buen gobierno del Rey o del Príncipe.
La asociación de su imagen con la del Rey parece sugerir una simbiosis entre el primer ministro y el monarca, y encaja con su política de engrandecimiento de la monarquía.
El cuadro fue pintado probablemente para la residencia del Conde Duque en Loeches y, por su composición, puede relacionarse con los retratos ecuestres del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro.

Personajes
Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde de Olivares y Duque de Sanlúcar (Roma 1587 - Toro 1645), pertenecía a una rama menor de la poderosa casa de Guzmán. Fue el tercer hijo de Enrique de Guzmán, uno de los embajadores más importantes de Felipe II.
Destinado en principio a la carrera eclesiástica, como era habitual, el fallecimiento de sus dos hermanos mayores le convirtió en heredero del título.
Su tío, arzobispo de Sevilla, le educó, le protegió y le introdujo en la corte, donde consiguió el nombramiento de gentilhombre de cámara del futuro Felipe IV. Al subir éste al trono en 1621 Olivares se convirtió en su valido.
El Conde Duque, a quien se puede considerar un arbitrista, intentó restaurar el prestigio de la monarquía, que se percibía en decadencia desde finales del reinado de Felipe II.
Su principal proyecto fue crear un estado centralizado mediante la llamada Unión de Armas, pero chocó con la estructura de la monarquía y provocó la resistencia de la nobleza, que veía peligrar sus privilegios.
La política de reformas de Olivares fracasó porque se reanudó la guerra con Flandes y España se vio envuelta en la guerra de los Treinta años, a lo que se añadieron las revueltas dentro del propio territorio.
El poder omnímodo y la actitud arrogante de Olivares le crearon una creciente oposición que acabó provocando su caída en 1643.
Fue un gran coleccionista y poseyó una biblioteca muy importante.
Protector de las Artes, que utilizó en su proyecto de engrandecer la monarquía, mandó construir para Felipe IV el palacio del Buen Retiro y gracias a su influencia Velázquez encontró un sitio en la corte.

Fuentes de inspiración 
La inspiración directa de esta composición se ha querido ver en la Toma de Brisach de Jusepe Leonardo, pintada para el Salón de Reinos, pero ambos pudieron inspirarse en el grabado de Antonio Tempesta Julio César a caballo.
La iconografía responde al emblema 35 de Alciato, la alegoría de la Fortaleza Espiritual referida al buen gobierno del Príncipe o del Rey: ¿Quieres saber por qué la región de Tesalia cambia constantemente de señores y procura tener diversos jefes? No sabe adular ni lisonjear a nadie, costumbre que tiene toda corte real. Por el contrario, como un caballo de buena raza, arroja a su lomo a todo aquel jinete que no sabe gobernarla. Pero no es lícito al señor ser cruel: el único castigo permitido es obligar a soportar un freno más duro.

Técnica y composición 
El cuadro está organizado en una vigorosa diagonal de derecha a izquierda, marcada por el perfil del caballo, la espada, y el bastón de mando.
Un árbol, a la derecha, equilibra la composición por este lado.
Olivares está girado, de modo que disimula su figura nada apuesta, gruesa y de hombros cargados (jorobado, según algunos). Velázquez trata así con elegancia a su protector y le ennoblece por medios plásticos.
Este centauro que es aquí el valido se recorta sobre el paisaje, muy destacado gracias a las pinceladas de color claro, largas y amplias, que Velázquez aplica para contornear su figura y la parte superior del caballo.
El personaje y la cabeza del caballo tienen una factura más minuciosa mientras que el fondo está, una vez más, resuelto con una pincelada suelta en la que se entremezclan las capas de pintura aplicadas sin esperar a que seque la anterior y dejando traslucir en algunas partes la preparación.
Esta preparación es de un tono grisáceo, parecida a Las Lanzas, y sobre ella trabaja Velázquez con una paleta de ocres, grises, azules y verdes, similar a los retratos ecuestres de Felipe IV y Baltasar Carlos, utilizando el bermellón para el fajín.
Los adornos de la coraza se hacen con pinceladas empastadas y superficiales, o simples toques breves y rápidos, por encima del negro de base.
También la valona y el fajín están pintados sobre la armadura.
Del mismo modo se resuelven los bordados de oro y los flecos de la banda roja: pinceladas nerviosas, sinuosas, rápidas y libres, muy empastadas o en seco, que sólo de lejos adquieren su verdadera configuración.
Especial atención merecen las figuras de la batalla resueltas con precisión en unas breves pinceladas, así como los toques maestros del bordado del fajín.
Existe una réplica de este cuadro, con ligeras variaciones, en el Metropolitan Museum de Nueva York Retrato ecuestre del Conde Duque (Nueva York), y en la colección del Patrimonio Nacional un caballo blanco en posición similar a la de ambos.
Velázquez pintó el retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares en la década de 1630, cuando el político se encontraba en el apogeo de su poder, probablemente para el Palacio familiar de Loeches.
El valido de Felipe IV, que lo fue desde 1621 a 1643, se hace retratar del mismo modo que el rey en el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, con armadura, fajín, bastón de mando y sobre un caballo en corveta, casi un trono en movimiento.
Con todo ello Olivares se equipara al monarca, haciendo un alarde desmedido de su poder, en un intento de identificarse con la monarquía cuyo prestigio pretendía restaurar.
Enmarcado en una fuerte diagonal que dibujan el perfil del caballo, la espada y el bastón de mando, Olivares, más esbelto de lo que era en realidad, se dirige hacia una batalla indeterminada que vemos al fondo.
El retrato, muy semejante a los de Felipe IV y Baltasar Carlos, por la paleta, el estilo y la composición, es un magnífico ejemplo de soltura y libertad en la pincelada y de habilidad técnica: Velázquez toca con el pincel empastado en superficie o simplemente restriega para hacer los bordados de la banda, la gualdrapa del caballo y los adornos de la coraza, uno de sus mejores trozos de pintura.

Detalle 1
El bordado dorado del fajín, la gualdrapa, el puño de la espada y la parte alta del calzón están ejecutados de un modo magistral que anticipa la técnica de Las Meninas. De cerca sólo se aprecian pinceladas y restregones de pincel sin detalle alguno, pero al alejarnos los colores se mezclan en la retina y se crea una prodigiosa sensación de realidad. 


Detalle 2
El Conde Duque lleva el pelo y el mostacho a la moda del momento: melena que le tapa las orejas (denominada tufo) y bigote con las puntas levantadas, como el rey. El cuidado de los bigotes llevaba a los más elegantes a dormir con bigotera para que no se les estropease y era motivo de burla entre los escritores.
El rostro del Conde Duque resulta borroso por las rectificaciones que Velázquez hizo sobre él con el fin de colocarle mirando más hacia el espectador y menos al frente, como estaba en un principio. También el sombrero se rectificó, levantándolo hacia atrás, y se pueden ver pinceladas más claras en su contorno.
El cuello de encaje blanco, la valona, se ha pintado, como es habitual en este artista, encima del negro de la coraza.


Detalle 3
Velázquez hizo modificaciones también sobre la cabeza del caballo: se ha hecho más gruesa y ha cambiado el perfil. En la parte alta, entre las dos orejas actuales, se puede distinguir una tercera que era la primitiva.
La soltura del pincel en esta zona, patente en los arreos dorados de la cabeza, llega al punto más alto en la boca, donde el pintor ha utilizado toques blancos muy empastados para pintar la espuma que echa el caballo a causa del esfuerzo.


Detalle 4
Bajo la panza del alazán distinguimos un caballo muerto y un jinete que toca la trompeta. El detalle permite apreciar cómo están resueltos a la vez con cuidado y con una pincelada muy suelta, cargada de disolvente.
La hierba se ha hecho a base de trazos superficiales muy finos, entre los que destacan ligeros toques de blanco más empastados para las flores.


Detalle 5
En torno a las patas traseras del caballo Velázquez ha dado unas pinceladas muy ligeras y diluidas, de color blanco, para crear la sensación del polvo que levanta el caballo con su movimiento.
La cola del caballo se hace a base de pinceladas largas y superpuestas unas a otras, en dirección contraria a veces y en distintos tonos, que la hacen brillar y le dan sensación de movimiento.


Detalle 6
El fragmento de cuadro en el que tiene lugar la batalla, con humo de incendios, infantería y caballería en movimiento, es por sí sólo un prodigio de libertad técnica y soltura del pincel, donde se conjugan la minucia de las figuras con la ligereza de la pincelada, que sólo se empasta más en las zonas más claras, los humos blancos.
Habrá que esperar a Goya y a cuadros como El Coloso, para encontrar algo semejante.


Detalle 7
Como viene siendo habitual, Velázquez ni firma ni fecha sus obras, aunque en la zona inferior izquierda veamos un papel en blanco utilizado habitualmente para firmar. Podría ser que el maestro lo dejara así porque era consciente de que no había otro artista en España que pudiera realizar este excelente retrato del todopoderoso Conde-Duque de Olivares.
El papel con firma, a modo de trampantojo, es habitual en la pintura italiana, pero también lo vemos en la obra de El Greco. Velázquez lo pinta en el retrato de Felipe IV a caballo y en Las Lanzas. Es una especie de firma del pintor aunque no lleve nada escrito.

Conde-duque de Olivares, ecuestre, óleo sobre lienzo, 67,3 x 59,4, Wallace Colllection, Londres

De Juan Bautista Martínez del Mazo. Copia reducida y con caballo blanco de la que se conoce otra versión en Múnich, Alte Pinakothek, con atribución a Mazo aunque en la colección del príncipe elector en Mannheim figuraba como copia de Van Dyck.

“Coronación de la Virgen”, 1636 (museo del Prado).
178 cm. Fecha 1636, se ha datado más adelante por el colorido. Aparece en el oratorio Nuevo de la Reina en el Alcázar, en el inventario del 44 (cuando muere la reina), junto a nueve pinturas de la vida de la Virgen. Gaspar de Borja vino de Roma  con esos cuadros en 1636 y se los regalo a la Reina. Cevallos cree que los pudo pagar el rey. 


Según Carmen Garrido tendría que estar en torno al año 1635 ya que está trabajado como los del Buen Retiro. Además molió los pigmentos como el Cristo muerto.
Palomino lo coloca en torno a la batalla de Breda.

Velázquez haría este para completar los otros. Un inventario del siglo XVIII afirma que son de Andrea Vaccaro. 
Se trajo a las Fábulas. 
Finaldi dice que no son de Vaccaro y que no han desaparecido todos: un Nacimiento de la Virgen y una Asunción y son de Turchi (1578-1649) quien trabaja en Roma, parece ser que tres se quemaron. Otros dicen que pudo llegar alguno en mal estado y de ahí el encargo a Velázquez. 
En las Fábulas se pusieron el Nacimiento y la Asunción junto al de Velázquez, la diferencia es chocante. La técnica es igual que ermitaños y Breda. Sin embargo es raro que esta obra (religiosa) no la hiciese Carducho (que además fue quien se encargo de las obras religiosas de la Torre de la Parada). Esta muy bien conservado, sin reentelar. El refinamiento solo se puedo comparar con el Cristo, obra muy cuidada, parece que porque es una obra religiosa. 
Ha cambiado el velo, las manos de la Virgen. 
Las nubes están puestas por encima. Cuadro muy criticado por el color. Afirman que cuando Velázquez se sale de lo real se pierde. Según Valdovinos es una maravilla, parece italiano. Aquí emplea el lapislázuli, caro, le debieron pagar bien. A los pies de la virgen aparecen querubines. 
A parte de los problemas con la datación fue un cuadro que tuvo muy mala prensa por ejemplo Ortega dijo que como no sabía hacer la figura de Dios pues que tal vez no fuera de Velázquez si no de otro. 
Justi por su parte cree que ha utilizado unos colores morados más propios de exequias que de otra cosa.

Es una obra poco frecuente en la producción de Velázquez: primero por tratarse de una pintura religiosa y segundo por la composición y el color.
Es una composición simétrica, cuyo eje es la figura de María. La línea vertical arranca del Espíritu santo, baja por el centro de la cara de la Virgen y continúa en el pliegue de su manto. En torno a ella, las figuras de los dos hombres, cierran la composición. El conjunto y el tono rojizo, casi de sangre, que predomina en la obra, sugieren la forma de un corazón. Algo quizá relacionado con la devoción al corazón de María que ya aconsejaba en 1611 San Francisco de Sales.
El empaque de las figuras y la monumentalidad que presentan no son habituales tampoco y algún autor los ha puesto en relación con esos cuadros italianos con los que debían compartir sitio en el oratorio de la reina, llegando a decir que más parece un cuadro de iglesia italiana que para un oratorio privado.
Los tres van vestidos con ropas pesadas, que los envuelven y les dan una sensación de volumen, de monumentalidad. También la quietud, la seriedad y la concentración de todos en la ceremonia que se lleva a cabo acentúan el carácter sacro y ceremonial de la escena.
Las capas de color son muy fluidas y transparentes, con más aglutinante que pintura. Sólo en algunas zonas, que se quieren iluminar de manera especial, se aplica una pintura más empastada, en el cielo y en algunas partes de los mantos, bien en toques muy ligeros o en pinceladas más largas.
Los rayos de luz, como en la Fragua de Vulcano se consiguen restregando la superficie del cuadro con el pincel casi seco y manchado de blanco . Como es habitual, Velázquez superpone unos objetos sobre otros a medida que pinta: nubes sobre mantos o angelotes sobre nubes.
Los rostros y las manos de los personajes quedan bastante difuminados, sin contornos precisos, como es habitual también en muchas de las obras de su etapa madura, aunque la ejecución, como sucede con el Cristo de San Plácido, es muy cuidada, quizá por tratarse de encargos reales o muy próximos.
La preparación es de color blanquecino, normal en otros cuadros de esta época, como en Las Lanzas, pero aquí se aplica con más cuidado y los pigmentos están más molidos, quizá también por la importancia del encargo, como sucede en otras ocasiones.

Esta es una de las escasas pinturas religiosas que conservamos de Velázquez y una de las más originales también. El tema es la coronación de la virgen María, que ascendió a los cielos sin pasar el trámite de la muerte, y, una vez allí, Dios en forma de Trinidad (padre, hijo y espíritu santo) la coronó como reina, también ella, del cielo.
Este tema es uno de los más representados en el arte occidental y, como la crucifixión o la adoración de los magos, permite pocas variaciones. En este sentido el cuadro recuerda obras anteriores, de Durero, El Greco y Rubens, entre otros. Sin embargo se aparta de todos ellos por los personajes y las actitudes.
Aunque Velázquez idealiza a sus figuras para situarlas al nivel celestial, no dejan de ser modelos reales los que pinta y sus expresiones son en el mismo sentido reales: medidas, sobrias. Hay una enorme seriedad y contención en el cuadro; todos los personajes están concentrados en la acción que llevan a cabo y eso le da un carácter sacral que no tienen las movidas escenas de Rubens.
Los colores que emplea Velázquez en este cuadro no son convencionales: hay una entonación general roja, casi de sangre. Esto, unido a la forma que configuran las tres personas, hace pensar en un corazón, algo quizá relacionado con el culto al corazón de María que San Francisco de Sales difundía desde 1611.
Velázquez pinta con pinceladas rápidas y pintura muy ligera; modifica sobre la marcha, pinta unos objetos encima de otros, aboceta las manos y deja los rostros un tanto borrosos. Da las luces con toques de pincel manchado de blanco, consiguiendo brillos asombrosos como el de la bola transparente que lleva Dios Padre en la mano izquierda.

Detalle 1
El centro de la composición es María que, llevándose la mano derecha al corazón, constituye al mismo tiempo el punto central del otro gran corazón que forman las tres figuras. Junto a su rostro, hermoso e idealizado, pero inspirado en la realidad, podemos ver las pinceladas bien cargadas de pasta con que Velázquez hace la toca blanca y la túnica roja.
La mano, sencillamente abocetada, estaba en un primer momento más abajo y después se cubrió con pinceladas transversales rojas. La mancha blanca en el cuello es todavía un resto de la primitiva posición de la toca, que lo tapaba por completo, como los cabellos.


Detalle 2
Dios padre aparece también como alguien a quien Velázquez ha podido tomar de la realidad para inspirarse: un anciano calvo, arrugado y con bolsas enormes debajo de los ojos, no el gigante sobrehumano de Miguel Angel. Las nubes, a su derecha, son la parte del cuadro más cargada de pintura.


Detalle 3
Dios Padre sujeta en la mano izquierda una bola de cristal transparente, símbolo de su dominio sobre todo el mundo. Este objeto, realizado con una capa mínima de pintura, consigue transmitir la sensación de transparencia y brillar gracias a unas cuantas pinceladas blancas y aplicadas de forma irregular. La mano, como todas las demás, está sólo abocetada.


Detalle 4
Cristo, que sujeta un cetro en la mano izquierda, como símbolo de su dominio sobre los hombres, es un hombre joven, vestido de un rojo inusual pero práctico para conseguir esa tonalidad rojiza que evoca un corazón.
Concentrado y serio como el resto de los personajes en la acción que llevan a cabo, vemos brillar el pelo y la barba gracias a diminutas pinceladas más claras aplicadas sobre rizos resueltos de manera muy rápida.


Detalle 5
El único que nos presta atención es el querubín de la izquierda, que mira directamente al espectador. El resto aparecen ensimismados en el momento y en el acto que se desarrolla. Esta cabeza, como el resto de los querubines, se ha comparado con las de Alonso Cano, a quien el cuadro estuvo atribuido algún tiempo.


    

Torre de la Parada

Uno de los denominados «sitios reales», es decir, residencias que los monarcas españoles tenían diseminadas por todo el país, se diferenciaba de los demás en que no se trataba ni de un palacio urbano ni de una villa suburbana o una fundación religiosa con una ­zona habilitada para el servicio civil, sino que era un pabellón de caza preparado para alojar al rey y su ­séquito. Estaba ubicado en los montes de El Pardo, a las afueras de Madrid, y cerca del palacio del mismo nombre. Actualmente apenas se conservan restos. Su origen data de 1547-1549, cuando el arquitecto Luis de Vega construyó un edificio de marcada verticalidad y realizado en mampuesto y ladrillo por encargo de Felipe II, que todavía era príncipe. Se coronaba con un chapitel, estructura arquitectónica que se haría típica de la arquitectura filipina en España. En los años treinta del siglo XVII, Felipe IV emprendió una importante transformación arquitectónica y decorativa del edificio, que se llevó a cabo en poco tiempo y lo convirtió en uno de los lugares de la corte española con mayor coherencia decorativa y artística. La intervención constructiva corrió a cargo del arquitecto real Juan Gómez de Mora, que rodeó los dos primeros cuerpos de la Torre con una edificación, para la que también mezcló el ladrillo y la mampostería. En septiembre de 1636 acabó esta parte. En ese tiempo, el rey encargó a algunos de los pintores más importantes relacionados con la corte española un gran número de pinturas, que por su cantidad, por su coherencia temática y por la extraordinaria calidad de algunas de ellas, convierten a ese lugar en uno de los puntos de referencia para la historia de la pintura flamenca y española de esa época. Aunque no falta documentación contemporánea sobre el tema, la principal fuente con que se cuenta para conocer la composición pictórica de la Torre es el inventario que se hizo en 1700, con motivo de la muerte de Carlos II. En él se describen un total de ciento setenta y seis pinturas, realizadas en su inmensa mayoría por autores flamencos y españoles.
Muchas de ellas se agrupaban en varias series, cuyos temas se relacionan con el carácter al mismo tiempo campestre, cinegético y cortesano del lugar. Había, así, un gran ciclo de historias mitológicas, numerosos cuadros con representaciones de animales, varios retratos de miembros de la familia real, escenas de cacerías, y un grupo importante de obras religiosas que adornaban el oratorio. Ese despliegue temático era parecido al que en los tratados artísticos de la época se consideraba apropiado para las construcciones de recreo. El oratorio estaba formado por veintiséis pinturas que se han supuesto realizadas por Vicente Carducho, un pintor desde hacía mucho tiempo vinculado a Felipe IV, y que murió en 1638, poco después de acabada su colaboración para la Torre. El inventario cita seis historias de la vida de la Virgen, Adán, Eva, una Concepción, diez ángeles con atributos marianos y otros cinco cuadros sobre la Virgen que estaban embutidos en el techo. El conjunto más importante de obras, y con el que se suele identificar más comúnmente el edificio, es el formado por cincuenta y dos cuadros con escenas mitológicas, en general de buen tamaño, que le fueron encargadas a Rubens, quien por aquel entonces era el pintor más prestigioso de Europa. En noviembre de 1636 ya estaba trabajando en el proyecto, para el cual se valió de la colaboración no solo de su prolífico taller sino también de otros pintores flamencos notables. En noviembre de 1638 consta un segundo pago por sus servicios, y a mediados del año siguiente todas las pinturas estaban ya entregadas y colocadas. El maestro se reservó la ejecución de todos los bocetos; es decir, la «invención» del ciclo, en cuya tarea dio pruebas de una extraordinaria capacidad imaginativa y una gran potencia narrativa. Actualmente esos bocetos se hayan desperdigados en colecciones por todo el mundo, y el Prado posee media docena. Son obras rápidas y, al mismo tiempo, hechas con una gran seguridad, lo que da fe del asombroso dominio de la narración plástica que había alcanzado Rubens. Éste, además, realizó personalmente varios de los cuadros definitivos, los cuales (como el resto de los que han pervivido) se conservan en el Museo. Se trata de El rapto de Deidamia, o lapitas y centauros; El rapto de Proserpina; El banquete de Tereo; Orfeo y Eurídice; El nacimiento de la Vía Láctea; Mercurio y Argos; La fortuna; Vulcano forjando los rayos de Júpiter; Mercurio; Saturno devorando a un hijo; El rapto de Ganimedes; Heráclito, el filósofo que llora; Sileno, o un fauno, y Demócrito, el filósofo que ríe. Son todas ellas pinturas de alta calidad, y algunas se cuentan entre las más importantes de ese momento de la carrera del pintor. El resto de los cuadros fue realizado por artistas como Cornelis de Vos, Jacob Peeter Gowy, Erasmus Quellinus, Jacob Jordaens, Peeter Symons, Jan Cossiers o Theodoor van Thulden. Las escenas describen por lo general relatos que aparecen en las Metamorfosis de Ovidio. Se ­desconoce quién decidió los temas de los cuadros, y tampoco se ha podido encontrar entre ellos un hilo conductor que no sea su común pertenencia al repertorio mitológico. Y como el primer inventario es de una fecha ya relativamente tardía, como 1700, no sabemos si describe el orden ­original de las escenas. En cualquier caso, se trata de un conjunto formidable de narraciones a través de las cuales el espectador no solo entraba en contacto con episodios de la fábula antigua, sino que se enfrentaba también a una extraordinaria variedad de acciones, emociones y significados. Desde el punto de vista de la riqueza y diversidad de su contenido, la serie apenas encuentra parangón en la pintura europea de su tiempo. En las mismas salas en las que se exponían los cuadros mitológicos también se desperdigaba un nutrido grupo de pinturas de animales, cuyo contenido era muy adecuado al uso que tenía el edificio. Eran cincuenta y tres cuadros realizados por Frans Snyders y Paul de Vos. En este caso, no se basaban en bocetos de Rubens, aunque éste parece ser que se encargó de supervisar todo el proyecto. Tenían una función fundamentalmente decorativa, y muchas de ellas se disponían como sobrepuertas o sobreventanas. También íntimamente relacionadas con el destino del lugar, había seis pinturas de Snayers que representan cacerías de Felipe IV o de su hermano el cardenal-infante (Prado). Además de los bocetos para la serie mitológica y de algunos de sus cuadros, Rubens colaboró en la Torre mediante el envío de Heráclito, el filósofo que llora y Demócrito, el filósofo que ríe, que se supone formaban, junto con Esopo y Menipo, de Velázquez, un grupo de cuatro filósofos antiguos. Precisamente del pintor sevillano se citan otras pinturas en la Torre en el inventario de 1700.
Allí estaban los retratos como cazadores de Felipe IV, cazador, El cardenal-infante don Fernando de Austria y El príncipe don Baltasar Carlos, cazador; El dios Marte, que se hallaba junto a Esopo y Menipo ­(todos del Prado); cuatro retratos de «diferentes sujetos y enanos», y la llamada Tela real (National Gallery, Londres). Todo el conjunto se completaba con diecisiete vistas de sitios ­reales. La decoración de la Torre de la Parada constituye, junto con la construcción y amueblamiento del palacio del Buen Retiro, el principal testigo de la importantísima actividad ­artística que generó Felipe IV en los años treinta del siglo XVII, que fue el momento en el que llegó a su punto más álgido la cultura cortesana en España. Asombra pensar en la cantidad, variedad e intensidad de historias que albergó ese edificio relativamente modesto, así como en la altísima calidad de muchas de esas obras.

Actualmente no queda nada. Edificio de planta cuadrada con dos alzados donde estaban las habitaciones que se llenaron con cuadros, además consta de una torre central donde no consta que hubiera habido pinturas. Constaba a un lado de casa de oficios (para los criados). 
A partir de 1636 se decide llenar de pinturas, que en su mayoría es lo que había, ni tapices, ni mesas...como en el Buen Retiro. De las pinturas y de los pintores según Valdovinos conviene hablar en conjunto y no de forma separada.
Noticias. Cronológicamente las noticias que tenemos es que los cuadros se hicieron entre el año 1636 y el 1638. El cardenal infante don Fernando gobernador de los Países Bajos desde el año 1633, a la muerte de Isabel Clara Eugenia, escribe a su hermano por asuntos diversos y en tres o cuatro cartas hace mención a los cuadros encargados a Amberes. En las cartas de diciembre de 1633 dice que Rubens quiere hacer todos los dibujos (se entiende que fueron los bocetos porque los cuadros en sí no los hizo todos él).
El 1 de mayo de 1638 entran en Madrid las carretas que transportan los cuadros procedentes de Amberes. Cuadros exclusivamente para la Parada.
Otro punto. El 24 de octubre de 1636 Velázquez presenta un memorial para que le pagaran los gajes por ser pintor del rey “...le debían los gajes del año 1635 y 1636, el vestido que llevan cuatro años sin darle y otras cantidades de pinturas que ha hecho”. Además dice que”...para acudir mejor a la ayuda de su majestad y se pueda poner a trabajar en lo que le han mandado en la Torre de la Parada”.

La Torre de la Parada en un lienzo de Félix Castelo (h.1640).

Vicente Carducho murió en diciembre de 1638. En su testamento hace referencia a varios asuntos y entre esto dice lo que se le debe por las obras de la Parada. Además dice que corren por mano de don Jerónimo de Villanueva (esto importa). 
Estas son las noticias de las que disponemos hasta el momento, pocas pero nos ayudan a confirmar que las pinturas se empezaron en el año 1636 y se acabaron en 1638.
Lo que se pintó según el inventario a la muerte de Carlos II (1700): aunque no dice medidas, dice donde estaba cada pieza, que las pinturas estaban puestas de forma que encajaran, que las del piso superior eran 10cm. mayores que las del piso inferior y que las pinturas que había empezaban “...en la entrada y escalera del palacio 17 pinturas de diferentes tamaños que se componen de sitios reales: Casa de Campo, el Prado, Campillo, la Zarzuela, la Torre de la Parada (es curioso que el mismo edificio para el que se hacen los cuadros aparezca representado), el Escorial, Aranjuez, el sitio del Retiro...con marcos dorados lisos y valorados en 200 doblones cada uno”.
No hay ninguna firmada pero lo que sabemos de los autores según María Luisa Caturla, que descubrió algún documento aunque no lo publicó (solo salió avance), es que eran 18 pinturas, 7 de Juan de la Corte (flamenco que también tenía obras en el Buen Retiro, obras con mucha arquitectura), 6 de Felix Castelo, 3 de Jusepe Leonardo y 2 de Pedro Núñez del Valle (buen pintor, estuvo en Roma y también hizo cuadros para las ermitas del Buen Retiro).

- Vicente Carducho se ocupó de las pinturas del oratorio. Las que conservamos, ambas dos, pertenecen a Patrimonio Nacional y fueron publicadas, en blanco y negro, en el Libro de Pintura Madrileña, son “Los desposorios de la virgen” y “la visitación”.
Según el inventario: el oratorio estaba lleno de pinturas. 6 pinturas, muy consideradas ya que tenían marco de oro (las dos pinturas de Carducho antes citadas pertenecen a estas), con escenas de nuestra señora, dos iguales de Adán y Eva (es evidente que una de cada uno), dos de adorno de retablo “Raquel” y “Jael”, dos vara de alta nuestra señora de la concepción (la más estimada), diez, que hacen adorno, con los atributos de nuestra señora, 5 de la vida de la virgen en el techo, también con marcos de oro y blanco y óvalos en las esquinas. En total treinta pinturas, esto es lo que haría Carducho porque se le daban bien los asuntos religiosos y porque era el pintor de rey más antiguo.

- Lo que vino de Flandes. Por una parte había un gran grupo, por encima de cincuenta, con asuntos mitológicos. Pero son los que Rubens iba hacer en borrón y que otros pintores (Jordaens, Coellinus, Van Eyck…) y el mismo iban a trasladar a cuadros los más importantes. 6 grandes pintados por Rubens (en el Prado) y otros 6 de personajes aislados (saturno, mercurio, fortuna, sátiro, rapto de Ganímedes…) A parte quedan los borrones (en el museo del Prado 10, en Bruselas 12, en el museo de Bayona 8).
Los asuntos salen de las Metamorfosis de Ovidio, aún siendo muchos faltan escenas como la de Venus y Adonis. También hay más escenas de unos que de otros, es decir tenemos un reparto irregular, en este particular el que gana es Hércules.
Lo que está claro es que debieron de darle las medidas pero no los asuntos, ya que no les debieron de importar. Son fábulas o cuentos y así hay que tomarlos.

- Dos cuadros de filósofos: Demócrito y Heráclito. También figuras sueltas y también pintadas por Rubens (como los cuadros de dioses).

- Otro medio centenar de pinturas con animales. Ni los hizo ni los emborronó Rubens. Son pinturas secundarias realizadas para la parte de encima de balcones, ventanas, puertas…Hechos por dos que estaban al lado de Rubens, Snyders y Paul de Vos. Ninguno de estos que se conservan tiene que ver con fábulas de Esopo.

- Vinieron además de los Países Bajos pinturas de Peter Snyers. Especialista en paisajes con figuras, también había trabajado con Rubens, mandó 6 monterías (caza mayor, de las que el Prado tiene 4, donde el protagonista en tres Felipe IV y en otra el cardenal Infante).                              

Lo que hizo Velázquez:

1.- Pieza séptima del piso superior.

Retratos del rey, Infante y Baltasar Carlos cazadores (museo del Prado).
Para Valdovinos hay que fecharlas entre el año 1636 y el 1638. 11 cuadros: tres retratos de cazadores (el rey, su hermano y el heredero), según el inventario situados en el cuarto alto (piso superior) en la 7ª pieza “…tres retratos reales…no se tasaron por ser personas reales” en esa misma 7ª pieza se cita La Tela Real, cuadro de la Galería Nacional de Londres. Esta 7ª pieza era de asuntos relacionados con la caza porque incluía 4 monterías y además sobre ventanas y sobrepuertas con este asunto.
Palomino al respecto de los retratos de cazadores “…reflexiones sobre que aparezcan vestidos de caza y en esa postura no oficial es una cosa rara para la época y para épocas posteriores…”.
Los retratos miden lo mismo, no son además las dos varas de siempre (190cm aprox.), esto es así porque los retratos que están en este cuarto miden lo mismo.

Felipe IV Cazador 
Hacia 1636 y 1638. 191 x 126 cm 
El Rey, vestido de caza, con perro y escopeta, parece posar para Velázquez ante el lugar habitual de sus partidas, los montes del Pardo.
El cuadro, junto con los retratos de caza de su hermano el Cardenal Infante (1186) y su hijo el príncipe Baltasar Carlos (1189), formaba parte de una serie que se pintó para la decoración de la Galería del Rey en la Torre de la Parada, palacete de caza en los bosques del Pardo.
El retrato está compuesto en la posición de tres cuartos característica de los retratos reales desde Tiziano y Antonio Moro.
El árbol, la figura del rey y el perro se funden en una masa vertical movida y animada por la diagonal descendente de la escopeta y la ascendente del paisaje.
El fondo es un paisaje de tonos fríos similar al de los retratos ecuestres y algunos bufones, aunque en este cuadro el cielo ocupa un lugar menor que en los otros dos de la serie.
En la línea del horizonte hay una franja de color blanco que cae hacia la mitad del cuadro y que constituye un foco de luz que contrasta con el primer plano y crea la ilusión de lejanía, solución que utilizará más adelante en Las Meninas.
Tal y como suele hacer, primero ha pintado la figura y después la ha contorneado con el paisaje. El cuadro está hecho sobre una preparación de color anaranjado, a base de blanco de plomo y ocre, aplicando el color con más precisión en la figura y el perro, y más diluido en el paisaje.
Las pinceladas, ligeras y poco cargadas de pasta, son rápidas y sueltas, y el rostro, como en los otros dos, es la parte más elaborada del cuadro.
La figura presenta varios arrepentimientos importantes que se aprecian a simple vista: todo el contorno izquierdo del monarca, el puño con la gorra, el bolsillo, el calzón, la pierna y la escopeta.
A diferencia de los otros dos, sus dimensiones no se alteraron; más bien se modificarían ellos para adaptarse al tamaño de éste.

Velázquez y su taller trataron el tema de la caza como puede apreciarse en la Tela Real del Prado, paisaje de caza al estilo de los pintados por el pintor flamenco Peter Snayers.
La figura del rey aparece en tres cuartos desprovisto de ostentación, tal y como era tradición en los retratos regios desde Tiziano. Velázquez utiliza la habitual gama de ocres y tierras, armonizando el castaño de la vestimenta con el paisaje de colores muy diluidos, que contrasta con el celaje de tonos fríos y atmósfera envolvente resuelto a base de grises.

Detalle 1
El rey lleva el pelo y el mostacho a la moda del momento: una melena que le cubre la oreja (denominada tufo o bufo) y bigote con las puntas erguidas, algo que exigía muchos cuidados y que los escritores del momento satirizaban.
Así lo vemos en otros retratos de Velázquez y así vemos al Conde Duque de Olivares.
En principio el rey llevaba la cabeza descubierta y la gorra en la mano izquierda. Todavía se puede distinguir la línea del pelo debajo de tocado actual.
En el Museo de Castres hay un Felipe IV, cazador, hecho antes de la corrección, en el que se le puede ver así. El cuello de encaje es muy parecido al de su hijo Baltasar Carlos (1189).


Detalle 2
Todo el contorno derecho, del guante para abajo está corregido.
Especialmente, debajo del guante, vemos la mancha de la gorra que originalmente sostenía en la mano, una zona de color más claro en el paisaje y un arbolillo apenas insinuado. La pierna izquierda se ha acercado más a la derecha, con lo que se acentúa la verticalidad de la imagen.


Detalle 3
La escopeta de Felipe IV tiene unas dimensiones muy superiores a las de su hermano y su hijo, no en vano era el rey, aunque Velázquez suprimió un trozo del cañón, a la altura de la boca. La forma de realizar los brillos del mecanismo metálico es muy parecida al borde del guante y a la manga, con un dibujo de rombos: pinceladas breves y blancas sobre el tono más oscuro de base.


Detalle 4
El perro que acompaña al rey es un mastín de cara negra y está pintado de un modo muy rápido, con pinceladas sueltas que crean una superficie borrosa, como es habitual en muchos de sus cuadros ya por esta época.
Entre él y la bota del rey hay unas hierbas que se han pintado encima del color ocre del suelo con toques muy ligeras, poco cargadas de pasta.
A éste le falta más de la mitad del cuerpo en lo que se puede apreciar que el cuadro fue cortado por los lados. En el National Trust de Inglaterra existe otro Felipe IV cazador, copia de éste, atribuida al taller de Velázquez, en la que se ve el galgo entero y la cabeza de un tercer perro. 


Felipe IV cazador, óleo sobre lienzo, 200 x 120 cm, Castres, musée Goya.


Felipe IV aparece vestido con un tabardo marrón, sobre el que destaca un cuello de encaje de Flandes, con calzones y medias oscuras con la cabeza descubierta y sujetando la gorra con la mano izquierda a la altura de la cintura. En esta primera versión, además, la pierna izquierda se encontraba más adelantada y el cañón de la escopeta era significativamente más largo.
Si la primera versión del cuadro hubo de pintarse antes la partida del cardenal-infante como gobernador de los Países Bajos en 1634, la versión definitiva podría haberse pintado al ser destinado el cuadro a formar parte de la decoración pictórica de la Torre de la Parada junto con los retratos en traje de caza del cardenal-infante y del príncipe Baltasar Carlos, pintado este en 1635-1636, pues representa al príncipe de 6 años.
El hecho de que tanto el cardenal-infante como el príncipe se encuentren cubiertos en sus retratos pudo determinar la rectificación hecha en el retrato del rey, pues se estimaría contrario al protocolo que solo el rey figurase con la cabeza descubierta. Se conserva una versión del cuadro en el musée Goya de Castres, depósito del Louvre, que hubo de ser pintada en el propio taller del pintor y a la vez que el ejemplar del Prado en su primer estado, con el cañón de la escopeta reducido y la pierna en la posición definitiva pero con la cabeza todavía descubierta, de modo que se hace patente el proceso de creación de la obra.

 El cardenal infante don Fernando de Austria, vestido de caza, con perro y escopeta.
Velázquez empezó el lienzo del revés, y giró el cuadro, por detrás pone TORE (con una sola -r-) seguramente lo colocaron o lo guardaron en otro sitio y para que no se perdiera le pusieron donde tenía que ir. Cambio de juego de figuras, este aparece con un podenco y su hermano el rey, aparecía con un mastín. Tiene una franja añadida en la parte de arriba por Velázquez. La figura aparece más elegante, con el mismo trato cromático que su hermano, aunque en el retrato del rey aparecen pigmentos de lapislázuli y esmalte azul.
El cardenal infante, vestido de caza, con perro y escopeta, parece posar para Velázquez ante uno de los lugares habituales de las partidas de caza de la familia real, los montes del Pardo.
El cuadro, junto con los retratos de caza de su hermano el Felipe IV cazador y su sobrino el príncipe Baltasar Carlos cazador, formaba parte de una serie que se pintó para la Galería del Rey de la Torre de la Parada.
La caza era el deporte real por excelencia y se consideraba una preparación para la guerra y la política.
En el prólogo de Origen y dignidad de la caza, escrito por Juan Mateos en 1634, se lee: La dignidad de este noble ejercicio se conoce fácilmente por ser propia acción de reyes y príncipes y el Maestro más docto que puede enseñar mejor el Arte militar, teórica y prácticamente. Los bosques son las escuelas, los enemigos las fieras; y así es llamada la caza viva imagen de la guerra.
Don Fernando era muy aficionado a este deporte y lo practicaba en compañía de su hermano en los cazaderos reales de los alrededores de Madrid. A su marcha de España, donde nunca regresaría, y tras una partida en Lombardía, le escribe: Comparadas con las cacerías de Aranjuez o El Pardo estas de aquí no son más que burla.

El infante aparece en la posición de tres cuartos característica de los retratos de corte desde Tiziano y Antonio Moro.
La postura de Don Fernando, casi de perfil, y la escopeta, que sostiene elevada, le confieren una gran elegancia al retrato y le dan una variación respecto al de su hermano, lo cual rompe la monotonía en dos composiciones parecidas. La vertical de su figura se anima por las diagonales que marcan la escopeta, el dorso del perro y el árbol.
El fondo es un paisaje de tonos fríos, entre grises y azules, similar al de los retratos ecuestres y algunos bufones. Tal y como suele hacer, Velázquez ha pintado primero la figura y después la ha contorneado con el paisaje.
También las hojas están pintadas sobre el fondo.
El retrato tiene una preparación de tono anaranjado, a base de blanco de plomo y ocre, distinta de los otros dos que forman la serie. El color se aplicando con mayor precisión en la figura y el perro y menor en el paisaje. Al necesitar cubrir una figura anterior Velázquez ha dado mayor cantidad de pintura de lo habitual y las capas tienen más espesor. Sobre ellas aplica otras más ligeras, que a veces son transparentes, como en las hojas de los árboles y en las nubes.


Resuelto con una técnica muy libre y una pincelada rápida, sólo más apurada en el rostro, Velázquez da pequeños toques de pintura clara para marcar brillos, como la manga y el adorno del calzón, o luces en las partes metálicas de la escopeta. Mientras en la parte baja pinta el suelo y los arbustos con simples manchas escasamente abocetadas y pinceladas muy largas.
El cuadro presenta varias correcciones que se aprecian a simple vista, en especial la golilla y la capa.
En la parte baja, junto a la pata del perro, aparece una cara en posición invertida, bien visible en la radiografía, lo cual demuestra que el pintor reutilizó un lienzo en el que habría iniciado un retrato del cardenal o del rey.
El cuadro tiene una añadido en la parte superior, de unos siete cm de ancho.

El retrato de caza del cardenal infante formaba parte de la decoración de la de la Torre de la Parada, palacete de caza en el bosque del Pardo, junto con los retratos de caza del Felipe IV y el príncipe Baltasar Carlos.
Don Fernando, vestido con el atuendo característico de caza, se nos presenta con en un elegante perfil ante el escenario habitual de sus partidas, los Montes del Pardo en las cercanías de Madrid.
La caza era el deporte por excelencia de los reyes y la nobleza con connotaciones heroicas y guerreras como podemos leer en Origen y Dignidad de la caza de Juan Mateos, montero mayor del rey, cuyo libro se publica en 1·634, al tiempo que Velázquez pinta estos cuadros.
Velázquez y su taller trataron el tema de la caza como puede apreciarse en la Tela Real del Prado, paisaje de caza al estilo de los pintados por el pintor flamenco Peeter Snayers.
La figura del cardenal infante aparece desprovista de ostentación, tal y como era tradición en los retratos regios desde Tiziano. Velázquez utiliza la habitual gama de ocres y tierras, armonizando el castaño de la vestimenta con el paisaje de colores muy diluidos, que contrasta con el celaje de tonos fríos y atmósfera envolvente resuelto a base de grises.

Detalle 1
El cardenal infante aparece con golilla, pero inicialmente Velázquez le había puesto una valona de encaje, semejante a las de su hermano y su sobrino, que después corrigió por el procedimiento de pintar encima para taparla. Con el paso del tiempo podemos apreciar a simple vista la forma del antiguo cuello.
El joven aparece en este retrato, muy cuidado en los rasgos, con una cara aniñada que no era la que tenía hacia 1635 cuando Velázquez debió pintarlo. Seguramente utilizó otro retrato o bocetos hechos antes de la partida de don Fernando, quien salió de Madrid en 1632 para no regresar más.


Detalle 2
La capa era inicialmente más corta, con menos vuelo, lo que acentuaba la verticalidad del retrato. Por debajo de ella se puede distinguir lo que antes era paisaje, como un poco más abajo el paisaje oculta, a derecha e izquierda, lo que antes era capa.
Unos ligeros toques superficiales y empastados de blanco sirven al pintor para hacer brillar el guante, la parte interna del traje o el mecanismo de la escopeta.


Detalle 3
El perro que acompaña al cardenal infante es un podenco de color canela y es el mejor pintado de toda la serie. El cuerpo se realiza a base de pinceladas largas y fundidas unas con otras, que dan esa sensación peculiar de suavidad, mientras la cabeza es más valiente de técnica, menos apurada y de pinceladas más sueltas.
El perro no aparece entero, le falta una parte de los cuartos traseros, probablemente porque el cuadro se cortó al cambiarlo de sitio en el Palacio Real.
Junto a las patas del perro se distingue una mancha oscura, que corresponde al sombrero del primitivo retrato iniciado sobre este lienzo en sentido contrario al actual.


Detalle 4
En el paisaje, de tonos azules y grises, destaca una montaña de un azul más intenso que el resto, un color que Velázquez consigue a base de azurita.
Las hojas de los árboles, pintadas sobre las nubes y sobre el tronco, como en los otros retratos de caza, se hacen brillar con toques más claros y más rápidos, que se aplican encima del tono base. El retrato de caza del cardenal infante formaba parte de la decoración de la de la Torre de la Parada, palacete de caza en el bosque del Pardo, junto con los retratos de caza del Felipe IV y el príncipe Baltasar Carlos.
Don Fernando, vestido con el atuendo característico de caza, se nos presenta con en un elegante perfil ante el escenario habitual de sus partidas, los Montes del Pardo en las cercanías de Madrid.
La caza era el deporte por excelencia de los reyes y la nobleza con connotaciones heroicas y guerreras como podemos leer en Origen y Dignidad de la caza de Juan Mateos, montero mayor del rey, cuyo libro se publica en 1·634, al tiempo que Velázquez pinta estos cuadros.
Velázquez y su taller trataron el tema de la caza como puede apreciarse en la Tela Real del Prado, paisaje de caza al estilo de los pintados por el pintor flamenco Peeter Snayers.
La figura del cardenal infante aparece desprovista de ostentación, tal y como era tradición en los retratos regios desde Tiziano. Velázquez utiliza la habitual gama de ocres y tierras, armonizando el castaño de la vestimenta con el paisaje de colores muy diluidos, que contrasta con el celaje de tonos fríos y atmósfera envolvente resuelto a base de grises.

Príncipe Baltasar Carlos: 
Con seis años, de igual tamaño que los otros dos, pintó las ramas del árbol más bajas, pero tiene más parte de paisaje. El arcabuz está apoyado en el suelo, sigue la línea de su retrato ecuestre para el salón de reinos para el paisaje, pero con cromatismos más grises. En la Exposición de Londres de 2005-06 apareció una versión con medio perro más. En la del Prado aparece con un perro y la mitad de otro. Y en el de Londres con dos perros y medio. En vez de golilla se les colocaba encaje de Flandes, para que no fuera incomodo, esta “copia” de 3 perros podría ser Mazo.
Los tres personajes aparecen muy bien vestidos: tabardos con mangas bobas, y debajo un sallo bordado, guantes de piel con ámbar. Sin embargo cuando Palomino se refiere a estos retratos dice “Velázquez los vio en lo más ardiente del día, llegar fatigados del ejercicio penoso y cuanto deleitable de la caza, airoso desaliño del cabello, sudoroso el rostro...” pero aun así como son personajes reales quedan bien. También hay que explicar que no es una versión oficial.

El príncipe heredero, vestido de caza, con escopeta y acompañado por dos perros, parece posar para Velázquez ante uno de los lugares habituales de las partidas de la familia real, los montes del Pardo.
El cuadro, junto con los retratos de caza de su padre, el Felipe IV (1184) y de su tío, el Cardenal Infante (1186), formaba parte de una serie que se pintó para decorar la Galería del Rey en la Torre de la Parada, palacete de caza en los bosques del Pardo.
Baltasar Carlos es presentado como cazador a la edad de seis años. La caza constituía el deporte real por excelencia y se consideraba una preparación para la guerra y la política y, por tanto, era parte importante de la educación del príncipe.

El príncipe está colocado de tres cuartos pero mirando hacia la izquierda, al revés que los otros retratos de la serie. Con ello crea una variación que rompe la monotonía de estas composiciones similares.
Su figura queda paralela a la del árbol de la derecha y al galgo, formando líneas compositivas cuya verticalidad se rompe y se anima por la escopeta y la rama del árbol, con diagonales que nos llevan al paisaje. Este, a su vez, por la línea del suelo y las montañas, marca diagonales en sentido apuesto a las anteriores.
La figura del príncipe es de menor tamaño que el resto de los personajes de la serie (su padre el rey y su tío, dos adultos) y esto permite a Velázquez jugar más con el paisaje y darle más entidad que en los otros cuadros.
Velázquez utiliza la gama habitual de marrones y verdes para el traje y el paisaje, con azules y grises para el cielo. La figura y los perros están tratados con más detalle mientras que el fondo tiene la factura suelta habitual en sus paisajes.
La técnica es muy semejante en los tres retratos: el color se aplica con pinceladas rápidas y en capas muy delgadas que, a veces, dejan traslucir la imprimación blanca que hay debajo, como en el paisaje.
El reflejo del bordado plateado de las mangas, la valona, la nieve de las montañas y las partes metálicas de la escopeta están pintados con toques menudos, ligeros y superficiales, más empastados, como es común en sus cuadros.

En la radiografía del cuadro se puede apreciar el esbozo de una cara más arriba de la cabeza del príncipe, quizá porque cambió la composición mientras pintaba o porque reutilizó un lienzo con otro retrato.
El lienzo tiene un añadido en la parte superior, entre 10 y 12 cm, y fue cortado a los lados, cosa que se puede apreciar especialmente en el perro de la derecha. Estos cortes se hicieron probablemente en el siglo XVIII al trasladar los cuadros al Palacio Real y con el fin de igualar el ancho de la serie que, hoy, es el mismo en los tres.
El príncipe se presenta con la aparente sencillez y majestad característica de los retratos de los miembros de la casa de Austria, sobre un paisaje de tonos fríos y factura suelta, que también encontramos en los retratos ecuestres y en algunos bufones.
Velázquez utiliza una paleta de marrones y verdes para el traje y el paisaje, más azules y grises para el cielo. Ligeros toques de blanco crean la nieve de las montañas de Guadarrama y otros pintan los encajes del cuello o los toques de luz.

Detalle 1
El príncipe tiene la tez blanca característica de los austrias y sobre su oreja cae el tufo, una especie de melena de moda en el momento. El retrato es más cuidado y el rostro es mucho más detallado que otros del príncipe, como el ecuestre, destinado al Salón de Reinos. Aquel iba colocado sobre una puerta, lo cual facilitaba una visión menos detallada y más borrosa de cerca.


Detalle 2
Viste la ropa de caza usada desde la Edad Media: tabardo amplio, calzón, guantes largos y botas. A la altura de la rodilla, sin embargo, lleva los adornos típicos del traje de su época, como se puede ver en los retratos de Felipe IV, el cardenal infante y algunos bufones.


Detalle 3
El paisaje de tonos entre azules y grises característicos de Velázquez, está hecho con capas delgadas de pintura muy diluída, que dejan transparentarse la imprimación, lo que le da luminosidad. Sobre las manchas azuladas, unas ligeras pinceladas de blanco perfilan las montañas y la nieve.
Es un fondo de sierra del Guadarrama muy similar al del retrato ecuestre del príncipe y a los de los bufones don Diego de Acedo, el Primo y Francisco Lezcano, el niño de Vallecas.
En las mangas del traje, toques mínimos de gris y negro, contrastando con el marrón del guante, sirven para crear el efecto plateado de la tela. 


Detalle 4
El perro de mirada atenta y nerviosa es un galgo. A éste le falta más de la mitad del cuerpo en lo que se puede apreciar que el cuadro fue cortado por los lados. En el National Trust de Inglaterra existe otro Baltasar Carlos cazador, copia de éste, atribuida al taller de Velázquez, en la que se ve el galgo entero y la cabeza de un tercer perro.
Junto a él, en el suelo, se puede apreciar cómo pinta Velázquez la hierba, con pinceladas ligeras y rápidas, que aplica sobre la superficie anterior.
También las hojas del árbol están pintadas sobre el marrón del tronco.


Detalle 5
La inscripción dice ANNO AETATIS SUAE VI (año seis de su edad). De ser cierta nos indica que el príncipe tenía seis años, por lo que Velázquez pintaría el cuadro entre el 17 de Octubre de 1635 y la misma fecha de 1636, ya que el príncipe nació el 18 de Octubre de 1629.
El perro que dormita apaciblemente sobre la inscripción es un perdiguero.


“Tela Real” (Galería Nacional de Londres).
Velázquez realizó esta escena para la Galería del Rey de la Torre de la Parada, acompañando a 14 cuadros salidos de los pinceles de Peter Snayders. Es la única ocasión que Velázquez cuenta un hecho auténtico de la corte de Felipe IV. La "tela" era una batida del jabalí que se realizaba en un enorme espacio cerrado con una lona hacia el que se llevaban los animales. Al lado se situaba un recinto menor conocido como la "contratela" en el que se concentraban los jabalíes y los caballeros sobre sus monturas entablaban el combate. El maestro nos muestra la partida de caza en la parte derecha mientras que las damas de la corte observan el espectáculo dentro del recinto, desde diferentes carruajes. Felipe IV y la reina Isabel de Borbón están presentes en el cuadro, a caballo y en el carruaje respectivamente. En primer plano Velázquez nos muestra las diferentes actividades de los criados y de los miembros de la nobleza que hacen de espectadores. Posiblemente sea esa zona la más atractiva del lienzo por el dinamismo y la naturalidad con que ha sido interpretada. El espacio del fondo queda difuminado, creando cierto efecto atmosférico que carece de credibilidad. El maestro emplea en esta composición un punto de vista elevado, atrayéndole en primer lugar las figuras y más tarde las montañas, creando una extraña sensación. Sin embargo, se sitúa como un espectador más por lo que rompe con la representación tradicional de las cacerías reales, obteniendo un sensacional éxito con esta obra por lo que se realizó una copia destinada al Alcázar madrileño. 





Según el inventario es de Velázquez. Los verdes (que no verdes sino azules) y las figuras son de Velázquez. Lo de tela es porque hacían con un arco de tela donde metían a los jabalíes y allí el rey cazaba. Los demás fuera de la tela. Cada figura diferente de la de al lado.

2.- Pieza primera del piso superior.
Velázquez también realizó un conjunto para la Torre de la Parada que en el inventario dice “4 retratos de diferentes sujetos y enanos pertenecientes a Velázquez…” Estaban en el piso superior en la pieza 1ª. Cuadros que resultan secundarios.
No quedan 4 sino 2 o 3 (Valdovinos cree que 3 y Brown 2 ya que dice que el Calabacillas no pertenece a este grupo), todos en el Prado. 
Quedan dos enanos y un hombre de placer, Calabacillas, el cuarto no sabemos si era enano o que era, ya que no se conserva, pero puede que fuera otro hombre de placer y así tener dos parejas.
El que no pertenece a estos 4 es “Sebastián de Morra” con gabán colorado que en el siglo XVIII se recortó y se dejó del mismo tamaño que estos. Un documento del año 44 dice que tenía un compañero “el primo”, este se perdió, y cuando vieron quedarse a Morra solo pues alguien lo recortaría para que hiciera juego con estos otros. 
Cuadros de un tamaño relativamente pequeño, aproximadamente vara y cuarta de alto y vara de ancho.

1.- “Don Diego de Acedo, el primo” (museo del Prado).
Más tarde le llamaron El primo. Al otro, Francisco Lezcano, le llamaron Vallecas, son los dos identificados seguro. El tercero es Calabazas según Valdovinos. Brown dice que no. El cuarto no sabemos nada, está perdido (el cuarto en el Museo del Prado es Morra, es posterior). Mide 1,06. Se creyó que era un funcionario (secretario de la estampilla) además aparece con un libro, pero no, era un hombre de placer. Eran de su nivel y por eso experimenta en estos cuadros. Se ve claramente la limpieza de los pinceles. Las tirillas de los libros aquí ya las hace de un tirón. Pintura muy suelta. Preparaciones de albayalde. Acedo entro en palacio en 1635. Puede que fuese los primeros que hizo. 
El retrato aparece en el inventario de la Torre de la Parada de 1701 en el vestíbulo de entrada, junto con otros tres «retratos de diferentes Sujetos y enanos», dos de los cuales parecen ser los retratos de Esopo y Menipo —aunque el mismo inventario los cita aparte en sala distinta— y el tercero el del enano llamado Francisco Lezcano.1​ Los cuatro se llevaron en 1714 al Palacio de El Pardo, ofreciéndose con este motivo una descripción de los dos retratos de enanos que hace posible su identificación con los cuadros del Museo del Prado, al decir del uno que se trataba de un retrato de «Bufón revestido de Philosopho estudiando» y el segundo un bufón con unos naipes en las manos.2​ Tras pasar al Palacio Real, antes de 1772, se inventarió con el nº 932 que aún lleva en rojo en el ángulo inferior izquierdo, descrito allí en 1814 como «retrato de un filósofo con un libro en la mano».

En 1819 ingresó en el Museo del Prado donde Pedro de Madrazo en 1872 lo identificó por primera vez con el enano llamado Diego de Acedo, de sobrenombre El Primo, suponiendo que se trataría del pintado por Velázquez en Fraga y que fue remitido a Madrid en junio de 1644 por el rey Felipe IV, según una nota de los gastos de la furriera en que se hace referencia a una caja de madera que el rey mandó hacer para enviar «el retrato del Primo que avía hecho Velázquez».4​ El motivo de darle este nombre, que nunca antes había llevado, se debe a los libros que acompañan al retratado, pues la función desempeñada en la corte por el Primo fue la de secretario más que la de bufón. López-Rey estima que nada se opone a esta interpretación, considerando el retrato estilísticamente situado hacia 1645, y lo pone en relación con otro retrato, hoy desaparecido, de Alonso Sánchez Coello, inventariado en 1637 en el viejo Alcázar de Madrid, donde se decía que era retrato de Sancho Morata, célebre bufón de Felipe II, pintado con anteojos, sentado en tierra y leyendo un libro en medio de un paisaje de montaña, con algunos libros y un tintero a sus pies. ​ Jonathan Brown observó, sin embargo, que el retrato de El Primo pintado en Fraga sería con mayor probabilidad el inventariado con ese nombre a la muerte de Carlos II en el Alcázar y allí destruido en el incendio de 1734, siendo el de la Torre de la Parada pintado hacia 1636, cuando consta que el pintor trabajaba en algunas obras con ese destino.

Don Diego está colocado en el centro del cuadro y su figura ocupa el eje vertical de la composición, realzado ópticamente por la pluma y el borde la piedra en la que se sienta.
El traje negro forma una gran mancha triangular, sobre la que destaca la cara, enmarcada entre ella y el sombrero. El retrato es el más acabado de toda la serie.
Las hojas blancas de los libros que le acompañan contrastan con el negro del traje y su tamaño pone de relieve las dimensiones exiguas del personaje.
El punto de vista es un poco bajo, lo que unido a las medidas del cuadro, ha hecho pensar que estuviera colocado en una sobrepuerta o sobreventana.
Velázquez pinta con técnica muy directa, suelta y rápida, marcando después los contornos con pinceladas anchas. El color se aplica en capas muy delgadas, por ejemplo en las hojas "escritas" de los libros, o más empastadas y largas para el resto, los detalles y las nubes.
El fondo es un paisaje similar a los retratos de caza, lo que avala la idea de que se pintara para la Torre de la Parada y lo relaciona con el retrato de Francisco Lezcano, el niño de Vallecas. Como es habitual el paisaje está pintado después, contorneando la figura, con colores muy diluidos y breves toques de blanco para la nieve.

La libertad técnica siempre se ha destacado como algo característico en la pintura de bufones, en los que, por no tener que ceñirse a las convenciones del retrato de corte, Velázquez se podía permitir mayores libertades y experimentos.
El cuadro tiene una preparación de tono marrón y sobre ella una imprimación entre blanco y naranja, no uniforme, y parecida a los retratos de cazadores y a los filósofos.

El Primo está sentado en una piedra y rodeado de libros, seguramente relativos a su oficio, que, por el tamaño, contrastan con su figura menuda.
Al fondo hay un paisaje de la sierra de Guadarrama similar a los de los retratos de caza, pero muy estropeado en este caso. El paisaje y la postura lo han relacionado con El Niño de Vallecas y han hecho pensar que estuviera pintado para la Torre de la Parada, el palacete de caza a las afueras de Madrid.
La cabeza se destaca con fuerza, iluminada, entre el traje y el sombrero, ambos de un negro intenso y lleno de matices, en el que se pueden distinguir los brocados.
Está pintado con una factura suelta, contorneando la figura con pinceladas amplias y largas, más empastadas en unas zonas, como las nubes y menos en otras, como la escritura sobre la hoja blanca del libro.
En el cielo se aprecian unas pinceladas verticales, limpiezas del pincel o descargas de pintura.

Detalle 1
La cara del Primo es quizá la más clara y más trabajada de la serie, destacando los tonos anaranjados de la misma sobre el negro del traje y el sombrero. Sobre una base clara, el pintor modela con manchas más oscuras y pinta, de forma superficial y con capas muy delgadas, el bigote y el pelo.
Don Diego va despeinado, en contraste con el lujo del traje que viste, y tiene las entradas características de una incipiente calvicie, que le llevó a usar peluca, un dato del que existe constancia documental.
El cuello en principio no era la golilla delgada que vemos ahora, sino una valona de encaje, que todavía se puede distinguir debajo del negro.


Detalle 2
El tintero y los libros, que hacen referencia al trabajo burocrático de don Diego, constituyen una naturaleza muerta en la que las calidades de los objetos se reproducen, o más bien se crean, con una precisión casi mágica.
Velázquez aprendió esta lección pintando bodegones en Sevilla con Pacheco y no la olvidó nunca, aunque fue cambiando los medios técnicos, haciéndolos cada vez más ligeros, rápidos y sutiles, como si las cosas salieran de su mano sin esfuerzo.
El tintero es el mismo que aparece en la Tentación de Santo Tomás de Aquino, de Velázquez, y en Santo Domingo penitente, de Luis Tristán, un pintor muy importante para los primeros años del sevillano.


Detalle 3
Las pinceladas oscuras que se ven en el fondo, a ambos lados de la figura, son limpiezas del pincel mientras pintaba el traje. Se pueden apreciar en otros cuadros de Velázquez, que hacía primero las figuras y, sobre la parte de lienzo que quedaba libre, limpiaba, descargaba los pinceles o hacía pruebas de color.
El cielo ha perdido la viveza original y los grises se han oscurecido por oxidación del barniz, pero se distinguen las ligeras pinceladas blancas de las montañas y las más empastadas de las nubes.


Detalle 4
El negro del traje no es uniforme y los brocados se consiguen a base de manchas con distintas intensidades de negro.
Los puños se hacen con pinceladas muy ligeras de blanco aplicadas sobre el negro de las mangas. En las manos alternan las pinceladas empastadas, para los puntos iluminados, como el nudillo, con las más ligeras, que dejan ver el lienzo y las líneas previas con las que el pintor encaja la figura antes de aplicar el color, visibles en el dedo índice de la mano derecha y entre éste y el corazón.
La cinta que cae del libre permite seguir una pincelada de Velázquez de principio a fin.



"Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas” (museo del Prado).
Vizcaíno, personaje que llegó a palacio en el año 1634 al servicio de Baltasar Carlos. Murió en octubre del 49. Era enano y se discute lo que hacía por lo que tiene entre las manos.
Pone al personaje con un fondo diferente, destaca la cabeza sobre fondo oscuro (como si estuviera en una cueva) y la otra parte con paisaje, muy de grises y con nubes, el palo que le cubre es verde pero está hecho con azules. El fondo era muy usado por Ribera en  sus representaciones de santos, cree Valdovinos que se pudo fijar en algo hecho por Ribera porque debía conocer su obra pero que el fin último era experimentar y probar.
Además comprobamos las pruebas porque vemos como quiere colocar a un personaje en el espacio y pinta con tanta libertad que los rasgos faciales no son más que meras pinceladas.
107 x 83cm - Museo del Prado, Madrid. Procedencia. El cuadro estuvo en la Torre de la Parada, inventario 1770, en unión de otros tres enanos o bufones / El 28 de Julio de 1714 es llevado al palacio de El Pardo. En 1772 aparece en el cuarto del lnfante don Javier, en el nuevo Palacio Real de Madrid. En 1794 en la "Pieza de Trucos" del mismo Palacio, donde se le llama, por vez primera "Niño de Vallecas". En el Museo del Prado, desde 1819.

En el primer catálogo del Museo del Prado aparece como Una muchacha boba (1819); el siguiente (1828) informa que se trata de un varón: 'Retrato llamado el Niño de Vallecas, pintado con toque firme y pastoso y buen efecto de claroscuro". 

Pedro de Madrazo, en el de 1872, dice que aparenta apenas doce años y que debió de ser pintado, como los retratos del Primo y Morra (Cat. 55 y 54] entre el primero y segundo viaje de Velázquez a Italia, (1630-1649). 
La última edición del catálogo indica que "se creía pintado hacia 1646; pero los documentos obligan a fecharlo en una década antes", es decir, c. 1636. Para López Rey, 1643-45. Para Camón (1964, pág. 633) hacia 1642-43. Gudiol no da fecha. Beruete lo incluye, con casi todos los bufones, en la época posterior al segundo viaje a Italia.
Las diferencias se deben a lo erróneo del apodo, que ya Cruzada en 1885 pone entre interrogantes. "Llamado el Niño de Vallecas sin saber por qué". Este apodo (como el de bobo de Coria dado al retrato de don Juan de Calabazas Cat. 53] es falso y muy tardíamente aplicado; pero, como todos los nombres erróneos, ha tenido tan larga supervivencia que todavía se emplea hoy. En realidad, el enano se llamaba Francisco Lezcano (o Lazcano, según Camón) y solía apodarse "el Vizcaíno", por ser natural u oriundo de Vizcaya. Aparece documentado en palacio desde 1634, como enano del príncipe Baltasar Carlos. 

Esto hizo identificarlo, según hipótesis de Moreno Villa (en su notable libro Locos enanos negros y niños palatinos - México, 1939) con el niño (o niña) que aparece junto a su patrón en el magnífico retrato de Baltasar Carlos con un enano del Museum of Finne Arts de Boston Cat. 33, cuadro que creía pintado hacia 1635; por desgracia para esa hipótesis, el personajillo de Boston es anterior, de hacia 1635 (Brown, 1986, pág. 83) de 1632, fecha de la jura de fidelidad de las cortes de Castilla al heredero de la corona que tenía entonces dos años y cuatro meses de edad. 

Camón Aznar sugería (1964, 454) que el retrato oficial del juramento fuera el del príncipe, sólo, de la colección Wallace de Londres, idea que sigue López Rey, negada por Brown, que señala que el modelo tiene en ese cuadro más de la edad señalada. En ambos cuadros aparece con las insignias de generalísimo, bengala y banda. En cualquier caso, el retrato de Boston es anterior a la llegada de Lezcano a Madrid, por lo que el enano de ese cuadro no es el Vizcaíno.

Francisco Lezcano, Lezcanillo o el Vizcaíno fue bufón del príncipe y también, según Camón Aznar, del funcionario palatino Encinillas, el que apuñaló a su esposa por celos de otro enano, don Diego de Acedo, el Primo; este autor cree que acompañaría a Felipe IV en la "Jornada de Aragón" y que estuvo en Zaragoza en 1644, donde pudo ser pintado; ello se desmiente con la última documentación. 
El nombre pudo indicar que era natural de Lezcano, pueblo de Vizcaya. El mote de Vallecas pueblecillo cercano a Madrid, hoy absorbido por la capital) se añade medio siglo después de pintado el retrato.
Lezcano aparece vestido de paño verde, color propio de cacerías, como aparece en Cervantes (en las cazas de los duques, a parte del Quijote, la duquesa va de verde y a Sancho le regalan un sayo verde, que desgarra al huir de un jabalí), lo que se aviene con el paisaje natural, de la sierra de Madrid, que asoma al fondo, y que es el mismo del retrato de El principe Baltasar Carlos, cazador (Cat. 45 ) La cueva o abrigo donde se halla el enano es un escenario asimismo propicio para la meditación, que los anacoretas de Ribera suelen buscar. (Gallego, 1968, 2, cap. III). Por la parte del escote asoma, arrugada pero limpia, la camisa blanca; de las mangas bobas del tabardo, salen los brazos, con mangas rosadas. La pierna derecha aparece de frente, mostrando su deformidad y la suela de su recio zapatón; la izquierda ha dejado resbalar la calza, que se arruga en el tobillo. El vestido, que no es en absoluto de mendigo, ofrece un aspecto de desaliño propio de la descuidada mentalidad del enano, cuya enorme cabeza se inclina ligeramente al sol, con apacible inexpresividad. Pese a su aspecto monstruoso fue pintada por Velázquez con la belleza de una fruta madura.

Entre las manos, juntas, gordezuelas, sostiene un objeto que ha sido la peor cuestión interpretativa. Camón (1964, 643) piensa que es "un pincel de mango y brocha cortos y planos, que el pintor le dejaría para que se entretuviera". Para Madrazo es "un trusco de pan o un casco de teja". Pantorba apunta que pueda ser un naipe, aunque es "imposible precisar 10 que el Niño tiene entre sus manos".

Para Brown (1986, p. 154) se trata de unos naipes, "mecánica actividad que es todo lo que precisa el pintor para animar la postura y establecer la atmósfera sicológica del cuadro". Me parece acertada esta última hipótesis, ya que los cortos dedos del enano parecen dispuestos a barajar o a hacer un juego de manos.

Aunque tampoco es imposible que se trate de un librito que subrayaría el aspecto de paradójico anacoreta de Lezcano, en la soledad de su cueva y de su estancia.
El doctor Moragas (1964) diagnostica que Lezcano "sufre de un cretinismo con oligofrenia y las habituales características de ánimo chistoso y fidelidad perruna". "En la cara hay una expresión de satisfacción, favorecida por el entornamiento de los párpados y la boca entreabierta, que parece acompañarse del inicio de una sonrisa.
"Murió en 1649 (tres años después de su patrón, fallecido en Zaragoza, en 1646)". Tenía, según Moragas, un criado a su servicio, lo que era común entre los bufones reales.

“Calabacillas sentado” (museo del Prado). Juan Calabazas
La composición es similar a la de El Primo y el Niño de Vallecas: una figura sentada en el centro del cuadro, cuyo eje vertical se realza compositivamente por la pierna derecha. También aquí la figura se enmarca en un triángulo, formado por la cabeza y las dos calabazas.
El bufón, de mirada bizca, aparece sentado en difícil postura sobre unas piedras de poca altura, con las piernas recogidas y cruzadas y frotándose las manos. Viste traje de paño verde con mangas bobas. Delante tiene un vaso o pequeño barril de vino y a los lados una calabaza, pintada sobre una jarra anterior con su asa, y una cantimplora dorada que con frecuencia se ha interpretada como una segunda calabaza para forzar la identificación del personaje anónimo de los antiguos inventarios con el bufón llamado Juan Calabazas. ​ Diego Angulo Íñiguez señaló que Velázquez, en su composición, pudo servirse de un grabado de Alberto Durero llamado El desesperado, lo que en opinión de Alfonso E. Pérez Sánchez excluye el carácter de retrato "sorprendido", insistiendo al contrario en lo elaborado de su concepción, que podría ocultar intenciones alegóricas desconocidas. El carácter fuertemente realista del gesto, sin embargo, afirma su carácter de verdadero retrato, sea quien sea el personaje retratado, pero sin duda alguien con claros síntomas de retraso mental atentamente analizados por el pintor, que contrasta el gesto desenfadado de la pose y la sonrisa huera con el aislamiento en que se encuentra, reforzado por el gesto casi autista de las manos, como ha escrito Fernando Marías, y su refugio en una esquina de la sala vacía.

El retrato fue pintado de forma rápida, con capas de color casi transparentes por el empleo de aglutinante en grandes cantidades. Las rectificaciones, muy visibles en la cabeza y en la calabaza situada a su izquierda, se hicieron a la vez que se pintaba y con los mismos pigmentos. La pincelada es muy ligera y con poca pasta en toda la superficie del lienzo, logrando el aspecto borroso del rostro por la frotación del pincel con muy poca materia sobre el modelado previo, oscureciendo o aclarando algunas zonas. Los encajes de cuello y puños también fueron pintados con pinceladas finas y de apariencia deshilachada sobre el traje ya acabado. Por su evolucionada técnica, Calabacillas sería el último de los bufones de la Torre de la Parada en ser pintado, con similar técnica pero más abreviada y deshecha, como pondría de manifiesto la base parda oscura de la preparación, integrada en algunas zonas como parte del fondo. Esa base es la misma empleada en el retrato del Bufón don Diego de Acedo pero sin la imprimación rosa carnación añadida en éste y en los restantes lienzos de la Torre de la Parada. Ello daría una década, la de 1630, especialmente fecunda en la producción de Velázquez que en adelante, entregado a sus funciones cortesanas, reduciría sensiblemente su producción.

El fondo parece una habitación no muy bien definida y de perspectiva un tanto extraña. Nuestro punto de vista de Calabazas es de arriba abajo, pero quizá esto tenga que ver con su situación en la Torre de la Parada.
La tonalidad general es oscura, parecida a la del Niño de Vallecas, y debido a la paleta de ocres, marrones y verdes oscuros que hacen resaltar la cara y las manos, como en otros retratos de bufones, y realzadas aquí por el blanco de los puños y el cuello.
La ligera mancha verde del traje verde se matiza con pinceladas más oscuras para marcar sombras, pliegues y adornos. La parte más borrosa es el rostro, algo que Velázquez consigue a base de restregar el pincel con muy poca pintura encima de la capa anterior, como en el retrato de Martínez Montañés, pero más deshecho aquí.
La libertad técnica y las posibilidades de experimentación que estos retratos permiten a Velázquez son muy superiores a la que podía tomarse cuando retrataba a los reyes o a los infantes.
Velázquez pinta unos objetos sobre otros, corrige las formas sobre la marcha y cambia los contornos, lo que ahora, con el paso del tiempo, deja a la vista los arrepentimientos.

Los matices del traje se hacen con líneas más oscuras y los encajes se pintan sobre él. Todas estas audacias técnicas vienen favorecidas por el tema, un retrato de alguien que no es noble ni pertenece a la familia real.
Los arrepentimientos son bien visibles.

Detalle 1
Los rasgos de la cara de Calabazas reflejan su anormalidad. Tiene ojos con estrabismo convergente y una expresión que ha dado lugar a distintas hipótesis sobre el tipo de enfermedad y la disposición de ánimo.
La impresión de la cara es de un borrón: poca pintura, restregada con el pincel para modelar con luces y sombras que insinúan los rasgos.
La valona de encaje que lleva al cuello, pintada sobre el traje verde, está hecha con pinceladas que parecen casuales, con una libertad difícil de encontrar antes de nuestro siglo. Hay partes, con pinceladas blancas y negras, que hacen pensar en el expresionismo abstracto.
Sobre la valona ha pintado la melena negra por el lado derecho.


Detalle 2
Las manos son la parte más empastada del cuadro, muy poco empastado en general. Los dedos se abocetan a base de pinceladas ligeras de bermellón colocadas junto a otras más claras, aplicadas todas sobre la carnación de base.
Los puños son un prodigio de soltura, donde brevísimas pinceladas blancas, sobre el verde y el negro de base, crean la transparencia.


Detalle 3
Calabacillas va bien vestido y el traje tiene dos mangas bobas, vacías, como las que lleva Luis, el hijo de Doña Antonia de Ipeñarrieta en el retrato de Velázquez.
La calabaza, de un ocre casi igual al del fondo, está pintada encima de una de las mangas, que se puede ver por debajo, y tres golpes de luz, alguno de ellos de una sola pincelada blanca, hacen brillar la superficie.


Detalle 4
La calabaza de la derecha era inicialmente una jarra, como se puede ver en el arrepentimiento, y esto explica la presencia de un vaso de vino en primer término.
Las arrugas y el detalle del traje y la capa, resuelto con una capa de pintura muy ligera, se consiguen a base de pinceladas negras o más oscuras, junto a alguna más clara para iluminar.



Otras obras

Felipe IV disparando, Snayers

Rapto de Hipodamia, Rubens

Banquete de Tereo, Rubens

Saturno devorando a sus hijos, Rubens

La Fortuna, Rubens

Rubens 1638, pintó 50 pinturas mitológicas, menos Marte, que lo realizó Velázquez. 6 dioses individuales, verticales. Todos los bocetos son suyos. En el Prado están los 6.(rapto de Ganimedes entre ellos). Además de 2 filósofos: Demócrito y Heráclito.
Carducho 1639, pinturas del Oratorio. Documentos que indican que aún faltan pinturas por pagar.
Aun hay pinturas no estudiadas, no hay noticias de las vistas reales.
Desde Flandes 6 pinturas de montería de Snyers, una de Velázquez del mismo tema (la tela Real) y dos filósofos de Velázquez, Menipo y Esopo.
Velázquez: 3 retratos, rey, Fernando y del Príncipe Heredero. Más cuatro pinturas de enanos (se conservan 3) Acedo, Lezcano y Calabazas.
En el inventario de 1701 se habla de Pinturas de animales, una pintura normal allí, que sirvió para cubrir sobrepuertas y sobre ventanas. También algunos enanos en lugares secundarios. 

La cuestión principal se centra en por qué Mitología y Filosofía juntas en la Torre de la Parada.
Rubens se basó en las Metamorfosis de Ovidio, escogió las que quiso, escenas violentas de raptos, o el banquete de Tereo (el que se come a su hijo). En toda Europa los palacios de caza se decoran con esta temática mitológica. Diana, la diosa de la caza. Eran lugares destinados al descanso y a no pensar, los ermitaños ya estaban en el Buen Retiro y la pintura religiosa no tenía mucho sentido. Las  pinturas de Historia, harían “repasar la lección” a los reyes o preguntar qué pasó. La mitología sin embargo, es fábula, es un cuento, algo que entretiene, aunque tenga algo de trascendencia moral, en la Torre de la Parada es todo entretenimiento. La presencia de los Filósofos pone límite a esa diversión.

Existe una estampa de Juan Mateos, para un libro “origen y dignidad de la caza” de 1634, puede ser un precedente, aunque seguramente Velázquez presenció alguna tela real.
Está colocada en el cuarto alto en la séptima pieza, junto a otros 3 cuadros de montería y los tres retratos de cazadores, con animales en las sobrepuertas. En esta pieza (habitación) no hay mitología. El inventario dice “una más sobre la puerta de la alcoba, de aves” la alcoba, la octava pieza, donde seguramente estuvo la habitación del rey, y donde se encontraban Marte, Medipo y Esopo y una escena de bodas. Y tras la alcoba el oratorio, lo más íntimo. Sería normal que hubiese una puerta desde la alcoba del rey.
Retratos de cazadores: no se conoce muy bien la fecha. Prado. No tiene 2 varas y media, así serían para la Torre de la Parada. La preparación es de albayalde mezclado. Con verdes muy profundos, siempre sin utilizar pigmentos verdes, los paisajes son otoñales no como los azules intensos de los ecuestres del salón de reinos, en tonos marrones y verdes oscuros, muy austero. 
Van Dick, realizó en las mismas fechas, para el príncipe Carlos de Inglaterra (1635-38) un retrato cazando totalmente diferente, con un caballo, dos criados, de gran colorido...los retratos contienen: el personaje más un arcabuz, árbol, perro. Distintos cuadros distinta colocación y el paisaje.
Retrato del rey: muy bien combinado, se notan los arrepentimientos de la gorra, que la llevaba en la mano y ahora en la cabeza, el arcabuz era más largo y el perfil más adelantado. El cambio tuvo que ser rápido, en cuestión de días. Alguien lo copió (el 1º cuadro) y luego Velázquez lo modificó, conocemos una copia en el museo de Goya en Francia.

ALCOBA: 
Cuadro mitológico diseñado por Rubens, que pintó Jordaens. Las bodas de Tetis y Peleo, y la manzana de oro (inicio de la guerra de Troya) en el inventario de 1701, se habla también de tres pinturas de Velázquez, Marte, Medipo y Esopo.

El dios Marte, Museo del Prado 181 cm × 99 cm
Pensaban que era de 1647-50. Algo impensable, porque no iban a dejar vacía de cuadros una alcoba tantos años hasta que Velázquez realizara el cuadro. Se basaban en la clasificación por el color, y tocaban las Hilanderas como cercano. Carmen Garrido, dice que prácticamente tiene la misma técnica que los cazadores y los enanos. Tampoco fue un olvido de Rubens, que tan solo realizó 6 dioses y los que él quiso. Sino que fue un encargo para Velázquez. Se le intentan sacar parecidos con el Ares Ludovisi de Lisipo. Que ahora se cree que es Aquiles, pero solo se parece por una rodilla, también se cree que se pudo fijar en el Penseroso de Miguel Ángel, pero solo recuerda la mano en la barbilla. Valdovinos dice que a Velázquez no le hace falta nada para sentar a una figura. El más parecido y la última idea cercana es el Hércules de Anibale Carracci. Algardi se parece más pero es imposible que viese ese dibujo, además que no le hace falta copiar figuras. 

Es una pintura espléndida, de gran calidad, la cuidó mucho y también la modificó, la pierna derecha se ve azulada, porque antes le cubría todo el paño, luego dejó sus piernas al descubierto y añadió el carmín. Que antes estaba solo al fondo a la derecha. Por eso se nota la diferencia de carmines. 
Es ridículo pensar que pueda ser una burla de los dioses. Ni tampoco el símbolo de la decadencia de España, ahora es fácil decirlo, pero antes, aun estaban celebrando todas las batallas ganadas colgadas en el salón de reinos, además que era impensable que Velázquez le hiciese críticas al rey porque podría perder sus favores.
Dicen que su postura es melancólica, pero no tiene nada que ver, está sentado al borde de la cama. Brown dijo que Marte está sentado al borde del lecho apesadumbrado porque Venus se había marchado de su lado, pero no hay ninguna versión que diga eso.
Valdovinos dice que es filosófico, se intuye un retrato del rey, pero no físico.
Quevedo es importante para la Torre de la Parada, (Valdovinos escribió un artículo sobre Medipo y Esopo para la Academia), familia de Jerónimo de Villanueva y Villegas (Francisco de Quevedo y Villegas) del que casualmente se hizo cargo de los gastos de la Torre de la Parada. Quevedo aun no había caído en desgracia. Desde su pensamiento Senequista escribió el libro “Política de Dios y gobierno de Cristo” donde dice al rey: Quién os dice que desperdiciéis en la caza de fieras las horas que os piden a gritos los afligidos. “quien descansa con un vicio de una ocupación...” le recrimina al rey que el país debe ser atendido por él (por el rey), debe oír y atender a los afligidos, y es ahí donde Valdovinos cree que tiene que ver con la Torre de la Parada, “una cosa es cazar y otra abandonar sus obligaciones”. La caza se consideraba una buena preparación para la guerra, así se puede pensar que pinta a Marte el dios de la guerra, en vez de a Diana la diosa de la caza. Valdovinos piensa que fue el propio Quevedo el que pidió estas figuras (también los dos filósofos), y pidió a un Marte al borde de la cama, para recordarle al rey que no todo era diversión y cama.


La figura del dios ha sido pintada con el pincel cargado de pasta, con manchas de color aplicadas con insistencia para resaltar el modelado y morbidez de las carnes, con las que obtiene efectos vibrátiles, y trazos largos que delimitan sus contornos sin precisión en el dibujo, que de hecho se encuentra ausente de ella. Así son fácilmente perceptibles los cambios introducidos en la figura, especialmente en el paño azul, inicialmente más amplio y ocultando partes mayores de la anatomía. Pero esa indefinición es también el resultado de la técnica empleada por Velázquez, en la que, por ejemplo, el emborronamiento de la mano, con el que crea la sensación de movimiento, parece el resultado de aplicar capas de pintura sobre otra anterior cuando ésta aún estaba fresca.
Cronológicamente, debe situarse en las mismas fechas, entre 1639 y 1640, que los otros cuadros pintados para la Torre de la ParadaMenipo y Esopo— cuya técnica y destino comparte.

El cuadro sigue el ritmo velazqueño, que es un orden iconográfico de izquierda a derecha, igual que cuando se escribe o se lee. El pintor añade un elemento, la luz, que coincide en el punto de vista del espectador, y si la lectura empieza por la izquierda, la derecha es como una pared reflectante para que a partir de ahí se vuelva la vista a la izquierda. Se trata de una mirada pendular para captar la composición. Por lo demás, la obra presenta una línea horizontal en primer plano, marcada por el escudo, que es la línea de la lectura: de izquierda a derecha, más otras líneas escorzadas de profundidad. El desarrollo en vertical arranca en diagonal desde la parte inferior izquierda de la composición, culminando en línea recta. Por último, un aspecto velazqueño importante lo constituye la factura de las manos, la cual es típica del artista sevillano, ya que nunca las termina del todo. Es como si las esbozara en vez de dibujarlas.
El cuadro representa a un hombre desnudo, salvo un paño azul que rodea sus caderas, un manto rojo sobre el que está sentado y el casco o yelmo. La cabeza, ornada con el mostacho característico de los soldados de los Tercios, que acentúa grotescamente su melancolía, se apoya en la mano izquierda. Sobre el desnudo hay ciertos recuerdos de Rubens en la carnación rojiza y brillante y en la musculatura de madurez, que le quitan prosopopeya y le añaden humanidad. La mano derecha, oculta bajo el manto, tiene una maza o bengala de madera. A los pies, un aparatoso escudo de torneo, una espada moderna, de enormes gavilanes, y un trozo de armadura. Velázquez ha extremado, como en el retrato del bufón llamado don Juan de Austria, los atributos bélicos, que subrayan lo aparatoso y ridículo de esta visión melancólica.



Menipo y Esopo: en la pieza de abajo están Demócrito y Heráclito, figuras de moda (recordar que Velázquez pintó un Demócrito).
Se citan Demócrito y Heráclito, pintados por Rubens, cuya altura es muy parecida a la de los cuadros de Velázquez, aunque su anchura es algo inferior. Probablemente estaban interrelacionados y se pintarían en época parecida, en torno a 1638. Es muy interesante la comparación con los filósofos de Rubens para entender la personalidad de Velázquez. Los personajes de aquél, espléndidos, se hallan vestidos a la antigua y están sentados ante un paisaje rocoso, un ámbito que frecuentemente se utiliza para la descripción pictórica de ermitaños y penitentes. Tienen los pies desnudos, y uno ríe y el otro llora. Su contextura corporal es absolutamente rubensiana, es decir, robusta y musculada, y sus gestos se adecúan a unos códigos de expresión sólidamente establecidos. Velázquez planta a los suyos en un escenario interior, sus vestidos y zapatos son los que llevaría cualquier mendigo de cualquier ciudad española y se advierte una voluntad de aproximación realista a los rostros. Están situados en el espacio de la misma manera que muchos de sus retratos, y, aunque abundan los objetos que posibilitan una lectura simbólica, el pintor juega con los límites entre retrato y ficción. Como ocurre con muchas otras obras velazqueñas, son muchos y dispares los intentos que se han hecho por identificar su significado en el contexto de la Torre de la Parada. Algunos de ellos son aparentemente obvios, como el de la relación entre Esopo y la abundancia de fábulas de animales en el edificio. Ambas eran figuras conocidas por el público culto español, y la asociación entre filosofía y pobreza se había convertido en un tópico figurativo en la Europa barroca, relacionable con la gran fortuna que alcanzó entonces el pensamiento estoico. Menipo era de origen esclavo, aunque famoso por su avaricia, pues se decía que se quitó la vida al perder su fortuna. Al igual que Rubens planteó su pareja de filósofos como un contraste entre la risa y el llanto, pero probablemente Velázquez en los suyos buscó otro tipo de contraste, ayudándose también de la expresión corporal, lo que es índice de hasta qué punto se planteó sus obras en función (o respuesta) de las del flamenco.

Esopo, Museo del Prado 
179 cm × 94 cm
Esopo, que ejemplifica al filósofo de espíritu libre, que no está sujeto por ataduras materiales, está plantado ante nosotros y nos mira de frente, de manera abierta. A Menipo, en cambio, lo vemos de perfil, protegido por su capa, y mirándonos casi de soslayo, como si el pintor hubiera tratado de transmitir a través de su gesto la avaricia que tópicamente le caracterizaba. La franqueza y la libertad de Esopo tienen un equivalente en la risa de Demócrito, mientras que el retraimiento y la avaricia de Menipo se corresponden con el recogimiento y el llanto de Heráclito.  
Medio cojo y cegato, como un pobre harapiento, con solo un gabán y un libro. Los demás elementos no tienen importancia son para rellenar, para hacer más compleja la composición, aunque algunos le dan relación con sus fábulas o incluso con algún trabajo que pudo desempeñar en su vida de esclavo.
Velázquez pinta a Menipo en un momento de plena madurez, con una inmensa libertad técnica y una especie de descuido que, sin duda, era muy estudiado: sobre la preparación, compone la figura con capas muy ligeras de pintura, a base de pinceladas rápidas y sueltas que se deslizan con facilidad por la tela, permitiendo que se transparente el fondo. Las pinceladas sólo son más empastadas en los lugares más iluminados, como la cara, la mano y los libros del suelo. 

 Aunque sigue utilizando aquí una gama muy sobria de marrones, sólo la "naturaleza muerta" con un cántaro y libros de la parte inferior, nos puede recordar su primera etapa sevillana. 

De Menipo: no existe ni una sola representación en toda la historia del arte. Aparece un poco risueño, envuelto en una capa y con sombrero, parece que se va a marchar de la estancia donde está situado.
Le dicen a Fernando IV “hemos buscado la sabiduría y no la hemos encontrado entre los hombres, solo buscan cosas vanas”,  colores muy contrastados con Marte, muchos marrones y ocres. Las cabezas están realizadas con pequeños toques de pincel, que crean las expresiones de los filósofos, pero que de cerca solo son manchas. 

Detalle1 
Todavía una mirada atenta puede distinguir sobre el sombrero de Menipo los cambios que Velázquez ha realizado mientras realizaba el cuadro, como sucede tantas veces en su pintura.   
Velázquez no delimita los rasgos con precisión, aplica colores que configuran el rostro del filósofo, tocando con el pincel manchado de blanco para iluminar el pelo, la barba o la nariz y casi sin rozar la tela para iluminar los ojos.

La mano, apenas abocetada, como la de Marte, se hace con pinceladas mucho más cargadas de pasta que la capa. Junto a ella, y gracias a la transparencia de las capas de pintura, se pueden ver las rectificaciones llevadas a cabo sobre el contorno inicial de la figura. Lo mismo que en el muro del fondo. 

Detalle 2  
El cántaro también se cambió de sitio: al principio Velázquez lo pintó más abajo, y, gracias a la transparencia de las pinceladas, la antigua boca se puede distinguir todavía en la panza del actual.  
Este cántaro, pintado casi sin materia, y apoyado de forma inestable sobre una plataforma con dos ruedas, se ha interpretado como una alusión a la fragilidad de la vida o de los bienes materiales.  
En cualquier caso, lo importante de verdad en esta zona del cuadro, con los libros y el pergamino, es que constituyen un espléndido trozo de pintura, de esos que Velázquez coloca a veces en su obra en lugares secundarios, pero sin darles por ello menos importancia: una magnífica naturaleza muerta. 


Detalle 3  
En los laterales se pueden distinguir dos bandas de diferente color. Para explicarlo se ha sugerido que tal vez Velázquez pintó primero este cuadro con dimensiones parecidas a las obras de Rubens, y después el Esopo, más monumental. Luego, con el fin de igualarlos, encargaría a algún ayudante que pintara estos dos trozos de lienzo, que no son añadidos, pero que estaban sin pintar.

Esopo, Museo del prado
179 cm × 94 cm
Es una representación del fabulista griego Esopo, que formaba pareja con otro cuadro, de Menipo. Aparece de cuerpo entero, de frente y ajustándose a un tipo pictórico del siglo XVII que se conoce con el nombre de 'filósofo mendigo' y que Jusepe Ribera ya había tratado.
Esopo aparece mirando al espectador con indiferencia, sosteniendo sin ganas un libro, vestido con un sayo harapiento entre el que introduce la mano libre y que se ciñe gracias a un trozo de tela clara arrugada. Va vestido como cuenta la leyenda que le arreglaron para venderle como esclavo: Pero él (el vendedor) no podía vestirlo ni adecentarlo como es debido, pues era un hombre grueso y completamente deforme, así que le vistió con una túnica de arpillera, le ató una tira de tela a la cintura y le colocó entre los dos bellos esclavos.
Pintado para la Torre de la Parada, el palacete de caza de Felipe IV próximo al Pardo, se encontraba allí junto a otros temas mitológicos, como los cuadros inspirados en las Metamorfosis de Ovidio que se encargaron al pintor Rubens, Marte y Menipo, los retratos de cazadores y las hazañas cinegéticas del rey que pintó Snayers y los retratos de enanos.
Esopo se inscribe dentro de la decoración variada de mitología, vida retirada y caza, en la que encajaba esta visión peculiar de la antigüedad clásica, que nunca fue algo monolítico.

Velázquez planta la figura de pie, contra un fondo indeterminado –como es habitual en muchos de sus cuadros-, y proyectando una sombra mínima bajo los pies. La luz viene de la izquierda, según miramos nosotros, y eso hace que esta parte del fondo quede más oscura.
La técnica en este cuadro aparece como una de las más libres en toda la obra de Velázquez. Las capas de pintura son muy delgadas y transparentes, las pinceladas son extraordinariamente fluidas y anchas y la ejecución es rápida, todo lo cual hace que los contornos se difuminen y pierdan nitidez, como en el libro o el cuello de Esopo. 
Las zonas y los detalles más iluminados se consiguen con pinceladas más cortas y más empastadas, en las que predomina el color blanco, como la tela de la cintura, la mano o la frente. Las sombras de la cara y el cuello se hacen a base de pinceladas más cortas y oscuras.
El fondo, hecho con tonos marrones muy fluidos, permite que se transparente la preparación, lo que le hace ser luminoso y vibrante, no una superficie lisa y monótona. La preparación y la imprimación rojiza son del mismo tipo que los retratos de cazadores, destinados también a la Torre de la Parada.
Las pinceladas largas y arrastradas, hechas con la misma aparente falta de cuidado que el Marte, son más evidentes en el rostro, el pecho y la mano, y, sobre todo, en la parte baja del cuadro: las botas y las piernas.
Velázquez pinta a Esopo en un momento de plena madurez, con una inmensa libertad técnica y una especie de descuido que, sin duda, era muy estudiado: sobre la preparación, compone la figura con capas muy ligeras de pintura, a base de pinceladas rápidas y sueltas que se deslizan con facilidad por la tela, permitiendo que se transparente el fondo. Las pinceladas sólo son más empastadas en los lugares más iluminados, como la cara, la mano, el libro, la tela de la cintura o el pelo.
Aunque sigue utilizando aquí una gama de marrones, no queda nada en el cuadro que recuerde su primera etapa sevillana. 


Detalle 1
Todavía una mirada atenta puede distinguir sobre la cabeza de Esopo la línea del sombrero que en un principio llevaba, un sombrero de mendigo, que Velázquez decidió eliminar mientras realizaba el cuadro, como sucede tantas veces en su pintura. Con ello suprimía aspectos anecdóticos y se centraba en lo fundamental, algo constante en su obra.
El pelo se hace por medio de pinceladas muy finas y sueltas, de blanco o negro sobre gris, que le dan un brillo especial de cabello entrecano. 


Detalle 2
En la mano derecha se puede ver la soltura de pincelada de Velázquez y la falta de límites claros entre unos objetos y otros. Muy cerca, la pasta del libro se confunde con las hojas.
Las partes más salientes, tanto del dedo, como del canto del libro, se iluminan con toques ligeros y arrastrados de pintura más clara.


Detalle 3
El cubo del que cuelga un trozo de tela o cuero hace quizá alusión a la fábula en que un hombre vecino a una curtiduría tiene que acostumbrarse a los malos olores del cuero. También podría tratarse de una referencia a la personalidad del flemático.
En cualquier caso es un espléndido trozo de pintura, de esos que Velázquez coloca a veces en su obra en lugares secundarios, pero sin darles por ello menos importancia: una magnífica naturaleza muerta.


Detalle 4
En el suelo a la derecha aparecen otra serie de objetos que no se han identificado con claridad: quizá el asiento en el que según Ripa se apoya el flemático; y, sobre él, una especie de corona de cartón como broma a los laureles de la fama.
Lo más notable en esta zona es la soltura del pincel, la transparencia de la pintura que permite ver el fondo, y la rapidez de ejecución.



Las obras del Buen Retiro. Y algún retrato más.

1636-38 la Torre de la Parada

1638-39 Retratos, y algunos de ellos sin fecha que también pueden ser del 37.


“Retrato del Conde Duque” (Hermitage), 1636-1638.
Mide algo más de ¾ de vara (67cm.). Lleva la cruz de Alcántara verde y no sabemos nada pero debió de salir en la guerra contra Francia (1808), después acabó en manos de un anticuario de Ámsterdam.



Se lo llevaron las tropas napoleónicas, se vendió en Ámsterdam y luego lo compró el Zar Alejandro I. puede ser del 38 o poco antes. 
Se parece a un grabado del año 38 de un libro de J. Antonio Tapia, “Ilustración del renombre de Grande” donde aparece una estampa firmada por Panels muy parecida a la pintura. Seguramente el Conde Duque daría la pintura para realizar el grabado. 
Es un gran retrato psicológico, de rostro concreto, nariz pronunciada... cada detalle muestra la individualidad del Conde Duque, lleva la cruz verde de Alcántara, pero el traje es muy oscuro y apenas se distingue, no lleva ninguna condecoración más. Seguramente lo pintó muy rápido.
Retrato espontáneo, vivo, realista, estudio del natural…Se ha solido ver algo de decadencia en la figura, como si el peso de los años le hubieran pasado factura pero Valdovinos no se va a centrar en eso le importa más que sepamos que el retrato es muy realista. 


“Pequeño retrato del Conde Duque” (Patrimonio Nacional Madrid), 1638.
10cm. de alto x 8cm. de ancho pintado sobre cobre. Único que se reconoce como de Velázquez. No tenemos documentación precisa pero se sabe que se hacían como regalos. Importaba la joya que rodeaba a la pintura y no el retrato en sí, por eso no conservamos muchos.

Se habla que tiene que estar cerca del año 1638 porque es el año de publicación de Ilustración del renombre de grande, libro de Juan Antonio Tapia y Robles. En el libro Panells firma y data una estampa que parece inspirada en este retrato.
Para el marqués de Montesclaros. 
En la exposición de 1960 sobre Velázquez, aparecieron muchos pequeños retratos atribuidos al pintor, pero ya se pasó “la moda”. El retrato está muy deteriorado. Muy parecido al anterior.

“Dama del abanico” (Colección Wallace), 1638-1639.


93cm de alto. Tenemos una cita de Gabriel de Bogayel sobre una obra de Velázquez “dama de superior belleza” esto en 1635-1637. Sabemos también que en diciembre de 1637 la duquesa de Chevreuse que fue acogida en la corte española donde estuvo hasta febrero de 1638, en las noticias de Madrid aparece que ha sido retratada por Velázquez el 16 de enero de 1638, tal vez sea este cuadro ese retrato pero no se sabe. Obra que ha sido considerada por algunas como la hija del propio Velázquez pero tampoco se sabe.

El 16 de enero de 1638, las “noticias de Madrid” hablan de que Velázquez trabaja en un retrato de la duquesa, “con el aire y el traje francés”, el de 16 de febrero la duquesa se marcha. El retrato está en la colección Wallace de Londres, no conocemos sus orígenes. La conservadora del museo del traje dice que por moda debería ser de 1654, pero se prohibió el 13 de abril de 1639 (el escote del traje). No es una mujer cualquiera, y eso lo demuestran sus joyas, el collar de perlas, el rosario de oro, sus guantes...el abanico abierto, no es lo normal para damas españolas, lleva un vestido de seda marrón. Está claro que es Velázquez, pero no es lo normal en él, nos ayuda el lazo azul francés para identificarla como la duquesa.

Detalles:      
Se desconoce con certeza la identidad de la mujer que protagoniza el lienzo, sobre la que los expertos discrepan. Para Lafuente Ferrari y otros podría ser Francisca Velázquez, hija del pintor, posibilidad descartada por José López-Rey. En 2006 un estudio de la restauradora británica Zahira Veliz Bomford propuso identificarla con Marie Aimée de Rohan, duquesa de Chevreuse, la aristócrata francesa célebre por sus intrigas políticas que en 1637 llegó a España buscando refugio en la corte de Felipe IV, de donde partió en dirección a Londres solo unos meses después. Por una carta fechada en enero de 1638 se sabe que Velázquez retrató en ese tiempo a la duquesa, «que en todo se porta con mucha modestia, y Diego Velázquez la está ahora retratando con el aire y traje francés»

El escote que luce la dama ha sorprendido a algunos críticos y se ha afirmado que se trataría de uno de los retratos más atrevidos y sensuales pintados por Velázquez, aunque la retratada vaya tocada con un amplio velo negro que envuelve los hombros, guantes blancos y un rosario de oro en la mano izquierda. La sensualidad de ese escote contrastaría con los usos recatados en el vestir de las damas españolas, aduciéndose que se opone a la modestia exigida por la moral y las leyes contra el lujo y los excesos en el vestir dictadas por Felipe IV.
José López-Rey opuso a esta interpretación que el primer decreto por el que se prohibía a las mujeres españolas emplear vestidos considerados indecentes —guardainfantes, enaguas y escotes— es de 1639 y su eficacia puede ponerse en duda teniendo en cuenta que hubo de ser refrendado en 1649 y 1657.2​ Para Jonathan Brown, que atribuye el escotado a la moda francesa introducida en Madrid por la duquesa y recuerda la prohibición de 1639, tomándola como fecha límite para la ejecución del retrato, el «aire de velada sensualidad» queda contrarrestado por la «casta intención» que revelan el rosario y la medalla religiosa que cuelga del lazo azul, de modo que «la belleza y la piedad se unen así directamente en este retrato magistral».
El uso de amplios escotes por las españolas está atestiguado también por numerosas fuentes literarias. Así el capitán Francisco Santos, en su novela Los Gigantones de Madrid por defuera, aludía a unas damas de la corte vestidas «con un trage tan deshonesto que verdaderamente me parecieron rameras; pues tanto adorno y tan desvergonçado, no permitía más caudal de entendimiento (...) de más de llevar descubierto hasta la media espalda, y trages costosissimos». Siendo los escotes motivo constante de preocupación para los moralistas, se escribieron algunos libros específicamente destinados a condenar las modas deshonestas en el vestir, como el del padre Galindo, elocuentemente titulado: Verdades morales en que se reprehenden y condenan los trages vanos, superfluos y profanos, con otros vicios y abusos que oy se usan, mayormente los escotados deshonestos de las mujeres. Pero no faltaron tampoco quienes salieran en su defensa, alegando que su uso no era inmoralidad sino moda, como sostuvo un tal Godoy en un libro, editado en Sevilla en 1684, titulado Breve satisfación a algunas ponderaciones contra los trajes, que sin más fin que el de ser acostumbrados usan las mujeres de España.
El cuadro ha sido relacionado también con el «Retrato de una dama de superior belleza», cuya identidad no desvela, citado por Antonio Palomino y al que el poeta Gabriel Bocángel dedicó un epigrama publicado en 1637 con La lira de las Musas.


El rosario de oro con la cruz y la cinta azul con una medalla que cuelgan de la muñeca izquierda de la retratada otorgan un cierto toque de castidad a la imagen, obteniéndose una interesante mezcla de sensualidad y piedad que hace más atractiva la obra. La figura de la dama se recorta sobre un fondo neutro, ampliando la gama de colores oscuros empleados. Sólo el color blanco de los guantes, el lazo azul y la puntilla del escote otorgan claridad a la escena, sin olvidar el fuerte fogonazo de luz que incide en el pecho de la mujer, acentuando así sus atributos femeninos. La pincelada es cada vez más suelta, trabajando Velázquez con un desparpajo que le sitúa a la altura de los grandes maestros del Renacimiento a pesar de contar con 40 años.


Dama Joven, Colección del Duque de Devonshire, Chatsworth House, Reino Unido.
Recortada por los cuatro lados. López-Rey la considera autógrafa, encontrando semejanzas con La dama del abanico, aunque el modelo de esta sería algo más joven. Como el vestuario es más recatado, Harris cree que se pintaría después del decreto de 1639 prohibiendo los escotados, enmendando así La dama del abanico, lo que López-Rey rechaza. La atribución a Velázquez es, sin embargo, generalmente rechazada, atribuyéndose en algún caso a Mazo. 

“Retrato de mujer” (Galería de pinturas de Berlín).
Espléndido. Nadie duda de que sea Velázquez. Aparece en 1887, mide 123cm. Parece una dama de altar alcurnia, con joyas y peinado a la moda, además que aparece retratada como las grandes damas, apoyada en la silla y con abanico. 
Valdovinos dice que Velázquez tiene tendencia a hacer el perfil izquierdo de sus retratos, a no ser que se le pida otra cosa. 


Se cree que puede ser la mujer del Conde Duque, Inés de Zúñiga, o la hermana del Conde Duque, Leonor Guzmán casada con el Conde de Monterrey (el mismo que cuidó de Velázquez en su viaje a Roma) que estarán en Nápoles de 1631 a 1637 como virrey, volvieron a España en el 38, y puedo retratarla porque en el 52 regala al marqués de Leganés un retrato suyo hecho por Velázquez. 
El poeta Gabriel Bocanje, bibliotecario del Conde Duque, escribió unos versos entre 1635-37 donde habla “de un retrato de Velázquez de una dama de superior belleza”, y puede ser este, aunque por la composición que realiza el pintor podría ser anterior. El fondo y el vestido, verde precioso (sin pigmentos verdes), hace combinar el color con el pelo y e incluso la silla roja, hace  que la obra pase de ser monótona a magistral, lo que hace más fácil que sea de esta época es la luminosidad de la escena.




“Retrato de Francesco d’Este, duque de Módena” (Galería Estense Módena), 1638.   El principito inútil y vanidoso: 
Duque de Módena, vino a España en octubre de 1638, está en la Galería Estense de Módena, en 1663 se sabe que ya está allí, lo normal es que se lo llevara él, mide 68cm, de gran calidad. 
Le condecoraron con el toisón a él y también al príncipe Baltasar Carlos, el 24 de octubre, le trataron muy bien porque le quería como aliado, pero en 1642 se alió con Francia. 

Le dieron títulos de ejércitos, pero aún así rápido decidió su bando. Aparece en el retrato con mirada incisiva, las golillas que realiza Velázquez son asombrosas, la banda con toques blancos, cada vez más abocetado, incluso la cara.

Gracias al tratado de Palomino sabemos que el del duque de Módena «fue uno de los retratos más señalados que hizo Don Diego Velázquez en este tiempo», y que fue recompensado al artista por el propio Francesco I, quien «celebrando su raro ingenio; y habiéndole retratado muy a su voluntad, le premió liberalísimamente en especial con una cadena de oro  riquísima».
Esta afirmación permite pensar que, muy probablemente, dicho retrato estaba concluido en la fecha en la que el duque de Módena abandonó Madrid rumbo a Italia, y por lo tanto formó parte de su equipaje, si bien debido al tratamiento de persona real que se le aplicó durante su viaje de regreso – y por lo tanto libre del pago de derechos de aduanas –, nos resulta imposible rastrearlo en ningún registro ni cédula de paso, y no tenemos noticias de su presencia en las colecciones estenses hasta 1663.Si bien algunos historiadores han querido ver en este lienzo un boceto preparatorio para el retrato ecuestre que Velázquez pintó del duque de Módena, sus dimensiones, la postura del duque, su técnica y acabado y, sobretodo, la ausencia de sombrero – prenda obligada en este tipo de representaciones – hacen descartar esta posibilidad. Por lo tanto debemos de considerar esta obra como una conmemoración de la obtención de la preciada condecoración y, en definitiva, de su alianza con la monarquía hispánica, tal y como pone de manifiesto la indumentaria a la española que luce el duque. Este hecho no es una cuestión valadí, ya que la colocación de este retrato en la residencia de Francesco I constituía, además de una nueva y valiosa pieza en su colección de obras de arte – que desde su ascenso al du-cado se había incrementado notoriamente con importantes adquisiciones   –, la demostración pública de su pertenencia al partido español.

“Caballo blanco” (Patrimonio Nacional, Madrid), 1638.
310cm. de alto, igual que el del Conde Duque. Se pone en relación con el anterior. Existe copia en el Metropolitan de Nueva Cork (es posible que fueran 4). Se considera que este fue uno que estaba en la casa de Velázquez a su muerte y que aparece en su inventario. De aquí pasó al Alcázar “…lienzo grande con un caballo blanco…al lado de otros tres” es posible que fuera este. 
Un caballo tan grande es para ponerle jinete y se propone que fuera para el retrato ecuestre del duque de Módena. Si esta teoría fuera cierta habría que fecharlo en 1638 pero esta teoría que hoy no se puede demostrar.
En el inventario de 1686 del Alcázar, habla de un caballo blanco sin jinete de Velázquez, no hay estudio técnico.
Nos encontramos ante un caballo en una postura idéntica al que cabalga el conde-duque de Olivares en su retrato ecuestre. Se trata de una obra que Velázquez tenía preparada por si surgían problemas con el lienzo original, para evitar contratiempos con el personaje más influyente de la corte madrileña. De esta manera demuestra el sevillano sus deseos de agradar a su cliente, máxime cuando se trataba de su principal valedor. Tras el fallecimiento de Velázquez se situó sobre el caballo una figura de Santiago Matamoros que afortunadamente ha sido recientemente borrada para apreciar la belleza de este animal, siendo una de las obras más curiosas del maestro. Respecto al tamaño de los caballos velazqueños debemos advertir que se trataba de una raza especialmente creada para la caballería española, uniendo la fortaleza de los caballos flamencos con la rapidez de los jacos andaluces. De esta manera podían emplearse como máquinas de guerra, el principal objetivo de estos animales. La luz que resbala sobre el blanco pelaje del animal y la postura escorzada - típica del barroco - hacen de este lienzo un trabajo soberbio.


“Retrato de Baltasar Carlos” (Viena), fin. 1638-1639.
128 cm, unos nueve años, aparece con el toisón, de fines del 38 o comienzos del 39. Se cree que se realizó por las gestiones de matrimonio con  Mariana de Viena. Luego murió el príncipe y Mariana se casó con el padre (Felipe IV). Aparece con la mano sobre la silla, por ser niño se le permite pero mantiene la otra en la espada. Aparecen cortinajes, complica el espacio y la habitación, divide en dos colores el fondo, un año antes habría sido solo el príncipe, ahora crece en espacio y color. Se envió a Bruselas en mayo del 39 para su tío, puede que fuera una copia pero ya no existe.


“Retrato de Juan Mateos” (Dresde).
No sabe cuando se pintó. Juan Mateos ostentaba el cargo de maestro de caza con Felipe IV, siendo el encargado de organizar las expediciones cinegéticas del monarca; contrajo matrimonio con Mariana Marcuarte - nieta de un famoso arcabucero alemán - y llegó a escribir un tratado titulado "Origen y dignidad de la caza". Estos datos indican que Mateos era un personaje de cierta importancia en la corte madrileña. Velázquez le representa con gran dignidad, interesándose por el rostro inteligente y las manos - curiosamente sin acabar -, relacionándose con el excelente retrato de Juan Martínez Montañés. La fornida figura se recorta sobre un fondo neutro para asemejar la cabeza a una escultura que toma volumen y se proyecta hacia el espectador. Los tonos oscuros empleados por el maestro indican la austeridad en la moda masculina en esos años mientras la factura empleada es cada vez más rápida, alejándose de la minuciosidad excesiva que caracterizaba sus años sevillanos para situarse en las puertas del estilo pre-impresionista que caracteriza su etapa madura. Este Juan Mateos aparece en la Lección de equitación en su papel de maestro de caza.


Velázquez y Juan Mateos están a la misma altura social, tal vez sea ese el motivo de que este sin acabar, de que sea un retrato informal y de que aparezca una mano sobre la espada y la otra sobre el percutor del arma.
Cada personaje es un prodigio, la soltura cada vez es mayor, en esta ocasión desplaza la figura a un lateral y la dispone en posición oblicua, lo que significa por parte de Velázquez una libertad para hacer el retrato.

“Retrato del Almirante Adrián Pulido Pareja” (Galería Nacional de Londres), 1639.
204cm. Inscripción que dice que es cuadro de Velázquez, además está fechado. Bueno pues aún así está expuesto como obra de Mazo. Valdovinos dice que es Velázquez.
Personaje citado por Palomino, que tradujo la inscripción y que algunos dicen que es falsa. Este hombre era natural de Madrid, caballero de la Orden de Santiago y capitán general de la Armada y Flota de Nueva España. 
Personaje importante para que lo pinte Velázquez y no Mazo, además la calidad es buenísima. El cuello, las mangas, la banda carmín sobre negro…en definitiva toda la figura es velazqueña.
Palomino “Es del natural este retrato, y de los muy alebrados, que pintó Velázquez, y por tal puso su nombre, cosa que usó rara vez: Según Antonio Palomino Velázquez retrató al almirante Adrián Pulido Pareja con pinceles y brochas largos, técnica que utilizaba para pintar a distancia, con tan excelente resultado que firmó el retrato «Didacus Velazquez fecit, / Philip IV / a cubiculo, eiusque Pictor / anno 1639». Perdido, se ha pensado que el ejemplar de la National Gallery —que alguna vez llevó firma o inscripción falsa- pudiera ser copia de aquél. Relacionado con la técnica de Mazo, la insignia de la Orden de Santiago retrasa la fecha de su ejecución a 1647 o después.
Son demasiadas cosas para no creerse que sea de Velázquez.

Es el capitán general de la armada y flota de la nueva España. Era caballero de Santiago, y vino a Madrid. Dice palomino que Velázquez le retrata, habla mucho sobre el tema, hasta de sus pinceles “pinceles y brochas de asta larga para pintar de lejos y con valentía” “de cerca no se comprendía y de lejos era un milagro”. Lo tiene el duque de Arcos, una inscripción: Velázquez pintor de cámara del Felipe IV 1639. Las mangas y la banda son de una belleza increíbles.

Retrato de hombre joven, Metropolitan Museum of Art, Nueva York
Publicado por Mayer en 1917 como autorretrato, relacionándolo con uno de los personajes de La rendición de Breda. Catalogado en el Museo como obra del taller, tras su exclusión por López-Rey, ha sido nuevamente atribuido a Velázquez con el aval de Jonathan Brown tras una limpieza efectuada en 2009.


Para satisfacer los “criterios” de los coleccionistas compradores, el dueño del cuadro en 1925, un tal Joseph Duveen, calificado como “el marchante más importante de su tiempo”, ordenó hacer una “restauración” que dejó al “Caballero” hecho un Ecce Homo, en esas condiciones, cuarenta años después no había “experto” que pudiese afirmar con un mínimo de rigor que aquella “cosa” era un Velázquez original.
Ahora, liberada la obra de los “pegotes y demás aportaciones” ordenados por el tal Duveen, a mi entender un auténtico talibán, lo que era estático se ha vuelto dinámico, lo oscuro y uniforme, claro y vibrante e incluso se ha podido comprobar algo muy típico y habitual en el maestro sevillano: una rectificación importante realizada sobre la marcha –Velázquez nunca dibujaba previamente un boceto en la tela-, la posición de la cabeza. Señala el folleto editado por el Museo otra característica velazqueña que no sé yo hasta qué punto está al alcance de cualquier observador ocasional: “la sensación que transmite de haber sido hecha sin esfuerzo”… en fin, no sé, no sé, habría mucho que hablar…

Cerramos el capítulo del tiempo a la vuelta de Italia, estamos en el año 1639.


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