Románico en la villa de Sepúlveda y su
Tierra
Sepúlveda
Sepúlveda, a unos 65 km al norte de la capital,
está asentada en una amplia muela caliza tallada en sus tres cuartas partes por
las espectaculares hoces del Duratón y del Caslilla, cuyas riberas bañan sus
murallas, existiendo en la parte restante un collado que separa los valles de
los dos ríos. La particular orografía de la villa y de sus alrededores ha sido
determinante en algunos momentos cruciales de su historia, y así los abrigos
rocosos que los cañones proporcionan fueron el lugar elegido por los hombres
prehistóricos para asentarse, como dan fe los numerosos hallazgos arqueológicos
de la región.
El pasado romano no ha sido generoso con lo que
es estrictamente la villa: fragmentos de una calzada, un puente, algunas
inscripciones, restos dispersos y lienzos de la muralla son los vestigios más
evidentes. Sin embargo, en el cerro de Los Mercados, en la cercana Duratón, sí
se ha constatado arqueológicamente la presencia de una villa romana que, sin
duda, hubo de tener alguna relación con la amurallada Sepúlveda, que quizás
sirviera de refugio a sus moradores.
Similar problemas plantea la época visigoda: el
entorno es rico en testimonios, pero no para la villa en sí.
Es en la Crónica de Alfonso III cuando aparece
por primera vez mencionada con el nombre de Septempublica, al historiarse las
campañas devastadoras de Alfonso I por el norte musulmán.
El topónimo es inequívocamente latino, pero su
explicación ha dado lugar a diversas interpretaciones, desde la tradición oral
que lo asocia a las siete puertas de la ciudad, pasando por la referencia al
supuesto número de veces que fue conquistada, o por una tardía latinización de
un antiguo nombre. En cualquier caso, la Crónica, lo que atestigua es cómo el
monarca asturiano entró en la ciudad fortificada matando a los pobladores
musulmanes y llevándose a los cristianos a lugares más seguros (Xpianos autem secum
ad patriam ducens), es decir, dejándola, para algunos autores, desierta y
despoblada
No encontramos ninguna referencia escrita a la
urbe hasta que en los Anales castellanos y en los Anales Toledanos I,
entre otras fuentes, se nos refiere cómo el conde Fernán González pobló la
villa (In era DCCCCLXXVIII populavit Fredenando Gundesalbiz civitatem que
dicitur Septepublica cum Dei auxilio et iussionem principem Ranemirus Deo
gratias). La fecha parece situarse en el año 940 ó 941, esto es, tras la
batalla de Simancas y, siguiendo a Linage Conde, no debió de ser por medio de
una cruenta batalla, puesto que a nadie tuvo que arrebatársela al hallarse
práctica o totalmente deshabitada. Sin embargo, resulta mucho más atractiva la
leyenda, plagada de tópicos literarios, que Colmenares recogió en su Historia
de Segovia, en la que se demuestra la valentía y rectitud de los caballeros
cristianos frente a la cobardía y maldad de los moros, y en la que no falta, ni
siquiera, un combate cuerpo a cuerpo entre el conde castellano y el capitán
Abubad. Lo cierto es que desde esta fecha Sepúlveda se incorpora para siempre a
la España cristiana, excepto el breve interludio que supuso su conquista en el
año 984 por Almanzor (“Prisieron Moros a Sepulvega Era MXXIV”, dicen los
Anales Toledanos I). Hacia el año 1010 la recuperaría el conde Sancho García
aprovechando la guerra civil en Córdoba, y se iniciaría un proceso repoblador
que tendría en Alfonso VI a su definitivo artífice al otorgarla Fuero el 17 de
noviembre de 1076.
Si Sepúlveda contaba ya con algunos habitantes
antes de esta fecha o no, es algo que entra dentro de la vieja polémica de la
despoblación de la Extremadura castellana. Una donación del mismo monarca,
anterior en tres meses a la concesión del Fuero, por el que el lugar de San
Frutos pasaba al monasterio de Silos, es para algunos la prueba de la
permanencia de algunos individuos de origen mozárabe, mientras que otros
estudiosos convergen en afirmar la desolación de estas tierras.
El Fuero breve o latino, es un documento
excepcional, cuyo diploma original no ha llegado hasta nosotros, conservándose
en una confirmación de doña Urraca y su esposo Alfonso I de Aragón en dos
copias de la segunda mitad del siglo XII. Como no podía ser de otra manera los
estudios que ha generado este primer Fuero, como el posterior romanceado, son
múltiples y variados, y abordan su análisis desde las perspectivas más
diversas, por lo que en estas líneas sólo se pretende una breve descripción de
su contenido. En él –seguimos la reciente traducción de Linage Conde– se le
confirma a la villa “su Fuero, el que tuvo en el tiempo pretérito de mi abuelo
y en la época de los condes Fernán González, García Fernández y don Sancho”.
Los treinta y cinco preceptos que contiene dan fe de las dificultades para
atraer y fijar la población en una zona de frontera llena de peligros e
incertidumbres. Así se explican los privilegios penales de los que gozaban los
individuos que quisieran establecerse en la villa, como el que señalaba que si
“algún hombre de Sepúlveda matare a un hombre de alguna parte de Castilla y
huyere hasta el Duero, ningún hombre le persiga más”, precepto que
desaparecerá en el posterior Fuero romanceado, cuando las circunstancias
excepcionales que motivaron su inclusión hayan desaparecido.
Igualmente permisivo es en cuanto a los hombres
que raptasen mujeres, ya fueran casadas o doncellas, y se estableciesen en la
urbe, en un claro intento de radicar no ya hombres sino familias que asegurasen
la repoblación continuada. Paralelos a estos privilegios son los fiscales y
militares, como no pagar portazgo en ningún mercado o no tener “fonsadera
sino por su voluntad”. E igualmente atractivas debían aparecer ante los
ojos de hombres que estaban dispuestos a correr un importante riesgo por
empezar una nueva vida, las libertades frente a los señores y los privilegios
que equiparaban en algunos casos social y jurídicamente a todos los pobladores,
fueran nobles o no.
La política repobladora dio sus frutos, pues
para el año 1295 Sepúlveda contaba con quince parroquias, algunas de las cuales
habían comenzado a erigirse poco después de la concesión del Fuero breve. Para
1305, año en que está fechado el Fuero Extenso, la realidad de la población
había cambiado sustancialmente, tal y como podemos aprehender de la lectura del
texto. Han desaparecido los preceptos que permitían encontrar asilo a
delincuentes en la villa porque la frontera se ha estabilizado y la ciudad ya puede
permitirse una “elección” de sus futuros vecinos. También se ha hecho
necesario regularizar la convivencia entre judíos, moros y cristianos, no
habiendo ninguna mención a las tres religiones en el Fuero latino, pero hacia
1290, según el padrón de Huete, ya había instaladas unas cincuenta familias de
judíos, y algunos de los títulos del Fuero extenso versan sobre el trato penal
que se les va a aplicar, o sobre el orden que han de guardar en los baños
públicos judíos y cristianos.
No faltan tampoco los artículos referentes al
modo de construir las casas, sin límite de altura y con cubiertas de teja, o a
las precauciones que había que tener cuando una amenazase ruina. La riqueza
ganadera, la incipiente industria manufacturera de sus pobladores y su tráfico
comercial saltan a la vista igualmente en la lectura detenida del Fuero. Y por
supuesto, se explicitan aún más algunos puntos que definen la organización
concejil de la villa y la condición social y jurídica privilegiada de sus pobladores,
que hacían de la urbe un lugar aparentemente idílico, “una pequeña
república, cuya libertad quedaba moderada solamente por la suprema autoridad
del rey”, en palabras del Marqués de Lozoya.
La defensa de sus Fueros y de su condición de
villa de realengo será una constante durante la tumultuosa época de los
Trastámara, y Sepúlveda luchará denodadamente para no tener un señor que no
fuera el monarca, como lo manifiestan los capítulos que los Reyes Católicos
firmaron en Simancas por los que se comprometían, entre otras cosas, a que
jamás sería enajenada de la corona real. Del “concejo abierto” y de esa
“idílica” presunta igualdad social de sus pobladores, se irá pasando en
la Baja Edad Media a una oligarquización del municipio y a una polarización de
la sociedad, panorama del que ya no habría regreso en la Edad Moderna, y que se
plasmará arquitectónicamente en la construcción de bellos palacios que
demostraban el poder de los señores que en ellos habitaban. Corrían ya tiempos
más de mayorazgos que de independencias concejiles.
Además de cabeza de una de las Comunidades de
Villa y Tierra más importantes de la Extremadura castellana, en lo
eclesiástico, dejando aparte la creemos improbable de facto erección de
Sepúlveda como diócesis en 1107 por Alfonso VI, siendo donada al arzobispo
Bernardo de Toledo –que más parece lapsus o intención frustrada que dato, pues
no consta obispo alguno–, como referimos, la villa contaba en el siglo trece
con quince iglesias, número sin duda exagerado a tenor de la extensión del
caserío, aunque reflejo de la bonanza económica y demográfica. Intramuros se
encontraban las de El Salvador, Santa María de la Peña, Santiago, San Millán,
Santos Justo y Pastor, San Pedro, San Juan, San Andrés, Santa Eulalia, San
Esteban, San Sebastián y San Martín, y extramuros las de Santo Domingo, San Gil
y San Bartolomé.
En el testamento de don Hugo, arcipreste
sepulvedano y canónigo de la catedral de Segovia, de hacia 1120, se citan ya,
entre los clérigos que actúan como testigos, los de las iglesias de Sancti
Salvatoris, Sancti Iohannis, Sancte Marie, Sancti Iacobi y Sancto Iusto. En
el plan de distribución de rentas del cabildo segoviano, acordado por éste con
el obispo y luego sancionado por el cardenal Gil de Torres, todo ello en 1247,
se hace mención a la mayoría de ellas, estando los réditos de Sant Millan,
Sancti Iague y Sancta Maria asignados a la mesa episcopal, y al resto de usos
canonicales los de Sant Estevan, Sant Andres, Sant Iuste, Sant Pedro, Sant
Savastian, Sant Bartholome, Sant Gil, Sant Martin, Sancto Domingo, Sant
Salvador y Sant Iuannes. Como vemos, sólo la de Santa Eulalia es omitida.
A mediados del siglo XV, una visita pastoral
publicada por Bonifacio Bartolomé nos detalla el número y estado de algunas de
las iglesias, concretamente las de Santiago, San Esteban –con problemas de
cubiertas–, San Justo, El Salvador, San Sebastián, San Millán, Santa María, San
Pedro (sólo con dos parroquianos), Santo Domingo y San Gil (sin feligreses y en
ruinas, “va se toda a caer lo de çima e la una pared que se escome toda que
mala bes se puede rreparar e la capilla que está a los pies della esso mismo se
va a caer”). El Censo de población de las provincias y partidos de la
Corona de Castilla en el siglo XVI refiere la existencia en 1587 de 14 pilas y
399 vecinos en la villa, y Quadrado señala que aún conservaba ésta doce de sus
parroquias a mediados del siglo XVII. Ya en el XIX, Pascual Madoz refiere que
las parroquias habían quedado reducidas a las de Santa María de la Peña y
Santiago, quedando agregadas a la primera “las extinguidas de Sto. Domingo y
San Millán, y está declarada como su filial, la de San Bartolomé, con su
agregada de San Gil”. Fueron anejadas a Santiago “las de San Esteban, San
Andrés y San Juan, quedando suprimidas las del Salvador y San Justo, con sus
agregadas de San Martín, Sta. Eulalia, San Pedro y San Sebastián”. Hace
referencia también en su Diccionario… a la ermita de San Marcos en el arrabal
de Santa Cruz, así como que “el cementerio se encuentra en la extinguida
parroquia de San Pedro, 500 pasos al N. de la v.”. Hoy día, sólo la de San
Bartolomé mantiene las funciones parroquiales
Iglesia de El Salvador
La antigua parroquia de el Salvador, situada en
la zona alta del cerro occidental sobre el que se asienta la villa, resume en
sus muros y bóvedas el paradigma del románico sepulvedano, como edificio de
recia sillería, de amplia nave abovedada, dotado de cripta y porticado, con su
silueta realzada por una bella estructura torreada, aneja pero no adosada al
cuerpo de la iglesia. Y, siendo todas éstas características notorias de la
estructura, que tuvo su innegable influencia en al menos otras dos de las iglesias
de la villa, aparecen la mayoría como atípicas dentro del panorama del románico
segoviano, sin que ello sea sino prueba de que los límites provinciales de hoy
apenas tienen que ver con los de antaño.
Frente al habitual silencio documental y
epigráfico de la mayoría de los templos segovianos, éste de El Salvador cuenta
con importantes jalones que nos permiten verificar su antigüedad. Además de la
inscripción del zócalo exterior del ábside, que aporta la fecha de 1093,
tenemos una referencia al barrio en 1120, fecha aproximada del testamento del
arcipreste sepulvedano Hugo, en el que actúa como testigo Iohannes el gualt
Sancti Salvatoris. Otras inscripciones, la mayoría epitafios, nos hablan
del pleno funcionamiento del templo a mediados del siglo XII.
Es esta iglesia, sin duda, el edificio románico
que, junto y en general sobre algunos de la capital, más páginas ha recibido
por parte de la historiografía. El primero en ocuparse de ella fue José María
Quadrado (1865-72), quien además de referir como causa de la pérdida de su
carácter parroquial “lo fatigoso de la subida”, realiza una somera
descripción, resaltando el carácter primitivo de la cabecera, nave y torre,
mientras que considera el pórtico rehecho “en el tránsito del siglo XV al
XVI según las molduras y cornisas”, aunque reutilizando las columnas
románicas del primitivo. Transcribe además las inscripciones situadas en el
exterior del ábside. Unos años después, en 1900, Enrique Serrano Fatigati
destacaba su pureza de líneas, insistiendo en la refección del atrio en época
renacentista; como Quadrado, considera la galería posterior al cuerpo del
templo, el cual a su juicio “fué restaurado o recostruído parcialmente á
fines del siglo XII” reutilizando materiales –en referencia a los capiteles
del interior– de una iglesia precedente, que data de tiempos de la definitiva
repoblación de Sepúlveda. De la misma opinión es Cabello Dodero (1928), para
quien el atrio “parece reconstruido hacia 1500”, respondiendo quizás tal
asignación cronológica a las bolas que decoran las nacelas de sus arcos. En
1933 publicaba Blas Taracena su estudio sobre las galerías porticadas sorianas,
en el que apunta a ésta de El Salvador como cabeza de la serie segoviana que
recorren los costados meridional y occidental de las naves. Al año siguiente
veía la luz la espléndida obra El arte románico español. Esquema de un libro de
Manuel Gómez-Moreno, donde el ilustre historiador granadino hermanaba las
fábricas de nuestra iglesia y la del priorato de San Frutos, caracterizando a
El Salvador y estableciendo relaciones con la tradición mozárabe y San Isidoro
de León. Emilio Camps, en 1935, consideraba a El Salvador cabeza del grupo
segoviano y soriano, insistiendo en la influencia leonesa de San Isidoro sobre
todo en la articulación del ábside y en la torre, así como ciertos mozarabismos
en la bóveda del piso superior de ésta. Pérez de Urbel y Atilano Ruiz-Zorrilla
publicaron en 1946 parte de la epigrafía medieval de Segovia, y entre tal
nómina un inscripción litúrgica que en esa fecha se encontraba “invertida en
la parte inferior del ángulo de la moderna sacristía de la iglesia de San
Salvador”, y que consideraban “el resto arquitectónico más antiguo de la
población”, procedente de “la basílica que precedió a la iglesia
románica”, sugiriendo su data en el siglo X. Transcriben además la datatio
del exterior del ábside y otros epitafios. Lojendio (1966) reconoce la
antigüedad y el carácter de modelo de El Salvador, destacando la rudeza de la
obra y la ausencia de elementos moriscos. Inés Ruiz Montejo (1980), en su
estudio sobre los primitivos focos del románico castellano y el origen de las
galerías porticadas, dedica especial atención a las iglesias de San Miguel de
San Esteban de Gormaz y El Salvador de Sepúlveda, coincidiendo con Camps
Cazorla en la preeminencia cronológica y el carácter de modelo de la que nos
ocupa, salvo su pórtico, que considera obra del siglo XIII avanzado. La misma
autora profundizó en su análisis del edificio unos años después (1988), siendo
sus conclusiones seguidas por Diego Conte (1993), quien añade un completo
repaso de la historiografía precedente. Isidro Bango (1992), quien también
reconoce las reformas sufridas por el pórtico, ve un aire defensivo en la
torre, a la que considera por su ubicación y el tipo de bóveda del piso
superior heredera de “una tradición prerrománica en tierras castellanas”.
Existe en cualquier caso un reconocimiento del carácter de hito de esta iglesia
dentro del románico de tierras segovianas y aun del sur del Duero, y por ello
nos hemos permitido el breve balance historiográfico anterior, que muestra
también las divergencias en cuanto a interpretaciones que ha suscitado.
Es El Salvador un bello templo de planta
basilical, con nave única articulada en tres tramos y cabecera compuesta de un
brevísimo presbiterio y amplio hemiciclo, el conjunto levantado en excelente
sillería caliza local, sobre un banco corrido de arista abocelada, aplicando un
principio de solidez arquitectónica sin duda vinculado al abovedamiento general
de los distintos ámbitos.
La nave, cuyos muros alcanzan un grosor
aproximado de 1,35 m, recibe bóveda de cañón reforzada por fajones, apeados en
robustos responsiones prismáticos que se corresponden en la hoja externa del
muro con estribos de idéntico perfil; la cabecera, por su parte, se cubre con
cañón en el tramo recto y bóveda de horno en el ábside. Resulta llamativa la
notable diferencia de altura entre la esbelta nave y la cabecera, en la que
también retendremos la extrema brevedad del tramo presbiterial, común a la
mayoría de las iglesias de la villa. El primer rasgo señalado permite la
iluminación directa de la nave desde el este, mediante el vano rasgado,
abocinado al interior y abierto sobre el arco triunfal en el testero de la
nave, muro que se prolonga brevemente sobre la cubierta como piñón volado.
Cabecera
La cabecera se muestra interiormente lisa,
abriéndose en el tambor del hemiciclo tres vanos de fuerte derrame; el cascarón
que lo cubre apea en una imposta ornada con dos hileras de rudos billetes.
La bóveda del presbiterio se alza sobre otra
imposta que, en el muro meridional recibe una greca de entrelazos y piñas entre
tallos, mientras que en el norte se incluyen dos piezas, una con doble greca de
entrelazos y la otra con decoración vegetal de tipo ataurique y piñas entre
tallos. La articulación de los muros exteriores del ábside nos deja ante un
modelo que será copiado en Santa María de la Peña.S
e alza sobre banco corrido abocelado,
dividiéndose el tambor en cinco paños mediante seis columnas entregas –las dos
extremas en el codillo con el presbiterio–, alzadas sobre podios en saledizo
del zócalo, basas de dos toros iguales y amplia escocia, sobre plintos; sus
capiteles alcanzan la cornisa, recibiendo somera decoración: los tres más
meridionales muestran su cesta lisa de hojas apenas esbozadas con cabecitas en
los ángulos y centro, mientras que los otros tres se ornan con un tallo
entrelazado del tipo que veremos en la nave, hojas y entrelazos de tratamiento
espinoso y, en el del extremo septentrional, se suceden un tosco personajillo,
una piña y una cabecita de anima
l.La cornisa recibe semibezantes, dientes de
sierra y banda en zigzag, estando soportada por canecillos profusamente
decorados: los hay de finos rollos recordando lo cordobés, abilletado del tipo
visto en San Frutos, lóbulos y piñas, bastoncillos, formas geométricas,
prótomos de animales, y un rudo personaje quizás exhibicionista.Del mi
mo tipo son los canes del tramo recto,
bajo cornisa de ovas al norte y de billetes al sur, con un prótomo rugiente y
otro de bóvido, dos ramilletes vegetales, dos toscas figuras humanas, una de
ellas entre dos piñas, y dos cabecitas entre hojarasca.El frente de las nacelas aparece profusamente
ornamentado, como en San Isidoro de León, repitiéndose también la solución de
adosar los canes extremos a los codillos.En los tres paños centrales del hemiciclo se
abren sendas saeteras rodeadas por arcos de notables proporciones, con gruesos
boceles entre medias cañas y chambranas ajedrezadas. Apean los arcos en
columnas acodilladas de sumarios y rudos capiteles vegetales con dos niveles de
hojitas reticuladas, del estilo a las del interior, y otras esquematizaciones
vegetales. Sus cimacios muestran taqueado, que se sigue como imposta corrida
por todo el hemiciclo, invadiendo las semicolumnas y curvándose a modo de chambranas
en los breves paños laterales, que carecen de ventanas. Este recurso será
también copiado en Santa María de la Peña.
Interior
De nuevo en el interior, da paso a la cabecera
desde la nave un arco triunfal de medio punto, doblado hacia aquélla por otro
baquetonado y rodeado por guardapolvos de tallos y hojitas trilobuladas. Apea
el toral en una pareja de columnas de fuste exento, alzadas sobre maltrechas
basas áticas de finos toros y gran escocia, sobre plintos. Las coronan bellos
capiteles, el del lado del evangelio con decoración vegetal de tipo ataurique y
cimacio de tallos y brotes espinosos que se continúa como imposta hacia la
nave, incluyéndose en el codillo un relieve con un personajillo atacado por un
lobo. El capitel del lado de la epístola, más tosco, recibe un mascarón y
tallos entrelazados rematados en volutas.
La nave, abovedada como queda dicho y dividida
en tres tramos, articula sus muros internos en dos pisos; el superior acoge las
ventanas y está remarcado por la imposta –decorada con gruesos billetes– sobre
la que voltea la bóveda, y otra que corre bajo el cuerpo de vanos, ornada con
trama de entrelazo de cestería y billetes en el tramo occidental. Salvo un
simple vano abierto sobre el pasaje de la torre al norte, únicamente se abren
ventanas en el muro meridional, y sólo la más occidental muestra capiteles al
interior.
Cada tramo del piso bajo se arma con grandes
arcos ciegos moldurados con grueso baquetón y bocel entre medias cañas, arcos
que apean en columnas acodilladas de basas áticas sobre plinto, fino toro
superior y gran escocia, según articulación muraria repetida en San Frutos.
Coronan estas columnas rudos capiteles de aire arcaico, ornadas sus cestas
troncopiramidales con gruesos tallos entrelazados, idénticos a otros de San
Miguel de San Esteban de Gormaz, hojitas incisas y piñas, grandes helechos, una
cabecita humana acechada por una serpiente, otra sobre un cuadrúpedo, todo sin
intención iconográfica aparente. Los cimacios ornan su chaflán con dos niveles
de zigzag, rosetas, trisqueles, zarcillos, palmetas y entrelazos, una ruda
serpiente, etc.
Portadas
Cuenta el templo con dos portadas, abiertas en
las fachadas meridional y occidental, y ambas de la misma palmaria austeridad,
renunciando al abocinamiento y la decoración; parecen más propias de la
arquitectura prerrománica y de la románica apegada a tal tradición, ajena a las
monumentales que se impondrán con la madurez del estilo. La meridional muestra
un arco de medio punto probablemente alterado y ornado con dos hileras de
alargados billetes, sobre renovadas jambas.El acceso occidental, de notables proporciones,
presenta similar aspecto, constando de arco de medio punto levemente peraltado
sobre impostas de nacela, lisa la meridional y sumariamente ornada con dos
rosetas y zigzag la otra.
El acceso occidental, de notables proporciones,
presenta similar aspecto, constando de arco de medio punto levemente peraltado
sobre impostas de nacela, lisa la meridional y sumariamente ornada con dos
rosetas y zigzag la otra.
De las ventanas de la fachada sur se decoran y
articulan con arcos sobre columnas acodilladas las dos extremas, la oriental
con arco de bocel y nacela ornada con palmetas entre tallos y chambrana de
trifolias, sobre capiteles, uno vegetal de tallos y el otro con dos felinos
rampantes afrontados, rodeando una ventana rasgada con un relieve en el
pseudotímpano –tallado en reserva y de aire prerrománico– en el que se afrontan
dos cuadrúpedos ante un vegetal. La ventana del primer tramo repite en sus
capiteles los gruesos tallos entrelazados, con arco abocelado y chambrana de
billetes, y sobre la saetera un tablero ornado con rosetas y damero, igualmente
de aspecto arcaizante. Los cimacios, de filete y billetes, se continúan como
imposta por el muro invadiendo los dos contrafuertes que flanquean el tramo,
interrumpiéndose aquí. La ventana abierta en el hastial occidental, por su
parte, es similar a la de la misma posición en San Frutos: saetera de amplio
arco de medio punto abocelado y doblado por otro liso, con chambrana
abilletada; el arco interior reposa en una pareja de columnas acodilladas con
capiteles de tallo entrelazado.
Las semicolumnas que interiormente recogen los
fajones se corresponden al exterior con contrafuertes prismáticos que alcanzan
la cornisa, ésta de nacela y apoyada en canes rudamente decorados con rollos,
prótomos de bóvidos o felinos, un caballo enjaezado, tallos y pámpanos,
bastoncillos, cabecitas humanas, un carnero, entrelazos, una liebre, piñas, un
personajillo con las manos sobre el pecho, un cáliz, etc. Como en San Frutos,
los ángulos de los estribos integran en el mismo sillar un canecillo, rasgo éste
que vemos en algunas iglesias asturianas y leonesas del románico pleno.
Torre
Al norte del tramo oriental de la nave se sitúa
la torre, que debió ser construida, ya que no a la par que la nave como
sugieren las rupturas, sí en una campaña consecutiva a ésta. Aparejada con
sillares de menor tamaño que el resto, presenta la particularidad –compartida
con la de San Miguel de San Esteban de Gormaz– de no adosarse directamente al
cuerpo del templo, uniéndose al mismo mediante un pasadizo abovedado con medio
cañón a doble altura. La profundidad de este pasaje, que da acceso al piso bajo,
suma el grosor de la nave con el del espacio intermedio y el propio del muro
meridional de la estructura, alcanzando los 4,35 m. El piso bajo se refuerza al
exterior mediante contrafuertes angulares y en la zona central de los muros,
rematados en talud, abriéndose en el estribo central oriental una estrecha
saetera. Se accede desde él mediante una escalera de madera moderna a un
forjado intermedio donde se sitúa la bóveda que cubre el angosto segundo piso,
bóveda de medio cañón de eje normal al del templo que parte de impostas
achaflanadas. En su centro se abre un hueco que da acceso al primer cuerpo de
campanas, con dos vanos por muro, de arcos doblados de medio punto sobre
imposta de ajedrezado que corre por todo el exterior de la torre invadiendo los
contrafuertes de ángulo que a su altura rematan en talud. La gradación de
alturas, el leve retranqueo de los cuerpos y los estribos angulares determinan
un alzado que llevó a Gómez-Moreno a considerarla “trasunto de la de S.
Isidoro, en León” (GÓMEZ-MORENO, M., 1934, p. 154).
En el cuerpo superior se abren también dos
arcos por lienzo, aunque aquí éstos acogen otros menores ajimezados, haciendo
de parteluz columnas de basas áticas y rudos capiteles con entrelazos,
estilizadas hojas lisas y otras lanceoladas, bajo cimacios de taqueado o
nacela. Mayor interés ofrece el sistema de cubrición de este piso superior,
mediante una bóveda esquifada reforzada por dos nervios que parten del centro
de los muros, nervios que se entrecruzan sin clave común, siendo uno pasante y
el otro entrego, partiendo de repisas abiseladas dispuestas en la enjuta de los
arcos. Los cuatro paños de la bóveda se aparejaron con menuda mampostería de
lajas, mientras que los nervios, de sección rectangular, lo hacen con sillería
también de pequeñas dimensiones. Este curioso sistema de cubierta es similar al
que vemos en la Torre Vieja de la catedral de Oviedo y se aplicó en la de la
ermita de Nuestra Señora del Barrio de Navares de las Cuevas, aunque aquí los
plementos se aparejaron en calicanto encofrado y con cerchas supletorias que
determinan doce paños; también lo encontramos en la torre de San Millán de la
capital, con paños igualmente de mampostería encofrada, aunque aquí los nervios
van a los ángulos, y encuentra un remedo, de torpe ejecución, en la torre de la
iglesia de los Santos Justo y Pastor de la propia villa de Sepúlveda, en este
caso volteándose los nervios –de ladrillo– desde el centro de cada muro. Sin
descartar un posible influjo morisco, el aire de esta bóveda nos recuerda –más
que el resto de los ejemplos citados– los modos septentrionales, que encuentran
precedentes en lo hispano del siglo X.
Pórtico
Al sur y oeste de la nave se adosó un pórtico
que, pese a ser posterior a la iglesia y las reformas, no debe sobrepasar
cronológicamente los años centrales del siglo XII. Como en otros ejemplos
segovianos –Duratón– o sorianos –Andaluz– sólo se abren arcos en la fachada
meridional, que en este caso cuenta con un acceso en el lateral oriental. Se
compone la galería de una serie de ocho arcos, alzados sobre un pretil
abocelado que va salvando el fuerte desnivel y agrupados en series de dos,
intercalándose entre éstas machones prismáticos y contrafuertes.
Todos los arcos son de medio punto y doblados
con otros bien de perfil de nacela ornada con bolas, bien con boceles
sogueados, apeando alternativamente en columnas exentas y potentes pilares; las
primeras, de corto fuste, se alzan sobre plintos y basas áticas de prominente
toro inferior, con garras. Las coronan capiteles decorados con parejas de aves
afrontadas, hojas cóncavas con bolas en las puntas, figuras de aire simiesco
agachadas y cornudas, de barbas partidas y prominentes ojos globulosos, en un caso
vomitando hojarasca, y uno historiado con un tema oscuro, que para Ruiz Montejo
aludiría a “la representación de los trabajos del hombre” o quizá
pudiera recoger parte del ciclo del Génesis, con el Pecado Original, la ofrenda
de Abel y su muerte a manos de su hermano. Estos capiteles del atrio parecen
obra del mismo taller que trabaja en los de la nave de San Justo, y su estilo
puede relacionarse con el de los burgaleses de la galería porticada de Canales
de la Sierra, un capitel del ábside de la ermita de San Cosme y San Damián en
Barbadillo de Herreros, otro del ábside de Espinosa de Cervera, alguno interior
de San Quirce de Los Ausines, o los de la galería soriana de Berzosa. El cierre
occidental del atrio, carente de arquería, muestra su aparejo muy rehecho, y en
él se abre un solo acceso de arco de medio punto frente a la portada de la
iglesia.
A los pies del templo, junto al muro
septentrional, se conserva un ejemplar de pila bautismal de traza románica, con
copa semiesférica de 1,05 m de diámetro por 0,49 m de altura, decorada con poco
resaltados gallones y bocel en la embocadura, y apoyada sobre tenante
cilíndrico de 0,39 m de alto.
El apartado epigráfico es otro de los aspectos
más notables del templo. De los numerosos epígrafes que conserva destacamos por
su relevancia los dos –muy maltrechos– situados en el basamento exterior del
hemiciclo, sobre todo el que proporciona la datación más temprana directamente
asociada a un edificio de todo el románico provincial; bajo un crismón con el
Alfa y la Omega se lee: ERA / MCXXXI, esto es, “Cristo. En el año de
1093”. Sin entrar a valorar a qué podría referirse la fecha señalada, pues
variedad de opiniones se han vertido en la historiografía, sí consideramos que
proporciona un jalón cronológico acorde con las características artísticas del
templo, muy cercano además al más concreto de la consagración del priorato de
San Frutos del Duratón. Quizás asociado al anterior por simple proximidad,
discurre en el mismo zócalo absidal un epitafio casi ilegible, realizado en
letra carolina y que reza: HOC IN SARCOFAGO IVLIAN PAVSAT IMAGO / OSSA T VS
CAPIAT PARADISVS / D ET I / RA ADSIT / M. De estos dos epígrafes existe en
el interior de la iglesia un molde en yeso realizado en 1993 por Luis Cristóbal
Antón para conmemorar el noveno centenario de la iglesia.
En diversos sillares del pórtico, al interior,
encontramos varios epitafios, como el de una dama fallecida en 1153, que dice: OBIIT:
F(AMU)LA / DEI : III : NO(NA)S / D(E)C(EM)BR(IS) : ERa / M : C : LXXXX : I,
esto es, “murió la sierva de Dios [se omite el nombre] a tres días de las
nonas de diciembre (3 de diciembre) de la era de 1191 (año 1153)”. Bajo
éste, se grabó otro treinta años posterior, con el texto: OBIIT: Fa(MU)La
D(E)I / M : II : K(ALENDAS) : NO(VEM)B(RI)S / E(RA) : M : CC : XXI :, o
sea, “Murió la sierva de Dios M... a dos días de las calendas de noviembre
(31 de octubre) de la era de 1221 (año 1183)”, aunque dudamos si la última
X de la fecha no será una V como transcribieron Pérez de Urbel y Ruiz Zorrilla,
lo que nos daría la de 1178. En otro de los sillares y en letra carolina
románica se grabaron dos líneas con una serie de nombres, quizás también en
referencia a personajes enterrados en el atrio: MICAEL: [E]T D(OMI)nICVS (Miguel
y Domingo), y más abajo, MICAEL: X...CA[E]LES (¿Miguel Miguélez?). Un
atento examen revela más epígrafes, algunos curiosos como el epitafio
bajomedieval de Pedro Martín “el cojo” y otros, casi grafitos por lo
poco profundo de las letras, y de muy difícil transcripción, como los
reproducidos por los autores antes citados (PÉREZ DE URBEL, J. y RUIZ ZORRILLA,
A., 1946, p. 178). Estos mismos transcriben la inscripción litúrgica antes
situada en la demolida sacristía sita el norte de la cabecera, y hoy recogida
en la parte oriental del pasaje entre la nave y la torre: [HEC] DICIT
DOMINVS / [QUI]CUMQUE VENE / [RIT IN] LOCO ISTO / [ET OR]AVERIT D[I / MITE]T
DEVS PECCA / [TO SV]O DOMINVS EXAV / [DIET E]VM AMEN, que consideran
perteneciente a un templo anterior al actual.
Constituyendo en cuanto a su arquitectura uno
de los ejemplares más canónicos de la provincia, posee sin embargo El Salvador
algunas peculiaridades dignas de reseñarse, tales el notablemente breve
presbiterio, la cripta bajo la cabecera, la separación de la torre del cuerpo
de la iglesia, la ausencia de portadas monumentales, la propia articulación
exterior del ábside y la tipología de las ventanas de la nave, con
desproporcionados arcos rodeando la saetera, rasgo que comparte con la iglesia
prioral de San Frutos del Duratón y con la de San Miguel de San Esteban de
Gormaz. Todo ello además de los ya suficientemente aludidos rasgos del pórtico
envolviendo dos de sus lados y del hecho de constituir un ejemplar enteramente
abovedado, rara avis en el románico del sur del Duero. Respecto al primero de
los destacados por nosotros, quizás sean los condicionantes topográficos –el
fuerte desnivel de norte a sur, y sobre todo al este y oeste del perímetro– los
que motiven el carácter exiguo del presbiterio, que altera la normal gradación
de los volúmenes; no parece en cualquier caso que se trate de un rasgo de
estilo importado, aunque sí fue secundado en dos las iglesias de la villa: San
Bartolomé y en mucha menor medida en Nuestra Señora de la Peña. Llamativa es la
existencia de una cripta bajo la cabecera, a la que no hemos podido acceder al
haber sido condenada bajo dos inexpugnables losas de caliza de considerable
grosor. De ella sólo alcanzamos a entrever las escaleras que le dan servicio
desde la nave y la pequeña saetera que le da luz sobre el basamento del ábside,
debiendo esperar su estudio a conseguir franquear el acceso por medios
mecánicos. Retengamos de todos modos la notable concentración de criptas del
románico sepulvedano, presentes en este caso, en San Justo y Santa María de la
misma villa y en la arruinada iglesia de San Julián de la Hoz.
Según mi entender, la separación de la
estructura de la torre, que pudiera aludir a un reforzamiento de su carácter
fuerte –como “bélico” lo llega a calificar BANGO TORVISO, I. G., 1994,
p. 166– parece deberse más a criterios constructivos que de defensa, siendo en
todo caso más apta como puesto de vigilancia que preparada para resistir asedio
alguno. La robustez de sus pisos bajos tiene que ver con la solidez y no tanto
con aspectos militares que hubieran al menos desaconsejado la apertura del piso
bajo de vanos, y nótese además que se halla dentro del perímetro amurallado.
Tampoco facilita la construcción en alzado del edificio, sino bien al contrario
y, de hecho, la ruptura de las hiladas en la unión del cuerpo de la torre con
la nave nos deja ante la evidencia de la posterioridad de la primera respecto a
la segunda, aunque sin resolver la incógnita del porqué no se adosó el
campanario, por otra parte aparejado con más menuda sillería. La separación de
la nave, que comparte con la iglesia soriana de San Esteban de Gormaz, fue
soslayada en el santuario de La Peña, que repite el modelo aunque conectando
torre y nave.
En cuanto a la renuncia a portadas
monumentales, el carácter realmente sobrio de sus accesos parece sugerir un
cierto apego a tradiciones prerrománicas –corroborado por algunos detalles
decorativos de las mismas portadas, relieves de las ventanas y del interior,
con cierta renuncia a lo figurativo quizás más fruto de la impericia– y por el
diseño en herradura del arco de descarga sobre el acceso occidental; hay además
en el muro, a ambos lados de éste y visibles al interior y exterior, sendas
rupturas de hiladas que afectan a nueve de ellas, que aunque no nos corroboran
la reutilización de un muro previo, sí revelan un titubeo en su proceso de
elevación, siendo además algo menos potente que los restantes. Similares
rupturas y cosidos, quizás meros ajustes en curso de obra, se ven en la parte
occidental del muro meridional.
Robusta, bien construida, cabeza de una serie
por lo demás no excesivamente larga y monumento esencial del románico del norte
segoviano, El Salvador se relaciona íntimamente con otros de los templos
fundamentales de éste, caso de San Frutos del Duratón, San Bartolomé, San Justo
y Santa María de la misma Sepúlveda y las iglesias de Fuentidueña. Todo ello
amén de sus evidentes similitudes con el foco de San Esteban de Gormaz –de
traza, que no de materiales constructivos– y de los débitos hacia lo leonés de
San Isidoro y su prolongación abulense, constituyendo un a modo de nudo
gordiano de la implantación del románico en las extremaduras castellanas.
Respecto a la polémica sobre la anterioridad o posterioridad de este templo
respecto al soriano, que cuenta con amplia nómina de prestigiosos historiadores
en ambos platos de la balanza, sólo añadiremos que la misma nos parece estéril.
Ya sea 1081 ó 1111 la data aportada por un canecillo de la galería soriana, y
refiérase o no a la construcción de la iglesia sepulvedana la de 1093, tales
fechas son preciosos jalones cronológicos que, entendemos, deben tomarse con
precaución. El análisis estilístico y formal, pese a resultar por momentos
farragoso, proporciona criterios objetivos para afirmar la comunidad de estilo de
ambos templos, bien notable en sus trazas, tipología de torres y ventanas. San
Esteban y Sepúlveda fueron plazas hermanadas por su carácter estratégico, ya
desde el siglo X constituyeron la punta de lanza de la futura expansión allende
el Duero de los reinos cristianos, confirmada tras el paréntesis militar que
supuso la supremacía de Almanzor. De su repoblación y engrandecimiento se
encargaron los condes castellanos y los reyes leoneses y aragoneses, y
comparten devenir hasta en su declive reciente, más acusado en el caso
segoviano por la complicada orografía. Queremos decir con esto que, cuando en
el tránsito entre la undécima y duodécima centuria se estaban alzando sus
templos, ambas localidades compartían un mismo espacio geográfico, político y
artístico, ajeno a los límites provinciales actuales. Y fueron, si no el mismo
equipo de artífices sí de una misma formación, los que levantaron la nave y
cabecera de El Salvador y San Frutos, y la iglesia y pórtico de San Miguel de
San Esteban de Gormaz. El pórtico de la que nos ocupa parece más tardío, de
mediados del XII.
El proceso constructivo de esta iglesia parece
iniciarse con la elevación de la cabecera y traza general en fecha cercana al
tránsito del siglo XI al XII, acorde con la proporcionada por la inscripción
(1093), continuándose hasta la elevación de la nave sin cesuras de importancia.
Ya dentro de la duodécima centuria, en sus primeras décadas, se alzaría la
torre al norte del cuerpo de la iglesia, finalizando el proceso con la
construcción del atrio, cuyos capiteles son obra del taller, de probable origen
burgalés, que hacia los años centrales del siglo trabajó en la nave de la
iglesia de los Santos Justo y Pastor de la misma villa.
Iglesia de Santa María o Nuestra Señora
de la Peña
El santuario de Nuestra Señora de la Peña,
patrona de la Villa y Tierra de Sepúlveda, se sitúa en el extremo septentrional
de la villa, junto a una de las hoces del Duratón. La primera mención a la
iglesia, bien que indirecta, la encontramos en el testamento de Hugo,
arcipreste de Sepúlveda –ca. 1120–, en el que firma como testigo un Dominicus
Dolquit de Sancte Marie. Aparece también en el reparto de rentas
capitulares de 1247 y sólo citada en la visita pastoral de 1446. Perdió el
templo su categoría parroquial en 1868, convirtiéndose en Santuario de la
Virgen de la Peña, el de mayor devoción de la zona norte de la provincia. Rara
avis dentro del patrimonio eclesiástico de nuestra comunidad, la iglesia
permanece habitualmente abierta, siendo numerosos los fieles que acuden cada
día para encomendarse a la Virgen. A su fe debemos el acceso franco, y a ella,
por respeto, deberemos adecuar nuestra visita.
Es junto a la de El Salvador, la más notable
construcción románica de la Villa, levantada en sus diversas fases en
espléndida sillería y relativamente bien conservada hasta nuestros días pese a
los añadidos, reformas y restauraciones. En sus muros y relieves, además, puede
seguirse prácticamente la evolución del estilo en Sepúlveda, distinguiendo
nosotros hasta cinco fases constructivas románicas en el edificio, que abarcan
desde las primeras décadas del siglo XII hasta bien entrado el siguiente. Y
pese a ello, el templo consigue guardar una cierta unidad de estilo, sólo
empañada por las adiciones modernas y notables reformas del atrio.
Repite en planta el modelo de El Salvador,
fielmente en la cabecera salvo que aquí se proporciona la longitud del
presbiterio, imponente torre situada al norte y tramo oriental de los cuatro
que componen la nave, que cronológica y estilísticamente encuadramos en una
primera campaña dentro de las primeras décadas de la duodécima centuria,
contando con el límite ante quem aportado por la inscripción grabada sobre el
vano abierto en la pilastra de la cara oriental de la torre, y que reza: hEC
TVRRIS / CEPIT EDIFI/CARI SVB ERA MC / LXXX II / MAGISTER / hVIVS TVR/RIS FVIT
DOMINICVS / IVLIANI QVI FVIT / DE S(AN)C(T)O STEFANO, o sea, “Esta torre
comenzó a edificarse en la era 1182 (año 1144). El maestro de esta torre
fue Julián, que era de San Esteban”.
Son muchas las elucubraciones a las que ha dado
lugar el texto, llegándose incluso a identificar a este maestro Dominicus
Iuliani con el autor del pórtico de El Salvador (PÉREZ DE URBEL, J. y RUIZ
ZORRILLA, A., 1946, p. 176). De lo que no deja lugar a dudas el texto es que la
construcción de la torre se inicia en el entorno de la fecha aportada, y por
lógica constructiva y funcional debemos pensar que para entonces la cabecera
estaría ya concluida, hecho que parece acorde con lo conservado.
Digamos antes de pasar a su análisis que posee
el templo una cripta abovedada bajo la cabecera, de imposible acceso hoy por
similares motivos a los de El Salvador, siendo visible la saetera que le daba
luz sobre el zócalo del ábside, englobado en el piso inferior del camarín de la
Virgen.
Pese a la moderna adición de tal camarín
barroco de la Virgen –obra de fines del siglo XVII– y la sacristía que lo
recubren, el ábside denuncia sus débitos respecto al de El Salvador, alzándose
sobre un basamento y articulándose el tambor en cinco calles delimitadas por
seis columnas entregas cuyos capiteles alcanzan la cornisa, de las que las
extremas se emplazan en el codillo del presbiterio. En los tres paños centrales
se abrían ventanas, sólo parcialmente visibles la meridional y la norte, y bajo
ellas corre una línea de imposta ornada con triple hilera de taqueado que
invade las semicolumnas. Otra imposta continúa la línea de los cimacios de los
capiteles de dichas ventanas, invadiendo asimismo las columnas entregas y aquí
decorándose con sucesión de geometrizadas lises entre zarcillos y hojitas
–motivo que ya vimos en San Bartolomé–, dibujando en los breves paños extremos,
como en su modelo, arcos abilletados a modo de chambranas que remedan las
reales.
Los arcos de las ventanas son doblados, el
externo liso y el interior abocelado, sobre columnas acodilladas de capiteles
con rudas abstracciones vegetales.
Tosca ejecución denotan también las cestas de
las columnas entregas y los canes que sostienen la abilletada cornisa; en los
primeros vemos hojas lanceoladas de nervio central bajo piñas y volutas; sigue
una curiosa cesta con dos mascarones humanos en los ángulos de cuyas bocas
brotan tallos ornados con contario que dan lugar, en los frentes del capitel, a
una especie de rodetes en los que se dispone un florón, composición que tuvo
cierto éxito en las iglesias aledañas, repitiéndose en un capitel suelto de Bercimuel,
otros del arco triunfal de la ermita de El Olmillo y uno de la portada de
Urueñas.
Otro capitel muestra una corona inferior de
hojas estriadas y superior de hojas afalcatadas entrecruzadas, no muy distante
de otra cesta de la cabecera de San Justo, mientras que el del codillo norte
está destrozado. La unidad constructiva se mantiene en lo decorativo en los
canes del presbiterio y hemiciclo, que con seco estilo se ornan con hojas
avolutadas, algunas acogiendo pomas, un portador de barrilillo, otro personaje
bebiendo de un tonel, una bailarina contorsionista y un juglar tocando el rabel,
una máscara monstruosa andrófaga, un personaje ataviado con manto de pliegues
paralelos apoyado en un bastón en “tau”, bayas, hojas escalonadas, una
máscara cornuda sacando la lengua, escaques, etc.
Interior
La cabecera se cubre con bóveda de cañón el
presbiterio y cascarón en el ábside, y aparece separada de la nave por una
reja, recubriéndose sus muros con retablos barrocos. Tras los del presbiterio
se adivina la articulación de éste con dobles arquerías ciegas sobre columnas,
cuyos capiteles visibles se ornan, uno, con parejas de sirenas de doble cola
que alzan con sus manos, y el otro con arpías en posición frontal con largas
cabelleras partidas y alas explayadas, éstas muy similares a las de la portada
occidental de Duratón, otras de San Miguel de Fuentidueña, o incluso de la
ermita del Tormejón de Armuña y la portada de Santo Tomás de Segovia. Su
estilo, más cuidado y evolucionado, responde a mano distinta que la vista en el
exterior, por lo que pudieran haber sido añadidos posteriormente.
El arco triunfal que da paso a la cabecera es
de medio punto, doblado hacia la nave con bocel y chambrana abilletada. Apea en
columnas entregas coronadas por capiteles decorados, el del lado del evangelio,
con una pareja de aves que entrecruzan sus largos cuellos picándose sus propias
patas, según esquema de probable progenie aragonesa que encontramos en
numerosas iglesias segovianas: triunfales de Sotillo, Becerril, Castiltierra,
interior de San Miguel de Fuentidueña, Fuentesoto y Santa María de la Sierra,
pila de San Juan de Orejana, portada de Santa María de Ayllón, etc. El capitel
del lado del evangelio acoge una probable representación de Daniel en el foso
de los leones. Su seco estilo mantiene estas cestas en la órbita de la primera
campaña constructiva, que podemos datar entre la segunda y cuarta década del
siglo XII.
Las obras debieron sufrir una momentánea
paralización, siendo bien netas las rupturas de hiladas en los muros de la nave
junto a los codillos que los articulan con la cabecera. Su reanudación debe
rondar las fechas aportadas por la inscripción de la torre (1144), momento en
el que se levanta su imponente estructura, la más destacada de todo el románico
sepulvedano. Separada del cuerpo del templo como las de San Miguel de San
Esteban de Gormaz y El Salvador, consta de dos pisos bajos, el inferior abovedado
y animado por arquerías ciegas sobre pilastras –modelo copiado luego en
Sotillo–, abriéndose en la cara oriental dos ventanas para iluminarlos. La
baja, sobre la que se dispuso la inscripción, es muy simple, mientras que en la
otra rodea a la saetera un arco de medio punto de arista abilletada sobre
columnas con capiteles ornados con una pareja de aves de cuellos violentamente
entrelazados volviendo sus picos contra sí mismas, y el otro con leones
afrontados que comparten cabeza. Sobre estos pisos bajos que hacen de basamento
se alzan los tres superiores de campanas, retranqueados y mediando una imposta
de nacela, a razón de dos arcos de medio punto doblados por cara.
Los del primer piso son lisos, evidenciando la
extrema potencia del muro, mientras que en los superiores se disponen columnas
bajo los arcos internos y en las caras exteriores, ornadas con rudos capiteles
vegetales de carnosos helechos, hojas lisas con pomas o brotes y –en la cara
sur– dos híbridos afrontados de aire maligno y cuerpo escamado mordiéndose la
cola, bajo cimacios de taqueado y celdillas. La comunicación entre la torre y
la iglesia se muestra hoy muy modificada, existiendo un acceso desde el exterior
a través de una muy desgastada portadita dispuesta en la cara occidental, de
arco de medio punto doblado. El ángulo suroccidental de la torre muestra signos
de su reconstrucción tras los destrozos ocasionados por un rayo en 1721,
cubriéndose el piso superior –al que no pudimos acceder– con una bóveda
esquifada.
El cuerpo de la nave, notablemente más alta que
la cabecera lo que permitía su iluminación por encima de ésta a través de una
ventana de arco en mitra sobre el triunfal, revela en las huellas de sus muros
al menos tres momentos, que explican tanto las rupturas de hiladas como las
irregularidades de sus cuatro tramos y la compleja adaptación de la portada
meridional al tercero de ellos.
Todos, sin embargo, articulan sus muros con
grandes arcos ciegos abocelados y doblados, sobre columnas con capiteles de
hojas lisas con pomas, entrelazos de cestería y cimacios con idéntico motivo.
Dos impostas recorren los muros, una
continuando los cimacios de tales capiteles que invade los haces de columnas y
la superior, de nacela, dando paso a la bóveda de cañón que cubre la nave, ésta
reforzada por fajones doblados sobre haces de tres columnas que al exterior se
corresponden con estribos prismáticos que alcanzan la cornisa. Todo parece
indicar que las obras avanzaron como es lógico hacia el oeste, pero con
condicionantes de traza que se nos escapan y extendiéndose en demasía en el
tiempo. Tales discontinuidades dejaron su huella en los muros y supusieron
cambios en el equipo de escultores.
A una tercera fase constructiva parecen
responder el tercer y cuarto tramos de la nave –de similares proporciones–,
mediando incluso en ella una nueva cesura, siendo notorias dos rupturas de
hiladas y los correspondientes cosidos tanto en el muro norte como en el sur, y
ello en sus uniones con la cabecera y el segundo tramo y entre el tercero y el
oriental. A esta fase parece corresponder la portadita hoy cegada abierta en el
muro norte del tercer tramo.
Proseguiría la construcción, tras una nueva
paralización o cambio de equipo, finalizando el cuerpo del templo con los dos
tramos más orientales, donde la adaptación a la obra ya en pie determinó la
notable irregularidad del segundo de ellos, trapezoidal. Quizás a esta fase,
que sería la responsable del abovedamiento de la nave, o al menos su
conclusión, podamos asignar la bella portada meridional del templo. Finalmente,
en una nueva campaña se recubrió la fachada sur con un bello pórtico, sumamente
alterado en época moderna (siglo XVI), y cuyo estilo y cronología parecen
rondar los años centrales del siglo XIII. Su construcción supuso la
modificación del tejaroz de la portada y parte del antecuerpo en el que se
abre.
El apartado escultórico, con las precauciones
que impone la reutilización de piezas, parece adaptarse al ritmo de cesuras
avanzado. En los tramos orientales, los haces de columnas que recogen los
fajones de la nave muestran, junto a cestas lisas o con entrelazos del tipo
visto en las arquerías ciegas, un capitel con un combate de jinetes armados uno
con rodela y el otro con escudo de cometa, ambos con yelmo y cota de malla,
cruzando sus lanzas.
En realidad, da la sensación de que esta pieza
fue incorporada posteriormente, lo que explica las fracturas de las cestas
laterales de entrelazos. Al mismo taller se corresponden sin duda los capiteles
de las columnas que separan el segundo del tercer tramo, ornados los del muro
norte con un Sansón desquijarando al león, dos parejas de dragones afrontados y
un muy desgastado combate de un infante con una bestia. En el muro sur vemos
una pareja de arpías de cuerpo de reptil y cabezas con rostro de efebo, el combate
de dos centauros sagitarios y dos bichas afrontadas de cuerpos de ave, colas de
reptil y cabezas felinas tocadas con capirote, en los dos casos bajo cimacios
de palmetas. Su iconografía y bella factura, pese al salvaje repicado que casi
acaba con el relieve, nos remite a las maneras de los mejores talleres
tardorrománicos del área burgalesa, soriana y navarroaragonesa, lo que también
podemos decir de otros casos segovianos como Sequera del Fresno, Grado del Pico
o Alquité.
Por último, los capiteles de los haces que
separan los dos tramos occidentales de la iglesia muestran un estilo bien
distinto, más seco, decorándose con hojas nervadas de puntas vueltas bajo
caulículos y otras lisas o grandes hojas de palma y helechos –similares por
cierto a algunos de la torre– con tetrapétalas en clípeos, motivo que reciben
también los cimacios. Bajo el coro, por último, son apenas visibles los
capiteles dobles del haz de columnas de los esquinales, uno rasurado y el otro
con grifos afrontados.
La cornisa de la nave nos deja ante una
espléndida serie de canecillos de variadas facturas, en los que supone mos
trabajaron los distintos talleres escultóricos. Ya ha sido publicada una
completa relación de los temas representados (ALVARGONZÁLEZ TERRERO, M. et
alii, 1996, pp. 135-139), por lo que destacaremos sólo algunos que ponen en
relación la decoración de esta iglesia con las de Fuentidueña, Duratón y
talleres más meridionales, caso de la serpiente sobre hoja partida, u otra
enrollada, los acantos de profundas escotaduras, el ave agachando la cabeza,
las bichas con capirote, la pareja de músico y bailarina, una pareja de damas
abrazadas, bustos humanos en variadas actitudes, prótomos de animales, grifos,
un ciervo, etc., en el muro sur. Los canes del muro norte, más desgastados,
parecen obra de manos más inexpertas, y vemos en ellos prótomos de carneros, de
grifos o monstruosos, en un caso devorando una presa, exhibicionistas, un
centauro sagitario, un lector, un desgastado asno arpista, un demonio, una
figura simiesca, pencas, rosetas idénticas a las de los cimacios de los haces
del primer tramo de la nave, etc.
La espléndida portada meridional, abierta en un
antecuerpo del tercer tramo de la nave y notablemente descentrada respecto al
mismo, consta de dos arquivoltas y chambrana de nacela con un junquillo
alrededor de un notable tímpano.
Es probablemente la más elaborada y ambiciosa
de todas las del románico segoviano, rematándose con un tejaroz en el que vemos
uno de sus rasgos más característicos, como es la cornisa de arquillos “habitados”
sobre canes entre los que se disponen metopas con florones, un grifo y otro
híbrido, que volveremos a encontrar en Sotosalbos, San Juan de los Caballeros,
San Millán o San Martín de la capital, y sintomáticamente en el pórtico
occidental de San Vicente de Ávila.
Aquí en los arquitos, trilobulados, se alojan
personajes sosteniendo filacterias, arpías, una figura femenina sedente y
velada, una probable Virgen coronada con el Niño, un anciano de largos cabellos
y barbas apoyado en un bastón (¿San José?), un felino de aspecto amenazador y
la lucha de dos infantes ataviados con cotas de malla. En los canes vemos a un
centauro sagitario disparando su arco, un guerrero a caballo, Sansón
desquijarando al león, dos figuras, una masculina y otra femenina sobre hojas y
en actitud orante, otros dos personajes muy destrozados y otro más junto a un
vegetal.Cierra el arco un tímpano dispuesto sobre un
ancho dintel, soportado por dos mochetas con dos bustos, uno masculino barbado
y otro femenino con velo. En el centro de este dintel se representó un crism
Cierra el arco un tímpano dispuesto sobre un ancho dintel, soportado por
dos mochetas con dos bustos, uno masculino barbado y otro femenino con velo. En
el centro de este dintel se representó un crismón flanqueado por una pareja de ángeles arrodillados, que lo señalan mientras asen
las dos aspas de la X, de las que penden el alfa y una peculiar omega. A ambos
lados de esta teofanía central vemos un personaje alanceando a un dragón, quizá
un milites Christi, la Iglesia triunfante (Ruiz Montejo) o San Miguel como
supone Poza Yagüe, que sí aparece en su forma angélica en el otro extremo, en
una turbulenta Psicostasis, casi forcejeando con el demonio que arrastra uno de
los platillos. En el tímpano propiamente dicho se representa una visión
celestial, con el Pantocrátor bendicente inscrito en una curiosa mandorla de
forma losange y rodeado por un Tetramorfos zoomórfico con el orden, en el
sentido de las agujas del reloj: Marcos-Mateo-Juan, Lucas. Rodea esta visión de
la Segunda Parusía un cortejo de seis ángeles portadores de filacterias, así
como los veinticuatro Ancianos del Apocalipsis dispuestos en sentido radial en
la arquivolta interior, con la Dextera Domini emergiendo de un fondo de
ondas en la clave, marcando un teofánico eje axial en la portada. Los Ancianos,
de canon chaparro y estereotipados plegados, portan como es tradicional redomas
e instrumentos musicales.
La arquivolta exterior se decora con un
primoroso tallo trenzado del que brotan finos acantos helicoidales, con puntos
de trépano, remedando –bien que de lejos– soluciones borgoñonas importadas en
San Vicente de Ávila. Iconográficamente se resumen aquí las ideas de la
superación del pecado, el Juicio Final y la visión de la gloria, quizás con una
alusión trinitaria según la reciente interpretación de Marta Poza. El origen de
los asuntos de este tímpano ha sido puesto en relación por dicha autora con ejemplos
de las Cinco Villas aragonesas y sobre con todo la portada septentrional de San
Miguel de Estella, aunque su algo rudo estilo emanaría de un taller de segunda
fila y probable formación local, vinculado como señala Ruiz Montejo a los de la
Tierra de Segovia. En cuando a su cronología, existen divergencias en la
historiografía, y aunque denota ciertos rasgos avanzados, no creemos sobrepase
las últimas décadas del siglo XII.
Apean los arcos de la portada en jambas
escalonadas –con un maltrecho entrelazo de cestería que nos recuerda al de la
cornisa de San Bartolomé– en las que se aloja una pareja de columnas
acodilladas, con capiteles en los que se representan el combate de dos parejas
de púgiles ataviados con cotas de malla y dos arpías afrontadas de cuerpo
reptiliforme volviendo sus cabezas, enredadas en tallos. Sus maltrechas basas,
de toro inferior aplastado, se asientan sobre altos podios. Los cimacios de
dichos capiteles, que se continúan como imposta por el antecuerpo, reciben fino
tallo trenzado y ondulado acogiendo hojitas.
Galería porticada
La última campaña románica de la iglesia, ya
dentro de las primeras décadas del siglo XIII, planteó una galería porticada
envolviendo las fachadas meridional y occidental de la nave, estructura
radicalmente transformada en una reforma del siglo XVI, que sustituyó la
mayoría de los arcos por los actuales escarzanos, y por la adición de la
sacristía al oeste y la casa del santero en el ángulo sudoccidental del mismo.
Restan, sin embargo, dos arcos del primitivo entre el cuerpo avanzado y la
sacristía, de medio punto, doblados y sobre pilares cúbicos. Como en San Martín
de Segovia, ante la portada se dispuso un nártex elevado respecto a la galería
y cubierto con una bóveda de crucería, para el apeo de cuyos nervios y formeros
se dispusieron haces de columnas contra la fachada, rompiendo las zonas altas
del antecuerpo de la portada.
Se muestra al exterior este atrio saliente con
una amplia portada de arco de baquetonado de medio punto de rosca ornada con
estilizaciones vegetales de seco tratamiento, al igual que las dos arquivoltas
inmediatas que lo rodean, la exterior con rosetas, finalizando con una tercera
de bocel entre medias cañas.
En los capiteles de este atrio vemos músicos
quizás tocando el organistrum acompañados de otra figura que sujeta su manto,
la caridad de San Martín con un ángel portador de filacteria tras el santo a
caballo, Sansón desquijarando al león acompañado a ambos lados por sendas
figuras masculina y femenina, la lucha de un infante con un león en presencia
de un varón, quizás aludiendo al combate espiritual contra el pecado, rudas
formas vegetales, etc.
El seco tratamiento del relieve, espinoso en el
caso de las palmetas de los cimacios, la presencia de flores de arum, etc., nos
pone en relación a este taller final con realizaciones tardías del entorno de
la capital, cuya labor se extiende dentro de las primeras décadas de la
decimotercera centuria.
Iglesia de los Santos Justo y Pastor
Cerca de la Puerta del Azogue, llamada del Ecce
Homo desde el siglo XIX, y frente al denominado por Martín, Tardío y Zamora
como “Postiguillo Viejo”, se sitúa esta interesante iglesia, en uno de
los barrios más antiguos de la población, ya referido en el documento de
donación por Alfonso VI al monasterio de Silos del priorato de San Frutos,
donde actúan como testigos algunos de los primeros repobladores, y entre ellos Sanctius
Navarro et Dominico Lupo de Sancto Iusto.
Un Paschalis presbiter de Sancto Iusto
aparece dando fe en el testamento del arcipreste sepulvedano don Hugo (ca.
1120), volviendo a encontrar referencia a Sant Iuste en el plan de
distribución de rentas del cabildo segoviano de 1247. Se le anejó hacia 1800 la
de San Sebastián, siendo suprimida poco después, y ya Madoz la cita como tal a
mediados del siglo XIX. Aun así, Quadrado refiere que “San Justo es [de las
parroquias suprimidas] la que más intacta permanece”.
Este complejo edificio es el fruto de una
sucesión de campañas constructivas, de las cuales al menos dos se inscriben en
época románica, con notables transformaciones en los periodos bajomedieval y
moderno, la última de las cuales –aparte las restauraciones– determinó en el
siglo XVIII su actual y algo anodino aspecto exterior, que en ningún caso
refleja tras sus fachadas la riqueza artística que atesora. Así lo resumía en
1900 Enrique Serrano cuando afirmaba que “bien poco es lo que anuncia aquí
por el exterior las bellezas que se encuentran dentro”, y es que las
sucesivas reformas de los siglos XV-XVI y XVIII nos acabaron privando de
prácticamente todo el perímetro exterior de las naves, aleros, ventanas y
portadas incluidas.
Describiré en primer lugar el conjunto del
edificio, para posteriormente pasar al análisis de la secuencia constructiva
que, a mi entender, determinó su actual configuración. Se trata de una iglesia
de tres naves hoy divididas en tres irregulares tramos, coronadas por cabecera
también triple de capillas compuestas de tramo recto presbiterial y ábsides
semicirculares, de los cuales se extradosan el central –alzado sobre una
notabilísima cripta– y el de la nave del evangelio, inscribiéndose el
meridional en el cuerpo de una recia torre. El templo se levantó en buena
sillería, utilizando dos tipos de caliza local, una dorada en el muro norte de
la nave del evangelio y el interior del ábside sur, y otra blanquecina con
manchas ocres en la capilla mayor, ábside del evangelio y la cripta. Los
gruesos muros de su torre se levantaron en calicanto, combinado con el ladrillo
de los arcos cruceros de la bóveda del piso superior y los arcos de los vanos
para campanas.
La cabecera concentra buena parte del interés
del templo y no pocos de los enigmas que aún encierra. Un somero análisis de su
planta ya revela una evidente disimetría en la traza de las tres capillas, con
lo que se entiende como una adaptación de la iglesia a una estructura
preexistente como es la torre, motivo por el que inicio la descripción por su
análisis.
La torre representa un elemento anómalo y
discordante planimétricamente respecto al resto de la iglesia. Retomando la
argumentación de los autores del estudio de las murallas de la villa, para
quienes “... la torre de San Justo (…) con toda probabilidad, ha de estar
relacionada con las funciones de la muralla” (MARTÍN AYMERICH, Mª D.,
TARDÍO DOVAO, T. y ZAMORA CANELLADA, A., 1990, p. 54), se abren dos
posibilidades, por cierto no incompatibles: bien su anterioridad respecto a la
iglesia, bien su adecuación a la cerca para realizar una doble función de torre
defensiva y campanario. De ella decía Gómez-Moreno –relacionándola con la de El
Salvador–, que era “quizás más antigua, está hecha de tapia, como obra
morisca, y se cubre con otra bóveda igual de ladrillo”. La reciente
excavación en 1996, realizada por la empresa GROMA y de cuyo informe,
consultado en el Servicio de Cultura de la Delegación de la Junta de Castilla y
León en Segovia, extraemos los datos que siguen, detectó bajo el ábside
meridional “la existencia de un cimiento escalonado de gran potencia, que
debió plantearse para una construcción de notable altura, cuya relación con la
torre u otro tipo de construcción anterior se desconoce”. Pienso, tras
observar dichos vestigios y con la prudencia que imponen las transformaciones
para su posterior uso como osario, que tales cimientos corresponden a los
propios de la estructura superior, perforados luego a nivel de la cripta.
Al interior, la torre deja ver el sistema de
construcción mediante tapias de encofrado, quedando las improntas de las tablas
así como los mechinales de las vigas precisas para su aparejo, con maneras muy
similares a las utilizadas en las torres de Santa María de Pedraza y San Millán
de Segovia, solapando como en la de la capital los muros alternamente para
facilitar la construcción y reforzar su estabilidad. Eleva la torre sus muros
enfoscados al exterior sin abertura ninguna hasta el cuerpo –creemos añadido–
de campanas, éste alzado en leve talud, con sillares reforzando los esquinales
y en el que se abren parejas de irregulares troneras de latericios arcos de
medio punto por lienzo.El ac
ceso al campanario se realiza desde el
presbiterio del ábside de la epístola a través de una escalera de caracol
inscrita en un cuerpo de sillería añadido al sur de la estructura y
parcialmente extradosado de ésta, caracol que deja paso en el penúltimo piso
ciego a un forjado de madera y una escalera del mismo material que permite
ascender hasta el remate. Sobre el paso adintelado de la escalera de caracol se
reutilizó modernamente una imposta con ajedrezado. Cúbrese el piso de campanas
con una bóveda esquifada de cuatro paños realizada en encofrado de calicanto,
con dos irregulares arcos entrecruzados de ladrillo que parten del centro de
los muros y que manifiestan la peculiaridad, ya vista en la ermita del Barrio
de Navares de las Cuevas, en San Millán de Segovia y en El Salvador de la misma
Sepúlveda –además de en la Torre Vieja de la Catedral de Oviedo–, de que uno de
los arcos es pasante y el otro entrego, careciendo de clave común. No creo que
se trate de una bóveda de crucería al uso, sino que ciertos detalles nos hacen
pensar en sus arcos, más que como elementos decorativos que resultarían
absurdos en un espacio oculto como éste, como auténticas cimbras para soportar
el tablazón del encofrado de la bóveda que, una vez fraguado, funcionaría como un
bloque ajeno a los empujes de la plementería de una crucería tradicional. Avala
esta idea la separación existente entre arcos y bóveda, ajustada al grosor de
una tabla, y recordemos además que en las bóvedas de San Millán de Segovia o en
las del primer tramo de las colaterales de San Miguel de Turégano parte de esta
tablazón permanece aún sobre los arcos. No es éste el lugar –ni lo permitirían
las premuras editoriales que se nos imponen– para ahondar en esta curiosa y muy
efectiva solución, propia de alarifes quizás moriscos como intuía Gómez-Moreno.
Sí pensamos que la construcción del cuerpo de campanas remata una estructura de
torre anterior –a la que se adaptó la traza de la iglesia– y debe ser pues
contemporáneo de la primera campaña románica de la iglesia.
La visión de la fachada oriental nos muestra el
acusado desnivel que tuvieron que salvar los ábsides, nivelados con el cuerpo
de las naves mediante una cripta a la que luego nos referiremos. La capilla
mayor articula su tambor absidal con tres columnas entregas cuyos capiteles se
integran en la línea de canes de la cornisa, llamando la atención que la
semicolumna más septentrional se dispone prácticamente en la unión con el
ábside del evangelio, debiendo librarla la cornisa de éste. En los paños
central y norte se abrían sendas ventanas, hoy cegada la del eje y sólo visible
la otra, que muestra su saetera de derrame al interior rodeada por un arco de
medio punto liso, con chambrana de triple hilera de billetes, sobre una pareja
de columnas acodilladas de canónicas basas áticas y sencillos capiteles
vegetales de alargadas hojas cóncavas con pomas en las puntas, bajo cimacios de
listel y chaflán uno y palmetas surgiendo de tallos el otro. Bajo la ventana
central es visible el maltrecho arco que rodea la saetera que da luz a la
capilla central de la cripta. Corona el muro del ábside mayor una cornisa con
tetrafolias y perlas, sustentada por los canes y los capiteles de las
semicolumnas. De éstos, uno recibe un piso de hojas carnosas de puntas rizadas
bajo otro de hojas lisas con cabecitas monstruosas en las puntas, el más
cercano a la torre muestra hojas afalcatadas entrecruzadas rematadas en volutas
y piso alto de caulículos, y el más septentrional, casi oculto por el alero del
ábside del evangelio, hojas cóncavas con pomas y un mascarón cornudo en el
frente, relacionándose así con los capiteles de la nave. Los canecillos, de
buena factura, reciben monstruos andrófagos de aspecto felino similares a otros
de Fuentidueña, prótomos de animales, algunos rugientes, rollos y hojarasca.
Sobre este ábside central es visible el muro de sillería del testero de la
nave, viéndose claramente el recrecido de la cubierta actual –con un bello
artesonado renaciente al interior– y la roza de la primitiva doble vertiente,
algo más baja.
Interior
Al interior, la capilla mayor muestra su
presbiterio ligeramente trapezoidal, armados sus muros por grandes arcos ciegos
y cubierto con bóveda de cañón sobre impostas de cuatro filas de billetes.
El hemiciclo aparece casi por completo
recubierto por un retablo barroco, quedando visible el codillo, y suponemos se
cubre con la tradicional bóveda de horno. Un arco triunfal doblado articula la
capilla con la nave, alzándose sobre una pareja de columnas entregas coronadas
por magníficos capiteles historiados. El del lado del evangelio recibe una
Adoración de los Magos, con los tres reyes coronados avanzando hacia la Sagrada
Familia portando sus presentes, los dos primeros de pie y el más próximo a ella
realizando la tradicional genuflexión. La Virgen y Jesús, desgraciadamente
mutilados, aparecen bajo un arco de medio punto en cuya enjuta es visible la
estrella de Belén, y parece que María sujetaba al Niño tendiéndolo hacia los
magos. En la cara que mira al altar, bajo otro arco de remate encastillado y
separado por una columnilla, se encuentra la figura de San José, tocado con un
bonete galllonado, con aire ausente y apoyando sus manos en un bastón “en
tau”. Sobre la parte superior de la cesta se grabó en bellos caracteres la
inscripción: MELChION: ET: CASPAR [¿A?]PVD IS…R: (¿T?)RES: [¿Æ?]TERNA:,
y en la enjuta del arco bajo el que se dispone María: [O]FE/RE(N)/TES.
El capitel frontero está dedicado a narrar el
martirio en Compluto de los santos titulares, los niños Justo y Pastor, a manos
del prefecto Publio Daciano a principios del siglo IV, en el contexto de las
persecuciones decretadas por Diocleciano. Comienza la lectura de izquierda a
derecha por la cara que mira al altar, donde ante un guardia armado con lanza
aparece sentado el prefecto, coronado como atributo de poder y él mismo
portador de un venablo, dirigiendo con el gesto de su desproporcionada mano la
ejecución de los hermanos. En el ángulo de la cesta una fragmentaria
inscripción lo identifica: [DAC]IANVS. En el frente, un verdugo, atento
a las órdenes del romano para decapitarlo, sujeta por la cabellera a San Justo
–mediando entre ambos un objeto difícil de reconocer, probablemente la piedra
que conservó las hendiduras de las rodillas de los mártires–, quien dirige su
plegaria a lo alto, rezando con las manos unidas mientras recibe el consuelo de
Pastor, quien lo ase por el brazo.
Sobre San Justo corre una desdibujada
inscripción que lo identifica: IVSTVS. San Pastor se dispone en el
ángulo de la cesta, también con un letrero (PAST/OR), siendo cogido por la mano
libre por un acólito que porta una especie de estandarte con la inscripción: IN
DO/MINO: / CON/FIDO, esto es, “en el Señor confío”. Esta figura
podría hacer alusión al ángel que confortaba a los niños, aunque carece de
atributos para que la identificación sea sólida. Una especie de columna debe
aludir, como señala Ruiz Montejo, a la flagelación previa de los santos niños
mártires complutenses. Un ciclo algo más completo lo encontramos en las
pinturas murales de la cabecera de la iglesia a los santos dedicada en la
capital. Ambos capiteles, obra de un mismo taller, repiten el canon chaparro,
la simplificación de los plegados y la caracterización de los rostros de las
figuras, de construcción algo cuadrada, labios de comisuras caídas, ojos de
pupilas excavadas en el caso de la Epifanía y abultados en el del martirio,
barbas de estereotipados mechones y grandes orejas. Estilísticamente lo
relacionamos con el escultor del capitel de la Visitatio Sepulchri de San
Miguel de Fuentidueña.
La capilla septentrional repite aproximadamente
la estructura de la mayor, con una sola ventana en el eje y al exterior una
semicolumna flanqueándola por el norte, el codillo del presbiterio y en el
centro de éste otra anómala columna adosada, parcialmente oculta por el muro de
la sacristía.
La ventana muestra el esquema de la antes
descrita, achaparrando algo su altura, con arco de medio punto, chambrana con
cuatro filas de tacos y una pareja de columnas acodilladas cuyos capiteles
manifiestan un estilo más evolucionado, ornándose el izquierdo con hojitas
acogolladas, bayas y caulículos en tres pisos, y su compañero con tres
mascarones felinos vomitando tallos que se entrecruzan y hojarasca; sus
cimacios muestran hojas rizadas y tetrapétalas en clípeos con zarcillos. El
alero que remata el muro presenta cornisa de nacela con puntas de clavo y bolas
sobre canes de proa de nave, rollos, un personajillo acuclillado estirando
desmesuradamente su boca con ambas manos, hojas lisas, rizadas o con brotes,
etc., rematándose la semicolumna con una cesta de hojas lisas y sobre ellas
otras rizadas. Bajo la restaurada cornisa del presbiterio –se grabó en ella un
96 en alusión a las últimas obras, de 1996– los canes muestran un cuadrúpedo
rampante, un prótomo felino sacando la lengua y, tras el capitel vegetal de la
semicolumna, un fracturado personaje nimbado, vestido con ropas talares,
portando un libro en su mano izquierda y alzando la diestra mostrando la palma.
Completan la serie otro prótomo y un can de rollos. En general, al exterior,
podemos observan una cierta evolución en la decoración respecto a la capilla
mayor, impresión acrecentada al interior, lo que hace pensar en una campaña
distinta aunque no excesivamente alejada en el tiempo, hecho que explicaría el
algo anómalo encuentro entre ambos ábsides.
Pese a todo, interiormente, la capilla del
evangelio guarda una correcta proporción con la mayor. Se alza sobre un banco
corrido abocelado y consta de breve presbiterio abovedado con medio cañón sobre
imposta de triple fila de billetes, corrida por el hemiciclo, y articula
también sus muros con arcos ciegos de medio punto, restaurado el meridional. A
él se acodilla el ábside, cerrado con bóveda de horno y en cuyo paño meridional
se abrió una credencia de arquito de medio punto. En el eje se dispone la ventana,
que repite la estructura descrita al exterior, decorándose sus capiteles con
sendas dobles parejas de aves opuestas que vuelven sus cuellos para picotear
cálices florales y granas, bajo cimacios de entrelazo de cestería y tallos con
hojarasca. Da paso a éste ábside un arco triunfal de medio punto doblado hacia
la nave, que apea en columnas entregas coronadas por una pareja de espléndidos
capiteles figurados. El del lado del evangelio recibe una mutilada pareja de
leones de rizada melena, afrontados agachando sus cabezas, dispuestos entre un
follaje que les enreda; su cimacio muestra un tallo ondulante con hojitas, que
debía continuarse como imposta por la nave.
El capitel frontero, de temática infernal, se
decora con un trío de demonios enredados en maraña vegetal, los laterales
cornudos, de rasgos simiescos, estirando desmesuradamente sus lenguas, mientras
que en el cimacio vemos tallos ondulantes acogiendo hojitas acogolladas que
brotan de las fauces de un mascarón demoníaco central.
Sobre el arco triunfal de esta capilla norte se
observa la roza de la sillería que marcaba la vertiente de la primitiva cubierta, hoy sobreelevada. Las hiladas se siguen perfectamente hasta más o
menos la mitad del tramo oriental de la colateral –sobre la puerta que da
acceso a la sacristía–, donde es bien notoria una ruptura de hiladas y un
cambio en el material. En efecto, la nave a partir de aquí sustituye la
blancuzca caliza con pintas ocres por otra más rosada. También observamos
discontinuidad en el engarce de esta capilla norte con la mayor, donde hubo de
añadirse un esquinal, quedando además la basa de la semicolumna que recibía el
formero románico, eliminado en época bajomedieval al unificarse los dos tramos
más orientales en uno solo, volteando sendos formeros de medio punto que
abarcan el primitivo espacio de ambos. Dicha basa muestra perfil ático, con
fino toro superior sogueado como el bajo, escocia y amplio toro inferior con
garras que son cabecitas de felino; sobre ella quedan restos de dos tambores de
la columna, las rozas de los desaparecidos e incluso el arranque del formero
suprimido.
Describo ahora el interior de la capilla
meridional, inscrita en el cuerpo bajo de la torre y que, a tenor de la
planimetría a la que hemos tenido acceso, no extradosa su hemiciclo. La
distribución interior es similar a las otras, alzándose sobre banco corrido de
fábrica de arista abocelada, con presbiterio abovedado con cañón recubierto de
yeserías barrocas y arcos ciegos en los muros laterales –sólo original el
meridional, que alberga el acceso a la torre–, y bóveda de horno cubriendo el
hemiciclo, sobre imposta de tetrapétalas en clípeos. En el eje se abre una
ventana en torno a una saetera abocinada al interior, con arco doblado de medio
punto, chambrana de triple hilera de billetes y columnas acodilladas de basas
áticas y cimacios de flores de cuatro pétalos en clípeos. Sus capiteles
muestran, respectivamente, dos parejas de aves opuestas volviendo sus cuellos
picando granas, y un presunto Sansón, personaje desquijarando a un león,
afrontado a otro que cabalga otra fiera alzando una maza. Le da paso desde la
nave un arco triunfal doblado sobre columnas entregas coronadas, bajo cimacios
de rosetas, por dos espléndidas cestas que relacionan a sus escultores con el
foco del Duratón; en una de ellas se afronta una pareja de leones y en la otra
se oponen dos arpías entre tallos y pámpanos. Para la construcción de este
ábside lateral se utilizó la caliza de tonos ocres similar a la que veremos en
el muro de la nave del evangelio.
Bajo la cabecera, para ser precisos bajo la
capilla mayor y el ábside del evangelio, se dispuso una excepcional cripta que
repite la estructura superior, al menos en planta, y determina la ligera
sobreelevación de la capilla mayor respecto a la cota de la nave.
Espléndidamente aparejada, se desciende a ella desde el tramo oriental de la
nave central a través de unas escaleras –en su día parcialmente cubiertas por
una bóveda de la que restan los arranques– que dan paso a un acceso de arco de
medio punto, moldurado con dos boceles entre medias cañas y exornado con cenefa
de carnosas tetrapétalas inscritas en clípeos, rodeándose por otro arco de
siete lóbulos que muestra un magnífico despiece y engatillamiento de sus
sillares. El arco polilobulado, bien que sea plausible se relacione con otros
del valle del Duratón como sugiere Ruiz Montejo, a nosotros nos trae al
recuerdo más los del exterior de la cabecera y altos sobre la fachada de
Platerías de la catedral de Santiago de Compostela, e incluso los del crucero
de San Isidoro de León.
La cripta, que muestra tramos rectos abovedados
con cañón y horno en los hemiciclos, comunica el espacio bajo la capilla mayor
con el del norte mediante un pasillo abovedado de 2,15 m de longitud. Las
proporciones del espacio mayor, que posee su mesa de altar y su saetera con
iluminación directa, son de 3,55 m de lado el tramo recto y 3 m de diámetro el
hemiciclo. Resulta sumamente curioso que el primero, como dijimos cubierto por
bóveda de cañón, recibiese con posterioridad cuatro columnas en los ángulos sobre
las que voltean –sin mediar capitel– dos arcos cruceros de perfecta traza pero
que, lógicamente, no llegan a conectar con la sillería del medio cañón de la
bóveda, quedando exentos en buena parte de su recorrido. Su función, meramente
ornamental, parece responder a un deseo de “modernizar” la estancia o,
simplemente, a un alarde de su autor, en cualquier caso un notable cantero. La
capilla central de la cripta y la del norte eran practicables, quizá destinadas
al culto de probables reliquias de las que, sin embargo, no hay constancia.
Hacia el sur, esto es, bajo la torre, se practicó un pasaje similar al del
enfrente, aunque no debieron atreverse a completar la simetría de la estructura
subterránea, suponemos que por miedo a debilitar la cimentación del campanario,
pues el pasillo rompe el calicanto de la misma, dando acceso a un osario. Junto
a la entrada de éste se observa el exterior del hemiciclo de la capilla central
de la cripta, con vestigios de un banco corrido de sillería de arista abocelada,
sobre el que apoya un muro de encofrado.
La capilla lateral, bajo el ábside norte, posee
también su saetera abocinada que le da luz. En su interior se conserva parte
del alero primitivo de la iglesia, con la cornisa que decora su bisel con
tetrapétalas en clípeos y las cobijas con florones y algunos canecillos,
especialmente interesantes por constituir el testimonio de la actividad en
Sepúlveda de un taller formado en el foco de Fuentidueña, cuya huella se deja
sentir también en otras iglesias como la de Duratón, expandiéndose por algunas
de los valles cercanos. Vemos así un canecillo con entrelazo de cestería, un
fracturado personaje, quizás exhibicionista, otra descabezada figura que con
ambas manos ase el grueso manto o capa de pliegues aplastados y oblicuos
terminados en zigzag, al modo visto en las iglesias de Fuentidueña y que
volveremos a encontrar en varias de la capital, y por último, otra figura
sedente. Es lástima que ambas estén descabezadas, aunque en la sacristía se
conserva una desgastada cabecita, probablemente procedente de un can o capitel
desaparecido, cuyo rostro redondeado, con ojos abultados y el rictus de su
boca, de labios de comisuras caídas, nos remite a los modelos propuestos,
próximos también a las figuras del atrio de Santa María de la Peña. Su estilo
tampoco se distancia mucho del de los capiteles del arco triunfal de la capilla
mayor. Con casi total seguridad, dada la afinidad estilística, pienso que del
primitivo alero de San Justo proceden los canes y cornisa hoy reutilizados en
un muro lateral del castillo que preside uno de los laterales de la plaza mayor
de la villa, donde se trasladarían durante las reformas dieciochescas que
eliminaron las fachadas sur y oeste de la iglesia. La cornisa es idéntica, con
florones en las cobijas, y en los canes se repite parte del repertorio que
vimos en la nave de Duratón, como allí señalamos con directa relación con las
realizaciones de San Miguel y San Martín de Fuentidueña: entrelazos de
cestería, tres peces, un personajillo de tobillos enmaromados que ase con sus
manos, una sirena de larga cabellera alzando su cola, una penca, un músico
tocando la viola con arco, un exhibicionista, un águila bicéfala, etc. En el
castillo se conservan además tres metopas ornadas con florones, y otras quince
aparecen desperdigadas por el interior de San Justo.
También junto a los restos del alero
almacenados en la cripta se conserva un cimacio ornado con bolas y flores de
cuatro pétalos, así como un capitel de ventana decorado con una figura
acuclillada asiendo con sus garras y pies el collarino, de pose y aspecto
simiescos, cornudo y de luenga barba trenzada, cuyo estilo nos lo aproxima a
los capiteles de la nave y a los del pórtico de El Salvador. Quizás proceda de
una de las suprimidas ventanas de la nave.
A ambos lados de la mesa de altar románica,
paralelepípedo de fábrica de 114 cm de ancho por 106 cm de altura y 81 cm de
fondo, se conservan dos relieves de notables dimensiones, representando uno a
un prelado y el otro la Virgen con el Niño. El primero, de 157 cm de altura por
55 de anchura y 33 cm de fondo, nos muestra a un obispo mitrado, con los brazos
doblados y alzados portando un libro y suponemos que bendiciendo con la perdida
diestra. Viste ricas ropas talares con brocados, recorridas por arbitrarios
plegados paralelos, en coma y en tubo de órgano en los laterales, que dotan a
la figura de cierto dinamismo.
Pese a todo, su factura muestra inferior
calidad al apóstol de Santiago de la misma Sepúlveda, aproximándose más a la
expatriada figura del San Martín de la cabecera de la iglesia homónima de
Fuentidueña. Por su parte, la Virgen, con rasgos dulcificados que anuncian de
modo explícito la nueva estética gótica, mide 141 cm de altura por 43 cm de
ancho y 38 de profundidad, y tanto su rostro como los plegados de su manto nos
llevan a datarla ya bien entrado el siglo XIII. Aparece sentada, tocada con
velo y corona y nimbada, con el Niño en su rodilla izquierda girado y en
comunicación con su madre, sosteniendo el Libro e imaginamos que bendiciendo
con su perdida diestra. María debía portar una flor o fruto, hoy también
desaparecido. Respecto a la ubicación original de estas figuras poco podemos
decir salvo que están preparadas para encastrar en un muro, quizás de la
primitiva fachada o –si pensamos en la cabecera de Santiago de Turégano–
incluso del interior del ábside.
Resta por hacer referencia a las naves, que si
bien presentan hoy tres tramos, como parece era su distribución original, éstos
no se corresponden con los primitivos. Una reforma bajomedieval, quizás de
mediados del siglo XV y contemporánea de la apertura al norte de la nave del
evangelio de la capilla funeraria de los González de Sepúlveda –dos de cuyas
lápidas se encuentran hoy en la cripta–, unificó los dos tramos orientales de
la nave con un solo formero, eliminando dos de los primitivos, de los que quedan
vestigios, así como de la semicolumna alineada a ellos en la nave norte.
Posteriormente, ya en el siglo XVIII, se derribó el hastial occidental
añadiendo un nuevo tramo a los pies de las tres naves y un coro elevado. En
origen, distribuían los tres tramos de las naves dos parejas de pilares cúbicos
con columnas entregas en los frentes para soportar formeros y fajones.
La nave central, en alzado, se articulaba en
tres niveles mediante impostas: una de listel y bisel a la altura de los
cimacios de los formeros que no invade las semicolumnas de los fajones, otra
sobre los formeros, que sí corre sobre las citadas semicolumnas, y una tercera
sobre la que partía la bóveda que –si llegó a voltearse– cubría la nave
central, con triple hilera de billetes. Entre estas dos últimas, en el tramo
central de ambos muros, se abrían dos ventanas de las que restan los arcos y
las cegadas saeteras, hecho que plantea la iluminación directa de la nave y no
pocos interrogantes. En efecto, si observamos con detenimiento los arcos
formeros que comunican las tres naves nos llamará la atención el torpe encaje
de los sillares del muro volado sobre ellos frente a la perfección del trabajo
de cantería tanto de los arcos como del resto de las fábricas. Da la sensación
así de que estos arcos fueron abiertos sobre un muro ya construido, que
correspondería a una iglesia precedente, de nave única luego ampliada con dos
colaterales. Ello explicaría la presencia de las ventanas en la nave, que ya se
cerrasen las colaterales con bóveda como parece o con madera a un agua serían
igualmente condenadas al ampliar la iglesia, y también la discontinuidad en el
muro visible en el engarce del cuerpo de la nave central con el muro volado
sobre la capilla del evangelio. El argumento cuenta, sin embargo, con no pocos
elementos en contra, como lo angosto de la estructura y la identidad de estilo
entre los rudos capiteles de los fajones de la nave central y los de los
formeros, ambos vinculados al taller que trabajó en el pórtico de El Salvador.
Los primeros reciben una sirena femenina tocando el olifante acompañada por un
espinario y un personaje simiesco acuclillado asiendo con sus manos las maromas
que aprisionan sus tobillos; en el frontero del lado sur se dispone otro
personaje barbado, igualmente acuclillado, asiendo con pies y manos el
astrágalo, entre hojas lisas picudas y cóncavas con bolas, iconografía que
vimos con tratamiento similar en la cesta de la columna entrega del exterior
del tramo recto de la capilla septentrional, recordando las hojas cóncavas con
pomas las de los capiteles de la ventana del ábside central. En los formeros,
los capiteles muestran variaciones de pencas y hojas cóncavas, algunas
sogueadas, junto a figuras simiescas acuclilladas y cornudas que vomitan
tallos. No entendemos la pretendida modernidad que atribuyen a estos capiteles
parte de los autores que se han ocupado de la iglesia, pues su estilo parece
más antiguo que arcaizante, en cualquier caso más propio del siglo XII que de
los finales del XIII o incluso principios del siguiente que les asigna Ruiz
Montejo. Además, como vimos, al menos los capiteles de la ventana absidal y uno
de los del alero guardan estrecha relación con los de la nave.
La hipótesis de secuencia constructiva que
cuenta con mejores argumentos –aunque deja sin explicación a las ventanas de la
nave central–, nos habla de un edificio proyectado junto a una torre entendemos
que anterior al templo y adaptada como campanario al asociarse éste, dotado de
triple nave y cabecera alzada sobre una cripta que salva el acusado desnivel,
al estilo de la cercana iglesia de El Salvador o de San Vicente de Ávila. En su
decoración intervendrían dos talleres escultóricos, uno imbuido de las maneras
del foco de Fuentidueña en la capilla mayor y el otro, más barroco y cercano a
los talleres del Duratón y la Tierra de Segovia (valle del Pirón), responsable
de la decoración de los ábsides laterales. Tras una cesura en la construcción,
las naves serían concluidas por un taller más local, quizás el mismo que
trabajó en el pórtico de El Salvador. Cabe la posibilidad, además, que parte de
la estructura de la nave central esté aprovechando los muros de una iglesia
anterior. Sea como fuere, sólo el interés del edificio rivaliza con su
complejidad, resultando su comprensión difícil en la contemplación directa y
por ello realmente intrincada la descripción.
Anotemos finalmente la existencia de unas
pinturas murales, descubiertas en 1982 al eliminar las yeserías barrocas que
cubrían el ábside de la epístola, que junto con el fragmentario vestigio de la
nave alta de Santiago constituyen los únicos testimonios pictóricos en el
románico sepulvedano, aunque quizás en este caso debamos hablar ya de un primer
gótico o de un gótico lineal. Acertamos a distinguir los trazos negros y ocres
que dibujan a un personaje tonsurado bajo una forma arquitectónica encastillada
bendiciendo a otro, también tonsurado y barbado, que junta sus manos en gesto
de oración ante él. Tras esta figura, quizás arrodillada, otra parece tirar de
una soga enganchada a una polea. Quizás estemos ante una escena de martirio. El
proceso de recuperación del edificio, iniciado en 1979, discurrió lento y con
grandes cesuras, aunque afortunadamente un nuevo proyecto de rehabilitación,
realizado en 1995 por los arquitectos Mata Wagner y Villanueva Lázaro y un aún
más reciente acuerdo, han permitido que en sus muros se instale un Museo de los
Fueros que, confiemos, permitirá el mantenimiento y pervivencia de una de las
iglesias más excepcionales –y de complicado estudio– del románico segoviano.
Románico en las Comunidades de Villa y
Tierra de Sepúlveda y Fresno de Cantespino
Alrededor de estas dos antiguas cabezas de
"Comunidad de Villa y Tierra" existe el más numeroso
inventario de construcciones románicas de la provincia de Segovia.
Suelen ser templos sencillos pero con abundante
decoración escultórica en capiteles, canecillos y metopas. También es
especialmente sobresaliente el numeroso plantel de galerías porticadas en
diferente estado de conservación.
Aunque el número de templos o restos de esta
zona llega a alcanzar el número de 40, quizás los de mejor calidad plástica son
el de Nuestra Señora de la Asunción de Duratón, La Natividad de Sotillo, San
Pedro Ad Víncula de Perorrubio, El Olmo, Aldehuelas de Sepúlveda, Santa Marta
del Cerro, Sequera de Fresno, Castillejo de Mesleón, Cerezo de Arriba y la
ermita de la Virgen del Barrio de Navares de las Cuevas.
Duratón
La localidad de Duratón, a orillas del río del
mismo nombre, se sitúa a unos 65 km al noreste de la capital y unos 7 km al
oriente de Sepúlveda. Desde esta villa podemos tomar el bien asfaltado camino
que parte desde la plaza pasando ante la parroquia de San Bartolomé y conduce a
Sotillo.
La ocupación humana del alto valle del Duratón,
atestiguada desde época prehistórica, nos dejó en las inmediaciones de la
localidad que nos ocupa un importante y enigmático asentamiento romano, con la
sorprendente y enorme estructura conocida como “Los Mercados”, un
cuadrado delimitado por un muro de opus cæmentitium de 125 m de lado al que se
accede por el camino de tierra que sigue hacia el norte cerca de la iglesia. El
yacimiento deparó junto a las estructuras arquitectónicas numerosos materiales
como cerámicas, monedas, basas, capiteles, vestigios escultóricos y, sobre
todo, mosaicos, que despertaron una temprana atracción ya desde el siglo XVI,
trasladada al plano arqueológico desde finales del XVIII, momento en el que
fueron reconocidas las ruinas y los hallazgos por el arquitecto Juan de
Villanueva. Fruto del interés de la Corona fue, además del descubrimiento de
unas más que probables termas y numerosos restos escultóricos, monetarios,
cerámicos y epigráficos –piezas luego muchas desaparecidas–, el traslado a la
Casita del Labrador del Palacio de Aranjuez de varios mosaicos exhumados
durante tales trabajos, que tras varios avatares pasaron al Museo Arqueológico
Nacional.
Una extensa necrópolis de época visigoda
constata la continuidad del hábitat en el entorno inmediato del templo
parroquial durante la transición del mundo tardoantiguo al altomedieval,
cementerio que, sito al norte de la iglesia y parcialmente excavado, aportó una
nutrida serie de enterramientos –al pie de setecientos, de los cuales algunos
sarcófagos pueden observarse en una finca cercana–, estelas, monedas, fíbulas,
broches de cinturón y elementos de ajuar funerario, así como vestigios
arquitectónicos, todos estudiados por su excavador en los años 40 del siglo XX,
Antonio Molinero, formando una excelente colección en su mayor parte depositada
en el Museo de Segovia.
Luego, un fastidioso silencio documental
envuelve a la localidad durante la Alta Edad Media. Por una confirmación de
heredades de Alfonso VIII al monasterio de Santo Tomé del Puerto, firmada en
agosto de 1192 y recogida en su confirmación por Fernando III en 1231, sabemos
que los canónigos de San Agustín tenían propiedades en Duratón (illam quam
habetis in aldea de Sancta Marie de Duraton). En la distribución de las
rentas del cabildo catedral de Segovia realizada en 1247, correspondían al
canónigo decano, Rodrigo, veintiocho maravedíes, cinco sueldos y siete dineros
anuales de las rentas de “Sancta Maria de Duraton”, la aportación más
alta de entre las parroquias del arcedianato de Sepúlveda. Esta cierta
vitalidad económica, a la que no será ajena la ambición constructiva y
decorativa de la parroquia, nos hace pensar en una población de relativa
importancia. Otra interesante noticia, igualmente tardía, es la recogida en la
colección diplomática de Sepúlveda, cuando en 1423 se realiza el deslinde de
las heredades que la Casa de la Caridad de dicha villa poseía en Duratón; se
cita aquí como referencia la “tierra de la Orden”, en alusión
probablemente a la de Santiago, pues se dice que “ha por aledannos de la una
parte tierra de Santiago e de la otra parte tierra del Benefiçio”.
Perteneció en lo administrativo la localidad al
ochavo de la Sierra y Castillejo de la Comunidad de Villa y Tierra de
Sepúlveda, aunque luego su término fue incorporado al de la Villa. Ya a fines
del siglo XVI consta la existencia de tres anejos –en esos momentos con 55
vecinos en total–, referidos por Tomás López a finales del XVIII y Madoz a
mediados del siglo siguiente, y aún señalados en el mapa realizado por
Francisco Coello hacia 1860, y que recibían los nombres de Molino del Griego
(también de Geriego o Giriego), El Corral y Serna.
Queda hoy el templo separado unos 300 m al
norte del caserío, en la orilla opuesta de éste, salvándose el río mediante un
puente de un solo ojo; sobre el edificio escribía Madoz que “está colocado
fuera de la población, lo que ofrece más comodidad a los vecinos de los tres
barrios”, celebrándose en él únicamente los días festivos, mientras que a
diario la misa tenía lugar en la ermita de San Isidro, dentro del casco urbano.
Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción
Es la de la Asunción una de las
iglesias rurales de mayor empaque y más interesantes de la provincia, tanto por
la innegable riqueza de su apartado escultórico como por algunas de sus
cualidades arquitectónicas. Sobre todo los primeros de tales atributos son
responsables de que se la considere cabeza de una serie comarcal, bautizada
como “taller de Duratón” por Inés Ruiz Montejo, y en la que se integran
las iglesias de Sotillo, San Pedro de Gaíllos, Perorrubio, Santa Marta del
Cerro, etc. La obra de dicha autora –fruto de su tesis doctoral y centrada casi
exclusivamente en el estudio estilístico e iconográfico de la escultura–
constituye la primera y principal aportación al conocimiento del edificio,
seguida casi sin discusión por el resto de los autores que han escrito sobre el
mismo, hecho que a la postre ha supuesto la práctica marginación del análisis
arquitectónico.
Presenta la iglesia planta basilical de
generosas proporciones, coronándose la nave única con cabecera dividida en
presbiterio y ábside semicircular, levantada en buena sillería de grandes
bloques labrados a hacha, que en las zonas bajas alcanzan el medio metro de
altura. Se alza sobre un banco corrido apenas resaltado en el bocel que lo
remata, visible sólo al interior.
Da paso al presbiterio un arco triunfal
levemente apuntado –moldurado con dos baquetones y arista– y doblado hacia la
nave por otro, también abocelado, que reposa en columnillas acodilladas en las
jambas de los machones. Un guardapolvos de perfil abiselado exorna el triunfal,
cuyos arcos descansan en gruesas columnas de basas áticas, con toro superior
atrofiado, escocia recta y grueso toro inferior con bolas, piñas, lengüetas de
caulículos o garras alancetadas, sobre plintos. Esta tipología de basa es común
a todas las columnas de la cabecera.
El presbiterio manifiesta en planta una cierta
irregularidad de trazado, resultando así ligeramente trapezoidal.
Sus muros laterales se animan con dos arcos de
medio punto moldurados con boceles quebrados en dientes de sierra, doblados por
cenefa de puntas de diamante ribeteadas de contario, apeando los arcos en
columnillas acodilladas.
Se cubre el tramo recto con una bóveda de
crucería cuyos nervios, que repiten la molduración del arco triunfal, apean en
columnas que se acodillan en los machones del arco y en los de los pilares que
recogen el toral del hemiciclo. La antes señalada irregularidad en planta del
espacio determina la del trazado de esta bóveda, especialmente notoria en su
clave –ornada con una simple roseta– y en las piezas de los nervios inmediatas
a ésta, recortadas a modo de cuñas para conseguir el encaje.
El hemiciclo se cubre con una bóveda gallonada,
generada por un toral de medio punto también moldurado con doble baquetón y
arista, y reforzada por sólo dos nervios que, sin compartir clave, se entregan
abruptamente a dicho arco. Estos nervios apoyan en gruesas columnas que dividen
el tambor absidal en tres paños, correspondiéndose al exterior con
contrafuertes prismáticos que se adelgazan en talud a la altura de los arcos de
las tres ventanas abiertas en cada uno, y continúan hasta la cornisa.
Constan las ventanas de rehechas saeteras de
fuerte abocinamiento al interior, rodeadas tanto interior como exteriormente
por arcos lisos de medio punto sobre columnas acodilladas y exornados por
chambranas de triple hilera de billetes al interior y simple chaflán al
exterior. Los cimacios de estos capiteles muestran perfil de listel y doble
nacela, mientras que sus basas tienen perfil ático de grueso toro inferior con
garras, sobre plintos. Los fustes, todos monolíticos, fueron en su mayor parte
rehechos.
Capitel
con grifo en la ventana del ábside, en la iglesia de Nuestra Señora de la
Asunción, Duratón, Segovia.
Al sur del presbiterio se adosó una sacristía,
eliminada por la restauración de los años setenta del siglo XX, que no obstante
atestiguó su existencia manteniendo al interior el arco de medio punto que le
daba acceso y, al exterior, la roza de la bóveda que la cerraba, cubierta que
supuso la destrucción de la cornisa y canes del muro sur del presbiterio.
Resulta sorprendente que la ligera diferencia de alturas entre la bóveda del
presbiterio y la del hemiciclo no se manifieste al exterior, donde las sobrecubiertas
están enrasadas. Los canecillos de la cabecera, de inferior calidad que los de
la nave y distinta mano, muestran pencas de puntas avolutadas o acogiendo
bolas, rostros humanos, un prótomo de felino devorando un personajillo del que
sólo vemos las piernas, dos desgastados exhibicionistas, masculino y femenino,
otra pareja en actitud procaz, etc.
La profusión de columnas en el interior de la
cabecera nos dejaante un rico muestrario de capiteles decorados con motivos
figurativos y vegetales, en los que es posible distinguir, dentro de la cierta
unidad del taller, al menos tres facturas distintas. En las cestas de las
ventanas vemos, en la abierta en el paño septentrional, al exterior, una ruda
arpía frontal de cabellera partida y alas explayadas y una pareja de zancudas
afrontadas enredadas en follaje; al interior, los capiteles son vegetales, respectivamente
de estilizadas hojas lobuladas recercando brotes acogollados y piso inferior de
palmetas y superior de brotes carnosos anillados el otro. En la ventana central
vemos al exterior una pareja de estilizados grifos rampantes afrontados y a
Sansón desquijarando al león, correspondiéndose dentro con un capitel de tallos
anudados de los que penden palmetas y una pareja de descabezados équidos
rampantes en el otro.
Finalmente, en la ventana meridional del
hemiciclo, al exterior uno de los capiteles muestra un mascarón monstruoso de
afilados dientes devorando a un cérvido, mientras en el otro se dispone un
enigmático personaje ataviado con túnica de acanalados y arbitrarios pliegues,
que más parece un sudario, rodeado por tallos avolutados que dibujan una
especie de mandorla vegetal. Los dos capiteles interiores, de superior calidad,
se ornan con dos pisos de hojas de puntas acogolladas, y la figura de un músico
sedente tocando la fídula entre tallos y hojas, del que retendremos la
caracterización de su rostro, con salientes pómulos, marcadas arrugas facetadas
y un curioso rictus de sus labios, con comisuras caídas. Pero es en las cestas
del triunfal y de las grandes columnas interiores donde se manifiesta la mayor
elaboración compositiva e iconográfica del taller, sobre todo en la pareja de
columnas entregas que recogen los nervios de la bóveda absidal.
La situada al norte de la ventana central nos
presenta un duelo de jinetes que cruzan sus lanzas sobre un fondo vegetal de
hojas y caulículos, bajo cimacio de entrelazo de cestería de espléndida
factura. Ambos contendientes montan estilizados corceles, a los que detienen
tirando de las bridas mientras tensan sus piernas con los pies en los estribos
para resistir la acometida del rival, gesto que acompañan las monturas con sus
cuartos delanteros.
Es notable el cuidado y minuciosidad que pone
el escultor en los detalles de los atalajes, estribos, bridas, espuelas y
arneses. Ambos jinetes se protegen con yelmos con nasal, y mientras el de la
izquierda porta una cota de mallas –insinuadas éstas a base de incisiones en
zigzag– hasta la rodilla, el otro viste túnica corta. Los dos embrazan escudos,
uno de tipo normando y el otro de cometa, con bandas perladas transversales a
modo de enseña; sólo el de la derecha parece además llevar al cinto la vaina de
una espada. Su estilo y más cuidada factura, con rasgos bien definitorios como
las marcadas arrugas nasolabiales de los rostros y el rictus de los labios de
comisuras caídas, denuncian la misma mano en el rabelista, el Sansón y los
grifos rampantes de las ventanas absidales, y sobre todo, el otro capitel que
recibe un nervio de la bóveda del hemiciclo, éste decorado con una Epifanía y
bajo cimacio de roleos y trifolias. En él, los tres magos, coronados y
barbados, avanzan ataviados con mantos de arbitrarios pliegues, portando en sus
manos veladas los presentes.
El más próximo a la Sagrada Familia realiza una
inverosímil contorsión, efectista gesto entre genuflexión y postración que es
correspondido por el brazo alzado de Jesús, sentado en el regazo de una
descabezada María, a cuya diestra se sitúa una flor de cuatro pétalos que debe
querer representar a la estrella de Belén. Tras ellos, y como es habitual con
aire ausente, se ubica San José, de pie, con la cabeza ladeada y apoyando uno
de sus brazos en el respaldo del sitial. Rematan las columnas que reciben el arco
que separa el presbiterio del hemiciclo dos capiteles, el del lado de la
epístola vegetal, con hojas lisas de nervio central hendido y pomas en sus
puntas, bajo cimacio de nacelas escalonadas y semibezantes.
El otro muestra dos parejas de aves afrontadas
las centrales y volviendo sus cuellos a las de los lados cortos, dibujando una
forma acorazonada en la que se instala un brote acogollado.
En el resto de las columnas de la cabecera,
tanto las de los arcos ciegos del presbiterio como las que recogen la bóveda de
crucería y las del arco triunfal, vemos otra factura –revelando el estilo menos
llamativo de la cabecera de San Martín de Fuentidueña–, aunque con casi total
seguridad dentro del mismo taller, si bien es cierto que el pésimo estado de
conservación de los relieves dificulta hasta su propia identificación. En los
capitelillos de los arcos del tramo recto hay una pareja de ángeles que alzan
en una mandorla una descabezada paloma, y otro casi perdido con un rudo y
desproporcionado personaje a la derecha del cual se labró lo que parece un pez.
Ruiz Montejo los interpretó como el Espíritu Santo y una figuración del Padre,
lo cual unido al de la Epifanía del ábside, tradujo como “la triple idea de
Salvación, Redención y Gracia”. Tal lectura nos parece muy forzada, máxime
no reconociendo nosotros en el relieve al supuesto Padre sosteniendo al Hijo en
sus rodillas. Acompañan a estos temas figurados los de una mujer con toca con
barboquejo flanqueada por dos destrozadas figuras barbadas, que Ruiz Montejo
interpretó como la historia de Susana narrada en el Libro de Daniel; dos aves
bajo caulículos, de largos cuellos gachos picándose las patas, repitiendo
fielmente otro de ventana de San Martín de Fuentidueña; un personajillo atacado
por dos animales irreconocibles y otro de ya imposible identificación.
En las columnas entregas del arco triunfal
vemos, en la del lado del evangelio, una probable representación de Daniel en
el foso de los leones, en cuyas fauces introduce sus manos; su sorprendente
identificación como elefantes es fruto de la confusión a la que induce el
estado del relieve, siendo bien claras las guedejas de las bestias. En el del
lado de la epístola se afrontan dos parejas de esfinges sobre tallos anudados y
hojarasca, mientras que en los de las columnillas que los flanquean vemos repetido
el tema de Sansón desquijarando al león, una cabecita de perro o lobo atacada
por dos aves –copia de idéntico motivo en San Martín de Fuentidueña–, un
personaje ataviado con faldellín plisado y cinturón perlado, de larga
cabellera, que se defiende o somete a dos irreconocibles bestias que le atacan
la cabeza y, por último, un personaje sedente mesándose su barba partida hasta
mostrar sus dientes y lengua, en gesto que más tiene de grotesco que del
habitual signo desesperación. En los cimacios de estos capiteles se repiten los
entrelazos, roleos con lises, palmetas u otras hojitas, etc.
La unidad constructiva que manifiesta la
cabecera parece perderse en la nave, levantada ésta en encofrado de calicanto,
sensación fruto de las reformas y la reciente restauración, en la que se
añadieron las dos desafortunadas ventanas neorrománicas de la fachada
meridional y prácticamente se rehizo el pórtico.
Aunque es probable que pronto la nave se
cubriese finalmente con madera a dos aguas, nos hace sospechar su primitivo
abovedamiento la presencia de tres truncados estribos escalonados en el muro
septentrional, que determinarían así cuatro tramos. Si a ello añadimos la
existencia en una trastera del edificio de una fragmentaria clave de bóveda de
crucería, labrada a hacha y ornada con un florón de doble corola y cuatro
cabecitas humanas en los ángulos, podemos aventurar, no sin reservas, que el
proyecto original planteaba, pese a la notable anchura de la nave, el completo
abovedamiento del edificio con crucerías. No sabemos si tal cubierta llegó a
realizarse, aunque la ausencia de responsiones en el interior no invita a una
respuesta afirmativa. En el hastial occidental se abrió una ventana rasgada
rodeada por arco de medio punto sobre columnas acodilladas, de las que subsiste
sólo uno de los capiteles, con una pareja de leones afrontados agachando las
cervices. En esta zona, adosada al ángulo noroeste de la nave, se añadió en
época barroca una torre de mampostería con piso alto en sillería, con cuatro
troneras y quiebro de la escalera de acceso al mismo sobre una hermosa trompa.
En las jambas del acceso y escalones inferiores se reutilizaron lápidas romanas
del cercano yacimiento.
Portadas
Cuenta la nave, notablemente más alta que la
cabecera, con dos portadas, abierta la principal al mediodía y la otra en el
hastial occidental.
Se abre la primera en un antecuerpo de renovada
sillería rematado hoy por cornisa de tetrapétalas en clípeos, y consta de arco
de medio punto liso con su rosca animada por carnosas rosetas inscritas en
medallones con zarcillos en los ángulos, exornada por una cenefa de roleos.
Lo rodean dos arquivoltas, la interior
moldurada con tres cuartos de bocel en esquina retraído y la externa lisa, con
la rosca ornada de florones acogollados con espádice central, todo protegido
por chambrana de triple hilera de billetes.
Apean los arcos en jambas escalonadas de
aristas matadas por baquetones, coronadas por impostas de zarcillos acogiendo
flores –hacia el oeste– y una complicada composición en la que, inscritas en
clípeos vegetales, se ubican dos flores de arum enfrentadas de las que brotan
tallos que se anudan resolviéndose en brotes lobulados. Este barroco esquema
vegetal, que aquí se muestra con cierta frescura, lo vamos a ver repetido, con
tratamientos dispares que llegan a su casi geometrización en buen número de edificios
de la capital tales La Trinidad, Santa Eulalia, atrios de San Millán, o la casa
de la Plaza de Avendaño, así como en las iglesias de Prádena, ermita del
Carrascal de Pedraza, Valle de San Pedro, Caballar, La Cuesta, Sotosalbos y en
un cimacio interior de Ortigosa del Monte. Apoyan las arquivoltas en dos
parejas de columnas acodilladas, de menor diámetro las exteriores y sólo de
fustes exentos las otras, sobre basas áticas de grueso toro inferior y plintos,
con perfil similar a las del interior de la cabecera.
Las coronan desgastados capiteles en los que
vemos, en los del lado izquierdo del espectador, una cesta con entrelazo de
cestería y hojitas acogolladas con granas en el exterior y dos parejas de
grifos rampantes opuestos y afrontados dos a dos y enredados en tallos. De los
dos capiteles del lado derecho, algo mejor conservados, nos muestra el interior
una pareja de jinetes afrontados, ataviado con túnica uno y sobre ella un manto
el otro, ambos sujetando las riendas de sus ricamente enjaezadas monturas mientras
con la otra alza uno un halcón y el otro un objeto hoy irreconocible, que bien
pudiera corresponder con otra rapaz. En el capitel exterior encontramos uno de
los iconos del taller, como es la sirena de larga cabellera partida y doble
cola que alza con sus manos.
La portada occidental repite de forma más
modesta la estructura de la anterior, con arco de medio punto de rosca ornada
con rosetas octopétalas de botón central en anillos de tallos, rodeado también
por dos arquivoltas, la interior con bocelón y la otra lisa, con carnosas
tetrapétalas en medallones decorando su rosca, el conjunto rodeado de chambrana
de tres filas de billetes. Apean los arcos en jambas escalonadas en las que se
acodilla una pareja de columnas cuyos capiteles reciben, el izquierdo del espectador
dos parejas de aves opuestas que vuelven sus cuellos para juntar sus picos
creando una forma acorazonada en la que se dispone un tallo resuelto en dos
caulículos y tallos que las enredan; en el otro vemos una pareja de desgastadas
arpías en posición frontal y con las alas explayadas. Coronan las jambas dos
impostas, respectivamente, con roleos y trifolias de carnoso tratamiento en un
lado y tetrapétalas en el otro.
En los aleros de la nave se sitúa una
espléndida colección de canecillos, sosteniendo una cornisa ornada con
tetrapétalas en medallones formados por dos zarcillos y entre medias dos
hojitas. En ellos se deja sentir la buena mano de los escultores de las portadas,
desplegando el repertorio característico de este nuevo taller que interviene en
la decoración de la iglesia, motivo por el que describiré aunque sea
sucintamente cada pieza.
Comenzando la relación por el muro
septentrional, y de este a oeste, vemos: simple nacela; entrelazo de cestería;
un águila bicéfala; hoja picuda de nervio central ornado con contario; ave
atrapando en su pico una serpiente que se enrosca en una de sus patas; prótomo
quizá de cánido; mascarón monstruoso devorando a un personajillo, del que ya ha
engullido la cabeza, muy similar a uno del ábside de San Miguel de Fuentidueña;
grifo rampante de cuello vuelto; arpía frontal de cabellera partida, alas
explayadas y plumaje marcado en el cuello, con caracterización fisonómica que
vuelve a remitir a modelos de Fuentidueña; hoja picuda con helecho; prótomo de
cánido de grandes y enhiestas orejas; entrelazo de cestería similar al
anterior; can de finos rollos; carnosa penca lobulada de nervio hendido y poma
en la punta; nacela; hoja lisa de nervio central y remate avolutado; roleo que
dibuja una “S” invertida en la que se alojan dos lises; prótomo de
bóvido de gran cornamenta; nacela con bastoncillos; penca de nervio central con
contario; personaje ataviado con pesado manto un objeto alargado
que no reconocemos y caracterizado con el tipo de rostro tan propio del taller
de Fuentidueña; tallo del que brotan dos zarcillos; espinario; tres peces,
motivo como otros aquí reseñados idéntico al que encontraremos en el desplazado
alero del castillo de Sepúlveda; penca de nervio central hendido; descabezado
felino recostado; entrelazo similar a los anteriores; tallo doble incurvado en
forma de “S” con dos lises, recordando motivos de iniciales miniadas y que es
repertorio del taller de las cabeceras de Fuentidueña; nacela con finos rollos;
nacelas escalonadas, y roleo en “S” con lises.
Continuaremos la descripción de los canes del
muro meridional, esta vez de oeste a este: desgastada serpiente enroscada;
nacela con finos rollos; muy erosionado personaje frontal, ataviado con un
pesado manto; crochet de nervio central doble y bordes lobulados; entrelazo de
cestería similar a los del muro norte; figura humana alzando en ambos brazos
sendos ramos rematados en lises, con la saya ceñida por cinturón y referente
también en el alero de Fuentidueña; felino recostado; fémina sedente y desnuda salvo
el calzado, con las manos sobre el sexo y algo ante él que suponemos es una
escena de parto, en asociación escénica con el siguiente; embarazada desnuda
salvo la toca y el calzado, llevándose las manos a su abultado vientre; arpía
en tres cuartos, de larga cabellera; juglar tocando la vihuela de ocho cuerdas
con arco, asociado al siguiente; bailarina de cabello recogido por cofia con
los brazos en jarras; basilisco; descabezado personaje apoyado en un bastón “en
tau”; áspid, serpiente enroscada con monstruosa cabecita felina, que remite
a modelos abulenses que encontramos también en Turégano, Fuentidueña, Madrona o
Perorrubio; grotesco personaje de aire entre simiesco y demoniaco, con garras y
dos mechones bajo el cuello, enmaromado por sus tobillos y asiendo con ambas
manos la soga, que recuerda similares asuntos en Fuentidueña, San Millán, La
Trinidad y San Juan de los Caballeros de Segovia y San Vicente, etc. de Ávila;
músico sedente tocando la viola con arco; bailarina o acróbata relacionada con
la figura anterior similares a motivos de Fuentidueña; hoja picuda de helechos;
tallo en “S” invertida con lises; torso de personaje con las manos sobre
el pecho, ataviado con saya y grueso manto, o quizás ropas talares; abad u
obispo con casulla y capa sosteniendo lo que parece un fracturado báculo y la
diestra sobre el pecho; fracturado; felino recostado; descabezado personaje
ataviado con pesado manto de pliegues plisados; crochet de nervio central con
contario; personaje sedente leyendo un libro que sostiene sobre sus rodillas;
sirena femenina de cabellera partida con su diestra sobre el mentón y alzando
su cola con la otra; músico tocando una siringa.
En estos sesenta canes, como repetidamente
señalamos, se despliega buena parte del repertorio y maneras del taller que
trabaja en la ornamentación exterior de los ábsides de San Martín y San Miguel
de Fuentidueña, con la característica definición de escamas y plumajes, o la
construcción algo cuadrada de los rostros, con marcadas arrugas nasolabiales,
pupilas y orificios nasales trepanados, rictus de los labios ora recto, ora
sonriente, cabelleras de mechones paralelos y peinados a cerquillo. Entre las indumentarias,
retendremos los pesados mantos de pliegues tumbados y plisados, que como otros
de los rasgos de estilo parecen inspirarse en formas abulenses (San Vicente),
no necesariamente de modo directo, pues los hallamos en otros edificios de la
capital segoviana (San Millán, San Sebastián, San Juan de los Caballeros). La
marca de este estilo quedó grabada, en Sepúlveda, en el desmembrado alero hoy
repartido entre la cripta de la iglesia de San Justo y el castillo.
Galerías
La galería que envuelve las fachadas meridional
y occidental de la iglesia es algo posterior a la nave, y fue prácticamente
reconstruida durante la restauración de los años setenta del siglo XX. Gracias
a fotografías anteriores a esta intervención podemos comprobar tanto la
necesidad de la misma como su anteriormente alterada disposición, lo que
explica ciertas irregularidades iconográficas. En su remonte se mantuvieron los
arcos que, aunque cegados, se encontraban “in situ”, completándose el
resto en función de los capiteles exentos y entregos. La panda de los pies,
como en la iglesia soriana de Andaluz o en El Salvador de Sepúlveda, debió ser
siempre ciega, sólo dotada del acceso que se reconstruyó; el acceso oriental a
la galería se liberó con la demolición de la sacristía adosada al sur del
presbiterio que lo cubría. Se estructura así con una portada aproximadamente
alineada con la de la iglesia, cuatro arcos de medio punto con chambranas
abilletadas, sobre dobles columnas de fustes pareados y otros seis hacia los
pies de idéntica traza, todos sobre basas áticas de toro inferior aplastado y
con lengüetas, sobre finos plintos. Los cimacios repiten la delicada
ornamentación de roleos acogiendo brotes en sus meandros.
Cuenta el atrio con tres portadas, de las que
la occidental –prácticamente rehecha en la restauración– y la oriental muestran
idéntica tipología, con arcos lisos de medio punto, y dos arquivoltas
achaflanadas, la interior con greca plisada en zigzag y arquitos secantes, los
dos perlados, y la externa con rosca ornada con círculos perlados secantes.
En la oriental, hasta la intervención oculta
por la demolida sacristía, se conservan los capiteles de las columnas
acodilladas, vegetales a base de acantos muy recortados y rizados en la corona
superior, similares a otros del pórtico de Perorrubio y de la portada de
Castroserna de Arriba.
Mayor interés presenta el acceso meridional,
con su arco polilobulado ribeteado por banda perlada y dos arquivoltas, la
interior con bocel entre medias cañas y la otra con nueva mediacaña y clípeos
perlados secantes. De las columnas que se acodillan en las jambas apenas
podemos distinguir la decoración vegetal de sus capiteles, aunque la tipología
del arco nos refuerza las relaciones de esta iglesia con las de Sotillo,
Castroserna de Arriba, El Olmo, Turrubuelo o la alcarreña de Villacadima.
Los doce capiteles dobles que coronan las
columnas, cuatro entregos y el resto exentos, constituyen uno de los conjuntos
más llamativos de la escultura del norte de la provincia.
El primero de ellos, en lectura de los pies a
la cabecera, recibía una hoy destrozada pareja de felinos de lomos arqueados y
largas patas, mientras el que sigue es una cesta lisa fruto de la restauración.
El tercero, espléndido, es vegetal, con grandes
hojas de acanto de fuertes escotaduras y espinoso tratamiento, que acogen piñas
en sus puntas, recordándonos una destrozada cesta del pórtico del Salvador de
Segovia y otra del de San Pedro de Gaíllos.
Tras él hallamos uno de los dos dedicados en el
pórtico al ciclo de la Infancia de Cristo, auténtico icono del taller y uno de
los más hermosos del románico segoviano. Organiza la composición dentro de un
marco arquitectónico, donde las figuras se encuadran en una arquería sobre
finas columnillas de capiteles vegetales, siendo en el ritmo de dos arcos por
cara de medio punto los laterales y rebajados los de los frentes.
El sentido de lectura es el contrario al de las
agujas del reloj, iniciándose ésta con una combinación de la Anunciación y la
Visitación donde, por exigencias compositivas, el arcángel aparece solo,
dirigiéndose a una María ya fundida en el abrazo con Santa Isabel.
En el frente que mira a oriente se desarrolla
la Natividad, con Jesús en la cuna recibiendo el calor del buey y la mula y
sobre él un sorprendente ángel turiferario de acaracolados cabellos, túnica de
abarrocados plegados y magnífico despiece de alas que emerge de una nube
apoyándose en la columnilla central y proyectando su incensario hacia el lecho
donde yace María. Este brusco movimiento del incensario genera una línea de
tensión que conduce la mirada hacia las figuras de la parte derecha de la escena,
bajo otro ángel turiferario pareja del anterior, que con su diestra hace ademán
de levantar el a modo de lienzo que simboliza la cueva de Belén. Allí, en un
lecho y cubierta por un paño que cae en pesados pliegues en tubo de órgano
resueltos en cola de milano, se encuentra la Virgen, acompañada de dos mujeres
veladas, sin duda las parteras Salomé y Zelomí de que hablan los apócrifos
Protoevangelio de Santiago XVIII-XX y Evangelio del Pseudo Mateo XIII-XIV,
fuentes de inspiración del escultor.
Tras María, en la cara interior del capitel, se
dispone San José, sentado en una silla ornada con prótomos y garras de felino y
como es habitual con aire ausente, una mano en el mentón y la otra apoyada en
un bastón “en tau”. Tras la columnilla, la figura que completa esta cara
corta es la de un pastor, ataviado con capa con caperuza y acompa por tres diminutas ovejas, esencialización del anuncio o adoración de los pastores que, por motivos coñadompositivos similares a los de la Anunciación, queda reducida a la
mínima expresión.
La conversación entre dos personajes que ocupa
el frente occidental de la cesta, uno de pie y cubierto con caperuza y el otro
en el trono, coronado y con poblada barba de bucles acaracolados, la
interpretamos como la información recibida por Herodes de manos de uno de los
príncipes de los sacerdotes judíos, que desencadenará la Huida a Egipto y la
Matanza de los Inocentes. Refuerza esta idea la cola demoníaca que surge del
vestido del judío, que imaginamos no luce el bonete gallonado característico
para no crear confusión respecto a la figura de San José del capitel de la
Epifanía, que debía formar pareja con éste aunque hoy se encuentre desplazado
al otro lado del pórtico.
Siguiendo el orden actual, vemos en la
siguiente cesta seis parejas de aves afrontadas picando racimos que brotan de
los tallos que actúan como eje de simetría de las aves, dividiéndose en dos
ramas resolviéndose en brotes acogollados y enredándolas. Destacamos en él el
soberbio tratamiento de los plumajes y, en general, la espléndida factura, que
contrastamos en el capitel siguiente, ornado con una maraña de tallos
entrelazados con brotes incurvados.
El capitel entrego de este lado se orna con
ocho arpías aladas de rostro de efebo y cuerpo escamoso resuelto en cola de
reptil que se enreda en una de sus patas, con pezuñas de cabra.
Al este del acceso se inicia la serie con dos
mutiladas aves en actitud de ataque, con las alas semi-desplegadas, sobre un
fondo de acantos similares a los antes descritos, con fuertes acanaladuras y
puntos de trépano.
Le sigue una espléndida cesta con cuatro
parejas de cápridos rampantes ramoneando los brotes que coronan los tallos que
los envuelven, demostrando el escultor un notable tratamiento de las texturas.
Dos capiteles con similar temática aunque
dispar ejecución los encontramos en el atrio de San Lorenzo de Segovia, y otro
en la galería de San Juan de los Caballeros, si bien es cierto que en ambos
casos su lastimoso estado no permite profundizar en las relaciones.
El capitel siguiente contiene el tema de la
Epifanía, por lo que su primitiva ubicación debía ser inmediata al de la
Natividad antes descrito. Repitiendo la composición bajo arcos y también en el
sentido contrario al de las agujas del reloj, surge la duda de si las figuras
de los tres magos a caballo constituye el inicio o el final de la narración,
según se considere el viaje de los reyes hacia Belén o su partida eludiendo el
encuentro con Herodes, pues falta la estrella que lo dilucidaría. Preferimos sin
demasiada convicción el segundo supuesto, pues el gesto de los dos primeros
magos en la ofrenda, señalando hacia lo alto con sus dedos índices extendidos,
pudiera encerrar una velada alusión al astro guía, demostrada como antes quedó
la capacidad de síntesis del escultor. Iniciando así la lectura, como en el
otro, por la cara corta, en este caso la interior del pórtico, vemos a estos
dos primeros magos de pie, señalando a lo alto y portando en sus manos veladas
las redomas con las ofrendas.
En el frente occidental, el rey más cercano a
la Sagrada Familia realiza la genuflexión mientras se dirige al Niño, quien,
sentado sobre la pierna izquierda de su madre, extiende un fracturado brazo
hacia el oferente, mientras en la otra mano sostiene un libro. María, sentada
en un trono ornado con prótomos de felino, porta velo y corona y se atavía con
túnica y manto, levantando en su diestra una flor, con una disposición y
tratamiento que la aproxima más a las tallas del primer gótico que a la tradicional
imaginería mariana románica.
Capitel
de la Adoración
En las roscas de los arcos que albergan a los
magos se grabaron, en letra carolina mezclando mayúsculas y minúsculas,
probablemente contemporánea o no muy posterior a la de la labra del capitel,
los letreros que identifican a los reyes, con un error que duplica a Gaspar y
elide a Baltasar: mechior / Japar / Gaspar. Además, en la enjuta del arco, una
enigmática inscripción reza: histas literas (estas letras), mientras que
en el astrágalo vemos otra que dice: abas abate; todas parecen grabadas
con posterioridad y cierto descuido.
Siguiendo con la lectura, tras la Virgen y el
Niño vemos a San José, nuevamente en actitud ausente, apoyado en un bastón y
ahora tocado con su tradicional bonete gallonado. Completan la escena los tres
magos a caballo, como antes señalamos quizás eludiendo el encuentro con
Herodes. En caracteres medievales se grabaron las letras AV junto a uno
de los reyes, leyéndose en caracteres más modernos el letrero “cavallo”
sobre la grupa de una de las monturas.
Luego viene un capitel con cuatro centauros
sagitarios disparando sus flechas contra híbridos de cuerpo alado de reptil,
colas enroscadas, pezuñas de cabra y monstruosas cabezas felinas, en algún caso
de mechones llameantes; en el capitel entrego que finaliza la serie, por
desgracia muy mutilado, asistimos al combate entre un guerrero que acaba de
desmontar, vestido con cota de malla que le protege totalmente y armado con un
gran escudo, clava su espada en un felino rampante de cuerpo escamoso.
Resta por describir el abarrocado alero del
atrio, donde la decoración, lastimosamente conservada, se extiende a los
canecillos y metopas. En los primeros podemos adivinar una notable calidad de
ejecución pese a lo desgastado del relieve, que decae en las cobijas, talladas
en reserva. Junto a los recurrentes florones en estas últimas, encontramos
varias asociaciones escénicas como la formada por un músico que entrecruza las
piernas, otro tocando la vihuela, una juglaresa con un pandero, un acróbata y
una bailarina. Pero sobre todo destacan las escenas extraídas del ciclo de los
meses, a modo de fragmentario y deslabazado mensario, relacionado por
Castiñeiras con los alcarreños de Beleña de Sorbe y Campisábalos.
Reconocemos así la poda de la viña, la siega de
la mies, un jinete con halcón, un rústico calentándose al fuego acercando a la
lumbre un pie desnudo mientras alza un atizador, otra figura ricamente ataviada
sentada ante una mesa, una posible matanza del cerdo, un labriego transportando
al hombro un carnero, otro conduciendo a los cerdos, otro con una azada, un
personaje trasegando un líquido, y otro bebiendo. Junto a estos temas vemos una
escena de caza, con un peón haciendo sonar el olifante mientras empuña una
lanza, acompañado de dos lebreles y que debe relacionarse con el ciervo de gran
cornamenta de otra metopa, un destrozado jinete, y un posible avaro, con una
voluminosa bolsa al cuello y sobre un florón. Entre los combates, vemos en un
canecillo cómo un infante clava su lanza en un mascarón monstruoso que atrapa
con sus fauces uno de sus pies, idéntico motivo y tratamiento que volveremos a
encontrar en el alero del pórtico de Sotosalbos; un peón con cota de malla,
protegido por casco, escudo y espada, alanceando a un felino; un Sansón
desquijarando al león; la lucha de dos infantes, uno con lanza y el otro a
espada; otros alanceando híbridos de largos cuellos, uno de cabeza cornuda; un
mascarón felino devorando una presa. Entre los animales, distinguimos un pavo
real, el prótomo de un bóvido, un dromedario y dos felinos pasantes, mientras
que entre los híbridos, hay arpías encapuchadas, otras masculinas de largos
cuellos, grifos, etc. Finalmente, además de algunos bustos y un destrozado
demonio, otros reciben motivos vegetales, como los recurrentes florones y
tallos en medallones, o acantos helicoidales.
Domina en este alero, como es habitual en los
casos parangonables de San Juan de los Caballeros o San Millán de la capital,
Sotosalbos o Sotillo, la temática profana, mezclándose el mundo de lo
cotidiano, sobre todo actividades agrícolas y ganaderas, con la fauna real o
fantástica y los combates. Como anecdótica se presenta la figuración de Sansón
y el león, triplicada en la decoración de la iglesia.
Además de la clave de bóveda antes citada, hay
varios restos escultóricos dispersos por el interior de la iglesia. Junto a la
portada occidental se conserva un capitel doble descontextualizado, entrego,
labrado por tres de sus caras y que debe proceder del atrio, aunque no sepamos
encontrarle un lugar certero en la actual disposición del mismo. En su
destrozado frente se repetía el duelo de jinetes que blanden lanzas, de los que
apenas restan los cuartos traseros de los caballos, aunque sí la pareja de peones
que los acompañaban, ambos armados con mazas y escudos y vestidos con cota de
malla. Sobre los jinetes se grabaron sendas inscripciones casi irreconocibles
por el cemento que las cubre, aunque en una creemos leer DOMINUS. Sus
medidas son 52 cm de frente por 44 cm de alto y 30 cm de ancho. Junto a la
cabecera, además, encontramos un capitel de esquina de hojas alargadas
resueltas en cogollos y aire gotizante, un fragmento de basas corridas con
lengüetas y un rudo capitel de hojas cóncavas con piñas, labrado por sus cuatro
caras al estilo de los de los parteluces de las torres.
Junto a las inscripciones ya señaladas, son muy
numerosos los letreros y grafitos en todas las superficies del templo, y
especialmente en el pórtico. Reflejamos así la que reza “angelus” sobre
el situado encima del Niño del capitel de la Natividad, amén de otras
ilegibles, como la emplazada en la basa del capitel de los cápridos. Junto a
otros grafitos claramente modernos, y aunque cronológicamente excede de largo
el objeto de este estudio, señalemos la presencia en uno de los sillares del
ábside de dos inscripciones. La primera de ellas, fragmentaria e inacabada,
reza: EN EL AÑO DE 1557 A (invertida) / BO, y parece una mala copia de la
otra, muy gastada, donde leemos: A CATORCE dE / dYCYENBRE dE 1647 / AÑOS YZO
GRAN / DE ABENYD(A) DE RY / O(S) EN ES(¿paña?).
Ya para finalizar, digamos que es patente el
carácter avanzado de la arquitectura de La Asunción de Duratón en la solución
de las cubiertas de la cabecera, cuya tipología nos lleva a unas fechas a
caballo entre los siglos XII y XIII. Encontramos algunos ejemplos parangonables
de estos abovedamientos aún dubitativos en el tardorrománico castellano y
leonés, sobre todo en la cabecera de San Pedro Apóstol de Perdices (Soria) y,
denunciando una mayor madurez, en las también sorianas de San Bartolomé de Ucero
o San Juan de Rabanera y San Nicolás de la capital, la de Santa María de Arbas
del Puerto (León) o La Magdalena de la ciudad de Zamora, edificios todos cuya
cronología se inscribe entre los últimos años del siglo XII y las primeras
décadas del siguiente. La cubrición de la nave se acabó realizando a una altura
notablemente superior a la de la cabecera, dejando así un muro volado sobre
ésta que permitió la actual y curiosa vertiente oriental del tejado.
Pero sobre todo es el apartado escultórico el
que ha dado justa fama a la iglesia de Duratón, al ser considerada como cabeza
o núcleo primitivo de un prolífico taller que de esta iglesia toma su nombre,
según la documentada opinión de Ruiz Montejo. Y bien es cierto que el
repertorio formal antes descrito parece funcionar como referente para buen
número de pequeños templos de las comarcas aledañas, con una dispersión de sus
artífices por los valles de la vertiente norte de la Sierra de Guadarrama que
les hará entrar en contacto con maneras de hacer bien diversas, de raigambre
leonesa meditada en lo abulense en unos casos, burgalesa, soriana o aragonesa
en otros, así como con artífices formados en otros focos de la provincia como
sobre todo el de Fuentidueña, del que como señala la citada autora, pueden
rastrearse claros influjos en la propia iglesia que nos ocupa. Aceptando lo
anterior, quisiéramos introducir un matiz respecto a tal caracterización, pues,
a nuestro juicio, más que un “taller de Duratón”, vemos en la iglesia
una sucesión de tres talleres escultóricos distintos, siendo reconocible en
cada uno de ellos unas formas características, una mano rectora del estilo o “maestro
principal” y unas fuentes de inspiración diversas. El primero de ellos
aborda la decoración de la cabecera, y en él destaca la figura del llamado por
Inés Ruiz “Maestro de la Epifanía”, responsable del capitel de tal
asunto, la lucha de jinetes, y los de las ventanas con un rabelista, Sansón y
el león y los grifos. Otros como las esfinges o el personaje mesándose las
barbas mantienen cierta calidad, mientras que en el resto ésta va decayendo
hasta llegar a lo burdo en algunos casos, aunque el gran desgaste del relieve
dificulte el análisis. El segundo taller que trabaja en la iglesia realiza las
dos portadas, la magnífica serie de canecillos de la nave y, probablemente, la
ventana del hastial occidental, aunque aquí la erosión vuelve a entorpecer la
aproximación. Estos artífices, al menos dos, creemos se formaron en las
cabeceras de San Miguel y San Martín de Fuentidueña, impregnándose allí de
resabios abulenses. A éste sucede un tercer equipo de escultores, responsables
de la ornamentación del pórtico, donde vuelve a ser neta la presencia de un
buen cincel –el “maestro de la Epifanía” de Ruiz Montejo– en la mayor
parte de los capiteles y canes, junto al menos otras dos manos más inexpertas
en el resto de piezas, rozando incluso la rudeza en algunas de las metopas. Una
huella de este último taller la creemos encontrar en los capiteles y cornisa
del atrio de San Lorenzo de la capital.
La concatenación de estos estilos escultóricos,
que lógicamente iría supeditada al curso de la obra arquitectónica, no parece
dejar grandes cesuras temporales. Por ello, si aceptamos las últimas décadas
del siglo XII para la cabecera, con su novedosa solución de cubierta, y los
años finales de la misma centuria o primeros de la siguiente para la nave, la
finalización de la galería porticada bien podría encuadrarse en las primeras
décadas del siglo XIII, pues aunque en las formas parecen surgir ya dejes gotizantes,
lo sustancial de las mismas se pliega a los preceptos de una rigidez bien
románica. Se presenta así esta iglesia de Duratón, por ese carácter de punto de
encuentro de tradiciones decorativas, como fundamental para entender buena
parte de los motivos que llenarán el tardorrománico segoviano hasta los años
finales de la decimotercera centuria, y ello tanto por la calidad de sus
producciones como por el amplio repertorio formal que utiliza, auténtica fuente
icónica para los talleres menores.
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