martes, 17 de noviembre de 2020

Capítulo 20 - Pintura barroca española - Escuela andaluza siglo XVII

 

Primera mitad del siglo XVII
La escuela andaluza 

ALONSO CANO ALMANSA (Granada, 19 de febrero de 1601-ibídem, 3 de septiembre de 1667)
Pintor, escultor y arquitecto español. Por su contribución en las tres disciplinas y la influencia de su obra en los lugares donde trabajó, se le considera uno de los más importantes artistas del barroco en España, siendo además el iniciador de la Escuela granadina de pintura y escultura. Importantes discípulos suyos fueron los pintores Juan de Sevilla, Pedro Atanasio Bocanegra y José Risueño, también escultor, y los escultores Pedro de Mena y José de Mora entre otros.
Su padre, Miguel Cano, era un prestigioso ensamblador de retablos de origen manchego, su madre, María Almansa (natural de Villarrobledo), quien también podría haber practicado el dibujo. Establecidos en Granada, al poco tiempo nació Alonso, siendo bautizado en la parroquia de San Ildefonso, donde se conserva un retablo con las trazas de su padre. Alonso aprendió sus primeras nociones de dibujo arquitectónico y de imaginería, llegando a colaborar tempranamente en los encargos granadinos de su padre, pues muy pronto sus progenitores comenzaron a descubrir su talento. Se dice que, en una visita a Granada del pintor Juan del Castillo en 1614, éste advirtió las grandes dotes del muchacho y aconsejó a su padre que lo llevase a Sevilla, donde había un ambiente artístico más acorde con su talento. 

Compañero de Velázquez
En 1614 o 1615 se traslada junto a su familia a la ciudad de Sevilla, donde al poco tiempo entra en el taller de pintura de Francisco Pacheco, el más prestigioso maestro de la ciudad, maestro de Velázquez, de quien fue compañero y con el que mantuvo amistad durante toda su vida. Se considera tradicionalmente que se formó como escultor con Juan Martínez Montañés, aunque no hay constancia documental de ello. Su primer cuadro conocido y firmado, un San Francisco de Borja (Museo de Bellas Artes de Sevilla) con la inconfundible huella de Pacheco, es de 1624, dos años antes de obtener el título de Maestro Pintor. En esta época seguiría colaborando con su padre en el diseño y ensamblado de retablos. En 1627 muere, al parecer de parto, su primera esposa, María de Figueroa. Vuelve a casarse en 1631, esta vez con Magdalena de Uceda, sobrina del pintor Juan de Uceda. 

En Madrid
En 1638 Cano se trasladó a la capital, donde el valido de Felipe IV, el poderoso conde-duque de Olivares, lo nombró pintor de cámara. Fue también profesor de dibujo del príncipe Baltasar Carlos. Por su proximidad a la corte, Cano pudo conocer las colecciones reales, ricas en pintura veneciana del siglo XVI y en obras recientes de su colega Velázquez. Todo esto ayuda a explicar su evolución, del tenebrismo derivado de Caravaggio a un estilo más colorista y de figuras elegantes que a veces recuerdan a Van Dyck. 

Acusado de asesinato
En 1644 su esposa murió asesinada, siendo Alonso acusado de su asesinato, llegando incluso a ser torturado, aunque no se le pudo condenar, al no haberse demostrado que fuera culpable. Tras un año de estancia en Valencia, refugiado en el convento de San Francisco, vuelve a Madrid, donde en 1647, sería nombrado mayordomo de la Hermandad de Nuestra Señora de los Siete Dolores. 

Regreso a Granada
En 1651 regresa a Granada con el propósito de ordenarse sacerdote y obtener un puesto de canónigo en la catedral. En espera del puesto (que obtuvo en 1652), trabajó en numerosos proyectos para la catedral, así como para otras iglesias, monasterios y conventos de la ciudad, especialmente los pertenecientes tanto a la rama masculina como la femenina de la orden franciscana. En 1660, luego de una estancia en Madrid y en Salamanca durante la cual recibió los hábitos de sacerdote, se reintegró a la catedral de Granada como canónigo y terminó su serie sobre la vida de la Virgen para esa iglesia. Pocos meses antes de su muerte recibió el título de maestro mayor de la catedral y diseñó su fachada, que se construyó póstumamente. Fue enterrado en la cripta de la catedral de Granada.
Tuvo un carácter pendenciero e intervino en duelos. Pese a ganar grandes cantidades de dinero, mantuvo muchas deudas a lo largo de su vida, llegando a pisar la cárcel, aunque su amigo Juan del Castillo pagó sus deudas. 

Obra
La obra de Alonso Cano ha sufrido, quizá más que la de ninguno de sus contemporáneos, pérdidas irreparables a lo largo del tiempo. Incendios, guerras, robos, saqueos, nos han privado de una parte importante de su legado. En la actualidad se halla dispersa y, en ocasiones, oculta o mal conservada; pocas de las obras se encuentran aún en su ubicación original. Sigue siendo, sin embargo, un legado inmenso que abarca, además de pintura y escultura, obras arquitectónicas de relevancia. Mención aparte merecen sus dibujos, de los que se conserva gran número y que permiten seguir el desarrollo de la carrera de este artista y su gran influencia en los ámbitos en los que ejerció su labor (Sevilla, Madrid, Granada).
Sus obras fueron, al comienzo de su carrera, una mezcla entre el manierismo italiano y el Barroco. Al igual que Velázquez, evolucionó del tenebrismo predominante en Sevilla a un estilo más colorista, aunque con carácter propio, puede decirse que, junto con Velázquez, su obra supone un punto de inflexión en la pintura española de su época hacía una tendencia más idealista. 

Pintura
Podemos distinguir tres periodos estilísticos en su obra. De su primera etapa sevillana es poco lo que nos ha llegado, la aportación más temprana es el citado San Francisco de Borja (Museo de Bellas Artes de Sevilla) y algunas obras menores. Hacia 1635 se observa un importante cambio con obras con un colorido más brillante y una interpretación más lírica de los modelos de Pacheco, como en La Visión de San Juan de 1637 (Londres, Wallace Collection) o la perdida Santa Inés de la que se conserva, sin embargo, una buena copia descubierta recientemente. Este avance estilístico de mitad de la década de los 30 hace pensar en una posible visita a la Corte en esa época (no documentada) antes de su marcha definitiva a Madrid en 1638.
En su primera etapa madrileña algunas pinturas destacadas son El milagro del pozo alusivo a San Isidro Labrador (Museo del Prado), y el Retablo del Niño Jesús de la Catedral de Getafe. También son suyas el Cristo atado a la columna y Cristo flagelado por dos verdugos conservados en el Convento del Santísimo Cristo de la Victoria de Serradilla (Cáceres). Datado en 1646 un Cristo Crucificado​ de calidad indiscutible, que sigue el modelo establecido por Pacheco y seguido también por Velázquez de los cuatro clavos y cuerpo que descansa sobre supedáneo de madera, procedente del Convento de San Martín de los benedictinos de Madrid, se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando junto a un singular conjunto de obras que incluyen un Cristo y la Samaritana​ de marcada inspiración veneciana, misma que Cano aprendió cuando participó en la restauración de las pinturas dañadas con el incendio del Palacio del Buen Retiro.
Establecido ya de nuevo en Granada, recibe el encargo más importante de su vida, completar la decoración de la capilla mayor de la Catedral de su ciudad natal con siete enormes lienzos con episodios de la vida de la Virgen, que constituyen lo principal de su obra pictórica y uno de los conjuntos más impresionantes de la pintura barroca europea.
El dibujo fue fundamental como parte del proceso creativo de Alonso Cano. Ya sus coetáneos destacan su gran habilidad, su extraordinaria inventiva y su exquisita técnica, a lo que se añade la cualidad de saber dibujar cualquier cosa, desde un motivo arquitectónico a una figura. 

San Francisco de Borja (Museo de Bellas Artes de Sevilla)
Nos encontramos con una de las primeras obras del pintor, según Pérez Sánchez, realizada aún mientras se encontraba en el taller de Pacheco.
Aunque en muchas ocasiones se ha intentado conectar con las obras del joven Velázquez, en mi humilde opinión, no me parece tan caravaggiesco.
Evidentemente está entonado en pardos y la luz está fuertemente dirigida, pero ni el tipo (realista pero sin los excesos casi feístas de lo caravaggista) ni la aparición de un cierto fondo, corresponden al estilo.
Hay, además, un incipiente clasicismo e idealización que serán típicos del autor, y un eco lejano del manierismo anterior en la pequeña visión de la izquierda.
Con todos estos datos más bien parecería una evolución personal de la pintura de Pacheco a la que se dota de mayor realismo y una factura mucho más fluida, con una luz intensa al modo de las que realizaran los  Bassano, cuyos cuadros se conocían perfectamente en Sevilla.

Aparición de Cristo Salvador a santa Teresa de Jesús, 1629
Óleo sobre lienzo, 99 x 43,5 cm. Museo del Prado
Este cuadro y su compañero con la Aparición de Cristo crucificado a santa Teresa de Jesús representan dos aspectos de la personalidad de santa Teresa. Esta pintura describe una de las visiones que proporcionaron fama de santidad a Teresa, a quien vemos arrodillada ante la aparición de Cristo resucitado. Ese encuentro aparece narrado en Las moradas, una de sus obras más difundidas. Allí (Morada VII, cap. II) afirma que se le representó el Señor, acabando de comulgar, con forma de gran resplandor y hermosura y majestad, como después de resucitado, y le dijo que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas, y Él tendría cuidado de las suyas. Teresa se sirve de la descripción de ese encuentro para definir cómo se operó en ella el paso desde la unión espiritual al matrimonio espiritual, un dato importante para precisar el origen de estas dos obras. Desde que ambas se incorporaron a los estudios sobre Alonso Cano, en 1955, se llamó la atención sobre la posibilidad de relacionarlas con el retablo de Santa Teresa del convento carmelita de San Alberto, en Sevilla. Su decoración fue contratada por Alonso Cano en noviembre de 1628, y en el contrato se especificaba el tema de varias de sus pinturas. Aunque no se había podido asociar directamente el asunto de ninguna de estas dos obras con las escenas que aparecen en el contrato, si entendemos que, desde el punto de vista carmelita, la aparición de Cristo resucitado a santa Teresa equivale al matrimonio místico entre ambos, es posible ya establecer esa asociación, pues una de las pinturas que Cano se comprometía a realizar tenía como asunto el desposorio de Cristo y santa Teresa de Jesús. En cuanto a su compañera, sería uno de los cuadros cuyo tema no especificaba el contrato, y que se dejaban a la elección del padre Francisco de Ortega. Ambas obras destacan de manera especial por ser anteriores a 1638, el año en que el artista abandonó Sevilla para establecerse en Madrid. En esas primeras décadas de su carrera, Cano desarrolló un estilo muy distinto al que cultivaría tras su marcha de Sevilla, y que se caracterizaba por el peso tan importante que tenía en él la técnica descriptiva y la iluminación naturalistas (Texto extractado de: Memoria de Actividades 2013, Museo Nacional del Prado). 

La Crucifixión, 1635 - 1665.
Óleo sobre lienzo, 130 x 96 cm. Museo del Prado
La Crucifixión es probablemente la imagen cristiana más característica, y sin duda fue una de las más representadas y coleccionadas en la España de los Habsburgos. En casi todas las iglesias y capillas se encontraban esculturas o pinturas de Cristo en la cruz, en sus variadas formas, y en las casas particulares servían como objetos devocionales. Los temas relacionados con la Pasión, que subrayan el carácter humano de Jesús y su sufrimiento, fueron centrales en la vida espiritual de la España del Siglo de Oro. Al plasmar estas escenas, los pintores y escultores se proponían conmover al observador al igual que lo hacían los poetas y predicadores con sus respectivos medios de expresión. Dado el carácter público de la devoción en ese entonces y la familiaridad de los españoles del siglo XVII con el arte sacro, imágenes como esta eran para la mayoría de ellos inseparables de la experiencia piadosa. Sobre un fondo oscuro de sombrío ambiente crepuscular y horizonte bajo, el cuerpo pálido, bañado en un resplandor sobrenatural, parece emanar una luz interior. La posición de la cabeza, inclinada hacia el pecho, y la herida en el costado sugieren que ya ha muerto. La gravidez del cuerpo sin vida está plasmada con destreza, y la anatomía proyecta un efecto general de gracia sutil.
La elegancia de la postura está realzada por el uso iconográfico de tres clavos -posible porque 
Jesús tiene un pie colocado sobre el otro- en vez de los cuatro clavos representados usualmente por los pintores de la escuela sevillana. La interpretación de Cano enfatiza la belleza física, no el deterioro ni el sufrimiento; el balance entre estos dos elementos era tema de interés para los artistas de la época, como lo muestran los escritos de Francisco Pacheco, el teórico y pintor sevillano, tutor de Cano y Velázquez. Los evangelios mencionan que en las horas que precedieron a la muerte de Jesucristo, hubo tinieblas sobre toda la tierra (Mateo 27:45, Marcos 15:33, Lucas 23:44). En la pintura, el drama de la crucifixión ya ha concluido, y el pintor capta un momento que no se menciona explícitamente en ninguno de los evangelios: cuando todos los que presenciaron la crucifixión han abandonado el Gólgota y solo queda el cuerpo inerte sobre la cruz. La escena trasmite una impresión de gran soledad, dirigida a afectar emocionalmente al observador y provocar una reacción de empatía, idea probablemente inspirada por los textos religiosos de la época. La pintura emplea, pues, un acercamiento más sutil y psicológico a la Crucifixión que el despliegue usual de las terribles consecuencias físicas de los azotes y el tormento horroroso de la Pasión. En vez de aludir a la narrativa mostrando la sangre, las heridas y los golpes en el cuerpo sin vida de Jesús, el artista ha optado por pintar el cielo crepuscular del fondo en una lúgubre tonalidad roja, como si la naturaleza misma reflejara la tragedia de su muerte. Cano desarrolló este tema en muchas ocasiones, experimentando con diferentes posibilidades hasta alcanzar la madurez estilística. Varias pinturas similares de su mano han llegado hasta nuestros días, y entre ellas una un poco más pequeña que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Granada es especialmente parecida a esta versión en escala, tono y composición. 
 
San Juan Evangelista en Patmos
Segunda mitad del siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 132 x 100 cm. Museo del Prado
El Santo evangelista está sentado en una peña con el libro en las manos. Mira al cielo donde aparece, entre una luz tenue la visión de la mujer y el dragón del Apocalipsis. La composición está próxima al San Jerónimo oyendo las trompetas del Juicio Final, de José de Ribera. Asimismo, los rasgos del joven Evangelista recuerdan a los de San Juan Evangelista del Apostolado del Museo del Prado. 
Visión de san Benito del globo y los tres ángeles, 1658 - 1660.
Óleo sobre lienzo, 166 x 123 cm. Museo del Prado
Natural de la provincia de Nursia, el santo abad, fundador de la Orden Benedictina en el siglo VI, aparece en el interior de su celda presenciando la aparición de un globo sostenido por tres ángeles ante la presencia de la Trinidad. Esta obra denota las influencias venecianas asimiladas en la corte por el pintor, que construye un cuadro en el que existe una magnífica valoración de la materia pictórica y en el que el color se resuelve a base de tonos cálidos para transmitir la experiencia de la visión. Como instrumento expresivo llega a alterar la ortodoxia anatómica, como se aprecia en los larguísimos dedos del santo, realizados con una gran economía de medios. Pero al mismo tiempo, en el fino y seguro modelado del rostro nos demuestra que es uno de los pintores de su época con un sentido del dibujo más poderoso. 
San Jerónimo penitente, Hacia 1660.
Óleo sobre lienzo, 177 x 209 cm. Museo del Prado. Depósito en otra institución
San Jerónimo meditaba en su retiro cuando se le apareció un ángel tocando la trompeta del Juicio Final. Se trata de un tema muy querido por los artistas del siglo XVII y Alonso Cano lo aprovecha para demostrarnos su domino de la descripción anatómica a través del escorzo del ángel, y su interés por el paisaje, que se abre, colorista y luminoso, en la parte izquierda. 

La Virgen con el Niño, 1645 - 1652.
Óleo sobre lienzo, 162 x 107 cm. Museo del Prado
Esta obra compendia algunas de las características principales del estilo de Alonso Cano y, especialmente, su habilidad para asimilar las más variadas influencias. Así, mientras que la composición está basada en una conocida estampa de Durero, el colorido muestra la huella que dejó en el conocimiento de las obras de Tiziano de las Colecciones Reales, y la Virgen está emparentada con algunas madonnas de Rafael. Pero todo ello interpretado con la serenidad y el reposo característicos del pintor, el más clásico de entre los grandes artistas españoles de su prodigiosa generación. La belleza y delicadeza de la composición, el lirismo que le presta su ambientación al aire libre, y la dulzura de sus protagonistas son características que hicieron muy apreciada esta obra, hasta el punto de que se reconocen varias obras similares autógrafas. Todas ellas nos hablan de la gran aceptación que tenía, en el mercado español de la época las escenas que reflejan una religiosidad cercana y familiar, de las que quedan como ejemplos más significativos los cuadros de Murillo. La escena, que se desarrolla en un paisaje junto a un arroyo, quizá se relacione con el episodio bíblico del descanso en la huida a Egipto; y en cualquier caso su delicado tratamiento iconográfico sirve para llamar la atención sobre la paradójica personalidad de su autor, que fue el máximo ejemplo de artista español de su época: autosuficiente, orgulloso y malhumorado y aquél más apegado a un ideal de belleza equilibrado.
Cristo muerto sostenido por un ángel, 1646 - 1652.
Óleo sobre lienzo, 178,3 x 119,8 cm. Museo del Prado
Cano residió en Madrid en dos etapas, la primera de las cuales resultó decisiva para su vida y su arte (1638-51). En lo que afecta a las cuestiones pictóricas, el conocimiento de la Colección Real transformó absolutamente su concepto del color y la pincelada. El contacto con la pintura flamenca y la italiana, así como su amistad con Velázquez, fueron los agentes de tan radical cambio. Este Cristo sostenido por un ángel pertenece al final de dicho periodo y ejemplifica muy bien el grado de refinamiento que alcanzó.
La singular iconografía del cuadro no tiene su origen en los Evangelios sino que se remonta al llamado Cristo de san Gregorio, un icono oriental que representaba la visión que dicho papa tuvo de Cristo muerto flanqueado por dos ángeles. Según la tradición, al rezar ante esa imagen se obtenían indulgencias para los difuntos. En el Renacimiento se consolidó como una visión funeraria alternativa al Santo Entierro o a la Piedad que incluía la presencia sobrenatural de los ángeles como una muestra más de la divinidad de Jesús. Cano creó un prototipo personal en el que un único ángel mantiene el cuerpo inerte y lo muestra al espectador. Sin embargo, el artista se valió de un recurso muy habitual en su época, pues para la composición se inspiró en diversos grabados. Parece ser que combinó una estampa de Hendrick Goltzius según un modelo de Bartolomeus Spranger y otra de autor desconocido, posteriormente copiada por el italiano Giuseppe Diamantini. De esa manera obtuvo un prototipo iconográfico original reelaborando esas fuentes gráficas. Uno de los primeros biógrafos de Cano, Antonio Palomino, ya advertía de este proceso de reciclaje como base de su rico repertorio.
El resultado fue deslumbrante, no sólo porque apenas hay rastro visible de los antecedentes, sino por el equilibrio de la composición y la exquisita entonación general. Una sutil insinuación de un paisaje crepuscular rodea al grupo, en el que contrastan los tonos cálidos del ángel con el frío azulado del cuerpo muerto de Cristo. El asunto brindó al pintor una excelente ocasión para tratar el desnudo masculino. La elegancia en el tratamiento del cuerpo, la suavidad y la estilización de las formas, son los logros más característicos de la pintura de Cano, cuya relación con el desnudo lo hace excepcional dentro de la pintura del Siglo de Oro.
La imagen transmite una serenidad muy poco habitual en un asunto que se presta al patetismo y a la visión dolorosa. Por el contrario, Cano ofrece una visión contenida del drama de la muerte en consonancia con la piedad practicada por las elites cortesanas. Se ha propuesto que el cuadro responde a las prácticas de los jesuitas o que, incluso, pudiera tener alguna connotación eucarística. Lo único cierto es que la pintura debió de realizarse para algún comitente particular. Las primeras noticias la sitúan en posesión del marqués de la Ensenada en el siglo XVIII. Fue adquirida de su colección por el rey Carlos III en 1769, y después se integró en las colecciones reales españolas, desde donde ingresó en el Prado. Debió de ser una composición con bastante éxito, pues se conocen otras copias y versiones, una de ellas en el mismo Museo del Prado. La documentación antigua da noticia de otros ejemplares en colecciones particulares madrileñas, como el que perteneció a José de Lezama. 

La Virgen con el Niño o Virgen del Lucero, 1645 - 1652.
Óleo sobre lienzo, 166 x 109,6 cm. Museo del Prado
Estudios técnicos realizados en el Museo del Prado permiten confirmar la autoría de Alonso Cano en la Virgen del Lucero, -obra perteneciente al Museo del Prado y depositada desde 1958 en el Museo de Bellas Artes de Granada-, que había sido puesta en duda como consecuencia del juicio emitido en 1955 por el que era el máximo estudioso del artista, el hispanista Harold E. Wethey, que en su exhaustiva monografía la consideró una versión de la Virgen con el Niño del Prado, una variante de estudio, una obra de taller en la que se ha reproducido el original de Cano de una manera mecánica. Su calidad estética inferior, su concepción más austera, casi árida, y el mal estado de conservación que presentaba en aquel momento -que se subsanó en gran medida en la restauración realizada en 1991- hacen comprensible aquella visión tan negativa.
En este sentido, la inevitable comparación de la Virgen del Lucero con la versión conservada en el Prado, sin duda una de las obras maestras de Cano, ha impedido que la versión granadina haya podido entenderse como una pieza independiente con valores propios y, por ello, a menudo ha sido considerada como una obra de taller, secundaria en el conjunto de la pintura del artista. Sin embargo la comparación estilística y el estudio técnico de ambas indican que las dos son originales de Cano. El análisis de sus preparaciones hace pensar que se pintaron en Madrid, y el estudio de sus radiografías apunta a que, posiblemente, la Virgen con el Niño se realizara con posterioridad y basándose en la composición de la Virgen del Lucero. Los dos cuadros muestran una armonía compositiva rafaelesca y una técnica que remite a la de la escuela veneciana, en concreto a Tiziano. Ambas composiciones, y sobre todo la figura de la Virgen, están basadas en una estampa de Alberto Durero fechada en 1520, como ya señaló por primera vez Gómez-Moreno. La rigidez y potencia casi abstracta del grabado -esquematización de las formas orgánicas que trae a la memoria el poliedro de la Melancolía I, llega a decir Panofsky-, se desactiva en la pintura de Alonso Cano, que da a la escena otro aire: al ampliar el paisaje, las figuras parecen relajarse, y la relación entre la Virgen y el Niño se hace más íntima a través del contacto carnal y visual que se establece entre ellos.
La escena de la Virgen sentada ante un paisaje con el Niño en sus brazos se contextualiza en el episodio bíblico de la huida a Egipto. Se explicaría así la presencia de la cesta de mimbre en la versión de Madrid y del elemento rectangular sobre el que descansa María -tanto en la estampa de Durero como en las dos pinturas- que podría ser un baúl o arca de viaje, o bien una piedra. Además de eliminar el cojín de la estampa, Cano introduce otro cambio más importante: pinta al Niño desnudo, mostrándose así escasamente sensible a la indignación que desde Molanus a Pacheco suscitaba el desnudo en las figuras sagradas -aún en las infantiles- entre los teóricos contrarreformistas.
Las diferencias más evidentes entre las dos pinturas se producen en el paisaje, que sin embargo presenta una orografía similar. En la Virgen de Lucero la escena tradicionalmente se ha considerado diurna, con un celaje gris azulado que recuerda a Velázquez en lo abreviado de su técnica. La diferente ambientación lumínica de ambas escenas también redunda en una desigual integración de las figuras en el paisaje; así, mientras que la luz diurna realza el volumen de la Virgen y el Niño del cuadro de Granada, otorgándoles cierto aislamiento escultórico, la penumbra que envuelve a las figuras en la versión conservada en el Prado produce una mayor integración pictórica entre éstas y el fondo. Ambos lienzos comparten, sin embargo, una exquisita construcción de las carnaciones, una pincelada suelta con la que se define apenas la anatomía de las manos o los pies y un tratamiento bastante libre de los cabellos de la Virgen. El artista resuelve los pliegues de las túnicas con una gradación de tonalidades que, del blanco al rojo y alternando el uso de sutiles veladuras para las zonas en sombras y densos empastes para las áreas más iluminadas, les proporciona un acusado volumen. Resultan particularmente reveladores algunos detalles de alta calidad pictórica en la Virgen del Lucero que la relacionan con las mejores obras de Cano.
La radiografía de la Virgen del Lucero muestra que el planteamiento de la composición coincide con la imagen visible, por lo que no se aprecian cambios drásticos aunque sí ciertas modificaciones efectuadas en la superficie tales como la reducción del volumen de la cabeza de la Virgen o de su oreja derecha, semioculta finalmente por los cabellos, o el engrosamiento del brazo izquierdo del Niño Jesús. Por otro lado, el modelaje de los ropajes, definido por el juego de luces contrastadas y de sombras profundas, coincide con el que apreciamos a simple vista. El documento radiográfico, por lo tanto, permite afirmar que el cuadro responde a un trabajo estudiado y definido con anterioridad, que no se modifica sustancialmente durante el proceso creativo.
Tomando como referencia la información obtenida a partir del análisis visual de las obras y de las radiografías y las reflectografías, podemos concluir que entre las dos pinturas de Granada y Madrid existen una serie de coincidencias en el proceso creativo que indican que fueron realizadas por el mismo artista. Teniendo en cuenta la antigua atribución al racionero granadino, las evidentes similitudes estilísticas y que la técnica empleada coincide con la de otras obras indiscutiblemente suyas que se han podido estudiar, este trabajo viene a confirmar la atribución de ambas obras a Alonso Cano. Por otra parte, los cambios subyacentes de composición en la versión de más calidad -la Virgen con el Niño - indican que la Virgen del Lucero se pudo pintar con anterioridad y ser tomada como modelo, o bien que ambas provengan de un modelo -un dibujo, cartón o pintura- que no se ha conservado. También constatamos algunos elementos que fueron concebidos de forma diferente desde el inicio del proyecto pictórico, como el pelo de la Virgen, la iluminación, las coronas de las cabezas, la postura de algunos dedos, la disposición del paño que envuelve al Niño, el canasto de mimbre que aparece en la versión de Madrid y la diferente concepción general del paisaje. Todo ello, en definitiva, nos habla de composiciones que parten de un mismo modelo, pero cuyas pequeñas modificaciones dan como resultado pinturas con un carácter propio que las hace claramente diferenciables.
Aunque en estos dos lienzos Cano sigue su habitual manera de trabajar, hay un aspecto técnico que los diferencia y que sólo se da en su obra madrileña: la preparación clara. Mientras que la de los lienzos que forman el gran conjunto conservado en la catedral de Granada está compuesta fundamentalmente de tierras con imprimaciones coloreadas, en las dos vírgenes pertenecientes al Prado destaca la presencia de blanco de plomo. Esto permite situar su realización en una de las estancias del artista en la corte, pudiéndose plantear como hipótesis -atendiendo también a las razones estilísticas que han dado los historiadores- que fue durante su segunda estancia en Madrid (1645-52), periodo que como bien dice Wethey fue el más productivo de la vida de Cano. 

Un rey de España. Hacia 1640.
Óleo sobre lienzo, 165 x 125 cm. Museo del Prado
Realizado para ser visto de abajo a arriba. Formaba  parte de una serie sobre la dinastía castellano-leonesa, pintada por varios artistas, destinada a decorar la alcoba del rey o Pieza de las Furias del Alcázar de Madrid. Estaba distribuida entre el dormitorio y la Sala de Comedias o Salón dorado del Alcázar, entre 1639-1641.
Se sabe que Vicente Carducho hizo un modelo para que los demás cuadros de la serie se ajustaran a él, pero no se sabe nada de la existencia de posibles repertorios genealógicos que sirvieran de fuente única de inspiración. Harold Wethey considera que esta obra está directamente inspirada, a través de grabados, en el Carlos V que realizó Rubens para las decoraciones efímeras de la entrada del Cardenal Infante en Bruselas, en 1635. 

Dos reyes de España. Hacia 1641.
Óleo sobre lienzo, 165 x 227 cm. Museo del Prado
El grupo de pintores encargados de la serie fue: Félix Castello, Jusepe Leonardo, Antonio Arias, Francisco Camilo, Francisco Fernández, Pedro Núñez y Francisco Rizi, al que se unió Alonso Cano, recién llegado a Madrid.
El cuadro está realizado para ser visto de abajo a arriba. El rey de la izquierda representa a Sancho I de León, llamado "el Craso", y el de la derecha, seguramente representa a su hijo Ramiro III. El cuadro fue trasladado a los tránsitos angostos del pasadizo que unía el Palacio con el Convento de la Encarnación. Esta ubicación hizo que se salvara, ya que casi todos los lienzos de la serie desaparecieron en el incendio del Alcázar en 1734. 

Cristo muerto sostenido por un ángel, 1646 - 1652.
Óleo sobre lienzo, 137 x 100 cm. Museo del Prado
Es obra que se tiende a fechar en 1646-1652, los años que cubren la segunda etapa madrileña del pintor. En esa época se convirtió en uno de los artistas más activos de la Corte en campos tan diversos como la pintura, el dibujo, la escultura o la traza de retablos, y afianzó una poderosa personalidad artística que le convierte en uno de los pintores más importantes del siglo XVII español. Ejemplo típico de su producción de esos años es esta pintura en la que explora las posibilidades expresivas de la luz como vehículo para concentrar nuestra atención en una escena dramática. Pero Cano, en vez de insistir en los aspectos más patéticos del episodio, reduce la expresividad gestual al mínimo y construye una obra adecuada para la meditación pausada y concentrada. El gusto por la belleza, la contención, la mesura y el equilibrio propios del pintor, así como su dominio compositivo y su maestría en la aplicación de colores suaves y armónicos, se hacen evidentes en este cuadro, en el que también aparece uno de sus temas favoritos : el desnudo. Cano fue uno de los artistas españoles de su época que con mayor insistencia plasmó el cuerpo humano. En ocasiones el protagonista de sus obras es el desnudo femenino, pero, debido sin ninguna duda a la gran presión social y religiosa que había en contra, en la mayoría de las ocasiones se trataba de cuerpos de hombres.
El tema le servía a un pintor como él para reflexionar sobre el ideal clásico y el sistema de proporciones. Pero también supo utilizar la carne como vehículo expresivo; y de ello no hay mejor ejemplo que el cuerpo muerto de Cristo en este cuadro, en el que sus formas perfectas y su blancura inerte se hacen contrastar con el sentimiento del ángel que lo sostiene y la oscuridad del fondo para crear una obra que rebosa quietud y misterio e invita a la meditación íntima. Se trata de un tipo de iconografía con raíces antiguas en el arte occidental, y que aparece con cierta profusión de la mano de artistas italianos del Renacimiento y del manierismo, como Antonello da Mesina o los pintores miguelangelescos. En España tuvo también cierto éxito, y prueba de ello es que el propio Alonso Cano fue autor de varias obras con este tema. 

El milagro del pozo, 1638.
Óleo sobre lienzo, 216 x 149 cm. Museo del Prado
Escena milagrosa de la vida de San Isidro Labrador (siglo XII), patrono de Madrid y protagonista de numerosos prodigios, que representa el momento en el que su hijo, tras caer a un pozo, es elevado hasta la superficie por las aguas que suben milagrosamente gracias a las oraciones de su padre y su madre, Santa María de la Cabeza. Destaca Cano por sus pinceladas rápidas y por el uso de una gama cromática muy rica, asimilada durante su estudio en la corte de las pinturas de la escuela veneciana pertenecientes a las Colecciones Reales. Esta obra fue pintada para el altar mayor de la Iglesia de Santa María de la Almudena de Madrid, a expensas de la reina Isabel de Borbón, de donde pasará al Convento madrileño de las Bernardas del Santísimo Sacramento. Ingresó en el Museo del Prado en 1941. 
San Bernardo y la Virgen, 1645 - 1652.
Óleo sobre lienzo, 267 x 185 cm. Museo del Prado
Escena de la vida de San Bernardo (siglo XII) que relata el momento en que el santo recibe un chorro de leche de una estatua de la Virgen con el Niño, situada en un altar, mientras un cardenal contempla el milagro con las manos unidas en oración. En la pintura se conjuga un sentido monumental de las formas con un tratamiento muy delicado del color, características que adquiere el arte de Cano tras su conocimiento de las Colecciones Reales. Probablemente se trata de una obra que se cita en el retablo de los Capuchinos de Toledo y que, en consecuencia, es realizada por Alonso Cano en cualquiera de sus dos largas estancias en la corte. Incautado al infante don Sebastián con el resto de sus bienes, figura en el inventario de la Trinidad, con el no 104. Devuelto al infante don Sebastián en 1861, fue adquirido por el Estado en 1968 para el Museo del Prado ejercitando el derecho de tanteo.
Estigmatización de San Francisco. Hacia 1651.
Óleo sobre lienzo, 290 x 165 cm. Museo del Prado
Junto al San Antonio de Padua del mismo autor, al San Buenaventura y el San Jacobo de la Marca, firmados por Zurbarán y seguramente algunos más hoy perdidos, este lienzo formó parte de la decoración de la capilla del santo titular en el convento franciscano de Santa María de Jesús (conocido como San Diego de Alcalá), en Alcalá de Henares. Palomino primero y, tras él, Ponz y Ceán Bermúdez, creyeron todos los cuadros obra de Bartolomé Román, a excepción de este y del San Antonio, que se decía comenzado por Cano, "que no lo acabo por extravagancias de su genio", y concluido por Román. Sin embargo, Román murió en 1647 y no en 1659, lo cual hace difícil sostener esta teoría. Esta obra fue dada por perdida por Wethey, a pesar de no haber salido de San Francisco el Grande desde 1882. Es obra de gran interés que puede considerarse muy significativa de su periodo madrileño, en torno a 1650-52, en los años en que realiza algunas de sus mejores obras. Quizá sea con los lienzos de Getafe con los que puedan establecerse más directos vínculos estilísticos. Realizados en 1645 y muerto Bartolomé Román en 1647, cabe pensar que quizás las noticias de Palomino transmitan, trabucándolo, el recuerdo de que se pensó alguna vez encargar los lienzos de Alcalá a Román; que Cano se hizo cargo de ellos y que alguien acabó lo que Cano dejó inconcluso por su marcha a Granada en 1652, haciéndose cargo de los restantes lienzos Zurbarán, que llega a Madrid en 1658. Sólo si apareciera la documentación de la capilla se podría resolver este enigma. Tras la Desamortización el cuadro pasó con sus compañeros al Museo Nacional, atribuído erróneamente a Zurbarán. Cruzada lo devolvió a Cano. 

San Pedro liberado por un ángel 1652 - 1657.
Óleo sobre lienzo, 96 x 194 cm. Museo del Prado
Alonso Cano es uno de los artistas españoles más interesantes del siglo XVII, tanto por la alta calidad media de su obra, como por su dedicación a una amplia gama de medios expresivos, la originalidad de algunos de sus intereses temáticos o su estancia en algunos de los focos principales de producción artística de la Península, en todos los cuales ejerció una influencia benefactora. De entre todos ellos, aquél en el que su huella fue más duradera fue Granada, su ciudad natal y el lugar donde transcurrieron las últimas décadas de su productiva vida, entregado a la pintura, al diseño arquitectónico y a la escultura. Allí contribuyó a crear una escuela pictórica y, sobre todo, escultórica de gran interés, que sirve para llamar la atención sobre un hecho importante de la vida artística española de la época. Y es que si bien gran parte de la de-manda se concentraba en centros como Madrid o Sevilla, fueron muchas las poblaciones en las que se desarrolló una actividad artística fructífera y original, que sirvió para extender los modelos del Barroco por todo el país.
El convento granadino del Ángel Custodio fue el destinatario de esta obra, y allí la citó en 1800 Juan Agustín Ceán Bermúdez, uno de los primeros recopiladores de la historia del arte español. La vio sobre una puerta, teniendo como compañero un lienzo de similares dimensiones que representaba a San Juan en el desierto, en la actualidad perdido. Probablemente ambas obras fueron realizadas entre 1652 y 1657, unos años de los que queda rastro documental sobre la realización por parte del autor de otros encargos para el convento.
Entre las cosas por las que destaca Alonso Cano en el contexto del arte español de su época figura el muy abundante uso que hizo del dibujo como técnica a veces auxiliar para la realización de sus pinturas, y en ocasiones con un valor autónomo. De ello es también ejemplo este cuadro, del que se conserva un dibujo preparatorio en la Kunsthalle de Hamburgo, que muestra lo muy hábilmente que adaptó el formato inhabitual del lienzo a la historia que se narra en los Hechos de los apóstoles.
Como siempre, Cano da fe de su sabiduría compositiva, y aprovecha la curvatura del cuadro y la oscuridad en que transcurre la acción para construir una escena que, a pesar de su tamaño, está dotada de una gran fuerza monumental y expresiva. La luz y la sombra sirven para crear una atmósfera de misterio y milagro que actúa como escenario de la sutil acción que interpretan el ángel y el santo, y que está tratada con la exquisita delicadeza de la que siempre hizo gala su autor. Pero además de esos personajes, por la superficie pictórica se esparcen delicadamente varios hermosos objetos cargados de una gran fuerza simbólica y estrechamente vinculados a la memoria de San Pedro: las llaves que dan fe de su papel principal en la iglesia; el libro que evidencia doctrina; las sandalias apostólicas y la masa pétrea de nítido volumen que alude a la célebre frase con la que Cristo le nombró su primer sucesor en sus labores pastorales. La economía de medios de la que hace gala esta obra, y el modo tan hábil y delicado en el que se describen la aparición y el milagro, no pueden por menos que recordarnos importantes precedentes dentro de la pintura española, como el cuadro del mismo tema de Ribera (Museo del Prado), con quien comparte un mismo tono poético que aparece también en algunas escenas de apariciones y milagros de Murillo. Tras la Guerra de la Independencia, esta obra, junto con su compañera, desapareció del convento para la que fue pintada. Fue adquirida para el Museo Nacional del Prado en 1986.
 

La Inmaculada Concepción, 1648.
Museo Diocesano de Arte Sacro de Álava).
Es una Inmaculada, a la que ha dotado de una gran naturalidad, parece hacer un ligero movimiento, gira levemente el torso en una dirección y la cabeza en otra, al tiempo que flexiona un poco la pierna derecha. Es una figura serena de talante clásico. La composición es reseñable por su sencillez. Asimismo es destacable su técnica, de contornos suaves, y su pincelada ligera y segura.
Los símbolos marianos y el número de ángeles han sido reducidos al mínimo. Tiene menos atributos  de los que habitualmente suelen acompañar a las inmaculadas. La paleta de colores es austera; destaca el carmín brillante de la túnica junto al azul del manto. Es sorprendente que no lleve la habitual túnica blanca. Asimismo es destacable su técnica, de contornos suaves, y su pincelada ligera y segura.
Procede de la parroquia de Berantevilla en Álava. Fue legado por Fray Pedro de Urbina y Montoya (
1585-1663), natural de esa villa, que pertenecía a la orden franciscana, llegó a ser Arzobispo, Virrey y Capitán General de Valencia, y también embajador ante el papado por Felipe IV para tratar sobre el dogma de la Inmaculada Concepción. Este hecho y su condición de franciscano explican el encargo. 

DIEGO RODRÍGUEZ de SILVA y VELÁZQUEZ (Sevilla, bautizado el 6 de junio de 1599​-Madrid, 6 de agosto de 1660)
Pintor barroco español considerado uno de los máximos exponentes de la pintura española y maestro de la pintura universal.
Pasó sus primeros años en Sevilla, donde desarrolló un estilo naturalista de iluminación tenebrista, por influencia de Caravaggio y sus seguidores. A los 24 años se trasladó a Madrid, donde fue nombrado pintor del rey Felipe IV y cuatro años después fue ascendido a pintor de cámara, el cargo más importante entre los pintores de la corte. A esta labor dedicó el resto de su vida. Su trabajo consistía en pintar retratos del rey y de su familia, así como otros cuadros destinados a decorar las mansiones reales. Su presencia en la corte le permitió estudiar la colección real de pintura que, junto con las enseñanzas de su primer viaje a Italia, donde conoció tanto la pintura antigua como la que se hacía en su tiempo, fueron influencias determinantes para evolucionar a un estilo de gran luminosidad, con pinceladas rápidas y sueltas. En su madurez, a partir de 1631, pintó de esta forma grandes obras como La rendición de Breda. En su última década su estilo se hizo más esquemático y abocetado, alcanzando un dominio extraordinario de la luz. Este período se inauguró con el Retrato del papa Inocencio X, pintado en su segundo viaje a Italia, y a él pertenecen sus dos últimas obras maestras: Las meninas y Las hilanderas.
Su catálogo consta de unas 120 o 130 obras. El reconocimiento como pintor universal se produjo tardíamente, hacia 1850. ​ Alcanzó su máxima fama entre 1880 y 1920, coincidiendo con la época de los pintores impresionistas franceses, para los que fue un referente. Manet se sintió maravillado con su obra y le calificó como «pintor de pintores» y «el más grande pintor que jamás ha existido». La parte fundamental de sus cuadros que integraban la colección real se conserva en el Museo del Prado en Madrid. 

Primeros años en Sevilla
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez fue bautizado el 6 de junio de 1599 en la iglesia de San Pedro de Sevilla. Sobre la fecha de su nacimiento, Bardi se aventura a decir, sin dar más detalles, que probablemente nació el día anterior a su bautizo, es decir, el 5 de junio de 1599.
Sus padres fueron Juan Rodríguez de Silva, nacido en Sevilla, aunque de origen portugués (sus abuelos paternos, Diego Rodríguez y María Rodríguez de Silva, se habían establecido en la ciudad procedentes de Oporto), y Jerónima Velázquez, sevillana de nacimiento. ​ Se habían casado en la misma iglesia de San Pedro el 28 de diciembre de 1597. ​ Diego, el primogénito, sería el mayor de ocho hermanos. ​ Velázquez, como su hermano Juan, también «pintor de imaginería», adoptó el apellido de su madre según la costumbre extendida en Andalucía, aunque hacia la mitad de su vida firmó también en ocasiones «Silva Velázquez», utilizando el segundo apellido paterno. ​
Se ha afirmado que la familia figuraba entre la pequeña hidalguía de la ciudad. ​​ Sin embargo, y a pesar de las pretensiones nobiliarias de Velázquez, no hay pruebas suficientes que lo confirmen. El padre, tal vez hidalgo, era notario eclesiástico, oficio que solo podía corresponder a los niveles más bajos de la nobleza y, según Camón Aznar, debió de vivir con suma modestia, próxima a la pobreza. ​ El abuelo materno, Juan Velázquez Moreno, era calcetero, oficio mecánico incompatible con la nobleza, aunque pudo destinar algunos ahorros a inversiones inmobiliarias. ​ Los allegados del pintor alegaban como prueba de hidalguía que, desde 1609, la ciudad de Sevilla había comenzado a devolverle a su bisabuelo Andrés la tasa que pesaba sobre «la blanca de la carne», impuesto al consumo que solo debían pagar los pecheros, ​ y en 1613 comenzó a hacerse lo mismo con el padre y el abuelo. El propio Velázquez quedó exento de su pago desde que alcanzó la mayoría de edad. Sin embargo, esta exención no fue juzgada suficiente acreditación de nobleza por el Consejo de Órdenes Militares cuando en la década de los cincuenta se abrió el expediente para determinar la supuesta hidalguía de Velázquez, reconocida únicamente al abuelo paterno, de quien se decía que había sido tenido por tal en Portugal y Galicia. ​ 

Aprendizaje
La Sevilla en que se formó el pintor era la ciudad más rica y poblada de España, así como la más cosmopolita y abierta del Imperio. Disponía del monopolio del comercio con América y tenía una importante colonia de comerciantes flamencos e italianos. ​ También era una sede eclesiástica de gran importancia y disponía de grandes pintores. ​
Su talento afloró a edad muy temprana. Recién cumplidos los diez años, según Antonio Palomino, comenzó su formación en el taller de Francisco Herrera el Viejo, pintor prestigioso en la Sevilla del siglo XVII, pero de muy mal carácter y al que el joven alumno no habría podido soportar. La estancia en el taller de Herrera, que no ha podido ser documentada, hubo de ser necesariamente muy corta, pues en octubre de 1611 Juan Rodríguez firmó la «carta de aprendizaje» de su hijo Diego con Francisco Pacheco, obligándose con él por un periodo de seis años, a contar desde diciembre de 1610, cuando pudo haber tenido lugar la incorporación efectiva al taller del que sería su suegro.​
En el taller de Pacheco, pintor vinculado a los ambientes eclesiásticos e intelectuales de Sevilla, Velázquez adquirió su primera formación técnica y sus ideas estéticas. El contrato de aprendizaje fijaba las habituales condiciones de servidumbre: el joven aprendiz, instalado en la casa del maestro, debía servirle «en la dicha vuestra casa y en todo lo demás que le dixéredes e mandáredes que le sea onesto e pusible de hazer»,​ mandatos que solían incluir moler los colores, calentar las colas, decantar los barnices, tensar los lienzos y armar bastidores entre otras obligaciones. ​ El maestro, a cambio, se obligaba a dar al aprendiz comida, casa y cama, a vestirle y calzarle, y a enseñarle el «arte bien e cumplidamente según como vos lo sabéis sin le encubrir dél cosa alguna».​
Pacheco era un hombre de amplia cultura, autor de un importante tratado, El arte de la pintura, que no llegó a ver publicado en vida. Como pintor era bastante limitado, fiel seguidor de los modelos de Rafael y Miguel Ángel, interpretados de forma dura y seca. Sin embargo, como dibujante realizó excelentes retratos a lápiz. Aun así, supo dirigir a su discípulo y no limitar sus capacidades. ​ Pacheco es más conocido por sus escritos y por ser el maestro de Velázquez que como pintor. En su importante tratado, publicado póstumamente en 1649 e imprescindible para conocer la vida artística española de la época, se muestra fiel a la tradición idealista del anterior siglo XVI y poco proclive a los progresos de la pintura naturalista flamenca e italiana. Sin embargo, muestra su admiración por la pintura de su yerno y elogia los bodegones con figuras de marcado carácter naturalista que pintó en sus primeros años. Tenía un gran prestigio entre el clero y era muy influyente en los círculos literarios sevillanos que reunían a la nobleza local. ​
Así describió Pacheco este periodo de aprendizaje: «Con esta doctrina [del dibujo] se crio mi yerno, Diego Velásques de Silva siendo muchacho, el cual tenía cohechado un aldeanillo aprendiz, que le servía de modelo en diversas acciones y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna. Y hizo por él muchas cabezas de carbón y realce en papel azul, y de otros muchos naturales, con que granjeó la certeza en el retratar».​
No se ha conservado ningún dibujo de los que debió realizar de este aprendiz, pero es significativa la repetición de las mismas caras y personas en algunas de sus obras de esta época​ (véase por ejemplo el muchacho de la izquierda en Vieja friendo huevos o en El aguador de Sevilla).
Justi, el primer gran especialista sobre el pintor, consideraba que en el breve tiempo que pasó con Herrera debió transmitirle el impulso inicial que le dio grandeza y singularidad. Le debió enseñar la «libertad de mano», que Velázquez no alcanzaría hasta años más tarde en Madrid, aunque la ejecución libre era ya un rasgo conocido en su tiempo y anteriormente se había encontrado en el Greco. Posiblemente su primer maestro le sirviese de ejemplo en la búsqueda de su propio estilo, pues las analogías que se encuentran entre los dos son solo de carácter general. En las primeras obras de Diego se encuentra un dibujo estricto atento a percibir la exactitud de la realidad del modelo, de plástica severa, totalmente opuesto a los contornos sueltos de la tumultuosa fantasía de las figuras de Herrera. Continuó su aprendizaje con un maestro totalmente diferente. Así como Herrera era un pintor nato muy temperamental, Pacheco era culto pero poco pintor, que lo que más valoraba era la ortodoxia. Justi concluía al comparar sus cuadros que Pacheco ejerció poca influencia artística en su discípulo. ​ Mayor influencia hubo de ejercer sobre él en los aspectos teóricos, tanto de carácter iconográfico, por ejemplo en su defensa de la Crucifixión con cuatro clavos, como en lo que se refiere al reconocimiento de la pintura como un arte noble y liberal, frente al carácter meramente artesanal con que era percibida por la mayoría de sus contemporáneos. ​
Debe advertirse, con todo, que de haber sido discípulo de Herrera el Viejo, lo habría sido en los inicios de su carrera, cuando este contaba alrededor de veinte años y ni siquiera se había examinado como pintor, lo que solo haría en 1619 y precisamente ante Francisco Pacheco. ​ Jonathan Brown, que no toma en consideración la supuesta etapa de formación con Herrera, apunta otra posible influencia temprana, la de Juan de Roelas, presente en Sevilla durante los años de aprendizaje de Velázquez. Habiendo recibido importantes encargos eclesiásticos, Roelas introdujo en Sevilla el incipiente naturalismo escurialense, distinto del practicado por el joven Velázquez. ​ 

Sus comienzos como pintor
Terminado el periodo de aprendizaje, el 14 de marzo de 1617 aprobó ante Juan de Uceda y Francisco Pacheco el examen que le permitía incorporarse al gremio de pintores de Sevilla. Recibió licencia para ejercer como «maestro de imaginería y al óleo», pudiendo practicar su arte en todo el reino, tener tienda pública y contratar aprendices. ​ La escasa documentación conservada de su etapa sevillana, relativa casi exclusivamente a asuntos familiares y transacciones económicas, que indican cierta holgura familiar, solo ofrecen un dato relacionado con su oficio de pintor: el contrato de aprendizaje que Alonso Melgar, padre de Diego Melgar, de trece o catorce años, firmó en los primeros días de febrero de 1620 con Velázquez para que este le enseñase su oficio.
Antes de cumplir los 19 años, el 23 de abril de 1618, se casó en Sevilla con Juana Pacheco, hija de Francisco Pacheco, que tenía 15 años pues había nacido el 1 de junio de 1602. En Sevilla nacieron sus dos hijas: Francisca, bautizada el 18 de mayo de 1619, e Ignacia, bautizada el 29 de enero de 1621. ​ Era frecuente entre los pintores de Sevilla de su época unirse por vínculos de parentesco, formando así una red de intereses que facilitaba trabajos y encargos.
Su gran calidad como pintor se manifestó ya en sus primeras obras realizadas con solo 18 o 19 años, bodegones con figuras como El almuerzo del Museo del Ermitage de San Petersburgo, o la Vieja friendo huevos de la National Gallery of Scotland de Edimburgo, ​ de asunto y técnica totalmente ajenos a cuanto se hacía en Sevilla, opuestos además a los modelos y preceptos teóricos de su maestro, quien no obstante iba a hacer, a raíz de ellos, una defensa del género pictórico del bodegón:
¿Los bodegones no se deben estimar? Claro está que sí si son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dexar lugar a otros, y merecen estimación grandísima; pues con estos principios y los retratos, de que hablaremos luego, halló la verdadera imitación del natural alentando los ánimos de muchos con su poderoso ejemplo. ​
En estos primeros años desarrolló una extraordinaria maestría, en la que se pone de manifiesto su interés por dominar la imitación del natural, consiguiendo la representación del relieve y de las calidades, mediante una técnica de claroscuro que recuerda el naturalismo de Caravaggio, aunque no es probable que el joven Velázquez pudiera haber llegado a conocer ninguna de las obras del pintor italiano. ​ En sus cuadros una fuerte luz dirigida acentúa los volúmenes y objetos sencillos que aparecen destacados en primer plano. El cuadro de género o bodegón, de procedencia flamenca, de los que Velázquez pudo conocer los grabados de Jacob Matham, y la llamada pittura ridicola, practicada en el norte de Italia por artistas como Vincenzo Campi, con su representación de objetos cotidianos y tipos vulgares, pudieron servirle para desarrollar estos aspectos tanto como la iluminación claroscurista. Prueba de la temprana recepción en España de pinturas de este género se encuentra en la obra de un modesto pintor de Úbeda llamado Juan Esteban. ​
Además, el primer Velázquez pudo conocer obras del Greco, de su discípulo Luis Tristán, practicante de un personal claroscurismo, y de un actualmente mal conocido retratista, Diego de Rómulo Cincinnato, del que se ocupó elogiosamente Pacheco. ​El Santo Tomás del Museo de Bellas Artes de Orleans y el San Pablo del Museo Nacional de Arte de Cataluña, evidenciarían el conocimiento de los dos primeros. La clientela sevillana, mayoritariamente eclesiástica, demandaba temas religiosos, cuadros de devoción y retratos, ​ por lo que también la producción del pintor en este tiempo se volcó en los encargos religiosos, como la Inmaculada Concepción de la National Gallery de Londres y su pareja, el San Juan en Patmos, procedentes del convento de carmelitas calzados de Sevilla, de acusado sentido volumétrico y un manifiesto gusto por las texturas de los materiales; la Adoración de los Magos del Museo del Prado o la Imposición de la casulla a San Ildefonso del Ayuntamiento de Sevilla. Velázquez, sin embargo, abordó en ocasiones los temas religiosos de la misma forma que sus bodegones con figuras, como ocurre en el Cristo en casa de Marta y María de la National Gallery de Londres o en La cena de Emaús de la National Gallery of Ireland, también conocida como La mulata, de la que una réplica posiblemente autógrafa en el Instituto de Arte de Chicago suprime el motivo religioso, reducido a bodegón profano. ​ Esa forma de interpretar el natural le permitió llegar al fondo de los personajes, demostrando tempranamente una gran capacidad para el retrato, transmitiendo la fuerza interior y temperamento de los retratados. Así en el retrato de sor Jerónima de la Fuente de 1620, del que se conocen dos ejemplares de gran intensidad, donde transmite la energía de esa monja que con 70 años partió de Sevilla para fundar un convento en Filipinas. ​
Se consideran obras maestras de esta época la Vieja friendo huevos de 1618 y El aguador de Sevilla realizada hacia 1620. En la primera demuestra su maestría en la hilera de objetos de primera fila mediante una luz fuerte e intensa que destaca superficies y texturas. El segundo, cuadro que llevó a Madrid y regaló a Juan Fonseca, quien le ayudó a posicionarse en la corte, tiene excelentes efectos: el gran jarro de barro capta la luz en sus estrías horizontales mientras pequeñas gotas de agua transparentes resbalan por su superficie. ​
Sus obras, en especial sus bodegones, tuvieron gran influencia en los pintores sevillanos contemporáneos, existiendo gran cantidad de copias e imitaciones de ellos. De las veinte obras que se conservan de este periodo, nueve se pueden considerar bodegones. 

Tres hombres a la mesa (El almuerzo)
Hacia 1617-1618 y se conserva en el Museo del Hermitage de San Petersburgo. Perteneciente a la zarina Catalina II se encontraba en el Hermitage ya a finales del siglo XVIII, considerado como pintura flamenca. Desde 1895 se atribuye unánimemente a Velázquez.
El lienzo retrata una escena cotidiana propia de la época sevillana de Velázquez. En ella aparecen tres hombres que representan las tres edades del hombre,1​ sentados a una mesa cubierta con un mantel blanco sobre la que descansan un plato de mejillones, un vaso de vino y varias piezas de pan. Tras los personajes, la oscuridad de la pared es rota por un sombrero y una golilla colgados de la misma.
Los modelos utilizados para los personajes de la izquierda y de la derecha parecen ser los mismos que Velázquez utilizó en sus obras San Pablo y Santo Tomás.
Existe otra versión de este cuadro, que bajo el título Almuerzo de campesinos, se conserva en el Museo de Bellas Artes de Budapest. 

El almuerzo, también conocido como Almuerzo de campesinos y Muchacha y dos hombres a la mesa, 1618 - 1619.
Museo de Bellas ArtesBudapest
Es una obra atribuida a Velázquez, quien la habría pintado en Sevilla en los comienzos de su carrera. No se tienen noticias de esta obra anteriores a 1795, cuando se encontraba presumiblemente en la colección O’Crouley de Cádiz, donde se describía como «un lienzo apaisado con una serrana y dos zagales. Es una de sus mejores obras».​ En 1897 estaba en la colección A. Sanderson de Edimburgo. Ingresó en el Museo de Bellas Artes de Budapest en 1908 tras salir a subasta en Christie's de Londres ese mismo año.
La radiografía ha revelado un arrepentimiento en el dedo pulgar levantado del hombre joven situado a la derecha, lo que indica la meticulosidad con la que el pintor aborda su tarea. La cabeza de ese comensal, por otra parte, repite la Cabeza de hombre joven de perfil del Museo del Ermitage, aunque no se ha reproducido miméticamente: el labio inferior más abultado y caído resta aquí gravedad al personaje. El anciano sentado frente a él es el mismo que aparece en El almuerzo del Museo del Ermitage, una versión anterior de este mismo asunto, con la que esta pintura de Budapest guarda una estrecha relación.
El lienzo presenta fuertes abrasiones y repintes, especialmente en la figura del anciano, junto con las manos de la muchacha la parte más endeble del lienzo, con un tratamiento muy simplificado y evidentes caídas de calidad, que Éva Nyerges, conservadora de la colección de arte español del Museo de Budapest, sin discutir la autoría velazqueña del planteamiento original, explica como consecuencia de los repintes efectuados a causa del fuerte desgaste sufrido, hasta el punto que «hoy quedan en ella pocas superficies que puedan considerarse intactas».​ Manuela Mena afirma, por otra parte, que la limpieza última «ha revelado una técnica lisa y seca, como de copia, que estaba oculta bajo los barnices amarillos», presumiendo por ello que se trate de una derivación pintada por otro artista del lienzo del Ermitage o una copia de un original perdido. ​ En todo caso, ese deficiente estado de conservación aconseja, según López-Rey, dejar en suspenso la cuestión de su autografía.
El cuadro pertenece al género de los bodegones que según Francisco Pacheco pintaba Velázquez para adquirir por esa vía «
la verdadera imitación del natural».​ Para Jonathan Brown, que considera sólo probable la autoría velazqueña, se inscribiría en el género de «pitture ridicole» extendida en los Países Bajos y el norte de Italia, ​ aunque Velázquez, al contrario que algunos de sus copistas, no insiste en el carácter ridículo de sus protagonistas. A diferencia del Almuerzo del Ermitage, que ha de tenerse como cabeza de esta serie, y de las varias otras copias y derivaciones conocidas, el muchacho más joven que aparecía brindando en el centro de la composición ha sido sustituido aquí por una joven rubia llenando una copa de vino, de la que sólo la cabeza conserva su calidad original. ​ El hombre sentado a la derecha, sin duda lo mejor del lienzo, varía respecto del que ocupaba igual posición en la versión del Ermitage únicamente en la posición de la cabeza, que ahora no se dirige hacia el espectador, buscando su complicidad, sino hacia el anciano que tiene situado enfrente, repitiendo como en la copia de lord Moyne, Andover, el estudio de cabeza de perfil del Ermitage. También hay alguna variación en los objetos de bodegón -igualmente repintados​- situados sobre la mesa vestida con un mantel blanco de tonos azulados, siendo especialmente significativa la introducción de un salero metálico de fino trabajo, que con la copa de cristal veneciano en que la moza sirve el vino, indica cierta calidad en los personajes retratados, más propia de hidalgos que de humildes campesinos. 

Vieja friendo huevos,  1618, Galería nacional de Escocia, en Edimburgo
El cuadro aparece mencionado por primera vez junto con otros bodegones de Velázquez en 1698 en el inventario de las pinturas de Nicolás de Omazur, comerciante flamenco establecido en Sevilla y amigo de Murillo, donde se describe como lienzo de una vara de alto sin marco con «una vieja friendo un par de huebos (sic), y un muchacho con un melón en la mano».​ A comienzos del siglo XIX se encontraba ya en Inglaterra, en la colección de John Woollett, subastada en Christie's de Londres el 8 de mayo de 1813. En 1883 Charles B. Curtis (Velázquez and Murillo: A descriptive and historical catalogue) publicó el cuadro por primera vez como obra de Velázquez, una atribución que fue unánimemente acogida por la crítica posterior. Tras pasar por distintas colecciones británicas, en 1955 ingresó en el museo de Edimburgo. Al procederse a su limpieza apareció en 1957 la fecha (1618) en el ángulo inferior derecho, la misma que lleva otra obra del pintor, Cristo en casa de Marta y María, con la que comparte el modelo de la mujer anciana y algunos de los objetos de bodegón en primer plano.
El cuadro pertenece al género del bodegón, según lo entendía Francisco Pacheco, como escena de cocina o de mesón con figuras a veces ridículas o, cuando menos, vulgares, pero estimables «sí son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dejar lugar a otros», pues por esta vía «halló la verdadera imitación del natural».​
La escena se desarrolla en el interior de una cocina poco profunda, iluminada con fuertes contrastes de luz y sombra. La luz, dirigida desde la izquierda, ilumina por igual todo el primer plano, destacando con la misma fuerza figuras y objetos sobre el fondo oscuro de la pared, de la que cuelgan un cestillo de mimbre y unas alcuzas o lámparas de aceite. Una anciana con toca blanca cocina en un anafe u hornillo un par de huevos, que pueden verse en mitad del proceso de cocción flotando en líquido dentro de una cazuela de barro gracias al punto de vista elevado de la composición. Con una cuchara de madera en la mano derecha y un huevo que se dispone a cascar contra el borde de la cazuela en la mano izquierda, la anciana suspende la acción y alza la cabeza ante la llegada de un muchacho que avanza con un melón de invierno bajo el brazo y un frasco de cristal. Delante de la mujer y en primer término se disponen una serie de objetos vistos con el mismo punto de vista elevado: una jarra de loza vidriada blanca junto a otra vidriada de verde, un almirez con su mano, un plato de loza hondo con un cuchillo, cebollas y guindillas. Apoyado en el anafe brilla un caldero de bronce.
Los objetos han sido estudiados de forma individual, maravillosos en su singularidad pero mal integrados en el conjunto. ​ Ciertos problemas de perspectiva y alguna incongruencia en las sombras que proyectan no impiden, sin embargo, apreciar la sutileza en el tratamiento de sus texturas por el sabio manejo de la luz, que es parcialmente absorbida por los cacharros cerámicos y se refleja en los metálicos, casi alternadamente dispuestos. El interés de Velázquez por los efectos ópticos y su tratamiento pictórico se pone de manifiesto en los huevos flotando en el líquido —aceite o agua— en los que «logra mostrar el proceso de cambio por el cual la transparente clara del huevo crudo se va tornando opaca al cuajarse», detalle que indica el interés del pintor en captar lo fugaz y efímero, deteniendo el proceso en un momento concreto. ​
Pero más allá de la atención prestada a estos objetos y a su percepción visual, Velázquez ha ensayado una composición de cierta complejidad, en la que la luz juega un papel determinante, conectando figuras y objetos en planos entrecruzados. La relación entre los dos protagonistas del lienzo resulta, sin embargo, ambigua. Sus miradas no se cruzan: el muchacho dirige la suya hacia el espectador mientras la mirada de la anciana parece perderse en el infinito, creando con ello cierto aire de misterio que ha hecho pensar que lo representado en el lienzo no sea una simple escena de género. ​
Lejos de ser «figuras ridículas» para provocar risa, como decía Pacheco a propósito de los protagonistas de los bodegones más convencionales, anciana y joven están tratados con severa dignidad. El escorzo de la cabeza del muchacho coincide con el del adolescente que recibe la copa en El aguador de Sevilla, adoptando un gesto reconcentrado, como transido por la importante responsabilidad que desempeña en la cocina. El mismo muchacho no deja de recordar al más joven de los Tres músicos, pero la incidencia de la luz, más matizada, y la expresión seria le dotan de una dignidad y atractivo que no tenía aquel. La repetición del modelo hace creíble, aunque no haya forma de comprobarlo, que se trate del «aldeanillo aprendiz» que, según Pacheco, Velázquez tenía cohechado para que le sirviese de modelo. El tipo humano de la vieja, con su mirada perdida, es probablemente el mismo de la anciana que aparece en Cristo en casa de Marta y María, en el que algunos críticos han querido ver un retrato de la suegra del pintor. ​
Julián Gállego llamó la atención sobre la quietud que el cuadro desprende, alejada del dinamismo de las obras de Caravaggio, con el que algunos críticos lo han relacionado por el tratamiento del claroscuro, «quietud desconcertante» que sólo encontraría paralelo en algunos pintores nórdicos, como Louis Le Nain o Georges de La Tour. ​ Las acciones de los personajes —agitar la cuchara para que no se pegue la clara, cascar el huevo, acercar la jarra de vino— han sido sorprendidas en un instante y los actores de ellas han quedado inmovilizados, sin comunicación entre sí. Jonathan Brown entiende por ello que Velázquez ha hecho de sus personajes objetos y los ha tratado de igual modo que hace con estos, con distanciamiento y objetividad.
Conforme a la interpretación tradicional de los primeros bodegones de Velázquez, en los que se apuntaban paralelismos con la novela picaresca, el cuadro se ha visto como una ilustración de un pasaje del Guzmán de Alfarache, donde Mateo Alemán presentaba a una vieja friendo huevos para un muchacho. Pero la «inquietante atmósfera psicológica» del cuadro, según lo describe Jonathan Brown, y la mirada perdida de la anciana, o la propia formación cultural del pintor en el taller de Pacheco, han motivado la búsqueda de unas intenciones simbólicas con las que Velázquez estaría dignificando el género del bodegón, desdeñado por los teóricos precisamente por carecer de «asunto», como de forma más explícita hace en Cristo en casa de Marta y María o en La mulata con la cena de Emaús de Dublín, verdaderos «bodegones a lo divino».
En esta dirección Julián Gállego sugirió que el cuadro pudiera ser interpretado como una representación del sentido del gusto, y aunque él mismo se decía no convencido con esa explicación, ​ Fernando Marías ha profundizado de forma original en la relación con los sentidos corporales, que encuentra aludidos en otros bodegones, en los que «las referencias literarias —por ejemplo con respecto a la novela picaresca— brillan por su ausencia».​ El repertorio de objetos magistralmente descritos por Velázquez en sus varios colores y brillos, con los que se hacen reconocibles las diferentes texturas y calidades táctiles, pueden ser reconocidos por el espectador, como también por el muchacho que con la mirada llama su atención, mediante el sentido de la vista, en tanto la anciana, con la mirada perdida, «con expresión de ciega» según Gállego, parece tantear con la cuchara la distancia a la cazuela. En la vieja, acaso ciega, Velázquez parece reflexionar sobre las dos formas de conocimiento de una misma realidad, la proporcionada por el sentido de la vista y la que proporciona el tacto. ​
Una interpretación distinta ofrece Manuela Mena, para quien no sería casual la semejanza entre esta anciana y la dueña que aparece en Cristo en casa de Marta y María. De la mirada de la anciana, que «roza» al niño pero no se fija en él, «se desprende una extraña sugerencia de sabiduría y de experiencia». Las alcuzas que cuelgan de la pared del fondo, símbolo barroco de la Vigilancia, completarían el significado de esa mirada, inteligente y no ciega, capaz de ver desde la experiencia el pasado y el futuro. 

Santo Tomás, 1618-1620.  Museo de Bellas Artes de Orleans 
Óleo atribuido a Velázquez, perteneciente a su primera etapa
En el Museo de Orleans al menos desde 1843, donde se atribuía a Murillo, en 1925 Manuel Gómez-Moreno lo publicó como obra de Velázquez y en relación con el San Pablo del Museo Nacional de Arte de Cataluña, con una inscripción semejante en la parte superior, como restos de un posible apostolado al que también podría haber pertenecido la Cabeza de apóstol del Museo del Prado. Aunque no haya sido posible establecer una relación directa con este cuadro, del que se ignora la procedencia hasta su incorporación al museo, se han recordado a este respecto una serie de apóstoles mencionados por Antonio Ponz en su Viaje de España de 1772, localizados en una pieza contigua a la celda prioral de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla, donde se atribuían al pintor.
El santo aparece de riguroso perfil, lo que dificulta la posibilidad apuntada de que hubiese formado serie con el San Pablo de Barcelona en posición casi frontal, envuelto en un pesado manto castaño anaranjado surcado por profundos pliegues. Julián Gállego destacó la calidad de las manos, estudiadas del natural, con las que sujeta en la derecha un libro abierto encuadernado en pergamino y en la izquierda una pica o lanza que lleva al hombro. El modelo es el mismo del San Juan en Patmos y quizá el del estudio de Cabeza de perfil del Museo del Hermitage que aparece en los almuerzos de San Petersburgo y Budapest: joven, con barba incipiente y pómulos marcados, si acaso más consumido aquí para subrayar el carácter ascético. La iluminación intensa, dirigida desde la izquierda, ha llevado a que se recuerde con frecuencia a propósito de este cuadro el naturalismo caravaggista y su sistema de iluminación tenebrista. ​
Su identificación como el apóstol santo Tomás, habitualmente representado con una escuadra, es posible además de por la inscripción que lleva en la parte superior («S. TOMAS.»), por la pica, atributo no infrecuente y del que se vale también El Greco en alguno de sus apostolados, ya sea la lanza de Longinos, evocando de este modo sus dudas sobre la Resurrección de Jesús resueltas al meter su mano en el costado de Cristo, ​ o el atributo de su martirio, pues según san Isidoro murió alanceado. 

San Pablo, 1618 – 1620. Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona 
El cuadro fue publicado por August L. Mayer como obra de Velázquez en 1921, atribución admitida de forma general por la crítica. En 1841 fue adquirido por el marqués de Fuentes en Madrid. Más tarde localizado en la colección de don Pedro Gil en Barcelona, a cuya viuda lo compró el museo en 1944.
Se cree que pudo haber formado parte de un apostolado, al que pertenecerían también el Santo Tomás del Museo de Bellas Artes de Orleans y la Cabeza de apóstol ingresada en 2006 en el Museo del Prado. En este sentido Julián Gállego recordó un conjunto de pinturas mencionado por Antonio Ponz en su Viaje de España de 1772, localizado en una pieza contigua a la celda prioral de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla, donde se guardaban «varias pinturas que representan apóstoles que, si son de Velázquez, como allí quieren, puede ser que las hiciera en sus principios».​ Otros dos cuadros con apóstoles atribuidos a Velázquez se citaban en un inventario hecho en 1786 de las pinturas del convento de San Hermenegildo de Madrid. ​ La relación entre estas obras y las conservadas, sin embargo, no se ha podido documentar, y el hecho de que el apóstol Tomás se retrate de riguroso perfil mientras que el san Pablo está casi de frente, parece romper con el concepto de repetición que exigen estas series, y así José López-Rey los catalogó por separado.
El santo aparece representado casi de frente al espectador, sentado y de tres cuartos, envuelto en un amplio manto de tonos verdosos que cubre una túnica roja y en el que destacan los profundos pliegues con los que se capta la pesada textura de la tela. El tratamiento de la materia, el tono terroso y la iluminación dirigida junto con la fuerte caracterización del rostro dan prueba del grado de naturalismo alcanzado por el pintor en esta época temprana, lo que ha llevado a ponerlo en relación con otras series de apóstoles y de filósofos de José de Ribera. Sin embargo su ejecución es muy desigual e insegura en la representación corporal, de forma que la cabeza del natural y el pesado paño se asientan sobre unas piernas sin volumen. ​ Para el rostro, estudiado del natural, se han señalado semejanzas con personajes representados en otros cuadros del pintor, como El almuerzo o la citada Cabeza de apóstol, pero también fuentes grabadas, como una estampa de Werner van den Valckert que representa a Platón y un grabado de San Pablo de Gerrit Gauw sobre una composición de Jacob Matham para la disposición general. ​
La identificación del personaje sólo es posible por la inscripción «S.PAVLVS» que aparece en la parte superior, con una grafía semejante a la inscripción del Santo Tomás, lo que hace creíble que ambos cuadros formasen alguna vez serie, aunque pudieran ser inscripciones añadidas en fecha posterior. Velázquez se ha apartado de la tradicional iconografía de san Pablo, una de las más codificadas del arte cristiano, prescindiendo de la espada que lo distingue, sustituida por el libro semioculto bajo la capa, en alusión a sus Epístolas, pero que en tanto que atributo es común a otros apóstoles. También se apartó de la iconografía tradicional en lo que se refiere a la fisonomía del santo, que lo imaginaba calvo y con barba negra y puntiaguda, ​ para acercarse a las indicaciones de su maestro Francisco Pacheco, tal como las recogía en El arte de la pintura:
Diximos arriba que, conforme a la pintura de San Lucas, no fue calvo San Pedro, lo mismo decimos de San Pablo, sino antes, en la frente se muestra el cabello partido a lo nazareno y negro él y la barba. 

Inmaculada Concepción, 1618. National Gallery, Londres
En 1800 Juan Agustín Ceán Bermúdez citó la obra, junto con su pareja, el San Juan evangelista escribiendo el Apocalipsis, de idénticas dimensiones, en la sala capitular del convento del Carmen Calzado de Sevilla. ​ Ambas fueron vendidas en 1809, por intermediación del canónigo López Cepero, al embajador de Gran Bretaña, Bartholomew Frere. Adquirido por el Museo en 1974.​ La crítica es, desde Ceán, unánime en el reconocimiento de su autografía.
El cromatismo parece haber sufrido un oscurecimiento general, a causa de la cera aplicada en una antigua forración. Pero de todos modos no es probable que en su estado primitivo alcanzase la claridad de las Inmaculadas de su maestro, Francisco Pacheco, si se considera que había de armonizar con el San Juan en Patmos, cuyo sistema de iluminación intensa en el primer plano y dirigida desde la izquierda comparte.
La cuestión inmaculista era en Sevilla objeto de vivo debate, con amplia participación popular volcada en general en defensa de la definición dogmática. La controversia estalló en 1613 cuando el dominico fray Domingo de Molina, prior del convento de Regina Angelorum negó la concepción inmaculada desde el púlpito, afirmando que María «fue concebida como vos y como yo y como Martín Lutero». Entre los fervorosos defensores de la Inmaculada estuvo Francisco Pacheco, bien relacionado con los jesuitas Luis del Alcázar y Juan de Pineda, implicados en su defensa. Al calor de la controversia los pintores recibieron numerosos encargos, siendo por tal motivo la pintura de la Inmaculada uno de los asuntos más repetidos. ​
Aunque Francisco Pacheco en El arte de la pintura aconsejaba pintar a la Inmaculada Concepción con túnica blanca y manto azul, tal como se apareció a la portuguesa Beatriz de Silva, ​ Velázquez empleó la túnica rojo-púrpura del mismo modo que acostumbraba a hacerlo el propio Pacheco en sus diversas aproximaciones al tema (Inmaculada Concepción con Miguel Cid, Catedral de Sevilla; Inmaculada concepción con la Trinidad, Sevilla, iglesia de San Lorenzo, etc.). Este era también el modo más extendido en Sevilla en las primeras décadas del siglo XVII, como se observa también en la Inmaculada de Juan de Roelas del Museo Nacional de Escultura de Valladolid. ​
Velázquez sigue los esquemas compositivos empleados por Pacheco igualmente en la silueta en contrapposto de la Virgen, la luna traslúcida a los pies y la integración de los símbolos de las Letanías lauretanas en el paisaje (nave, torre, fuente, cedro), aun a costa de faltar a la verosimilitud en un grado mayor del que acostumbraba su maestro y suegro, a quien gustaba integrar la Torre del Oro o la Giralda en los suyos. Otras sugerencias expuestas por Pacheco en las Adiciones a su tratado, compuestas a partir de 1634 pero recogiendo indudablemente su práctica artística y los conocimientos adquiridos a lo largo de un largo periodo, han sido respetadas por Velázquez:
Hase de pintar, pues, en este aseadísimo misterio esta Señora en la flor de su edad, de doce a trece años, hermosísima, lindos y graves ojos, nariz y boca perfectísima y rosadas mexillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro; en fin, cuanto fuere posible al humano pincel. (...) Vestida del sol, un sol ovado de ocre y blanco, que cerque toda la imagen, unido dulcemente con el cielo; coronada de estrellas; doce estrellas compartidas en un círculo claro entre resplandores, sirviendo de punto la sagrada frente; (...) debaxo de los pies, la luna que, aunque es un globo sólido, tomo licencia para hacello claro, transparente sobre los pies; por lo alto, más clara y visible la media luna con las puntas abaxo.
Explicaba luego Pacheco esta elección de las puntas hacia abajo, contra la costumbre, de acuerdo con las indicaciones del padre Luis del Alcázar, por razones de veracidad astronómica, dada la posición del sol, por convenir así mejor para iluminar a la mujer que sobre ella está y porque, siendo la luna un cuerpo sólido, la figura ha de quedar asentada en la parte de fuera. La luna de Velázquez es, sin embargo, más que un creciente lunar un sólido cristalino a través del que se observa el paisaje. Velázquez prescinde de la serpiente, figura del demonio, que Pacheco dice pintar siempre con aprensión, dispuesto a dejarla fuera del asunto. Pero rompe con su maestro y de una forma radical en el modelo elegido para representar a la Virgen, que toma del natural sin dejar de ser, a su manera, una bella y recatada doncella.
La apariencia de retrato, bien distinto de los idealizados rostros de Pacheco, ha llevado a diversas especulaciones acerca de la identidad de la retratada, buscándose a menudo al modelo dentro del entorno familiar. 

San Juan Evangelista en Patmos, 1618. National Gallery, Londres
En 1800 Ceán Bermúdez mencionó este cuadro junto con la Inmaculada Concepción, de idénticas dimensiones, en la sala capitular del convento del Carmen Calzado de Sevilla, para el que probablemente se pintó. ​ Ambos fueron vendidos en 1809, por intermediación del canónigo López Cepero, al embajador de Gran Bretaña, Bartholomew Frere. En 1956 fue adquirido por el museo donde ya se encontraba depositado en calidad de préstamo desde 1946. ​ La crítica es, desde Ceán, unánime en el reconocimiento de su autografía.
Velázquez representa a Juan el Evangelista en la isla de Patmos donde, como cuenta Francisco Pacheco, «tuvo admirables ilustraciones y revelaciones y escribió el Apcolapsi».​ Aparece sentado, con el libro en el que escribe el contenido de la revelación sobre las rodillas. Al pie otros dos libros cerrados aluden probablemente al evangelio y a las tres epístolas que escribió. Arriba y a la izquierda aparece el contenido de la visión que tiene suspendido al santo, tomado del Apocalipsis (12, 1-4) e interpretado como figura de la Inmaculada Concepción, cuya controvertida definición dogmática tenía en Sevilla ardientes defensores: «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre la cabeza (...) Otra señal apareció en el cielo: un dragón color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos (...) se puso delante de la mujer en trance de dar a luz». En su dibujo Velázquez sigue modelos iconográficos conocidos: un grabado de Jan Sadeler, a partir de un cuadro de Martín de Vos para el esquema general y la figura del dragón, y otro de Juan de Jáuregui publicado en el libro de Luis del Alcázar Vestigatio arcani sensu Apocalypsi (Amberes, 1614), para la imagen de la Virgen. ​ También para la figura de San Juan se han indicado influencias, aunque más remotas e interpretadas a la manera naturalista, del grabado de Durero del mismo tema al que Pacheco reprocha haber pintado a san Juan mozo, como también hace Velázquez, pues en el momento de escribir el Apocalipsis era un anciano de noventa años. ​ Al hacerlo así, sin embargo, Velázquez podría estar trasladando al lienzo otro de los consejos iconográficos de su maestro, donde recomendaba pintarlo «mancebo, por su perpetua virginidad y para proponer a los tales un dechado de pureza, aficionándolos a consagrar a Cristo la flor de su juventud».​
En la cabeza del santo se observa un estudio del natural, tratándose probablemente del mismo modelo que utilizó en el estudio de una cabeza de perfil del Museo del Hermitage. La luz es también la propia de las corrientes naturalistas. Procedente de un punto focal situado fuera del cuadro se refleja intensamente en las ropas blancas y destaca con fuertes sombras las facciones duras del joven apóstol. El efecto volumétrico creado de ese modo, y el interés manifestado por las texturas de los materiales, como ha señalado Fernando Marías, alejan a Velázquez de su maestro ya en estas obras primerizas. ​
En semipenumbra queda el águila, cuya presencia apenas se llega a advertir gracias a la mayor iluminación de una pezuña y a algunas pinceladas blancas que reflejan la luz en la cabeza y el pico, mimetizado el plumaje con el fondo terroso del paisaje. A la derecha del tronco del árbol, el celaje se enturbia con pinceladas casuales, como acostumbró a hacer Velázquez, destinadas a limpiar el pincel. El controlado estudio de la luz en la figura de San Juan, y el rudo aspecto de su figura, hace por otra parte que resalte más el carácter sobrenatural de la visión, envuelta en un aura de luz difusa. Lo reducido de la visión, a diferencia de lo que se encuentra en los grabados que le sirvieron de modelo, se explica por su colocación al lado del cuadro de la Inmaculada Concepción, en el que la visión de la mujer apocalíptica cobra forma como la Virgen madre de Dios concebida sin pecado, subrayando así el origen literario de esta iconografía mariana, como la materialización de una visión conocida a través de las palabras escritas por san Juan. ​ 

Adoración de los Reyes Magos, 1619. Museo del Prado
No se tiene noticia cierta de la procedencia de este cuadro pintado por Velázquez cuando tenía 20 años de edad, en 1619, aunque la última cifra es confusa y Beruete leyó 1617. Ainaud sugirió que podría haberse pintado para el noviciado jesuita de San Luis de los Franceses de Sevilla y así ha sido aceptado por buena parte de la crítica, alegando que el espino que aparece en el ángulo inferior derecho, alusivo a la Pasión de Cristo, podría hacer referencia a la reliquia de la corona de espinas que poseía el santo rey de Francia. Tras la expulsión de los jesuitas en 1767 el cuadro habría pasado a propiedad de Francisco Bruna en cuyo poder lo vio el viajero inglés Richard Twiss y en 1819 se incorporó al Museo del Prado, procedente de la colección real.
Se ha pensado que el lienzo podría haber sido recortado por tres de sus lados, a la vista de una litografía de Cayetano Palmaroli de 1832 que presenta una composición más ancha y, a juicio de Enriqueta Harris y Jonathan Brown, más satisfactoria. Sin embargo, no existen indicios que permitan afirmar que el cuadro haya sido recortado tras su ingreso en el Museo y el estudio técnico efectuado por Carmen Garrido descarta que haya tenido otras dimensiones que las actuales, aunque el paisaje, de todos modos poco visible, podría haber sido originalmente algo más amplio. La litografía de Palmaroli, en fin, podría ser una recreación imaginaria de las partes supuestamente perdidas basada en esa creencia de que el cuadro había sido recortado a la izquierda con anterioridad.
El cuadro representa la Adoración de los Reyes Magos según la tradición cristiana que concreta su número en tres y, a partir del siglo XV, imagina a Baltasar de raza negra, ofreciendo tres regalos al Niño Jesús: oro como rey, incienso como Dios y mirra como hombre, tras haber tenido noticia de su nacimiento gracias a la estrella de oriente. Con los tres magos, la Virgen y el Niño, Velázquez pinta a san José y a un paje, con los que llena prácticamente toda la superficie del lienzo y deja solo una pequeña abertura a un paisaje crepuscular en el ángulo superior izquierdo. La zarza al pie de María alude al contenido de su meditación, expresada en el rostro reconcentrado y sereno.
En los personajes representados se han buscado retratos de miembros de la familia del propio pintor, relacionando un autorretrato de Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, con la cabeza del rey Melchor, el de barba blanca. Conforme a esas interpretaciones, la Virgen sería la esposa de Velázquez, Juana Pacheco, con la que había casado un año antes, el Niño Jesús sería la propia hija mayor del pintor, y este, o su hermano Juan, daría rostro a Gaspar. ​ Tales identificaciones, sin embargo, en opinión de Julián Gállego y otros críticos, no están probadas.
El propio Pacheco se sintió en la obligación de justificar en el Arte de la Pintura la inclusión de su autorretrato entre los cuerpos resucitados del Juicio Final que había pintado para el convento de Santa Isabel, conservado actualmente en el Museo de Castres, «pues es cierto hallarme presente este día», según decía, pero también «
siguiendo el exemplo de algunos valientes pintores que, en ocasiones públicas, entre otras figuras pusieron la suya, y de sus amigos y deudos; y principalmente Ticiano, que se retrató en la gloria que pintó para el Rey Felipo II».​ No parece razonable que desaprovechase la oportunidad de señalar que también él, con toda su familia, habían sido retratados por el yerno en un cuadro de la Adoración de los Magos expuesto en público y en el que serían fácilmente reconocidos en Sevilla, de haber aprobado, y no es probable, una acción así.
Sí podrían existir semejanzas entre el rey anciano y el que aparece en Tres hombres a la mesa; así como en el rostro de la Virgen, semejante al de la Inmaculada de Londres, aunque algo más idealizado aquí, sin que de ello se pueda desprender otra cosa que la utilización de estudios tomados del natural como práctica habitual de Velázquez.
Con arreglo a los estudios técnicos que indican que el cuadro conserva sus medidas originales, si acaso ligeramente recortadas por abajo, la sensación un poco agobiante que produce la recargada composición debió de ser deliberadamente buscada por el pintor, quien habría querido crear con la proximidad de los cuerpos una impresión de intimidad acentuada por la iluminación nocturna que baña la escena, que parece invitar al recogimiento.
En su ejecución es fácil advertir torpezas, propias del pintor principiante que era Velázquez en ese momento: la floja cabeza de San José, el cuerpo sin piernas del niño, embutido en pañales conforme a las indicaciones iconográficas de Pacheco, según indica Jonathan Brown, o las manos de la Virgen sobre las que ensayó su ingenio Carl Justi aseverando que «son lo bastante fuertes para manejar un arado y, en caso necesario, para coger al toro por los cuernos». Pero nada de ello empequeñece el sentido profundamente devoto de la composición en su aparente cotidianidad, conforme a los consejos ignacianos, y en la forma como la luz, despejando las sombras, se dirige al Niño, que ha de ser el centro de toda meditación, dándole volumen y forma. 

El aguador de Sevilla, 1620. Wellington Museum, Londres
El aguador de Sevilla o simplemente El aguador, es una obra que debemos ubicar en la etapa sevillana de Velázquez. Esta estapa se trata de su periodo de formación junto con el que será su suegro, Francisco Pacheco, artista y teórico de las artes que más que como pintor destacaba por ser un gran maestro, además de un hombre de gran cultura como atestigua su tratado el Arte de la pintura. Velázquez trabajo con Pacheco seis u ocho años, por lo menos de 1610 hasta 1610, siendo ésta un etapa fundamental en su formación como pintor, ya que con Pacheco adquiere su formación técnica, de ideas estéticas, modelos iconográficos de representación.
La etapa sevillana de Velázquez se caracteriza por un gran naturalismo en su pintura, realiza obras donde la representación de los detalles eleva estas obras a la categoría de obras maestras, como realiza en esta obra y en la Vieja friendo huevos, por ejemplo. También se encuentra muy influenciado por la novedad que entonces supone la pintura de Caravaggio y el claroscuro que el maestro italiano llevará a su máxima expresión. Sevilla es en estos momentos una de las ciudades más cosmopolitas y a través de su puerto llegan estas novedades en la pintura que Velázquez y otros pintores conocen y llevan a la práctica.
Una de las teorías que más se ha aceptado es que Velázquez pinta este cuadro como carta de presentación cuando realiza su segundo y definitivo viaje a Madrid en 1623, momento en el que se instala en la Corte, tras su primer viaje fallido de 1622. Este cuadro sería un regalo para el que fue su primer protector en la Corte, Juan de Fonseca y Figueroa, lo que explicaría que desplegase en el lienzo todo ese catálogo de texturas y efectos brillantes en los objetos inanimados, para así mostrar su maestría a la hora de acometer una obra.

Análisis formal 
Velázquez ordena la composición de la obra para otorgarle el protagonismo al aguador, el personaje de mayor edad del lienzo, que casi parece empujar hacia el otro extremo de la con su poderosa presencia física a los otros dos personajes, un muchacho joven que recibe del aguador una copa de cristal que contiene agua y otro personaje de edad intermedia entre ambos que bebe el contenido de un recipiente.
El personaje de edad intermedia es el recurso que introduce el pintor para introducir al espectador en la escena, ya que es quien mira directamente al espectador y de ese modo le hace partícipe de la obra, un recurso muy barroco. Por otro lado, la escena se desarrolla en un espacio que podríamos calificar de atemporal, un espacio sin forma ni tiempo que otorga a la escena un tono más trascendental, como si la escena que se está desarrollando tuviera más calado del que a simple vista se aprecia.
Por otro lado, la composición se organiza en base a un juego de dobles perspectivas. Es decir, los objetos inanimados, la alcarraza, el cuenco y el cántaro están pintados con una perspectiva de arriba abajo, mientras que el aguador está pintado para ser visto al contrario, con una perspectiva de abajo arriba, como si de un contrapicado se tratase. Al incidir la luz en los diferentes objetos nos permite apreciar sus diferentes texturas y los brillos que producen al ser iluminados, es aquí donde Velázquez despliega su maestría. Además, coloca un objeto cilíndrico, el cántaro, en un primer plano, conocedor de la dificultad que ello conlleva. Por último, destacar la paleta de colores terrosos, propios de esta primera etapa sevillana de formación, no será hasta que llegue a la Corte y sobre todo cuando viaje a Italia cuando suavice su paleta cromática y tienda más a una pintura de pincelada suelta.

Análisis iconográfico 
La obra ha sido fruto de múltiples interpretaciones. Una consideración es que la obra representa lo que se ve a simple vista, un aguador, una persona que vendía agua en las ciudades y teniendo en cuenta lo calurosa que es la ciudad de Sevilla el personaje del aguador sería común en la capital hispalense. Sin embargo, el modo en el que lo representa Velázquez se aleja de la iconografía común del aguador que gozó de cierta popularidad y se suelen representar fuera de la ciudad cargando el agua que más tarde venderá o bien en medio del desarrollo de la vida diaria de la ciudad.
Sin embargo, la teoría que con más fuerza ha sonado en torno a esta obra ha sido la que afirma que lo que vemos en ella es la representación alegórica de las tres edades de la vida o las tres edades del hombre, aunque también esta teoría tiene sus detractores. De ahí que aparezca un personaje de mayor, un muchacho joven y otro de edad intermedia entre ambos, que además aparece entre ambos físicamente en el lienzo.
En relación con esta teoría, el aguador se presenta como una figura de autoridad que ofrece al personaje más joven una copa de cristal que ha llenado de su cántaro rebosante, entendida esa agua que rebosa como la sabiduría. No tendría sentido guardar esa sabiduría adquirida a lo largo de todo una vida para sí mismo, es más provechoso que otros se sirvan de ella, en especial la juventud. La copa que le ofrece al joven muchacho tiene un higo en el fondo, un fruto considerado salutífero que se añadía al agua para endulzarla. Su presencia en esta obra podríamos entenderla como un intento de endulzar en la manera de posible (a través de su experiencia vital) o por lo menos hacer más llevadera esa dura etapa de crecer y aprender que se hace, casi siempre, a base de traspiés. Por último, el personaje de edad intermedia, en la flor de la vida, hace lo que es propio de su edad, bebe ávidamente su bebida, es decir, disfruta de su juventud y de la vida.
Para concluir debemos decir que esta ambigüedad de significados que se pueden extraer de las obras de Velázquez es algo recurrente en el pintor sevillano desde su etapa sevillana hasta el final de su producción. En muchas de sus obras su verdadero significado no se presenta a primera vista para el espectador, precisa de más de una mirada para poderlo desentrañar, exigiendo de este modo la participación activa del espectador. Valgan como ejemplos de ello, su obra La mulata considerada durante mucho tiempo como una pintura de bodegones y que hoy día se sabe que su tema es religioso o, por ejemplo, Las Hilanderas, considerada durante siglos como una pintura de género que se desarrolla en el interior de un taller de tapices y que hoy identificamos con el mito de Aracne de las Metamorfosis de Ovidio. Es decir, escenas de las que tras reflexionar se puede extraer una lección.
 

La venerable madre Jerónima de la Fuente, 1620
Óleo sobre lienzo. 160 cm × 110 cm. Museo del Prado
Existen dos versiones con ligeras variantes, ambas procedentes del convento de Santa Isabel la Real de Toledo de donde salieron en 1931, una conservada en el Museo del Prado de Madrid (España) desde 1944 y la restante en colección particular madrileña.
El cuadro representa a Jerónima de la Asunción, fundadora y primera abadesa del convento de Santa Clara de la Concepción de Manila en las Islas Filipinas, como indica la inscripción de la parte inferior.
La monja aparece en pie, llenando con su sola presencia un espacio desnudo, sin más notas de color que la carnación de los labios y el rojo del filo de las hojas del breviario cerrado que recoge bajo el brazo izquierdo; viste el hábito marrón propio de las clarisas apenas diferenciado del fondo, sequedad que obliga a dirigir la vista al rostro duro de la monja, con su fija mirada escrutadora, en la que se evidencia la fortaleza de carácter de quien a edad avanzada iba a emprender con ánimo misionero un viaje a tierras remotas de las que nunca regresaría. La luz dirigida, con técnica que es todavía la propia del tenebrismo, resalta la dureza y las arrugas de manos y rostro. La visión elevada del suelo parece indicar que Velázquez desconoce el modo de resolver la perspectiva lineal, ​ o que conociéndola ha decidido no usarla. ​ Sin embargo muestra ya sus maneras en los pequeños detalles, como las arrugas de la blanca toca y la cinta que sobre el pecho sujeta el manto, resuelta con algunos trazos escurridos que terminan antes de alcanzar la hebilla, demostrando como el joven pintor había ya entendido que la verdadera aprehensión de la realidad en la pintura no está en la meticulosa imitación de la naturaleza de las cosas, sino en su realidad óptica, donde la vista se engaña.
Tanto la versión del Prado como la de colección han sido estudiadas en el laboratorio del museo, confirmando la segura atribución de los dos ejemplares. El de colección Araoz muestra una técnica más rápida, con el pincel menos cargado de pintura, pero con pinceladas muy similares en ambos. El crucifijo se pintó inmediatamente en su actual estado, sin haber sufrido retoques, al contrario que en el óleo del Prado en el que Velázquez hizo ligeros reajustes posicionales en la mano que lo agarra. La firma en el de colección Araoz —que no se indicó en la primera limpieza— se demuestra apócrifa. La filacteria del Prado no debió eliminarse pues se comprueba su presencia desde el origen. 

Rápido reconocimiento en la corte
En su primera visita a Madrid en 1622 pintó el retrato de Góngora, captando sin ninguna concesión su amargura. ​
En 1621 murió en Madrid Felipe III y el nuevo monarca, Felipe IV, favoreció a un noble de familia sevillana, Gaspar de Guzmán, luego conde-duque de Olivares, que se convirtió en poco tiempo en el todopoderoso valido del rey. Olivares abogó por que la corte estuviera integrada mayoritariamente por andaluces. Pacheco debió entenderlo como una gran oportunidad para su yerno, procurándose los contactos oportunos para que Velázquez fuese presentado en la corte, a donde iba a viajar so pretexto de conocer las colecciones de pintura de El Escorial. Su primer viaje a Madrid tuvo lugar en la primavera de 1622. ​ Velázquez debió de ser presentado a Olivares por Juan de Fonseca o por Francisco de Rioja, pero según relata Pacheco «no se pudo retratar al rey aunque se procuró»,​ por lo que el pintor regresó a Sevilla antes de fin de año. ​ A quien sí retrató por encargo de Pacheco, que preparaba un Libro de retratos, fue al poeta Luis de Góngora, que era capellán del rey.
Gracias a Fonseca, Velázquez pudo visitar las colecciones reales de pintura, de enorme calidad, donde Carlos I y Felipe II habían reunido cuadros de Tiziano, Veronés, Tintoretto y los Bassano. Según Julián Gállego, entonces debió comprender la limitación artística de Sevilla y que además de la imitación de la naturaleza existía «una poesía en la pintura y una belleza en la entonación».​ El estudio posterior de la colección real, especialmente los tizianos, tuvo una decisiva influencia en la evolución estilística del pintor, que pasó del naturalismo austero de su época sevillana y de las severas gamas terrosas a la luminosidad de los grises plata y azules transparentes en su madurez. ​
Poco más tarde, los amigos de Pacheco, principalmente Juan de Fonseca, que era capellán real y había sido canónigo de Sevilla, consiguieron que el conde-duque llamase a Velázquez para retratar al rey. ​ Así lo relató Pacheco:
El de 1623 fue llamado [a Madrid] del mesmo don Juan (por orden del Conde Duque); hospedóse en su casa, donde fue regalado y servido, y hizo su retrato. Llevólo a palacio aquella noche un hijo del conde de Peñaranda, camarero del Infante Cardenal, y en una hora lo vieron todos los de Palacio, los Infantes y el Rey, que fue la mayor calificación que tuvo. Ordenóse que retratase al infante, pero pareció más conveniente hacer el de su Majestad primero, aunque no pudo ser tan presto por grandes ocupaciones; en efecto se hizo en 30 de agosto, 1623, a gusto de Su Majestad, y de los Infantes y del Conde Duque, que afirmó no haber retratado al rey hasta entonces; y lo mismo sintieron todos los señores que lo vieron. Hizo también de camino un bosquexo del Príncipe de Gales, que le dio cien escudos.
Ninguno de estos retratos se conserva, aunque se ha querido identificar un discutido Retrato de caballero (Detroit Institute of Arts) con el de Juan de Fonseca. Tampoco se conoce el del príncipe de Gales, futuro Carlos I, excelente aficionado a la pintura y que había llegado a Madrid de incógnito para concertar su matrimonio con la infanta María, hermana de Felipe IV, operación que no prosperó. Las obligaciones protocolarias de esta visita debieron de ser las que retrasaran el primer retrato del rey, que por la precisa datación de Pacheco, el 30 de agosto, debió de ser un boceto para elaborarlo en el taller. Pudo servir de base para un primer y también perdido retrato ecuestre, que en 1625 se expuso en la calle Mayor, «con admiración de toda la corte e envidia de los de l'arte», de lo que Pacheco se declara testigo. ​ Cassiano dal Pozzo, secretario del cardenal Barberini, a quien acompañó en su visita a Madrid en 1626, informa de su colocación en el Salón Nuevo del Alcázar formando pareja con el célebre retrato de Carlos V a caballo en Mühlberg de Tiziano, testimoniando la «grandeza» del caballo «è un bel paese» (un bello paisaje), que según Pacheco habría sido pintado del natural, como todo lo demás. ​
Todo indica que el joven monarca, seis años menor que Velázquez, que había recibido clases de dibujo de Juan Bautista Maíno, supo apreciar de inmediato las dotes artísticas del sevillano. Consecuencia de ese primer encuentro con el rey fue que en octubre de 1623 se ordenó a Velázquez trasladar su lugar de residencia a Madrid, siendo nombrado pintor del rey con un sueldo de veinte ducados al mes, ocupando la vacante de Rodrigo de Villandrando que había fallecido el año anterior. ​ Ese sueldo, que no incluía la remuneración que le pudiese corresponder por sus pinturas, se vio pronto incrementado con otras concesiones, incluido un beneficio eclesiástico en las Canarias por valor de 300 ducados anuales, otorgado a petición del conde-duque por el papa Urbano VIII. ​
La rápida ascensión de Velázquez provocó el resentimiento de los pintores más veteranos, como Vicente Carducho y Eugenio Cajés, que lo acusaban de ser solo capaz de pintar cabezas. Según escribió Jusepe Martínez, esto provocó la realización de un concurso en 1627 entre Velázquez y los otros tres pintores reales: Carducho, Cajés y Angelo Nardi. ​ El ganador sería elegido para pintar el lienzo principal del Salón Grande del Real Alcázar de Madrid. El motivo del cuadro era La expulsión de los moriscos de España. El jurado, presidido por Juan Bautista Maíno, entre los bocetos presentados declaró vencedor a Velázquez. El cuadro fue colgado en este edificio y se perdió posteriormente en el incendio del mismo (Nochebuena de 1734). Este concurso contribuyó al cambio del gusto de la corte, abandonando el viejo estilo de pintura y aceptando la nueva pintura. ​
En marzo de 1627 juró el cargo de ujier de cámara, otorgado quizá por el triunfo en este concurso, con un sueldo de 350 ducados anuales, y desde 1628 ostentó el cargo de pintor de cámara, vacante a la muerte de Santiago Morán, considerado el cargo más importante entre los pintores de la corte. ​ Su trabajo principal consistía en realizar los retratos de la familia real, por lo que estos representan una parte significativa de su producción. Otro trabajo era pintar cuadros para decorar los palacios reales, lo que le dio una mayor libertad en la elección de temas y en cómo representarlos, libertad de la que no gozaban los pintores comunes, atados a los encargos y a la demanda del mercado. Velázquez podía aceptar también encargos particulares, y consta que en 1624 cobró de doña Antonia de Ipeñarrieta por los retratos que le pintó de su esposo fallecido, del rey y del conde-duque, pero desde que se trasladó a Madrid solo aceptó encargos de miembros influyentes de la corte. ​ Se sabe que pintó varios retratos del rey y del conde-duque, algunos para ser enviados fuera de España, como los dos retratos ecuestres que en mayo de 1627 fueron enviados a Mantua por el embajador en Madrid de los Gonzaga, algunos de los cuales se perdieron en el incendio del Alcázar de 1734. ​
Entre las obras conservadas de este periodo destaca especialmente El triunfo de Baco, popularmente conocido como Los borrachos, su primera composición mitológica, por la que en julio de 1629 cobró 100 ducados de la casa del rey. En él la antigüedad clásica se representa de forma vigorosa y cotidiana como una reunión de campesinos de su tiempo reunidos alegremente para beber, donde todavía persisten algunos modos sevillanos. Entre los retratos de los miembros de la familia real destaca El infante Don Carlos (Museo del Prado), de aspecto galán y algo indolente. De los retratos no pertenecientes a la familia real puede destacarse el inacabado Retrato de hombre joven de la Alte Pinakothek de Múnich. ​ También podría pertenecer a este momento El geógrafo del Museo de Bellas Artes de Rouen, inventariado en 1692 en la colección del marqués del Carpio como «un retrato de una vara de un filósofo estándose riendo con un globo, original de Diego Velázquez». Identificado también como Demócrito y alguna vez atribuido a Ribera, con cuyo estilo guarda estrecha semejanza, provoca cierta perplejidad a la crítica por el modo diverso como en él se tratan manos y cabeza, con una pincelada muy suelta, y la manera más apretada del resto de la composición, lo que se explicaría por una reelaboración de aquellas partes en torno a 1640. ​
Su técnica en este periodo valora más la luz en función del color y la composición. En los retratos de los monarcas, según indicó Palomino, debía reflejar «la discreción e inteligencia del artífice, para saber elegir, a la luz o el contorno más grato... que en los soberanos es menester gran arte, para tocar sus defectos, sin peligrar en la adulación o tropezar en la irreverencia». Son las normas propias del «retrato de corte» a las que el pintor se obliga para dar al retratado el aspecto que mejor responda a la dignidad de su persona y de su condición. Pero Velázquez limita el número de atributos tradicionales del poder (reducidos a la mesa, el sombrero, el toisón o la empuñadura de la espada) para incidir en el tratamiento del rostro y las manos, más iluminados y sometidos progresivamente a un mayor refinamiento. ​ Muy característico en su obra, como ocurre en el Retrato de Felipe IV de negro (Museo del Prado), es la tendencia a repintar rectificando lo hecho, lo que dificulta la datación precisa de sus obras. Esto constituye lo que se denominan «arrepentimientos», achacables a la ausencia de estudios previos y a un modo lento de trabajar, dado el carácter flemático del pintor, según lo definió el propio rey. Pasado el tiempo lo antiguo que quedó debajo y sobre lo que se pintó, surge de nuevo de forma fácilmente perceptible. En este retrato del rey se comprueba en las piernas y el manto, pero las radiografías revelan que el retrato fue repintado por completo, hacia 1628, introduciendo sutiles variaciones sobre el retrato subyacente, del que existe otra copia posiblemente autógrafa en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, algunos años anterior. De igual forma se percibe en muchos retratos posteriores, sobre todo de los monarcas. ​
En 1628 Rubens llegó a Madrid para realizar gestiones diplomáticas y permaneció en la ciudad casi un año. Se sabe que pintó del orden de diez retratos de la familia real, en su mayor parte perdidos. Al compararse los retratos de Felipe IV realizados por ambos pintores, las diferencias son notables: Rubens pintó al rey de forma alegórica, mientras Velázquez lo representaba como la esencia del poder. Picasso lo analizó así: «el Felipe IV de Velázquez es persona distinta del Felipe IV de Rubens».​ Rubens en este viaje copió también obras de la colección de pintura del rey, especialmente de Tiziano. ​ Ya en otras ocasiones había copiado sus obras, pues Tiziano representaba para él una de sus principales fuentes de inspiración y estímulo. Esta labor de copia fue especialmente intensa en la corte de Felipe IV, que poseía la más importante colección de obras del veneciano. ​ Las copias que hizo Rubens fueron adquiridas por Felipe IV y previsiblemente inspiraron también a Velázque
z. ​Rubens y Velázquez ya habían colaborado en cierta forma antes de este viaje a Madrid, al servirse el flamenco de un retrato de Olivares pintado por Velázquez para proporcionar el dibujo de un grabado realizado por Paulus Pontius e impreso en Amberes en 1626, en el que el marco alegórico fue diseñado por Rubens y la cabeza por Velázquez. El sevillano lo debió ver pintar los retratos reales y copias de Tiziano, siendo una gran experiencia para él observar la ejecución de esos cuadros de los dos pintores que más influencia tendrían en su propia obra. Pacheco afirmaba, en efecto, que Rubens en Madrid había tenido poco trato con pintores excepto con su yerno, con quien visitó las colecciones de El Escorial, estimulándole, según Palomino, a viajar a Italia. ​ Para Harris no hay duda de que esta relación inspiró su primer cuadro alegórico, Los borrachos. ​ Sin embargo Calvo Serraller precisa que aunque la mayoría de los especialistas han interpretado la visita de Rubens como la primera influencia decisiva que sufrió la pintura de Velázquez, nada hay que demuestre un cambio sustancial en su estilo en este momento. Para Calvo Serraller lo que sí es casi seguro es que Rubens impulsó el primer viaje a Italia, pues al poco de marcharse de la corte española en mayo de 1629 Velázquez obtuvo el permiso para realizar su viaje. ​ Según los representantes italianos en España este viaje era para completar sus estudios. ​ 

Luis de Góngora y Argote, 1622. Museo de Bellas Artes, Boston.
El retrato representa a Luis de Góngora, poeta culterano y rival de Quevedo, en posición de tres cuartos y recortado sobre un fondo neutro. La iluminación rasante hace resaltar intensamente el rostro traído a primer plano y observado con una profunda penetración psicológica. Velázquez lo pintó por encargo de su maestro y suegro Francisco Pacheco, quien preparaba un Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, que quedó sin completar y del que se conservan sesenta dibujos realizados por el maestro sevillano, aunque el dibujo de Góngora no se encuentra entre ellos. El propio Pacheco alude a él en El arte de la pintura, anotando que se pintó por encargo suyo y fue muy celebrado.
Antonio Palomino también afirmaba que el retrato había sido «muy celebrado de todos los cortesanos», aunque advertía que estaba pintado «de aquella manera suya, que degenera de la última». Juan de Courbes lo tomó como modelo para la estampa que figura en el frontispicio de la obra de José Pellicer, Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Góngora y Argote, Madrid, 1630. Un retrato de Góngora figuraba entre las posesiones de Velázquez a su muerte (nº 179 de su inventario) y el mismo o una copia se encontraba en 1677 en la colección de Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, adquirido con otras obras de Velázquez de la misma colección por Nicolás Nepata en 1692.
Además del óleo de Boston se conservan otras dos versiones, una en el Museo del Prado (número de catálogo P1223), donde está catalogada como copia, reproducción fiel del original, la segunda en el Museo Lázaro Galdiano (0,55 x 0,45 cm.), para López-Rey, obra del taller. Las tres versiones fueron admitidas como autógrafas por José Gudiol (números 32 a 34 de su catálogo), aunque la mayor parte de la crítica estima únicamente como tal la versión de Boston. José Camón Aznar, director del Museo Lázaro Galdiano, al explicar su preferencia por la versión conservada en este último, criticaba en el lienzo de Boston el tratamiento de la cabeza «con planos autónomos, como facetada» y que parece el resultado de la insistencia en los toques de pincel de igual tonalidad; pero es precisamente a esto a lo que parece aludir Palomino al hablar de aquella manera suya, alejada del tratamiento a base de pinceladas sueltas del Velázquez adulto que se puede observar en la versión conservada en el Lázaro Galdiano. La corona de laurel, visible en la versión de Boston a los rayos X, es otra prueba a favor de la primacía de ésta, vinculándose con otros retratos del mencionado libro de Pacheco. El estudio técnico de la versión del Museo del Prado destaca en él técnicas propias del taller de Velázquez en una fecha avanzada, hacia 1628, pero sin que en las pinceladas se advierta la abreviación que ya entonces era característica del pintor.

Los borrachos, o El triunfo de Baco, 1628 - 1629.
Óleo sobre lienzo, 165 x 225 cm. Museo del Prado
El pago, en julio de 1629, de 100 ducados a Velázquez por cuenta de una pintura de Baco que había hecho para el rey nos informa sobre la fecha aproximada de la obra e identifica a su destinatario. Estamos en las vísperas del primer viaje del pintor a Italia, cuando llevaba poco más de un lustro de trabajo al servicio del rey y acababa de conocer a Rubens. En esa época se estaba especializando en la pintura de retratos, aunque hacía poco que había realizado un afamado cuadro de carácter histórico, La expulsión de los moriscos, y tenía una notable experiencia en escenas religiosas y costumbristas. Era la primera vez que se enfrentaba a una fábula mitológica, y para ello recuperó gamas cromáticas, métodos descriptivos y tipos humanos propios de sus años sevillanos, que conviven con importantes novedades formales. Esas circunstancias convierten Los borrachos en una obra fronteriza, que inaugura una temática que estará presente hasta los últimos años de la carrera del pintor, y al mismo tiempo mantiene numerosas deudas con su pasado. El personaje principal es Baco, que dio al pintor la oportunidad de representar uno de sus primeros desnudos masculinos, y domina la composición con la luminosidad de su cuerpo y sus vestiduras. A la izquierda un sátiro desnudo levanta una fina copa de cristal y nos sitúa en el mundo de los seres y las historias fabulosos, mientras que a la derecha se agolpan un mendigo y cuatro hombres de capas pardas, rostros curtidos y expresión achispada, que constituyen un contrapunto cotidiano, verídico y realista. Ante ellos se interpone la figura de un joven que se encuentra de rodillas y está siendo coronado por el dios.
Como es frecuente en la producción narrativa de Velázquez, existe en esta obra una ambigüedad significativa que ha dado lugar a numerosas especulaciones sobre el contenido profundo del cuadro. Tradicionalmente se ha llamado la atención sobre la voluntad realista con que están descritos los personajes de la derecha, lo que ha dado pie a una lectura de la escena como una desmitificación de la fábula clásica e, incluso, una burla de la Antigüedad. Sin embargo, cada vez son más los autores que señalan hasta qué punto la propia naturaleza del mito báquico propiciaba la interacción de elementos fabulosos y referencias cotidianas. En ese contexto, se ha interpretado el cuadro como una alegoría sobre el vino, que no sólo tiene la capacidad de alegrar el ánimo de los hombres y llevarle a estados no racionales, sino que constituye un estímulo para la creación poética, como recordaban numerosos escritores españoles de la época de Velázquez. Quizá con ello tenga que ver, como se ha recordado a veces, el hecho de que la corona que está colocando Baco al joven arrodillado no sea de vid, como la que luce él mismo en su cabeza, sino de hiedra, atributo con el que se relacionaba a los poetas. En cualquier caso, con Los borrachos Velázquez demostró hasta qué punto las posibilidades del lenguaje naturalista rebasaban los límites de la temática costumbrista o religiosa, y podía ser un instrumento adecuado para la representación de escenas mitológicas. Al mismo tiempo, nos dejó el primer ejemplo de su afición a mezclar la fábula clásica y los contenidos cotidianos, y a distanciarse de los códigos de idealización habituales hasta entonces en el género.
 

Demócrito, también conocido como El geógrafo y El geógrafo sonriente, 1628. Museo de Bellas Artes, Ruan.
Parece tratarse del cuadro mencionado como «Un Philosopho con Un globo Esttandose Riyendo original de Diego Velázquez» en el inventario de los bienes de Gaspar de Haro y Guzmán, marqués del Carpio, tasado en 1689 por Claudio Coello y José Jiménez Donoso en 1000 reales. El mismo cuadro fue entregado en 1692 al jardinero de los marqueses, Pedro Rodríguez, por los salarios que se le debían, describiéndose de nuevo en un documento publicado por Pita Andrade como «Un retrato de una vara de un filósofo estándose riendo con un globo, original de Diego Belázquez»,​ En 1789 se hallaba en el Bureau de finanzas de Ruan, sede de la prefectura de la Seine-Inférieure y de allí pasó al museo en 1886.
El cuadro, antes de la aparición de los documentos mencionados, ya había sido relacionado con Velázquez (y antes con José de Ribera), tratando de identificar en el personaje representado a alguno de los bufones de la corte. Weisbach, sin embargo, avanzó también la caracterización como Demócrito, «el filósofo que ríe», tradicionalmente confrontado con Heráclito, «el filósofo que llora», a los que era habitual representar con el globo terráqueo, objeto de su llanto y de su hilaridad.
A simple vista se observa un repinte en la mano situada sobre la esfera, que primitivamente aparecía girada hacia arriba sosteniendo algo en ella, quizá una bola o un vaso de cristal, montando parcialmente sobre el globo terráqueo que fue añadido posteriormente, cuando el bebedor fue dignificado a la categoría de sabio. Dos imitaciones o copias del estado primitivo, supuestas alegorías de El gusto, se encuentran en Toledo (Ohio), Museum of Art, y en Mora (Suecia), Zornmuseet, en las que se presenta al mismo personaje sin el globo y con la mano izquierda enguantada sosteniendo en ella una copa de vino alta.
En la obra se representa a una figura de algo más de medio cuerpo y de perfil, girado el rostro hacia el espectador al que sonríe a la vez que con la mano izquierda señala al globo terráqueo que tiene delante, sobre una mesa en la que también reposan dos libros cerrados encuadernados en pergamino. Viste un jubón negro sobre el que destaca una valona de encaje blanco y una capa rojiza que recogida en los antebrazos le envuelve la espalda. En cuanto a la técnica de su ejecución se advierten dos maneras muy distintas: el vestido y los restantes elementos de naturaleza muerta se resuelven con una pincelada muy prieta, especialmente en el tratamiento de la capa, en tanto la cabeza y la mano aparecen tratadas con pincelada muy ligera y factura líquida, circunstancia que la crítica explica suponiendo que el cuadro habría sido pintado hacia 1628, por semejanzas técnicas con El triunfo de Baco pintado en esa fecha, siendo retocado por el propio Velázquez en fecha posterior, que podría retrasarse a 1640, cuando habría procedido a repintar cabeza y mano con una técnica más evolucionada. 

Retrato de Felipe IV de negro,  1623.
Museo del Prado
Uno de los primeros retratos que hiciera del rey al poco tiempo de establecerse en Madrid, y fue íntegramente rehecho por el mismo pintor hacia 1628. Procede del Palacio del Buen Retiro, donde en el inventario de 1700 se describía como «Rettratto del señor don Phelipe quarto mozo de la primera manera de Velázquez».​ En 1791 pasó al despacho de la Secretaría de Estado en el Palacio Real Nuevo, siendo allí descrito en el inventario de 1814 como «retrato de Felipe 4º con un papel en la mano vestido de negro y golilla apoyado en una mesa».​ En la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando desde 1816 hasta su definitivo ingreso en el Museo del Prado en 1828.
Según cuenta Francisco Pacheco, a los pocos días de llegar Velázquez a Madrid, en agosto de 1623, hizo un retrato de su protector, Juan de Fonseca y Figueroa, sumiller de cortina de su majestad, que fue llevado a palacio por un hijo del conde de Peñaranda. Visto ese retrato en la corte, de inmediato se le ordenó hacer un retrato del rey quien, según la precisa anotación de Pacheco, maestro y suegro del pintor, posó para Velázquez el 30 de agosto de 1623. ​ Ese retrato pintado en un solo día debió de servir de modelo para otro ulterior, de mayor aparato y a caballo, así como para copias privadas como la encargada por doña Antonia Ipeñarrieta, que en diciembre de 1624 hizo un pago a Velázquez de 800 ducados por tres retratos, del rey, actualmente conservado en Nueva York, Metropolitan Museum of Art, del Conde-Duque de Olivares y de su difunto esposo, García Pérez de Araciel.
Al decir Pacheco algo más adelante que «después desto, habiendo acabado el retrato de Su Majestad a caballo, imitado todo del natural, hasta el país, con su licencia y gusto [del rey] se puso en la calle Mayor, enfrente de San Felipe, con admiración de toda la corte e envidia de los de l'arte, de que soy testigo»,​ Antonio Palomino entendió que aludía todavía al primer retrato, que imaginó a caballo y armado «todo hecho con el estudio, y cuidado, que requería tan gran asunto, en cuadro grande, de la proporción del natural, y por él imitado, hasta el país».​ En realidad Pacheco parece aludir a un simple busto ejecutado con presteza, pues no es probable que en esta primera ocasión el rey posara muchas horas; el propio Pacheco se maravillaba y tenía como muestra extrema del favor en que el rey tenía a su yerno el hecho de que posase ante él sentado durante tres horas continuas, «cuando le retrató a caballo» tras el viaje a Italia, después de 1630. ​ Ese primer retrato, apunte o esbozo tomado del natural, sería el empleado posteriormente para completar en el taller el retrato ecuestre al que aluden tanto Pacheco como Palomino, actualmente desaparecido, en el que Velázquez estaría trabajando por un espacio de tiempo más dilatado, no dándolo por acabado hasta poco antes del mes de agosto de 1625, cuando Julio César Semín cobró por el dorado del marco para su exposición en la calle Mayor. ​
Las afirmaciones de Pacheco han suscitado diversas interpretaciones e intentos de identificar ese primer retrato hecho del natural, que para Jonathan Brown sería el conservado en el Meadows Museum de Dallas, retrato solo de busto recusado como copia del taller por parte de la crítica. Para José López-Rey, al contrario, ese primer retrato sería el que muestran las radiografías bajo este retrato del Museo del Prado, el único que por haber pertenecido siempre a la colección real podría tenerse por retrato oficial, remodelado enteramente por el propio Velázquez en una fecha que López-Rey estima cercana a 1628 y con mayor soltura en la pincelada. ​
Las radiografías revelan un retrato enteramente remodelado, pintado sobre el subyacente al que modifica no sólo en la posición de las piernas, en su primer estado abiertas en compás, cargando el peso sobre la izquierda, o en la extensión de la capa, más larga y ajustada al cuerpo en la versión última, cambios que pueden observarse a simple vista, sino también en la posición de las manos y en la elevación de la mesa, el contorno del rostro, menos grueso y más afilado en su versión definitiva, o la completa remodelación del traje, lo que significa que prácticamente ninguna parte del lienzo primitivo quedó sin tocar. ​ Con tales variaciones, que no parecen exigidas por cambios en el aspecto físico del monarca, Velázquez parece haber tratado de crear una figura más esbelta, insatisfecho quizá con la apariencia del primer retrato. Leves cambios en el rostro —fundamentalmente el cabello, más recogido a la derecha y el mentón algo más levantado—, con la reducción del cuello almidonado, hacen que la cabeza parezca ahora más erguida. La modificación de la posición del brazo que apoya sobre la espada eleva sutilmente el hombro y rompe la frontalidad, lo que junto con la mayor elevación de la mesa y la nueva posición de las piernas, unidas y firmes, contribuye al mismo efecto de enaltecer la figura del monarca. El resultado es una obra elegante y sobria, en la que, con pincelada apretada y una paleta cromática reducida, se manifiesta la majestad real gracias a la propia dignidad y apostura del retratado antes que por los disimulados atributos del poder y de la administración de justicia que lo rodean discretamente: el Toisón de Oro, que cuelga de una cinta negra y no de un collar de oro, como ocurría en la primera versión, reforzando así la imagen de austeridad sin pérdida de su significado, la espada de la justicia, sobre la que descansa la mano derecha, el memorial o billete que lleva en la izquierda y el bufete sobre el que reposa el sombrero de copa alta, con los que se alude a sus funciones de gobierno.
El retrato del Prado, en el estado en que se encontraba antes de la remodelación, puede conocerse por las copias que de él se hicieron en el taller del pintor, de las que al menos dos se conservan, una en el Museo de Bellas Artes de Boston y otra, la pintada para doña Antonia Ipeñarrieta, en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, copia que ha sido considerada autógrafa por José López-Rey y buena parte de la crítica, ​ pero que Enriqueta Harris y Jonathan Brown tienen por obra del taller. De su versión última existen también varias copias, algunas salidas del taller de Velázquez, entre ellas la conservada en el Museo Isabella Stewart Gardner de Boston, posiblemente procedente de la colección del marqués de Leganés. 

Primer viaje a Italia
Así pues, después de la marcha de Rubens y seguramente influido por él, Velázquez solicitó licencia al rey para viajar a Italia a completar sus estudios. ​ El 22 de julio de 1629 le concedieron para el viaje dos años de salario, 480 ducados, y además disponía de otros 400 ducados por el pago de varios cuadros. Velázquez viajó con un criado, y llevaba cartas de recomendación para las autoridades de los lugares que quería visitar. ​
Este viaje a Italia representó un cambio decisivo en su pintura. Desde el siglo anterior muchos artistas de toda Europa viajaban a Italia para conocer el centro de la pintura europea admirado por todos, un anhelo compartido también por Velázquez. Además, Velázquez era el pintor del rey de España, y por ello se le abrieron todas las puertas, pudiendo contemplar obras que solo estaban al alcance de los más privilegiados. ​
Partió del puerto de Barcelona en la nave de Espínola, general genovés al servicio del rey español, que volvía a su tierra. El 23 de agosto de 1629 la nave arribó a Génova, de donde sin apenas detenerse marchó a Venecia, donde el embajador español le gestionó visitas a las principales colecciones artísticas de los distintos palacios. Según Palomino, copió obras de Tintoretto. Como la situación política era delicada en la ciudad, permaneció allí poco tiempo y partió hacia Ferrara, donde se encontraría con la pintura de Giorgione; se desconoce el efecto que le produjo la obra de este gran innovador. ​
Después estuvo en Cento, interesado en conocer la obra de Guercino, que pintaba sus cuadros con una iluminación muy blanca, trataba a sus figuras religiosas como personajes corrientes y era un gran paisajista. Para Julián Gállego, la obra de Guercino fue la que más ayudó a Velázquez a encontrar su estilo personal. ​
En Roma, el cardenal Francesco Barberini, a quien había tenido ocasión de retratar en Madrid, le facilitó la entrada a las estancias vaticanas, en las que dedicó muchos días a la copia de los frescos de Miguel Ángel y Rafael. Después se trasladó a Villa Médici, en las afueras de Roma, donde copió su colección de escultura clásica. No solo estudió a los maestros antiguos; en aquel momento se encontraban activos en Roma los grandes pintores del barroco Pietro da Cortona, Andrea Sacchi, Nicolas Poussin, Claudio de Lorena y Gian Lorenzo Bernini. No hay testimonio directo de que Velázquez contactase con ellos, pero existen importantes indicios de que conoció de primera mano las novedades del mundo artístico romano. ​
La asimilación del arte italiano en el estilo de Velázquez se comprueba en La fragua de Vulcano y La túnica de José, lienzos pintados en este momento por iniciativa propia sin encargo de por medio. En La fragua de Vulcano, aunque persisten elementos del periodo sevillano, se advierte una ruptura importante con su pintura anterior. Algunos de esos cambios se aprecian en el tratamiento espacial: la transición hacia el fondo es suave y el intervalo entre figuras está muy medido. También en las pinceladas, aplicadas antes en capas de pintura opaca y ahora con una imprimación muy ligera, de modo que la pincelada es fluida y los toques de luz producen sorprendentes efectos entre las zonas iluminadas y las sombras. Así el pintor contemporáneo Jusepe Martínez concluía: «vino muy mejorado en cuanto a perspectiva y arquitectura se refiere».​
En Roma pintó también dos pequeños paisajes en el jardín de Villa Médici: La entrada a la gruta y El Pabellón de Cleopatra-Ariadna, pero no existe acuerdo entre los historiadores sobre el momento de su ejecución. Quienes sostienen que pudo pintarlos durante el primer viaje, singularmente López-Rey, se apoyan en que el pintor vivió en Villa Médici en el verano de 1630, mientras que la mayoría de los especialistas han preferido retrasar la fecha de su realización al segundo viaje, por considerar muy avanzada su técnica bocetística, casi impresionista. Los estudios técnicos realizados en el Museo del Prado, si bien en este caso no son concluyentes, avalan sin embargo la ejecución en torno a 1630. ​ Según Pantorba, se propuso captar dos fugaces «impresiones» a la manera como lo haría Monet dos siglos después. El estilo de estos cuadros ha sido frecuentemente comparado con los paisajes romanos que Corot pintó en el siglo XIX. ​ La novedad de estos paisajes radica no tanto en sus asuntos como en su ejecución. Los estudios de paisajes tomados del natural eran una práctica poco frecuente, utilizada solo por algunos artistas holandeses establecidos en Roma. Algo después, también Claudio de Lorena realizó de ese modo algunos conocidos dibujos. Pero, a diferencia de todos ellos, Velázquez iba a emplear directamente el óleo, emulando en su ejecución la técnica informal del dibujo. ​
Permaneció en Roma hasta el otoño de 1630, y regresó a Madrid pasando por Nápoles, donde hizo el retrato de la reina de Hungría (Museo del Prado). Allí pudo conocer a José de Ribera, que se encontraba en su plenitud pictórica. ​ 

La fragua de Vulcano, 1630.
Óleo sobre lienzo. Museo del Prado.
Palomino ofreció una descripción precisa de su asunto: «otro cuadro (...) pintó en este mismo tiempo, de aquella fábula de Vulcano, cuando Apolo le notició su desgracia en el adulterio de Venus con Marte; donde está Vulcano (asistido de aquellos jayanes cíclopes en su fragua) tan descolorido, y turbado, que parece que no respira».​ El motivo está tomado de Las metamorfosis de Ovidio, 4, 171-176, y refleja el momento en que Apolo, «el dios Sol que todo lo ve», revela a Vulcano el adulterio de Venus con Marte, del que él ha sido el primero en tener noticia. El herrero Vulcano, esposo ofendido, al recibir la noticia, perdió a la vez «el dominio de sí y el trabajo que estaba realizando su mano de artífice».
El tema tenía poca tradición iconográfica. Algo más corriente era representar el momento inmediatamente posterior, donde Ovidio presenta a Vulcano sorprendiendo a los adúlteros y apresándolos en una red, haciéndolos objeto de la mofa de los dioses. Jonathan Brown propuso como fuente para La fragua un grabado de Antonio Tempesta en viñeta separada para una edición ilustrada de Las Metamorfosis salida de las prensas de Amberes en 1606, que Velázquez habría utilizado introduciendo numerosas modificaciones. ​
De las intenciones de Velázquez con esta pintura se han ofrecido diversas interpretaciones. Para Tolnay el asunto representado no estaría relacionado con el adulterio desvelado, sino con una suerte de «visita» e inspiración de las artes mayores, representadas en Apolo-Helios, a las artes menores, representadas en el herrero, lectura condicionada por su propia forma de interpretar Las hilanderas y Las Meninas como una vindicación del arte frente al oficio mecánico. ​ Para otras interpretaciones iconográficas el asunto debe entenderse en relación con La túnica de José, cuadro con el que La fragua habría formado pareja. En ambas pinturas se relatan historias de traición y engaño, en las que se ejemplificaría la fuerza de la palabra sobre las acciones humanas, según Julián Gállego y, por tanto, de la Idea platónica sobre la acción material, mientras que Diego Angulo recuerda que José es prefigura de Cristo como Apolo-Helios puede ser identificado con Cristo-Sol de justicia.
Sin embargo, estas interpretaciones perderían sentido, como ha señalado Jonathan Brown, si las dos pinturas fueran independientes en su ejecución, al constatarse una diferencia en las dimensiones originales de las telas, lo que implicaría que los espectadores debían de verlos como cuadros distintos. La tela de La fragua presenta, en efecto, dos bandas añadidas a los lados, de unos 22 cm. a la izquierda y de 10 cm. a la derecha, que López-Rey pensó podrían haberse cosido en el momento de pasar el cuadro del Palacio del Buen Retiro al Palacio Real Nuevo. ​ El estudio técnico realizado en el Museo del Prado indica, sin embargo, que es posible que las dimensiones originales hubiesen sido muy similares a las actuales, por lo que no cabría descartar el emparejamiento temático, aunque su temprana separación, al ser llevada a El Escorial La túnica, y la posible aquiescencia de Velázquez a esta separación, abonan la independencia entre ellas. Según dichos estudios, la identidad de los pigmentos empleados en la tela central y en los añadidos indican que las bandas laterales, aunque en tela de distinto material, se añadieron a la vez que se componía el cuadro, excepto quizá la más delgada de unos 12 o 14 cm. en el lado izquierdo.
Velázquez se sirvió ampliamente de sus estudios sobre estatuaria clásica, de los que informa Palomino, en una especie de ejercicio escolar, modificando los puntos de vista y disponiendo las figuras como en un friso a la vez que, con la objetividad aprendida en Sevilla, disponía los objetos de naturaleza muerta presentes en el lienzo, especialmente los situados sobre la chimenea, atendiendo a la calidad de sus superficies como si de un bodegón se tratase.
En la penumbra del taller, iluminado por la chimenea y con predominio de los colores terrosos, irrumpe el dios solar irradiando luz de la cabeza y del manto amarillo que, con el fragmento de cielo azul, animan la composición. Las sombras modelan los cuerpos, pero con una luz difusa que matiza las zonas no iluminadas, superado el tenebrismo por el ejemplo quizá de Guido Reni. Los mundos celeste y subterráneo, representados por Apolo y Vulcano, se manifiestan de forma diferente también en el estudio de sus cuerpos desnudos. El rubio Apolo, coronado de laurel como dios de la poesía, exhibe un desnudo adolescente, de formas delicadas y carnes blancas, en apariencia frágil pero duro como un mármol antiguo. Ninguna idealización, en cambio, en los cuerpos de Vulcano y los cíclopes, trabajadores curtidos por el esfuerzo lo que se refleja en las carnes apretadas y los músculos tensos, aunque detenidos, observando atónitos al dios solar. Aun tratándose de desnudos académicos, con recuerdos de estatuaria clásica, han sido reinterpretados por el estudio del natural, con modelos vivos, que han puesto también los rostros de seres corrientes. El estudio técnico realizado en el Museo ha puesto de manifiesto la forma de matizar las carnaciones en los torsos desnudos de las figuras. Sobre una primera base de coloración, Velázquez manchaba desigualmente en zonas «con los mismos pigmentos muy diluidos, como ensuciando la superficie». Conseguía así crear el efecto de volumen y morbidez de la carne por el juego de luces y sombras. ​
Velázquez hubo de sentirse atraído también por las posibilidades dramáticas del tema, que le permitían hacer una demostración gestual por las reacciones diversas que en el receptor del mensaje y en sus acompañantes produce la noticia.
Respondiendo a las interpretaciones que creen ver en el tratamiento velazqueño de la mitología una intención burlesca, por la utilización de tipos populares y aun vulgares, situados en contextos comunes -la fragua- Diego Angulo recogió algunas de las interpretaciones literarias del mito coetáneas a la pintura de Velázquez, negando a la vista de ellas ese carácter desmitificador que se le atribuye: en su interpretación del mito Velázquez no insiste en la fealdad y deformidad de Vulcano, como lo hizo Juan de la Cueva en Los amores de Marte y Venus, extenso poema en el que se presenta a Apolo actuando por despecho y a Vulcano, objeto de las burlas de los dioses, como el perfecto cornudo, papel que representa igualmente en los Donaires del Parnaso de Alonso de Castillo Solórzano. ​ Con la fábula mitológica hace Velázquez lo mismo que había hecho antes con los asuntos evangélicos de La cena de Emaús o de Cristo en casa de Marta y María: aproximarlo a lo cotidiano, entendiendo el mito como un medio de pensamiento y acción puramente humanos.

La túnica de José, 1630.
Óleo sobre lienzo. Monasterio de El Escorial, San Lorenzo de El Escorial
La túnica de José recoge también un tema relacionado con el efecto que causa una noticia, igual que su compañero. Los hermanos de José, celosos sin duda del pequeño, le introducen en un pozo y le quitan sus ropas, que más tarde serían entregadas a su padre manchadas de sangre, informándole de la muerte del muchacho debido al ataque de unas alimañas. Jacob, el padre, reacciona ante la noticia con un gesto de sorpresa y horror. Las enseñanzas aprendidas en Italia por el maestro sevillano se pueden observar claramente en este lienzo: el suelo embaldosado, procedimiento típico del Quattrocento para crear el efecto espacial; el colorido claro, con azules, rojos o amarillos, inspirado en la escuela de Carracci; las figuras muy bien modeladas, destacando su musculatura aunque las poses sean algo teatrales; la apertura al fondo y el paisaje típico del Cinquecento; o el difuminado de las figuras del fondo inspiradas en la escuela veneciana. La iluminación quizá sea una reminiscencia del Naturalismo Tenebrista de años anteriores, al crear fuertes contrastes entre zonas de luz y zonas de sombra. El hecho de colocar a las figuras de los hijos de Jacob en diferentes posturas es una muestra del deseo del artista por demostrar su dominio sobre la anatomía, dándonos el frente, el perfil y la espalda. Resulta interesante destacar la pincelada más suelta en la alfombra y el perrillo, apareciendo aquí la técnica del "manchado" que después empleará con enorme maestría. La tensión y el dramatismo que se viven en la escena han sido recogidos perfectamente por Velázquez, demostrando su facilidad para contar historias en las que el espectador se integre. Estas dos imágenes fueron adquiridas por Felipe IV en 1634 y destinadas al Palacio del Buen Retiro, siendo trasladada ésta a El Escorial posteriormente. 

Madurez en Madrid
Concluido su primer viaje a Italia, estaba en posesión de una técnica extraordinaria. Con 32 años inició su periodo de madurez. En Italia había completado su proceso formativo estudiando las obras maestras del Renacimiento y su educación pictórica era la más amplia que un pintor español había recibido hasta la fecha.
Desde principios de 1631, de nuevo en Madrid, volvió a su principal tarea de pintor de retratos reales en un periodo de amplia producción. Según Palomino, inmediatamente después de su regreso a la corte se presentó al conde-duque, quien le ordenó acudir a dar las gracias al rey por no haberse dejado retratar por otro pintor en su ausencia. También se le aguardaba para retratar al príncipe Baltasar Carlos, nacido durante su estancia en Roma, al que retrató en al menos seis ocasiones. Estableció su taller en el Alcázar y tuvo ayudantes. Al mismo tiempo, prosiguió su ascenso en la corte, no exento de litigios: en 1633 recibió una vara de alguacil de corte, ayuda de guardarropa de su majestad en 1636, ayuda de cámara en 1643 y superintendente de obras un año más tarde. La documentación, relativamente abundante para esta etapa, recogida por Pita Andrade, presenta, sin embargo, lagunas importantes en lo relativo a su labor artística.
En 1631 entró en su taller un joven ayudante de veinte años, Juan Bautista Martínez del Mazo, nacido en Cuenca, del que nada se sabe de su primera formación como pintor. Mazo se casó el 21 de agosto de 1633 con la hija mayor de Velázquez, Francisca, que tenía 15 años de edad. En 1634 su suegro le cedió su puesto de ujier de cámara, para asegurar el futuro económico de Francisca. Mazo apareció desde entonces estrechamente unido a Velázquez, como su ayudante más importante, pero sus propias obras no pasarían de ser copias o adaptaciones del maestro sevillano, destacando, según el aragonés Jusepe Martínez, por su habilidad en la pintura de pequeñas figuras. ​ Su destreza al copiar las obras de su maestro, destacada por Palomino, y su intervención en algunas obras de Velázquez, que habían quedado sin terminar a su muerte, ha originado ciertas incertidumbres, pues todavía hay discusiones entre los críticos sobre la atribución de ciertos cuadros a Velázquez o a Mazo.
En 1632 pintó un Retrato del príncipe Baltasar Carlos que se conserva en la Colección Wallace de Londres, derivado de un retrato anterior, El príncipe Baltasar Carlos con un enano, terminado en 1631. Para José Gudiol, este segundo retrato representa el comienzo de una nueva etapa en la técnica de Velázquez, que en una larga evolución le llevó hasta sus últimas pinturas, mal llamadas «impresionistas». En algunas zonas de este cuadro, especialmente en el vestido, Velázquez deja de modelar la forma, tal como es, para pintar según la impresión visual. Buscaba de este modo la simplificación del trabajo pictórico, pero esto exigía un conocimiento profundo de cómo se producen los efectos de luz en las cosas representadas en la pintura. Se precisa también una gran seguridad, una gran técnica y un instinto considerable para poder elegir los elementos dominantes y principales, aquellos que permitirían al espectador apreciar con exactitud todos los detalles como si hubiesen sido pintados de verdad detalladamente. Precisa también de un dominio total del claroscuro para dar la sensación de volumen. Esta técnica se consolidó en el retrato Felipe IV de castaño y plata, donde, mediante una disposición irregular de toques claros, se sugieren los bordados del traje del monarca. ​
Participó en los dos grandes proyectos decorativos del periodo: el nuevo Palacio del Buen Retiro, impulsado por Olivares, y la Torre de la Parada, un pabellón de caza del rey en las proximidades de Madrid.
Para el Palacio del Buen Retiro, Velázquez realizó entre 1634 y 1635 una serie de cinco retratos ecuestres de Felipe III, Felipe IV, las esposas de ambos y el príncipe heredero. Estos decoraban los testeros (extremos) del gran Salón de Reinos, concebido con la finalidad de exaltar a la monarquía española y a su soberano. Para sus muros laterales se encargó también una amplia serie de lienzos con batallas mostrando las victorias recientes de las tropas españolas. Velázquez realizó uno de ellos, La rendición de Breda, el llamado también Las lanzas. Tanto el retrato de Felipe IV a caballo como el del príncipe se encuentran entre las obras maestras del pintor. Quizás en los otros tres retratos ecuestres pudo recibir ayuda de su taller, pero de todas formas se observa en los mismos detalles de suma destreza que pertenecen a la mano de Velázquez. La disposición de los retratos ecuestres del rey Felipe IV, la reina y el príncipe Baltasar Carlos en el Salón de Reinos, ha sido reconstruida por Brown apoyándose en descripciones de la época. El retrato del príncipe, el futuro de la monarquía, se encontraba entre los de sus padres:
Para la Torre de la Parada pintó tres retratos del rey, de su hermano, el cardenal-infante don Fernando, y del príncipe vestidos de cazadores. También para aquel pabellón de caza pintó otros tres cuadros, Esopo, Menipo y Marte descansando.
Hacia 1634, y con destino también al Palacio del Buen Retiro, Velázquez habría realizado un grupo de retratos de bufones y «hombres de placer» de la corte. El inventario de 1701 menciona seis cuadros verticales de cuerpo entero que podrían haber servido para decorar una escalera o una habitación inmediata al cuarto de la reina. De ellos únicamente tres se conservan en el Museo del Prado: Pablo de Valladolid, El bufón llamado don Juan de Austria y El bufón Cristóbal de Castañeda como Barbarroja. ​ A la misma serie podrían pertenecer el desaparecido Francisco de Ocáriz y Ochoa, que entró al servicio del rey al mismo tiempo que Cristóbal de Pernía, y el llamado Juan Calabazas (Calabacillas con un molinete) del Museo de Arte de Cleveland, cuya autoría y fecha de ejecución son dudosas. ​ Otros dos lienzos con bufones sentados decoraban sobreventanas de la sala de la reina en la Torre de la Parada, descritos en los inventarios como sendos enanos, uno de ellos «en traje de filósofo» y en actitud de estudio, identificado con Diego de Acedo, el Primo, y el otro, un bufón sentado con una baraja que se puede reconocer en Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas. La misma procedencia podría tener El bufón Calabacillas sentado. Otros dos retratos de bufones fueron inventariados en 1666 por Juan Martínez del Mazo en el Alcázar: El Primo, que debió de perderse en el incendio de 1734, y El bufón don Sebastián de Morra, pintado hacia 1644. ​ Mucho se ha escrito sobre estas series de bufones en las que retrató compasivamente sus carencias físicas y psíquicas. Resueltos en unos espacios inverosímiles, pudo en ellos realizar experimentos estilísticos con absoluta libertad. ​
Entre sus cuadros religiosos de este periodo destacan San Antonio y San Pablo ermitaño, pintado para su ermita en los jardines del palacio del Buen Retiro, y el Cristo crucificado pintado para el convento de San Plácido. Según Azcárate, en este Cristo reflejó su religiosidad expresada en un cuerpo idealizado y sereno de formas sosegadas y bellas. ​
La década de 1630 fue para Velázquez la de mayor actividad con los pinceles; casi un tercio de su catálogo pertenece a este periodo. Hacia 1640 esta intensa producción disminuyó drásticamente, y ya no se recuperó en el futuro. No se conoce con seguridad el motivo de tal descenso en la actividad, si bien parece probable que se viese acaparado en labores cortesanas al servicio del rey, que le ayudaron a ganar una mejor posición social, pero que le restaron tiempo para pintar. ​ Como superintendente de obras, debía ocuparse además en tareas de conservación y dirigir las reformas que se hacían en el Real Alcázar.
Entre 1642 y 1646 hubo además de acompañar a la corte en las «jornadas de Aragón». Allí pintó un nuevo retrato del rey «de la forma que entró en Lérida» para conmemorar el levantamiento del cerco puesto a la ciudad por el ejército francés, enviado inmediatamente a Madrid y expuesto en público a petición de los catalanes de la corte. ​ Es el llamado Felipe IV en Fraga, por la ciudad oscense donde se pintó, en el que Velázquez alcanzó un notable equilibrio entre la meticulosidad de la cabeza y los centelleantes brillos de la indumentaria. ​
Velázquez ocupó en 1643 el puesto de ayuda de cámara, que suponía el máximo reconocimiento de los favores reales, dado que era una de las personas más próximas al monarca. Después de este nombramiento, se sucedieron una serie de desgracias personales, la muerte de su suegro y maestro Francisco Pacheco, el 27 de noviembre de 1644, sumadas a las acontecidas en la corte: las rebeliones de Cataluña y Portugal en 1640, caída del poder del que había sido su protector: el valido del rey, el Conde-Duque de Olivares, junto con la derrota de los tercios españoles en la batalla de Rocroi en 1643; la muerte de la reina Isabel en 1644; y por último la defunción, en 1646, del príncipe heredero Baltasar Carlos, a los 17 años de edad; harían de estos unos años difíciles también para Velázquez.

Retrato del príncipe Baltasar Carlos, 1632
Óleo sobre lienzo, 117,8 x 95,9. Colección Wallace, Londres,  Reino Unido
Velázquez retornó a Madrid de su primer viaje a Italia a finales de 1630 o comienzos de 1631. En su ausencia había nacido el primogénito de Felipe IV y según Francisco Pacheco se aguardó a su regreso para retratarlo, sin permitir que ningún otro pintor lo hiciese antes. ​ Aunque la anécdota no parece ser cierta, pues ya en octubre de 1630 se había enviado un retrato del heredero a Flandes, ​ Velázquez debió de ponerse inmediatamente a la tarea si, como piensa José López-Rey, el Retrato del príncipe Baltasar Carlos con un enano de Boston, con una inscripción antigua en la que se lee «Aetatis AN.../ MENS 4», fue pintado cuando el príncipe contaba un año y cuatro meses (febrero de 1631). De ser así, el retrato de Londres, de composición e indumentaria muy similares, aunque sin el enano y de algo mayor edad, podría haberse pintado para conmemorar la ceremonia de la jura al príncipe heredero por las Cortes de Castilla que tuvo lugar el 7 de marzo de 1632. ​ La indumentaria del príncipe en ambos se ha puesto en relación con la que vestía en aquella ocasión, según la descripción que de la ceremonia dejó el cronista León Pinelo: «Luego [iban] los infantes Carlos y Fernando llevando en medio al Príncipe por las mangas del vaquero, ceñida espada y daga con guarnición de oro y diamantes, sombrero negro i plumas de nácar, inmediatos al Rey nuestro señor».​ Brown y Elliott piensan al contrario que el retrato pintado para conmemorar la ceremonia del juramento sería el Baltasar Carlos con un enano de Boston, en cuya inscripción faltaría un 2, retrasando a 1633 la ejecución del retrato de Londres. ​
No se tienen noticias firmes de su procedencia anteriores a la década de 1830 cuando lo adquirió, al parecer en Sevilla, Frank Hall Standish. En 1842 pasó a la colección de pintura española de Luis Felipe, exhibiéndose en el Museo del Louvre. Subastado en la venta de los bienes del rey Luis Felipe en 1853, fue adquirido por lord Hertford. Desde 1896 se encuentra en Hertford House, Wallace Collection.
El príncipe, de unos tres años de edad, viste con baquero de mangas bobas con cuello de encaje blanco sobre el peto de acero damasquinado, lleva ceñida la espada, banda carmesí y en la mano derecha la bengala de general. Ante él, sobre un cojín rojo, reposa el sombrero negro con plumas blancas. La indumentaria es muy similar a la del retrato de Boston, pero el modo como se pinta el traje es radicalmente distinto: las incrustaciones de bordados de oro sobre el vestido verde oscuro, prolijamente pintados en el Baltasar Carlos con un enano, se resuelven en la versión de Londres mediante cientos de breves pinceladas de blanco y oro sin llegar a enlazar las unas con las otras, dándole vida con la apariencia de su espontaneidad. Con este modo de trabajar se amortiguan a la vez los colores, lo que va a permitir que destaque más el rostro, como principal foco de atención. Al prescindir del enano y de la alfombra, por otra parte, se produce un retorno a los más austeros retratos oficiales, en los que la majestad real se imponía por sí sola. 

El príncipe Baltasar Carlos con un enano, 1631.
Óleo sobre lienzo. 128 cm × 102 cm. Museo de Bellas Artes, Boston,  Estados Unidos
En este retrato el príncipe aparece vestido con uniforme de capitán general, adaptado a su condición infantil pero incluyendo la banda, la bengala que porta en la mano derecha y la espada.
El enano lleva una manzana y un sonajero, elementos más pueriles que pueden dar a entender que el heredero de la monarquía más poderosa de Europa no necesita juguetes sino instrucción militar y formación para poder gobernar sus dominios en un futuro.
La posición estática del príncipe y el dinamismo de la figura del enanito hacen pensar a algunos especialistas que la figura de Baltasar Carlos sería un cuadro, ante el que su bufón se vuelve para contemplarlo.

Felipe IV de castaño y plata, 1632.
Óleo sobre lienzo. 199 cm × 113 cm. National Gallery, Londres,  Reino Unido
Cuando Felipe IV fue retratado por primera vez en 1623 por Velázquez decidió que ése sería el único pintor que le haría un retrato. Será en la década de 1630 cuando el número de imágenes sea mayor - Felipe IV a caballo o de caza -, disminuyendo a medida que pasa el tiempo por una contundente razón: Velázquez no idealizará al monarca ni un ápice y le mostrará tal y como es. Felipe IV lo sabe, posando cada vez menos para su pintor favorito.
En esta ocasión contemplamos al rey de España en el interior de una habitación, observándose una mesa a la derecha sobre la que vemos un sombrero de plumas que completa el traje de esplendoroso bordado en plata con el que aparece retratado. Su postura es frontal, abstraído y ausente, con un cierto gesto bobalicón que caracteriza la regia efigie, interesándose por su personalidad. Sus manos están enguantadas y en la derecha porta un papel en el que aparece la firma de Velázquez, añadiéndose la coletilla "Pintor del Rey". La mano izquierda de Felipe IV se apoya en la espada que se sitúa casi paralela al suelo. La cortina del fondo se emplea para enmarcar y ennoblecer al personaje. La armonía de las tonalidades grises empleadas contrasta con el negro del fondo y los rojos del terciopelo del cortinaje y del mantel de la mesa. El color blanco de las medias anima la composición. El fuerte fogonazo de luz inunda la escena, distribuyendo las sombras en el suelo y en la cortina. 

El príncipe Baltasar Carlos, a caballo, 1634 - 1635.
Óleo sobre lienzo, 211,5 x 177 cm. Museo del Prado
Este retrato estaba destinado a ser colocado entre los retratos ecuestres de sus padres, encima de una puerta en uno de los lados menores del Salón de Reinos. Dentro de ese contexto, la obra hace referencia a la continuidad dinástica garantizada por el príncipe heredero. Esa ubicación explica algunas de las características formales e iconográficas de la pintura. El niño, que había nacido en 1629 y por entonces tendría unos seis años, se representa de una manera muy similar a la de su padre y su abuelo; es decir, montando un caballo en corveta y ostentando varias insignias militares, como la banda, la bengala y una pequeña espada, El atuendo subraya así la idea de continuidad, haciendo referencia a las futuras responsabilidades militares del príncipe. La altura a la que se presume que iba ser colocado el cuadro justifica las peculiaridades de la perspectiva, que se advierten sobre todo en el tronco del animal.
Como en otros retratos de la serie, el entorno en el que se representa al príncipe traduce directamente una experiencia de su autor, y describe lugares cercanos a la corte. En este caso, Baltasar Carlos se sitúa en algún paraje del extremo septentrional de los montes del Pardo, y los accidentes geográficos del fondo son fácilmente identificables. A la izquierda aparece la sierra del Hoyo, y a la derecha, tras el cerro que protege Manzanares el Real por el sur, un fragmento de la sierra del Guadarrama, con la Maliciosa y Cabeza de Hierro como puntos más destacados. El verde tierno de la vegetación y la línea blanca que corona las cumbres sitúan la escena en los inicios de la primavera.
A diferencia de otros retratos del Salón de Reinos, el estilo de éste es completamente homogéneo y revela que se trata de una obra por entero autógrafa de Velázquez, quien a través de ella demuestra tanto sus dotes como retratista como su maestría sin igual para el paisaje, en cuya descripción se mezcla un amor por el natural, un manejo de la perspectiva aérea, una economía de medios y una capacidad de síntesis extraordinarios. Su manera de percibir y plasmar el paisaje es enteramente original, y nada hay en la pintura europea de la época que pueda señalarse como fuente.
El paisaje no actúa como mero fondo o acompañamiento del cuadro, pues más que en cualquier otro retrato de la serie condiciona mucho el efecto general del mismo. Velázquez lo ha construido como dos grandes campos de color, evitando un detallismo prolijo que distraiga. En la parte inferior, verdes y marrones sugieren las suaves colinas herbáceas de la cuenca alta del Manzanares, mientras que en la superior se desarrolla un amplio cielo que aporta una gran luminosidad al lienzo. En medio, las referencias tan concretas a los accidentes montañosos separan ambos ámbitos, ordenan toda la topografía y sirven para otorgar una realidad geográfica a ese escenario. La amplitud del horizonte y el notable desarrollo de un cielo intensamente azul otorgan a este cuadro un aspecto distinto al de sus compañeros. Lo mismo ocurre con la indumentaria del jinete y el adorno del caballo, donde abundan los brillos dorados; desde los cabellos del niño hasta el correaje del animal, pasando por la silla, las mangas o los flecos de la banda. Con todo ello, el joven príncipe se halla envuelto en la claridad y en la luz, y conduce de manera resuelta su pequeño caballo hacia el futuro. 

Felipe III a caballo,  1634-1635
Óleo sobre lienzo. 300 cm × 212 (314 cm antes de retirar las bandas añadidas a ambos lados) Museo del Prado
El retrato ecuestre de Felipe III fue pintado para la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, junto con los retratos ecuestres de su esposa, La reina Margarita, Felipe IV, Isabel de Francia y El príncipe Baltasar Carlos.
Es obra de Velázquez contando con amplia participación del taller. Aunque se ha especulado mucho acerca de éste retrato y de su pareja, el Retrato ecuestre de la reina Margarita, poniéndolo en relación con un encargo efectuado a Velázquez ya en 1628 y para el que se sirvió como modelo de un retrato previo de Bartolomé González, los estudios técnicos realizados en el Museo del Prado demuestran que los cinco cuadros de la serie se hicieron a un mismo tiempo, empleando la misma preparación del lienzo e idénticos pigmentos.
Velázquez debió de confiar su ejecución a un pintor que, conociendo la técnica velazqueña, era más minucioso que él en su forma de trabajar. El mismo pintor, y quizá por indicación de Velázquez, rectificó la posición del brazo del monarca y posteriormente Velázquez llevó a cabo algunos retoques, rehaciendo el caballo y añadiendo toques de luz con algunas veladuras sobre el vestido del rey. Más tarde, como demuestra la posición que ocupa un antiguo número de inventario, se añadieron dos bandas perfectamente visibles a los lados a fin de que el cuadro tuviese las mismas dimensiones que el de Felipe IV. Al hacerlo, quizá ya en el siglo XVIII y al pasar los cuadros al Palacio Nuevo, se ocultaron algunas zonas de paisaje que habían sido pintadas por Velázquez. En 2011 el cuadro ha sido presentado ya restaurado, sin dichos añadidos, por lo que vuelve a verse en su formato original, al igual que su pareja, La reina Margarita.
Felipe III aparece arrogante sobre un caballo en corbeta, luciendo en su sombrero la famosa perla «Peregrina». La figura se recorta sobre un fondo de montañas y cielo nuboso que acentúan la sensación de profundidad. Sus antecedentes pueden encontrarse en Tiziano (Carlos V en Mühlberg) y en el Retrato ecuestre del duque de Lerma de Rubens, del que recuerdan los tirabuzones de las crines del caballo, cuyo escorzo es típicamente barroco. 

La reina Margarita de Austria a caballo, 1634-1635
Óleo sobre lienzo. 297 cm × 212 cm (309 cm con las bandas añadidas a ambos lados). Museo del Prado
Velázquez había recibido el encargo de pintar una serie de cinco retratos ecuestres de la familia real que se destinarían al Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro de Madrid. Allí se colgaron los cuadros de Felipe III y de su esposa La reina Margarita de Austria a caballo, el de Felipe IV y su esposa La reina Isabel de Francia a caballo y el del hijo de ambos, El príncipe Baltasar Carlos a caballo, de menor tamaño que los de sus padres por destinarse a una de las sobrepuertas del salón.
Como ocurre con el retrato de su esposo, este de la reina Margarita es obra de Velázquez con amplia participación del taller. Sobre el modelo surgido del taller, Velázquez repintó con toques muy sueltos los arreos del caballo, inicialmente muy detallistas. La misma fluidez de los trazos se observa en la remodelación de la cabeza de la reina, pero el proceso fue inverso en las crines del caballo como también en alguna zona del paisaje, ocultándose en la remodelación general del cuadro pinturas subyacentes ejecutadas con técnica más suelta y quizá del propio Velázquez. En fecha posterior, y probablemente ya en el siglo XVIII, se le dio un formato horizontal mediante el añadido de dos bandas laterales. Esta alteración, visible a simple vista, fue revertida en 2011, al igual que en su pareja, Felipe III a caballo, al hilo de una restauración general de la obra, por lo que vuelve a verse sin añadidos, en su formato original.
La figura de la reina aparece con un recargado vestido destacando dos famosas joyas que pertenecieron a los Austrias: la perla conocida como La Peregrina y el diamante cuadrado llamado El Estanque.
El caballo, presentado al paso, mira hacia la izquierda con la intención de que la obra guardase simetría con el cuadro de su esposo que mira hacia la derecha.
Los caballos que pinta Velázquez en estos retratos son una mezcla del caballo frisón, fogoso y con brío, y el caballo resistente y con pesadez de formas. 

La reina Isabel de Borbón, a caballo. Hacia 1635.
Óleo sobre lienzo, 301 x 314 cm. Museo del Prado
Este cuadro estaba destinado a colocarse a la derecha del retrato ecuestre de Felipe IV  pues muestra a su primera mujer, Isabel de Borbón (1602-1644), con quien se había casado en 1615. En esta pareja de retratos se puede encontrar un juego de diferencias y semejanza similar al que también se aprecia en los retratos ecuestres de Felipe III y su mujer, y que se corresponden con los distintos papeles que estaban reservados a sus protagonistas. En ambos casos el pintor ha cambiado el color del caballo de la reina con respecto al del rey: si el de Felipe IV es pardo, la piel de éste es de extraordinaria blancura. Igualmente la reina no tiene que dominar y reprimir los impulsos del animal, sino que se deja llevar a paso tranquilo. Otro de los aspectos que subrayan que estamos ante dobles parejas de cuadros con muchas relaciones entre sí es el extraordinario protagonismo que es éste adquiere, al igual que ocurre en el de su suegra, tanto la gualdrapa que protege el caballo como el traje que viste la reina, uno de cuyos motivos decorativos principales es la repetición continua del anagrama de su nombre. Estos fragmentos textiles revelan una mano diferente a la de Velázquez, pero probablemente distinta también de la del autor de las telas del retrato de Margarita, como se aprecia especialmente si comparamos el tratamiento de ambas gualdrapas. La del caballo de Isabel está descrita de una manera mucho más precisa y detallada que la de la montura de la reina Margarita, que está mucho más abocetada. El mismo juego de diferencias que encontramos en la pareja de Felipe III y su esposa, se aprecia en la de Felipe IV e Isabel de Francia, tanto en lo que se refiere al color y a la posición de los caballos, como al protagonismo de las telas o del paisaje. Felipe III monta un caballo claro en corveta ante un fondo acuático y Margarita cabalga tranquila sobre una montura parda con un fondo de jardín. En la pareja formada por sus sucesores el rey monta un caballo oscuro ante un paisaje terrestre, y la caballería de la reina se recorta sobre un fondo costero. Isabel de Borbón mira al espectador, al igual que sus suegros y su hijo. De toda la serie, el único que se encuentra en actitud diferente es Felipe IV, que mira al frente, como Carlos V en el retrato ecuestre de Tiziano, con lo que subraya la idea de poder y majestad. Como ya se ha indicado, este retrato revela la intervención de al menos dos artistas diferentes. Uno de ellos, sin duda, fue Velázquez, que realizó la cabeza y el pecho del animal además de los correajes que lo adornan, en lo que constituye un alarde de su capacidad para alcanzar la expresión más eficaz y la descripción más natural con una gran economía de medios. Esas virtudes se hacen especialmente patentes comparando ese fragmento con el del traje que viste la reina. 

Las lanzas o La rendición de Breda, Hacia 1635.
Óleo sobre lienzo, 307,3 x 371,5 cm. Museo del Prado
El 5 de junio de 1625 Justino de Nassau, gobernador holandés de Breda, entregó las llaves de la ciudad a Ambrosio Spínola, general genovés al mando de los tercios de Flandes. La ciudad tenía una extraordinaria importancia estratégica, y fue uno de los lugares más disputados en la larga pugna que mantuvo la monarquía hispánica con las Provincias Unidas del Norte. Su toma tras un largo asedio se consideró un acontecimiento militar de primer orden, y como tal dio lugar a una copiosa producción escrita y figurativa, que tuvo por objeto enaltecer a los vencedores. No es de extrañar que cuando se decidió la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro con una serie de pinturas de victorias obtenidas durante el reinado de Felipe IV se incluyera ésta que fue probablemente la más sonada, y que para representarla se recurriera a Velázquez, para entonces el pintor más prestigioso de la corte. Como en su retrato ecuestre de Felipe IV, el artista declara orgullosamente su autoría y la singularidad de su estilo mediante la hoja de papel en blanco que aparece en el extremo inferior derecho del cuadro. Las dimensiones del cuadro, la importancia del acontecimiento que describe y la significación del lugar al que estaba destinado invitan a que el pintor se esmerase y diera prueba de sus extraordinarias facultades. También lo propiciaba el contexto competitivo que se creó en el Salón de Reinos, donde concurrían los artistas más destacados de la corte. Velázquez respondió al reto creando una obra maestra, en la que da prueba no sólo de sus extraordinarias dotes descriptivas o de su dominio de la perspectiva aérea sino también de su habilidad para la narración y de su capacidad para poner todos los elementos de un cuadro al servicio de un contenido concreto.
Como han señalado numerosos estudiosos, no estamos ante un cuadro bélico al uso, en el que se recrea la victoria y se fomenta una visión panegírica. No hay generales triunfantes y ejércitos humillados. El pintor no soslaya la realidad bélica, y nos presenta un fondo humeante que nos habla de destrucción, guerra y muerte. Pero concentra nuestra atención en un primer plano en el que el general vencedor recibe, casi afectuosamente, la llave del enemigo vencido, en un gesto que es casi más anuncio del principio de la paz que del final de una guerra. Toda la composición tiene como objetivo subrayar ese gesto, y tanto el grupo de soldados holandeses (a la izquierda) como el de los españoles no hace sino enmarcar, acompañar y cobijar ese motivo principal, dirigiendo nuestra atención hacia él. Los dos generales componen una imagen de extraordinaria eficacia comunicativa, de la que los historiadores han señalado fuentes y antecedentes muy variados, pertenecientes tanto a la cultura simbólica profana (los emblemas de Alciato) como a la iconografía cristiana. La interpretación que hace Velázquez del hecho de armas contaba con precedentes muy precisos. Tanto Hermann Hugo en su tratado histórico Obsidio bredana como Pedro Calderón en una comedia afrontan el tema desde perspectivas parecidas, insistiendo en la magnanimidad del general Spínola y de su ejército, que en vez de ensañarse con los vencidos los trataron como dignos rivales. De hecho en el drama El sitio de Breda de Calderón, de 1625, se describe el mismo acto que representa el cuadro, y en términos muy parecidos, como un acontecimiento casi amistoso. Pero ese contenido no responde sólo a un capricho del pintor o de quien decidió la decoración pictórica del salón, pues está directamente relacionado con la imagen que la monarquía quería proyectar de sí misma como una institución justa, que respetaba las leyes de la guerra y que, llegado el caso, era capaz de tratar con clemencia y magnanimidad al vencido. De hecho, un contenido parecido se transmite en La recuperación de Bahía de Maíno. La genialidad de Velázquez estriba en haber encontrado la fórmula ideal para transmitir ese contenido; y lo ha hecho prescindiendo de cualquier retórica, y utilizando los medios más sencillos y, por tanto, más eficaces: el simple gesto de los dos generales encierra en sí mismo una teoría del Estado y una visión de la historia. De manera genérica, puede fecharse entre 1634-1635, pues se sabe que la decoración del Salón de Reinos se inició en 1634 y estaba acabada en la primavera de 1635. 

Esopo. Hacia 1638.
Óleo sobre lienzo, 179 x 94 cm. Museo del Prado
Esopo y Menipo aparecen citados por vez primera en el inventario que se hizo en 1701-1703 de la Torre de la Parada, que albergaba un extenso ciclo de pintura mitológica realizado por Rubens y sus ayudantes, y algunos retratos de Velázquez que representan bufones y miembros de la familia real vestidos de cazadores, etc. Se citan Demócrito y Heráclito, pintados por Rubens, cuya altura es muy parecida a la de los cuadros de Velázquez, aunque su anchura es algo inferior. Probablemente estaban interrelacionados y se pintarían en época parecida, en torno a 1638. Es muy interesante la comparación con los filósofos de Rubens para entender la personalidad de Velázquez. Los personajes de aquél, espléndidos, se hallan vestidos a la antigua y están sentados ante un paisaje rocoso, un ámbito que frecuentemente se utiliza para la descripción pictórica de ermitaños y penitentes. Tienen los pies desnudos, y uno ríe y el otro llora. Su contextura corporal es absolutamente rubensiana, es decir, robusta y musculada, y sus gestos se adecúan a unos códigos de expresión sólidamente establecidos. Velázquez planta a los suyos en un escenario interior, sus vestidos y zapatos son los que llevaría cualquier mendigo de cualquier ciudad española y se advierte una voluntad de aproximación realista a los rostros. Están situados en el espacio de la misma manera que muchos de sus retratos, y, aunque abundan los objetos que posibilitan una lectura simbólica, el pintor juega con los límites entre retrato y ficción.
Como ocurre con muchas otras obras velazqueñas, son muchos y dispares los intentos que se han hecho por identificar su significado en el contexto de la Torre de la Parada. Algunos de ellos son aparentemente obvios, como el de la relación entre Esopo y la abundancia de fábulas de animales en el edificio. Ambas eran figuras conocidas por el público culto español, y la asociación entre filosofía y pobreza se había convertido en un tópico figurativo en la Europa barroca, relacionable con la gran fortuna que alcanzó entonces el pensamiento estoico. Esopo, que aparece con un libro (se supone que de sus fábulas) en la mano, se rodea de objetos que aluden a diversas circunstancias vitales. Sus pobres vestiduras son referencia a su origen esclavo y a su vida humilde. El balde de agua sería alusión a una contestación muy ingeniosa que dio al filósofo Xanthus, su dueño, que como recompensa le otorgó la libertad. El equipaje que tiene a su derecha aludiría a su muerte violenta: cuando, estando en Delfos, se mostró muy crítico con la inflada reputación de la ciudad, los habitantes para vengarse escondieron una copa entre su equipaje, lo acusaron de robo y lo arrojaron desde unas peñas. Al igual que Rubens, planteó su pareja de filósofos como un contraste entre la risa y el llanto, pero probablemente Velázquez en los suyos buscó otro tipo de contraste, ayudándose también de la expresión corporal, lo que es índice de hasta qué punto se planteó sus obras en función (o respuesta) de las del flamenco. Esopo, que ejemplifica al filósofo de espíritu libre, que no está sujeto por ataduras materiales, está plantado ante nosotros y nos mira de frente, de manera abierta. A Menipo, en cambio, lo vemos de perfil, protegido por su capa, y mirándonos casi de soslayo, como si el pintor hubiera tratado de transmitir a través de su gesto la avaricia que tópicamente le caracterizaba. La franqueza y la libertad de Esopo tienen un equivalente en la risa de Demócrito, mientras que el retraimiento y la avaricia de Menipo se corresponden con el recogimiento y el llanto de Heráclito. 

Menipo, 1635-1640
Óleo sobre lienzo, 179 x 94 cm. Museo del Prado
Como su pareja, Esopo, el retrato de Menipo tenía como destino la Torre de la Parada, por lo que se suele fechar en torno al año 1640. Estamos ante la imagen de un filósofo griego del siglo III a. C. catalogado entre los cínicos por su rechazo hacia las apariencias y distinciones sociales. Velázquez le ha representado como un mendigo, posiblemente por su origen esclavo. Representar a filósofos como mendigos era algo típico en el Barroco, como se comprueba en los lienzos de Ribera o Rubens. La alegría con que Menipo aparece en el lienzo hace pensar que sea la imagen del típico mendigo altanero castellano que tanto gustará a los viajeros que vengan a España durante el Romanticismo. La obra es de altísima calidad y sorprende porque en un principio no llama la atención, pero atrapa a medida que se contempla, sobre todo por el rostro del personaje, realizado con una factura muy personal y avanzada mediante rápidas manchas de color que hacen olvidar el preciosismo de sus primeros años. Fortuny realizará una copia del busto de este filósofo en el siglo XIX, poniendo de manifiesto su admiración por Velázquez.
Marte. Hacia 1638.
Óleo sobre lienzo, 179 x 95 cm. Museo del Prado
El Marte de Velázquez está documentado por primera vez en la Torre de la Parada, una residencia real de caza donde Felipe IV podía practicar su entretenimiento favorito. Además estaba dedicada a las aficiones artísticas del rey, ya que se decoró principalmente con temas mitológicos ovidianos encargados en 1636 a Rubens y a su taller. Era justo que el pintor real, Velázquez, estuviera representado en una colección tan importante, donde también se instalaron sus imágenes de Esopo y Menipo y varios retratos de enanos. El contraste estilístico entre sus obras y las de los artistas flamencos sería motivo de deleite para un entendido en pintura como era el rey. Velázquez retrató a Marte en tamaño natural, a partir de un modelo vivo, quizá un soldado veterano, en una postura que recuerda al famoso Ares Ludovisi. Explota las propiedades ilusionistas de la pintura para evocar la presencia de un hombre de carne y hueso; el color cálido de las carnaciones vivifica la figura, que aparece bañada en una iluminación atmosférica realista, con el rostro ensombrecido por el casco. La laca roja, líquida y transparente, está mezclada en húmedo sobre húmedo con toques de bermellón y blanco para crear un juego de pliegues y sombras, y manejada con una fluidez que hace pensar en Tintoretto. Hay un contraste cromático llamativo con el azul primario del taparrabos, que originalmente cubría algo más de la pierna izquierda y seguía el contorno de la derecha. Es el convincente naturalismo que logra la innovadora técnica de Velázquez lo que en última instancia reivindica la superioridad del arte que había escogido en el paragone con la escultura. Como es habitual en Velázquez, hay un tratamiento paradójico del mito, en cuya construcción representa un papel básico la armadura y otros atributos bélicos. Por un lado, su presencia es lo que permite identificar al personaje con Marte; pero, por otro, la forma en la que se exhiben sitúa la representación en un terreno ambiguo. De su armadura, el dios de la guerra sólo conserva puesto el yelmo; y en vez de sujetar erguido el bastón de general, lo apoya con desgana en el suelo. La rodela, la espada y el resto de la armadura yacen a los pies de una cama desordenada, la misma sobre la que descansa un Marte de cuerpo laxo y actitud melancólica. El uso de referencias a armaduras y objetos guerreros esparcidos o amontonados por el suelo tenía una larga tradición figurativa y literaria en la que hay que inscribir esta imagen. Generalmente alude a la derrota de las armas, y con frecuencia al tópico de que el Amor todo lo vence, un tema que tuvo su expresión en la literatura emblemática, que se encarnó en una conocida pintura de Caravaggio (Berlín, Staatliche Museen), y que probablemente subyace en esta pintura.

Pablo de Valladolid, 1635.
Óleo sobre lienzo, 209 x 123 cm. Museo del Prado
En el mundo de los bufones palaciegos se distinguía entre aquellos cuyo atractivo residía en sus taras físicas o mentales y los que, desprovistos de esas taras, tenían como oficio divertir con su ingenio o personalidad. Entre estos últimos se contaba Pablo de Valladolid, que nació en Vallecas en 1587 y murió en diciembre de 1648, después de haber estado al servicio de la Corte desde 1632. En este cuadro aparece en una actitud declamatoria que hizo que durante mucho tiempo la pintura fuera identificada como el cómico. La razón de ser de esta acción se debe a que muy probablemente entre los recursos que utilizaba esa gente para entretener a la familia real, y en consecuencia seguir contando con un sueldo de la Corte, figuraba la declamación o la interpretación de carácter teatral. Se trata de uno de los retratos en que Velázquez hace un mayor alarde de su voluntaria restricción de medios pictóricos: la gama cromática es muy limitada, aunque muy rica en matices, el personaje sólo se vale de su propia expresión y su gesto, sin ningún tipo de adminículo que la apoye, y se alza sobre un espacio indeterminado apenas sugerido por la tenue sombra que arroja su cuerpo. Tanta sobriedad, lejos de restar contenido y expresión a la obra, los multiplica, y obliga al espectador a enfrentarse directamente, sin intermediarios que le distraigan, con el sujeto que tiene delante. Pero conseguir tal efecto no depende de la sola voluntad del pintor, quien debe estar dotado además de unos recursos técnicos que le permitan sacar partido de tan parcos medios y fundir al personaje con el espacio en que está inmerso. Esta retórica de lo esencial fue muy valorada por los pintores del siglo XIX, como Edouard Manet, quien comentó que esta obra es quizá el trozo de pintura más asombroso que se haya pintado jamás, y se basó en ella para construir su famoso Pífano. Se ha fechado en torno a 1635, aunque hay disparidad, y algunos creen que formó parte de un grupo de cuadros que en 1634 se pagaron a Velázquez para decorar el Buen Retiro. 

El bufón llamado don Juan de Austria, 1632.
Óleo sobre lienzo, 210 x 123 cm. Museo del Prado
El personaje, de cuerpo entero, aparece en pie sobre un suelo embaldosado en el que cuidadosamente desordenados se encuentra un mosquetón, dos balas de artillería y algunas piezas de armadura. La técnica fluida de su factura ha llevado a algunos críticos a aplazar su realización a la última época del pintor. Jonathan Brown, que lo cree pintado en 1634, destaca la novedad del tratamiento del rostro, «mediante una técnica que consiste en aplicar pintura sobre una superficie antes de que se seque otra capa previamente aplicada sobre ella lo que hace que el rostro parezca levemente desenfocado, al menos visto desde cerca», lo que nunca hubiera hecho en los retratos oficiales, que exigen mayor definición fisonómica. ​ En realidad, es posible que ese efecto sea el resultado de la ligereza de las pinceladas, que en este como en otros cuadros del maestro resultan casi transparentes, sobre las que se aplican para el modelado de las formas otras capas aún más diluidas y de igual color. Así se ve en el sutil rojo carmesí del vestido pintado con laca roja casi líquida, repasándose con pintura del mismo color y algunos toques de blanco agrisado las zonas de sombra y con finísimas pinceladas de color blanco las zonas de luz, creando el efecto de veladuras. ​ Ese modo sutil de aplicar el color, casi sin pasta, y su entonación de «acuarela» en el calzón, sugiere a Julián Gállego la textura del terciopelo raído.
Al fondo de la escena, mediante largas y desordenadas pinceladas negras y gruesas manchas cargadas de pasta, sugiere Velázquez un combate naval rememorando la batalla de Lepanto, la más célebre victoria del joven don Juan de Austria, del que este viejo soldado de mirada socarrona parece la contrafigura, de vuelta ya de pasadas grandezas, símbolo, según José Camón Aznar, de la decadencia y «el retrato más trágico de toda la pintura de Velázquez».​
Los documentos radiográficos indican una técnica común a la empleada en los dos restantes retratos de bufones pintados para el Palacio del Buen Retiro (Pablo de Valladolid y El bufón Barbarroja), todos los cuales fueron pintados a un tiempo con técnica semejante a la empleada en el Cristo crucificado, lo que debería despejar las dudas sobre su datación cronológica.

El bufón "Barbarroja", don Cristóbal de Castañeda y Pernia, 1633
Óleo sobre lienzo, 198 x 121 cm. Museo del Prado
El lienzo presenta a un hombre de aspecto arrogante y un tanto grotesco, con una espada en una mano y en la otra llevando la vaina. Viste y calza de rojo, «a la turca», con camisa y cuello blanco de encajes, y se cubre con una especie de bonete o turbante también rojo ribeteado de blanco. Al hombro lleva una capa de color gris, pulidamente acabada. El vivo color del vestido destaca aún más por recortarse su figura sobre un fondo marrón oscuro aplicado de forma muy irregular.
El protagonista del lienzo, Cristóbal de Castañeda y Pernia, conocido como Barbarroja, fue un bufón, «hombre de placer», truhan o «loco discreto» que hacía reír con sus burlas. ​ Sus servicios a la corte están documentados de 1633 a 1649, y su sobrenombre parece debido a su caracterización en la corte, donde según el embajador de Toscana ocupaba el primer puesto entre los bufones; era también matador de toros y desempeñó labores de emisario al servicio del cardenal-infante Fernando de Austria. Su especialidad pudieron ser los dichos cortantes y graciosos, uno de los cuales le costó el destierro a Sevilla en 1634, cuando al preguntarle el rey si había olivas en los pinares de Valsaín, Castañeda replicó: «Señor, ni olivas ni olivares», lo que el conde-duque tomó como una alusión maliciosa.
Además de supuestamente inacabado, como ya se decía en el inventario de 1701, el cuadro presenta el problema de la diferente factura con que se ha ejecutado la figura, con una pincelada muy suelta, hasta dejarse casi abocetada y de un color rojo disonante sobre el fondo marrón aplicado con brocha o espátula de una forma muy libre, en contraste con la pincelada prieta y el pulido acabado de la capa que lleva al hombro, de un acabado apurado, «casi escultórico»​ De ahí que se haya propuesto la participación de dos manos, siendo la capa pintada por mano ajena a la de Velázquez, o en caso contrario, la ejecución en dos fechas muy distantes, según la idea de que Velázquez retocaba sus obras una y otra vez, con distancia de años, aplazando las mayores libertades de pincel para la vuelta del segundo viaje a Italia. Esas fechas, según José Camón Aznar, irían de 1623, en que habría comenzado el retrato, aunque en esa fecha Castañeda no había entrado aún al servicio de la corte, y el periodo comprendido entre 1648 y 1653, en que habría procedido a reelaborarlo, espacio de tiempo demasiado dilatado y que exigiría profundas transformaciones en el rostro que la radiografía no muestra. López-Rey, que defiende la ejecución por dos manos distintas, señala una fecha en torno a 1637-1640 para lo pintado por Velázquez, correspondiendo la capa a una segunda mano que podría haberla pintado ya en el siglo XVIII, entre 1772 y 1794, dado que en el inventario de este último año no se decía, a diferencia de los anteriores, que el retrato estuviese inacabado. ​
El estudio técnico firmado por Carmen Garrido descarta sin embargo todas estas especulaciones y pone en relación la técnica de ejecución de la obra con la empleada en los otros dos bufones pintados para el Palacio del Buen Retiro. ​ Según se indica en ese estudio, realizado en el Museo del Prado, la radiografía, dado el empleo de blanco de plomo de alta opacidad, no permite ver la figura representada a causa de la ligereza de las capas pictóricas empleadas tanto en ella como en el fondo oscuro. Pero este mismo hecho permite descartar una ejecución en dos tiempos separados, además, por un número significativo de años en los que la técnica del pintor había experimentado cambios notables. Tanto la preparación como el modo de extender las capas de color, con ligeros pigmentos diluidos en gran cantidad de aglutinante es la misma empleada en los retratos reales pintados para el Salón de Reinos, sólo que ahora hay incluso mayor libertad a la hora de manejar el pincel o la brocha. La capa está pintada directamente sobre el rojo del traje y el diferente aspecto que presenta su tratamiento se debe a la utilización de blanco de plomo aplicado de un modo más compacto. Es sin duda este diferente aspecto en superficie entre la capa «acabada» y lo restante de la pintura, en especial el fondo creado a base de brochazos desiguales y el rostro desdibujado, el que llevó a sostener en los primitivos inventarios que el cuadro se encontraba «inacabado» y no la presencia en él de alguna zona sin pintar que hubiese de ser disimulada con el añadido de la capa. Es más probable que Velázquez hubiese querido jugar con ese contraste en las superficies pictóricas tratando de adaptar la pincelada a las calidades táctiles de los tejidos, del mismo modo que en Las lanzas el gabán de ante del soldado de espaldas presenta una superficie compacta en contraste con los destellos de las armaduras y la textura de las sedas. 

El bufón Calabacillas sentado, llamado erróneamente "Bobo de Coria"1637-1639
Óleo sobre lienzo. 106,5 cm × 82,5 cm. Museo del Prado
Podría tratarse de uno de los «Quattro rettrattos de diferentes Sujettos y enanos Originales de Uelazquez» que se mencionan en la primera pieza de la Torre de la Parada en el inventario de 1701​ y, a juicio de López-Rey, el citado en la Torre en 1747, sin nombre de pintor, como «un quadro de un Enano riyendo» y con unas medidas algo mayores que las actuales. Indicándose su procedencia de la Torre de la Parada en 1772 fue inventariado en el Palacio Nuevo con el número 1012, en compañía de otros tres enanos de Velázquez —Francisco Lezcano, Diego de Acedo y Sebastián de Morra— descrito allí como retrato de «un bufón con un cuellecito a la flamenca» y las dimensiones actuales. ​ En el inventario de 1789 del mismo palacio, localizándose ahora en la «pieza de comer» junto con el Sebastián de Morra, se le dio por primera vez el nombre de Bobo de Coria, ​ expresión que, aun careciendo de fundamento, hizo fortuna y mantuvo en los siguientes inventarios. En 1819 ingresó en el Museo del Prado todavía con ese nombre.
Su identificación con el bufón llamado Calabacillas, propuesta por Cruzada Villaamil en 1885, se debe a la calabaza que tiene a su izquierda, y fue admitida ya en el catálogo del Prado en 1910, donde se decía acompañado con una calabaza a cada lado. ​ Juan Calabazas, llamado también Calabacillas y El Bizco, documentado en 1630 al servicio del cardenal-infante Fernando de Austria y desde 1632 en la corte de Felipe IV, debió de ser bufón de excelente reputación a juzgar por el elevado sueldo que percibía además de disfrutar de carruaje, mula y acémila. ​ Según la documentación conservada Velázquez lo retrató en dos ocasiones; una de ellas podría ser el retrato conservado en el Museo de Arte de Cleveland, aunque discutido por la crítica, de aspecto notablemente más juvenil que en el retrato del Prado.
Su muerte en 1639 fijaría una fecha límite para la pintura de este retrato, aunque en el pasado la crítica le asignaba fechas más avanzadas dada la técnica sumamente libre de los encajes en cuello y puños, el esquematismo de las manos y el desenfoque del rostro, con las que se acentúa la inquietante visión del desgraciado. Una fecha poco anterior a 1639 sería sin embargo admisible por su proximidad con los otros bufones pintados para la Torre de la Parada, aunque aquellos son retratos a cielo abierto, situados ante un paisaje, y este se encuentra encerrado en una pequeña habitación desnuda y de imposible perspectiva al deshacerse progresivamente el espacio a su derecha en una mancha marrón sin forma. 
El bufón, de mirada bizca, aparece sentado en difícil postura sobre unas piedras de poca altura, con las piernas recogidas y cruzadas y frotándose las manos. Viste traje de paño verde con mangas bobas. Delante tiene un vaso o pequeño barril de vino y a los lados una calabaza, pintada sobre una jarra anterior con su asa, y una cantimplora dorada que con frecuencia se ha interpretada como una segunda calabaza para forzar la identificación del personaje anónimo de los antiguos inventarios con el bufón llamado Juan Calabazas. ​ Diego Angulo Íñiguez señaló que Velázquez, en su composición, pudo servirse de un grabado de Alberto Durero llamado El desesperado, lo que en opinión de Alfonso E. Pérez Sánchez excluye el carácter de retrato "sorprendido", insistiendo al contrario en lo elaborado de su concepción, que podría ocultar intenciones alegóricas desconocidas. ​ El carácter fuertemente realista del gesto, sin embargo, afirma su carácter de verdadero retrato, sea quien sea el personaje retratado, pero sin duda alguien con claros síntomas de retraso mental atentamente analizados por el pintor, que contrasta el gesto desenfadado de la pose y la sonrisa huera con el aislamiento en que se encuentra, reforzado por el gesto casi autista de las manos, como ha escrito Fernando Marías, y su refugio en una esquina de la sala vacía. ​
El retrato fue pintado de forma rápida, con capas de color casi transparentes por el empleo de aglutinante en grandes cantidades. Las rectificaciones, muy visibles en la cabeza y en la calabaza situada a su izquierda, se hicieron a la vez que se pintaba y con los mismos pigmentos. La pincelada es muy ligera y con poca pasta en toda la superficie del lienzo, logrando el aspecto borroso del rostro por la frotación del pincel con muy poca materia sobre el modelado previo, oscureciendo o aclarando algunas zonas. Los encajes de cuello y puños también fueron pintados con pinceladas finas y de apariencia deshilachada sobre el traje ya acabado. Por su evolucionada técnica, Calabacillas sería el último de los bufones de la Torre de la Parada en ser pintado, con similar técnica pero más abreviada y deshecha, como pondría de manifiesto la base parda oscura de la preparación, integrada en algunas zonas como parte del fondo. Esa base es la misma empleada en el retrato del Bufón don Diego de Acedo pero sin la imprimación rosa carnación añadida en este y en los restantes lienzos de la Torre de la Parada. ​ Ello daría una década, la de 1630, especialmente fecunda en la producción de Velázquez que en adelante, entregado a sus funciones cortesanas, reduciría sensiblemente su producción.

El bufón don Diego de Acedo, el Primo, 1640
Óleo sobre lienzo, 107 cm × 82 cm. Museo del Prado
El retrato aparece en el inventario de la Torre de la Parada de 1701 en el vestíbulo de entrada, junto con otros tres «retratos de diferentes Sujetos y enanos», dos de los cuales parecen ser los retratos de Esopo y Menipo —aunque el mismo inventario los cita aparte en sala distinta— y el tercero el del enano llamado Francisco Lezcano. ​ Los cuatro se llevaron en 1714 al Palacio de El Pardo, ofreciéndose con este motivo una descripción de los dos retratos de enanos que hace posible su identificación con los cuadros del Museo del Prado, al decir del uno que se trataba de un retrato de «Bufón revestido de Philosopho estudiando» y el segundo un bufón con unos naipes en las manos. ​ Tras pasar al Palacio Real, antes de 1772, se inventarió con el nº 932 que aún lleva en rojo en el ángulo inferior izquierdo, descrito allí en 1814 como «retrato de un filósofo con un libro en la mano».​

En 1819 ingresó en el Museo del Prado donde Pedro de Madrazo en 1872 lo identificó por primera vez con el enano llamado Diego de Acedo, de sobrenombre El Primo, suponiendo que se trataría del pintado por Velázquez en Fraga y que fue remitido a Madrid en junio de 1644 por el rey Felipe IV, según una nota de los gastos de la furriera en que se hace referencia a una caja de madera que el rey mandó hacer para enviar «el retrato del Primo que avía hecho Velázquez».​ El motivo de darle este nombre, que nunca antes había llevado, se debe a los libros que acompañan al retratado, pues la función desempeñada en la corte por el Primo fue la de secretario más que la de bufón. López-Rey estima que nada se opone a esta interpretación, considerando el retrato estilísticamente situado hacia 1645, y lo pone en relación con otro retrato, hoy desaparecido, de Alonso Sánchez Coello, inventariado en 1637 en el viejo Alcázar de Madrid, donde se decía que era retrato de Sancho Morata, célebre bufón de Felipe II, ​ pintado con anteojos, sentado en tierra y leyendo un libro en medio de un paisaje de montaña, con algunos libros y un tintero a sus pies. ​ Jonathan Brown observó, sin embargo, que el retrato de El Primo pintado en Fraga sería con mayor probabilidad el inventariado con ese nombre a la muerte de Carlos II en el Alcázar y allí destruido en el incendio de 1734, siendo el de la Torre de la Parada pintado hacia 1636, cuando consta que el pintor trabajaba en algunas obras con ese destino.
El paisaje de la Sierra del Guadarrama pintado al fondo del retrato —que nada tiene que ver con el paisaje de Fraga—, semejante al del Francisco Lezcano y a los fondos de los retratos de la familia real en traje de caza pintados también para la Torre de la Parada, avalaría este destino y su fecha de ejecución, entre 1636 y 1638, justificándose el punto de vista bajo por haberse concebido como sobrepuerta. ​
Las radiografías muestran ligeros reajustes y, según López-Rey, arrepentimientos, el más significativo de los cuales sería el del gran sombrero ladeado, que estaría ausente en su primer estado, lo que es descartado por Carmen Garrido quien apunta a su realización de una sola vez al tiempo que los restantes cuadros destinados a la Torre de la Parada. ​ La gama sobria de negros, blancos y grises plateados envuelve al personaje en una atmósfera fría, faltando por completo los pigmentos azules de azurita o lapislázuli, pese a abrirse a un paisaje de apariencia inacabada sobre el que el pintor ha limpiado reiteradamente sus pinceles. El contraste entre la silueta de la pequeña figura, severamente enlutada, y el blanco del papel del grueso infolio, iluminado quizá con estampas, cuyas pesadas hojas apenas pueden manejar las gordezuelas y pequeñas manos, acentúa ese aire un poco triste que parece envolver al genio, con la pesada carga del saber.
Don Diego de Acedo, mujeriego y con fama de conquistador, documentado en la nómina de palacio desde 1635 hasta su muerte en 1660, según la documentación aportada por José Moreno Villa, no era propiamente bufón sino funcionario de palacio, encargado de la estampilla con el facsímil de la firma real. Una función muy distinta es, sin embargo, la que desempeñaba en 1642 cuando al pasar el cortejo real por Molina de Aragón resultó herido de un disparo dirigido probablemente al conde-duque de Olivares, a quien en ese momento acompañaba dando aire con un abanico. ​ Acerca del apodo el Primo se ha pensado que pudiera serlo del propio Velázquez, por suponerle hermano de cierta Lorenza Acedo y Velázquez, supuesta prima del pintor, o del aposentador Nieto Velázquez, de donde insinúa Julián Gállego que el sobrenombre pudiera tener intenciones satíricas, dirigidas contra el propio Velázquez, por sus manías de nobleza, ​ en tanto Javier Portús cree que podría referirse al modo como el rey se dirigía a los grandes, satirizando así al enano que aparecía en el retrato con la cabeza cubierta, privilegio de la nobleza.
Francisco Lezcano, "el Niño de Vallecas", 1635
Óleo sobre lienzo. 107 cm × 83 cm. Museo del Prado
En 1701 se encontraba en la Torre de la Parada, finca de caza y recreo para la que posiblemente fue pintado, en unión de otros tres «retratos de diferentes sujetos y enanos», según se decía en el inventario de ese año. Formó pareja con el retrato del bufón don Diego de Acedo, pasando juntos al Palacio de El Pardo donde fue descrito en 1714 como un bufón con unos naipes. En 1772 fue llevado al Palacio Real Nuevo, donde en el inventario de 1794 —localizado en la "pieza de trucos"— se le dio por primera vez el título del Niño de Vallecas. ​ En 1819 ingresó en el Museo del Prado, figurando en su primer catálogo como Una muchacha boba, para recuperar en los catálogos posteriores y hasta el de Pedro de Madrazo el nombre de Niño de Vallecas, cuestionado ya por Gregorio Cruzada Villaamil en 1885. ​
La identificación con Francisco Lezcano se debe a la documentación relativa a un bufón de este nombre admitido en 1634 al servicio del príncipe Baltasar Carlos. Llamado Lezcanillo o el enano Vizcaíno, permaneció en la corte hasta su muerte en 1649, con un paréntesis entre 1645 y 1648, años en los que consta se ausentó de ella aunque se desconoce el motivo. Un documento de 1634 refleja que a «un enano vizcaíno» se le había hecho entrega de tres varas de tejido verde de Valencia para hacerle con él una «ropilla» y «mangas de rueda» guarnecida con pasamanos de oro falso, que José Moreno Villa pensó podía tratarse de la ropa que viste el enano —identificado también con Lezcano— que acompaña al príncipe Baltasar Carlos en el lienzo de Boston, creyéndolo pintado en 1635.​ Sin embargo, habiéndose pintado este en 1631 o 1632, a tenor de la inscripción que en el propio lienzo aparece y la edad aparente del príncipe, tal identificación no es posible, al no encontrarse todavía Lezcano en la corte. El nombre de Lezcano fue recogido por primera vez en el catálogo del Prado de 1942, siendo posteriormente aceptado de forma general. Camón Aznar y José López-Rey, admitiendo que el personaje retratado fuese, en efecto, Lezcano, sostuvieron que el cuadro pudo ser pintado en Zaragoza a donde el enano habría acompañado a su señor en la «jornada de Aragón» de 1644. ​ Jonathan Brown, que solo admite con reservas la identificación con Lezcano, adelanta la fecha de su ejecución a 1636-1638, años en los que consta que Velázquez hacía algunas pinturas para la Torre de la Parada. El paisaje de la Sierra de Guadarrama y el tabardo verde oscuro que viste, traje propio de cacería, pueden explicarse por ese destino en un pabellón de caza, así como se explica el punto de vista bajo adoptado pues en la decoración del palacio debía servir de sobrepuerta.
Sentado sobre una roca, con la pierna derecha extendida en escorzo hacia el espectador, juguetea con unos naipes que lleva entre las manos, símbolo de la ociosidad, aunque del objeto que lleva entre las manos se han dado también otras explicaciones, señalando Pedro de Madrazo que pudiera ser un «trusco de pan» o un casco de teja, «que no lo dice el cuadro claramente».​ Viste un tabardo verde de caza de cierta calidad, pero con desaliño, asomando la camisa arrugada solo a un lado por la parte del escote. El enano levanta la cabeza para mirar al espectador pero venciéndose sin fuerza hacia la derecha, subrayando con su inestabilidad la vaciedad de la mirada. Intencionadamente Velázquez ha contrastado al bufón ocioso, con la mirada perdida y el pequeño mazo de cartas entre las manos, con su compañero El Primo retratado mientras hojea un grueso infolio en compañía de otros libros. Para Julián Gállego, sin embargo, la cueva o abrigo —quizá grueso tronco de árbol— en que se refugia es un escenario «propicio para la meditación».​
Pintado, como el retrato de El bufón don Diego de Acedo, el Primo, de forma directa y rápida, presenta efectos de desenfoque aún más marcados que en este en cabeza y manos por la insistencia en repasar con el pincel sobre la pintura aún blanda. ​ Los dedos, completamente desdibujados, solo se indican por la superposición de trazos de bermellón de mercurio en la dirección deseada. El paisaje es como el del retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos una mancha grisácea extendida sobre la preparación completada con pinceladas aplicadas encima rápidas y precisas, con diferentes pigmentos muy diluidos, dando así forma a las nubes, montañas y vegetación. La preparación del lienzo es la misma que la empleada en El Primo y en los retratos de los personajes reales en traje de caza, pintados también para la Torre de la Parada, aunque en este ha desaparecido el estrato superior, de tonalidad anaranjada, lo que podría tomarse como un paso en la evolución técnica, que culmina en El bufón Calabacillas. 

El bufón el Primo, anteriormente conocido como El bufón don Sebastián de Morra, 1645
Óleo sobre lienzo. 106,5 cm × 81,5 cm. Museo del Prado
El cuadro aparece citado por primera vez en el inventario del antiguo alcázar de Madrid de 1666, en cuya redacción intervino Juan Bautista Martínez del Mazo, yerno de Velázquez, donde se localiza en la escalera de la Galería del Cierzo: «Otra pintura de bara y mª de alto casi en quadro [aproximadamente 125 x 125 cm] del enano morra de mano de diego belazquez», tasado en cien ducados. ​ Con él, y tasado en 150 ducados, se encontraba otro retrato de iguales características del bufón llamado El Primo, probablemente el pintado durante la «jornada de Aragón» de 1644 en la localidad oscense de Fraga, desde donde se envió a Madrid el 1 de junio ya acabado. ​
Solo uno de estos retratos se libró del incendio de 1734, pues en el inventario de las pinturas que se habían podido salvar de él figuraba únicamente un «Retrato de un enano orgl de Diego Velázquez» —y entre líneas: «cuerpo entero»— con unas medidas aproximadas a 103 x 63 cm en marco dorado y tallado. ​ Los estudios técnicos realizados en el Museo del Prado demuestran que el cuadro estuvo, en efecto, sometido durante algún tiempo a un marco ovalado de esas características; a consecuencia de ello fue cortado y luego recrecido en tres de sus lados, operaciones en las que sufrió otros daños y pérdidas de pintura. ​
Posiblemente pueda identificarse con el «retrato de un enano de cuerpo entero» que en un memorial de 1747 se recogía entre las obras traspasadas al Palacio del Buen Retiro, ​ pero en 1772 se encontraba en el Palacio Real Nuevo, donde seis años después lo copió Goya en un grabado al aguafuerte con la inscripción: «Sacada y gravada del Quadro original de D. Diego Velazquez en que representa al vivo un/Enano del S. Phelipe IV. por D. Francisco Goya Pintor. Existe en el R. Palacio de Madrid/Aňo de 1778». En 1819 ingresó en el Museo del Prado, donde en 1834 aún figuraba sencillamente como «Enano sentado en el suelo».​ Fue Pedro de Madrazo quien en 1872, en su catálogo extenso de las pinturas conservadas en el museo, lo llamó —con un signo de interrogación— «Retrato de un enano del Rey Felipe IV: D. Sebastián de Morra», que describía:
... sentado en el suelo, de frente, con las piernas enteramente extendidas y los puños juntos a las ingles, vestido con coleto y calzón verde y gabancillo carminoso galoneado de oro.— Figura de tamaño natural. Del segundo estilo del autor. ​
La identificación propuesta por Pedro de Madrazo, presumiendo que el retrato salvado del incendio fue el de Sebastián de Morra y no el de El Primo, aunque los inventarios inmediatos nada dijesen de ello, ha sido generalmente aceptada al reconocerse al Primo en un segundo retrato del Museo del Prado procedente de la Torre de la Parada. ​ Tal identificación, sin embargo, ha sido puesta en duda por José López-Rey a la vista de la existencia de una copia o réplica que perteneció a la colección del marqués del Carpio, donde según el inventario de los bienes dejados a su muerte, firmado en 1689 por Claudio Coello y José Jiménez Donoso, se tenía por retrato del Primo, especificando que se hallaba.
Senttado en el Suelo Con Una valona Caida Vesttido de negro Con Una gabardina Colorada Guarnezida de passamanos de oro y solo se ben Las Suelas de los zapattos Con Un jaro a Un lado original de Diego Velázquez.
La posibilidad de un error en este inventario, hecho con cierta distancia de años, con todo, no puede descartarse, y la identificación del Primo con el personaje retratado en el óleo procedente de la Torre de la Parada, acompañado de algunos libros y un tintero, parece bien fundada, tratándose, más que de un bufón, de un miembro de la burocracia palatina con funciones de secretario. ​
Sebastián de Morra sirvió en Flandes al cardenal-infante don Fernando hasta su muerte; en 1643 llegó a Madrid, donde Felipe IV ordenó que se le conservasen los emolumentos y raciones que allí tenía, colocándolo al servicio del príncipe Baltasar Carlos; en tal función puede ser el enano que lo acompaña en la Lección de equitación de la colección del duque de Westminster. ​ Consta que tenía un criado a su servicio, pues el mismo año de su llegada a Madrid se acordó hacerle merced de una segunda ración para su criado. Debió de hacerse querer por el príncipe, quien tuvo un recuerdo para él en su testamento, legándole a su muerte en 1646 un espadín de hierro plateado con dos veneras y tahalí bordado, una espada y daga de hierro plateado y un cuchillo. ​ Murió en Madrid en 1649. Las fechas para la pintura del retrato han de quedar, por tanto, comprendidas entre estas, lo que no contradice la técnica suelta de su pincelada.
El retrato fue pintado por Velázquez directamente, sin dibujo previo y sin cambios significativos en su composición. La tela empleada y la técnica de preparación del lienzo son distintas de las que se encuentran en las restantes obras de estos años, pues podría tratarse de un «cuadro de experimentación en cuanto a la preparación», aunque las posibilidades de establecer comparaciones son limitadas pues son pocos los cuadros pintados en torno a 1645 que se conservan en el Museo del Prado. ​ El lienzo presenta unas bandas de tela añadidas de igual urdimbre y preparación, reutilizadas de una pintura anterior en la que se aprecia un paisaje con la sierra de Guadarrama; sin embargo, ese paisaje nunca formó parte del retrato, concebido desde el primer momento en un interior y recortado sobre un fondo neutro. El fondo marrón grisáceo, trabajado con los pigmentos muy diluidos, enfatiza la luz creando un halo luminoso en torno a la figura. Tanto el rostro como las manos fueron pintados de forma rápida y somera, creando la impresión de cierto desdibujamiento. El vestido es verde con mezcla de negro para oscurecer mangas y botonadura. Los realces decorativos de los encajes y bordadura de oro se pintaron sobre las capas previas de color con pocas y precisas pinceladas.
Sobre el Sebastián de Morra y, en general, sobre la interpretación de estos retratos de bufones han corrido, según Fernando Marías, «ríos de tinta». Hay quien ha querido ver en él la denuncia velazqueña del trato que la corte daba a estas personas, presentándolo como una marioneta, ​ en tanto Velázquez mostraría en sus retratos llenos de dignidad una actitud compasiva y solidaria con sus carencias físicas o psíquicas, de las que según otros sería implacable testigo, diseccionando aquellas carencias con su agudo sentido de la realidad y su naturalismo directo. De este tipo de retratos, sin embargo, existe una larga tradición tanto en España como en Flandes o en Italia, en la que pueden encontrarse pintores como Antonio Moro o Alonso Sánchez Coello. ​ Ubicados frecuentemente en lugares secundarios de los palacios, cabría sencillamente interpretarlos como retratos de personas cuya función era la de entretener o divertir, y por las que los miembros de la familia real llegaron a sentir afecto, perpetuando su función cómica desde la pintura y ofreciendo al mismo tiempo al pintor la posibilidad de experimentar con absoluta libertad.

San Antonio Abad y san Pablo, primer ermitaño, Hacia 1634.
Óleo sobre lienzo, 261 x 192,5 cm. Museo del Prado
El asunto está tomado de La leyenda dorada de Jacobo de la Vorágine (siglo XIII), donde se narra el viaje de san Antonio Abad para visitar a san Pablo, el primer ermitaño cristiano (siglo IV), en el desierto de Egipto. San Antonio, a quien Velázquez presenta vistiendo el hábito marrón con capa negra de los hospitalarios de San Antonio, aparece cinco veces en el cuadro: a lo lejos se le ve preguntando el camino a un centauro y también en conversación con un sátiro. Por una oquedad de la peña, que recuerda la gran formación rocosa del Paisaje con San Jerónimo de Patinir (ya entonces en la colección real y ahora en el Prado), le vemos llamar a la puerta del santo anacoreta. En el primer término conversan los dos, y Antonio manifiesta su sorpresa a la visita del cuervo que cada día trae a san Pablo su ración de pan. El último episodio de la historia se muestra a la izquierda, donde Antonio ha vuelto al enterarse de la muerte de Pablo y encuentra a dos leones cavándole la tumba.
Velázquez basó su representación del encuentro de los dos santos en el grabado de Durero sobre el mismo tema, aunque también tuvo que conocer la pintura de Sánchez Coello para uno de los altares de la basílica del Escorial. Diego Angulo (1946), señalando posibles fuentes visuales de la obra, no dejó de reconocer que la amplitud del escenario y la clara luz azul del valle, que recuerda el paisaje del norte de Madrid, eran una aportación singular de Velázquez. Más recientemente (Brown) se han trazado paralelos con frescos de paisajes romanos como los de Pietro da Cortona en la Villa Sacchetti de Castelfusano, que Velázquez pudo ver en 1630-1631. La aplicación de la pintura en una capa muy fina sobre una base de color claro logra efectos notables de luminosidad y translucidez. Se distinguen a simple vista varios pentimenti, por ejemplo en la figura de san Pablo y en el báculo de san Antonio. Originalmente la obra remataba en arco de medio punto (los dos ángulos superiores se añadieron y pintaron al entelarse el lienzo, quizá en el siglo XIX), lo que indica que fue concebida para un altar. Es probable que fuera encargada para la ermita de San Pablo, una de las ermitas construidas en los jardines del palacio del Buen Retiro, cuyo retablo, que incluía una escultura de San Pablo ermitaño del italiano Giovanni Antonio Ceroni, se terminó en mayo de 1633 (perdido). Documentada por primera vez en la ermita de San Antonio de los Portugueses en 1701, es posible que fuera trasladada allí cuando se reformó y redecoró la de San Pablo, entre 1659 y 1661.

Felipe IV en Fraga, 1644
Óleo sobre lienzo. 129,8 cm × 99,4 cm. Colección Frick, Nueva York,  Estados Unidos
El llamado Felipe IV en Fraga es un retrato de más de medio cuerpo de dicho rey pintado por Velázquez en tres sesiones en junio de 1644 en la ciudad de Fraga, a la que se había trasladado la corte con motivo de la «jornada de Aragón» de ese año y que concluyó con la recuperación de Lérida, ocupada por el ejército francés a raíz de la sublevación de Cataluña. Regalado por Felipe V a su hijo, el futuro duque de Parma, el cuadro salió de España con este en 1748. ​ Ingresó en 1911 en la Colección Frick de Nueva York, actualmente abierta como museo público.
Se trata casi con seguridad del retrato que Antonio Palomino dice que Velázquez pintó del rey de tamaño natural «de la forma que entró en Lérida, empuñando el militar bastón, y vestido de felpa carmesí, con tan lindo aire, tanta gracia, y majestad, que parecía otro vivo Philipo».​
Las circunstancias en que se realizó se conocen por las cuentas de gastos, incluyendo los gastos de albañilería ocasionados por la apertura de dos ventanas en la sala donde debía posar el rey y las reparaciones hechas en el recinto habilitado como estudio del pintor, que se hallaba en estado ruinoso. Velázquez trabajó al mismo tiempo en un retrato del enano llamado El Primo que se envió a Madrid en junio, pero que según parece ha de tratarse de un retrato de ese bufón distinto del conservado en el Museo del Prado.
Antes de concluir el mes de julio el retrato del rey estaba terminado y se envió a la reina Isabel de Borbón, que a petición de la colonia catalana en la corte ordenó su exposición en público. ​ José Pellicer en sus Avisos históricos informaba el 16 de agosto de 1644 que el cuadro en el que estaba retratado el rey «de la misma forma que está en campaña», vestido de rojo y plata, se había expuesto en la iglesia de San Martín, «debajo de un dosel bordado de oro, donde concurrió mucho pueblo a verlo y de él se hacen ya copias».​
Jonathan Brown sugiere que Velázquez pudo inspirarse para su composición, por lo demás rigurosamente sobria, en el retrato del Cardenal-Infante Fernando de Austria de Anton van Dyck (Museo del Prado), que se encontraba en Madrid desde 1636, pero Velázquez hizo un ejercicio de virtuosismo en las bordaduras plateadas sobre la felpa rosada así como en los destellos de la tela sedosa de las mangas, pintados sin duda a distancia, con numerosas pinceladas gruesas y empastadas en aparente desorden y en abierto contraste con el acabado suave del rostro.
De las copias conocidas la más estimable se encuentra en el Dulwich College de Londres, considerada antiguamente como la versión original del cuadro pintado por Velázquez hasta que en 1911 Aureliano Beruete se la atribuyó a Juan Bautista Martínez del Mazo, al asignar definitivamente a Velázquez la versión conservada en Nueva York.
 

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